http://dx.doi.org/10.19137/qs0929
ARTÍCULOS
Pablo Lacoste et al1
Resumen: El estudio examina el desarrollo de la producción, transporte y distribución de cobres labrados y alambiques para elaborar aguardiente en Chile y el oeste de la actual Argentina, desde el primer alambique registrado (1586) hasta mediados del siglo XIX. Se detecta que el principal polo de manufactura de estos artefactos se encontraba en el Norte Chico de Chile, entre Huasco y La Serena. Desde allí, el uso de los alambiques se difundió por un amplio espacio. La ruta del alambique y el cobre labrado se extendió por 5.000 kilómetros, llegando a Guayaquil, Trujillo, Callao, Cinti, Jujuy y Salta por el norte; y a Valdivia y Chiloé por el sur, a ambos lados de la cordillera de los Andes. Floreció así un intenso proceso de integración socioeconómica regional, a la vez que se fortaleció el desarrollo agroindustrial con la posibilidad de destilar aguardientes. De esta manera se sentaron las bases para el surgimiento de varios productos típicos.
Palabras clave: Cobre labrado; Alambique; Aguardiente; Rutas comerciales trasandinas; Productos típicos.
Wrought copper, Still and Brandy. Chile and Argentina, 1586-1854
Abstract: The study examines the development of production, transport and distribution of copper carvings and stills to produce spirits in Chile and western Argentina, from the first recorded alembic (1586) until the mid-nineteenth century. It is detected that the main pole manufacturing of these devices was in the North of Chile, between Huasco and La Serena. From there, stills spread through a large space. The route of wrought copper and still spread over 5,000 kilometers, reaching the farms on both sides of the Andes, from Guayaquil (Ecuador), Callao (Perú) and Cinti (Bolivia) to the south frontier of the Spanish empire. Thus, an intense process of regional economic integration flourished, while the local agroindustry development with the possibility of distilled spirits strengthened. In this way, set the grounds for the emergence of several typical products.
Key words: Copper work; Still; Brandy; Trans-Andean trade routes; Typical products.
Introducción
La destilación de aguardiente fue una actividad agroindustrial ampliamente
difundida en el sur de América desde la época colonial hasta mediados
del siglo XIX. En el Alto Perú se comenzó a elaborar el aguardiente de uva en
el valle de Cinti a partir del siglo XVII (Aillón y Kirigin, 2013), en Jujuy y Salta
se destilaba de caña de azúcar (Cornejo, 1945; Cruz, 2014), en Chiloé se fabricaba
de papa (Twomey, 2003) y en Valdivia de cebada y trigo, destinado sobre
todo al mercado indígena (Carreño, 2005). Los principales polos de destilación
de esta bebida estaban en Cuyo y en el Norte Chico: en 1740 los cuyanos remitían
8.000 botijas por año a Buenos Aires y hacia 1790 el corregimiento de Coquimbo
elaboraba 5.000 arrobas (Pinto Rodríguez, 1980, p. 80). Durante más
de dos siglos, la elaboración y comercialización de aguardiente de uva fue un
pilar para la vida económica de La Rioja, Catamarca, San Juan, Mendoza, Cauquenes
y los valles del Norte Chico de Chile (Bazán, 1979, pp. 144-146; 1995,
pp. 40-41; Milletich, 2000, pp. 213-214; Luna, 2004, p. 197; Cortés, 2005;
López, 2005; Rivera Medina, 2007; Lacoste, 2013; Mayorga, 2014; Soto, 2015).
La producción de aguardiente contribuyó a fortalecer circuitos comerciales
y relaciones sociales entre distintas regiones. El aguardiente de grano
de Valdivia vitalizó los contactos entre las redes capitalistas y las redes indígenas,
e indirectamente favoreció el proceso de araucanización de las Pampas
(Carreño, 2005). El aguardiente de Mendoza, y sobre todo el de San Juan,
ayudó a consolidar las rutas comerciales rioplatenses, particularmente por su
aceptación en los mercados de Buenos Aires y de Córdoba. A su vez, los de
Catamarca, La Rioja y Salta se difundían por la gobernación de Tucumán, y
los alcoholes de Cinti llegaban a Potosí (Aillón y Kirigin, 2013), lo mismo que
los piscos chilenos. La penetración de los aguardientes de Cinti y Coquimbo
alcanzó una porción de mercado lo suficientemente considerable como para
despertar la preocupación de los productores peruanos, quienes solicitaron al
Consejo de Indias que prohibiera el comercio de esta bebida de procedencia
chilena y altoperuana a Potosí (Assadourian, 1983, p. 138).
Muchos de estos aguardientes alcanzaron fama y prestigio en su época
como productos de calidad, y fueron apreciados por los mercados. Algunos de
ellos lograron mantenerse vigentes hasta la actualidad como productos típicos.
Buenos ejemplos son el aguardiente de papa de Chiloé y el artesanal de Catamarca.2 Otras bebidas consiguieron ir todavía más allá y fueron reconocidas
como Denominaciones de Origen, como el pisco en Chile (1931) y el singani
en Bolivia (1988). Es posible que puedan recuperarse también otros alcoholes
históricos, como el aguardiente de San Juan, el más importante de la región en
el siglo XVIII.
La literatura especializada ha avanzado en el estudio de la historia de
los aguardientes regionales, pero hasta ahora no se ha investigado el itinerario
del alambique, un artefacto que se utiliza para obtener esta bebida mediante
destilación. Los estudiosos de la historia del aguardiente coinciden en señalar
la presencia de los alambiques en las viñas o centros productivos dedicados a
producir los alcoholes, pero por lo general, sin entregar mayores datos sobre
esas alquitaras; con frecuencia, solo se menciona el material con que están
fabricados (cobre) y, en algunos casos, el valor de tasación. Pero todavía está pendiente un estudio integral respecto de ellos.
La historiografía entrega algunos puntos de partida para esta investigación.
En primer lugar, esos alambiques no se manufacturaban en Perú. En esta
región, durante tres siglos solo se usaron falcas para destilar aguardiente. El
alambique más antiguo efectivamente registrado data de 1824 (Huertas, 2004),
por lo tanto, no fue Perú el que abasteció de alambiques a los productores de aguardientes ubicados entre el Alto Perú y Chiloé en los siglos XVII y XVIII. ¿Dónde se manufacturaban? ¿Cómo eran? ¿Cuánto costaban? ¿Cómo se distribuían?
La literatura especializada entrega algunos antecedentes para despajar
estas incógnitas. Por un lado, se sabe que el principal polo de fabricación de
cobre labrado se encontraba en el Norte Chico de Chile, sobre todo en Huasco
y La Serena (Méndez, 2009). Paralelamente, se conocen referencias de alambiques
de cobre registrados en San Juan, Mendoza y en otras ciudades que
provenían de Coquimbo. Sobre esta base se ha construido la hipótesis que señala
que el principal centro de manufactura de cobre labrado en general, y de
alambiques en particular, se encontraba en el Norte Chico de Chile. Desde allí,
los arrieros por caminos terrestres y los barcos a través del mar, los distribuían
en las zonas de elaboración de aguardiente. Esta hipótesis se contrasta con los
referentes empíricos, fundamentalmente con los documentos originales inéditos
de los archivos locales (notariales y judiciales principalmente) de las zonas
de destilación de aguardiente, esencialmente las jurisdicciones de Coquimbo,
Cuyo, Santiago, Colchagua y Maule, desde el siglo XVII hasta mediados del
XIX. De manera complementaria se han relevado documentos en los fondos
de Aduana de Coquimbo (Chile) y en los archivos de Salta (Argentina) y Lima
(Perú).
La elaboración de alambiques fue parte de un proceso mayor, signado por la producción, transporte y comercialización de artefactos de cobre labrado. El Norte Chico de Chile, organizado administrativamente durante buena parte del periodo colonial en el corregimiento de Coquimbo, se caracterizó por su producción minera. La minería de plata, oro y, sobre todo, cobre, se posicionó como la principal actividad económica de la región (Pinto Rodríguez, 1992). En el siglo XVII un cronista sostuvo que en Coquimbo las minas de cobre “son tan copiosas que fuera de abastecer el reino, son suficientes para proveer toda la meridional América” (Ovalle, 1646, p. 174). En el siglo XVIII se realizó un informe sobre el corregimiento de Coquimbo, consistente con esos conceptos:
“Hay tres minas de cobre corrientes, las cuales rendirán al año como 500 quintales de fundición para campanas y otras cosas y hasta 400 quintales dócil para labrar algunas piezas de servicio, el cual benefician en sus caldererías y lo sacan para todo el Reino, Lima y Buenos Aires donde se consumen” (Fernández de Campino, 1744, p. 40).
Los registros de exportaciones terrestres reflejan la relevancia que alcanzó el cobre labrado en el norte de Chile. En las primeras cuatro décadas del
siglo XIX se exportaron desde Chile hacia la actual Argentina 53,7 toneladas de
manufacturas de cobre, principalmente de Huasco (30 toneladas) y Coquimbo
(17,8 toneladas). Por lo general, “los envíos de manufacturas de cobre se hicieron
en pequeñas cantidades pero en forma constante desde 1800 a 1811,
continuando un estilo de comercio que venía de la época colonial” (Méndez,
2009, p. 191).
El cobre labrado se integró plenamente a la vida cotidiana de las casas
chilenas desde los comienzos de la historia colonial. Formó parte tanto de la
vida doméstica como de los talleres y centros de producción agroindustrial.
En las haciendas y ranchos chilenos prácticamente no había ninguna habitación
sin algún objeto de cobre labrado. En los dormitorios era usual encontrar
braseros para templar el hogar y candeleros para iluminar. En la cocina solían
verse pailas, ollas y sartenes de cobre; los alimentos se llevaban a la mesa en
fuentes de cobre; también se usaban jarras, teteras, cucharas, chocolateras y
jícaras de este metal. La ropa se lavaba en lebrillos y baldes de cobre. En las
actividades agroindustriales se utilizaban fondos de cobre para fabricar jabón;
tachos, peroles y enfriaderas servían para la grasa, para sancochados y cocidos.
Para la preparación y conserva de alimentos y bebidas se empleaban balanzas,
pailas, fondos, tachos, alambiques, cañones y otros artefactos. También había
cencerros para el ganado y candados de cobre para seguridad. El jinete usaba
estriberas de cobre y el carpintero escoplos de ese metal. Los registros en el
partido el Maule entregan una muestra representativa.
En el segundo cuarto del siglo XVIII, el partido del Maule era una zona
periférica dentro del Reino de Chile. Recién a partir de 1742 se fundaron las
primeras ciudades, como Talca, Curicó, Cauquenes y Linares. A pesar de la
tardía urbanización, la región fue colonizada por campesinos que pusieron en
marcha sus propias casas y dejaron registros en las notarías de la época. Entre
1724 y 1750 se detectaron 102 testamentos y 21 inventarios de bienes en estas
modestas propiedades, en los cuales los objetos de cobre labrado ya habían
tenido una presencia notable: en total se documentaron 126 artefactos de cobre
labrado, incluyendo pailas, fondos, tachos, candeleros, ollas, cañones de
alambiques, peroles, braseros y escoplos. El objeto más frecuente era la paila,
de la cual se registraron 98 ejemplares: prácticamente todas las casas tenían
una y su tamaño podían ser pequeña, de 6 libras de peso, o grandes, de hasta
100 libras. El valor se regulaba según el peso, con un promedio de cuatro reales
por libra (Ávila y Ojeda, 1988). Llama la atención la temprana penetración de
las manufacturas de cobre en este lejano territorio, situado 200 leguas al sur de los talleres de cobre labrado de La Serena. En el partido del Maule no había
ciudades ni servicio de seguridad ni postas para transitar con un mínimo de
seguridad por los caminos. A pesar de estas dificultades, la cultura de la apreciación
del cobre labrado ya estaba consolidada en esta región.
Estos objetos de cobre labrado se hallaban en las haciendas de todo el
Reino de Chile. Al realizar los inventarios de bienes con motivo de juicios sucesorios,
los notarios tenían un lugar especial dedicado, precisamente, a registrar
las piezas de este material de cada hacienda; era una categoría más, igual
que el lugar destinado a inventariar ropa, muebles, plantas frutales, ganado y
esclavos. Cuando se mencionaba el origen geográfico de los objetos de cobre
labrado, solo se hacía referencia a un lugar: Coquimbo. Después de la reincorporación
de Chiloé a Chile (1826), comenzaron a llegar a esta isla los cobres
labrados de Coquimbo.3
La evidencia documental muestra la presencia de cobre labrado de Coquimbo
en casas y haciendas vitivinícolas de ambos lados de la cordillera. Los
estudios de Ana María Rivera Medina (2007) lo han demostrado para el caso de
San Juan y también se registró en Mendoza, como en la hacienda de Antonio
Moyano Cornejo (1657), Juan Moyano de Aguilar (1688) y Clemente Godoy
(1744). El primero tenía cuatro pailas medianas de cobre,4 el segundo poseía
“un alambique de cobre de Coquimbo viejo en $15”5 y el tercero declaró “nueve
pailas de cobre de Coquimbo que sirven en la bodega y casa de la viña”.6 En Santiago, un buen ejemplo se detectó en la Chacra de Macul (1805), donde
había “un fondo grande con dos cañones de alambiques nuevos, que se hallan
en la aguardentería que constaron $300 comprados en Coquimbo”.7 Otro caso
relevante se registró en el Libro de Gastos del Colegio Propaganda Fidei de
los padres franciscanos en Chillán (1775-1776). La cocina del establecimiento
contaba con un juego de 64 piezas de cobre. El documento mencionaba la
presencia de “dos baldes, dos cántaros, cinco pailas, un rayo, un chocolatero,
doce tachos, seis ollas, dieciocho tazas, seis sartenes, diez candilejas y un almirez grandes, todos de cobre…que dio el señor don Joseph Guerrero, vecino
de Coquimbo”.8 Esto evidencia la persistencia del flujo de alambiques y
de cobre labrado desde este sitio al resto de la región, en los siglos XVII, XVIII
y XIX.
Las cargas de cobres labrados de Coquimbo, tras cruzar la cordillera de
los Andes, encontraban un amplio mercado en el oeste de la actual Argentina y
en la actual Bolivia. Buena demanda había en el mercado de Salta, polo económico
y comercial de la época; las haciendas salteñas valoraban los utensilios
de cobre para sus necesidades domésticas y agroindustriales. También había un
flujo relevante hacia los mercados altoperuanos: “Las guías correspondientes a
los años 1808 y 1809 registran envíos de cobre chileno desde Salta a Chuquisaca
y Potosí” (Mata, 1991, p. 159).
La industria del cobre labrado generó sus propios sujetos históricos en la
zona de producción. Así como en otras regiones de América colonial existieron
orfebres especializados en metales como hierro (herreros) y plata (plateros),
en Coquimbo surgieron los artesanos dedicados específicamente al cobre: los
fragüeros de cobre y los caldereros. Éstos organizaron sus propios gremios y
eran reconocidos como tales en la sociedad de la época, igual que los herreros,
pulperos y arrieros, tenían su espacio dentro de la vida cultural de la región y,
cuando llegaban las fiestas, ocupaban un papel central en la preparación de la
decoración de la ciudad. Así, por ejemplo, el 23 de abril de 1748, para celebrar
la coronación del rey Fernando VI y en el marco de las fiestas realizadas en
todas las ciudades del Imperio, estos gremios se lucieron en La Serena. El público
pudo admirar un desfile de carros alegóricos del gremio de fragüeros de
cobre y herreros (Concha, 2010, p. 108). Poco después, en 1752, con motivo
de la procesión de Corpus Christi, la organización de la música fue encargada
al gremio de plateros y caldereros (Concha, 2010, p. 99).
La relevancia del cobre labrado dentro de la economía y de las exportaciones
del corregimiento de Coquimbo se reflejó además en la actividad del
puerto y en las medidas de seguridad. Ante las recurrentes invasiones de piratas,
en 1793 las autoridades establecieron un plan de defensa que, entre otras
medidas, planteaba la vigilancia de estos objetos para evitar que cayeran en
manos de los invasores: “si en las bodegas del puerto hubiese caldos, cobres y
efectos que pudiera aprovechar el enemigo, se deben extraer con tiempo para
evitar perjuicios en caso de invasión repentina, en que sería indispensable pegarles
fuego” (Concha, 2010, p. 82).
En los albores de la independencia, la cultura de la manufactura del
cobre se encontraba plenamente consolidada en esta región. Así se reflejó en
un documento elaborado por el cabildo de La Serena, el 3 de abril de 1811, al
señalar que en esta localidad:
“abundan los maestros de labranza y fundición de cobres cuya práctica lo singulariza. En Coquimbo se encuentran innumerables manos que maniobran en la fábrica y todas las proporciones de los demás materiales precisos para la fundición bastantemente baratos”.9
El objetivo de esta carta era que el gobierno estableciera una fábrica de cañones en La Serena. En realidad, el cabildo local no hizo más que reflotar un proyecto anterior, aprobado en 1682, cuando las autoridades de Chile buscaba soluciones para enfrentar las recurrentes invasiones de piratas. En efecto, aquel año “se acordó establecer en Valparaíso una fundición de cañones, pero poco después se determinó que se organizara en Coquimbo por la ventaja que (este) partido presentaba por la baratura de sus cobres” (Concha, 2010, p. 74). Estos antecedentes permiten reconocer el consenso existente en Chile sobre el liderazgo de Coquimbo en la manufactura del cobre.
El temprano desarrollo de la industria del cobre labrado en el corregimiento de Coquimbo fue el humus socioeconómico donde se cultivó la producción de alambiques para destilar aguardiente que se distribuyeron por todo el Reino de Chile y por las provincias del actual oeste argentino. Los registros de los alambiques constituyen un problema complicado debido a la ausencia de documentación; sobre todo por el incendio del cabildo de La Serena, causado en 1680 por el pirata inglés Bartolomé Sharp, que motivó la destrucción irreparable de las actas capitulares, los protocolos de escribanos y demás documentación judicial. Por lo tanto, los registros de La Serena comienzan después de esa fecha. También se perdieron algunos documentos de San Juan, Mendoza y otras ciudades. En consecuencia, es imposible conocer todo lo que ocurrió en estas ciudades en sus primeros siglos de historia. De todos modos, la evidencia documental brinda información relevante sobre el tema (cuadro 1).
Cuadro 1: Alambiques registrados en Chile y Cuyo, siglos XVI a XIX
Fuente: elaboración propia a partir de datos extraídos de FN de Santiago, San Felipe, San Fernando,
La Serena y Jesuitas de Chile. AHN, Santiago de Chile; AP, Mendoza; Archivo General (AG), San
Juan; Archivo del Poder Judicial (APJ), San Juan; Fondo Contaduría Mayor, Serie 1. Aduana de Coquimbo;
Aduana de Valparaíso, volumen 2364.
Las fuentes han permitido detectar la presencia de 1 alambique en el siglo XVI, 15 en el XVII, 187 en el XVIII y 123 en la primera mitad del XIX. La mayor concentración se encontraba en San Juan con 106 artefactos, seguida por Mendoza con 47 alquitaras. Estos dos polos productivos, Mendoza y San Juan, importaban alambiques de Coquimbo para elaborar aguardiente y abastecer el amplio mercado de las provincias del Río de la Plata. En Chile Cisandino, la mayor densidad se hallaba en Santiago (45), Coquimbo/Copiapó (47) y el valle del Aconcagua (37). Seguían en importancia Concepción y el Maule (18) y Colchagua (17 alambiques).
Cuadro 2: Primeros alambiques en Chile, siglos XVI a XVII
Fuente: elaboración propia a partir de datos extraídos de los Fondos Real Audiencia (FRA), FN y FJ de
Santiago y La Serena. AHN, Santiago de Chile; AP, Mendoza; AG, San Juan; APJ, San Juan.
El registro más temprano de un alambique en Chile corresponde a la familia
Niza, que vivió en Santiago en el tercer cuarto del siglo XVI. El personaje
clave fue Guillermo de Niza, propietario de una viña, bodega con sus diez tinajas
y “un alambique de sacar aguardiente”.10 Entregó esta propiedad en dote
a su hija María de Niza cuando ésta contrajo enlace con Antonio Guillonda,
y tuvieron dos hijos; tras enviudar se casó con Miguel de la Cerda, con quien
tuvo tres hijos más. El marido la abandonó después, para aceptar el cargo de
alguacil mayor de La Serena. En estas circunstancias, María de Niza redactó su testamento (1586) y en él indicó, explícitamente, que todos sus bienes los
había recibido de su padre, sin que sus maridos hubieran hecho adelanto alguno.
No se ha registrado la fecha de aquel matrimonio, pero sin duda fueron
necesarios varios años para poder realizar este itinerario vital (dos matrimonios,
cinco hijos, un duelo de viudez por el primer marido y un ciclo de abandono
por parte del segundo). Por lo tanto, es posible que María de Niza haya recibido
el alambique en dote entre las décadas de 1560 y 1570; hasta el momento, éste
sería el único registrado en América del Sur en el siglo XVI. El destino inicial de
este alambique era obtener alcohol como medicina (Muñoz, 2014), no obstante,
ese artefacto abrió el camino para el desarrollo posterior y la extensión a la
elaboración de aguardientes.
En la centuria siguiente los alambiques comenzaron a usarse con más
frecuencia. Por ejemplo, en Santiago, en el codicilio de doña Luisa Viera (1639) se registró una alquitara.11 Poco después, en el testamento de doña Beatriz de
Ahumada (1641) se declararon “dos alquitaras ordinarias”, dato confirmado
posteriormente en el inventario de bienes.12 La alta burocracia española también
hizo su aporte: así se reflejó en el alambique que se encontró entre los bienes
de don Diego Hurtado de Mendoza (1650). Su padre, don Jerónimo Hurtado
de Mendoza, había llegado a Chile en 1618 como tesorero real. Don Diego
había nacido en Tarazona, España, y llegó a Chile con su padre. Después del
fallecimiento de este último, su alambique fue rematado en nueve pesos y lo
adquirió el capitán Duarte Gómez de Miranda (1650).13 Por su parte, don Antonio
de Utrera Pardo Figueroa declaró en su testamento una viña con bodega
y vasija, equipada con un fondo, un perol y un alambique (1674).14 Otro caso
interesante es el de Agustina de Amezqueta -de humilde origen-, que cuando
se casó no trajo bienes al matrimonio, pero con su inteligencia y trabajo logró
adquirir un alambique de dos arrobas con sus cañones y copa. Así lo reconoció
su marido al redactar el testamento (1694).15 Por su parte, doña Josefa Montoya
Morales mencionó en su testamento (1695) un alambique con su cañón, un
fondo y tres pailas, dos de dos arrobas y la tercera de media arroba.16
En el Norte de Chile, tal como se ha explicado, no han quedado registros
de los alambiques que existían antes de 1680 por el incendio del archivo
del cabildo; pero sí se conservan los protocolos de los años siguientes. En su
chacra del valle del Elqui, Rodrigo Rojas tenía dos fondos y un alambique;17 mientras que Antonio Gómez poseía un alambique mediano18 y Jerónimo Ramos
Torres también tenía uno.19
En la provincia de Cuyo del Reino de Chile, los alambiques del siglo
XVII se documentaron tanto en Mendoza como en San Juan. En Mendoza se
registraron los del capitán Juan Amaro de Ocampo y Mayor Carrillo Bohórquez
(1647), Antonio Moyano Cornejo (1657), Juan Moyano de Aguilar (1688) y Antonio
Moyano Flores (1699). En San Juan, en 1698 se detectó uno en la bodega
de doña Beatriz Mariel, viuda de Cabañas (Rivera Medina, 2007, p. 148). En
total, las pequeñas poblaciones chilenas del siglo XVII sumaron catorce alambiques
en sus declaraciones testamentarias.
Detrás de estos alambiques había historias interesantes. El capitán Juan
Amaro de Ocampo y Mayor Carrillo Bohórquez levantó la Hacienda de El
Carrascal, la cual se convirtió en la base material para el sostenimiento del
Convento de San Agustín durante cerca de dos siglos. Precisamente, en esta
próspera hacienda había equipamiento de cobre labrado, entre otros objetos,
se registraron: “un brasero de cobre, una alquitara y una olla vieja de cobre
en que se saca el aguardiente, dos jeringas y dos candeleros y una calderilla
de cobre”.20 Don Antonio Moyano Cornejo fue uno de los empresarios más
destacados de la primera mitad del siglo XVII en Mendoza. Plantó y cultivó
una viña de 12.000 plantas, sus bodegas tenían una capacidad de 600 arrobas
de vasija y también tenía 80 botijas para trasladarla a grandes distancias. Sus
vinos se vendían en Buenos Aires, lugar adonde don Antonio viajaba personalmente
a ejecutar sus negocios. Asimismo realizaba operaciones en Asunción
del Paraguay, donde compraba yerba mate para traer a Buenos Aires por la
hidrovía del Paraná y luego la despachaba a Mendoza en carretas. Al redactar
su testamento, el empresario enumeró sus principales bienes, entre los cuales
se encontraba un alambique para destilar aguardiente.21
En el siglo XVIII se consolidó la cultura del alambique y del aguardiente
en Chile en general, y en el corregimiento de Coquimbo en particular. Antonio
de Rivera, en su chacra de “Las Diaguitas”, a dos leguas de Marquesa Alta
(hoy Vicuña), tenía un alambique, dos pailas y cuatro arrobas de aguardiente (1704).22 El capitán Rodrigo de Rojas y Riveros en su hacienda del valle del
Elqui, en la actual localidad de Pisco Elqui, tenía dos fondos y tres alambiques
con sus cañones (1706).23 Gaspar Calderas tenía un alambique aviado.24 La
Hacienda Rucapibi (Valle de Limarí) tenía un alambique de cobre con sus cañones
de tres arrobas de capacidad y la Estancia de Todos los Santos tenía tres
alambiques de 150 libras de cobre.25 Gabriela de Fuica poseía una hacienda
con una viña de 10.000 plantas, bodega con lagares, 706 arrobas de vasija y en
la destilería tenía tres alambiques de cobre (1724).26 En resumidas cuentas, para
el primer cuarto del siglo XVIII se registraron doce alambiques solo en Coquimbo.
En relativamente poco tiempo, los valles del Elqui y Limarí se consolidaron
como centros de producción y exportación de aguardiente.
La propagación del alambique en Santiago y sus alrededores fue un proceso
constante en el siglo XVIII. Al comenzar la centuria se registró el caso, por
ejemplo, de Marcos de Azoca (1704).27 Poco después, al contraer matrimonio
doña Andrea de Albornoz ingresó como dote, entre otros bienes, un alambique
de una arroba (1708).28 Por su parte, el maestre de campo don Juan Obregón
Campero disponía de una viña con 10.000 plantas, una bodega con 800
arrobas en vasijas y dos alambiques (1718).29 Simultáneamente, doña Catalina
Dozel tenía su propio alambique cerca de allí (1720).30
El Valle Central de Chile no permaneció indiferente a estas tendencias. Las pequeñas poblaciones rurales que jalonaban el camino real entre Santiago y
Concepción se interesaron por adquirir alambiques para destilar aguardiente en
aquella centuria. Estos aparecieron tanto en las haciendas de las ciudades como
en villas y zonas rurales. En la estancia de Huilquilemu, cerca de Talca, en 1745
se registró un cañón de alambique.31 El Colegio Propaganda Fide en Chillán
incorporó un alambique para su enfermería en 1775 (Leal, 2013, pp. 120-122).
Posteriormente se documentó otro en Cauquenes (1793).32 Las haciendas de
los jesuitas, dispersas por el Valle Central, por lo general tenían los suyos, así
se detectó en los inventarios de bienes (1767). La hacienda de Colchagua (San
Fernando) tenía uno; en el Itata, la Hacienda de Cucha Cucha (cerca de Chillán)
tenía alambiques y fondos de cobre labrado por un valor total de 1.178 pesos.
Cerca de allí, la Hacienda de Guanquegua (próxima a Concepción) tenía fondos
y dos alambiques de cobre labrado por valor de 223 pesos.33
En realidad, estos utensilios estaban presentes en todas las haciendas
jesuitas de la región: en Santiago, la hacienda de La Calera tenía dos, lo mismo
que la chacra de Ñuñoa y la del Valle del Elqui tenía siete. También se registraron
estos equipos en las propiedades jesuitas trasandinas: en el colegio de
Mendoza había “tres alambiques con tres pailas con sus cañones de cobre” (Micale, 1998 p. 204) y en la chacra de Puyuta en San Juan (López, 2001, p.
77).
En el siglo XVIII, la producción de vinos y aguardientes se consolidó
en la provincia de Cuyo. Dentro de esta región hubo una tendencia a la especialización:
San Juan se dedicó más al aguardiente y Mendoza al vino (López,
2005); la primera despachaba con frecuencia sus aguardientes hacia Córdoba,
Tucumán y Potosí, mercados que no fueron muy valorados por la segunda, que
se interesó principalmente por Buenos Aires, destino primordial de sus vinos y
aguardientes.
Algunos productores establecieron sus centros de producción en ambas
ciudades: San Juan y Mendoza. Por ejemplo, don Miguel de Arizmendi tenía
sus viñas mayoritarias en la capital cuyana y también contaba con producción
en San Juan, la cual confió al capitán don Pedro Cano y éste instaló en sus
bodegas el alambique prestado por de Arizmendi, quien le mandaba botijas
vacías. Así, Cano elaboraba el aguardiente en San Juan y lo remitía a Mendoza donde de Arizmendi lo reembarcaba rumbo a Buenos Aires. En 1730, cuando
el alambique todavía se consideraba una novedad, Cano ya había elaborado
suficiente aguardiente como para deberle a don Miguel ocho carretadas de
aguardiente, con 160 botijas (320 arrobas es decir, 11.520 litros). Mientras esta
carga se dirigía a Mendoza, don Miguel ya estaba enviando a San Juan otras
100 botijas vacías. De este modo, Cano declaró en su testamento:
“Declaro por mis bienes 8 carretadas de aguardiente poco más o menos que tengo en la ciudad de San Juan en la Bodega y cuidado del capitán don Pedro Cano. Declaro por mis bienes un alambique nuevo que hacen 4 ½ arrobas fuera de todo buque, el que está en poder de dicho don Pedro Cano. Declaro por mis bienes 100 botijas pocas más o menos vacías en poder del dicho don Pedro Cano”.34
Entre 1750 y 1850 la expansión del alambique en la zona central de Chile y Cuyo alcanzó su apogeo. Tal como refleja en el cuadro 2, hubo un constante crecimiento de estos artefactos en toda la región, tanto en el Norte Chico de Chile como en el Valle Central y en las dos provincias de la actual Argentina (San Juan y Mendoza).
El territorio conocido actualmente como Noroeste Argentino (NOA) fue
también un espacio de elaboración de aguardientes y empleo de alambiques.
Todavía no se ha realizado un trabajo específicamente focalizado en esta producción
agroindustrial, pero existen referencias que, en conjunto, permiten
inferir estas ideas con cierta claridad. En las pequeñas viñas de Catamarca y La
Rioja se destilaba aguardiente de uva, mientras que en Salta y Jujuy se utilizaba
azúcar de caña como materia prima (Cornejo, 1945, p. 89; Bazán, 1995; Cruz,
2014a, p. 10; Cruz, 2014b, p. 80).
La presencia de alambiques en el NOA se registró tanto en las viñas de
los religiosos como en las propiedades laicas. En la Hacienda de Guaco, en La
Rioja, había viña y bodega con “trece tinajas, un alambique y palias de cobre” (Luna, 2004, p. 185). En la frontera este de Salta, sobre fines del siglo XVIII, se identificó un alambique en la Hacienda de Campo Santo.35 Poco después se
documentó otro en la Hacienda de Molinos, en el valle Calchaquí (Cornejo,
1945). En la zona de Jujuy, se detectó uno en la Hacienda Azucarera “Río Negro”,
propiedad de Gregorio Zegada (Cruz, 2014a, p. 10). Otro caso interesante
fue el de la Hacienda “San Lorenzo-Río Seco”, en la frontera del Chaco del
distrito de Jujuy, donde en el inventario de bienes realizado el 11 de agosto de
1794 se contabilizó ganado, plantaciones de caña de azúcar, aguardiente de
caña de azúcar y un alambique (Cruz, 2014b, p. 80), que en otro documento
fue tasado en 300 pesos de ocho reales.36
El nacimiento y la propagación de la cultura de destilación de aguardientes
en el NOA, se vieron facilitados por el constante flujo de alambiques
de cobre de Coquimbo, trasladados por los arrieros a través de la cordillera de
los Andes. De todos modos, algunas haciendas procuraron obtener además
equipamiento más sofisticado, fabricado en Europa. Se llegó incluso a incorporar
un alambique inglés en una propiedad de Salta a fines del siglo XVIII, fue
el caso de la Hacienda de Campo Santo, propiedad de Juan Adrián Fernández
Cornejo. El documento reviste singular interés:
“Item manifestó don Gaspar Cornejo en virtud del citado auto, otro fondo, con el peso de 10 arrobas tres libras según expresaron las partes, y un alambique inglés bueno de ¾ (varas) de ondura y el claro correspondiente con su cañón de rosca y cabezal de id. Que asimismo expresa haber recibido de su finado padre a cuenta legitima por lo cual se excluyen del depósito en los mismos términos”.37
El alambique inglés se destacaba dentro del conjunto del equipamiento
y las instalaciones agroindustriales de la hacienda, donde también había otros
artefactos de cobre, como el “fondo” de 10 arrobas y 3 libras, el cual seguramente
provenía de Coquimbo. Dicho utensilio tenía una profundidad de¾ varas, es decir, unos 62 centímetros y si tenía forma de esfera, su capacidad
sería de 2,75 litros; por lo tanto, dentro de las clasificaciones de la época, que se examinan más adelante, se trataba de uno de pequeñas dimensiones. La
documentación de esa hacienda, al describir la hijuela del hijo Gaspar Cornejo,
sostiene que el alambique inglés fue tasado en 75 pesos de ocho reales38 y
era una pieza más dentro de un conjunto mayor, formado sustancialmente por
alambiques de cobre de Coquimbo.
Es importante señalar que a mediados del siglo XIX el alambique era
parte de un equipamiento ampliamente extendido: en Chile de Copiapó a Chiloé,
en los valles de Cinti en Bolivia y en los oasis argentinos de la falda oriental
de la cordillera de los Andes desde Salta a Mendoza.
El temprano dominio de las técnicas del cobre labrado y la manufactura
de alambiques en Chile generó una considerable oferta de destiladores en
esta región. Paralelamente, en Perú floreció la producción de aguardientes en
grandes cantidades, como ha demostrado la literatura especializada, particularmente
la tesis publicada de Carlos Buller (2011); aunque paradójicamente
en ese país no se fabricaban alambiques, el ejemplar más antiguo registrado
hasta el momento por la historiografía peruana data de 1824. Ante la falta de
este elemento los peruanos destilaban con falcas. De todos modos, frente a la
fuerte demanda de destiladores por parte de los productores peruanos y a la
amplia oferta de alambiques existente en Chile, es probable que haya existido
un flujo comercial desde Chile hacia Perú, proceso que hasta ahora no ha
sido detectado por la historiografía. Sin embargo, una reciente compulsa de los
documentos de la Aduana de Callao ha permitido detectar que este comercio
efectivamente existió.
En los registros de productos ingresados a dicha aduana a lo largo de
1774, año elegido para la muestra, se ha detectado un flujo constante y considerable
de artefactos de cobre labrado proveniente de Chile; así lo pudo comprobar
Juan Guillermo Muñoz durante su estadía de investigación en mayo de
2015 en el Archivo General de Lima. Normalmente, los documentos no aclaraban
qué tipo de artefacto ingresaba, se limitaban a indicar que eran de cobre
labrado, pero en una oportunidad se detalló la carga y se pudo corroborar la
hipótesis. En efecto, el 15 de noviembre de 1774 ingresó el barco Santa Bárbara
en el puerto de Callao, proveniente de Valparaíso y al mando del maestre don
José de Andrade; en el registro se mencionaban los bienes embarcado por don José Antonio Contador: 1.700 libras de cobre labrado que incluía almireces,
pailas, sartenes, tachos y un alambique.39 Por el momento, este es el documento
más antiguo que se ha podido encontrar sobre la llegada de alambiques
chilenos a Perú.
Los registros de la Aduana de Coquimbo han confirmado esta tendencia;
así se refleja, por ejemplo, en las exportaciones de alambiques de cobre labrado
rumbo a puertos peruanos. En 1788, el navío El Águila embarcó con destino
a Callao y Guayaquil dos alambiques con un peso de 68 libras, valuados en 25
pesos y 4 reales.40 El 29 de enero de 1810, el bergantín San Fernando transportó
con destino a Arica y Callao un alambique con un peso de 61 libras, a 3 reales
por libra, 22 pesos y 7 reales.41 Cuatro meses después, el 28 de mayo de 1810,
la fragata Dos Amigos embarcó rumbo a los puertos de Huanchaco y Pacasmayo
(Trujillo, norte del Perú), dos alambiques de cobre con peso de 136 ½ libras,
a 3 reales por libra, 51 pesos 1 ½ reales.42 Los fragüeros de cobre de Coquimbo
abastecían con sus alambiques a la industria de aguardiente de vino y de caña
de azúcar de Perú. No obstante, al parecer, los costos y las dificultades del viaje
representaban obstáculos complicados para su traslado, por este motivo, todas
las alquitaras enviadas eran pequeñas y se ubicaban en la clasificación general
de alambiques, dentro del grupo de las alquitaras livianas, como se examina
más adelante.
Los alambiques se extendieron también hacia el sur de Chile: llegaron a Concepción, Valdivia y Chiloé, donde se pudo elaborar aguardiente con otras materias primas. En Valdivia, en los siglos XVIII y comienzos del XIX, se registró una notable expansión de la producción de aguardiente de grano (trigo y cebada), que se vendía a los indígenas (Carreño, 2005). La llegada a Chiloé tuvo lugar principalmente después de la reincorporación de esta isla a Chile en 1826: un alambique fue detectado en la localidad de Dalcahue (Anónimo, 1851, p. 7) y en el censo de 1854 se registraron dos.43 En 1869, los informes económicos oficiales señalaban que el aguardiente era uno de los principales productos de exportación de la isla44 y, al igual que en Valdivia, se elaboraba aguardiente de grano de trigo; aunque más personalidad alcanzó el que se fabricaba con papa (Weber, 1903, p. 116; Twomey, 2003, p. 71).
Las fuentes ofrecen información heterogénea y con frecuencia los documentos
se limitan a mencionar la existencia del alambique sin brindar más
detalles; no obstante, en aproximadamente un tercio de los casos se consignaron
datos de las dimensiones y del valor de tasación. En efecto, sobre un
total de 320 alambiques detectados, la información cualitativa apareció en 112
registros, incluyendo 3 del siglo XVII, 63 del XVIII y 46 de la primera mitad
del XIX.45 Sobre la base de estos antecedentes se han podido identificar ciertos
patrones y tendencias generales, a pesar de la ausencia de pesos y medidas
estandarizadas para la elaboración del aguardiente.
Los observadores de la época medían tres aspectos: la capacidad del
alambique, el peso del fondo y la longitud de los cañones. Desde la perspectiva
del peso, los alambiques se clasificaban en livianos, que variaban entre ½ y 3
arrobas (5,7 a 34,5 kg), intermedios, que oscilaban entre 4 y 11 (46 a 126 kg)
y pesados, que iban de 18 a 44 arrobas (207 a 506 kg). Las fuentes especificaron
el peso de 57 alambiques: 26 alquitaras livianas (45,6%), 25 intermedias
(43,8%) y 6 pesadas (10,5%). Según la capacidad del fondo, se catalogaban
en tres categorías: los pequeños tenían entre 1 y 5 arrobas (36 a 180 litros),
los intermedios entre 6 y 9 (216 a 324 litros) y los grandes entre 10 y 30 (360
a 1.080 litros). Los registros revelaron la capacidad de 48 alambiques: 18 pequeños
(37%), 23 medianos (48%) y 7 grandes (14%). En relación a los cañones –los ductos utilizados para hacer circular el vapor, enfriarlo y producir la
condensación–, generalmente eran de cobre y tenían una longitud de entre 2
y 4 ½ varas, cada vara podía pesar alrededor de 3 libras. Los cañones cortos
medían entre 2 y 2 varas, los intermedios de 3 a 3 ¾ y los largos de 4 a 4 ½. De acuerdo a los documentos, se obtuvieron las medidas de 53 cañones de
alambiques: 12 cortos (22%), 24 medianos (45%) y 17 largos (32%).
Cuadro 3: Clasificación de alambiques según su peso. Chile y Argentina, 1600-1850
Fuente: elaboración propia a partir de datos extraídos de los Archivos de La Serena, Santiago, San
Fernando, Cauquenes, San Juan y Mendoza; Aduana de Coquimbo.
Cuadro 4: Clasificación de alambiques según su capacidad. Chile y Argentina, 1600-1850
Fuente: elaboración propia a partir de datos extraídos de los Archivos de la Serena, Santiago, San
Fernando, Cauquenes, San Juan y Mendoza.
Cuadro 5: Clasificación de cañones de alambiques según su longitud. Chile y Argentina, 1600-1850
Fuente: elaboración propia a partir de datos extraídos de los Archivos de la Serena, Santiago, San
Fernando, Cauquenes, San Juan y Mendoza.
El análisis de los datos muestra algunos patrones bastante constantes.
La longitud de los cañones presentaba la menor variación, los más largos (4½ varas) apenas llegaban a duplicar la medida de los más cortos (2 varas);
por su peso, los mayores eran siete veces más grandes que los pequeños y por su capacidad, podían ser treinta veces mayores. Esta notable variabilidad
corresponde a la distinta demanda: los grandes hacendados podían adquirir
los alambiques de mayor tamaño, en los cuales se destilaba gran cantidad de
aguardiente; en cambio, los de menores dimensiones eran muy solicitados por
los pequeños viticultores, quienes solo destilaban pequeñas cantidades. La diferencia
de tamaño tenía relación con el precio, que era otro indicador relevante.
Entonces, el valor del alambique dependía de varios factores: material,
peso, longitud del cañón, antigüedad y estado de conservación. Desde el punto
de vista del material, los precios se referían habitualmente al de cobre, que era
el más difundido, y excepcionalmente se cotizaron también algunas partes
de bronce o de plata. Los alambiques usualmente se tasaban según su peso,
al igual que los fondos y las pailas, mientras que los cañones lo hacían por su
longitud. La valoración variaba entre 1 ½ y 6 reales por libra, los baratos eran
pequeños y viejos por lo general, y se tasaban entre 3 a 25 pesos, los intermedios
oscilaban entre 34 a 80 y los caros superaban los 100 y podían llegar a
450 pesos. Las fuentes informaban el precio de 54 alambiques y el resultado
fue: 14 alquitaras baratas (26%), 33 de valor intermedio (61%) y 7 caras (13%).
Los cañones se valuaban aparte y el monto dependía de su longitud,
normalmente el precio fluctuaba entre 10 a 20 reales por vara, aunque algunas
haciendas grandes tenían cañones de mayor envergadura tasados en 5 o 6
pesos por vara, como se observó en la Hacienda de Chacabuco. Mayor valor
alcanzaban los cañones de bronce, a 10 pesos por vara. Los más baratos valían
entre 3 y 8 (cinco casos), los intermedios entre 10 a 17 y los más onerosos entre
20 a 35 pesos. Fuera de este rango, notable valoración alcanzaron los dos
cañones de bronce de 4 ½ varas de María Mercedes Jiménez (en San Fernando,
1827), tasados en más de 90 pesos. Volviendo a los cañones de rangos comunes,
en la documentación se registraron 36 casos: 13 baratos, 12 intermedios
y 11 caros.
El análisis del precio de los alambique muestra que la industria de la
destilación de aguardiente estuvo al alcance de los pequeños viticultores y de
los campesinos de modestos recursos. Si uno de estos artefactos barato se podía
conseguir por 10 pesos (incluyendo el fondo y el cañón), ello representaba el
equivalente a dos mulas, o bien dos sueldos mensuales de un trabajador no
calificado. Por lo tanto, esta actividad estaba al alcance de un amplio número
de productores a ambos lados de la cordillera de los Andes.
La capacidad de producción de alambiques de cobre labrado en el corregimiento de Coquimbo superó la demanda interna. El Norte Chico en
su conjunto, de Copiapó a Illapel (500 km) y de la cordillera al mar (200 km),
tenía una superficie de 100.000 km2 y solo había una ciudad (La Serena) y
cuatro villas (Copiapó, Vallenar, Combarbalá e Illapel); a ello se sumaban algunas
haciendas alrededor de las cuales se animaba la vida sociocultural, base
para futuros pueblitos, como Marquesa Alta (actual Vicuña) y Monterrey (hoy
Montepatria). El resto era población rural dispersa por los valles de Copiapó,
Huasco, Elqui, Limarí y Choapa. La población total del Norte Chico creció lentamente, de 12.000 habitantes en 1700 a 17.000 en 1744 y 34.000 en 1778
(Pinto Rodríguez, 1992, p. 94). En ese momento, la ciudad de La Serena tenía
apenas 2.000 habitantes.
Si el corregimiento de Coquimbo tenía poca población y un mercado
pequeño, el vecindario presentaba un panorama mucho más alentador; a 500
km al sur de La Serena se hallaba Santiago –capital del Reino de Chile–, cuya
población ascendía a 10.000 habitantes en 1700 y a 40.000 en 1778 (De Ramón,
2000). Para esta fecha, del otro lado de la cordillera también había ciudades
atractivas para colocar los alambiques de Coquimbo: San Juan contaba
con 7.500 habitantes, Mendoza con 8.000, La Rioja con 10.000 y Catamarca
con 15.000 (Bazán, 1995). Como la base económica de estas cuatro ciudades
era la producción de vinos y aguardientes, la demanda de alambiques allí era
constante. Desde esa región se abastecía el mercado de las gobernaciones de
Tucumán (85.000 habitantes), Córdoba (40.000) y Buenos Aires (37.000). En
esta última, el 90% de los barriles de aguardiente ingresados en el siglo XVIII
provenían de San Juan (Garavaglia, 1987, p. 31).
La cordillera de los Andes era un serio obstáculo físico para transportar
los alambiques de Coquimbo hacia los valles vitivinícolas de la actual Argentina,
con cumbres que arañan los 6.000 metros de altitud y los pasos más
bajos se encuentran en la cota de los 4.500 metros sobre el nivel del mar. Para
atravesarla se usaban, entre otros, los pasos San Francisco (Copiapó-Catamarca),
Comacaballos (Huasco-La Rioja), Agua Negra (La Serena-Jáchal) y Guana
(Monterrey-Jáchal). Con frecuencia el camino se interrumpía por nevadas, derrumbes
y aludes; además, eran reiteradas las tormentas de viento blanco y los
temporales. Siempre era peligrosa la travesía de la montaña, no obstante, el
intercambio comercial se convirtió en un estímulo para superar los obstáculos
y asegurar un sistema regular de transporte terrestre de carga trasandino, protagonizado
por los arrieros a lo largo de todo el período. En el viaje de ida llevaban
alambiques y otros productos de cobre labrado, en el de regreso, traían
principalmente yerba mate, ganado en pie y esclavos.
El alambique era una carga interesante para los arrieros, porque la correlación entre precio y peso eran favorables. Por ejemplo, una mula podía
transportar un alambique mediano, de 70 kg de peso, cuyo valor rondaba los
120 pesos. Era muy difícil encontrar otra carga de valor semejante. Una botija
de aguardiente de 2 arrobas puesta en Buenos Aires valía 11 pesos y el precio
de la yerba mate era todavía inferior. Por lo tanto, el alambique era un producto
de alto valor relativo en el marco del comercio de la época, lo cual sirvió de
estímulo para activar el transporte de arriería, a pesar de las distancias y las
dificultades del camino por las ásperas quebradas de la cordillera de los Andes.
La ruta terrestre del alambique y del cobre labrado alcanzó una longitud
de más de 4.000 km. Se extendía desde Copiapó por el norte hasta Concepción
por el sur, para abastecer los centros productivos de Aconcagua, Santiago, San
Fernando, Talca y Cauquenes. Otras cargas se remitían hacia la cordillera y,
tras llegar a San José de Jáchal (312 km), se realizaba la distribución hacia el
norte y el sur. Los arrieros que utilizaban la ruta sureña los llevaban a San Juan
y Mendoza (328 km), mientras que los transportistas norteños iban a La Rioja,
Catamarca y Salta (1.096 km), desde allí los cobres de Coquimbo seguían su
ruta hacia Chuquisaca y Potosí en Bolivia (Mata, 1991, p. 159).
Con sus alambiques y otras cargas, los arrieros fueron animadores constantes
de la vida social y económica en un amplio espacio, a la vez que contribuyeron
a fortalecer el desarrollo de la industria del vino y del aguardiente
en la región.
El ir y venir de los arrieros y comerciantes a lo largo de la ruta del aguardiente
contribuyó a establecer fuertes lazos sociales, culturales y económicos
entre las comunidades asentadas en toda su extensión, sobre todo a ambos
lados de las montañas. Al detenerse en Jáchal, Chilecito, La Rioja, Catamarca,
Salta y San Juan, los transportistas de Coquimbo entablaban vínculos con los
habitantes del lugar y les servían para impulsar emprendimientos conjuntos.
Por ejemplo, don Gregorio Toranzos, vecino de San Juan, tenía negocios con
don José Guerrero en Coquimbo y con la viuda de don Pablo Cevallos en
Monterrey; en su testamento reconoció que les debía 317 y 10 pesos respectivamente.46 Por su parte, el argentino Juan de Romero estableció negocios con
Pedro Nolasco Miranda, residente de Coquimbo, a quien le prestó la suma de
1.800 pesos.47 Poco después, los sanjuaninos José Ignacio y María Aurelia del
Carril le arrendaron por seis años una estancia a Manuel Morales –domiciliado
en San Isidro de La Serena–, ubicada en la cordillera para asegurar las pasturas
de cien cabezas de ganado.48 Los lazos de cercanía generaban confianza, y ésta favorecía la obtención de créditos que permitían agilizar las operaciones
comerciales en la región; era una forma de afirmar las relaciones económicas,
sociales y culturales trasandinas.
La búsqueda de novia fue otro de los atractivos que tenían estos viajes
para los arrieros y muchos tomaron contacto con mujeres trasandinas. En algunos
casos fueron uniones transitorias que generaron hijos ilegítimos, como
la sanjuanina Juana Torres, hija natural del capitán Gregorio Torres afincado en
Coquimbo.49 En otras oportunidades estas uniones se legitimaron con el matrimonio,
así, el arriero sanjuanino Juan Gil de Morales cruzó la cordillera, se
casó y se instaló en el valle de Guatulame –jurisdicción de Coquimbo–, donde
falleció en 1768.50 En otras ocasiones era la parte chilena quien se trasladaba
para vivir en la falda oriental de la cordillera, como Juan de Godoy y Alvarado
–natural de La Serena– que en la primera década del siglo XVII se estableció en Mendoza y allí contrajo enlace en 1624 con Paula de Videla y León.51 Por
su parte, Jacinto Núñez –de Coquimbo– se desposó en 1730 con Leocadia de
Aguilera radicada en San Juan, la unión resultó un éxito comercial: tras casarse
sin bienes, en catorce años la pareja logró conformar una buena posición a
partir del trabajo y el comercio con mulas y aguardientes.52 El mismo camino
recorrió Lorenzo Gaitán, nacido en La Serena y asentado en La Rioja, donde
tomo por esposa a María Brito, con quien tuvo un hijo.53 También Mateo Ramos
-natural de Coquimbo- se avecindó en San Juan, se casó, tuvo sus hijos y se
dedicó al comercio y el transporte, realizó operaciones en un amplio radio de
acción; al final de su vida tenía un par de hijos y treinta mulas de carga en viaje
a Salta.54 En Coquimbo nació también Ignacio Echegaray, un modesto arriero
de doce mulas que, a pesar de sus escasos recursos, se casó con la sanjuanina
Isabel Ferreira, propietaria de una viña; dinámico y emprendedor, logró mejorar
el matrimonio familiar con la compra de otros inmuebles, incluyendo viñas
y casas. Para ello estableció redes de transporte y de comercio con otros actores
de la región, que incluía arrieros de La Rioja.55
La constitución de matrimonios mixtos, a su vez, fue motor de una integración
más amplia a nivel sociocultural. Las noticias se compartían por medio
de cartas y de ese modo, mantuvieron su relación los hermanos Juan y
Francisco Gil, quienes durante treinta años vivieron en Coquimbo y San Juan
respectivamente.56 También era frecuente el contacto directo, pues los viajes
eran parte importante de la vida social, sobre todo para visitar a la familia del
otro lado de la cordillera con motivo de bautizos, funerales y celebraciones
religiosas, como las de la Virgen de Andacollo y la Difunta Correa, entre otras.
En estos viajes se creaban nuevos contactos y surgían familias mixtas. De esta
manera se afirmaban los lazos familiares, sociales y culturales entre los vecinos
chilenos del Norte Chico y los pobladores argentinos del NOA y de Cuyo. Por
lo tanto, para los arrieros de Chile, el viaje a Potosí se vivía como una actividad
comercial, pero al mismo tiempo como una posibilidad de encuentro con los
afectos, la familia y los amigos. Era el momento de compartir noticias y de
construir comunidades de sentimientos, sueños y amores.
El corregimiento de Coquimbo, con su tradicional producción de cobre
labrado, generó la base material y cultural para el surgimiento de la manufactura
del alambique. Esta localidad se especializó en la producción de artefactos
de cobre, tanto para uso doméstico como para actividades agroindustriales. En
el seno de esta cultura del cobre labrado, los artesanos de La Serena alcanzaron
suficiente nivel de dominio técnico como para lanzarse también a la manufactura
de los alambiques de cobre.
El Imperio español, al crear grandes espacios geoeconómicos, permitió conectar centros de producción con amplios mercados y facilitó las condiciones
para la especialización productiva. Los cobres labrados de Coquimbo se
distribuían a lo largo de un extenso territorio a ambos lados de la cordillera
de los Andes, cubriendo buena parte de las actuales repúblicas de Argentina,
Chile, Bolivia y Perú.
A su vez, estos grandes mercados permitieron la especialización y el
dominio de la técnica, lo cual facilitó el surgimiento de la práctica de la manufactura
de alambiques. Estos servían para destilar el aguardiente, el cual servía
para fortificar los vinos o bien, para elaborar, transportar y comercializar el
aguardiente como producto típico regional.
Los alambiques se transportaban desde el Norte Chico hacia distintas
ciudades vitivinícolas de la región. La ruta del alambique alcanzó una distancia
de más de 4.000 km: por el norte llegaron a Guayaquil (actual Ecuador), Trujillo
y Callao (Perú), por el este al valle de Cinti (Bolivia), Salta y Jujuy (Argentina),
también a Copiapó (Chile). En la zona central, las alquitaras de Coquimbo
sirvieron para fabricar aguardientes en San Juan y Mendoza (Argentina), en el
Valle del Aconcagua y el Valle Central de Chile. En la zona sur, estos artefactos
llegaron a Valdivia y Chiloé (Chile).
Por lo general, esos alambiques servían para destilar aguardientes de
uva, que eran los alcoholes más difundidos en la región, sobre todo en Perú,
Bolivia, Argentina, norte y centro de Chile. Aunque también se elaboraron de
otras materias primas: en Valdivia con granos de trigo y de cebada, en Chiloé con trigo y papa, en Salta y Jujuy con azúcar de caña.
En este proceso se destacaron varios sujetos históricos: los fragüeros y
los caldereros eran los encargados de la manufactura de cobres labrados en
general, y de alambiques en particular; los arrieros se ocupaban de transportar
esos artefactos a los mercados en ambos lados de la cordillera de los Andes. De
esta manera, estos grupos contribuyeron a sentar las bases para el surgimiento
de los aguardientes en el cono sur, muchos de los cuales han llegado hasta la actualidad como productos típicos o Denominaciones de Origen.
Notas
1 Pablo Lacoste. Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Chile. Correo electrónico: placoste@usach.cl. Diego Jiménez Cabrera. Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile. Chile. Correo electrónico: diego.jimenez.cabrera@gmail.com. Enrique Cruz. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: profecruz@yahoo.com.ar. Bibiana Rendón Zapata. Universidad de Chile. Chile. Correo electrónico: bibianarendonz@gmail.com. Natalia Soto González. Universidad Nacional de Cuyo. Argentina. Correo electrónico: nataliasotog@gmail.com. Carolina Polanco. Universidad de Santiago de Chile. Chile. Correo electrónico: carolina.polanco@usach.com. Amalia Castro San Carlos. Universidad Nacional de Cuyo/Universidad Complutense de Madrid/Universidad Finis Terrae. Argentina, España, Chile. Correo electrónico: castrosancarlos@yahoo.com.mx. Juan Guillermo Muñoz. Universidad de Santiago de Chile. Chile. Correo electrónico: juan.munoz.c@usach.cl. Fernando Mujica. Escuela Nacional de Sommelier. Chile. Correo electrónico: fernandomujica.chefsomelier@gmail.com. Michelle L. Adunka. Universidad de Santiago de Chile. Chile. Correo electrónico: michulacoste@gmail.com. Felipe Martínez. Universidad de Santiago de Chile. Chile. Correo electrónico: felipe.martin.1x1@gmail.com.
2 El aguardiente artesanal de Catamarca se presentó en el I Festival Gastronómico Argentina “Raíz”, celebrado en Tecnópolis, Buenos Aires, del 17 al 20 de octubre de 2013, al cual asistieron 300.000 personas.
3 Testamento de doña Juliana Navarro. Ancud, 26 de agosto de 1859. Fondos Notariales (FN) de Ancud, volumen 1, folio 106v. Archivo Histórico Nacional (AHN), Santiago de Chile.
4 Testamento de Antonio Moyano Cornejo. Mendoza, 12 de diciembre de 1657. Protocolo de Escribanos (PE), 17, folio 70. Archivo Provincial (AP), Mendoza.
5 Tasación de bienes de Juan Moyano de Aguilar. Mendoza, 6 de octubre de 1688. Testamentaría Juan Moyano de Aguilar y Juana Flores, folio 22v. AP, Mendoza.
6 Testamento de Clemente Godoy. Mendoza, 15 de julio de 1744. PE, 50, folio 38v. AP, Mendoza.
7 Testamentaria de Nicolás de Gandarilla. Santiago, 5 de octubre de 1805. Fondo Judiciales (FJ), volumen 407, pieza (P) 1, folio 18v. AHN, Santiago de Chile.
8 Cuentas anuales de este Apostólico Colegio de Propaganda de San Idelfonso de la Ciudad de Bartolomé de Chillán dadas por el R.P. Fray Francisco Pérez, Comisario del Santo Oficio y Guardián de dicho Colegio, desde el 16 de agosto de 1775 hasta el 18 de setiembre de 1776. Reproducción completa en Leal (2013, p. 158).
9 Instrucción general en obsequio del bien público y en ejercicio de sus augustas facultades. La Serena, 3 de abril de 1811. Reproducción completa en Ampuero y Vera (2011, pp. 75-87).
10 Testamento de María de Niza. Santiago, 27 de diciembre de 1586. Fondo Escribanos (FE), volumen 3, folio 290. AHN, Santiago de Chile.
11 Codicilio de doña Luisa Viera. Santiago, 24 de marzo de 1639. FE, volumen 183, folio 265. AHN, Santiago de Chile.
12 Testamento de doña Beatriz de Ahumada. Santiago, 13 de agosto de 1641. FE, volumen 189, folio 21v. Inventario de bienes de doña Beatriz de Ahumada. Santiago, 31 de agosto de 1641. FE, volumen 189, folio 27v. AHN, Santiago de Chile.
13 “Monto y cuerpo de todos los bienes comenzando por los vendidos en las almonedas y que se inventariaron…33.- Ibid en el capitán Duarte Gómez de Miranda, una alquitara en 9 patacones. Censo impuesto sobre la estancia Pelvín”. Monjas agustinas con los herederos de doña Ana de Quiroga. 1650. Cuentas del difunto don Diego Hurtado de Mendoza. FRA, 52 P 1, folio 76. AHN, Santiago de Chile. El capitán Duarte Gómez de Miranda, nuevo propietario de la alquitara, nació antes de 1586 en Osuna, Andalucía, otorgó poder para testar en 1639 de partida al Perú; estaba casado con Luisa de Salas, nacida en Potosí.
14 Testamento del capitán don Antonio de Utrera Pardo Figueroa. Santiago, 20 de febrero de 1674. Citado en Ganter Araya (2007, p. 47).
15 Testamento del capitán Diego de Elgueta. Santiago, 26 de octubre de 1694. FE, volumen 398, folio 308. AHN, Santiago de Chile.
16 Testamento de doña Josefa Montoya Morales. Santiago, 3 de febrero de 1695. Citado en Ganter Araya (2007, p. 51).
17 Testamento de Rodrigo Rojas. La Serena, 13 de noviembre de 1693. FN de La Serena, volumen 16, folio 87. AHN, Santiago de Chile.
18 Inventario de bienes del Maestre de Campo Antonio Gómez de Galleguillos, Estancia Pachingo. La Serena, 24 de abril de 1695. FN de la Serena, volumen 14, folio 216. AHN, Santiago de Chile.
19 Inventario de bienes de Jerónimo Ramos Torres en el Valle de Copiapó. 16 de agosto de 1700. FN de La Serena, volumen 15, folio 45v. AHN, Santiago de Chile.
20 Testamento de Mayor Carrillo Bohórquez. Mendoza, 4 de octubre de 1647. PE, 14, folio 20. AP, Mendoza.
21 Testamento de Antonio Moyano Cornejo. Mendoza, 12 de diciembre de 1657. PE, 17, folio 70. AP, Mendoza.
22 Testamento de Antonio de Rivera. La Serena, 26 de junio de 1704. FN de la Serena, volumen 14, folio 219/220. AHN, Santiago de Chile.
23 Testamento del capitán Rodrigo de Rojas y Rivero. La Serena, 18 de octubre de 1706. FN de La Serena, volumen 15, folio 5v. AHN, Santiago de Chile.
24 Inventario de bienes de Gaspar Calderas. La Serena, 1710. FN de la Serena, volumen 14, folio 140v. AHN, Santiago de Chile.
25 Inventario de bienes del general Jerónimo Pastene Aguirre. La Serena, 1710. FN de la Serena, volumen 8, folio 187/191v. AHN, Santiago de Chile.
26 Gayón (Toribio). Juicio seguido con (Marín Bartolomé), sobre mejor derecho a la quebrada denominada las Damas perteneciente á la estancia de Higuerillas, ubicada en la jurisdicción de la ciudad de la Serena. FRA, tomo I, 1724-1733, volumen 915, folio 1/218. AHN, Santiago de Chile.
27 Antes de morir, Marcos de Azoca reconoció una deuda con Cristóbal de Escalante Pardo por un cañón de alambique valuado en $3. Testamento de Marcos de Azoca. Santiago, 20 de diciembre de 1704. FE, volumen 418, folio 123. AHN, Santiago de Chile.
28 Recibo de dote del capitán Melchor de Mera a favor de doña Andrea de Albornoz. Santiago, 25 de diciembre de 1708. FE, volumen 465, folio 362v. AHN, Santiago de Chile.
29 Testamento del Maestre de Campo don Juan Obregón Campero. Santiago, 2 de noviembre de 1718. FE, volumen 479, folio 159. AHN, Santiago de Chile.
30 Testamento de doña Catalina Dozel. Santiago, 26 de enero de 1720. FE, volumen 481, folio 29. AHN, Santiago de Chile.
31 Testamento de doña Luisa Maldonado. Talca, 1° de julio de 1745. Citado en Ávila y Ojeda (1988, p. 158).
32 Inventario de bienes del capitán don Jerónimo Barros, Asiento de Pilocayán, Isla de Maule, jurisdicción de Cauquenes. 10 de diciembre de 1793. FJ de Cauquenes, Legajo 14, P 8, F 25. AHN, Santiago de Chile.
33 Inventarios de las temporalidades de la Compañía de Jesús. 1767. Fondo Jesuitas de Chile (FJCH), volumen 12, P-1, folios 5, 118v, 160 y 164v. AHN, Santiago de Chile.
34 Testamento de Miguel de Arizmendi. Mendoza, 8 de agosto de 1730. PE, 41, folio 134. AP, Mendoza.
35 Inventario de bienes de Juan Adrián Fernández Cornejo, Hacienda de Campo Santo, Valle Calchaquí, Salta. 1797. Testamentaria de D. Juan Adrián Fernández Cornejo. 1797. Archivo y Biblioteca Históricos de Salta-Juzgado de Primera Instancia, Salta.
36 Inventario de bienes de la hacienda azucarera de San Lorenzo-Río Seco. 11 de agosto de 1794. Caja 12, legajo 7, folio 4. Archivo del Obispado de Jujuy, San Salvador de Jujuy.
37 Inventario de la hacienda Campo Santo. Salta, 1797. Fondo Juzgado de Primera Instancia, Testamentaria de Juan Adrian Cornejo, Carpeta N° 13, folios 8-8v. Archivo Histórico de la Provincia de Salta (AHPS), Salta.
38 Hijuela de Gaspar Cornejo. Salta, 1799. Fondo Juzgado de Primera Instancia. Testamentaría de Juan Adrián Cornejo, Carpeta N° 13, folio 29v. AHPS, Salta.
39 Bienes embarcados por José Antonio Contador. Callao, 15 de noviembre de 1774. FRA, C 16.585-54, cuaderno N° 93, folio 14 v. Archivo General de la Nación, Perú.
40 Embarque del remitente Gerónimo Espinosa. Coquimbo, 14 de noviembre de 1788. Fondo Contaduría Mayor (FCM), Primera Serie, Aduana de Coquimbo, volumen 1714, p. 203. AHN, Santiago de Chile.
41 Embarque de Francisco Isaín de la Peña. Coquimbo, 29 de enero de 1810. FCM, Primera Serie, Aduana de Coquimbo, volumen 1725, p. 275. AHN, Santiago de Chile.
42 Embarque de cuenta y riesgo de don José Vicente Goybaro, remitido a Francisco Carbonell, a entregar en el puerto de Huanchaco y Pacasmayo. Coquimbo, 28 de mayo de 1810. FCM, Primera Serie, Aduana de Coquimbo, volumen 1725, p. 322. AHN, Santiago de Chile.
43 Censo de 1854. Ministerio del Interior, volumen 251, folios 8v, 466v. AHN, Santiago de Chile.
44 El Chilote, 27 de enero de 1870, p. 1. Ancud.
45 Fuente: elaboración propia a partir de FJ, FE, FN, FRA, FCM, FJCH. AHN, Santiago de Chile; PE y Testamentarías. AP, Mendoza; AG, San Juan; APJ, San Juan.
46 Testamento de don Gregorio Toranzos. San Juan, 19 de enero de 1794. PE, 1794, folio 12. APJ, San Juan.
47 Testamento de Juan de Romero. San Juan, 9 de julio de 1798. PE, 1798, folio 103v. APJ, San Juan.
48 Escritura de arrendamiento. San Juan, 17 de abril de 1800. PE, 1800-1801, folios 23/24. APJ, San Juan.
49 Testamento de Juana Torres. San Juan, 1° de setiembre de 1731. Fondo Tribunales (FT), Caja 3, Carpeta 18, Documento 8, folios 1/4. AG, San Juan.
50 Testamento de Francisco Gil. San Juan, 4 de mayo de 1773. PE, 1773, folios 34/34v. APJ, San Juan.
51 Carta de dote de doña Petronila de Godoy y Videla. Mendoza, 1624. PE, 9, 1620-1626, folio 36. AP, Mendoza.
52 Testamento de Jacinto Núñez. San Juan, 1744. FT, Caja 6, Carpeta 30, Documento 1, folios 1/6. AG, San Juan.
53 Testamento de Lorenzo Gaitán. San Juan, 27 de noviembre de 1751. PE, 1750-1751, folios 290/29. APJ, San Juan.
54 Testamento de Mateo Ramos. San Juan, 26 de marzo de 1783. PE, 1783-1784, folios 10/10v. APJ, San Juan.
55 Testamento de Ignacio Echegaray. San Juan, 26 de junio de 1802. PE, 1802-1803, folios 73v/74. APJ, San Juan.
56 Testamento de Francisco Gil. San Juan, 4 de mayo de 1773. PE, 1773, folios 34/34v. APJ, San Juan.
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Fecha de recepción de originales: 10/12/2014.
Fecha de aceptación para publicación: 31/08/2015.