DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v28i2.7761
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“Sufridos y botados”. Migraciones, cuidado y emociones en el cordón frutihortícola de General Pueyrredon, Argentina
"Suffered and thrown away". Migrations, care and emotions in the fruit and vegetable sector of General Pueyrredon, Argentina
"Sofrido e jogado fora". Migrações, cuidados e emoções no sector hortofrutícola de General Pueyrredon, Argentina
Guadalupe Blanco Rodríguez
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Nacional de Mar del Plata
Argentina
Correo electrónico: guadalupeblancorodriguez@gmail.com
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-5972-6365
Resumen
Las migraciones desde Bolivia hacia Argentina se caracterizan por su carácter familiar. Las labores en las cuales se insertan quienes migran –en cordones frutihortícolas, hornos de ladrillo, talleres textiles, venta ambulante, entre otras– suelen implicar la superposición de los espacios domésticos y de trabajo para el mercado. Por ello, las mujeres asumen las tareas de cuidado mientras realizan el trabajo remunerado, esto produce que ese cuidado tenga características específicas y suponga experiencias emocionales concretas. Aunque los estudios sobre estas migraciones son prolíferos, no se han detenido ni en la superposición de espacios que mencionamos ni en las emociones que suscita la migración. Al tomar a la horticultura como caso y a través de un abordaje cualitativo basado principalmente en entrevistas y observación participante, en este artículo se analizó el trabajo de cuidado que realizan las mujeres bolivianas en Argentina. El foco estuvo puesto en sus experiencias emocionales y en las de los niños que estaban a su cargo. Como se verá, lo que las madres creían que habían sentido sus hijos que fueron cuidados en el marco de la horticultura define, en buena medida, sus propias experiencias emocionales.
Palabras clave
cuidados; migraciones; horticultura; emociones
Abstract
Migration from Bolivia to Argentina is characterised by its family nature, and the jobs in which migrants are inserted –fruit and vegetable chains, brick kilns, textile workshops, street vending, etc.– usually involve the overlapping of domestic and market work spaces. As a result, women take on caregiving tasks while carrying out paid work, which means that caregiving has specific characteristics and involves specific emotional experiences. Although studies on Bolivian migration to Argentina are prolific, they have not focused either on the overlapping of spaces mentioned above or on the emotions that migration arouses. Taking horticulture as a case study and using a qualitative approach based mainly on interviews and participant observation, this article analysed the care work carried out by Bolivian women in Argentina. The focus was on their emotional experiences and those of the children in their care. As will be seen below, what mothers believed their children had felt as raised in the horticulture framework defined, to a large extent, their own emotional experiences.
Keywords
care; migrations; horticulture; emotions
Resumo
As migrações da Bolívia para a Argentina caracterizam-se pelo seu carácter familiar. O trabalho em que os migrantes se inserem –em cadeias hortofrutícolas, fornos de tijolos, oficinas têxteis, venda ambulante, entre outros– implica, normalmente, a sobreposição de espaços de trabalho doméstico e de mercado. Por conseguinte, as mulheres assumem tarefas de cuidados ao mesmo tempo que realizam um trabalho remunerado, o que significa que os cuidados têm características específicas e envolvem experiências emocionais concretas. Embora os estudos sobre estas migrações sejam prolíficos, não se centraram nem na sobreposição de espaços acima referida, nem nas emoções que a migração suscita.
Tomando a horticultura como um estudo de caso e utilizando uma abordagem qualitativa baseada principalmente em entrevistas e observação participante, este artigo analisa o trabalho de cuidado realizado por mulheres bolivianas na Argentina. A tónica foi colocada nas suas experiências emocionais e nas das crianças ao seu cuidado. Como se verá, o que as mães acreditavam que os seus filhos, cuidados no contexto hortícola, sentiam define, em grande medida, as suas próprias experiências emocionais.
Palavras-chave
cuidados; migrações; horticultura; emoções
Recepción del original: 18 de mayo de 2023.
Aceptado para publicar: 29 de agosto de 2023.
“Sufridos y botados”. Migraciones, cuidado y emociones en el cordón frutihortícola de General Pueyrredon, Argentina
Ana nació en Tarija, al sur de Bolivia. Migró a General Pueyrredón en la provincia de Buenos Aires, Argentina, a fines de la década de 1980 para trabajar junto a José, su marido, que ya era peón desde hacía dos años en la quinta donde también la emplearían a ella. Fue a partir de la migración de Ana que José dejó de ser peón y se transformó en mediero. Juntos compartirían el trabajo en la parcela de tierra que les había sido otorgada por el patrón.[1] Cuando ella migró aún no tenían hijos y el trabajo conjunto les permitiría acceder a un mercado para producir lo mismo que en Bolivia. La diferencia estaba en que lo harían para la venta y no solo para autoconsumo, como en su país de origen.
Ana trabajó en la horticultura desde 1988 hasta hace algunos años. Cuando todavía eran medieros nació su primer hijo y ella lo cuidaba mientras se encargaba de la producción. Como sus casas están dentro de los predios donde se encuentran las quintas, las mujeres resolvían el trabajo de cuidado de una forma específica. Ante la superposición de espacios y la ausencia de redes familiares e institucionales, los niños eran llevados a las quintas y ellas mismas se encargaban de su cuidado. Allí, los cajones y jaulas donde se depositaban las verduras para transportarlas en los camiones servían de cunas y, cuando aprendían a caminar, los espacios de trabajo se convertían también en lugares de juego y algunas tareas asociadas al cultivo de las hortalizas servían para entretenerlos. Aunque con algunas transformaciones que describiremos a lo largo del artículo, esta situación se ha extendido hasta la actualidad. Si bien en muchos casos algunas mujeres comenzaron a ser ayudadas por sus hijas mayores en las tareas de cuidado o mejoraron las condiciones materiales en que lo llevan a cabo, los niños continúan estando presentes en las quintas mientras se realiza el trabajo de producción.[2]
La trayectoria migratoria de Ana, así como la de otras tantas mujeres, se enmarca en un proceso más amplio. A partir de 1970 en Argentina, el trabajo hortícola se constituyó como un sector productivo asociado a las migraciones bolivianas, que, aunque comenzaron con un alto índice de masculinidad, desde hace décadas se caracterizan por ser familiares (Benencia, 1997, 2005a, 2005b, 2017; Benencia y Quaranta, 2006). Esas migraciones han sido ampliamente estudiadas, tanto respecto de las redes que permiten sostener estos desplazamientos como de los trabajos remunerados que los migrantes y sus hijos realizan en el país de destino. En su mayoría, son labores que se llevan a cabo de forma familiar, entre ellas se destacan las de los cordones frutihortícolas, los hornos de ladrillo, los talleres textiles, la venta ambulante y la construcción (Benencia y Karasik, 1995; Grimson, 1997; Benencia, 2005b; Cassanello, 2016; Cerruti, 2018).
En las últimas décadas, el cruce de los estudios migratorios y con perspectiva de género fueron aportes importantes que permitieron complejizar las explicaciones sobre las desigualdades que las mujeres enfrentan al migrar, ya sea en términos de su acceso a la ciudadanía como en relación con los trabajos remunerados y no remunerados (Magliano, 2009, 2013; Mallimaci, 2011; Magliano y Mallimaci, 2018). Sin embargo, y aunque se ha demostrado que las mujeres son quienes más trabajan luego de estas migraciones, en tanto realizan labores domésticos, de cuidado y para el mercado en el país receptor (Magliano, 2013), no se ha puesto el foco en las situaciones en que estas tareas se superponen y deben realizarse en simultáneo (Blanco Rodríguez, 2022a, 2023). Esto es relevante, porque en las migraciones desde Bolivia hacia Argentina, donde los trabajos suelen tener un carácter familiar, dicha superposición da lugar a la presencia de niños en los espacios de trabajo y, por ende, a la preocupación por sus cuidados.
Por su parte, las emociones que suscitan estos desplazamientos tampoco han sido abordadas en profundidad, si bien permiten echar luz sobre aspectos sustanciales de las experiencias de individuos bolivianos y sus hijos e hijas en Argentina. Como han señalado estudios previos, el proceso migratorio transforma la vida emocional de las personas y determinadas experiencias emocionales solo son posibles en dichos contextos (Boccagni y Baldassar, 2015; Bjerg, 2019). Por ello, en una línea en la que confluyen los estudios migratorios con perspectiva de género, la historia de las emociones y las geografías emocionales, este artículo tiene como objetivo analizar el trabajo de cuidado en el marco de la horticultura en General Pueyrredon. Pondremos atención en las emociones que las mujeres migrantes asocian al cuidado, en tanto que suelen ser las principales responsables de garantizarlo (Anderson y Smith, 2001; Reddy, 2001).
Analizaremos cómo estas mujeres interpretan las experiencias emocionales de sus hijos e hijas que fueron cuidados en el marco de trabajos rurales o periurbanos, caracterizados, como dijimos, por la superposición de espacios y por tener tiempos y horarios no siempre preestablecidos. Eso nos permitirá, no solo conocer las emociones que identificaban en los niños y las evaluaciones que realizaron sobre el cuidado que les brindaron, sino también las emociones que ellas mismas sintieron. Partimos de la idea de que los significados de las emociones varían según los contextos y los espacios geográficos (Anderson y Smith, 2001). En ese sentido, las emociones y los lugares se co-constituyen y sus significados pueden variar a lo largo del tiempo y de acuerdo con el contacto con distintos grupos o personas (Anderson y Smith, 2001; Boccagni y Baldassar, 2015). En relación con esto, los cambios en las condiciones materiales en las cuales se realiza el cuidado que examinaremos –en buena medida definidas por la ruralidad– también son importantes en las experiencias emocionales de estas madres (Griffin, 2018).
Nuestra hipótesis de investigación sostiene que la superposición entre los espacios domésticos y de trabajo para el mercado que sucede en las quintas, el lugar específico en el que se lo realiza —rurales o periurbanos— y los tiempos en que se lo efectúa —estacional y sin horarios fijos—, hacen que las mujeres que criaron y cuidaron en las quintas argumenten que algunos de sus hijos recibieron cuidados insuficientes y debieron pasar largo tiempo solos. Esa situación suele resumirse en la mención de que algunos de los niños fueron más “sufridos” o estuvieron “botados” cuando ellas debían enfocarse en la realización de sus tareas. A su vez, identificar esas emociones y experiencias en sus hijos, como mostraremos, supuso angustia, temor y preocupación para ellas. En ese sentido, sostenemos que, en buena medida, las experiencias emocionales de estas madres están moldeadas y definidas por lo que creen que sintieron los niños.
Ahora bien, las experiencias emocionales no se agotan en el vínculo con sus hijos, sino que el cuidado en las quintas supuso la interacción con agentes estatales que tienen ideas específicas respecto al cuidado de los niños y niñas. En esas interacciones, las mujeres enfrentaron otras emociones como la vergüenza o la ansiedad, especialmente cuando se trataba de la evaluación que podría hacerse sobre la presencia de los niños en las quintas, que muchas veces era leída como “trabajo infantil”.[3] Como mostraremos, en este caso en particular, no necesariamente las migrantes asimilan las formas de sentir sobre el trabajo de los niños que les sugiere la sociedad receptora, sino que hay lugar a nuevas emociones que surgen producto de los encuentros con agentes estatales.
El trabajo de campo que permitió la escritura de este artículo comenzó a principios de 2017 y se extendió hasta 2020. Las estrategias cualitativas a las que hemos recurrido son entrevistas realizadas a mujeres migrantes con experiencias en la horticultura. Todos los casos analizados corresponden a personas que se encuentran asentadas en General Pueyrredon hace diez años o más y se quedaron definitivamente en Argentina. Las mujeres entrevistadas tienen entre 30 y 60 años, lo que supone contar con una amplia variedad de experiencias. Las quintas en las que trabajan o trabajaron se encuentran en distintas áreas del partido, aunque principalmente en la zona de Batán, donde vive la mayor parte de los y las migrantes que habitan en él. Las entrevistas permiten observar sus trayectorias en un período de tiempo significativo. En este caso, eso cobra una relevancia central para el análisis porque posibilita reconstruir los espacios de trabajo, cómo se trabaja, los tiempos laborales y las implicancias de la superposición de tareas, así como también los cambios y continuidades que sucedieron a lo largo del tiempo. Cabe destacar que algunas de las entrevistas se han realizado en las mismas quintas, por ello, a través de la observación participante hemos podido recuperar nociones concretas respecto de su extensión y tamaño en nuestras notas de campo, que permiten situar el relato de quienes trabajan allí y complementar los testimonios.
Además de la introducción y la conclusión, el artículo está estructurado a partir de un apartado con tres subapartados. En el primero analizamos las emociones que se asocian a la superposición de espacios y a la presencia de los niños en las quintas, que puede ser leída como “trabajo infantil”. En el segundo problematizamos las emociones vinculadas al espacio geográfico de las quintas. Por último, en el tercero, indagamos en las emociones que suscitan los tiempos y la estacionalidad del trabajo rural.
1. Experiencias emocionales y cuidado en el marco de la horticultura
Los estudios del trabajo con perspectiva de género han acuñado el concepto de “doble jornada” o “doble presencia” para explicar que la participación de las mujeres en el mercado laboral siempre está acompañada por la continuidad de sus trabajos domésticos y de cuidado (Hochschild, 1989; Balbo, 1994). Es decir, la inserción de las mujeres en el mercado laboral no necesariamente significa una disminución de las obligaciones en sus hogares, especialmente porque no se ha visto acompañada por una transformación en el ámbito privado de modo que los hombres realicen más trabajo doméstico y de cuidado. Su participación en el hogar sigue siendo secundaria, una “ayuda” a las mujeres, a quienes se supone son las responsables del ámbito doméstico. Este fenómeno, que se conoce como “revolución estancada” (Hochschild, 1989; Wainerman, 2005), se desarrolla de formas específicas a partir de determinados contextos sociales, económicos y políticos. En cambio, la noción de “diamante de cuidado” (Razavi, 2007) permite examinar las formas en que las familias, el Estado, el mercado y la comunidad se relacionan para proveer cuidados. Este concepto permite mostrar que la provisión de cuidados no ocurre de manera unilateral, sino en una continuidad en la cual cada una de las instituciones mencionadas toma un lugar (Rodríguez Enriquez y Marzonetto, 2016).
En el caso de las quintas hortícolas, la división sexual del trabajo y los vínculos entre la comunidad, el Estado, el mercado y las familias a la hora de resolver el cuidado, toman formas diferentes a las que suceden en los ámbitos urbanos. Específicamente, y como hemos analizado en investigaciones previas, la doble jornada tiene un carácter continuo, en el que las tareas de cuidado, domésticas y para el mercado se superponen. En ese sentido, no se trata de una doble jornada “típica”, en la cual las mujeres trabajan en el mercado y luego regresan a sus hogares para realizar trabajo doméstico y de cuidado, ya que estos se encuentran en el mismo lugar donde se cultiva (Blanco Rodríguez, 2023). Como mostraremos a continuación, esas especificidades suponen experiencias emocionales concretas no solo para las mujeres, sino también para los niños que son cuidados en ese marco.
1.1. No van a pensar que están jugando, van a pensar que están trabajando[4]
El trabajo para el mercado que se realiza en las quintas hortícolas está compuesto por tareas diversas en las que todos —varones, mujeres, jóvenes y adultos participan—. En general, el proceso comienza alrededor de los meses de septiembre y octubre con la preparación de la tierra, que se aplana para trazar los surcos. Posteriormente, se obtienen las semillas que se colocan directamente en el campo, o bien se preparan plantines que luego se trasladan a la tierra. Cuando la primera parte está lista, se riega de manera constante y puede haber turnos de madrugada. Además, durante todo el proceso hay momentos de colocación de agroquímicos para controlar las plagas. Cuando las verduras están listas comienza el tiempo de la cosecha. Para distribuirla, la producción se divide en jaulas y cajones que después se cargan en camiones con los cuales se realiza la distribución en los mercados (Blanco Rodríguez, 2022a, 2023).
A causa de la superposición de la quinta y las casas, las mujeres realizan el trabajo doméstico y de cuidado en simultaneidad con el de horticultura. Cuando se trata específicamente de las tareas domésticas, pueden dejar una de sus obligaciones por un momento para poder realizar la otra; por ejemplo, se van de la quinta una hora antes que los hombres para preparar las comidas del día antes de que ellos regresen al hogar. De acuerdo con los testimonios, las mujeres adultas van y vienen continuamente del campo a la casa y de la casa al campo para ocuparse de estos quehaceres. Ahora bien, como destacó Marta, las tareas de cuidado y para el mercado, en general, se entrelazan en otro sentido:
Sí, los tenía ahí en la orilla, los tenía bien cambiaditos, bien lavaditos, y bueno, hasta las 11 de la mañana, después íbamos a casa con mi esposo, terminaba yendo a dar la mamadera, a cambiarlos y a cocinar. Pero siempre trabajaba.[5]
A pesar de que cuando trabajaba bajo patrón Marta no tenía las comodidades de las que dispone ahora que es propietaria de la quinta en la que trabaja, y esto le facilita el cuidado de sus hijos que aún son pequeños, se esforzaba para que sus primeros hijos “estén cuidados”.[6] Ese cuidado, la mayoría de las veces era en el campo porque temía que algo les sucediera si los dejaba solos en la casa. Salvo que los patrones no se lo permitieran, por lo general, las mujeres llevaban a los niños con ellas (incluso si eran bebés) y buscaban lugares cercanos para poder mantenerlos a la vista o escuchar el llanto. Así, los cajones y las jaulas que se utilizan para colocar las verduras muchas veces hacían las veces de cunas. Si no había sombra, utilizaban un paraguas para resguardarlos del sol.
Todas las entrevistadas señalaron que cuando los niños empezaban a caminar se desplazaban a lo largo de la quinta y, mediante el juego, aprendían tareas vinculadas al trabajo hortícola. Atravesados por esas dinámicas que se presentan en el interior de las quintas, el trabajo de cuidado y el trabajo para el mercado se entrecruzan constantemente, tanto en la actualidad como en los primeros años de la migración. Como señalamos para el caso de Marta, en algunas quintas ha mejorado el acceso a servicios y las comodidades en las viviendas. Sin embargo, la superposición sigue siendo un rasgo dominante.
Las diferencias en las condiciones habitacionales y en el acceso a servicios de las entrevistadas son factores importantes para analizar el trabajo doméstico o de cuidado (Pérez, 2012). En General Pueyrredon, el acceso a los servicios básicos fue garantizado a la población a medida que fue creciendo la urbanización del partido. En este proceso, los avances se dieron más rápidamente en el casco urbano, mientras que en las zonas rurales fue más lento y es deficitario aún en la actualidad, sobre todo donde la población está más dispersa. Según Claudia Mikkelsen y Guillermo Velázquez (2010), en los territorios rurales de General Pueyrredon el agua se obtiene de forma predominante a través de bombas automáticas o manuales. Para 2010, en las zonas rurales del partido el 72,80% de las viviendas tenían acceso al agua por cañerías y el 79,18% de las casas obtenían el agua de red pública o bomba a motor. Por su parte, el 87,32% contaban con electricidad de red y, en general, quienes no accedían a ese servicio eran las poblaciones que se encontraban dispersas en la zona, como sucede con las quintas hortícolas. En relación con esto, Blanca explicó que, aunque su casa es de material y está arreglada, le gustaría tener más espacio para ella y su familia. En ese momento, si bien tenía agua de pozo, electricidad y gas de garrafa, le faltaba revocar algunos sectores y un espacio donde guardar las herramientas que utilizaban para el trabajo en la quinta. Su situación era diferente a la de la familia de Marta que, si bien tiene su vivienda pegada a la quinta, cuenta con divisiones que mantienen separados los espacios. Como son propietarios del campo, pudieron construir una vivienda amplia, con varias habitaciones y espacios grandes que le posibilitan recibir a otros familiares que no vivían allí.
Como señalamos, esas diferencias entre las entrevistadas no son menores para pensar en cómo realizan el trabajo doméstico o de cuidado. La situación varía si cuentan con electricidad, agua y gas para cocinar, bañar a los niños y, luego de la jornada laboral, lavar la ropa. Con mayores o menores comodidades, como muestran los casos de Marta y Blanca, las familias entrevistadas tienen esos servicios, cocina, lavarropa —en algunos casos no automáticos—, secarropa y baños con agua caliente. Sin embargo, eso siempre fue así. En un primer momento, generalmente en los primeros años posteriores a la migración, se instalaron de forma precaria. Debían calentar agua con leña para bañarse y bañar a los niños, esto demandaba una mayor cantidad de tiempo. En muchas oportunidades, las casas proporcionadas por los patrones no contaban con servicios básicos como la electricidad, y llegar tarde en la noche a cocinar o asearse era más problemático que en la actualidad.
Quedarse definitivamente en Argentina posibilitó buscar quintas donde las condiciones habitacionales fueran mejores, y ello significó un cambio en la calidad de vida y en las condiciones en las cuales se realizan las tareas domésticas o de cuidado, por ende, en las experiencias emocionales vinculadas al cuidado. Ahora bien, cabe destacar que, aunque las entrevistadas coinciden en que la situación mejoró, la falta de electricidad, gas o electrodomésticos no era experimentada por ellas como una carencia porque se trataba de una continuidad de la situación material que habían vivido en las zonas rurales de Bolivia antes de la migración. Al contrario, el acceso a los servicios esenciales es percibido como un factor que, si bien mejoró las condiciones en que se realiza el cuidado, no es suficiente en la medida en que no permitió superar la disyuntiva de dejar a los niños solos en la casa o llevarlos al campo de cultivo. El grueso de los niños sigue acompañando a sus madres al surco porque ellas se sienten más seguras si los mantienen a la vista.
Si bien muchas mujeres sostienen que hubieran preferido delegar el cuidado de los niños pequeños a familiares o guarderías, ninguna de las entrevistadas contó con esa posibilidad cuando sus hijos tenían entre cero y dos años.[7] La presencia de los niños en las quintas les impone a estas mujeres un desafío doble. Por un lado, deben enfocarse en el trabajo de cultivo mientras mantienen a sus hijos, y por otro, se ven obligadas a persuadir a los agentes estatales —profesionales de la salud, maestras, funcionarios judiciales— de que no se trata de “trabajo infantil” (Blanco Rodríguez, 2022b).
En el caso de General Pueyrredon, algunos miembros de la colectividad, preocupados por las miradas externas que asocian la presencia de los niños en los espacios de trabajo con el “trabajo infantil”, y procurando además ponerlos a salvo de posibles accidentes provocados por las herramientas y los agroquímicos, en 2016 impulsaron la gestión de una guardería que se encontraría cercana a la zona. No se esperaba que esa guardería cubriera las necesidades de cuidado de toda la colectividad, pero sí que mostrara que se buscaban soluciones a la problemática del cuidado de los niños. Sin embargo, más allá de los esfuerzos por conseguir un predio estatal donde construirla y ponerla en funcionamiento, aún hoy el proyecto no ha avanzado porque no recibió acompañamiento del municipio.
Cuando las mujeres rememoran su relación con los agentes estatales, expresan haber sentido temor por verse expuestas a criminalización o estigmatización, aunque en ningún caso esos recuerdos tenían que ver con experiencias de allanamientos o denuncias judiciales a sus propias quintas, sino con historias relatadas por otros paisanos que circulaban en la colectividad. Sin embargo, el lugar que ocupaba en sus narrativas la preocupación respecto del trabajo de los niños era central, y se asociaba a la mirada constante de las maestras de sus hijos, que son los agentes estatales con quienes los niños comparten su vida diaria (Blanco Rodríguez, 2022b). Cabe destacar que, en estos casos, los vínculos que se establecen entre migrantes y ciertas instituciones como la escuela, los centros de salud, entre otras, están generizados, en tanto son las mujeres las que suelen sostener y gestionar los nexos con esas instituciones (Magliano y Mallimaci, 2020).
Cuando la entrevistamos, Blanca destacó que muchas personas comentan que los bolivianos llevan a los chicos a las quintas porque los hacen trabajar. Un día de compras en Batán, escuchó a dos personas decir que “cuando pasás por las quintas ves los cochecitos ahí porque los chicos están trabajando”. Entonces, lo primero que pensó fue que cuando ella llevaba a sus hijos en coche al campo era porque aún no sabían caminar. Mientras contaba eso, entre risas razonó: “¿cómo van a trabajar los chicos que todavía no caminan?”.[8] Para ella esos discursos no tenían sentido, pero aun así le preocupaban, incluso, le hacían sentir vergüenza porque, por ejemplo, temía que las maestras de las escuelas a las que concurrían sus hijos la juzgasen mal por tenerlos en el campo. En ese sentido, no es el trabajo que realizan sus hijos lo que le parecía problemático, sino que es la mirada externa lo que le producía temor y vergüenza.
La interacción entre las distintas formas de sentir respecto de una situación, de determinados objetos o personas puede dar lugar a tensiones y conflictos. Ahora bien, no se trata de trazar un “multiculturalismo emocional” (Boccagni y Baldassar, 2015, p. 75) de acuerdo con el cual se esencializan las emociones o las creencias de los migrantes y se niega que esas emociones pueden cambiar en vínculo con la sociedad receptora. Eso, que supondría “respetar” su forma de comprender y sentir, en este caso implicaría dejar de atender a ciertos asuntos que generan controversia, como es el trabajo de los niños.
Por el contrario, se trata de reponer las emociones en su complejidad, para comprender que el aprendizaje sobre el trabajo puede no implicar algo negativo para estas madres, sino que incluso, les hace sentir orgullo respecto de lo que sus hijos han logrado “gracias a su migración”.[9] A su vez, implica entender que la presencia de los niños en los espacios de trabajo puede responder a las necesidades de cuidado (Frasco Zuker, 2019) e ir derivando en que esos niños aprendan el trabajo familiar, como sucede en otros tipos de trabajo que realizan las personas de sectores populares. En ese sentido, observar el cuidado en las migraciones y poner el foco en las emociones permite, incluso, problematizar y complejizar las ideas que suponen que los niños están en los espacios de trabajo solo porque son obligados a trabajar y preestablecen estereotipos sobre migrantes y otros trabajadores de sectores populares.
Esto es importante porque las mujeres entrevistadas también critican lo que ellas consideran como “trabajo infantil”, y lo separan de las tareas que realizan sus hijos e hijas. Si bien no se oponen a que hagan algunas tareas, sí discuten que eso sea “trabajo infantil”, ya que esa categoría se asocia a la explotación (Rueda, 2022). Por ello, se encuentran en una suerte de ambivalencia emocional (Smelser, 1997), en tanto que deben lidiar con las diferentes interpretaciones y debates sobre la presencia de sus hijos e hijas en las quintas en las que, en general, sus prácticas de cuidado son jerarquizadas en relación con los sentidos que se asocian al cuidado y al trabajo de los niños en la sociedad receptora, donde las “buenas madres” mantienen a sus hijos separados del ámbito laboral (Milanich, 2009; Blum, 2011).
La superposición espacial que hemos explicado se entrelaza con otras situaciones que dificultan la separación de los niños de los lugares de trabajo y producen experiencias emocionales específicas para las trabajadoras hortícolas y sus hijos. Una de ellas es la ubicación de las quintas hortícolas que, como señalamos antes, impide que las mujeres deleguen el cuidado de los niños más pequeños, ya que deberían desplazarse hasta la ciudad para acceder, por ejemplo, a guarderías. Además, como mostraremos, dificulta incluso el acceso a establecimientos que sí están cercanos, como los jardines de infantes y las escuelas primarias, dos instituciones en las que se apoyan las familias para el cuidado de los hijos una vez que llegan a la edad escolar.
1.2. A mí no me gustaba que estén botaditos[10]
Al momento de la entrevista, Blanca, que migró desde Tarija en los años noventa, tenía dos hijas adolescentes, además de un varón en edad escolar y otro de dos años. Según sostuvo, los momentos en que la conciliación del trabajo doméstico y de cuidado con el trabajo para el mercado se vuelve más difícil es cuando hay bebés, ya que demandan atención todo el tiempo. En su opinión, los cuidados que requieren los recién nacidos no pueden ser delegados a las hijas mayores, ya que hay que “entender por qué está llorando el bebé”. Para Blanca era importante ocuparse ella misma de ese cuidado y, si tenía que delegarlo, prefería a alguien “que sepa cómo hacerlo”.[11] Sin embargo, como señalamos, cuando se trata del cuidado de bebés, las entrevistadas no pudieron acceder a guarderías ni contar con familiares que se dedicaran exclusivamente a pasar tiempo con los niños mientras el resto de la familia se dedica a cultivar el campo. Para analizar las lógicas del cuidado en la horticultura es central comprender el contexto en el cual se realiza. En primer lugar, porque recién es posible delegarlo cuando los niños tienen edad de asistir al jardín de infantes. En segundo lugar, porque a diferencia de lo que ocurre en la ciudad —donde, sorteando las dificultades económicas y los límites impuestos por los cupos las familias tienen un mejor acceso a instituciones y servicios–, en las áreas periurbanas y rurales donde residen los horticultores los jardines, las guarderías y las escuelas en las que pueden apoyarse suelen estar ubicadas a varios kilómetros de sus lugares de residencia (Blanco Rodríguez, 2022b). En ese sentido, a medida que los niños crecen y sus edades cambian, el cuidado que requieren varía y también las emociones de sus madres respecto a esa atención.
Los jardines y las escuelas son las principales instituciones donde pasan el tiempo los niños que residen en las quintas. Funcionan como el principal sostén que tienen las familias a la hora de separar a sus hijos de los lugares de trabajo. En la actualidad, la página oficial del municipio de General Pueyrredon informa que cuenta con 33 jardines de infantes municipales habilitados, de los cuales aproximadamente cinco son cercanos a la zona de las quintas hortícolas de la comunidad boliviana. Por su parte, la Dirección General de Cultura y Educación del gobierno de la provincia de Buenos Aires registra 51 jardines de infantes provinciales habilitados en ese partido. Siete de estas instituciones se encuentran próximas a la zona del cordón frutihortícola. Algunas de ellas no están exclusivamente en las zonas de las quintas, sino en sectores cercanos que requieren del servicio de transporte para llegar. Además, en la zona del cinturón frutihortícola funcionan unas diez escuelas primarias.
Aunque en la actualidad la oferta que tienen las familias para escolarizar a sus hijos puede parecer razonable, el acceso no es sencillo. Solo circulan una o dos líneas de colectivos que posibilitan llegar a las instituciones, cuyas paradas suelen estar bastante alejadas de las quintas. Si la familia no tiene un transporte propio, llegar a ellas requiere tiempo y largos trayectos a pie por caminos rurales. Aunque funcionan transportes escolares, los niños deben acercarse hasta la ruta o a puntos específicos para utilizarlos, situación que también supone un esfuerzo significativo, especialmente en el invierno o en épocas de lluvia. La disponibilidad de colectivos era aún menor en los primeros años de la migración de nuestras entrevistadas, como lo revela el testimonio de Blanca, quien llegó desde Tarija a principios de los años ochenta. En ese entonces, sus hijos debían caminar largos trayectos para llegar a la escuela:
Tenía que venir yo de la quinta para que vayan a la escuela, a alistarlos… cambiarlos… tenían que esperar el colectivo y después de vuelta tenía que ir a trabajar y después casi siempre solos se volvían. Al principio no había colectivo, tenían que ir caminando lejos.[12]
A su vez, las entrevistadas coinciden en que en los años de la migración —que tuvo lugar entre fines de la década de 1970 y finales de la de 1990— no existían muchas de las instituciones educativas que hoy están en la zona, y sus hijos debían desplazarse hasta la ciudad para concurrir al jardín o a la escuela. Miriam, que tiene 40 años y es hija de migrantes, destacó que cuando era pequeña muchos no concurrían al jardín debido a las dificultades que imponían las distancias y la falta de una red de transporte:
El trabajo en las quintas es un trabajo que te hace tener a los chicos en el campo. Sí, porque no había donde dejarlos, no había las guarderías que hay ahora, yo no fui al jardín, porque no era obligatorio y porque en la escuela que yo fui no había jardín. Entonces mi mamá me llevaba porque no tenía esas cuatro horas de decir “bueno, la dejo y sigo trabajando”. Además, el traslado, fíjate que si estás en zona de quinta no vas a ir a llevarlos a una guardería en Mar del Plata… olvídate.[13]
Entonces, la ubicación geográfica de las quintas significó —y aunque con algunas mejoras aún significa— experiencias de cuidado específicas para las mujeres entrevistadas. Cuando se trata de los hijos e hijas mayores, que nacieron en fechas cercanas a sus migraciones, algunas mujeres utilizan el término “botados” para referirse a situaciones en las cuales piensan que sus hijos no recibían la atención suficiente a causa del exceso de trabajo, que les impedía prestar la atención necesaria en sus crianzas. Así lo revela el testimonio de Victoria: “A mí no me gustaba que estén botaditos, los primeros estaban solos y después cuando eran más no tanto”.[14]
Según describieron nuestras entrevistadas, cuando sus hijos eran bebés pasaban largas horas en las cunas que podían improvisarles con cajones o jaulas, y ellas se acercaban cuando notaban que lloraban o estaban inquietos. Si bien consideran que dedicarles menos tiempo que el que hubieran querido fue un sacrificio necesario para lograr los objetivos de ascenso social que había impulsado la migración, sostienen que muchas veces se sintieron angustiadas, porque los bebés lloraban y no podían atenderlos, como muestra el testimonio ya citado de Blanca. En ese sentido, la palabra “botados” refiere a que estaban “tirados” o “dejados” en un costado, mientras se realizaban las tareas.
Ahora bien, los testimonios muestran que cuando sus hijos crecieron, la angustia que sentían por no dedicarles el tiempo necesario ni poder delegar su cuidado a otras personas o instituciones mermó, pero aparecieron otras emociones asociadas a los peligros que implica que sus hijos permanezcan en las quintas. Al aprender a caminar y desplazarse solos, los niños ya no esperan en un lugar específico elegido por sus madres, sino que circulan y se mueven jugando y siguiéndolas por los espacios de trabajo. En ese sentido, aunque las horticultoras creían que sus hijos comenzaban a depender menos de su atención y dejaban de estar “botados”, surgían nuevas ansiedades, como la preocupación por los peligros que significa la superposición de la casa con la quinta, ya que las herramientas —palas, azadas, pisones y otros elementos de hierro o con puntas cortantes— y los tractores, comenzaban a estar al alcance de los niños.
Tomar en cuenta los contextos donde se desarrollan los cuidados es central para comprender las experiencias emocionales y sus significados (Anderson y Smith, 2001; Boccagni y Baldassar, 2015). Los miedos no son infundados, ya que los testimonios destacaron varios accidentes en los que hubo niños involucrados. Victoria relató que en la primera quinta en la que trabajó, un niño se había ahogado en un tanque de agua mientras sus padres trabajaban. A su vez, recordó que en otra quinta vecina un niño había ingerido “veneno” que se utilizaba para las plagas. En relación con los agroquímicos, Victoria explicó que toman todos los recaudos para que los niños nunca se acerquen a ellos, pero que siempre pueden suceder “desgracias”.[15]
Así, las experiencias emocionales de estas mujeres fueron cambiando a lo largo de las trayectorias vitales de sus hijos e hijas, y se definieron acorde con lo que creían que ellos sentían. Es más, las emociones que identificaban en sus hijos atraviesan sus testimonios y explican lo que ellas sentían. En un principio, se esforzaban por cuidarlos en un costado del surco y expresan que tuvieron angustia por no brindarles el tiempo y la atención necesaria. Posteriormente, cuando esos niños crecían y aprendían a caminar, sentían miedo y preocupación al verlos expuestos a los peligros de las quintas. Sin embargo, como analizaremos, los tiempos del trabajo hortícola también significaron emociones específicas para estas mujeres, especialmente a la hora de escolarizar a sus hijos.
1.3. El otro era un poco más sufrido[16]
Aunque producen grandes dificultades, no son solo la ubicación de las quintas y la superposición de los espacios domésticos y de trabajo para el mercado los factores que complican las tareas de las mujeres, sino el hecho de que cada uno de los trabajos presenta características y tiempos muy distintos que son difíciles de conciliar. Ana lo expresa así: “Hay que madrugar y trabajar hasta las 10, 12 de la noche y de vuelta hay que madrugar así. No hay horarios para comer… por ahí se te hacían las 12 pa’ cocinar”.[17]
Las mujeres explicaron que de octubre a marzo “en la quinta no hay horarios”, la mayor parte de los días no saben cuándo empieza ni cuándo termina la jornada laboral. Victoria mencionó que en algunos momentos deben hacer turnos en los que podía tocarle regar a las cuatro de la mañana y que en algunas ocasiones no hay tiempo “ni para tomar el té”.[18] Tareas que no llegan a realizarse y se van acumulando, almuerzos que se cocinan a las cuatro de la tarde, cenas que se preparan a las once de la noche después de una larga jornada de trabajo en el campo, son evidencias de esta situación.
Lo que sucede particularmente en las quintas es que, a diferencia de otros trabajos donde se insertan miembros de la colectividad boliviana, la superposición de los espacios domésticos y de trabajo para el mercado se da en un marco de estacionalidad del trabajo hortícola, cuando hay épocas del año que demandan mayores esfuerzos en relación con los cultivos que se producen. Además, esto supone jornadas atípicas, en las que no hay horarios claros de inicio y fin del día laboral.
Aunque las entrevistadas coinciden en que las mayores dificultades se daban con los bebés, los tiempos del trabajo hortícola provocaban que al momento de escolarizar a sus hijos surgieron nuevos problemas que subsisten en la actualidad. A fines de los años ochenta y principios de los noventa, que es la época en la que comenzaron a concurrir a la escuela los hijos de la mayoría de las entrevistadas, llegar a las instituciones cercanas era arduo, ya que, como explicamos antes, los caminos no estaban en condiciones y no había colectivos con frecuencia continua. Asimismo, los ritmos del trabajo muchas veces no les permitían acompañar a sus hijos e hijas en todo el trayecto que debían transitar para llegar a la escuela. En ese sentido, si el testimonio de Miriam mostraba que la asistencia al jardín se resignaba por el sacrificio que implicaba llevarlos hasta la ciudad, la obligatoriedad de la escuela hacía que, en la imposibilidad de compatibilizar las temporalidades del trabajo con las del funcionamiento de las instituciones, los niños se desplacen solos:
El otro era un poco más sufrido… tuvimos que ponerle por Galileo un año porque no había lugar y él se levantaba en invierno a las 6am, que era de noche, se venía caminando ya hasta la parada del colectivo, a la oscura, entraba a las 8 menos cuarto, cuando llovía su papa lo acercaba después, quedaba lejos. Llegaba hasta Batán caminando a la parada de colectivo y desde ahí se venía para la escuela, era de noche, viste en invierno, es la Galileo que queda antes de llegar al gaucho.[19]
Recuperar estas palabras no es menor, ya que en los meses durante los cuales el trabajo hortícola se realiza con mayor intensidad, las familias suelen tener, aun en la actualidad, complicaciones para acercarse a las instituciones, que tienen horarios que no son compatibles con esas tareas. Como generalmente los adultos no podían acompañarlos en los primeros años posteriores a la migración, muchos de los niños debían arreglarse por su cuenta para llegar a las instituciones escolares; esto significaba caminar solos por el campo hasta las paradas de colectivo, en invierno bajo las heladas y muchas veces en horarios en los que aún no había amanecido. Recién cuando sus hermanos crecían o había otros niños en edad escolar en las quintas, tenían con quién compartir esas caminatas. Otra de las dificultades que se les presentaba frecuentemente era en las épocas cuando sus padres trabajaban a tiempo completo, porque no podían ir a buscarlos a las paradas de colectivo al regreso de la jornada escolar y muchas veces no sabían dónde bajarse, podían confundir el camino y perderse.
Por ello, el abandono de estar “botados” no es lo único que las madres creían que sus hijos podían sentir, así como ni la angustia o el miedo son las únicas emociones que ellas mismas expresaron haber sentido. Además de botados, las trabajadoras creen que tienen hijos que fueron más “sufridos” que otros niños, y vinculan ese sufrimiento a la soledad que experimentaron sus primeros hijos:
Era complicado [se refiere a acompañarlos a la escuela] depende los patrones. Teníamos un patrón que siempre quería que estuviéramos las mujeres y si nos salíamos siempre estaba reclamando... querían que vayamos a trabajar, entonces teníamos que dejarlos. Los primeros son los que sufrieron más... a los otros después ya no porque se acompañaban entre ellos. Los dos más grandes fueron más sufridos. Los otros más chicos no.[20]
En ese sentido, si bien los “botados” son todos los bebés y niños pequeños a los que no se les podía prodigar dedicación y tiempo durante la crianza en los surcos, los niños a los que consideraron “sufridos” eran aquellos que debieron ir solos a la escuela y transitar en invierno por los caminos rurales. En los casos en que podían acompañarse entre hermanos o con los niños de otras familias, las entrevistadas creen que ese sufrimiento disminuía, en tanto no estaban solos. Al respecto, el sufrimiento que reconocen en sus hijos por haber tenido que recorrer trayectos extensos en soledad para ir a la escuela, en invierno o cuando aún no amanecía —como muestra el testimonio ya citado de Ana—, parece estar asociado a la temporalidad y estacionalidad del trabajo rural. Cuando la alta demanda de trabajo no les permitía acompañarlos a las paradas de colectivo ni ir a buscarlos al regreso, las mujeres atribuyen emociones específicas a sus hijos, como el sufrimiento y la soledad.
Como señalamos, las emociones y sus significados dependen en buena medida de los contextos y las geografías. En este artículo mostramos cómo las emociones de las madres están determinadas por las experiencias emocionales de sus hijos en el marco de la ruralidad, la estacionalidad del trabajo hortícola y la superposición de tareas. A diferencia de los casos en los cuales las madres dejan a sus hijos en su país de origen al cuidado de otras mujeres, nuestras entrevistadas deben preocuparse diariamente por resolver con quien estarán los niños mientras ellas trabajan en el surco. Esto no significa que las mujeres que migran solas no asuman responsabilidades vinculadas al trabajo de cuidado y al ejercicio de la maternidad. De hecho, lo hacen a la distancia, enviando remesas de dinero, regalos y cartas, o realizan llamadas telefónicas. También hacen visitas periódicas que sirven para reafirmar el vínculo con sus hijos y para sostener la relación con los miembros de su parentela que se encargan de la materialización de ese cuidado (Di Leonardo, 1987; Gregorio Gil, 1998). Lo que planteamos aquí es que, al no residir en el mismo lugar que sus hijos, no deben encargarse de cuidarlos diariamente.
Por el contrario, quienes migran en familia o en pareja, y tienen hijos en el lugar de destino, deberán buscar una forma de resolver la cotidianeidad del cuidado, en muchos casos, sin contar con el sostén de otros miembros de la familia, que sí estaban disponibles en el lugar de origen. Esta situación se agrava en los casos atravesados por la ruralidad, porque —como vimos— tampoco se dispone del apoyo suficiente de las instituciones de cuidado. Después de la migración y el nacimiento de los hijos en el lugar de destino, se abre un abanico de desafíos, necesidades y dificultades que generan experiencias emocionales muy distintas a las que atraviesan las mujeres que dejan a sus hijos en el lugar de origen. Entre las últimas, la culpa, el anhelo y el amor expuesto a una temporalidad diferida, son las emociones más corrientes; en tanto que nuestras entrevistadas viven en una constelación emocional dominada por el temor, la ansiedad y la vergüenza. En cambio, cuando miran en perspectiva a sus hijos ya crecidos y los recuerdan como pequeños “botados y sufridos”, posiblemente la culpa sea el sentimiento que las une con otras mujeres que ejercen la maternidad a distancia.
Reflexiones finales
En la horticultura, los espacios domésticos y de trabajo para el mercado se superponen. Esa superposición también sucede en otros sectores en los cuales se insertan los migrantes bolivianos en Argentina. Sin embargo, la especificidad de las quintas en los tiempos de trabajo atravesados por la ruralidad, implican lejanía con las principales instituciones que intervienen en el cuidado de los niños y además demandan jornadas laborales sin límites temporales y espaciales precisos. Como mostramos, las características del trabajo hortícola, que supone la presencia de niños en las quintas, sumadas a la intervención de agentes estatales en la zona del cordón, significan experiencias emocionales concretas, tanto para los niños como para sus madres.
En un contexto en el que sus condiciones materiales, de vivienda y de acceso a servicios fueron mejorando en relación con la residencia estable en Argentina, las mujeres les atribuyen a sus hijos emociones asociadas a cada una de las características de la vida en la quinta. En el texto se evidencia que esas mejoras facilitaron el trabajo doméstico y de cuidado, pero no resolvieron los problemas que supone la superposición de espacios del hogar y del trabajo para el mercado, ya que el cuidado sigue siendo dificultoso en tanto se realiza en los surcos. Por ello, por un lado, las mujeres entrevistadas creen que sus primeros hijos habían sido “botados”, es decir, descuidados mientras ellas trabajaban, porque no podían prestarles la atención necesaria y no tenían acceso a instituciones en las que apoyarse cuando aún eran bebés. Por otro lado, pensaban que habían sufrido más —o que ellas los habían expuesto al sufrimiento—, por tener que caminar solos hasta las paradas de colectivos cuando no podían acompañarlos en las estaciones del año en las que el laboreo hortícola era más demandante. A su vez, en las entrevistas, estas horticultoras bolivianas expresaron haber sentido miedo y preocupación porque los niños que deambulaban y jugaban en las quintas estaban expuestos al peligro de los agrotóxicos y las maquinarias agrícolas. En ese sentido, las emociones que ellas mismas les atribuyeron a sus hijos definieron en gran medida su propia experiencia emocional.
Observar el cuidado en las quintas hortícolas a través del lente de las emociones nos permitió mostrar que los contextos son centrales para analizar el trabajo de cuidado. En general, suele señalarse que el trabajo de cuidado requiere la realización de actividades de forma continua. Es decir, es una labor que se hace todo el tiempo y no tiene principio ni fin. Sin embargo, los estudios del cuidado no han prestado suficiente atención al papel que juegan los diferentes contextos en los que este se concreta, al asumir que todas las madres crían y cuidan en sus casas. A su vez, aunque las mujeres realizan trabajo de cuidado, doméstico y actividades para el mercado, estas dimensiones se han pensado como tareas separadas y no como labores que se pueden concretar de manera simultánea y en un mismo espacio, como sucede en las quintas hortícolas.
Este artículo, que ha puesto el foco en las emociones que las madres atribuyeron a sus hijos y en las que ellas mismas sintieron, intentó demostrar que, en los procesos migratorios, el sufrimiento no solo sucede cuando las madres migran solas y dejan a sus hijos al cuidado de otras personas en el lugar de origen. La migración familiar puede suponer sufrimiento y emociones específicas vinculadas a los contextos y al tipo de trabajo que realizan quienes migran.
Por último, aunque es cierto que el sufrimiento, el miedo o la vergüenza son emociones constitutivas de las experiencias de estas mujeres, observar las trayectorias migratorias y de trabajo poniendo el foco en las emociones de forma situada y contextual, también permite revelar su agencia, en tanto se evidencian las estrategias que les posibilitaron resolver el cuidado y la forma en que se reapropian, discuten y reelaboran los sentidos sobre el trabajo de cuidado que los agentes estatales presentan como dados.
Referencias bibliográficas
Notas
[1] Categoría nativa utilizada para referir a quienes son dueños de la tierra. En general, también son miembros de la colectividad.
[2] La presencia de los niños en los espacios de trabajo también es una característica de los talleres textiles y los hornos de ladrillo, ámbitos del mercado laboral que concentran población migrante sudamericana. Sin embargo, la horticultura requiere un análisis específico basado en sus características –estacionalidad, ruralidad–, como mostraremos más adelante. Por ello y por cuestiones de espacio, aquí solo nos dedicamos a este sector.
[3] Utilizamos la categoría entre comillas porque se trata de una forma específica de conceptualizar al trabajo que realizan los niños. Los estudios del trabajo y la infancia han señalado que el trabajo de los niños no siempre se leyó de la misma manera; en ese sentido, las comillas permiten mostrar el carácter construido de la noción “trabajo infantil”.
[4] Marta, trabajadora migrante de una quinta hortícola. Entrevista realizada por Guadalupe Blanco Rodríguez en marzo de 2017 en la ciudad Mar del Plata, Buenos Aires.
[5] Entrevista a Marta.
[6] Entrevista a Marta.
[7] Si bien no lo abordamos por motivos de espacio, cabe destacar que es posible que la idea de dejar a los niños en la guardería responda a una lectura del cuidado desde el presente. En ese sentido, en futuros trabajos será importante indagar cómo es que la guardería y el acceso a servicios de cuidado se construyó como una demanda de la colectividad, en diálogo con el municipio y los agentes estatales. Para una primera aproximación a este tema, véase Blanco Rodríguez (2022a).
[8] Blanca, trabajadora migrante de una quinta hortícola. Entrevista realizada por Guadalupe Blanco Rodríguez en marzo de 2017 en la localidad de Batán, Buenos Aires.
[9] Entrevista a Marta.
[10] Victoria, trabajadora migrante de una quinta hortícola. Entrevista realizada por Guadalupe Blanco Rodríguez en marzo de 2017 en la localidad de Batán, Buenos Aires.
[11] Entrevista a Blanca.
[12] Entrevista a Blanca.
[13] Miriam, trabajadora hija de migrantes de una quinta hortícola. Entrevista realizada por Guadalupe Blanco Rodríguez en marzo de 2017 en la localidad de Estación Chapadmalal, Buenos Aires.
[14] Entrevista a Victoria.
[15] Entrevista a Victoria.
[16] Ana, trabajadora migrante de una quinta hortícola. Entrevista realizada por Guadalupe Blanco Rodríguez en abril de 2017 en la localidad de Batán, Buenos Aires.
[17] Entrevista a Ana.
[18] Entrevista a Victoria.
[19] Entrevista a Ana.
[20] Entrevista a Victoria.