Notas y comunicaciones
Nuestros años sesentas, cinco décadas después
Vera Carnovale
UNSAM/CONICET
“Quiero repetir que era un bello domingo de verano, porque entonces se entenderá mejor que era natural que por la calle pasaran numerosas parejas jóvenes rumbo al parque cercano. La tarde se acercaba a su ocaso. Entonces Javier me miró serio y fijamente y me dijo: “Pensar que no saben el mundo que estamos armando para ellos”. No se me ocurrió responder nada -quizás porque estaba de acuerdo con esa aseveración -, y sin embargo esa frase quedó para siempre clavada en un rincón de mi cerebro…”
Oscar Terán, en Lectura en dos tiempos
La escena de esa tarde de verano data de finales de 1966, quizás comienzos
de 1967. Un joven Oscar Terán, por entonces estudiante de Filosofía, salía a
la calle con los ojos llorosos y el alma conmovida luego de haber leído, en una
pobretona buhardilla estudiantil del barrio porteño de Barracas, ¿Revolución
en la Revolución? de Régis Debray, recientemente “llegado” en microfilm desde “la isla” y proyectado caseramente sobre una de las paredes en mal estado
que delimitaban la pieza de Javier, su compañero de estudios y, también, de
ese apasionado y feroz recorrido que muy pronto los llevaría de las letras a las
armas.
Convencidos de las verdades irrefutables que emanaban de aquel texto
-o, más certeramente, de su aura- y haciéndose eco de los imperativos que
esas verdades imponían, ambos jóvenes se asomaron a aquel atardecer con la
inquebrantable voluntad de transformar para siempre un mundo de injusticia y
humillación. Y fue entonces cuando Javier espetó su indeleble y estremecedora
frase.
Quizás por los tantos sentidos implícitos en ella, quizás porque en esos
sentidos se habían jugado buena parte de sus propias apuestas vitales, o quizás
también porque sospechaba poder encontrar allí buena parte de la clave de la
tragedia colectiva que signó nuestro reciente pasado, lo cierto es que a lo largo
de los años Oscar Terán habría de volver una y otra vez “con temor y temblor” a aquella tarde de domingo; del mismo modo que habría de volver, una y otra
vez, “entre el homenaje y el exorcismo”, al escenario epocal que la sostenía y
significaba.
Fruto de ese retorno tan temeroso como reverencial, es su libro Nuestros
años sesentas. La formación de la nueva izquierda intelectual argentina (1956-1966), publicado por primera vez en 1991 por Puntosur, reeditada en 1993 por
El Cielo por Asalto y reeditada en mayo de 2013 por Siglo XXI.
Se trata de una obra de referencia obligada para la historia intelectual, la
historia de las ideas y, también, para la historia de esa zona de encuentro entre
cultura y política. Una obra que habla o, mejor, dada su voluntad de interpelación,
“nos habla” de los años sesentas, así, en plural. Un plural que, como
señala Hugo Vezzetti en el esclarecedor estudio preliminar que acompaña esta
nueva edición, remite a la diversidad de rostros y tramas que confluyen en esa
década en la cual la política se tornaba en la región dadora de sentido de múltiples
prácticas, incluida la teórica.
El trabajo -que reconoce un doble registro, el del investigador y el autobiográfico-,
describe una serie de núcleos ideológicos constituidos en el campo
cultural argentino del período 1956-1966, que fueron portados por un conjunto
de intelectuales a los que Terán denomina genéricamente como “contestatarios”,
“críticos” o “denuncialistas” y en torno de los cuales se asiste a la
formación de una nueva izquierda intelectual en el ámbito nacional.
El recorrido y los tópicos son variados y, sin embargo, el escenario aparece
enfáticamente determinado por dos fenómenos: el peronismo proscripto,
por un lado (un peronismo que comienza a ser percibido como “sujeto moral”,
fundamentalmente por su rol político en el contexto de la proscripción),
y la Revolución Cubana, por el otro. En otras palabras, las masas oprimidas y
humilladas, dispuestas a “dar la vida” por recuperar algo de su dignidad avasallada,
por un lado, y la promesa de la redención, tan costosa y violenta como
definitiva, por el otro. Y asistiendo a ese escenario, los jóvenes intelectuales -o
cuanto menos universitarios- en quienes el humanismo, la figura sartreana del compromiso y la praxis marxista ya han hecho carne; tradiciones, ideas, concepciones
[¿estructuras de sentimiento en formación?] que les llegan a través
de los circuitos y redes más o menos informales que conforman ese emergente
y bullicioso mundo intelectual y juvenil que incluye tanto a las sedes universitarias
como a los bares o centro culturales que pueblan sus adyacencias y se
prolongan por buena parte de la ciudad porteña.
Si el ejemplo cubano pone a disposición de esos jóvenes sensibles la
opción de la violencia revolucionaria no es, sin embargo, quien marca el pulso
del desenlace final. Porque la historia que ofrece el libro es, también, la de las
vicisitudes de un conflicto por el cambio, entre lo tradicional y lo moderno, y
ese conflicto desemboca, finalmente, en junio de 1966, en lo que Terán llamó
el “bloqueo tradicionalista”. Sólo entonces, tras el golpe de Estado encabezado
por el general Juan Carlos Onganía, aquel compromiso podrá erigirse como verdad; sólo entonces se impondrá la convicción de que el único camino de
la revolución debe adoptar las formas de la guerra; sólo entonces emergerá “el
rostro fascinante y temido del guerrero”, y sólo entonces, el fusil arrasará con
la pluma.
Solía decir Terán, sin embargo, que no bastaba con volverse a la Noche
de los Bastones Largos para explicar la opción que desplazaba el claustro por
las armas; que -continuaba- en rigor el interrogante que debía girar en torno a “sobre qué cayó ese palo”. Aventurando un poco la respuesta -y quizás producto
de un exceso de recorridos biográficos-, podría decirse que aquellos jóvenes
que por entonces llegaban a las facultades de humanidades eran portadores de
un tejido, un tejido que no es equivalente a una idea, un tejido que es parte
de una sensibilidad, un tejido que es, fundamentalmente, algo parecido a una moral.
Y es esa suerte de moral la que oficiará de tierra fértil para el humanismo
sartreano que, mediaciones teóricas y políticas mediante, se articulará
bastante armoniosamente con los postulados y propuestas foquistas, no sólo en
relación con las potencialidades casi ilimitadas de la voluntad revolucionaria
(especialmente en su modalidad armada) sino también -o sobre todo- en su
altivez plebeya y romántica que esgrimía populismo y anti-intelectualismo, en
un gesto de desprecio anti-moderno y definitivo para con aquello que definía
como burgués.
El corolario de este proceso es bastante conocido. En su libro, Terán
vuelve sobre él con interrogantes bastante explícitos. El primero de ellos remite
al problema de la inexorabilidad histórica.
En la conformación de esa nueva izquierda intelectual, en las ideas,
creencias y valores que la nutría ¿estaba ya anticipado en forma de germen el
futuro “catastrófico” que se sucedería años más tarde? Detrás de ese interrogante
hay otro que remite en forma directa a la responsabilidad que en el saldo
de la tragedia le cupo a la izquierda revolucionaria, especialmente a aquella
¿cautiva o cautivada? por las prácticas armadas, casi bélicas. ¿Fueron los hombres
los que eligieron y abrazaron aquellas ideas que podían dar forma y teoría
a una voluntad previamente definida o fueron las ideas quienes se apoderaron
de los hombres y, en palabras de Terán, “al hacerles creer lo que creyeron los
hicieron ser lo que fueron”? ¿Fueron los hombres los que finalmente tramaron
e hicieron la historia o fue la Historia la que con la fuerza arrasadora e irresistible
de los vientos emancipatorios tercermundistas catapultó a estos hombres
a la escena de la confrontación final? Si la figura de la tragedia no estructura
cabalmente el relato del texto, “es innegable que por momentos la habita válidamente”,
admitía Terán.
En el saldo de esa historia -que es relato y es tragedia- hay tantas responsabilidades
como deudas. No sería injusto preguntarse si dentro de estas últimas no debiera reinscribirse, también, el comentario de Javier con el que se
abre este texto. ¿No fueron parte de la trama trágica, acaso, quienes en aquellas
cálidas tardes de domingo optaron por ir a pasear a las plazas cercanas? Después
de todo, era “para ellos” que Oscar, Javier y tantos otros estaban “armando
un mundo” definitivamente mejor. ¿O tal vez una de las claves de la tragedia
radique simple y terriblemente en que aquellos jóvenes ilusionados querían
construir un mundo mejor “para quienes tal vez ni lo pedían ni lo querían”? En
palabras de Terán “entre el mundo que queríamos preparar y el que llenó de
sonido y furia la década del '70 media la distancia breve y al mismo tiempo
infinita que quedaba entre quienes terminamos ese domingo con los ojos rojos
y las parejas que pasaban hacia el parque”.
Al concluir su libro, en 1991, Terán decía: “quien en aquellos años conoció la esperanza ya no olvida”. Y bien podría radicar allí, en una esperanza
resignificada, el sentido de esta reedición; una invitación a volvernos sobre
aquellos años no ya en busca de la repetición de certezas inconmovibles, voluntades
todopoderosas y sujetos tan impolutos como irredentos, sino en pos
de la exploración -o quizás incluso de la recuperación- de aquellos otros futuros
que no fueron pero que estaban allí; de aquellas otras ideas, creencias y
valores que aún pueden nutrir la esperanza colectiva de un mundo o quizás
tan sólo de una práctica cuyo fundamento sea, nada más y nada menos, que
la dignidad humana.