http://dx.doi.org/10.19137/qs.v28i1.7405


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ARTÍCULOS

La lombriz solitaria y las artes de curar en la ciudad de Buenos Aires (fines del siglo XIX)

The tapeworm and the arts of healing in the city of Buenos Aires (late 19th century)

Tênia e a arte de curar na cidade de Buenos Aires (finais do Século XIX)

Mauro S. Vallejo

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Argentina

Correo electrónico: maurosvallejo@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1712-2181

Resumen: En este artículo se reconstruye una polémica suscitada en la ciudad de Buenos Aires en 1891 a propósito de unas infracciones contra la ley de ejercicio de la medicina, cometidas presuntamente por dos actores que se especializaban en el tratamiento de la lombriz solitaria, un médico extranjero y un sanador no diplomado. En base al examen de las fuentes relativas a ese caso, el texto propone una reflexión en torno a tres tópicos. En primer lugar, se rastrean las múltiples ofertas curativas disponibles para el abordaje de esa afección, pues se entiende que considerarlas ayuda a comprender de modo más certero los componentes de aquella polémica. En segundo lugar, se documentan los antecedentes de los actores sociales involucrados en ese conflicto, bajo el supuesto de que se trata de un caso ilustrativo de las trayectorias de muchos otros agentes del mundo de la salud de esos años. En tercer lugar, se recupera la discusión referida a las relaciones de complementariedad o de negociación entabladas entre la medicina diplomada y sus competidores no autorizados.

Palabras clave: teniasis; curanderismo; medicina; mercado.

Abstract: This article reconstructs a controversy that arose in the city of Buenos Aires in 1891 regarding infractions against the law on the practice of medicine, allegedly committed by two actors who specialized in the treatment of tapeworms, a foreign doctor and a healer. not graduated. Based on the examination of the sources related to that case, the text proposes a reflection on three topics. Firstly, the multiple curative offers available to address this condition are traced, since it is understood that taking these offers into consideration helps to more accurately understand the components of that controversy. Secondly, the background of the social actors involved in this conflict is documented, with the understanding that it is an illustrative case of the trajectories of many other agents in the world of health in those years. Thirdly, the discussion referring to the relationships of complementarity or negotiation established between certified medicine and its unauthorized competitors is recovered.

Keywords: taeniasis; quackery; medicine; market.

Resumo: Este artigo reconstrói uma polêmica surgida na cidade de Buenos Aires em 1891 a respeito de infrações à lei do exercício da medicina, supostamente cometidas por dois atores especializados no tratamento de tênias, um médico estrangeiro e um curandeiro não graduado. A partir do exame das fontes relacionadas ao caso, o texto propõe uma reflexão sobre três temas. Primeiramente, são traçadas as múltiplas ofertas curativas disponíveis para o enfrentamento dessa condição, pois se entende que considerá-las ajuda a compreender com maior precisão os componentes dessa polêmica. Em segundo lugar, documenta-se a trajetória dos atores sociais envolvidos neste conflito, partindo do pressuposto de que se trata de um caso ilustrativo das trajetórias de muitos outros agentes do mundo da saúde naqueles anos. Em terceiro lugar, recupera-se a discussão sobre as relações de complementaridade ou negociação estabelecidas entre o medicamento certificado e os seus concorrentes não autorizados.

Palavras-chave: tênia; curandeiro; medicina; mercado.

Recepción del original: 17 de marzo de 2023 / Aceptado para publicar: 23 de junio de 2023.

La lombriz solitaria y las artes de curar en la ciudad de Buenos Aires (fines del siglo XIX)

A comienzos de enero de 1891, el público de Buenos Aires encontró en las columnas de sus diarios predilectos los detalles de un pequeño escándalo relativo al universo de la salud. Según las primeras crónicas y rumores, existía en la ciudad un médico un tanto sospechoso, que no solamente atribuía todos los malestares a una única causa (las lombrices intestinales), sino que empleaba con sus pacientes un proceder engañoso, destinado a convencerlos de la veracidad de su presuposición etiológica. Con el correr de las semanas, se sumaron detalles a esa denuncia, y fue posible advertir que eran muchos los actores sociales involucrados en ese pleito menor.

No se trataba de una noticia excepcional: en momentos en que la biomedicina se mostraba incapaz de brindar respuestas eficaces para un amplio abanico de patologías comunes, las crónicas sobre curanderos, farmacéuticos inescrupulosos, magnetizadores y remedios quiméricos eran moneda corriente en los periódicos porteños. No solamente por el motivo obvio de que esos agentes y elementos abundaban en la ciudad, sino también porque esas narraciones eran un modo de traer al debate público la discusión, tanto acerca de la legitimidad de las reivindicaciones de la medicina –desde antaño, deseosa de monopolizar las artes de curar–, como de las limitaciones de su accionar (Armus, 2022).

El objetivo de estas páginas es reconstruir, a partir del examen de esas fuentes periodísticas y de otro tipo de documentación, el desenvolvimiento de aquel florido altercado. Se ponen en evidencia allí algunos tópicos y dinámicas que, a pesar de su extendida presencia y significación a finales del siglo XIX, aún no han recibido una atención sostenida de parte de los estudiosos (entre ellos, la inveterada existencia de asociaciones entre médicos y sanadores no autorizados, o el empleo de la diatriba pública como mecanismo privilegiado de resolución de conflictos). En las últimas dos décadas, la literatura histórica ha realizado contribuciones solventes en lo relativo a la creación y afianzamiento de políticas públicas en el ámbito sanitario, el fortalecimiento de la profesión médica o las transformaciones de la enseñanza universitaria de la disciplina.[1] En paralelo, se han acumulado monografías que atienden al envés o las fronteras del proceso de medicalización; se trata de trabajos históricos acerca de la existencia persistente del curanderismo, los diálogos y retroalimentaciones entre la medicina y tradiciones o cosmovisiones alternativas, o la difusión de ofertas curativas que dependían del autoconsumo (sobre todo de remedios específicos o artefactos similares).[2] Ahora bien, es necesario remarcar que esta última línea de trabajo ha conocido un desarrollo menos marcado y sostenido. Variados interrogantes atinentes a ese campo continúan sin respuesta, y no sería errado señalar que incluso escasean los estudios de caso basados en pesquisas empíricas con afanes de exhaustividad.

Mediante la recuperación del episodio de 1891 se pretende, por lo tanto, contribuir a una línea de pesquisa en franca necesidad de desarrollo. El examen de los acontecimientos ocurridos en aquel entonces, puede ampliar y complejizar de modo sustancial el conocimiento disponible sobre la existencia de sanadores en la trama urbana de la capital de Argentina, y ayudar a entender el carácter híbrido o cambiante de sus perfiles. Más aún, el cometido de este artículo es poner de manifiesto la productividad de un abordaje bifronte que no ha primado en las pesquisas más tradicionales. Se trata, por una parte, de poner en acto una mirada regional o incluso transnacional (y no tanto localista) de los actores del terreno de la sanación no autorizada; es decir, reconocer que sus conocimientos u objetos eran la desembocadura de itinerarios o desplazamientos que merecen ser aprehendidos. Por otra parte, está en juego la decisión de resituar a los actores y prácticas acusados de ilegitimidad en el concierto más amplio de las otras artes de curar, buscando reconocer su debida significación en el contexto que los hizo posibles. El artículo está dividido en los siguientes apartados: en el primero de ellos se trazará un bosquejo de las representaciones y objetos terapéuticos movilizados alrededor de la teniasis en la medicina y la cultura de la ciudad durante esas décadas. En el segundo se hará foco en el conflicto puntual de 1891, para captar las estrategias desplegadas por las partes intervinientes y luego señalar algunos antecedentes de las inculpaciones efectuadas. El tercero, en clara continuidad con el anterior, ordena y analiza toda la documentación que ha sido posible reunir a propósito de uno de los individuos involucrados, pues merced a ese trabajo es posible poner de manifiesto el trasfondo transnacional de esa historia.

I. La teniasis, entre la medicina académica y el autoconsumo de remedios

Tal y como se verá en las páginas que siguen, el despliegue del altercado de 1891 vuelve a traer a colación elementos que no resultan novedosos para la mirada historiadora, y que tampoco lo eran para los porteños de esas décadas. Una vez más, se tomó conocimiento de las dificultades del Departamento de Higiene para reprimir o controlar las labores de los agentes heterodoxos, y de la misma forma se reinstaló el recelo sobre las buenas o malas intenciones de los muchos médicos extranjeros que ejercían su arte en la ciudad. Así y todo, algunos pormenores del episodio requieren una elucidación más pormenorizada. Por ejemplo, el hecho de que en la capital existiera más de un consultorio especializado en el tratamiento de la teniasis (infección intestinal provocada por una tenia), o la evidencia de que los pacientes podían aceptar de buenas a primeras el diagnóstico de esa enfermedad. Ambos puntos incitan la pregunta por la extensión de esa patología en la población bonaerense, y por las terapias más frecuentes para combatirla.

A propósito del primer punto, no existen indicios muy certeros. Carecemos de registros estadísticos que informen, aunque sea de manera aproximada, acerca de la prevalencia de la teniasis en la ciudad o en la región por esas décadas. Su tratamiento completamente ambulatorio, sumado a la poca gravedad de su sintomatología, explican probablemente ese punto ciego en la información. Otros elementos, empero, funcionarían como indicios bastante seguros de su amplia difusión en la población bonaerense. En primer lugar, la comercialización, al menos desde inicios de los años ochenta del siglo XIX, de numerosos remedios específicos de venta libre indicados contra esa patología apuntan en esa dirección.[3] Por esos años, los diarios más leídos por los porteños incluyeron de manera repetida propagandas (de cierta sofisticación gráfica) de esos productos farmacológicos (Imagen 1).[4]

                                  Imagen 1: Publicidad incluida en Sud-América, 10 de junio de 1891

En segundo lugar, cabría leer bajo esa misma óptica el lugar destacado que se asignaba a los consejos terapéuticos contra la teniasis en los muy populares manuales o diccionarios de medicina casera o doméstica distribuidos por esas décadas en la ciudad. Al igual que los remedios recién indicados, estos materiales de divulgación denotan la extendida costumbre de tramitar los problemas de salud sin la mediación de los facultativos (Porter, 1992; Di Liscia, 2005; Armus, 2016). En momentos en que, tal y como ya fue advertido, la biomedicina aportaba pocas soluciones curativas de eficacia comprobada, la apelación a recursos alternativos era un gesto legítimo y habitual, incluso en los habitantes de grandes ciudades o en los sectores letrados. En tal sentido, aquellos manuales invitaban a los lectores a convertirse en “médicos de sí mismos” (según la leyenda que solían llevar en sus portadas), y difundían información precisa sobre el modo de (auto) diagnosticar las patologías, y ante todo, sobre la manera de remediarlas haciendo uso de objetos cotidianos, o fácilmente asequibles en boticas o farmacias. Es posible citar, a manera de ejemplo, el Diccionario de medicina popular de Pedro Luis Napoleón Chernoviz (médico de origen polaco que entre 1840 y 1855 se radicó en Brasil), cuya primera edición se remonta a 1851 (Cotrim Guimaraes, 2016). Ese libro fue reeditado muchas veces en lengua española, y durante el período que interesa aquí fue sin lugar a dudas la obra de divulgación médica más exitosa en la región. De acuerdo con la quinta edición castellana de 1879 –la más temprana de las alojadas en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno–, el abordaje de la lombriz solitaria debía estar basado en el empleo del cuso y la corteza de la raíz del granado, en combinación con un purgante (aceite de ricino) (Chernoviz, 1879, p. 715). También era recomendado el uso de coco, semillas de calabaza y píldoras elaboradas con helecho macho.

No viene a cuento citar las recomendaciones terapéuticas de los muchísimos diccionarios extranjeros de medicina popular que pudieron haber circulado en Buenos Aires –en muchos casos, su existencia en el acervo de bibliotecas públicas es el único indicio indirecto de su probable empleo de parte de lectores de esos años–. Vale, en cambio, dirigir la atención a los pocos volúmenes elaborados por actores sociales del ámbito local. El primero de ellos, Medicina doméstica, fue redactado por un individuo de apellido Pérez e impreso en 1855 –luego conoció varias reediciones ampliadas–.[5] En la entrada dedicada a la afección que nos ocupa, se afirma que cualquier tipo de purgante o vomitivo puede resultar de auxilio; igual de útil puede ser el cocimiento de helecho, corteza de raíz de granado, o el uso de aceite de castor (Pérez, 1855, p. 65). El segundo tratado se ubica en realidad en una zona fronteriza; si bien fue publicado en el extranjero, y a pesar de que la mayoría de sus colaboradores eran médicos provenientes de Estados Unidos o de México, se puede ubicar entre la literatura local porque uno de los autores fue Silverio Domínguez, un facultativo español afincado en Argentina desde mediados de los años setenta, muy conocido por el público porteño, no solamente por sus saberes en el terreno de la bacteriología, sino también por sus publicaciones literarias y autobiográficas. Ello motivó que ese libro, El médico práctico doméstico, lograra amplia aceptación entre el público capitalino. En las páginas dedicadas a la lombriz solitaria, se elogiaba la eficacia de la trementina, el aceite de helecho macho, la sal de cocina en altas dosis y las semillas de calabaza. Por otro lado, se insistía en la prevención de la patología, sobre todo en la necesidad de evitar la ingesta de carnes crudas o poco cocidas (Lyon, 1889, pp. 352-353). Un tercer volumen, de factura netamente local, fue publicado en 1892 por Juan Igón, quien carecía de título médico pero tenía cierto renombre en la cultura científica, pues era el dueño de una tradicional librería y propietario de un humilde sello editorial. El autor recomendaba diversos remedios caseros: cocción de raíz de membrillo, aceite comestible con sal, semillas de zapallo, helecho macho, zanahorias crudas, infusión de yerba buena o culé; para el caso de los niños, se debía emplear el ajo y la ruda, más “un vasito de buen vino después de la comida” (Igón, 1892, p. 118).

Existiría un tercer conjunto de fuentes que amparan la conjetura sobre la relativa extensión de la teniasis. En 1884, Jean Baptiste Benjamin Dupont, un médico de origen francés que se había radicado en el país una década atrás, presentó ante un concurso auspiciado por el Círculo Médico Argentino una monografía referida a la naturaleza endémica de la lombriz solitaria en territorio argentino (1885).[6] A raíz de sus labores en guarniciones militares de San Luis, y de manera accidental, se había topado con evidencias de una sobrecogedora prevalencia de la teniasis en los soldados a su cuidado; según sus primeras indagaciones, casi un tercio de esos individuos padecían la enfermedad. Luego de pedir informes a colegas de otras zonas, que confirmaron sus sospechas, Dupont concluyó que al menos un 15 por ciento de los pobladores de la región pampeana alojaba en su aparato digestivo un ejemplar de la lombriz solitaria.[7] La causa de esa propagación endémica debía ser hallada en la costumbre de consumir carne vacuna escasamente cocida. En cuanto a la terapéutica, el autor se inclinaba en favor de algunos “teniáfugos” caseros: la raíz del helecho macho, la cáscara de raíz de granado, flores secas y pulverizadas del Brayera Anthelminthica, el aceite esencial de trementina y las semillas de zapallo. Dupont no escondía su preferencia por este último remedio, no solo por su accesibilidad y bajo costo, sino también por su mayor efectividad y por carecer de los efectos adversos de los demás (Dupont, 1885).

Otros médicos, sobre todo aquellos que ejercían su arte en pueblos de la campaña bonaerense, se mostraron convencidos de la frecuencia de la enfermedad. Fue el caso de Silverio Domínguez, quien, al igual que Dupont, ponderó en términos muy positivos los remedios populares usados habitualmente por sus enfermos: en uno de sus escritos, el doctor español tildó de “infalible” y “heroico” al empleo de la semilla de zapallo (Domínguez, 1881, p. 295).[8]

La documentación explorada hasta aquí podrá parecer desalentadora, pues no allana el camino hacia una intelección más consistente acerca de la real morbilidad de la teniasis. De todas formas, deja poco margen de duda acerca de la familiaridad que médicos y pobladores tuvieron con la patología durante el tramo final del siglo. Más aún, resulta legítimo plantear el interrogante a propósito de la aparente contradicción entre, de un lado, la advertencia sobre la pavorosa extensión de la enfermedad –explicitada por Dupont, y refrendada por otros colegas–, y de otro, la casi absoluta carencia de otros textos médicos relativos a su diagnóstico, prevención o tratamiento. En efecto, en los mismos años en que los diarios locales incluían propagandas de varios remedios específicos para la lombriz solitaria, y en el mismo período en que los manuales de medicina doméstica brindaban prescripciones muy claras sobre su abordaje, los doctores porteños parecían desentenderse casi por completo de esa entidad mórbida. En las contadas ocasiones en que las revistas médicas aludieron a los remedios más indicados, encomiaron los mismos objetos utilizados en el campo popular (helecho macho, aceite de ricino, polvo de kamala, entre otros).[9] Todo ello alienta la conjetura de que se trataba de una experiencia patológica que, amén de su poca gravedad sanitaria, colocaba a la medicina en una posición de convivencia forzada, casi de renuncia aquiescente, para con tradiciones y actores que le disputaban sus objetos. Por razones variadas, el diagnóstico de esa afección disolvía jerarquías y diferencias entre los agentes del ecosistema sanitario. Se trataba de una condición que la medicina popular, el mercado y la sanación no diplomada reconocían y manipulaban con lenguajes y herramientas que no planteaban un cuestionamiento de la medicina ni entraban en colisión con ella. Peor aún, en esos lindes movedizos existía para la teniasis una terapéutica que, incluso a los ojos de los doctores, era muy eficaz.

II. El altercado de 1891

Luego de una toma en consideración del marco general en que circulaban las representaciones y artefactos curativos de la teniasis, es momento de examinar el conflicto que en 1891 dio a esa constelación de elementos una visibilidad inusitada. El inicio estuvo determinado por una columna aparecida el 3 de enero en el periódico El Diario, titulada “El médico de las lombrices”. Sin indicar el nombre del acusado, la nota adoptaba un tono burlesco para llamar la atención de las autoridades sanitarias, a los fines de que se detuviera el accionar de un doctor de la ciudad que a todos sus consultantes diagnosticaba la lombriz solitaria, para luego someterlos a una terapia apócrifa: luego de darles un laxante, les hacía creer que unas cintas colocadas en un recipiente eran las lombrices expulsadas del cuerpo. El artículo consideraba al facultativo como un mero charlatán, y lo describía como una “venerable figura, luminoso destello del arte de Hipócrates, tubérculo médico digno de figurar entre los miembros del protomedicato del agua fría, del cocimiento de alfalfa y de las fricciones a domicilio”.[10] 

Es probable que los lectores porteños hayan adivinado sin muchas complicaciones la identidad del médico aludido. En efecto, si bien el circuito de consultorios y clínicas privadas conocía por entonces un acelerado ritmo de expansión, se trataba todavía de un mundo de fronteras acotadas: según el censo de 1895, existían en la ciudad apenas 642 médicos (248 de los cuales eran de origen foráneo) (Segundo Censo, 1895). Más aún, por esos meses existía en la capital un único consultorio enteramente dedicado a la teniasis (Imagen 2).

                     Imagen 2: Publicidad del consultorio de Santiago Cabezali

                              Fuente: El Diario, 14 de enero de 1891.

Por ese motivo, dos días más tarde, el 5 de enero, el doctor que lo dirigía, Santiago Cabezali, envió a El Diario una nota intimidatoria. La esquela, de tono seco y escueto, iba dirigida al director del periódico, a quien le exigía saber si las menciones despectivas de aquella nota se referían a su persona, en cuyo caso “usaría de los derechos” que lo asistían.[11] 

La respuesta a la provocación de Cabezali llegó dos semanas más tarde, bajo el modo de una larga columna titulada “La explotación del secreto”, en la cual por primera vez se daban precisiones más concretas sobre el acto denunciado.[12] Allí, nuevamente en un tono sarcástico, se informaba que todo este escándalo atañía en realidad a por lo menos cuatro actores, y resultaba de la confluencia de varios itinerarios: primero, estaba en juego un médico legítimo, que había desarrollado una fórmula personal para curar la tenia; tras obtener cierto renombre en la ciudad, había fallecido prematuramente; segundo, estaba implicado su hermano, “lo más aprovechado que imaginarse puede”, quien además de heredar los pocos bienes del difunto, se ufanaba de haber recibido aquel remedio secreto. Sin haber estudiado medicina, pero poseedor de esa droga, de inmediato comenzó a ejercer indebidamente el arte de curar. Dado que las normas no se lo permitían, decidió asociarse con un tercer protagonista, “un doctor atacado de la fiebre del oro, de manga ancha y bolsillo estrecho, que de remotas playas venía huyendo de ingleses voraces”.[13] Con esos términos, pero sin indicar el nombre real, la columna se refería, por supuesto, a Cabezali. Siempre según la nota, juntos instalaron un gabinete de tratamiento de la teniasis, con el que lograron ganancias suculentas. El texto señalaba que ese obrar pecaminoso había sido puesto al descubierto hacía poco gracias al gesto de un paciente, Juan Natero, quien, tras haber quedado disconforme con el tratamiento recibido, se había dirigido motu proprio al Departamento Nacional de Higiene a los fines de efectuar la denuncia correspondiente. A modo de prueba, había dejado allí el recipiente de porcelana que “los curanderos” le habían entregado luego de que él hubiera vaciado su vientre (a resultas del purgante recibido). En esa vasija se veían “cuatro o cinco metros de cinta estrechita: la solitaria”. La agencia sanitaria ya había encomendado al químico Levalle el análisis de esa “cinta”, y había encargado a los doctores Rodolfo Del Viso y Cesáreo Urquiola el estudio de todo el asunto.

Esos párrafos fueron el puntapié inicial de un florido escándalo, que discurrió tanto en las hojas diarias como en el foro judicial. Y en ese episodio hicieron oír su voz los variados actores sociales que habían participado de él. Un día más tarde, a través de una carta publicada en El Censor, un individuo llamado Eduardo Castellanos reconocía abiertamente que él era el hermano y heredero mencionado en la nota de El Diario, y no ocultaba tampoco que ejercía el arte de curar a pesar de no poseer ningún tipo de titulación. El objetivo de su solicitada era, de todas maneras, difundir su propia versión de los hechos. Según esas líneas, detrás de la intervención de El Diario operaba una extorsión de parte de uno de los redactores, Carlos Urien. De acuerdo con ese recuento, en las semanas previas Castellanos había atendido y curado la teniasis de un familiar de Urien, pero este último se había negado a pagar los honorarios convenidos y amenazó con usar las columnas de aquel órgano de prensa si el sanador insistía en su reclamo. Castellanos, por consiguiente, entendía que Urien acababa de cumplir esa amenaza, merced a los escritos ya comentados.[14] El sanador agregaba:

Yo no hubiera parado mi atención en tales infamias a no mediar la circunstancia de citar en El Diario el para mí sagrado nombre de mi hermano Dr. Conrado Castellanos, cuya memoria no tolero sea ultrajada por un libelista procaz y desalmado que hace de las columnas de la noble prensa armas de difamación.[15]

Castellanos cerraba su esquela indicando que él trabajaba como “empleado” en el consultorio del doctor Cabezali. Carlos Urien, por su parte, reaccionó sin demora a las alegaciones del sanador. Ese mismo día presentó una denuncia en su contra por calumnias e injurias y pidió el máximo de pena (tres años y medio de cárcel, más el pago de 500 pesos, que serían donados a la Sociedad de Beneficencia). Durante el juicio verbal, celebrado el 4 de febrero, Castellanos adujo que, dado que Urien negaba ser el autor del artículo publicado en El Diario el 20 de enero, él por su parte no tenía inconvenientes en “retirar las palabras y conceptos” vertidos. Urien aceptó la propuesta, y de ese modo se puso fin al pleito.[16]

Al igual que en muchos procesos por calumnias e injurias, el desarrollo o tramitación de la denuncia era quizá lo menos importante. Lo esencial era, por el contrario, mostrar públicamente que uno, cual buen caballero, tenía en alta estima su propia honorabilidad, y estaba dispuesto a defender ese bien tan preciado (Gayol, 2008).

El Diario mostró un especial interés por dar a conocer las novedades relativas al caso, y un día después de que Urien presentara el escrito acusatorio, el periódico dio amplia cobertura a esa intervención en la arena penal. Allí se informó, por ejemplo, que tanto la Facultad de Medicina como el Departamento de Higiene ya habían tomado cartas en el asunto. Ambas instituciones, a través de Luis de la Cárcova (secretario de la primera) y Tiburcio Padilla (secretario del segundo), habían dejado en claro que Castellanos no era médico, sino un simple “dulcamara y curandero”, y que por ende, podía ser acusado “por las personas a quienes haya explotado atribuyéndose títulos de que carece”.[17] El Consejo de Higiene le había iniciado un proceso también a Cabezali, por infracción de aquel artículo de la ley de ejercicio de la medicina que prohibía a los médicos establecer asociaciones con sujetos carentes de título. Semanas más tarde, Urien aprovechó las columnas de ese periódico para comunicar el desenlace positivo del juicio por injurias, y dedicó duros términos para caracterizar a Castellanos ("un calumniador que anda explotando la buena fe de la gente para ganar ilegalmente el dinero que no sabe adquirir por medios dignos”).[18]

El 22 de enero, El Diario prestó su espacio para que otro de los actores dijera presente, mediante la publicación de una carta escrita por Juan Natero.[19] Unos días más tarde, el mismo periódico incluyó otro escrito de Natero, en el cual el paciente se mostraba mucho más expansivo, y atacaba de modo abierto a Cabezali:

Lo que Vd. ha pretendido al ocurrir [sic] a la prensa es darse un golpe de bombos con platillos: hacer comulgar al público con ruedas de carreta respecto a su grrran [sic] competencia en el arte de extinguir la tenia.

Lo que no me explico es que siendo Vd. un verdadero genio, haya tenido que asociarse a un curandero como es Castellanos, para obtener el éxito sorprendente y maravilloso que Vd. tanto propala.[20]

Durante los siguientes días, la polémica prosiguió, al principio desde las páginas de El Diario, para luego incluir a otros dos periódicos muy leídos en la ciudad, La Prensa y Sud-América. Lentamente se corrió el eje, y las críticas más serias fueron lanzadas, no ya contra Castellanos, sino contra Cabezali. Según la expresión utilizada por El Diario, era “bochornoso” que un sujeto con título médico se hubiera asociado con un simple curandero o “farsante”, máxime cuando la finalidad era embaucar a la población con el expendio de brebajes sospechosos y maniobras más lamentables aún.[21] Ese corrimiento sucedió de alguna forma en la segunda fase de la polémica, en ocasión de la publicación de los resultados de las averiguaciones encaradas por el Departamento de Higiene.

El 16 de marzo de 1891, y tras algunas semanas de silencio a propósito de la lombriz, Sud-América publicó el informe elevado por Rodolfo Del Viso y Cesáreo Urquiola a Guillermo Udaondo, presidente de aquella repartición sanitaria.[22] El informe iba referido a tres puntos, dos de los cuales no merecían una decisión conclusiva (se trataba de la posibilidad de demostrar que la lombriz extraída del cuerpo de Natero hubiera sido realmente expulsada, y del carácter excesivo o corriente de los honorarios exigidos). El tópico que sí merecía un parecer más seguro era el referido a la existencia de una asociación entre Cabezali y Castellanos en el tratamiento de enfermos. El informe daba por probada esa sociedad, y apelaba para ello a dos evidencias documentales: primero, a una tarjeta entregada por Castellanos a Natero en la cual le comunicaba a Cabezali su acuerdo respecto del diagnóstico emitido por el médico titulado; segundo, al escrito publicado por Castellanos en El Censor, donde el autor confesaba a viva voz que él realizaba actos curativos en el consultorio de su colega. A tal respecto, los informantes recomendaban un apercibimiento a Castellanos, por ejercer la medicina sin contar con un título habilitante.

La difusión de ese informe generó una reacción inmediata en Cabezali, quien redactó una larga carta destinada a señalar las “apreciaciones gratuitas y por lo tanto erróneas” realizadas por Del Viso y Urquiola, y buscaba asimismo hacer saber su descontento para con el proceder del Departamento de Higiene, que en ningún momento le había permitido hacer un descargo.[23] Uno de los puntos más significativos de ese escrito es el tono de altanería empleado por el médico español, quien en todo momento denunciaba el escaso conocimiento de sus colegas locales en su terreno de especialización (las enfermedades parasitarias del aparato intestinal). A su modo de ver, ese poco saber de los doctores porteños lo habilitaba a realizar interconsultas con un sujeto como Castellanos:

El médico siempre está autorizado a consultar con la persona que juzgue más competente en cualquier asunto científico aunque el consultado carezca de título profesional. Yo en este caso no podía utilizar la cooperación de ninguno de los señores del Consejo de Higiene porque no conocen el diagnóstico de las enfermedades parasitarias no micróbicas del intestino…

Hice además presente la facilidad que tenía el Consejo de salir de dudas con solo reconocer la colección de tenias que yo había remitido a mi ilustrado amigo Dr. Susini para que sirvieran como material de estudio a los alumnos de la Facultad de Medicina, en cuyo laboratorio deben existir.

Así cumplía con un deber de conciencia y prestigiaba los estudios sobre helmintología que son hasta la fecha desconocidos en este país. Solo los ejemplares que le remití de tenia nana constituyen una curiosidad científica que solo poseen un museo de Berlín y otro de Bruselas, pues es el tercer caso de esa índole que registra la literatura médica universal.[24]

Dos días después de publicado ese informe, el 20 de marzo de 1891, Cabezali y Castellanos fueron citados ante los miembros del Departamento de Higiene. Ambos recibieron un apercibimiento por sus conductas reprensibles: el primero, por trabajar codo a codo con un agente no autorizado, y el segundo, por ejercer indebidamente el arte médico.[25] Se alertó a ambos de que, en caso de reincidencia, recibirían las multas correspondientes.[26] Natero fue el último en tomar la palabra en todo este altercado, a través de una carta pública impresa en Sud-América el 23 de marzo, en la cual repitió su tono desafiante y se burló abiertamente de las ínfulas de sabio que Cabezali se había dado en el documento antes revisado (“Y esto le pasa al Dr. Cabezali, que cual luciérnaga nos está iluminando con sus destellos de vela de baño”).[27]

De esa manera concluía el altercado que durante algunos meses fue seguido de cerca por los lectores porteños de ese año. Los documentos analizados parecen confirmar uno de los puntos subrayados asiduamente por la literatura histórica, esto es, la poca eficacia de las medidas represivas llevadas a cabo por las agencias de control. Advierten asimismo sobre la necesidad de evaluar un punto sobre el que no se ha escrito mucho, es decir, la existencia de asociaciones entre médicos y otros agentes no autorizados. De todas maneras, aquello que parece singularizar este episodio tiene que ver con el protagonismo de la prensa escrita, punto sobre el cual volveremos en las consideraciones finales.

III. Un sanador trashumante

Existe todavía un motivo adicional por el cual el conflicto de 1891 merece un escrutinio tan al detalle. Tal y como se adelantara páginas más arriba, este caso es ilustrativo de otro estrato del ecosistema sanitario de esas décadas, acerca del cual restan muchos vértices sin explorar. Al igual que otros ámbitos laborales y otras dimensiones de la vida cultural, las artes de curar en Buenos Aires sufrieron el impacto decisivo del fenómeno inmigratorio. En las décadas finales del siglo XIX, entre un 30 y un 40 por ciento de los médicos diplomados de la ciudad era de origen extranjero, fundamentalmente de países europeos (Vallejo, 2021). Ahora bien, si se echa en falta un estudio detenido de los doctores foráneos de esos años, tanto más sucede respecto de dos actores en particular: primero, de los diplomados provenientes de otros países americanos (que muchas veces llevaron una vida itinerante); segundo, de los sanadores no diplomados traídos por el proceso inmigratorio.[28] 

El escándalo sobre la lombriz solitaria puso al descubierto indicios muy provechosos acerca de esos dos tipos de actores (y mostró asimismo que algunas veces podían trabajar en comunidad). En efecto, el protagonista imprescindible de esa historia es el actor acerca de quien las fuentes periódicas dicen muy poco, pero a propósito del cual otros documentos son muy elocuentes. Tal y como él mismo confesara, Eduardo Castellanos se había especializado en la sanación de la teniasis debido al conocimiento transmitido por su hermano Conrado, médico de profesión. Recuperar la inquieta biografía de este último servirá de modo inmejorable para sopesar el fondo trashumante (casi globalizado) de estas historias.

Existen pruebas certeras sobre la identidad del mexicano Conrado Castellanos y las circunstancias de su llegada a Buenos Aires en 1889 –su estadía en la capital duró muy poco, pues falleció apenas tres meses después de desembarcar–. Su corta y trágica presencia en esa ciudad fue en realidad el cierre de un largo periplo por varios países de la región. Poco después de la finalización de su formación médica en Guadalajara, Castellanos visitó algunas de las ciudades más importantes de América Latina; en todas ellas logró cierta notoriedad a raíz de la promoción de su método personal e innovador de tratamiento de la lombriz solitaria; en muchas de las escalas de su recorrido tuvo también conflictos con otros actores sociales, sobre todo con los médicos locales o las agencias de control sanitario. Si hemos de creer en las fuentes disponibles, su paso por Lima en noviembre de 1888 le granjeó una popularidad inusitada, y fue el hito inicial de sus controversias. La prensa se ocupó extensamente de su novedoso remedio contra los parásitos intestinales, y al poco tiempo su retrato figuró en la portada de la primera revista ilustrada del Perú (Imagen 3).

Imagen 3: Portada de El Perú Ilustrado. Semanario para las familias. Año II, 80, 17 de noviembre de 1888, p. 537.

                                                 

“Sin embargo de su juventud, el Dr. Conrado Castellanos forma ya con honor en las filas de las notabilidades que dan lustre a la América Latina”, comentó la redacción, en unas columnas que resumían la biografía del homenajeado.[29] El doctor había nacido en la ciudad de Colima en 1862; luego de concluidos sus estudios secundarios, se trasladó a Guadalajara para realizar la carrera de Medicina. En esa casa de estudios obtuvo su diploma en 1886, no sin antes haber realizado un viaje de estudios por algunas ciudades de Europa. Apenas recibido se habría especializado en la curación de los parásitos intestinales, y de inmediato viajó por varios países de América Central (Honduras, Guatemala, Costa Rica). En todos ellos, siempre según ese texto encomiástico, tuvo la oportunidad de aplicar su método, y se había ganado el aprecio de los pobres y de las sociedades caritativas.

La revista no ahorraba elogios al joven facultativo que ya había examinado a 8000 pacientes limeños.[30] Según el redactor de esa nota, su domicilio era invadido todos los días, desde bien temprano hasta altas horas en la tarde, por individuos de todas las clases, desde los pobres más necesitados hasta los banqueros más soberbios.

El artículo añadía un detalle que interesa particularmente a nuestra investigación: durante sus días limeños, Castellanos trabajó en colaboración con dos auxiliares: su hermano Eduardo y el doctor Ricardo Véjar. El médico mexicano supo ganarse asimismo la atención de sus colegas peruanos, quienes, sin embargo, no vieron con buenos ojos su inmediata popularidad ni sus ínfulas de especialista. Así, en dos artículos publicados poco después, Francisco Almenara Butler (1889ª) se mostró muy crítico para con el accionar de Castellanos. En el primero de ellos lo retrató como un trotamundos sin escrúpulos, que se había aprovechado de “la inclinación que tiene el vulgo médico para creer en todo lo sobrenatural en materia de medicina” (p. 1). En un segundo texto, el mismo autor efectuó una narración más detallada de la experiencia limeña del médico mexicano; según sus palabras, lo que inicialmente había llamado la atención había sido no solo la aparente efectividad del remedio secreto empleado por Castellanos, sino también su peculiar sistema diagnóstico, basado en la sola inspección ocular de la conjuntiva y de la lengua de los consultantes. En un comienzo, y en atención a unos primeros casos exitosos, la comunidad médica había seguido con interés esos ensayos. No obstante, ese juicio devino muy desfavorable cuando comenzaron a producirse los primeros errores; pacientes a quienes atribuyó la presencia de la lombriz demostraron no tenerla, y viceversa. Peor aún, las tenias expulsadas, presuntamente gracias a su remedio, tenían una consistencia extraña o no habitual –“parecía que el animal hubiera sufrido mucho tiempo de inmersión en un líquido distintos del alcohol, la glicerina por ejemplo, antes de ser exhibido” (1889b, p. 26)–.

El 1 de diciembre de 1888, cuando aún se encontraba en Lima, Castellanos contrajo matrimonio con Ana Amalia Schacht Gamiochipi, quien se trasladó a la capital peruana desde Colima y acompañó ulteriormente a su nuevo marido en sus distintos desplazamientos.[31] Luego de un breve paso por Brasil, el matrimonio se estableció en Valparaíso. Allí, Conrado volvió a dar que hablar debido a su conocimiento de las lombrices. Mientras su esposa frecuentaba a las religiosas del Sagrado Corazón (a quienes impartía clases de alemán y de piano), él intentaba convencer a todo el mundo sobre la omnipresencia de esos parásitos intestinales (Acuña Cepeda, 2007). De acuerdo con diversas fuentes, a comienzos de marzo de 1889, fue acusado de estafa por uno de sus pacientes, razón por la cual sufrió pena de encierro durante algunas semanas.[32] Repitiendo lo que Almenara Butler había sugerido un año atrás, y anticipando de cierta manera las imputaciones que poco después recaerían sobre su hermano Eduardo (heredero de su método), algunas crónicas de su altercado en territorio chileno mencionan que se había sospechado que las lombrices extraídas de los pacientes, o bien nunca habían salido de esos vientres, o bien eran el efecto artificial del remedio empleado.[33]

Las dificultades sufridas en esa ciudad chilena habrían empujado a Castellanos a fijar su residencia en Buenos Aires –aunque tal vez en el ínterin probó suerte en Madrid–. Poco después de su arribo a la capital argentina, en septiembre de 1889 se dirigió al decano de la Facultad de Medicina de Buenos Aires a los fines de inscribirse al examen de reválida de su título médico obtenido en Guadalajara. Allí informó que era casado y tenía 28 años de edad.[34] Sin embargo, no pudo cumplir con todas las pruebas de homologación, pues falleció apenas dos meses más tarde.[35] Casi toda la documentación de su legajo tiene que ver con el pedido presentado por su hermano Eduardo en febrero de 1890 a los fines de recuperar una parte del dinero abonado por Conrado para dar los exámenes. Dado que en octubre había rendido dos de las tres pruebas, la facultad autorizó el reembolso de un tercio del importe (100 de los 300 pesos).

Tal y como ya dijimos, su permanencia en la capital fue breve, de apenas dos o tres meses. No podemos descartar, menos aún en vistas de sus experiencias previas, que ese breve tiempo le haya alcanzado así y todo para ganar cierta notoriedad entre los porteños. El hecho de que Santiago Cabezali incluyera en sus avisos publicitarios la mención al empleo “del procedimiento del Dr. Castellano” alentaría la conjetura de que el mexicano, a pesar de no haber completado la reválida, llegó a hacer uso de su método con los habitantes de la ciudad (Imagen 2). No lo sabemos con certeza. Lo que sí resulta más claro es que su repentina muerte colaboró para que adquiriera un imprevisible protagonismo su hermano Eduardo.

Consideraciones finales

A pesar de su desenlace sin estruendos ni castigos ejemplares, el pleito de 1891 ha funcionado como un prisma a través del cual iluminar múltiples dimensiones de la trama sanitaria de la ciudad de Buenos Aires. Ha servido, por un lado, para reforzar la presunción de que la lombriz solitaria era una condición mórbida con alta visibilidad entre el público porteño, al punto tal que en la ciudad existía más de un sanador especializado en su tratamiento. Más aún, el hecho de que los remedios empleados por los doctores no se diferenciarán de los recomendados por los volúmenes de medicina casera o de los utilizados en la sanación popular, ha de ser tomado no solamente como un indicio de que se trató de una afección que de alguna forma disolvía las fronteras entre los territorios de la ciencia diplomada y las tradiciones aledañas –tal y como pudo haber sucedido también con otras afecciones, por ejemplo, el empacho–, sino también como un elemento que ayuda a comprender por qué motivo en ese recorte preciso del universo sanitario podían estar facilitadas las negociaciones o las hibridizaciones entre médicos y no médicos.

Por otro lado, merece una consideración particular el tipo de documentación, la prensa escrita, que ha colaborado para reconstruir la controversia acaecida en 1891. A propósito de ello, vale dejar asentadas dos reflexiones. En primera instancia, salvo una de sus derivaciones secundarias –la denuncia por calumnias entablada por Urien–, ninguno de los componentes de ese altercado tuvo que ver con el foro judicial. Ello nos advierte hasta qué punto la consulta de los archivos judiciales puede arrojar una imagen parcial y sesgada de los muchos y muy variados pleitos sobrevenidos en el área del ejercicio ilegal de la medicina. El grueso de las monografías referidas al curanderismo en la capital y la provincia de Buenos Aires, se basaron tradicionalmente en la consulta de aquel tipo de material archivístico, y de esta manera se logró una intelección muy valiosa de los agentes implicados. De todas formas, no se ha reflexionado aún sobre una precaución muy evidente: esos archivos alojan un recorte mínimo (y muy particular) del universo global de infracciones a la ley de ejercicio de la medicina. Una inmensa mayoría de las ilegalidades cometidas en esa área no dieron pie a un proceso legal, y por ende, jamás dejaron huella en esos archivos. Otras fuentes –en principio, las publicaciones periódicas– fueron superficies de inscripción de muchísimas de esas infracciones que no quedaron registradas en otro lugar.

En segunda instancia, si esos diferendos hallaron en la prensa periódica su arena privilegiada, ello se debe a la naturaleza misma de lo que estaba en juego. Dado que las medidas represivas –fundamentalmente los apercibimientos– no podían tener mayor eficacia en la persecución de faltas concernidas, la batalla por el prestigio público se tornó el centro alrededor del cual giraban todas las iniciativas (Martykánová y Núñez-García, 2021). De uno y otro lado, tanto los responsables de la sanidad como los acusados de trabajar de espaldas a la ley echaron mano de los recursos de la prensa, e hicieron de ese artilugio su táctica primordial. Herir la reputación pública de los sanadores sospechados devino una estrategia cotidiana y redituable para los encargados de vigilar el ejercicio de la profesión; así se explica que, tanto en este caso como en muchos otros contemporáneos, los informes internos del Departamento Nacional de Higiene se publicaran de inmediato en los diarios más leídos. A la inversa, desde ese mismo punto de vista debe ser interpretado el hecho de que los propios sanadores hayan apelado a las hojas diarias para responder a las acusaciones, para recomponer su prestigio y para dar sus propias versiones de los hechos. Con la finalidad de alcanzar esas metas, los curadores supieron emplear distintas aristas o zonas del periodismo finisecular: cuando no les era posible ganarse la confianza de las redacciones, podían utilizar aquellas secciones ofrecidas al mejor postor (es decir, pagar de su propio bolsillo en aras de ver impresa una “solicitada” o una publicidad).

Una última reflexión se desprende de la ponderación de las identidades y trayectorias de los actores de aquel episodio, fundamentalmente de los hermanos Castellanos. De manera reciente ha ganado fuerza la imposición de una perspectiva global o trasnacional en las pesquisas locales sobre la historia de la medicina o la sanidad. De modo paulatino, se ha reconocido la necesidad de aprehender múltiples transformaciones de la ciencia local (la progresiva circulación de pericias de laboratorio, la fabricación o empleo de sueros y vacunas o la adopción de ciertas políticas sanitarias) como emblemas de su inscripción en redes trasnacionales, articuladas alrededor de fundaciones u organismos globales. Ahora bien, sería justo reconocer que ese punto de vista no ha contaminado aún la indagación del otro lindero del universo de la salud; en los estudios referidos al ejercicio ilegal de la medicina, o incluso al carácter conflictivo de las relaciones sostenidas entre los partícipes de ese campo, ha primado, por el contrario, un espíritu localista, merced al cual se ha insistido, quizá en demasía, en el arraigo vernáculo de los sanadores, sus creencias u objetos curativos. Este artículo ha intentado mostrar, en tal sentido, la posibilidad y la necesidad de poner de relieve hasta qué punto aquella aproximación trasnacional puede ser extendida a la pesquisa de los agentes heterodoxos o no autorizados.

 

Referencias bibliográficas

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  35. Vallejo, M. (2021). Hipnosis e impostura en Buenos Aires. De médicos, sonámbulas y charlatanes a fines del siglo XIX. Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
  36. Vio Valdivieso, F. (1940). El charlatanismo. Dirección General de Sanidad, Jefatura Provincial Valparaíso.

Notas

[1] Si nos ceñimos exclusivamente al ámbito bonaerense o porteño de la transición entre los siglos XIX y XX, vale mencionar los textos de Salessi (1995), González Leandri (1999) y Souza (2014).

[2] En lo que respecta al mismo recorte geográfico, véase Di Liscia (2003), Armus (2016) y Dahhur (2022).

[3] En rigor de verdad, dado que esos productos se inscribían en una lógica del autoconsumo, la existencia reiterada de sus publicidades habla en favor, si no de la real prevalencia de la condición mórbida, al menos sí de la facilidad con que los habitantes podían reconocer como teniasis algunos de sus malestares corporales.

[4] Algunas publicidades de esos productos: Lombriz solitaria (The Standard, 16 de enero de 1880); Kouso granulado de Mentel (La Nación, 30 de abril de 1890); Glóbulos de Secretan (Sud-América, 25 de marzo de 1891).

[5] Las iniciales del autor no coinciden con las de los dos médicos de apellido Pérez que habían obtenido su diploma en la Escuela de Medicina porteña en los años previos (Palomo, 2022). No cabe poner en duda el origen local de esas páginas, pues en ellas abundan las referencias a objetos y topografías del país.

[6] María Silvia Di Liscia (2003, pp. 128-129) realizó un análisis detallado de la monografía de Dupont, en el cual coloca el énfasis en la estrategia puesta en marcha en esas páginas ligada a la objetivación del cuerpo de los pueblos autóctonos.

[7] ¿No sería acaso atinado enlazar la suposición sobre la prevalencia de la teniasis con el hecho, de otro modo incomprensible, de que el primer volumen extranjero de medicina casera en ser traducido e impreso en Buenos Aires haya sido precisamente el del doctor francés François Vincent Raspail? Recordemos que aquel facultativo, cuyas obras divulgativas fueron muy populares en su país, creía que “las lombrices intestinales… son las causas de las cuatro quintas partes a lo menos de las enfermedades que, sin otra causa conocida, afligen a nuestra pobre humanidad” (Raspail, 1847, p. 172). Previamente, había circulado en la ciudad el sistema Le Roy, pero no en formato libro sino por entregas periódicas (Di Liscia, 2003, pp. 168-180).

[8] Sería posible apelar a otras dos apoyaturas para la presunción de la alta prevalencia de la teniasis. De un lado, las evidencias referidas a los altísimos índices de consumo de carne durante la segunda mitad del siglo XIX; a tal respecto, los cálculos de José Pedro Barrán acerca del Uruguay pueden ser extrapolados sin dificultades al territorio pampeano (Barrán, 1990, pp. 31-33). De otro, la literatura producida por los médicos porteños a propósito de otra enfermedad parasitaria, la hidatidosis, que dependía igualmente de la amplia disponibilidad de carne comestible (aunque en este caso, el ciclo de contagio requería necesariamente la mediación del perro doméstico). Uno de los primeros doctores en atreverse a hablar de una endemia de esa afección opinó que se trataba de uno de “los grandes problemas de higiene nacional, no diré [que] no se mencionan, sino que no se conocen” (Masi, 1893, p. 13); ver también Ferreyra (1891), Ferrari (1892) y Cano (1905).

[9] Poción tenífuga. La Semana Médica, I, 1894, p. 236; Tratamiento de la tenia en los niños. La Semana Médica, IV (1), 5 de enero de 1899, p. 16.

[10] El médico de las lombrices (3 de enero de 1891). El Diario, p. 2. Biblioteca Nacional (BN). Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

[11] Traslado a quien corresponda (5 de enero de 1891). El Diario, p. 2. Según su legajo académico, Santiago Cabezali había revalidado su diploma madrileño de medicina en mayo de 1889. Legajo 8868 “Rufo Santiago Cabezali”, folio 1. Archivo Histórico, Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires.

[12] La explotación del secreto. Solitaria universal (20 de enero de 1891). El Diario, p. 2.

[13] Otras monografías recientes han documentado la relativa frecuencia de los “amparos” en Buenos Aires a fines del siglo XIX. Con ese término se designaba el acto por el cual un médico autorizado prestaba su firma para que un curandero (o un médico extranjero no autorizado para ejercer) pudiera abrir o sostener su consultorio o instituto (Vallejo, 2017, 2021).

[14] Por ese entones, Carlos Urien (1855-1921) no era un desconocido en el ambiente letrado de la ciudad. Además de ejercer el periodismo, era abogado y profesor en el Colegio Nacional. Sin embargo, logró mayor notoriedad poco después, gracias a la publicación de numerosos volúmenes ligados a la historia y el derecho (entre ellos, estudios biográficos acerca de Leandro N. Alem, Esteban Echeverría, Lucio Mansilla y Bartolomé Mitre).

[15] Solicitadas (21 de enero de 1891). El Censor, p. 2. BN.

[16] Juzgado del Crimen. Siglo XIX, C 60, 18, Castellanos, Eduardo demandado por Urien, Carlos por calumnias e injurias.  Archivo General de la Nación.

[17] El Dr. Carlos M. Urien (22 de enero de 1891). El Diario, p. 2.

[18] Aclaración (6 de febrero de 1891). El Diario, p. 2.

[19] Lumbricoidea (22 de enero de 1891). El Diario, p. 2.

[20] Lumbricoidea (27 de enero de 1891). El Diario, p. 2. Cursiva en el original.

[21] El Dr. Cabezali y el lombricida (23 de enero de 1891). El Diario, p. 2.

[22] La tenia del Sr. Natero (16 de marzo de 1891). Sud-América, p. 2. BN.

[23] Solicitada (18 de marzo de 1891). Sud-América, p. 2.

[24] Solicitada (18 de marzo de 1891). Sud-América, p. 2.

[25] Departamento Nacional de Higiene (31 de marzo de 1891). Sud-América, p. 2.

[26] Alrededor de esa novedad circularon algunos malentendidos. Todo indica que, no sin picardía, el propio Cabezali se dirigió a la redacción de La Prensa para decir que él no había recibido ningún castigo –lo cual era casi cierto, pues un apercibimiento verbal no constituía una pena muy sustancial–. El diario le creyó, y el 21 de marzo publicó la noticia de su absolución: El Dr. Cabezali absuelto (21 de marzo de 1891). La Prensa, p. 4. BN. Sin embargo, esa misma tarde, Sud-América rectificó esa noticia: El Dr. Cabezali absuelto (21 de marzo de 1891). Sud-América, p. 2.

[27] La tenia del señor Natero (23 de marzo de 1891). Sud-América, p. 2.

[28] Algunas monografías recientes aportan intelecciones muy valiosas sobre ese particular (Sowell, 2002; Podgorny, 2015).

[29] Nuestros grabados. El Perú Ilustrado. Semanario para las familias. Año II, 80, 17 de noviembre de 1888, p. 539. https://digital.iai.spk-berlin.de/viewer/toc/818872756/1/LOG_0000/

[30] Nuestros grabados. El Perú Ilustrado. Semanario para las familias, p. 538.

[31] No es posible determinar si los novios se conocían desde la juventud (ambos habían nacido en Colima en 1862), o si Ana Amalia se casó por meras referencias –se sabe que era amiga de Adela, la hermana de Conrado–(Acuña Cepeda, 2007).

[32] De acuerdo con nuestras búsquedas, no se ha conservado el expediente de ese proceso legal que sucedió en Chile. De todas maneras, su existencia no puede ser puesta en duda, pues dos tipos de fuentes lo confirman. Primero, en el Archivo Histórico de la Universidad de Guadalajara se conserva un expediente relativo a ese pleito. El 26 de junio, un miembro (no identificable) de la Secretaría de Relaciones Exteriores se dirigió al gobernador del Estado de Jalisco a los fines de que este hiciera las gestiones necesarias para que se expidiera un certificado que hiciera constar que Castellanos había recibido título médico. Allí se aclara que ese documento “lo pide el Cónsul de México en Valparaíso, Chile, con motivo de un juicio que ahí se sigue por estafador a dicho señor Castellanos, quien se dedica a extirpar la tenia”. Luego de realizadas las tramitaciones correspondientes, el 2 de julio el gobernador envió al remitente una “copia del examen de recepción de médico cirujano” del profesional. Véase Archivo Histórico, Universidad de Guadalajara, Fondo Instituciones Educativas de Jalisco, I-2-E-15-2490-(448-450). Segundo, el accionar de Castellanos en Valparaíso y su detención aparecen mencionados en literatura producida décadas más tarde por actores encargados del control sanitario de esa región (Grossi, 1938; Vio Valdivieso, 1940).

[33] Esa alegación aparece en una de las notas más tempranas sobre su detención. La hizo de oro (5 de marzo de 1889). El Sur (Concepción), p. 3. https://www.archivohistoricoconcepcion.cl/colecciones/publicaciones-periodicas/prensa-historica/el-sur/. La noticia del encierro del médico fue comentada meses más tarde en varios periódicos, tanto de México como de España. La razón por la cual los periódicos españoles se interesaron por el destino de Castellanos habría sido que, tras abandonar Chile, el diplomado habría residido por unos meses en Madrid, donde repitió su accionar y volvió a recibir la reprimenda de las autoridades. El hombre del bicho (16 de septiembre de 1889). La Justicia, p. 3. Hemeroteca digital, Biblioteca Nacional de España.

[34] Conrado Castellanos, 1889. Legajo 8885, folio 1. Archivo Histórico, Facultad de Medicina, Universidad de Buenos Aires.

[35] La documentación incluida en su legajo universitario no informa la fecha exacta de su deceso. Un ensayo biográfico referido a su esposa indica que se produjo el 4 de noviembre de 1889 (Acuña Cepeda y Rodríguez Mata, 2004, p. 44). Tras la muerte de Conrado, su esposa regresó a Colima en compañía de su cuñada Adela (Acuña Cepeda y Rodríguez Mata, 2004).