http://dx.doi.org/10.19137/qs.v27i2.6922
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RESEÑAS
Paula Bruno, Alexandra Pita y Marina Alvarado. Embajadoras culturales. Mujeres latinoamericanas y vida diplomática, 1860-1960. Prohistoria, 2021, 168 páginas.
Vanesa Miseres
University of Notre Dame
Estados Unidos
Correo electrónico: vmiseres@nd.edu
Desde la década de 1990, cuando los estudios de género cobraron mayor dimensión en las universidades occidentales, la historia cultural de las mujeres latinoamericanas ha estado mayormente anclada en los contextos nacionales. Las figuras de la madre republicana, las genealogías intelectuales femeninas, la imagen de la escritora nacional, las intervenciones y vínculos de la mujer con la nación, han marcado la agenda de los estudios de género y del estudio de las mujeres en el continente. Embajadoras culturales. Mujeres latinoamericanas y vida diplomática, 1860 -1960 propone un camino divergente y novedoso para estudiar la escritura, el trabajo intelectual y la promoción cultural de las mujeres latinoamericanas de la segunda mitad del siglo XIX hasta la década de 1960. Paula Bruno, Alexandra Pita y Marina Alvarado acercan los estudios de mujeres latinoamericanas al mundo de la diplomacia para analizar las intervenciones femeninas en un círculo aparentemente definido por la vida institucional y los cargos oficiales de los representantes de una nación en el extranjero. Amplían, así también, los estudios sobre la diplomacia latinoamericana, aportando una perspectiva de género que atiende a “las dinámicas de exclusión e inclusión de las mujeres”, y señalan que la presencia de estas “embajadoras culturales” en los ámbitos diplomáticos no fue frívola ni contingente. Así como transformaron el espacio doméstico, la maternidad, los viajes personales o la escritura íntima en medios de intervención política y cultural, las mujeres que ocuparon roles más o menos estables en embajadas, consulados o instituciones internacionales de promoción de la cultura, supieron hacer de esa función una vía de negociación personal y colectiva.
Embajadoras culturales se compone de una introducción y tres secciones en las que cada autora aborda el trabajo de tres mujeres latinoamericanas. La introducción de Paula Bruno ubica a la audiencia en los estudios y tendencias recientes sobre diplomacia y propone el término de “embajadoras culturales” como concepto general del que luego se desprenderán otros términos que explican los diferentes roles de las mujeres dentro de una “sociedad civil transnacional” (p. 29). Se menciona también a la Primera Guerra Mundial como punto de transición de una diplomacia cortesana a una organización paulatinamente más estable de los servicios exteriores de las naciones. Este cambio coincide con nuevos y mayores espacios para la participación pública de la mujer.
En la primera parte, Paula Bruno analiza a las argentinas Eduarda Mansilla, Guillermina y Ángela Oliveira Cézar. Mansilla viajó a los Estados Unidos en la década de 1860 con su esposo, el jurista Manuel García Mansilla. La autora rescata los Recuerdos de viaje, narración de la experiencia norteamericana de Eduarda, para estudiarlos, junto con las memorias de su hijo Daniel García-Mansilla, como archivo que registra los interiores de la vida diplomática argentina en un momento en el que las instituciones del país estaban en formación. Bruno relativiza el rol de Mansilla como “viajera distinguida” —como ella se autodenomina— y muestra que ese espacio de distinción no le era dado a Mansilla por su origen, un tanto deslucido frente a los miembros diplomáticos de otros países, sino que ella misma va construyéndolo a lo largo de los años a través de múltiples negociaciones. Si en Estados Unidos su capital cultural francés suple sus faltas como “representante de una república de nada”, en Francia, por el contrario, de su origen argentino satisface la curiosidad europea por las romantizadas pampas. Por medio de estas poses, Mansilla se aseguraba un rol prominente en el mundo diplomático y en la prensa de la época, tanto para ella como para su familia.
Guillermina Oliveira Cézar es otra acompañante diplomática de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En su caso, acompañó al médico y político Eduardo Wilde en sus designaciones consulares por Asia, Europa y Norteamérica. Bruno la califica como “partner diplomática” (p. 54) ya que sabemos de ella en tanto esposa y no como autora que buscaba, en el marco internacional, hacerse de un nombre propio, como fue el caso de Eduarda Mansilla. Este perfil de “partner” dio un giro tras la muerte de Wilde, cuando Guillermina publicó sus memorias, Lecturas familiares y acción social (1935), dedicando el resto de su vida a la acción social. Su hermana, Ángela Oliveira Cézar —el estudio enfatiza las “familias diplomáticas” (p. 84)— también abandonó su rol de dama distinguida para volverse activista del pacifismo y candidata al Premio Nobel de la Paz. Ángela utilizó sus relaciones sociales con el entonces presidente argentino, Julio Argentino Roca, para proponer que se erija una estatua de Cristo en un punto de la frontera entre Chile y Argentina, tras el conflicto limítrofe de 1902 (p. 67). El llamado “Cristo de los Andes” se volvió un ícono del pacifismo en Latinoamérica durante la primera mitad del siglo XX, y Oliveira Cézar se fue involucrando cada vez más con los movimientos pacifistas, la Asociación Sud-Americana de Paz Universal y se desempeñó, tal la identifica Bruno, como una “embajadora no oficial” de Argentina en asuntos relacionados con la paz y los conflictos de frontera. El pacifismo la vinculó con un espíritu transnacional, alejado no solo del nacionalismo patriótico femenino, sino también de la caridad católica que canalizaba mayoritariamente la acción social de las mujeres (p. 73).
En la segunda parte, Marina Alvarado aborda diferentes perfiles del mundo diplomático-cultural chileno: Carmen Bascuñán, Emilia Herrera y Amanda Labarca. El recorrido de cada una de estas mujeres refleja los cambios en torno a la educación y a los derechos civiles femeninos y despliega una serie de estrategias de socialización, legitimación y construcción de redes personales e individuales dentro de lo que la autora llama “oficio diplomático” (p. 98). Carmen Bascuñán Valledor, esposa del escritor Alberto Blest Gana, no tuvo una gran presencia en la prensa de la época, aunque se desempeñó como escriba de su esposo, un acto que lleva a Alvarado a concluir que ella era una “extensión natural” del cargo de Blest Gana. Emilia Herrera y Martínez, por su parte, tuvo un rol más explícito junto a su marido, el político Domingo José de Toro, al recibir a los exiliados argentinos durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas en la década de 1830 (p. 109). En la hacienda del matrimonio, Bartolomé Mitre habría redactado su historia sobre San Martín, Domingo F. Sarmiento delineó su Facundo, Juan Bautista Alberdi sus Bases y José María Gutiérrez varios de sus poemas (p. 111). A finales del siglo XIX, ella misma le habría escrito al político y abogado argentino Roque Sáenz Peña, apelando a su amistad para intervenir en favor de la paz entre Chile y Argentina. Se destaca también el rol de la prensa en la construcción de su imagen como mediadora entre ambos países (p. 115). Esta serie de mujeres, que desde la primera mitad del siglo XIX fue ganando progresivamente visibilidad en sus intervenciones en la política y la cultura continental, culmina con Amanda Labarca, una educadora que devino funcionaria chilena en el exterior. Luego de estudiar en Estados Unidos y en Francia, Labarca fue la primera mujer en América Latina en lograr una cátedra universitaria (p. 117). Asimismo, se desempeñó dentro de lo que Alvarado llama “diplomacia pública”, realizando actividades de promoción de las relaciones favorables entre los Estados (p. 118). Como diplomática pública, fue delegada en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1946 (año de promulgación de la ley de sufragio femenino en Chile). También fue invitada por la Subsecretaría de Educación de Colombia, donde difundió el trabajo de autoras y autores chilenos. Las funciones de Labarca se cruzaron con las de Gabriela Mistral, examinada en la última parte del libro. La presencia de dos mujeres representando al Estado chileno, con puestos y salarios específicos, es signo de una mayor apertura para el accionar femenino en el mundo diplomático (p. 121). Sin embargo, señala Alvarado, el hecho de que la semblanza de Labarca haya sido incluida en la sección de “Chile y sus hombres” en un periódico chileno, da cuenta de que dicha presencia continuaba siendo excepcional en los circuitos políticos y culturales de la región.
La última parte de Embajadoras culturales está a cargo de Alexandra Pita y contiene un análisis de los roles de Gabriela Mistral, Palma Guillén y Concha Romero en las relaciones internacionales latinoamericanas. A diferencia de las secciones anteriores, aquí la autora se concentra, más que en delinear un perfil particular de cada mujer, en trazar sus puntos de intersección en forma de amistad, redes intelectuales y a través del trabajo de cada una en diferentes organismos de cooperación. En términos metodológicos, Pita destaca el valor de la correspondencia personal al establecer lazos femeninos más allá de los espacios oficiales. De Concha Romero, se subraya su función de mediadora cultural en Nueva York a partir de la década de 1920: organizó conferencias, publicó artículos e integró la Asociación Pan Americana para el Adelanto de la Mujeres. La figura de Gabriela Mistral es estudiada en sus múltiples funciones educativas y consulares que la llevaron a México y a diversos países de Europa, en un contexto marcado por el ascenso del fascismo en Brasil y en los Estados Unidos. Ante cada momento crítico en el plano personal, político o económico de la autora chilena, Pita destaca la intervención de otras mujeres que constituían su red de acción y de amistad: Palma Guillén, Victoria Ocampo, Concha Romero, Doris Dana, entre otras. Guillén, a su vez, aparece no solo como asistente de Mistral sino como mujer que supo moverse en el circuito consular para ganar un espacio propio. En toda la sección se destaca un perfil femenino alejado de las relaciones familiares que habían determinado las funciones diplomáticas de las mujeres en el siglo anterior. Cobran más fuerza que antes las amistades y las redes personales, un motivo que deja abierto a futuras exploraciones de la homosociabilidad femenina y lo que Elizabeth Horan y Claudia Cabello Hutt denominan “redes queer” entre intelectuales.
Embajadoras culturales nos permite repensar la historia de las mujeres en América Latina trazando vínculos transnacionales. El rol de la mujer diplomática, en todas las variantes expuestas, arroja luz sobre el papel de las mujeres por fuera de los esquemas tradicionales en de los que han sido estudiadas (escritoras, viajeras, periodistas, educadoras, etc.). Asimismo, este estudio recupera el valor político (y hasta pecuniario, señala Pita en la tercera parte) de la amistad femenina, así como también el de sus rivalidades. En este aspecto, este libro continúa la perspectiva de trabajos como los de Sarah Chambers, María Vicens o Pura Fernández sobre los afectos y las redes femeninas en el campo latinoamericano y transatlántico. Por último, Bruno, Alvarado y Pita acercan nuevas miradas de la diplomacia y proponen una terminología ampliada que dé cuenta de los diferentes roles y dinámicas que forman parte de ese campo.
En definitiva, Embajadoras culturales es un estudio que no puede ser omitido por ningún/a interesado/a en las relaciones internacionales, la vida diplomática y el rol de las mujeres en la conformación de estos espacios, cuya constitución no solo acompañó la consolidación de los Estados latinoamericanos, sino también los debates de género y feministas desde finales del siglo XIX y a lo largo del siguiente. Es loable, por último, el trabajo de archivo y rastreo de la presencia y vínculos de las mujeres estudiadas, sobre todo de aquellas menos conocidas hasta el momento. Sin duda, esta investigación propone una reflexión sobre los obstáculos metodológicos que presenta hacer una historia de la diplomacia en clave de género; no obstante, deja a nuestro favor un corpus para seguir construyéndola.