http://dx.doi.org/10.19137/qs.v27i1.6461
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional
RESEÑAS
Eduardo José Míguez. Los trece ranchos. Las provincias, Buenos Aires, y la formación de la Nación Argentina (1840.1880). Prohistoria, 2021, 300 páginas.
Beatriz Bragoni
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Nacional de Cuyo. Instituto de Ciencias Humanas Sociales y Ambientales
Argentina
Correo electrónico: bbragoni@mendoza-conicet.gob.ar
El papel de las provincias en el armado del sistema federal argentino ha sido un tema de indagación creciente. El interés reposó en la renovada agenda académica que reinterpretó el protagonismo de los poderes locales en el sistema político nacional, como también de las reflexiones de las que viene siendo objeto el federalismo político y fiscal argentino. El foco en el aspecto político durante el siglo XIX abrió nuevas perspectivas y contribuyó a internacionalizar agendas académicas, individualizar problemas y combinar metodologías con el fin de historiar uno de los pasados políticos posibles. Oportunamente, Tulio Halperín Donghi atribuyó el resurgimiento de la historia política a las respuestas dadas por las comunidades de historiadores ante los cambios globales del siglo XX “corto”, y la entronización de la democracia representativa en medio de la debacle de soluciones políticas rivales. Ese resultado, además, sería correlativo a un cambio de actitud del historiador frente a su objeto, en tanto el interés no estaría dado en percibir la dimensión política como “epifenómeno” de transformaciones operadas en la esfera económica-social. En torno a ello, si la historia política volvía a escena dicho resurgimiento coincidía con el abandono de los modos habituales en que había sido practicada, y asumía convenciones distintas a los modelos macroestructurales vigentes hasta los años setenta. Asimismo, el nuevo clivaje de la historia política acusó el impacto de los avances en el campo de la historia de las ideas, en particular del influyente libro El momento maquiavélico de John Pocock, cuyas enseñanzas, según Ezequiel Gallo, puntualizaban tres cuestiones: la reivindicación de la narrativa como técnica adecuada para explicar procesos y acontecimientos históricos, la especificidad de la política con el consiguiente rechazo a considerarla como meramente derivativa de desarrollos económicos y sociales, y la pertinencia de analizar los fenómenos del pasado en sus propios términos, evitando incurrir en extrapolaciones generadas por preocupaciones actuales. Tales registros analíticos fueron tematizados por Hilda Sabato al momento de demostrar el impacto de la renovación de la historia política argentina y latinoamericana del siglo XIX. Ante todo, el control de visiones teleológicas, la interpretación de la política y lo político en sus propios términos, el análisis de instituciones y prácticas del gobierno representativo y republicano, los partidos, las formas de participación políticas y la tensión entre inestabilidad y orden político.
El libro de Eduardo Míguez se inscribe en estas coordenadas en cuanto constituye un ensayo que problematiza el protagonismo de las dirigencias provinciales en el proceso de unificación nacional que tiene como base la combinación eficaz de la rica bibliografía disponible para la mayoría de las provincias argentinas, como de hipótesis y reflexiones propias jalonadas en ensayos previos entre los que sobresale la biografía de Bartolomé Mitre, que por la propia naturaleza del género, abrevó en la madeja epistolar del campeón del republicanismo liberal, de sus aliados estables u ocasionales y de testimonios extraídos de la prensa nacional y provincial. Esa cadena de evidencias consigue poner en escena la manera en que los principales referentes de los “trece ranchos”, Buenos Aires y la Nación fundamentaron la toma de decisiones en vista a resolver las desiguales capacidades estatales, y domesticar las rivalidades intra e interprovinciales en el armado del país federal y la autoridad nacional. Con ello, el autor ofrece un cuadro de síntesis espectral del período 1840-1880 segmentado en cronologías más breves que le permite exhumar los hilos del tejido de negociaciones, confrontaciones y conflictos armados que tramitaron el pasaje de los “trece ranchos” a la federalización de la ciudad de Buenos Aires, en el que aflora como dato incontrastable la domesticación de las dirigencias provinciales (incluida Buenos Aires) en beneficio del poder central.
Entre varios temas de interés que el autor desarrolla en la introducción, ocho capítulos y el epílogo, hay tres asuntos que merecen ser destacados. El primero reside en la periodización escogida porque no replica la clásica cronología de la etapa conocida como “organización nacional”. En lugar de 1852/53 como punto de quiebre, Míguez la retrotrae a 1840 sin hito institucional evidente porque asume como dato dos cuestiones: “las expectativas y decisiones de las dirigencias provinciales de organizar la nación e integrar un espacio de poder y económico”, y la renovación de las elites provinciales que reconstruyeron las jerarquías sociales y políticas trastocadas por las guerras de revolución. Serían estos actores quienes sostendrían los precarios regímenes republicanos locales que con o sin constitución escrita, como lo hizo notar Domingo F. Sarmiento en 1852, aceitaron el pasaje entre el fin del rosismo y el acuerdo de gobernadores que precedió la reunión del Congreso Constituyente, e impulsó la actividad política en las provincias que redujo la movilización popular autónoma y erigió la rivalidad en la cúspide mediante la formación de agrupaciones partidarias inestables, aunque indicativas de la aceptación de las reglas de juego por parte de las dirigencias vernáculas, quienes pondrían en marcha maquinarias electorales regidas por legislaciones tendientes a legitimar el acceso y ejercicio de cargos electivos provinciales y nacionales.
El segundo asunto fundamenta el título del libro, los “trece ranchos”, que supone escrutar la edificación de la república en ciernes desde el punto de vista de las dirigencias provinciales del interior. Se trata de un enfoque que toma distancia de las interpretaciones afincadas en el influjo del centro sobre las periferias, y que no reduce el análisis de la formación del Estado nacional al estudio de las elites de la capital. Tal objetivo lo condujo a prestar atención al funcionamiento práctico de la política territorial, y analizarlo en relación con dinámicas inter y supraprovinciales de donde emerge una imagen complejizada de la vida política encorsetada todavía en los años de discordia. Precisamente, es ese ejercicio el que permite interpretar que la conflictividad interprovincial no obedecía solo a la injerencia de la “hermana mayor” y sus dirigencias divididas, ni tampoco que la política doméstica constituía una réplica inanimada de acontecimientos extralocales ni tampoco en receptáculos de partidos de mayor escala. Al controlar de ese modo el peso de la política territorial, el autor esclarece dos procesos simultáneos. Por un lado, las dinámicas y prácticas políticas que gravitaron en el declive de los caudillos y el fortalecimiento de las dirigencias urbanas ante los desafíos de autoridad de líderes intermedios con capacidad de movilizar votos y armas al servicio o no del gobierno legal en sus jurisdicciones. Por el otro, la trama de conflictos, negociaciones e intercambios materiales y simbólicos que fungió el consenso liberal en las dirigencias republicanas provincianas, quienes lograron soldar fragmentos o “átomos” (la expresión usada por Urquiza en su primer discurso presidencial) antes rivales en constelaciones de poder relativamente estables. Un proceso que, sin duda, evoca la influyente lectura halperiniana que inspiró más de una tesis doctoral, pero que Míguez recoge con solvencia crítica conduciéndolo a postular que mediante dicha alquimia las provincias perdieron autonomía a cambio de mejorar sus posiciones relativas en las plantas ministeriales y de la administración nacional, en agencias estatales, en subsidios, beneficios fiscales y obras de infraestructura que enrolaron a las provincias en la senda del progreso.
El tercer asunto pone el acento en el armado del sistema político nacional para lo cual Míguez agrupa evidencias e interpretaciones previas en vista a fundamentar las formas de integración de los poderes locales a la órbita de la nación. En torno a ello conviene precisar que el examen del juego político intra e interprovincial no desluce ni elude el papel de la fuerza militar y la coerción en el proceso de reducción a la unidad. Pero el autor matiza las condiciones de ejercicio del monopolio de la violencia de las provincias y la nación ante el carácter descentralizado de la fuerza militar y la desigualdad fiscal que restringía la capacidad de los Estados provinciales y de sus gobernadores para solventar las retribuciones del servicio militar. Ese límite u obstáculo ayuda a explicar más de una sublevación, piquete o revolución disparado en la geografía del país que obligó al gobierno a saldar sueldos de las guardias nacionales, pactar con los rebeldes o tolerar el saqueo. Un asunto que evoca una coplita recogida en 1921 en San Luis que decía: “si la Patria no me paga me paso a la montonera”. Es probable que dicho testimonio sea parcial o incompleto, aunque ilustra un móvil omnipresente del ciclo de rebeliones federales del centro-oeste argentino que resulta indicativo de algo que el libro formula con precisión: el peso relativo de las magras condiciones de subsistencia campesina de los yermos llanos riojanos y del árido paisaje de las travesías que unían los oasis cuyanos –tan bien descriptos por Sarmiento en su biografía del Chacho Peñaloza–. Con ello Míguez no propone reducir el papel de las opciones e identidades políticas de los gauchos o campesinos chachistas lanzados a la guerra contra el ejército de línea liderado por “porteños”, ni tampoco devalúa las motivaciones y sensibilidades federales de los movilizados por las proclamas de unión americana de Felipe Varela. En su lugar, y en sintonía con la tesis formulada por De la Fuente en su libro Los hijos de Facundo, propone dotar de densidad analítica el clivaje material de la resistencia social y política radicándola en la pauperización de las economías y sociedades del interior que mantenían intacta la genealogía de la nacionalidad argentina fraguada entre el legado de Mayo, Caseros y la Constitución jurada en 1853 en franco contraste con el declive de los federales constitucionales de las regiones dinamizadas por la economía atlántica.
Finalmente, las elecciones presidenciales de 1868 se convierten en piedra de toque del rediseño de las provincias en la constelación del poder nacional al dejar en claro que, ni Mitre ni el partido gubernamental, obtuvieron la mayoría del colegio electoral para consagrar al candidato oficial a raíz de los trabajos electorales realizados por los jefes militares dispersos en el interior, y de cada círculo “gubernista” provincial que hicieron suya la candidatura lanzada por Lucio V. Mansilla desde el frente paraguayo. No obstante, el recuento de los votos que encumbraron a Sarmiento y el cotejo de los resultados electorales de 1874 ponen de relieve la creciente gravitación de los acuerdos políticos de los gobernadores para regular la sucesión presidencial. Una evidencia que sin duda refuerza la tesis señera formulada por Natalio Botana sobre la eficacia de los “gobiernos electores” y la “representación invertida” a la hora de estabilizar el nuevo orden político pero que, observado desde el punto de vista de las dinámicas de poder locales, permite comprobar el margen de autonomía de las dirigencias provinciales frente a los principales referentes de la política nacional. Así lo expresó el mismo Julio A. Roca a un amigo político de Mendoza para consensuar el candidato del acuerdo en 1891: “Allí tiene que maniobrar según las circunstancias y hacer lo que más convenga a la provincia y al partido según sus propias inspiraciones que de lejos es muy difícil seguir la batalla. La experiencia nos demuestra que todo plan aquí concertado, aunque lleve el triple bautismo del Presidente, Mitre y de su affmo. servidor, al llegar se desvanece y queda en nada…. Solo Sarmiento ganaba batallas a la distancia”.
En suma, el libro de Míguez constituye un retrato aleccionador que toma el pulso político práctico de una etapa crucial de la formación y desempeño del sistema federal, erigiéndose en bitácora de más de un problema argentino cuyas resonancias laten con crudeza en la agenda pública nacional.