ARTÍCULOS
La imposibilidad de un ejército profesional: Ramón de Cáceres y el establecimiento de procedimientos burocráticos en las fuerzas del Río de la Plata. 1810-18301
Alejandro M. Rabinovich2
Resumen: El presente artículo aborda la problemática de la profesionalización de las fuerzas militares del Estado rioplatense independiente a partir de un ángulo muy poco analizado hasta hoy: los intentos de establecer procedimientos burocráticos y un tipo particular de disciplina en el seno de unidades combatientes surgidas de una intensa movilización popular. Primero se analizarán las reglamentaciones que regían la administración de los ejércitos, con especial énfasis en la descripción del tipo de funcionariado que era buscado por los modelos europeos de la época. Luego, este deber ser de la administración militar será confrontado con el estudio de un caso puntual: el traumático intento de transformación de los Dragones Libertadores –surgidos del alzamiento de la campaña oriental en 1825– en Regimiento de Caballería de Línea, ocurrido en el seno del Ejército Republicano que se aprestaba para abrir la guerra con el Brasil. Este modesto episodio, explorado a través de las memorias personales del oficial a cargo de llevar adelante la reforma del cuerpo, nos permitirá echar luz sobre las limitaciones concretas encontradas en el terreno por aquellos funcionarios que hablaban en nombre del Estado y pretendían someter a las fuerzas de un pueblo en armas a una lógica procedimental-formal.
Palabras clave: Estado; Ejército; Burocracia; Revolución; Guerra del Brasil.
The impossibility of a professional army: Ramón de Cáceres and the establishment of bureaucratic procedures in the River Plate military forces. 1810-1830
Abstract: This paper addresses the problem of the professionalization of the military forces of the River Plate state in the first half of the 19th century, analyzing the attempts to establish a particular type of discipline and bureaucratic procedures in combat units that had emerged from a very intense popular mobilization. This problem is studied in two times. The regulations governing the administration of the armies and the kind of administrative tasks that were demanded from each officer will first be analyzed. Then this ideal administrative model imported from Europe will be confronted with the realities of its application, through the study of a particular case: the traumatic attempt to transform the Freedom Dragoons -a unit born from the Banda Oriental rural uprising of 1825- into a Line Cavalry Regiment within the Republican Army which was about to open the war against the Brazil. This modest episode, explored through the memoirs of the officer in charge of the reform, will enable us to shed light on the specific constraints encountered by those officials who spoke on behalf of the State and intended to discipline the forces of a people in arms.
Key words: State, Army; Bureaucracy; Revolution; War of Brazil.
La imposibilidad de un ejército profesional: Ramón de Cáceres y el establecimiento de procedimientos burocráticos en las fuerzas del Río de la Plata. 1810-1830
La historiografía europea –y muy particularmente la anglosajona– del State
Building ha demostrado la relación existente entre tres fenómenos diversos
pero inextricablemente ligados en la formación del Estado moderno a lo largo
de los siglos XVI, XVII y XVIII: 1) El enorme crecimiento de los efectivos militares
necesarios para atender a los conflictos externos. 2) La imposición de una
carga fiscal mucho más extendida para hacer frente a dichos gastos militares.
3) El desarrollo de una burocracia estatal más numerosa y eficiente capaz de
garantizar la recolección y la administración de los nuevos recursos fiscales
destinados a la guerra. Adicionalmente, estos elementos parecen requerir una
condición fundamental para su adecuado funcionamiento: la consecución de
una relativa estabilidad política interna gracias a una exitosa reformulación de la relación entre sociedad y Estado (Storrs, 2009, p. 4; Tilly, 1975, p. 73; Brewer,
1989).
Desde ya, el modelo historiográfico europeo no refleja necesariamente
las particularidades del contexto hispanoamericano y no debe servir más que
como referencia comparativa en un análisis que contemple los procesos de desarrollo
estatal locales. La crisis de la independencia, por ejemplo, se presenta
como un nudo problemático muy complejo que marcó de manera profunda y
durable a los Estados modernos hispanoamericanos en formación. En un proceso
que combinó continuidades y rupturas, los nuevos e incipientes Estados
independientes debieron afrontar la difícil tarea de reformar –cuando no de
refundar– un aparato administrativo colonial que se había visto fuertemente
sacudido por la revolución. Ciertamente, se manifestó entonces una estrecha
relación entre el desarrollo de los ejércitos, la fiscalidad y la burocracia estatal:
durante años, la guerra fue la primera y principal tarea de los Estados latinoamericanos,
y una porción abrumadora de los recursos existentes fueron destinados
a la multiplicación exponencial de los efectivos militares. Pero en determinados
casos uno de los ingredientes fundamentales de la fórmula europea,
la estabilidad política interna, brilló por su ausencia durante largas décadas.
El Río de la Plata constituye uno de esos casos. A partir de las invasiones
inglesas de 1806, y especialmente a partir de los sucesos de mayo de 1810,
la región entró en un estado de guerra permanente que se prolongaría hasta
mediados de siglo y más allá. A lo largo de este período se alcanzaron picos
de inestabilidad política sin precedentes. No solo existían proyectos de Estados
centrales rivales, sino que una multiplicidad de Estados provinciales entró en la
lid, mediante la formación de coaliciones diversas, la generación de estructuras
regionales más o menos efímeras y el bloqueo a la consolidación de aquellos
proyectos que no contemplaran sus respectivos márgenes de independencia.3 En esta lucha, que fue a la vez institucional y militar, los diversos actores intentaban
desarrollar y consolidar formas estatales. El state building no era pospuesto
para una etapa futura de eventual estabilidad política, sino que se abordaba
desde la coyuntura presente con los recursos y las condiciones existentes.
De estas múltiples tentativas –algunas de las cuales fueron rápidamente
abortadas mientras que otras dejaron su huella indeleble– la historiografía
actual nos ofrece un conocimiento desigual, tanto desde un punto de vista
geográfico (conocemos mucho mejor la realidad de los diversos gobiernos con
sede en Buenos Aires que la de sus rivales provinciales) como problemático.
De los tres elementos centrales del proceso –ejército, finanzas y estructura burocrática– conocemos particularmente bien la relación entre las finanzas públicas
y los gastos militares,4 de la misma manera que vamos conociendo mejor el
desempeño de diversas áreas de la administración pública civil.5
Este trabajo aborda un problema aún muy poco explorado: la relación
entre el desarrollo de los ejércitos y la expansión de la burocracia, o más particularmente,
la difícil creación de una administración militar acorde a los
criterios de racionalidad y formalismo característicos del Estado moderno. La
cuestión, sin lugar a dudas, no es para nada menor. Basta con considerar que
durante toda la primera mitad del siglo XIX más del 60% del personal contratado
por el Estado fue, propiamente hablando, personal militar, y que una
proporción similar del presupuesto total se destinó a los gastos de la guerra.6 Vemos así claramente hasta dónde la creación de una burocracia y de un funcionariado
moderno se jugaba en realidad en el seno de los batallones y de los
regimientos.
Para empezar a demarcar esta problemática el presente trabajo articulará
dos momentos. En una primera instancia analizaremos las líneas generales de
la burocracia militar a través de sus reglamentos, procedimientos, tipos de funcionarios
propuestos, repartición de roles y funciones, etc. Pero dado el contexto
revolucionario de la época, no nos serviría de nada reducir la cuestión a su
desarrollo puramente formal. La imposición de los procedimientos estipulados
en los reglamentos generaba inmensas resistencias que, dada la inestabilidad
política reinante, encontraban poderosas vías de expresión capaces de forzar
una negociación, cuando no de anular completamente las reformas impulsadas
desde el Gobierno. Para dar cuenta de estas luchas muchas veces subterráneas,
en la segunda parte de este artículo abandonaremos la perspectiva general para
sumergirnos en el seno de una unidad militar específica en el momento mismo
en que su estructura administrativa quería ser formalizada por la acción de un
funcionario militar, en este caso el teniente coronel oriental Ramón de Cáceres.
Al confrontar sus valiosas memorias con la letra del reglamento veremos
surgir toda una serie de limitaciones muy reales y concretas para la acción de
la burocracia estatal, dando un primer paso hacia la delimitación de un campo
de estudio muy vasto y muy nombrado pero en realidad muy poco estudiado: el problema de la llamada “profesionalización” militar en los ejércitos decimonónicos
rioplatenses.7
La institución militar colonial y la crisis revolucionaria
El ejército español del período borbónico poseía un alto grado de formalización
procedimental. Su funcionamiento cotidiano estaba codificado en el
gran documento militar de la época: la ordenanza militar de 1768 (la “ordenanza
de Carlos III”) y sus sucesivas reformas.8 Este vasto reglamento reflejaba adecuadamente
el estado del arte militar en las otras potencias europeas al tiempo
que rescataba elementos esenciales de la tradición militar española. Los primeros
ejércitos patrios de 1810 heredaron la ordenanza de 1768 y su influencia
local se extendería luego por décadas. Es que la obra de los reformadores borbónicos
era vista como un instrumento técnico de alta calidad, al tiempo que
era el único modelo militar inmediatamente disponible en el Río de la Plata.9
Además del escrupuloso detalle con que la ordenanza reglamentaba
cada uno de los actos del servicio, el documento real se distinguía por su voluntad
evidente de generar roles y funciones bien determinados. A lo largo de
sus centenares de incisos, es notable cómo el texto va creando los diversos “personajes” que debían dar vida a la institución militar. El “cabo”, el “sargento”, el “teniente” y los demás oficiales son brindados uno a uno como moldes, como
modelos ideales dotados de características físicas y morales bien determinadas
a las que debían adaptarse los candidatos. En este sentido, queda clara la intención
de producir un funcionariado militar moderno, previsible y liberado de los
caprichos personales.10
Entre los tipos de personal militar creados por la ordenanza y demás reglamentos
vigentes pueden distinguirse diversos grados de responsabilidad en
las tareas burocráticas. Los comisarios, por ejemplo, eran funcionarios militares
exclusivamente dedicados a las tareas administrativas y de control.11 Entre sus tareas se contaba principalmente la de pasar revista mensual a cada unidad a
fin de ajustar el pago del sueldo a la cantidad de efectivos presentes.12 Realizaban
también inventarios de materiales en los almacenes y arsenales, controlaban
obras de infraestructura, fiscalizaban los acopios, etc. El comisario era el
burócrata del ejército en el sentido más literal del término, la personificación
más clara del gobierno del bureau: ante la tropa del regimiento formada, el
comisario hacía traer mesa y sillas, papel y tintero, y procedía a traducir en
términos administrativos el estado físico de la unidad.13
Luego de los comisarios, un gran número de atribuciones administrativas
recaían sobre el sargento mayor. Esta función era una originalidad del
escalafón español, equivalente en otros ejércitos al grado de mayor. En octubre
de 1813 la Asamblea creó oficialmente la plaza de sargento mayor para los
ejércitos patrios –anteriormente era un cargo, no un grado– a fin de poner un
freno a la cantidad alarmante de oficiales superiores que se estaba produciendo
gracias al proceso de creciente militarización.14 Este oficial, a diferencia
del comisario, pertenecía al regimiento y ocupaba el tercer lugar en su orden
jerárquico, luego del coronel y del teniente coronel. Suyos eran los ramos de
instrucción, disciplina y administración económica del cuerpo. Así, mientras
que el comisario garantizaba la relación burocrática de cada regimiento con
el Ejército y con el Gobierno, el sargento mayor se encargaba de la administración
interna del cuerpo. En la segunda parte de este trabajo veremos la tarea de
un sargento mayor en la práctica.
Finalmente, la ordenanza distribuía un número de funciones claramente
administrativas entre la totalidad de los oficiales y suboficiales con comando
de tropa. Es decir que la función del oficial del ejército era en verdad de naturaleza
doble, al mismo tiempo burocrática y militar. Por ejemplo, el sargento,
además de comandar en combate a una porción de la compañía, debía filiar a los reclutas, hacer ajustes de sueldos, llevar listas de su compañía por antigüedad
y por estatura y otra con las prendas de vestuario y fusiles de la unidad.15 El
subteniente, a su vez, debía elaborar y llevar siempre consigo una lista con el
apellido, patria, edad y estatura de cada uno de los hombres de su compañía,
y otra lista con los nombres, prendas y equipos de cada hombre, que expresara
las deudas contraídas por cada uno. Debía verificar el aseo de cada soldado,
de cada uniforme, de cada arma, visitar en el hospital a los hombres enfermos
de su compañía, controlar la calidad del rancho servido a la tropa, vigilar la
limpieza de las cuadras y el prolijo almacenamiento de las armas, etc.16
Estas numerosas tareas administrativas se multiplicaban a medida que se
subía en el escalafón, especialmente a partir del grado de capitán. A las funciones
cotidianas de control del personal, del armamento y de los suministros, se
agregaban grandes responsabilidades en lo referido a la promoción de empleos
(otorgar ascensos y premios, cubrir vacantes, evaluar aspirantes), la instrucción
del personal (academias de oficiales, escuelas de cadetes, dirección de ejercicios),
la administración de justicia (participación en tribunales, instrucción de
procesos, adjudicación de penas y faltas), así como innumerables tareas relativas
a la economía del regimiento (administración de fondos, pagos de haberes,
contratación de servicios) y al cumplimiento del protocolo y la etiqueta.17 La
ordenanza no se limitaba a indicar el modo de cumplir cada una de estas funciones
sino que proveía el modelo de formulario que se habría de utilizar en
la redacción de cada una de las listas, libros e informes que la tarea exigía.18
Es así que gracias a la ordenanza real los gobiernos patrios tuvieron al
alcance de la mano un modelo de burocracia militar altamente desarrollado. Y
sin lugar a dudas, las autoridades dedicaron enormes esfuerzos a la aplicación
sistemática y escrupulosa de sus prescripciones. Es dable pensar que estos esfuerzos
se hubiesen visto coronados de éxito de haberse dado una de las dos
circunstancias siguientes: que el Gobierno revolucionario heredase en bloque
un ejército regular proveniente de los tiempos de la colonia; o que crease un
ejército regular partiendo prácticamente de la nada. La situación enfrentada
por los gobiernos patrios fue, sin embargo, mucho más compleja que ambas
alternativas. En la práctica, al momento de estallar la Revolución de Mayo e iniciarse la guerra, el nuevo Gobierno dispuso de dos tipos de fuerzas sobre las
cuales construir sus ejércitos: las unidades de voluntarios creadas para rechazar
las invasiones inglesas y los pueblos levantados en armas a favor de la Junta de
Buenos Aires.19 Ninguna de estas fuerzas se parecía demasiado a las unidades
de línea previstas en la ordenanza.
Las compañías surgidas para hacer frente a los ejércitos británicos eran
unidades de una naturaleza muy particular. Desde 1801 el Río de la Plata contaba
con un reglamento de milicias disciplinadas que diseñaba su estructura y
remitía a la ordenanza del ejército para las cuestiones organizativas de fondo,20 pero los cuerpos voluntarios no fueron creados estrictamente según este modelo.
Ante la situación de excepción generada por la toma de la capital por
parte de los invasores en 1806, la población de Buenos Aires se auto-organizó en unidades militares que expresaban los diversos orígenes geográficos de los
combatientes: gallegos, cántabros, patricios (de Buenos Aires), arribeños (del
interior), etc. Estos cuerpos se formaban de manera predominantemente ascendente,
los soldados elegían en elecciones democráticas –aunque con restricciones– a sus oficiales y comandantes. Al tratarse de compañías voluntarias los
participantes no estaban obligados jurídicamente a la manera de un miliciano
o soldado corriente. El apego a la ordenanza era relativo, los cuerpos mantenían
un grado considerable de independencia y elaboraban prácticas y tradiciones ad-hoc.21
Desde ya, una vez pasada la crisis los sucesivos gobiernos intentaron
regularizar estos cuerpos. El virrey Liniers, primero, y Cisneros después, redujeron
el número de hombres movilizados y transformaron algunos de los cuerpos
voluntarios en unidades permanentes. Una de las primeras medidas de la Junta,
por su parte, consistió en la elevación de las unidades voluntarias existentes al
nivel de regimientos de línea, con lo cual se daba nacimiento al primer ejército
revolucionario. En teoría estas unidades debían comenzar a regirse estrictamente
por la ordenanza militar, pero este pasaje fue muy problemático –como
lo demuestra entre otros episodios el famoso motín de las trenzas del ex cuerpo de Patricios– y su alcance fue en un primer momento limitado (Di Meglio,
2003). Los batallones y escuadrones creados a partir de los cuerpos voluntarios
guardarían la marca de su origen, lo que daría lugar a una notoria propensión
a los motines y a una participación política nada profesional.22
Lo mismo, en buena medida, puede decirse de los cuerpos creados a
partir de los pueblos en armas, si llamamos así a las movilizaciones populares
armadas que tuvieron lugar en diversos frentes de combate, en algunos casos
inmediatamente tras la llegada de la noticia de la Revolución de Mayo; en otros
casos, con el correr de los acontecimientos y la evolución de las operaciones
militares. Los indios y mestizos del Alto Perú, los campesinos de Salta o los paisanos
de la Banda Oriental, en efecto, no esperaron necesariamente la llegada
de los ejércitos de Buenos Aires para dar comienzo a la lucha. Miles de ellos se
movilizaron para promover la causa revolucionaria o al menos para poner un
freno a las depredaciones de los ejércitos realistas. En algunos casos esta manifestación
armada siguió las líneas organizativas de las milicias locales, pero la
tenue estructura de la organización colonial miliciana fue siempre desbordada
hasta devenir en ellos irreconocible.23
Al igual que con los cuerpos voluntarios de Buenos Aires, el Gobierno
revolucionario intentó regularizar las unidades surgidas inmediatamente en el
terreno. Muchas de las fuerzas rurales de resistencia fueron incorporadas en
todo o en parte a los ejércitos, mientras que aquellas que quedaban fuera de
ellos eran sometidas a la disciplina y arregladas según la ordenanza.24 Pero esta
empresa tuvo aún menos éxito que con las unidades reclutadas en la capital,
y las unidades salteñas, alto peruanas y orientales guardarían durablemente el
carácter propio de su organización inicial.
¿Qué características distinguían a estas unidades surgidas de la movilización
popular revolucionaria? A riesgo de simplificar en demasía, podemos
decir que incluso luego de los primeros intentos de regularización estas fuerzas
solían presentar: 1) Un grado de personalismo incompatible con la ordenanza,
muchas compañías respondían de manera cuasi exclusiva a un jefe que ocupaba por lo general un rol prominente en la sociedad local. 2) Un bajo nivel de
formalización administrativa con roles y funciones poco definidas, circulación
mayormente oral de órdenes y decisiones, discrecionalidad en casi todos los ámbitos. 3) Un manejo interno arreglado más al derecho consuetudinario y al
consenso que a la norma escrita, la permanencia en la fuerza se definía por
lazos de mutua reciprocidad con el jefe y con los camaradas, antes que por
una obligación jurídica. 4) Un ejercicio del mando basado más en las características
personales de jefes y oficiales que en las atribuciones que les correspondían
formalmente en función de su posición jerárquica. O para resumir en
términos weberianos: la dominación de orden racional-legal prevista por la
ordenanza era teñida de componentes más bien propios de la dominación de
tipo tradicional o carismática.25
Estas características no eran absolutas. Todas las unidades irregulares
surgidas durante la revolución sufrieron, por el simple hecho de permanecer en
pie más allá de los primeros momentos de entusiasmo, un proceso de regularización
administrativa y jurídica creciente que avanzó en diversos grados. Así,
no es en absoluto nuestra intención el trazar una división entre cuerpos irregulares
por un lado (completamente inorgánicos y diametralmente opuestos a la
ordenanza), y cuerpos regulares o de línea por el otro. La regularidad –entendida
aquí como el respeto de los principios formales expresados en la ordenanza–
era más bien una cuestión de grado. Con el correr del tiempo el gobierno
libró despachos oficiales a los comandantes de muchas de estas unidades, el
armamento se homogeneizó, su cuadro de personal ganó en estabilidad, entre
otros cambios. Muchos de los cuerpos voluntarios de las invasiones inglesas y
de las luchas de resistencia en Salta o en la Banda Oriental se transformaron en
unidades permanentes y constituyeron el corazón de muchos de los ejércitos
de la región durante años.26
Pero el tránsito hacia la regularidad no era, en un contexto políticomilitar
como el del Río de la Plata, un camino de una sola mano. Así como
muchas unidades ganaban en regularidad con el correr del tiempo, otras que
habían sido creadas ex nihilo según la ordenanza perdían buena parte de su formalidad y pasaban a comportarse como milicias, o incluso en algunos casos
como verdaderas bandas de salteadores. La crisis institucional de 1820 fue particularmente
fecunda en este tipo de mutaciones. El Batallón 1º de Cazadores
de los Andes, uno de los cuerpos modelo del ejército más regular del período,
se sublevó en San Juan y bajo el mando de sus suboficiales inició una delirante
sucesión de batallas, saqueos y revoluciones a lo largo de la cordillera (Bragoni,
2005). Luego del motín de Arequito muchos de los batallones históricos del
Ejército Auxiliar del Perú pasaron a formar parte de los ejércitos provinciales
bajo diversas formas y conocerían una larga trayectoria en los conflictos civiles
de los próximos años.
De esta forma, los cuerpos militares debían adaptarse y mutar para atravesar
los bruscos avatares de la política revolucionaria. A lo largo de los años,
y a medida que la guerra se volvía un fenómeno endémico y permanente, las
unidades seguían la suerte de los Gobiernos que las habían constituido, se
transformaban en nacionales o provinciales, en patriotas o federales o unitarias,
en defensoras del orden o en rebeldes, en milicias, cuerpos de línea o de frontera,
o simplemente en montoneras. Los nombres variaban, parte del personal
se renovaba, pero los cuadros de los regimientos se reciclaban y buena parte
de los oficiales y tropa continuaban la lucha bajo otras formas. Especialmente a
partir de 1820, la distinción entre regulares e irregulares se volvió más confusa
que nunca, todos los militares tenían en sus carreras experiencias variadas en
unidades tanto milicianas como de línea.
Se dieron circunstancias, sin embargo, en las que se realizó un esfuerzo
consciente y sistemático para volver las unidades militares al respeto más
estricto de la ordenanza y, por ende, a la formalización administrativa. No
es extraño que estos intentos coincidiesen siempre con nuevos proyectos de
conformación de un Estado central. La viabilidad de todo proyecto estatal de
orden nacional se jugaba en buena medida en su capacidad de subordinar a
las fuerzas militares existentes en el terreno. Las generaciones de oficiales y
soldados creadas por los proyectos estatales anteriores debían ser encuadradas
nuevamente en una estructura compatible con un orden burocrático centralizado.
La coyuntura de la llamada Guerra del Brasil (1825-1828) constituye uno
de estos momentos.27 La mayor parte de las provincias independientes aceptaron
volver a unirse con vistas a hacer frente a un enemigo común. El nuevo
Estado central tenía así como primera tarea la formación de un ejército capaz
de medirse contra el Imperio del Brasil. Habrían de converger en sus filas toda
una muestra de las diversas manifestaciones militares surgidas desde la crisis de la independencia: unidades de línea, batallones cívicos, divisiones orientales,
cuerpos voluntarios y una larga serie de milicias provinciales que deberían ser
refundidas en un nuevo molde. El ejército de operaciones del Brasil fue un gran
laboratorio burocrático-militar en el que se jugó el destino del nuevo e incipiente
proyecto de Estado. En el apartado siguiente lo veremos fracasar.
“Regularizar los procedimientos”, “moralizar a los paisanos”
Entre los cuerpos que debían ser refundidos en el nuevo molde de un
ejército de línea nacional y permanente, pocos cargaban con una historia tan
particular como la del Regimiento de Dragones Libertadores. La unidad era el
fruto más directo de la asombrosa gesta de “los 33 orientales”. La historia de
estos últimos es bien conocida: en abril de 1825 un puñado de patriotas orientales
dirigido por Juan Antonio Lavalleja se embarcó desde Buenos Aires con
destino a la Banda Oriental para promover un levantamiento contra la ocupación
luso-brasilera de la región, que se mantenía bajo diversas formas desde la
derrota de Artigas. El movimiento se extendió como un reguero de pólvora y
toda la campaña oriental se levantó en armas una vez más. El principal desafío
de los agitadores consistió en dar una organización militar inmediata a la masa
de voluntarios dispuestos a seguirlos. Los tiempos eran extremadamente cortos
incluso para una población rural tan militarizada como la de la Banda Oriental:
el desembarco se produjo el 19 de abril, las escaramuzas comenzaron el 24 y
la batalla campal decisiva se libró apenas cinco meses más tarde en Sarandí.28
En todo este proceso, los Dragones Libertadores jugaron un rol preponderante
y concentraron una porción considerable de los recursos y de la atención
de los insurgentes. El primer cuadro del regimiento estuvo conformado por
el núcleo duro de los mismos 33 orientales, de los cuales unos 23 -según la lista
de miembros que se considere-29 pasaron a formar parte de la nueva unidad.
El crecimiento del regimiento -que podemos seguir con lujo de detalles, desde
el comandante hasta el último soldado, gracias a que se conserva buena parte
de las listas de revista y nombramientos-30 fue vertiginoso. Desde los primeros
días de mayo los reclutas que se acercaron al campamento del Manga fueron
dirigidos por decenas a los rangos del nuevo cuerpo, que mostraba en junio su
estructura definitiva de dos escuadrones. Con el correr de los meses el primer escuadrón llegó a contar con siete compañías, el segundo escuadrón con seis.
En la revista del 31 de diciembre de 1825 los Dragones contaban ya con la
enormidad de 671 efectivos (entre soldados y suboficiales) sin mencionar un
plantel completo de oficiales y un estado mayor.31
Como lo atestigua la regularidad misma de las revistas de comisario y
de los nombramientos, el regimiento distaba mucho de ser una masa amorfa e
indisciplinada. Su comandante Manuel Oribe era un oficial de carrera con una
larga trayectoria en el arma de artillería y entre sus oficiales se contaban jefes
capaces y experimentados. Los Dragones estaban llamados a ser la columna
vertebral de la insurrección, más próximos al modelo de línea que a las divisiones
rurales orientales.
Y sin embargo, las particularísimas circunstancias de su formación dejaban
marcas profundas. Los Dragones eran el resultado de una insurrección
armada. Respondían entonces no a un Estado sino a un grupo de agitadores
patriotas y luego a un gobierno provisorio constituido de manera muy precaria.
Los voluntarios estaban movilizados políticamente, poseían una larga experiencia
de combate irregular y debían ser incorporados sin tardanza. Salvo algunas
semanas excepcionales de tranquilidad, el cuerpo tenía que formarse y disciplinarse
sobre la marcha, entre combate y combate, presentando al enemigo
compañías improvisadas. Los jefes designados y los soldados reclutados un día
se reemplazaban al siguiente debido a las bajas en combate, lo que generaba
inestabilidad.32 Constantemente en campaña, el cuerpo sufría un número de
deserciones inusual para una unidad en sus primeras etapas de formación.
Otros síntomas más durables indicaban la calidad especial del regimiento.
Al tener que cubrir todas sus plazas en un período tan corto los Dragones
eran objeto de ascensos fulgurantes completamente anómalos. Su mismo comandante,
Manuel Oribe, que tenía el grado de sargento mayor el 31 de mayo
de 1825, ascendió a teniente coronel en septiembre y a coronel el 12 de octubre:
había escalado todo el tramo superior del escalafón en apenas cuatro
meses, tarea que en tiempos normales le hubiera demandado largos años. Las
relaciones familiares y personales jugaban un papel en las designaciones, lo
que daba lugar a la conformación de pequeños clanes familiares en puestos de
comando claves. El segundo de Manuel Oribe y comandante del segundo escuadrón
era su hermano menor Ignacio. La 5ta compañía del primer escuadrón pertenecía a la familia Burgueño, que poseía las plazas decisivas de capitán y
teniente (Tomás y Francisco) más una plaza de soldado (Gregorio).33 La tercera
compañía estaba igualmente dominada por los Freyre (Manuel, capitán; Juan
José, alférez; y Juan Francisco, soldado).34
Al mismo tiempo, si bien la estructura interna del regimiento evolucionaba
en la dirección indicada por la ordenanza, es evidente que algunas compañías
eran muy beneficiadas en desmedro de otras. Así, la desmesurada 1ra
compañía del segundo escuadrón llegó a contar con 128 hombres –muchos de
ellos transferidos desde otras compañías menos favorecidas– mientras que la
2da tenía solo 26 hombres y la 5ta 22. También era un problema el hecho de que
un número considerable de soldados fuesen arrancados arbitrariamente de sus
respectivas compañías para servir en la escolta personal del general Lavalleja.
Todas estas irregularidades debieron preocupar al comandante Manuel
Oribe cuando en julio de 1826 Bernardino Rivadavia –a la sazón presidente de
las recientemente reunidas Provincias del Río de la Plata– decidió la elevación
del Regimiento de Dragones Orientales a Regimiento de Caballería de línea
del nuevo ejército de operaciones sobre el Brasil. La integración a un ejército
permanente de carácter nacional implicaba la sumisión a una nueva escala
jerárquica que ya no estaría dominada por los compañeros de armas de los 33
orientales. Los Dragones perderían su estatus especial y pasarían a ser simplemente
un regimiento de caballería más (el N° 9 sobre un total de 16), por lo que
deberían adecuarse a una larga serie de regulaciones y a la aplicación estricta
e inapelable de la ordenanza.
Para llevar a cabo los ajustes implicados en la transición inminente Oribe
pensó en la persona de Ramón de Cáceres.35 Hijo de una familia oriental
importante y bien conectada con la primera elite revolucionaria, Ramón de
Cáceres había ingresado al ejército patrio como cadete en 1812, a los 14 años
de edad, y luego siguió un derrotero que lo llevó a servir en un buen número
de unidades militares y milicianas del período artiguista. Más adelante pasó
al ejército entrerriano de Ramírez y, tras la muerte de este jefe, alternó las
actividades político-militares con las particulares. A lo largo de 1825 había
participado activamente de las operaciones contra los brasileños hasta que sus disensiones con Lavalleja lo llevaron a retirarse. En sus trece años de servicios
Cáceres había demostrado dos características que lo distinguían de los cientos
de oficiales lanzados como él en la carrera de la guerra revolucionaria: una
asombrosa habilidad para enemistarse con sus jefes y una clara vocación organizadora.
Ocupémonos de este segundo aspecto de su quehacer militar.
Cáceres no era un militar de escuela; al menos no más que el común
de sus colegas rioplatenses de la época. Su posición social acomodada y los
poderosos contactos de su padre en la comandancia le habían valido una codiciada
plaza de cadete y funciones de ayudante de jefes importantes, pero esos
privilegios terminaron con la salida de Sarratea del ejército. A partir de allí Cáceres
hizo su carrera en unidades que estaban lejos de brillar por su regularidad
y apego a la ordenanza, desde las divisiones artiguistas hasta los escuadrones
entrerrianos. Nunca Cáceres participó de una academia de oficiales con excepción
de las brindadas en el seno de su regimiento, ni contó con una formación
profesional particular. ¿Por qué entonces Cáceres adoptó esa irrefrenable
actitud regularizadora que proclama en sus memorias y que le reconocían sus
contemporáneos mediante los empleos ofrecidos?
Tulio Halperín Donghi se refiere a este misterio de la militarización revolucionaria.
En efecto, Cáceres no era el único ejemplar de oficial que demostraba
un ethos profesional muchas veces incompatible con las condiciones
concretas del ejercicio de su oficio. Manuel Belgrano, José María Paz, Tomás de
Iriarte y otros menos célebres habrían de desplegar igual incomprensible celo.
Era la sociedad toda del Río de la Plata la que estaba transformándose bajo el
peso inaudito de la guerra, y en el clima muy particular de ideas vigentes algunos
oficiales “improvisaban en pocos meses la forma mentis del militar de carrera”
(1994, p. 211). Estos “reformadores militares” no tenían más educación
militar que la brindada por la experiencia de campaña y sus propias lecturas,
pero habrían de hacer de la ordenanza su credo y de los cuerpos militares su
templo. Durante décadas, en las más diversas campañas y a lo largo del territorio
los vemos aparecer en los escritos de la época, siempre ofreciendo sus
servicios de arquitectos de cuerpos militares.
A fines de 1826, Cáceres, alienado del ejército, se dedicaba a la labranza de su tierra en Santa Lucía cuando recibió la propuesta de Oribe, quien le
ofrecía la sargentía mayor del nuevo Regimiento N° 9 con la misión específica
de avanzar en la “disciplina y moralización” del cuerpo (de Cáceres, 1959, p.
429). La tarea era delicada. Como hemos visto, el sargento mayor era el principal
responsable del funcionamiento interno de las unidades militares. Y si en el Río
de la Plata fue siempre difícil crear de la nada cuerpos disciplinados, mucho
más difícil era reformarlos una vez que estos habían sido creados con un cierto desapego por la ordenanza. Las transiciones de cuerpos voluntarios o milicianos
a cuerpos de línea eran siempre especialmente traumáticas. Por ende, Cáceres
puso una condición para aceptar su puesto: él consultaría con Oribe cada una
de sus medidas, pero una vez acordada su adopción el comandante lo apoyaría
con toda su autoridad en el cumplimiento a ultranza de ellas. Esto fue arreglado y
Cáceres recibió el despacho oficial firmado por Rivadavia, el 2 de enero de 1827.
Por ese entonces el regimiento estaba empleado en el servicio activo del
sitio de Montevideo. Junto con las milicias de Maldonado y Canelones formaban
una división de 900 hombres encargada de la custodia de tramos clave de la
línea sitiadora. Así Cáceres tomó a su cargo no solo la sargentía mayor del N° 9
sino la regularización del detalle de toda la fuerza. Comenzó por el principio: las
condiciones de alojamiento. Hasta entonces la división no tenía un verdadero
campamento sino que dormía en la cañada, “a la sombra de ramitas” (de Cáceres,
1959, p. 430). Era imposible ordenar los procedimientos si no se ordenaba
primero el espacio. Cáceres delineó un campamento regular en las puntas del
arroyo del Manga e hizo construir ranchos de material y un galpón para la academia
de oficiales.
Pasó luego a ocuparse de lo que consideraba el problema fundamental: la
informalidad en el ejercicio del mando. Las órdenes tendían a circular de boca
en boca, sin pasar por los canales apropiados ni dejar debida constancia de su
ejecución. Así, el corazón mismo de la administración interna del cuerpo sufría
de una irregularidad constante. Esta era una característica propia de los cuerpos
milicianos en campaña. Había poca distancia entre el comandante y el último
soldado, las órdenes se daban oralmente y solían superponerse a las dadas por
otros mandos. Se otorgaba poca importancia a la regulación del manejo económico
interno, los oficiales y los soldados se servían de los almacenes y caballerizas
sin demasiadas formalidades.
Cáceres debía crear no solo el respeto de la norma sino el hábito de la formalidad
administrativa en lo cotidiano. Para eso instauró una serie de instancias
que eran tanto disciplinarias como pedagógicas. Comenzó con los oficiales, les
dio planillas con las voces de mando para que estas fueran dadas de una manera
rigurosa y codificada. Cada mañana, en el galpón de la academia, los oficiales
practicaban con bolillos la dirección de las evoluciones que luego realizaban por
la tarde con la tropa. Cada oficial debía llevar un cuaderno de órdenes en el que
copiaba la orden general del día y las que él mismo daba. A continuación, tal
como lo mandaba la ordenanza, cada sargento primero debía copiar las órdenes
recibidas en su propio “libro de Orden”.36 Luego, por la tarde, Cáceres y dos ayudantes se dedicaban a controlar el cumplimiento de la orden del día por parte
de cada uno de los sargentos.
Para instaurar gradualmente el hábito de la formalidad administrativa
Cáceres empezó dando por escrito a los sargentos las órdenes de cumplimiento
y control más sencillo: disposiciones simples referidas al rancho, a la economía
interna, al acopio de forrajes, etc. Pero tal como Cáceres concebía su tarea,
todo este trabajo no era más que una preparación previa del terreno para lo
que representaba la madre de todas las batallas disciplinarias: la abolición del
juego en el seno del regimiento. Resulta a primera vista sorprendente que un
rasgo cultural como el juego –que constituía sin duda una pasión poderosa en
el Río de la Plata– tuviese un rol tan preponderante en la reforma administrativa
de un cuerpo militar.37 Pero en el horizonte de ideas del que participaba
Cáceres la eficacia administrativa no era separable de la moralidad, y la organización
burocrática era para él una forma del orden social. Así, una vez que los
oficiales y suboficiales incorporaron la práctica del metódico cumplimiento de
órdenes, Cáceres juntó coraje y emitió la orden prohibiendo el juego de naipes
en el campamento.
¿Por qué ensañarse específicamente con el juego de apuestas? Según
Cáceres, la afición a los juegos de azar “ocacionaba mil disgustos, pues allí se
entreveraban los Sold.s entre los Oficiales p.a descamisarse se jugaban hasta
prendas de vestuario, y finalm.te se concluían las jugadas á puñaladas.” (de
Cáceres, 1959, p. 430). Es decir, el problema del juego era que distorsionaba
las jerarquías, igualando a los funcionarios de una manera nociva para el servicio
y la disciplina.38 El azar de los naipes no solo afectaba al patrimonio del
regimiento sino que se traducía en gravísimos delitos violentos. Como siempre,
antes de tomar una decisión de tal trascendencia Cáceres consultó con Oribe,
quien se mostró extremadamente inquieto por la medida. Cáceres insistió diciéndole
“q.e aquel era un cuerpo de línea q.e devia incorporarse al Exto. Nacional
– y q.e sería una vergüenza p.a nosotros, el presentarnos allí; en donde estaba
privado ese vicio q.e tantos males ocaciona en la milicia, dando nosotros un
mal ejemplo q.e no seria tolerado ciertam.te p.r el Gral en Gefe.” (1959, p. 430).
La orden de interdicción del juego fue anunciada. En lo inmediato las
mesas siguieron formándose pero Cáceres se dedicó a disolverlas a palos con
sus ayudantes, de manera que al poco tiempo los soldados jugadores habían desaparecido, o al menos ya no se dejaban ver. Otra era la situación con los
oficiales, algunos de los cuales eran “muy viciosos”, protegidos y alentados
por el ya teniente coronel Manuel Freyre.39 Este respondió a Cáceres que iba a
acatar la orden, pero siguió organizando mesas de juego con el único añadido
de apostar espías que lo alertasen cuando Cáceres salía de ronda.
La crisis se produjo una noche en que Oribe estaba de viaje. Cáceres fue
informado de la existencia de una gran mesa de juego en las habitaciones de
un capitán y mandó a uno de sus ayudantes para disolver la reunión y ordenar
a los oficiales presentes que se diesen por arrestados. El encuentro se dispersó
efectivamente, pero un teniente no aceptó presentarse arrestado a la guardia de
prevención. Era la primera orden directa desacatada por uno de sus subalternos
desde su toma de funciones como sargento mayor. Cáceres lo mandó llamar
y le explicó que la orden estaba dada y que, como tal, no tenía más remedio
que acatarla, de lo contrario debería recurrir a la coerción, añadiendo que si
la medida le parecía injusta le asistía el derecho de presentar un recurso de
protesta. El teniente alegó que en realidad era Freyre (su superior directo) quien
lo había eximido de darse por arrestado, de manera que él estaba cumpliendo
órdenes. Ya a punto de desesperar, Cáceres advirtió a Freyre que se retiraría del
campamento si no se obedecía su orden, con lo que este último aceptó cumplir
siempre que los detenidos fuesen liberados en la misma noche. Al volver Oribe
y ser informado de la situación le respondió a Cáceres “q.e fuese tolerante; pues
era muy difícil moralizar como yo quería ntros Paysanos.” (de Cáceres, 1959,
p. 432).
La idea fuerza del relato de Cáceres es su intento constante por “regularizar
los procedimientos”. Al mismo tiempo que intentaba regularizarlos en el
orden interno del regimiento, intentaba lograr lo mismo en el plano del accionar
externo de la unidad, es decir, en su participación activa en el sitio de Montevideo.
La unidad jugaba un rol fundamental en la línea de circunvalación y
buena parte del éxito militar de la campaña dependía de su eficacia. La posibilidad
de decidir la contienda mediante un asalto ya había sido descartada por
ambas partes. Si la ciudad iba a rendirse antes de que se abriese la expedición
sobre el Brasil, iba a hacerlo por hambre, de manera que era imprescindible
evitar la entrada de alimentos por vía terrestre, mientras se extremaban medidas
para hacer lo mismo por vía marítima.
Pero la situación pintada por Cáceres era deplorable. Por un lado, sitiados y sitiadores estaban ligados por innumerables lazos familiares, de amistad
y económicos. Por otro, los precios de los alimentos en la ciudad sitiada habían
volado por las nubes, representando pingües ganancias para todo productor
capaz de introducir sus mercaderías, cuando muchos de los oficiales orientales
eran al mismo tiempo (como Cáceres mismo) propietarios de tierra y hacienda.
La tentación de vender sus propios productos, o de cobrar un porcentaje a
aquellos productores que dejaran pasar, era muy grande.
Oribe era así objeto de presiones contradictorias. El Gobierno y la jefatura
del Ejército insistían en la necesidad de apretar el sitio mientras que los
vecinos y las bases de la división clamaban por permeabilizarlo, lo que se expresaba
en la suprema inconstancia de las medidas tomadas. Oribe hacía fijar
bandos con pena de la vida a todo infractor del sitio, pero de tanto en tanto
hacía la vista gorda y permitía la introducción de alimentos. La voz de que
había zona liberada corría rápidamente en la campaña y todos los paisanos de
la zona traían sus tropitas de ganado para aprovechar. Los primeros en llegar lograban
colocar su mercadería a fabulosos precios, pero la barrera se cerraba de
forma igualmente intempestiva y quedaban muchos productores con su ganado
sin vender. Según la acusación de Cáceres, había un sistema detrás del aparente
capricho: el ganado que se amontonaba ahora contra la barrera cerrada
era comprado a precio vil por Doña Pepa Oribe, la hermana del coronel, y por
Don Pedro José Sierra, el abastecedor oficial del ejército sitiador. Se realizaban
así fantásticos negocios y el corral del ejército se llenaba rápidamente. El abastecedor
militar vendía luego la mejor carne a la ciudad y dejaba lo más flaco
para la tropa sitiadora (de Cáceres, 1959, pp. 432-435).
La tropa se quejaba de la calidad de la carne recibida (y pagada como
buena) y Cáceres a su vez protestaba ante Oribe, advirtiéndole que no faltaría
quien lo acusase de connivencia por los manejos del abastecedor. Habiendo
recibido un apoyo solo parcial de su jefe, Cáceres intentó el recurso de rechazar
las provisiones de carne de mala calidad. Sierra se quejó a su vez con Oribe
por las pérdidas sufridas y las prácticas habituales continuaron. Ya no solamente
los oficiales jugadores sino todos los comerciantes de la zona odiaban a Cáceres
con particular esmero, quien reflexionaba: “yo no hacia sino acarrearme
enemigos p.r todas partes p.r conservar el orden” (de Cáceres, 1959, p. 432).
El desastre definitivo se produjo en una ocasión en que Oribe, enfermo,
optó por dejar en manos de Cáceres el control de la línea, con orden terminante
de impedir toda introducción de carne. En ese momento el capitán responsable
del servicio en la línea era Don Manuel Meléndez, íntimo amigo de Oribe
y uno de los 33 orientales. Cáceres ordenó bloquear todo tráfico pero recibió
informes que indicaban que el mismo Meléndez poseía un matadero en sociedad con un vecino del lugar. Por lo tanto decidió recorrer la línea en persona
y encontró efectivamente un gran número de hombres y mujeres cargados con
carne rumbo a la plaza. Deteniéndolos a todos juntó cerca de 40 personas que
decían haber comprado la carne a diversos vecinos del lugar. Cáceres envió
una partida a detener a los vendedores de carne, todos vecinos importantes:
Don Antonio Arraga, Don Eulogio Pinazo, Don Pedro Monterroso y otros. Informado
someramente, desde su lecho Oribe le dio autorización para estaquear40 a los arrestados “sin distinción de persona” (de Cáceres, 1959, p. 435). Cáceres
mandó estaquearlos efectivamente. Mientras se estaba cumpliendo el suplicio,
un ayudante le hizo notar con cierta aprensión que uno de los estaqueados era
nada menos que el cuñado del general Lavalleja, líder político indiscutido de
los orientales y comandante de la división de la que el N° 9 formaba parte.
Cáceres comprendió que acababa de dar un terrible paso en falso, pero
el mal ya estaba hecho. Oribe, horrorizado al enterarse de quién estaba estaqueado
dio orden de liberarlo y pidió explicaciones a Cáceres. Este, muy
tranquilo, dijo en su defensa “que al hijo de Dios q.e hubiera sido lo habría
estaqueado también, p.r q.e sé obedecer las ordenes q.e se me imparten.” Y añadió
respecto de su entrevista con Oribe “Quise hacerle conocer que ante la Ley
todos eramos iguales citándole algunas anécdotas inglesas, p.o él no me hacia
caso; y lo cierto es q.e D.a Ana Laballeja, me trataba de picaro mulato p.r q.e había estaqueado á su hermano.” (de Cáceres, 1959, p. 435)
A pesar de las edificantes anécdotas inglesas, la posición de Cáceres en
el regimiento se había vuelto insostenible. Con el transcurso de sus iniciativas
reformadoras su relación con Manuel Oribe se había deteriorado a tal punto
que tuvo que solicitar el traslado hacia otra unidad.41 Este estaba aún en trámite
cuando Oribe en persona vino a buscarlo a su alojamiento, enfurecido con su
conducta. Discutieron y Oribe le disparó un pistoletazo a quemarropa apenas
desviado por uno de sus asistentes; Cáceres desenvainó su espada y los otros
oficiales presentes debieron separarlos para que no se matasen. El nuevo general
en jefe, Alvear, para evitar una desgracia tuvo que despachar a Cáceres con
destino a Buenos Aires.
Epílogo y conclusiones
Luego de la separación del sargento mayor Cáceres, el Regimiento N° 9
de Caballería de línea continuó su servicio y se desempeñó correctamente a lo
largo de la campaña del Brasil, luchando en Ituzaingó y demás combates. Tras
el fin de la guerra, y con la nueva disolución del Estado central de las Provincias
Unidas, el N° 9 pasó a formar parte del ejército del nuevo Estado oriental
como Regimiento N° 1 del arma. Como tal, y bajo diversas formas, seguiría
participando en la agitada historia militar uruguaya, y su nivel de regularidad
oscilaría siempre en función de las vicisitudes de la guerra civil e internacional.
El relato circunstanciado de Cáceres –escrito evidentemente subjetivo,
parcial y polémico– visibiliza con un nivel de detalle inédito las barreras culturales
y sociales que se oponían en el nivel micro-local a la regularización
de los procedimientos administrativos en las unidades militares rioplatenses.
Las dificultades no eran solo técnicas ni residían únicamente en la falta de
formación del personal o en la escasez de recursos, por lo que no podían ser
resueltas simplemente con la fundación de escuelas y academias. En la experiencia
de Cáceres jugaban un rol primordial los “vicios” extendidos entre la
tropa y oficialidad de la época –en este caso, el juego, pero en otros también
el alcoholismo, la riña, el hurto, las uniones sexuales extra-matrimoniales– así como las prácticas de corrupción y de nepotismo generalizados.
Estos elementos, que los gobiernos centralizadores de la época intentaban
descalificar en términos morales, respondían en realidad a un trasfondo
cultural muy arraigado, propio de una sociedad colonial de frontera surgida en
los márgenes de la presencia efectiva del Estado. El peso fundamental de las
relaciones familiares, tanto en las relaciones económicas como en el espacio
público, y prácticas económicas masivas como la del contrabando, eran rasgos
característicos de la sociedad rioplatense de larga data.42 La extrema inestabilidad
política propia del período postrevolucionario, la fragilidad de las formaciones
estatales y de sus estructuras administrativas y el carácter efímero de los
gobiernos y autoridades dificultaban notablemente la imposición de lógicas
organizacionales presentadas como más “formales” y “modernas” pero recibidas
como “hostiles” y “foráneas”. En un territorio puente como el de la Banda
Oriental, los reformadores portugueses, brasileños o porteños iban y venían
como lo habían hecho antes los peninsulares, a medida que el territorio pasaba
a formar parte de un Estado central regional, de un imperio o de un Estado
independiente, según el veredicto de las batallas. Lo único que permanecía más o menos constante a través del caos era la trama de relaciones y lealtades
personales de una sociedad rural finamente articulada.
Desarrollar una burocracia estatal estable y eficiente en un contexto en
el que las ondas de choque de la revolución todavía no se habían aquietado
podía ser una tarea extremadamente peligrosa. Era, en todos los casos, una
tarea profundamente ingrata y destinada a pasar por múltiples fracasos antes
de fructificar.
Notas
1 Este artículo fue elaborado en el marco del proyecto “State Building in Latin America, 1820-1870”, financiado por el European Research Council y dirigido por Juan Carlos Garavaglia. Se agradece al proyecto la autorización para su publicación.
2 Universidad Nacional de La Pampa/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: alejandrorabinovich@gmail.com
3 Las miradas sobre este problema son muy diversas. Ver entre otros Halperín Donghi (1979), Szuchman y Brown (1994), Chiaramonte (1997), Goldman y Salvatore (1998).
4 Halperín Donghi (2005, 1971), Garavaglia (2003a).
5 La administración de justicia, por ejemplo, ha recibido una atención particular. Ver Garavaglia (1997); Villar, Jiménez y Ratto (2003); Gelman (1999). Para una visión más general del funcionariado, Socolow (1987).
6 El peso de lo militar conoció incluso picos mucho más extremos que la media indicada. En 1841, en la provincia de Buenos Aires, el 86% del personal estatal estaba compuesto por miembros de las fuerzas represivas del Estado, los gastos de guerra (incluidos los pagos de la deuda adquirida principalmente para pagar las erogaciones militares) trepaban hasta el 81% del presupuesto provincial. Garavaglia (2003b, pp. 155, 159, 163, 181).
7 Entre los nuevos estudios consagrados a este tema ver Morea (2011).
8 Ver Salas López (1992, pp. 71-87).
9 Para más precisión, en este trabajo citaremos sólo la versión de la ordenanza impresa en Buenos Aires por el gobierno revolucionario, ya que presenta pequeñas adaptaciones respecto de la original: Títulos de las reales ordenanzas que de orden de la Exma. Junta se entresacan de ella para una mas facil instrucción de los Soldados, Cabos, y Sargentos, insertandose en este cuaderno algunos, que pertenecen tambien a los Señores Oficiales. (1814). Buenos Aires: Imprenta de niños expósitos (en adelante Títulos de las reales ordenanzas).
10 Sobre la formación de la oficialidad de los ejércitos rioplatenses ver Rabinovich (2011).
11 Durante el período colonial, el corto número de tropas regulares presentes en el Río de la Plata permitió que no existiesen comisarios de guerra propiamente dichos, sus funciones eran cubiertas por los ministros de la real hacienda. Pero ante el rápido crecimiento de las fuerzas a partir de las invasiones inglesas, el gobierno debió nombrar varios comisarios que pasarían a ser parte integral de la institución militar: un comisario general con sede en Buenos Aires, un comisario en cada cabecera de provincia donde estuviesen estacionados por lo menos dos regimientos y un comisario con cada expedición de más de un regimiento. El Gobierno revolucionario redactó un extenso documento destinado a regular las actividades de los comisarios de guerra. Nos basaremos en dicho texto para el análisis que sigue. Ver Instrucción de comisarios de guerra de las Provincias Unidas del Río de la Plata. (1812). Buenos Aires: Imprenta de niños expósitos (en adelante Instrucción).
12 La lista de revista mensual era el documento clave en el funcionamiento administrativo del ejército. Consistía en una lista con cargo, nombre y apellido de los individuos presentes en la unidad en un momento dado. A partir de ella se ejecutaban los sueldos, se suministraba rancho, armas y uniformes. El comisario debía hacer llegar la revista a las cajas reales antes del 21 de cada mes. Instrucción, art. 11.
13 Instrucción, art. 18.
14 Ley creando la plaza de sargento mayor, octubre 22 de 1813. Recopilación de leyes y decretos promulgados en Buenos Aires desde el 25 de Mayo de 1810 hasta fin de Diciembre de 1835. (1836). Buenos Aires: Imprenta del Estado, p. 38.
15 Títulos de las reales ordenanzas, Cuaderno II, Título IV, Art. 1.
16 Títulos de las reales ordenanzas, Cuaderno II, Título VI, Art. 1.
17 Además de la ordenanza, muchas de estas funciones eran objeto de reglamentos especiales que profundizaban el detalle de ciertos aspectos de las responsabilidades del oficial. Ver por ejemplo Constituciones que han de regir en la mesa de los Caballeros Oficiales. (1817). Archivo General de la Nación (Montevideo), Archivos Particulares, Archivo Garzón, documento 37.
18 Títulos de las reales ordenanzas, Cuaderno II, Títulos X-XVI.
19 En rigor, el Gobierno revolucionario pudo disponer de un número restringido de milicias coloniales, pero estas tenían un bajísimo grado de organización y debieron ser en muchos casos refundadas. De los dos flacos regimientos de línea españoles residentes en el Río de la Plata, una parte del efectivo pasó a engrosar las filas de los realistas en Lima y Montevideo y otra parte fue refundida en las nuevas unidades patriotas. Consultar Beverina (1992), Ruiz Moreno (2005).
20 Reglamento para las milicias disciplinadas de infantería y caballería del Vireynato de Buenos-Ayres aprobado por S.M. (1802). Buenos Aires: Imprenta de niños expósitos.
21 En muchas de estas unidades los voluntarios se pagaban su propio uniforme y armamento, y buena parte de los costos operativos de la unidad se cubrían mediante contribuciones de la comunidad de origen. Del mismo modo, algunas unidades eran evidentemente personalistas y estaban adscriptas al mecenazgo de un notable importante, por ejemplo “Los Húsares de Pueyrredón”. Sobre el carácter de las nuevas unidades milicianas ver Roberts (2000), Rabinovich (2010).
22 Fradkin (2008) habla de un verdadero “ciclo tumultuario” de la revolución, que dio marco a la serie de motines militares y civiles de la época. Ver también Fradkin (2009, 2010).
23 En los casos mejor conocidos –el levantamiento de Ayopaya desde 1811, el de Santo Domingo Soriano en el mismo año y el del Valle de Lerma en 1814– se verifica el hecho de que milicianos coloniales participan de la lucha, pero la estructura de las nuevas unidades no respeta la de las antiguas milicias sino que toma la forma de montoneras, escuadrones gauchos, divisiones orientales, etc. Ver Frega (2002), Mata de López (2002), Demélas (2007).
24 En la Banda Oriental los proyectos de disciplinamiento surgieron de manera casi inmediata al levantamiento. Ver, por ejemplo, Relación formulada por D. Justo Correa de los sucesos ocurridos desde diciembre de 1810 en la Capilla Nueva de Mercedes. (1953). V. 4. Montevideo: Archivo Artigas, A. Monteverde, pp. 255-259, marzo de 1811. En el caso de Salta, el mismo Güemes invirtió inmensos esfuerzos en elevar el grado de regularidad de sus escuadrones.
25 Recordamos una de las definiciones más claras de la lógica racional-legal propia de la dominación burocrática: “Se obedece, no a la persona en virtud de su derecho propio sino a la regla estatuida, la cual establece al propio tiempo a quién y en qué medida se deba obedecer. También el que ordena obedece, al emitir una orden, a una regla: a la “ley” o al “reglamento” de una norma formalmente abstracta.” (Weber, 1996, p. 707).
26 En 1810, por ejemplo, el Regimiento de Patricios pasó a formar los Regimientos N° 1 y N° 2 de Infantería de línea, el Batallón de Arribeños pasó a formar el Regimiento N° 3 de Infantería de línea, etc. En 1815, con Artigas en el gobierno de la Banda Oriental, algunas divisiones orientales pasaron a formar unidades regulares y estables para resistir a la invasión portuguesa. Lo mismo pasaba en Salta con la organización sistemática de los escuadrones gauchos y la creación de algunos cuerpos de línea como los Infernales y los Granaderos a Caballo. Ver Figuerero (1945).
27 Sobre este conflicto la obra de referencia es el clásico Baldrich (1905).
28 Ver De la Torre (1911). Cfr. Frega (2005, 2008).
29 Estado Mayor del Ejército. (1975) Lista oficial de los 33. En Boletín Histórico del Ejército, (149), 129-139.
30 Todas las listas de revista de este cuerpo, que utilizamos a continuación, han sido publicadas por el Estado Mayor del Ejército. (1977). Boletín Histórico del Ejército, (231-234).
31 La estimación de las plazas totales se realiza en función de las listas de revista de cada compañía. Faltan las listas correspondientes al mes de diciembre para la 7ma compañía del primer escuadrón y la 3ra del segundo, por lo que utilizamos las cifras del mes anterior.
32 El caso más grave fue el del capitán Manuel Lavalleja, comandante de la primera compañía del primer escuadrón, quien cayó prisionero tan temprano como el 18 de julio de 1825.
33 Estado Mayor del Ejército. (1977). Listas de revista de la quinta compañía. En Boletín Histórico del Ejército, (231-234), 119-140.
34 Estado Mayor del Ejército. (1977). Listas de revista de la tercera compañía. En Boletín Histórico del jército, (231-
234), 72-91.
35 Los ricos Escritos Históricos del Coronel Ramón de Cáceres han sido publicados en la Revista Histórica del Museo Histórico Nacional. (1959). Montevideo. En lo que sigue utilizaremos especialmente su Memoria Póstuma, en Revista Histórica, (29), 376-475.
36 Títulos de las reales ordenanzas, Cuaderno II, Título IV, Art. 1.
37 Sobre el juego en los sectores populares ver Garavaglia (1999).
38 En su estudio sobre el cuerpo de Blandengues de la frontera, Mayo y Latrubesse (1998) ofrecen una buena muestra de casos en los que el ímpetu disciplinario de la institución militar naufraga ante al ethos igualitario y contestatario de la población rural. Uno de esos casos cuenta justamente una partida de naipes en la que un soldado juega con un suboficial. El soldado tira una puñalada a su superior, recordándole que “en el juego somos todos iguales” (p. 78).
39 En sus escritos y memorias, Cáceres se muestra brutalmente crítico para con muchos de sus colegas militares, mientras que tiene una marcada tendencia a atribuirse el mérito de todo cuanto lo rodea. Lamentablemente, algunos de sus dichos no pueden ser confirmados mediante otros documentos históricos puesto que no existen otros testimonios tan detallados de la vida cotidiana de la unidad. Lo que dice respecto de la personalidad de sus contemporáneos debe ser entonces tomado con gran prudencia.
40 La estaqueada era un suplicio inspirado en el método de secado de los cueros vacunos. La víctima era extendida desnuda en el suelo, bajo el sol ardiente del medio día, y sus extremidades eran atadas a cuatro estacas dispuestas de manera muy tirante.
41 Un año más tarde, Cáceres hacía el siguiente balance de su breve paso por el Regimiento N° 9: “El Coronel Oribe me solicitó para Mayor de su Regimiento: hasta entonces era desconocido el orden, y la subordinación en aquella tropa, y en estas inmediaciones hay mil testigos que han visto el empeño que hice para disciplinarla, mas siendo muy pocos los Oficiales de esperanza, y muy particularmente el carácter montonero del Comandante Freyre, y la inconsecuencia del Coronel me hicieron desistir, y consegui mi retiro después de la batalla de Itusaingo”. Ver “Manifiesto que hace D. Ramón Cáceres á sus amigos y Compatriotas, Montevideo, 17 de julio 1828”, Revista Histórica (1959), p. 486.
42 Una primera aproximación al problema del contrabando en Moutoukias (1988).
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Fecha de recepción de originales: 15/2/2012.
Fecha de aceptación para publicación: 10/10/2012.