ARTÍCULOS

Catolicismo y sensibilidad antiburguesa. La Iglesia Católica en una era de desarrollo, 1955-1965.

Miranda Lida1

Resumen: Desde una perspectiva de historia social y cultural, el artículo revisa la transición hacia la década de 1960. Se concentra en el modo en que el desarrollismo ejerció su influencia en el catolicismo a través de las nuevas prácticas sociales y culturales que trajo consigo, así como también a través de la nueva sensibilidad antiburguesa a la que dio lugar.

Palabras clave: Catolicismo; Desarrollismo; Década de 1960; Cultura.

Catholicism and anti-bourgeois sensibility. The Catholic Church in an era of development, 1955-1965

Abstract: From a social and cultural perspective, this article revises the transition to the sixties and focuses on the way that developmentalism exerted its influence on catholicism, through the new social and cultural practices that it brought, as well as through the new antibourgeois sensibility it also implied.

Key Words: Catholicism; Developmentalism; The sixties; Culture.

Catolicismo y sensibilidad antiburguesa. La Iglesia Católica en una era de desarrollo, 1955-1965

Introducción

El mito de la nación católica tal como se difundió en los años treinta constituyó un discurso de enorme impacto, en especial, en ámbitos urbanos. Fue en las ciudades -tanto en las más grandes como en aquellas otras que sin serlo aspiraban a imitar a las primeras- que este mito desplegó todo su potencial.2 En las grandes urbes había multitudes de seres humanos que podían volverse sumamente receptivas a discursos masivos como éste. El catolicismo supo cómo hablarle a las masas a través de aquel mito. Estas masas se podían encontrar en las cabeceras de las diócesis, a la sazón, capitales provinciales devenidas sedes catedralicias en gran medida en 1934. Las capitales de provincia que acababan de ser elevadas al rango de sede episcopal se congratulaban de poder recibir visitantes cuando se celebraba en su ciudad una fiesta religiosa de envergadura. Cada congreso eucarístico organizado en las ciudades del interior del país fue para ellas un bautismo de fuego que puso a prueba su capacidad de recibir visitantes de las provincias circundantes, dando muestras de que gozaban de una industria hotelera y turística a la altura de las circunstancias, para recibir en su seno al importante número de visitantes que se acercaría en cada ocasión. No menos significativo que el fausto con el que se celebró el Congreso Eucarístico Internacional de 1934 fue el hecho de que cada provincia tuvo, a imitación de Buenos Aires, su propio congreso de carácter nacional o diocesano. Recibieron visitantes de Buenos Aires, de otras provincias e incluso en algunos casos de los países limítrofes. La brecha que las separaba de Buenos Aires parecía acortarse a cada paso gracias a un catolicismo dispuesto a llevar a las principales ciudades del interior las mismas fiestas religiosas de masas que se preparaban en la gran capital. Durante la década de 1930 y buena parte de los años cuarenta la fórmula resultó exitosa. Los obispos de provincia tuvieron en sus respectivas capitales la ocasión de ser protagonistas. Y muchos provincianos pudieron a su vez tener la sensación de que sus ciudades latían a la par de Buenos Aires (Lida, 2009a).
Pero veinte años después del Congreso Eucarístico de 1934 el impulso de estas grandes celebraciones parecía que estaba agotándose; los congresos se espaciaron cada vez más. Asimismo, también parecía agotarse el éxito del peronismo en la movilización de las masas; en los tempranos años cincuenta, no fue sólo el catolicismo el que verificó una fuerte desaceleración en su capacidad de movilizar a las masas. Ello no se tradujo, sin embargo, en un proceso de “descristianización” o -dicho en otros términos- de alejamiento progresivo de los fieles con respecto a la religión católica. El catolicismo supo pronto desarrollar nuevos lenguajes con los cuales atraer a sus fieles. No fue necesario aguardar a la celebración del Concilio Vaticano II (1962-1965) para que en la Iglesia argentina comenzaran a desplegarse vientos de cambio.3 Nos detendremos a continuación a señalar cuáles han sido las principales transformaciones que sufrieron tanto la Iglesia como la sociedad en los años que transcurrieron entre la caída de Perón y la celebración del Concilio.4 Veremos los modos en los que el desarrollismo ingresó a los ámbitos católicos: no simplemente entendido como una fórmula económica para pensar la Argentina, sino como una sensibilidad dispuesta a alejarse de las grandes urbes, adentrándose en el interior que, como ya indicara Mark Healey, cobraría una centralidad política, económica, social y cultural de primera importancia en este período (Healey, 2007).

Las nuevas diócesis desarrollistas

En los años peronistas la Iglesia perdió dinamismo. No porque Perón haya tenido la intención premeditada de ponerle trabas, o incluso de colisionar con ella; es necesario que nos despojemos de cualquier tipo de teleología.5 Sin embargo, no pudo evitar que sus efectos se hicieran sentir, a tal punto que llevaría a alterar el tono de las movilizaciones católicas de masas tal como se las conocía. Tras la irrupción del peronismo, se fue dejando a un lado la reverencia y la solemnidad habituales en las procesiones y fiestas religiosas: aunque no siempre lo lograra, la Iglesia Católica siempre se preocupó por disciplinar a sus huestes a través de sus comisarios de filas -aguerridos militantes de los Círculos de Obreros o de la Acción Católica- cuya presencia era muy común en las grandes movilizaciones, desde el Centenario en adelante (Lida, 2011). Por contraste con tal aspecto ritual, el 17 de octubre encontró a las multitudes en pleno júbilo con sus pies en la fuente de Plaza de Mayo, tal como las retrató una célebre foto. El peronismo se nutrió de un espíritu fuertemente carnavalesco que se caracterizaba por amenazar las jerarquías sociales tradicionales, difícil de conciliar con el orden y la rigidez de las fiestas católicas más tradicionales.6 Las banderas y consignas coreadas por las multitudes, –ya no en el ceremonioso latín de la década de 1930, sino en un español a veces demasiado tosco-, se volvieron contagiosas.
En años peronistas, los congresos eucarísticos se organizaban a duras penas; la prensa católica perdió el gran impulso que había adquirido en la década del treinta; la presencia del catolicismo en la radio se hizo cada vez más esporádica; el número de diócesis del país se estancó, a pesar de que el crecimiento demográfico no se detenía. Es cierto que las parroquias conservaron en algunos casos cierto dinamismo. Hubo párrocos que lograron imprimirle a su obra parroquial fuerte impulso; fue en este contexto, por ejemplo, que un sacerdote como el padre Julio Meinvielle consolidó su reputación en el barrio de Versalles.7 Este párroco y otros como él se encargaron de promover importantes obras sociales, culturales y recreativas en sus respectivas parroquias: ya fuera un campo de deportes, un dispensario para la atención médica primaria, un salón de actos con fines recreativos, una sala de cine. Algunas parroquias lograron obtener recursos a través de gestiones ante particulares o incluso ante el propio régimen peronista a fin de mejorar sus instalaciones. Sin embargo, en el cuadro general que ofrecía la Iglesia argentina durante los años peronistas prevalecía la sensación de estancamiento. Ni siquiera la legalización de la enseñanza religiosa de 1947 contribuyó a revertir esta situación. Y por contraste, el peronismo -en especial, durante la primera presidencia de Perón- gozó de un dinamismo en muchos sentidos envidiable.8 En 1955, el desplazamiento de Perón del centro de una escena que prácticamente había monopolizado durante una larga década permitiría abrir el juego a nuevos actores y nuevos lenguajes. Era ésta pues una excelente oportunidad para que el catolicismo argentino recobrara protagonismo.
El primer síntoma de que procuraría encaminarse en esta dirección fue la reorganización del Episcopado emprendida en 1956, que adoptaría la forma de una entidad burocrática, con sus respectivas ramas administrativas -suerte de ministerios-; cada una de ellas, a cargo de un obispo responsable, se encargaría de diferentes áreas de la administración eclesiástica: teología (y liturgia), educación, acción social, acción católica, juventud, difusión y prensa, entre otras. De este modo el episcopado procuraba ofrecer una imagen de modernidad, imitando al Estado en su racionalización interna y su división de funciones. 9 La estadística fue por esos años otra de sus grandes obsesiones, alimentada, por cierto, por el nuevo interés que despertaba la expansión de la disciplina sociológica.10 Era común que los obispos se preocuparan por contabilizar su clero en sus respectivas diócesis, pero ahora será el episcopado en pleno el que se obsesione por cuantificar el clero, el número de congregaciones, de templos y otras instalaciones; no faltará tampoco la medición estadística del número de sacerdotes en razón de la población de una determinada jurisdicción. La carestía o no de sacerdotes se podía definir así “con precisión”, casi matemáticamente. Por supuesto, se trataba en todos los casos de cifras absolutas que tomadas aisladamente no decían gran cosa. Pero la imagen era lo que contaba: a través de la cifras y de la organización cuasi-ministerial del episcopado, la Iglesia procuraba acomodarse a los tiempos modernos.
Por otra parte, también la creación de nuevas diócesis se convirtió en una prioridad impostergable. De este modo la Iglesia contaría con un aparato administrativo remozado que se ajustaría -se esperaba- a las transformaciones sufridas por la sociedad argentina desde la década de 1930. Entre 1957 y 1963, se establecieron en la Argentina 26 nuevas diócesis y se crearon nuevos arzobispados de modo tal que la institución eclesiástica se mostraría cada vez más compleja. En 1963, existían trece arzobispados en total y algunos de ellos contaban con importante número de diócesis bajo su tutela.
Las nuevas jurisdicciones eclesiásticas presentaron un criterio novedoso, al menos si contrastamos estas nuevas diócesis “desarrollistas” con aquellas que habían sido creadas en 1934. En el año del célebre Congreso Eucarístico Internacional, fueron elevadas al rango de sede catedralicia todas las provincias que todavía carecían de su respectivo obispo y, por otra parte, se subdividió la provincia de Buenos Aires en cuatro jurisdicciones (La Plata, Mercedes, Bahía Blanca y Azul). Luego de la caída de Perón los criterios para la creación de las nuevas jurisdicciones eclesiásticas se adaptaron a las transformaciones sociales y demográficas del momento. En primer lugar, se atendió al crecimiento demográfico del Gran Buenos Aires: fue a fines de la década de 1950 que surgieron las diócesis de San Isidro, Morón, Lomas de Zamora, Avellaneda y San Martín. Estas diócesis pasaron a concentrar gran cantidad de recursos económicos y humanos; contenían en su seno un importante número de clero y de parroquias. Fueron, de hecho, las diócesis más dinámicas del período. El número de parroquias del conurbano creció así a grandes pasos en muy poco tiempo. Por ejemplo, en 1957 la diócesis de Morón contaba con 30 parroquias; en dos años esta cifra había trepado ya a 45.11
En segundo lugar, en clara coincidencia con los años de apogeo del desarrollismo, tuvo lugar la creación de diócesis en las zonas del país más “subdesarrolladas”. La Iglesia acusó el impacto del discurso desarrollista y promovió la conformación de nuevas jurisdicciones en las regiones más empobrecidas del país, de tal modo que no pudiera acusársela de desatender a los pobres. Fue así que nacieron las diócesis de Reconquista, Formosa, Añatuya, Goya, Concepción o Presidencia Roque Sáenz Peña, que tendrían gran protagonismo en la politización de los católicos de fines de la década de 1960.
Tanto las diócesis del Gran Buenos Aires como las de las regiones más marginales procuraron modificar la imagen de la Iglesia a nivel nacional. No sólo las capitales provinciales, sedes tradicionales del poder económico y político a nivel local, contaban con sus respectivos obispos; también lo hicieron los distritos industriales del Gran Buenos Aires o las regiones y provincias más marginales del interior. Finalmente, la Iglesia podría afirmar con jactancia militante que la nación entera -incluso sus regiones más “atrasadas”- era católica.
Claro que existían desigualdades entre las nuevas diócesis y aquellas de más larga data. Las de creación más reciente carecían con frecuencia de clero, a veces insuficiente para atender el creciente número de parroquias. Veamos algunos ejemplos: la diócesis de Formosa, que contaba con seis parroquias, fue creada en 1957 con un único sacerdote secular; la de Santa Rosa por su parte contaba con sólo dos clérigos para atender un total de 13 parroquias.12 A veces, la ausencia de sacerdotes se suplía con una intensa participación de los laicos en la Iglesia; varios de entre ellos fueron autorizados por distintos obispos para cumplir tareas que en otras ocasiones habrían estado reservadas con exclusividad a los sacerdotes. Por ejemplo, en la diócesis de Posadas la escasez de clero condujo a que se autorizara a un grupo de laicos a celebrar la misa de los domingos en algunas parroquias apartadas. No fue necesario aguardar los decretos y los debates del Concilio Vaticano II para que el laicado cobrara protagonismo.13

Otro modo de sobrellevar el problema de la escasez del clero fue gracias a las órdenes religiosas. Ninguna de las más recientes diócesis habría podido funcionar sin ellas. De hecho, a nivel nacional todavía a mediados del siglo XX era mayor el número de religiosos que el de sacerdotes seculares. Para las órdenes religiosas fue éste un momento que representó un punto de inflexión. Muchas de ellas se habían instalado en el país a fines del siglo XIX o comienzos del XX y habían fundado sus casas religiosas, sus escuelas o conventos en las principales ciudades. Las más afortunadas habían logrado ocupar posiciones importantes en Buenos Aires; otras, en cambio, debieron conformarse con establecerse en alguna modesta ciudad de provincia. Pero a mediados del siglo XX la presencia de las órdenes religiosas adquirió nuevos ribetes. Las congregaciones se apartaron progresivamente de las luces de la gran ciudad y se volcaron a misionar en los lugares más recónditos del país. Incluso en algunos casos terminaron por resignar todas las dependencias de las que gozaban en las grandes ciudades: el caso de los benedictinos de Buenos Aires es revelador al respecto (Ludueña, 2007). Fue en este contexto por otra parte que una pequeña congregación como la de los Oblatos de la Virgen María, de presencia más bien modesta en Buenos Aires, multiplicó su actividad misionera en los pueblos del interior del país y sus zonas rurales aledañas: en este sentido se destaca la trayectoria pastoral de Amílcar Merlo.14 Y éste no era un caso aislado. En Santiago del Estero, por ejemplo, durante la Pascua de 1960, no sólo se celebraron misiones en los barrios más apartados de la capital provincial, sino además en diversas poblaciones del interior de la provincia.15
El protagonismo de las órdenes religiosas contribuyó significativamente a la multiplicación de las llamadas “Grandes Misiones”, que se organizaron desde fines de los años cincuenta. A diferencia de los Congresos Eucarísticos de las décadas precedentes que solían ser celebrados en espacios céntricos ubicados en el corazón de las principales ciudades del país, las “Grandes Misiones” escogieron su escenario en rincones alejados de las grandes ciudades, incluidos los barrios marginales y las zonas suburbanas. También en este aspecto fue decisiva la influencia del clima de ideas que había traído consigo el desarrollismo. La más célebre fue sin duda la Gran Misión de Buenos Aires, celebrada en 1960 en las diócesis del conurbano bonaerense; funcionó simultáneamente en 285 parroquias, gracias a la participación activa de los religiosos que prestaron su colaboración en varios centros misioneros establecidos a nivel parroquial.
En los años del desarrollismo, pues, la Iglesia se encontró en pleno dinamismo; pretendía acompañar las transformaciones de una sociedad que parecía -o quería- modernizarse a ritmo acelerado. Procuraba adaptarse a los cambios y hacía un vasto esfuerzo por dejar atrás el conflicto sufrido con la Iglesia en 1954-1955. Elocuente en este sentido fue lo que ocurrió en el Congreso Eucarístico de 1959 en Córdoba: la Iglesia pretendió presentarlo como un signo de su reconciliación con la sociedad argentina, que sanaría las heridas de los años precedentes (Lida, 2010c). Si bien no resultó del todo convincente, lo cierto es que el laicado, pese a todo, no se dispersó. Por el contrario, la Iglesia encontraría nuevos recursos y atractivos con los cuales movilizarlo.

Ir al pueblo

En 1959 daba sus últimas giras por diversos pueblos del interior del país la capilla rodante que llevaba el nombre de Ven y ve: fue sintomático de los cambios que se estaban produciendo en el catolicismo argentino. En la década de 1940, los sacerdotes del Verbo Divino, congregación que atendía en Buenos Aires la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en el barrio de Palermo, habían creado este servicio religioso -por entonces novedoso- con el propósito de acercar a los pueblos del interior el “buen” cine, la radio, la música popular, las publicaciones católicas y la palabra sacerdotal. La capilla Ven y ve recorría el país de pueblo en pueblo; el camión de los sacerdotes, equipado para tal fin, se presentaba en cada localidad y procuraba atraer a la gente a su alrededor gracias a un sistema de altoparlantes que propalaba música popular. Una vez reunido a su alrededor un corro de curiosos, se difundía la invitación para asistir a una serie de conferencias y funciones de cine de pueblo.16 El camióncapilla recorrió así el país durante más de una década.
Pero en 1959 este proyecto dio muestras de estar agotado. Es tan sólo una pequeña muestra del modo en que estaba comenzando a modificarse la relación entre Buenos Aires y los pueblos del interior. La experiencia de Ven y ve había nacido con la idea de llevar la palabra y la cultura católicas desde Buenos Aires hasta los apartados pueblos de provincia. El visitante que llegaba a cada uno de estos lugares les entregaba su palabra y, de este modo, aspiraba a “iluminarlos” y hacerles acceder a todo aquello que de otro modo les habría sido imposible conocer. Pero a fines de la década de 1950, las cosas cambiaron: más precisamente, la sensibilidad cambió. El misionero ya no procuraría iluminar a pobladores de un mundo rural que se suponía apartado, atrasado; descubrió por el contrario que el viaje al interior constituía una experiencia valiosa por sí misma, que lo apartaba de la cultura burguesa, materialista y superficial de la gran ciudad. La misión se convirtió así en una experiencia enriquecedora para el misionero, que le permitía “volver a las raíces” y ponerse en contacto con un mundo social y cultural no contaminado por el capitalismo. Para misionar no bastaba ya con una recorrida fugaz de pueblo en pueblo, sobre un camión bien equipado con todo el confort. El camión-capilla Ven y ve era ya obsoleto a fines de la década de 1950. Su obsolescencia expresaba la aparición de una sensibilidad antiburguesa en el seno del catolicismo argentino que gozaría de enorme predicamento, en especial, entre los jóvenes.
Esta nueva forma de sensibilidad antiburguesa le dio el tono al catolicismo de fines de los años cincuenta. No fue propia y exclusiva de los católicos, por cierto, pero fue gracias a ella que el catolicismo logrará recuperar su dinamismo. Esta sensibilidad se presentaba con frecuencia entre los jóvenes que provenían de familias burguesas y de clase media, que rechazaban las convenciones de sus mayores. Se expresaba en un visceral rechazo por todo aquello que pareciera burgués en sus formas: se prefería lo rural a lo urbano; lo artesanal a lo producido en serie; la cooperativa en lugar de la propiedad privada o la gran industria; la música folklórica o étnica a la confeccionada en las industrias culturales modernas; el compromiso de visitar los pueblos y compartir experiencias con los habitantes de tierra adentro, en lugar de la indiferencia del burgués que echa una mirada fugaz sentado cómodamente en su vehículo. Todo ello implicaba un tajante alejamiento del catolicismo de los años treinta, que se encontraba fuertemente enraizado en el consumo de masas y en las más modernas manifestaciones de la vida urbana, tal como puso en evidencia el vasto despliegue que tuvo lugar en ocasión del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de 1934.17 No es de extrañar entonces que hacia 1960 nos encontremos con una frecuente celebración de peñas folklóricas en las parroquias de Buenos Aires, fenómeno que se hará cada vez más recurrente con el correr del tiempo. En la parroquia Resurrección del Señor, cerca de Chacarita, el párroco Leonardo Moledo no sólo organizó peñas con el objeto de atraer a los jóvenes; las reuniones sirvieron además de estímulo para que estos mismos jóvenes se lanzaran a trabajar en tareas de asistencia social en los hospitales y otros centros comunitarios del barrio, a los que acudirían como voluntarios.18 Así iría cobrando cuerpo aquella sensibilidad antiburguesa.19
Otro fenómeno que vale la pena destacar es la celebración de concursos de música donde se introducían ritmos populares y folklóricos, aún cuando el motivo del concurso era en última instancia de tipo religioso. La Acción Católica inauguró en la década de 1960 sus tradicionales concursos de la canción navideña, en los que participarían distintos géneros musicales, entre ellos, el folklore. La célebre Misa Criolla de Ariel Ramírez fue el fruto más maduro de esta nueva sensibilidad, pero no fue el único, por cierto; fueron muchas las experiencias de grabaciones de discos de música religiosa que recurrían a ritmos folklóricos y populares.20 La industria discográfica -por entonces en auge gracias a distintos avances tecnológicos- permitía estos desarrollos.
Otra manera en la cual se manifestó aquella sensibilidad, quizás la más exitosa, fue en las nuevas formas de misionar desde fines de la década de 1950. Los jóvenes, una vez más, tuvieron aquí un papel protagónico. Hacia 1960 ya estaba madurando la forma de misión que más éxito tendría en la década siguiente: el campamento misional de verano. Fue hacia 1965 cuando Graciela Daleo, militante política en los años sesenta y luego sobreviviente de la represión sufrida en tiempos de dictadura militar en la sede de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, se habría sumado a este tipo de experiencia que ya llevaba por entonces cerca de una década de desarrollo (Anguita y Caparrós, 1997). Se organizaban grupos de jóvenes que, acompañados por al menos un sacerdote, se dirigían a pueblos remotos del país, ubicados por lo general en las diócesis más pobres y por ende más recientes. La rama juvenil de la Acción Católica jugó un papel importante en la organización de estos campamentos. En 1959, en la provincia de Tucumán, 300 jóvenes participaron en el verano en este tipo de experiencia; recorrieron además pueblos de las provincias de Salta y Jujuy.21 Llevaban consigo medicamentos, ropas y alimentos no perecederos; en algunos casos, iban acompañados por médicos -o al menos estudiantes de medicina- que aplicaban inyecciones y daban algunos consejos útiles a las madres para el cuidado de sus hijos. También cumplirían tareas de alfabetización y, claro está, de catequesis.
A medida que este tipo de experiencias se fue revelando cada vez más exitosa, las misiones comenzaron a prepararse con mayor cuidado. Se desarrollaron encuentros de misioneros y se formaron asociaciones destinadas a coordinar las actividades misionales en todo el país. En 1960, se organizó un primer encuentro de este tipo, que el Boletín católico de la AICA reputó de exitoso. Los esfuerzos quedaron pronto coordinados por la AMA (Acción Misionera Argentina), entidad fundada por el obispo de Avellaneda Emilio Di Pasquo, impulsor de la iniciativa. AMA fue una de las entidades que se encargaría de las misiones rurales destinadas a los distritos marginales: en el verano de 1962 envió 18 equipos con más de quinientos misioneros a Formosa, San Luis y Chaco, entre los que se contaban jóvenes, sacerdotes y profesionales (entre ellos, asistentes sociales y médicos). Algo parecido hicieron también los jesuitas en la Patagonia: a través de Misiones Rurales Argentinas, organizaron misiones que reunían a jóvenes, buena parte de ellos estudiantes de medicina. En Formosa, a su vez, se constituyó el equipo misionero “Paz y bien”, integrado por un sacerdote y un grupo de jóvenes.22 Los participantes recibían una escueta instrucción preparatoria para estas actividades en breves “cursillos” que cada diócesis se encargaba de organizar con antelación. Fueron muchos los grupos religiosos y las congregaciones que se volcaron a atraer a los jóvenes en los campamentos misionales de verano. Cuando en 1963 el semanario Primera Plana llamó la atención sobre este fenómeno, se detuvo a considerar la obra de la AMAD (Asociación de Misiones para el Desarrollo, de la diócesis de Avellaneda) y elogió la tarea que llevaba adelante. La presentó como si se tratara de un caso excepcional, en el que se reunían sacerdotes y sociólogos -entre estos últimos, José Luis de Imaz, José Miguens y Floreal Forni- comprometidos en la lucha contra el subdesarrollo.23 Pero en verdad este tipo de experiencias no tenía nada de excepcional ya por entonces.
Este tipo de misión, que agilizó los contactos entre el interior y los jóvenes de la ciudad, coincidió con un momento de gran aceleración en el tempo del mundo rural. Se desarrollaban nuevas asociaciones rurales de diversa índole; los jóvenes que habían nacido en el ámbito rural se preocupaban por participar en ellas, dado que les servía de escalón para establecer contactos con otros escenarios más vastos. Asistían a reuniones, cursillos y asociaciones. La experiencia del dirigente del PRT-ERP Mario Roberto Santucho, hijo de una militante de la Acción Católica que hizo sus primeras armas en las peñas americanistas de Santiago del Estero a fines de la década de 1950, cobra sentido dentro de este contexto más amplio (Santucho, 1988). Se constituyeron asociaciones con el propósito de fomentar el desarrollo industrial en el campo, con la anuencia de los obispos; se formaron también asociaciones de intereses que procuraban proteger a los consumidores, en especial en el nordeste del país.24 Las célebres Ligas Agrarias que impulsara el obispo de Goya Alberto Devoto luego de 1961 no fueron en este sentido ninguna excepción. Desde los tempranos años de la década de 1960, el Movimiento Rural de la Acción Católica fue capaz de mostrar un dinamismo excepcional, en comparación con otras ramas de esta misma asociación. De hecho, Primera Plana anunciaría en 1963 que una de las áreas donde la Acción Católica, por lo demás estancada, verificaba un innegable dinamismo era precisamente en la promoción rural.25 El mundo rural se hallaba en plena efervescencia asociativa. Para los jóvenes que habían nacido tierra adentro, esas asociaciones eran una ventana al mundo; en cambio, para aquellos que provenían de ámbitos urbanos, constituían la oportunidad de evadir las convenciones burguesas y entrar en contacto con lo “auténticamente” popular.
De todas formas no era necesario emprender la larga aventura de ir a misionar hasta los más alejados pueblitos del interior para experimentar algo de aquella sensibilidad antiburguesa a la que referimos. También la gran ciudad ofrecía la posibilidad de ser partícipe de ella. La presencia de la Iglesia Católica en las villas miseria del conurbano bonaerense desde fines de los años cincuenta cobró enorme interés para aquellos jóvenes que compartían esta sensibilidad. Graciela Daleo, de hecho, bastante antes de sumarse a los campamentos de verano de los que hablábamos más arriba, se había puesto en contacto con grupos de jóvenes católicos que iban a trabajar como voluntarios a los enclaves más pobres del conurbano. Incluso un diario como El Pueblo, que había sido uno de los más firmes baluartes del catolicismo más virulento de la década de 1930, comenzó a prestarle atención a esta cuestión cuando reapareció en 1956.26 Las nuevas diócesis establecidas en el Gran Buenos Aires fueron el escenario favorito de estas experiencias. Estos obispos se encontraron ante un terreno prácticamente virgen y debieron enfrentar cara a cara la realidad social. El tema los movilizó. Incluso hubo ocasiones en las que se acercaron en persona a una villa miseria cuando alguna de ellas cayó víctima de un incendio -la precariedad de los materiales hacía que este tipo de episodios se repitiera con frecuencia, atrayendo a su alrededor un corro de periodistas y curiosos-. Cuando una villa de emergencia se incendiaba, el impacto en la prensa solía ser casi inmediato; la publicidad obtenida resultaba por lo demás útil para conseguir con celeridad los recursos necesarios a fin de reconstruir las viviendas afectadas por medio de colectas y donaciones. Bernardo Verbitsky describió este fenómeno con claridad en Villa Miseria también es América (1957). En ocasiones era frecuente encontrar al sacerdote junto a los periodistas, e incluso a veces al obispo que no perdía la oportunidad de hacer pública su sensibilidad social por los más desamparados. Monseñor Lafitte fue uno de los tantos prelados que se preocupó por hacerse presente, haciendo notar su solidaridad hacia los damnificados.27
Pero no fueron los únicos. Emaús, una asociación católica fundada entre los jesuitas en 1952, promovió la formación de cooperativas para atender el problema de la vivienda en el conurbano, así como también se encargó de construir “villas de tránsito” que servirían de alojamiento provisorio para los habitantes de las villas miseria, a la espera de que abandonaran los barrios de emergencia. En la ciudad de Buenos Aires había una congregación femenina que en el barrio de San Telmo concentró sus esfuerzos en atender el problema de la vivienda, ubicando a familias sin hogar en casas prefabricadas.28 No tardaron en desarrollarse asimismo asociaciones católicas que se dedicarían específicamente a trabajar en las villas miseria. Fue el caso de ALCAL, asociación establecida en Lanús, dedicada a atender una de las villas de emergencia más grandes del conurbano, la llamada “Villa Jardín”. Bajo la batuta de una congregación femenina y con la colaboración de un grupo de vecinos, esta asociación se encargó de distribuir alimentos, ropa, medicamentos y libros entre los habitantes de estos barrios. Poco después esta villa se convirtió en la primera en contar con su respectiva capilla, una modesta construcción que fue levantada gracias a los aportes de los vecinos.29 Y, también, gracias a la colaboración de los jóvenes que, provenientes en algunos casos de parroquias céntricas, se alejaban de la gran ciudad para trabajar como voluntarios en barrios apartados. Las distintas diócesis no tardaron en establecer algunos “cursillos” para preparar a aquellos que se interesaban por trabajar en villas de emergencia.
En suma, desde fines de la década de 1950 la Iglesia se hizo eco de la sensibilidad antiburguesa cultivada por los jóvenes católicos y puso a su disposición una gama de actividades, tanto en los centros urbanos como en los más alejados pueblos del interior, que atrajeron su atención y lograron movilizarlos. La organización de campamentos misionales para jóvenes, el recurso a la música popular y el trabajo asistencial en las villas miseria constituyeron sin duda las principales novedades que gozaron de una capacidad de atracción intensificada con el correr del tiempo.

Cuidar la imagen

La cuestión de la vivienda y de las villas miseria no fue sólo objeto de preocupación entre algunos pocos sacerdotes y los jóvenes. Por el contrario, fue abordada con amplitud por el Episcopado, que se dio cuenta de que debía cultivar aquellas iniciativas dirigidas a apuntalar la imagen de una Iglesia inserta en el mundo y preocupada por la sociedad y el tiempo en el que le tocaba actuar. La jerarquía eclesiástica se “comprometió” en el asunto y formuló vastos programas, presentados la mayoría de las veces en un tono demasiado grandilocuente, con el propósito de promover la creación de cooperativas de vivienda. Fue la Fraterna Ayuda Cristiana (FAC, una de las ramas “ministeriales” del Episcopado que más tarde se conocerá bajo el nombre de “Cáritas”) la que con mayor agilidad promovió la construcción de viviendas bajo este régimen. Los proyectos solían incluir la promoción social a través de una cooperativa de consumo, una farmacia comunitaria, salas de jardín de infantes o de primeros auxilios. Es cierto que también solían ser más proclamados que llevados a buen puerto; era frecuente que se repitieran sucesivas ceremonias de bendición de la piedra fundamental de cada uno de estos proyectos, sin embargo eran escasas las inauguraciones de las obras concluidas. Había obispos que no dejaban escapar cada ocasión para convocar a una conferencia de prensa con el propósito de anunciar sus vastos planes, formulados por lo general con excesiva grandilocuencia, por mero afán propagandístico. Así el obispo de Avellaneda, Emilio Di Pasquo, que anunció en 1961 un ambicioso plan de construcción de 9.000 viviendas baratas.30 Sea como fuere, la intención bastaba para que la Iglesia -incluidas sus jerarquías- pretendiera ofrecer una imagen pública de honda preocupación por la cuestión de la vivienda de los sectores populares.
Esta imagen se completaba, además, con la intervención de los obispos en materias espinosas de índole social. Fuera la intervención de un párroco en un problema gremial, como ocurrió en Berisso en ocasión de un conflicto de los trabajadores del petróleo en 1958; fueran las declaraciones de monseñor Aramburu, obispo de Tucumán hacia 1960, expresando su preocupación por la situación de los cañeros o su abierta intervención en algunos conflictos locales a pedido de una delegación de trabajadores; fuera la declaración pública del cardenal Caggiano que, en su mensaje de Semana Santa de 1961, le solicitó al gobierno de Frondizi la libertad de varios presos políticos y gremiales. La intervención de Caggiano en el enfrentamiento mantenido por los trabajadores ferroviarios con el gobierno nacional a fines de 1961 fue incluso elogiada por la prensa extranjera; su imagen se agigantó en un santiamén, enfatizándose su capacidad de actuar como árbitro en los conflictos laborales.31 Sin duda, la prensa católica exageraba la actuación de los sacerdotes en este tipo de ocasiones y pintaba un cuadro en el cual, ciertamente, la situación jamás habría podido ser superada sin aquella intervención sacerdotal, juzgada, muy exageradamente, de carácter casi providencial.
La jerarquía eclesiástica se esforzaba por ofrecer dentro de lo posible la imagen de una Iglesia “comprometida” con hondas preocupaciones sociales, donde ni siquiera el más alto clero podría haber sido acusado de indiferente. Para los más altos dignatarios de la Iglesia argentina, cultivar esta imagen era tarea obligada; poco importaba que se ajustara cabalmente a la realidad. Es cierto que las jerarquías eclesiásticas de 1960 no gozaban de aquel mismo halo de grandeza que había existido en la década de 1930 en torno a monseñor Copello, a cuyo alrededor se había desarrollado un verdadero culto a la personalidad. 32 Sin embargo, cultivaban su reputación de todas formas, apuntalada gracias a la racionalización administrativa emprendida por el Episcopado en 1956.
No obstante, luego de 1962 tal imagen comenzaría a presentar flancos cada vez más discutibles. En cierta medida, fue el modo en que se hizo sentir en la Argentina la celebración del Concilio Vaticano II lo que contribuyó a erosionar la imagen de las jerarquías eclesiásticas. El Concilio tuvo una vasta repercusión en la prensa argentina, incluso en aquella de interés más general; no fue sólo la prestigiosa revista católica Criterio que por entonces dirigía Jorge Mejía la que se interesó por el Concilio e hizo de él un objeto de discusión y reflexión permanente. Con un mayor alcance que Criterio, publicación cuya influencia no solía ir mucho más allá de los sectores más ilustrados y progresistas del clero y del catolicismo argentinos, todos los medios de comunicación de masas contribuyeron a moldear la “nueva” imagen de la Iglesia. Los diarios de alcance masivo, la televisión y las revistas estuvieron pendientes de un evento que tenía una proyección universal.
Pero es la revista Primera Plana, verdadero ícono de la modernización social y cultural de la sociedad argentina de los años sesenta, la que nos interesa poner de relieve aquí: las “crónicas conciliares” que escribiera Tomás Eloy Martínez en esta publicación construyeron una imagen de la Iglesia, tanto universal como argentina, que encontraría un profundo arraigo. Mucho menos analíticas que las de Mejía en Criterio, y sin duda de menor vuelo intelectual, lograron sin embargo captar a un público amplio que apenas conocía superficialmente los cambios de la institución eclesiástica y se conformaba con una imagen a grandes trazos del modo en que avanzaban los impulsos reformadores. La Iglesia que describe Primera Plana es una institución que se halla tironeada en una difícil lucha consigo misma: por un lado, se elogiaba la actuación de aquellos católicos “progresistas” que se embanderaron por detrás del ímpetu renovador que supuso el Concilio; no obstante ello, este impulso se veía obstaculizado por la acción de los “conservadores” que veían con malos ojos cualquier ensayo reformista en el seno de la Iglesia, por más minúsculo que fuera. Ya en 1963 Paulo VI fue presentado en la revista como el “ala izquierda” de la Iglesia, dispuesto a inaugurar una nueva época. Pero lamentablemente entre los católicos subsistía, se subraya, una fuerte resistencia a los cambios. En especial, las jerarquías anquilosadas eran las que con mayor frecuencia se resistían a todo tipo de innovación. Ésta es la imagen de la Iglesia que se deja leer en Primera Plana; el cardenal Caggiano es presentado como el más firme bastión de los tradicionalistas y conservadores, que amenazan con frenar todo intento de cambio. Es una imagen caricaturizada. Tanto es así que provocó la respuesta de un lector de la revista, que envió una carta quejándose de que el cronista escribía sobre la Iglesia como si se tratara de un partido de fútbol. Algo de razón tenía, puesto que Primera Plana llegó al punto de publicar artículos con títulos tales como “CELAM 1 – Roma 0”.33 Claro que el Concilio Vaticano II no se reducía a esta visión tan tosca; era, sin embargo, la forma en que se lo presentaba para atraer la atención del público de masas.
En la caricatura del Concilio difundida por una revista como Primera Plana los conservadores y tradicionalistas, para peor, actuaban de manera sutil y oculta, como si complotaran contra los vientos de cambio que el Papado se había preocupado por impulsar. Vio la luz una manía conspirativa que se trasladó al seno de la Iglesia: se convirtió en un lugar común la denuncia del modo en el que los conservadores trataban de sabotear a hurtadillas cualquier gesto reformista. Y al igual que lo que ocurría con la sensibilidad antiburguesa descripta más arriba, la actitud conspirativa no fue tampoco un rasgo propio del catolicismo argentino de mediados de la década de 1960. Desde el desarrollo de la llamada Resistencia Peronista, la conspiración había encontrado un hondo arraigo en la cultura política de la época. Así, cuando Perón fracasó en su intento de regresar al país, se tejieron interminables rumores conspirativos acerca de cómo distintos “factores de poder” se habían complotado para impedírselo. En 1964, la conspiración se respiraba en todas partes. E incluso la Iglesia se puso a tono con esta mentalidad. Tan hondos eran sus vínculos con la sociedad que no pudo permanecer al margen de esta manía conspirativa. Fue así que un término como “preconciliar” devino prácticamente en un insulto en el catolicismo de los años sesenta. Denunciar a las jerarquías retrógradas y a los grupos tradicionalistas que las rodeaban se convirtió en moneda corriente en algunos grupos que comenzaron a cobrar identidad propia en el seno del catolicismo argentino. No hay que esperar al nacimiento del Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo para dar con este tipo de facción sacerdotal. La actitud conspirativa se combinaría con la sensibilidad antiburguesa a la que referimos más arriba para terminar alimentando un cóctel explosivo: la radicalización revolucionaria católica de fines de la década de 1960.

Epílogo

No hay duda de que fue una época de grandes cambios en la sociedad, la cultura, la política, las ideas, y así también en el catolicismo. La Iglesia vio cambiar su estructura institucional con la multiplicación de arquidiócesis, diócesis y parroquias; verificó, también, profundas transformaciones en su relación con los medios de comunicación desde 1955. En 1960, sin gran alharaca, sucumbió el diario El Pueblo, neto exponente del integrismo católico de los años treinta, y más que nunca se abrió el juego a una diversidad de voces y de enfoques que representaría una bocanada de aire fresco en una atmósfera hasta entonces fuertemente enrarecida. Se adoptaron nuevas estrategias para captar el interés de los jóvenes a través de peñas folklóricas, campamentos, misiones de iniciación en el interior del país o la música popular que le darían al catolicismo de esos años un tono más informal, empapándose de la sensibilidad antiburguesa de los jóvenes. Así, fue capaz de despertar el interés de los lectores de una revista como Primera Plana, ícono por excelencia de la modernidad de los años sesenta. Tanto es así que, mientras el periodista Jacobo Timerman preparaba el lanzamiento de Confirmado, otra de sus creaciones típicas de los años sesenta, no sorprendió que entre los temas que el público esperaba encontrar en la revista se incluyera la temática religiosa, según un sondeo de mercado realizado en 1965.34 El catolicismo se había impregnado desde 1955 del discurso desarrollista, tan en boga en los más amplios sectores sociales de la Argentina. Claro que el desarrollismo era un discurso que podía ser usado en muchos sentidos, como también ocurriría con la fórmula tan usual por esos años del “cambio de estructuras”: había ideas desarrollistas en los grupos de jóvenes católicos que años después terminaron por radicalizarse, como es el caso del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo; y no faltarían, a su vez, en el gobierno de Onganía quien, en las antípodas, pregonaría que, ante todo, debía prepararse el “tiempo económico”.35 Y en la Iglesia, así como en tantos otros ámbitos de la sociedad argentina, las ideas desarrollistas calaron bien hondo, y se usaron en sentidos no del todo coherentes entre sí.

Notas

1 Universidad Católica Argentina/Universidad Torcuato Di Tella/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: mlida@fibertel.com.ar

2 Sobre la centralidad del catolicismo en la década de 1930, véase Mallimaci (1988); Zanatta (1996); Bianchi (2002). Algunas discusiones historiográficas en torno a este tema en Lida (2010a). Para un estudio de alcance regional, véase Mauro (2010).

3 No repasaremos aquí la significación del Concilio Vaticano II. Ella fue estudiada en abundante bibliografía, consultar Touris (2000); Di Stefano y Zanatta (2000).

4 Sobre las transformaciones entre los intelectuales católicos, véase Zanca (2006).

5 Al respecto, entre otros trabajos, véase Caimari (1994); Lida (2005 y 2010b).

6 En este sentido, véase James (1995); Adamovsky (2009).

7 Véase Carlos Buela (1993); Graciela Borrelli (2003).

8 Sobre la capacidad de movilización del peronismo y sus estrategias de propaganda, consultar Plotkin (1993); Gené (2005).

9 Una síntesis de las medidas de modernización en Fabris (2011).

10 Ejemplos de estadística religiosa elaborada por el episcopado pueden verse en el Boletín de la Agencia Informativa Católica Argentina (AICA), 11 de junio de 1956, 9 de diciembre y 30 de diciembre de 1960. Sobre la reorganización del episcopado, véanse las resoluciones de la Asamblea Plenaria de Calamuchita en la Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires (REABA), febrero de 1956.

11 Boletín de la AICA, 8 de marzo de 1957 y 5 de junio de 1959.

12 Boletín de la AICA, 8 de marzo de 1957.

13 El reconocimiento del diaconado permanente y sus atribuciones, con el Concilio Vaticano II, respondía a una necesidad demográfica en países de descolonización reciente, en la segunda posguerra. Al respecto véase Balián de Tagtachián (1998).

14 Pueden verse al respecto los informes de las misiones del interior del país efectuadas por los padres Oblatos de María en el archivo de la congregación (parroquia de San Roque, Ciudad de Buenos Aires). Se destaca la documentación sobre el padre Amílcar Merlo.

15 Boletín de la AICA, 18 de marzo de 1960.

16 Sobre esta experiencia puede verse El Pueblo, 22 de abril de 1949, p. 6 y 6 de septiembre de 1949, pp. 6-7. También, Boletín de la AICA, 12 de junio de 1959.

17 Acerca de la faceta comercial del Congreso Eucarístico Internacional, véase Lida (2009b).

18 Boletín de la AICA, 17 de noviembre de 1956.

19 Utilizamos el concepto “antiburgués” en un sentido parecido al de Eric Weitz (2007) en su análisis de los cambios en la cultura, la sociedad y la sensibilidad de la época de Weimar.

20 El Boletín de la AICA registra semana a semana estas experiencias: los nuevos discos que conocen la luz, los concursos de música y de canción religiosa. En este clima nació en 1956 la primera editora de discos religiosos (PREDIR), de corta vida.

21 Boletín de la AICA, 6 de febrero de 1959. En 1960, en San Luis se organizaron ocho equipos misionales con dos sacerdotes, véase Boletín de la AICA, 5 de febrero de 1960.

22 Sobre la AMA, véase Boletín de la AICA, 26 de enero de 1962. Sobre la experiencia de los jesuitas, Boletín de la AICA, 16 de febrero de 1962. Sobre el caso de Formosa, Boletín de la AICA, 28 de diciembre de 1962.

23 Sacerdotes, sociólogos y médicos en lucha contra el subdesarrollo. (1963, mayo 14). Primera Plana, p. 30.

24 Un ejemplo en este sentido es la Asociación Pro Desarrollo Agrario Industrial Juan XXIII, de Itatí, respaldada por el arzobispo de Corrientes. Al respecto, véase Boletín de la AICA, 25 de agosto de 1961. El obispo Quarracino de 9 de Julio organizó por su parte una tarea de capacitación rural para jóvenes (Boletín de la AICA, 9 de julio de 1963).

25 Acción Católica Argentina: apostolado, política y sociología. (1963, marzo 5). Primera Plana, p. 9.

26 El Pueblo, 28 de diciembre de 1956, p. 4 y 25 de enero de 1957, pp. 6-7.

27 Monseñor Lafitte visitó el barrio de emergencia que se incendió en Saavedra en 1957; por su parte, Monseñor Schell, obispo coadjutor de la diócesis de Avellaneda, hizo lo propio en un incendio en Villa Cartón, de Isla Maciel, en 1958. Boletín de la AICA, 11 de enero de 1957 y 13 de junio de 1958.

28 Una breve reseña de las actividades de Emaús puede hallarse en Boletín de la AICA, 27 de julio de 1956. La obra de las hermanas de la Asunción está reseñada en Boletín de la AICA, 7 de diciembre de 1956.

29 Sobre esta experiencia puede verse el Boletín de la AICA, 28 de noviembre de 1958 y 22 de julio de 1960.

30 Sobre las iniciativas de la FAC y de otras organizaciones en pos de las cooperativas de vivienda, véase Boletín de la AICA, 8 de febrero de 1957, 26 de julio de 1957 y 14 de septiembre de 1958. Sobre Di Pasquo, Boletín de la AICA, 13 de octubre de 1961.

31 Acerca de estos incidentes, véase Boletín de la AICA, 28 de febrero de 1958, 17 de julio de 1959, 20 de enero de 1961, 31 de enero de 1961, 1º de diciembre de 1961 y 15 de diciembre de 1961.

32 Al respecto, ver Bianchi (2005).

33 Primera Plana, 12 de marzo de1963, p. 30.

34 “Alto porcentaje de lectores pide temas de religión”, Boletín de la AICA, 1 de junio de 1965.

35 Para un análisis de las ambigüedades del desarrollismo, véase Altamirano (1998).

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Fecha de recepción de originales: 04/07/2011.
Fecha de aceptación para publicación: 14/06/2012.