DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v24i2.4811
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Debates, ensayos y comunicaciones
Historias sumergidas, pueblos indígenas y narrativas nacionales: ¡apuntes para que un país tenga sentido!1
João Pacheco de Oliveira
Museu Nacional-Universidade Federal do Rio de Janeiro
Brasil
Correo electrónico: jpo.antropologia@mn.ufrj.br
Cuando el interés por el estudio de los fenómenos sociales llegó a las
universidades y a la academia, parecía exigir un lenguaje aséptico y artificial, pensado a
imagen y semejanza de las ciencias más antiguas (como la biología y la matemática).
Un contexto histórico muy particular –el hecho de que dicho conocimiento se
cristalizara inicialmente en las metrópolis coloniales– infundió en los practicantes de
esa nueva ciencia la ilusión de llevar a cabo sus estudios en condiciones de laboratorio.
Sin embargo, los hechos socioculturales, así como los de supuesta observación
directa, no prescinden de la relatividad y de la finitud, y están envueltos,
necesariamente, por memorias y usos sociales. Incluso la construcción de nuevos
conceptos no puede nunca alcanzar un lenguaje artificial y puramente analítico,
desprovisto de presupuestos culturales y de implicancias políticas. Una vez salidas de
las páginas de un libro, o del pizarrón de un aula en las universidades, las leyes de la
economía o las pulsiones de la libido, entre otras nociones, se convierten en
motivadores de acciones y, por lo tanto, en objetos de pasiones y disputas.
La explicitación del lugar preciso de las enunciaciones es hoy un instrumento
esencial de vigilancia para el conocimiento crítico. Para ser capaz de describir y analizar
a las personas y a las colectividades que este estudia, el investigador precisa explicitar
sus condiciones de observación y las complejas redes que, en múltiples escalas, lo
relacionan con el objeto de sus investigaciones. En mis textos, llamo a esto “situación
etnográfica” (pensando en el trabajo de campo, actividad productora de nuestros
datos, en tanto práctica fundante de la disciplina de la cual formo parte: la
antropología).
El tiempo no está excluido de esa forma de pensar el lugar (“location”), siempre
poblado por sentidos y por memorias, ya sean reificadas o difusas, canónicas o
clandestinas, visibles o sumergidas. Por más que esto nos genere cierta incomodidad,
debemos retomar el pasado, el cual jamás estará dado porque está interrelacionado
con nuestra contemporaneidad, trayendo nuevas narrativas para articular otros
sentidos posibles.
Mis palabras en la apertura de ese congreso, acto que nos reunió en Santa Rosa
en la Universidad Nacional de La Pampa en 2016, no podría haber comenzado sin
retrotraerse a este mismo lugar –La Pampa– 137 años atrás. Quien vivió o vive en la
nación argentina no tiene cómo desconocer la importancia extraordinaria y el carácter
emblemático de este lugar. Las narrativas e imágenes inculcadas en la escuela sobre los
horrores de los “malones”, entreoídas con temor y hasta con alivio en la vida familiar,
cargadas de jocosidad en el contacto con los niños y los inmigrantes pobres, revestidas
de emoción y belleza por la literatura y por las artes, se convirtieron, en la vida pública,
en símbolos de nacionalidad.
Existe, sin embargo, otra memoria sobre tales hechos, guardada celosa y
clandestinamente por los descendientes de los que fueron victimados por esa guerra,
promoviendo otra campaña de recuperación de derechos y dignidad. En las últimas
décadas, investigadores argentinos también llevaron a cabo un trabajo ejemplar de
indagación, desarrollado en archivos y a través de la historia oral, cuya lectura siempre
recomiendo a mis colegas y estudiantes brasileños.2
Actualmente, sabemos que no se trató de una saga militar, de una cruzada
redentora, de lucha entre “la civilización y la barbarie”, sino de un proceso de
expropiación de territorios nativos que conllevó: parcelación de tierras, corrupción,
favoritismos, clientelismo, desplazamientos forzados (que en condiciones crueles
mataron más que las propias guerras) y campos de concentración con cercos de hasta
tres metros de altura. Sabemos que imperó el régimen de trabajos forzados
(reestableciendo de hecho la esclavitud abolida en los primeros años de la
independencia), que hubo separación de familias, abusos sexuales y torturas. A hierro y
fuego, prácticas racistas y genocidas pretendieron eliminar todos los indicios de la
anterior ocupación indígena de esas tierras.
Periodistas, escritores y científicos ampliaron la voz de los pueblos originarios y
apoyaron sus demandas. Hoy, las luchas por sus derechos están muy vivas, abarcando
incluso la redefinición de símbolos fundacionales. Estamos muy contentos de saber que
la Avenida Julio Argentino Roca, en Río Negro, se transformó primero en “Pueblos
originarios” y después en “Lonko Valentín Sayhueque”.
Independientemente del horror que hoy nos suscita, en tanto estudiosos y
activistas, no se debe minimizar la importancia de la llamada “Campaña del Desierto” y
mucho menos olvidarla. Para los pueblos indígenas y los movimientos sociales, siempre
será una inspiración para exigir cambios que hagan que el país sea más inclusivo y
menos desigual. Pero para los científicos también debe ser algo más allá. Sin ninguna
intención de provocar, creo que podría ser un tema muy estimulante para una clase
inaugural de un curso de ciencias políticas, sociología o de antropología. Ella fue la
condición de posibilidad de la formación de una nación argentina con los límites
territoriales que conocemos actualmente. El país que vivenciamos, con su ganadería y
sus enormes campos, las colonias agrícolas, los inmigrantes europeos, el clientelismo
local y las articulaciones entre la provincia y la Capital Federal, más el papel tan
destacado de los militares, todo parece reposar de algún modo en ese hito de la
historia. La “Campaña del Desierto” se constituye como un ejemplo privilegiado de un
complejo proceso social de creación de una frontera, en sí mismo terrible pero muy
inspirador para ejercicios comparativos y análisis teóricos.
De todos modos estamos lejos de hablar de una especificidad argentina. Del
otro lado de la cordillera, la ocupación de la Araucanía fue una pieza clave en la
formación territorial de la nación chilena, finalizada por el mismo ejército que venció a
Perú y a Bolivia en la Guerra del Pacífico (Pinto Rodríguez, 2003). Fueron dos décadas
de conflictos, de 1862 a 1883, con la implementación de un sistema de fortificaciones y
poblados al sur del río Bío-Bío, y el establecimiento progresivo de colonos (inmigrantes
europeos en gran parte) en las tierras más fértiles del país. La batalla de Temuco
terminó con la autonomía política y económica de los Mapuches. En las décadas
siguientes, mediante la concesión de títulos de merced, una pequeña parte de familias
indígenas fueron reasentadas en reducciones. El tamaño total de las mismas
representaba solo el 13% del territorio Mapuche delimitado en 1641 (Bengoa, 2000).
Es decir, después de dos décadas de escaramuzas y de conflictos localizados, y
actuando de modo convergente pero aparentemente independiente, en solo cuatro
años (de 1879 a 1883) Argentina y Chile acabaron con el Puel Mapu –el territorio de los
pueblos Mapuche–, cuyas dimensiones eran semejantes a las de naciones europeas
como Bélgica u Holanda, que mantenían en esa época extensas posesiones coloniales.
En general, cuando hablamos del exterminio de indígenas, nuestros oyentes
suponen que estamos remontándonos a cinco siglos atrás, a hechos remotos y mal
definidos del comienzo de la colonización. A exploradores sedientos de sangre y oro.
Ubicados sólidamente en un cronocentrismo que imagina a la historia como una
evolución, como una iluminación progresiva de las barbaries del pasado, no los
conmueve oír sobre la masacre de los indígenas en el siglo XVI. Pero en este caso en
particular, la distancia temporal no les asegura, de ningún modo, la creencia en un
camino feliz y pacífico hacia la modernidad.
Para escaparnos de cualquier sospecha de estar reavivando lo que Bartolomé de
las Casas denominó la “leyenda negra” de la colonización española en América, vamos
a dirigirnos a la otra punta del continente, la América del Norte, colonización
promovida por ingleses, franceses, holandeses, rusos y también por españoles. Los
mapas que veremos a continuación acompañan, de modo ilustrativo y didáctico, el
proceso de formación nacional de los Estados Unidos con la progresiva incorporación
de los territorios ocupados por los pueblos autóctonos.
Estos mapas provienen de un cuadro/estudio histórico presentado en el
Immigration Museum (Ellis Island, New York City). El primer mapa muestra las tierras
ocupadas por indios y colonos en 1783, durante la Guerra de Independencia con los
ingleses. Las tierras de los colonos suman menos de una quinta parte de la extensión
del país. En el mapa siguiente, de 1854 (época de la Guerra de Secesión), toda la región
oeste de los Estados Unidos –representa cerca de la mitad– aún se mantenía bajo el
control de las naciones indígenas. En el tercer mapa, de 1890 (ya con la expansión de la
red ferroviaria, la agricultura y la minería), la colonización alcanza la costa del Océano
Pacífico y los indígenas son confinados a territorios limitados, que no llegan a cubrir la
quinceava parte del país.
Mapa 1. Territorios ocupados por indígenas y territorios tomados. Estados Unidos, 1783
Mapa 2. Territorios ocupados por indígenas y territorios tomados. Estados Unidos, 1854
Mapa 3. Territorios ocupados por indígenas y territorios tomados. Estados Unidos, 1890
Un cuarto mapa, titulado “La frontera indígena y los mayores conflictos”, elaborado por Roger Nichols (2014, p. 105), indica la gran aceleración en el proceso de creación del actual territorio estadounidense, concretado a través de las guerras y la anexión de territorios indígenas por medio de tratados y de compras. En contraste con el período colonial, cabe notar que tal proceso de incorporación de territorios indígenas sucedió durante la etapa de formación nacional, principalmente en las últimas décadas del siglo XIX. El primer mapa (de 1680), con casi dos siglos de colonización europea, muestra dónde vivían las naciones indígenas más grandes de América del Norte.
Mapa 4. Expansión de la frontera en América del Norte
No les traeré, claro está, datos e interpretaciones fragmentadas que pude
recopilar de mis lecturas de autores argentinos, chilenos y norteamericanos. Les hablaré
sobre Brasil, aportando datos de mis propias investigaciones y de trabajos de colegas
historiadores y antropólogos.
En 1750 el Tratado de Madrid, que sustituía a la antigua división del mundo
entre España y Portugal (Tratado de Tordesillas), garantizaba a la colonia de Brasil un
perfil geopolítico muy próximo al de la época de la independencia. La doctrina del uti
possidetis (derecho del ocupante) de ninguna manera podría ser sostenida por una
simple expansión de los portugueses al interior. Contrariamente a lo que algunos
historiadores difundieran en la primera mitad del siglo XX, no podía justificarse jamás
por los Bandeirantes, que eran solamente buscadores de oro y de esclavos indios, no
colonos o campesinos.3
Lo que permitió en la región de Mato Grosso la aplicación del uti possidetis fue
la presencia permanente de pueblos indígenas que entretejían relaciones de amistad
con comerciantes portugueses y brasileños, incluso celebrando tratados de
colaboración mutua, al igual que con la Guaikurus, Terena y Apiaká. En la Amazonía
fueron las numerosas misiones de carmelitas y de franciscanos quienes se asentaron allí
a principios del siglo XVIII, expulsando a los jesuitas españoles, e incorporaron el
llamado "reino de los Omaguas" y mantuvieron relaciones de convivencia con muchos
pueblos indígenas. El mismo argumento será usado mucho más tarde, a comienzo del
siglo XX, en Roraima (en los límites de Brasil con la Guyana Británica), justificados por la
presencia de la numerosa población del pueblo Macuxi.
El Imperio del Brasil poco después de su fundación no se correspondía en
absoluto con los límites actuales del país. Hubo, sin dudas, una ampliación de tierras en
función de guerras y litigios con países vecinos, hecho notorio también en la historia de
Estados Unidos y de Chile. Concentrando todavía la atención en la relación de los
Estados-nación en formación con los territorios indígenas, es evidente que las enormes
regiones que hoy forman parte del mapa político del país estaban completamente
aisladas, viviendo bajo el control de diferentes pueblos indígenas.
Esto ocurría en las provincias del sur con los indios Kaingang; al norte de Minas
Gerais con los Botocudos y los Xacriabás; al sur de Bahia con los Pataxós y los
Tupinambás; en el centro-oeste con los pueblos de lengua Jê; en los límites con la
región del Chaco con los Terenas, Kadiwéus y Guaraníes; en Mato Grosso donde
sobresalían los Apiakás y los Parecis; finalmente, en el inmenso valle del Amazonas
donde decenas de pueblos formaban un mosaico de lenguas y culturas, con algunas
áreas de fuerte resistencia, como aquellas habitadas por los Muras, Mundurukus,
Crichanás, Xavantes, Teneteharas y Makuxis.
El ritmo de ocupación de las regiones interiores de Brasil fue muy lento. En el
Atlas del Imperio del Brasil, elaborado en 1868 (ver Mapa 5), el estado de São Paulo
estaba constituido por 26 comarcas, 25 de las cuales poseían capital, ciudades,
poblados, parroquias y colonias cuidadosamente identificadas (Mendes de Almeida,
1868). En Itapeva, la comarca número 26 abarcaba más de la mitad de la superficie del
Estado. No hay ninguna señal de presencia de brasileños y una inscripción dice
“Terrenos ocupados por indígenas feroces”.
Cien años después de la independencia, en 1920, un mapa elaborado por el
Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (Neiva, 1947, p. 259) muestra que,
alejándose de las regiones litoraleñas, la densidad poblacional del Brasil se mantenía
extremadamente baja, siendo de 0,5 habitantes por km² en la gran mayoría del interior
del país (ver Mapa 6). Algunos años más tarde, en 1940, el mapa (Neiva 1947, p. 259)
cambia con la ocupación casi completa de la tierra dentro de la región sur (colonias
agrícolas) y en la parte sur de Bahia (la producción de cacao para la exportación) (ver
Mapa 7).
Mapa 5. Provincia de São Paula. Mapa do Império do Brazil
Mapa 6. Densidad de población en Brasil en 1920
Mapa 7. Densidad de población en Brasil en 1940
En virtud de la dimensión continental de la joven nación (concebida como un
Imperio y no como una República), así como de su gran dispersión espacial y de una
diversidad ecológica y cultural extrema, los procesos de conquista ocurrieron en
diferentes momentos de la historia, realizados por distintos intereses económicos y
mediante formas políticas disímiles.
La guerra declarada, tanto a los Botocudos de Minas Gerais y Espírito Santo
como a los indígenas Kaingang y otros que ocupaban los campos de Guarapuava
(Paraná), sucedió en las dos primeras décadas del siglo XIX e inclusive comenzaron
antes de la Independencia.
Las misiones religiosas implantadas en la segunda mitad del siglo XIX en
diversas regiones del país (Amazonas, Maranhão, Bahia, Minas Gerais, Paraná) fueron
las puntas de lanza para la posesión de territorios indígenas por parte de colonos y grileiros (usurpadores de tierras).
Las acciones de exterminio contra los Kaingang, realizadas por “bugreiros”
(cazadores de indios remunerados por hacenderos y colonos), se extendieron por las
primeras décadas del siglo XX, en el sur con los Kaingang y los Xokleng, y en el Mato
Grosso con los Terenas y los Guaraníes.
La conquista del valle amazónico habitado por “indios bravos” fue realizada por seringueiros (explotadores del caucho) durante la expansión de la producción de
caucho a fines del siglo XIX e inicios del XX. Esto, cabe notar, con la ausencia casi total
del Estado y con el exterminio de pueblos y comunidades indígenas en número
desconocido.
Las llamadas “pacificaciones” realizadas por el Servicio de Protección a los
Indios (SPI) tuvieron lugar básicamente en Mato Grosso, en las dos primeras décadas
del siglo XX, con una presencia destacada en la prensa y en el ambiente cultural y
político de la República.
Los territorios indígenas de la región del Brasil Central y del Alto Xingu fueron
incorporados realmente a la vida económica del país a partir de las décadas de 1940 y
1950, así como otras regiones de Mato Grosso, Pará y Rondônia.
Sin embargo, el factor común entre todos estos conflictos fue el hecho de haber
sido considerados acontecimientos estrictamente locales, desprovistos de mayores
repercusiones políticas o económicas, y jamás tenidos en cuenta como importantes
para la vida de la nación. Los relatos siempre estaban centrados en la “sorpresa”, por
parte de viajantes y exploradores, de encontrar todavía “indios salvajes” en el interior
de la nación. ¿Qué hacer con este tipo de personas, reportadas como si fueran tan
extraordinarias y anecdóticas como la llegada de marcianos o, al contrario, sublimes
como un ET (extra-terrestre) para niños de buen corazón?
En la mayoría de los casos, las autoridades provinciales actuaban en forma
“pragmática”, consideraban a los indígenas (en modo semejante a algunos antiguos
cronistas coloniales) como parte integrante de las “plagas que infectaban las planicies”
del interior del país. Equiparados de esta forma a las serpientes, hormigas, mosquitos y
enfermedades endémicas varias, los indios deberían ser exterminados, removidos del
camino del “progreso” (pero –esto era muy importante!– de forma rápida y silenciosa).
A su vez, la intervención federal era realizada por una agencia específica (el
Servicio de Protección a los Indios/SPI), y promovida, al contrario, por una ideología
proteccionista y humanitaria: en sus “pacificaciones”, el lema de Rondon era “morir si es
necesario, matar nunca” (Souza Lima, 1995). Si bien representaba la política oficial en lo concerniente a las poblaciones indígenas, solo fue ejecutada en algunos casos muy
especiales, cuando los conflictos con los indios eran reiteradamente registrados por la
prensa y adquirían una gran visibilidad pública. La polaridad radical entre la política
indigenista del Brasil y de otros países de América del Sur es en gran parte el resultado
de la construcción intencional de una "vitrina", en la cual sobresale la preocupación con
las autorrepresentaciones y clasificaciones jurídicas, estéticas y filosóficas, no con las
prácticas que concretamente ocurrieron en diferentes regiones del país.
En mi país, las bases primarias sobre las cuales descansan las interpretaciones
acerca de la relación entre la nación y sus poblaciones autóctonas, fueron enunciadas
hace más de 150 años por la construcción intencional y sistemática de “la primera
historia del Brasil”, escrita por Francisco Adolfo de Varnhagen (1978 1854). Para
Varnhagen y generaciones sucesivas de historiadores y literatos, Brasil fue siempre
imaginado como un proyecto y una creación puramente portuguesa. La preocupación
central fue destacar los elementos de continuidad con las instituciones, doctrinas y
significados encontrados en la vida lusitana, para explicar de ese modo su unidad
geográfica y política, así como la forma de gobierno (monarquía) que acompañó al
proceso de la independencia y de la construcción de las instituciones nacionales.
Aunque el pueblo brasileño era descrito como el resultado del cruce entre tres
razas (blancos, negros e indios), no existía ninguna igualdad entre ellas. De formas
diferentes, indios y negros siempre fueron considerados desde un punto de vista
racista y prejuicioso. Los primeros, solo como parte de una frontera en expansión cuyos
habitantes, por principio, estaban desprovistos de derechos, asemejándose a los
pueblos enemigos. Los segundos, tratados legalmente como mercadería y sometidos a
la condición de esclavos.
Una ausencia escandalosa, constantemente repetida y naturalizada en las
grandes interpretaciones sobre el Brasil, es la relativa a la participación de lo indígena.
Desde Varnhagen hasta los historiadores marxistas del siglo XX, la presencia indígena
en la formación de la nacionalidad fue tratada de modo exotizante, como fruto
exclusivo de casualidades, incidentes menores y relatos pintorescos. No importa que
adopten una ideología liberal o socialista, que reemplacen portugueses por ingleses y
norteamericanos, si ciertas interpretaciones sobre el Brasil continúan naturalizando los
prejuicios contra sus poblaciones autóctonas e ignoran totalmente las experiencias
fundacionales de la creación de la colonia.
La importancia de los pactos y estrategias locales con relación a los indígenas, la
diversidad del potencial económico de las diferentes regiones, la complejidad del tejido
social de la colonia, los reiterados esfuerzos de colonización emprendidos por otras
potencias europeas, las constantes guerras contra los indígenas, las permanentes
protestas y las rebeliones nativas y populares han sido fenómenos minimizados,
descritos con ligereza y analizados muy superficialmente.
Precisamente, en ese intervalo de tiempo –cuando los pueblos Mapuches, los de
la mitad occidental de los Estados Unidos y los de la selva amazónica perdían su
territorio–, el pensador francés Ernst Renan (1992), en una conferencia dictada en París
en 1882 buscaba conceptualizar qué sería una nación. El llamó la atención sobre un
aspecto muy poco analizado en los debates sobre el tema:
El olvido, y yo diría incluso el error histórico, es un factor esencial para la creación de una nación. Es así que el progreso de los estudios históricos puede ser, frecuentemente, un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, trae a la luz los hechos de violencia que sucedieron en el origen de todas las formaciones políticas, aún de aquellas cuyas consecuencias fueron más benévolas. La unidad se logra, siempre, de modo brutal (pp. 41-43).
Walter Benjamin (1986), autor alemán de origen judío y socialista, aporta una clave imprescindible para reflexionar acerca del proceso de escritura de la historia. Sus palabras, que todavía resuenan en los debates contemporáneos, fueron escritas en medio de una Alemania dominada por el nazismo y donde estaba en marcha el Holocausto (más exactamente, luego de firmado el tratado de paz entre ese gobierno y la Unión Soviética):
los bienes culturales que él [historiador] abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie (p. 225).
Lo que quisiera proponer aquí es otra lectura de los episodios iniciales de la
historia del Brasil, inspirada en las perspectivas y estrategias de las poblaciones
autóctonas –las primeras colectividades sometidas en la construcción de la historia
nacional–. Se trata de “escribir la historia a contrapelo”, haciendo estallar una estructura
narrativa que continúa siendo redactada exclusivamente bajo la perspectiva de los
vencedores.
Basándome en estas dos referencias, retomo mi línea argumental. La unidad de
análisis social a la que denominamos nación, con todos los bienes culturales que la
exaltan y dignifican, está asentada en procesos violentos de sometimiento de las
diferencias y en la erradicación, sistemática y rutinaria, de heterogeneidades y de
autonomías. Los hechos y personajes de estos procesos son objeto de fuerte control
social, presentándose a las siguientes generaciones de forma ritualizada, e
institucionalizados en ciertas formas de percepción y de narratividad. La variabilidad de
sus usos, en contextos sucesivos y diversos, no llega a desestabilizar la espesa red de
olvidos sobre la cual se asientan dichos acontecimientos.
La ritualización de una narrativa aproxima ciertos eventos distantes en el tiempo
y en el espacio. Penetra en la mente de los ciudadanos a través de las formas más
diáfanas y variadas, por más que éstos jamás hayan aprendido y utilizado,
conscientemente, tales relatos. La construcción de una identidad nacional exige, de
todos modos, bastante más que eso. La reelaboración radical del pasado tiene, allí, un
rol central donde la sistemática exclusión y re-semantización de los hechos históricos
son transformados en algo bien diferente de lo que efectivamente fueron.
Las escenas de la fundación, de las que nos hablan las historiadoras Doris
Sommer (1993) y Patricia Seed (1997) nunca serán una transposición literal del pasado,
por más que sean vistas como si realmente lo fueran. Éstas son completamente
reconstruidas, estableciendo una nueva jerarquía entre los personajes centrales y
periféricos, entre las zonas de lo visible y de lo secundario. Los hechos referidos están
completamente recubiertos por una nueva jerarquía entre las partes constitutivas, con
un nuevo enmarcamiento sistemático de los personajes y de las relaciones que
mantienen entre sí.
Mi intención aquí, al igual que en otros textos y conferencias sobre la narrativa
de la historia de mi propio país, no es la de reavivar la polémica sobre personajes de la
historia reciente –con el propósito que un historiador conservador hace algunos años
denominó como “mezquina” por embarrar a los héroes nacionales (Juan José Cresto,
2004)–.4 Nuestro ejercicio crítico no es el de instituir héroes y villanos, sino el de
comprender cómo operó la “servidumbre anónima de sus contemporáneos”. ¿Cómo
fue que ciudadanos comunes, buenos padres de familia en su mayoría, cristianos
convencidos y portadores de ideales humanitarios, pudieron convivir con esas prácticas
que negaban, flagrantemente, los valores de la modernidad, violando el principio de
igualdad de derechos, aboliendo la libertad y rescatando formas coloniales de
violencia, coerción y arbitrio? Es muy cómodo recurrir a un abordaje maniqueísta de la
historia, endilgando el Holocausto a las fantasías y delirios de un psicópata. Sin
embargo, ¿a quién podemos culpabilizar simplonamente por la intolerancia y el
racismo que integran los actos y momentos fundadores de nuestras historias
nacionales en Argentina, Chile, Estados Unidos o Brasil?
Sería ingenuo enfocar nuestra atención solo en Domingo Faustino Sarmiento y
su cruda defensa del exterminio de los indígenas, escrita en 1844 y republicada tres
décadas después, en vísperas de la “Campaña del Desierto”: “Incapaces de progreso, su
exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni
siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”.5
Militares, políticos, comerciantes y periodistas participaron de ese modo de
pensar, confluyeron para hacer posibles los hechos de esa guerra. Es importante
recordar que las generaciones posteriores de ciudadanos, incluso los contemporáneos,
convivieron con los relatos de glorificación del exterminio, teniendo que crear una
espesa capa de racismo e indiferencia.
En Brasil, las doctrinas y autorrepresentaciones referidas a la incorporación de
los indígenas no proceden de la misma manera. Creado como una monarquía en lugar
de una república, coexistiendo un largo período con la esclavitud y con una fuerte
presencia del clero en la política y en la administración, el “racismo a la brasileña”
asumió formas muy diferentes. Con aspecto más suave, pero con efectos y prácticas
igualmente letales.
En un texto clásico, “Notas para la civilización de los indios bravos”,6 escrito en
1823, José Bonifácio de Andrada e Silva marcaba su discordancia con respecto a la
aplicación de la política colonial de “guerra justa” con las poblaciones autóctonas. “Fue
ignorancia lisa y llana, por no decir una brutalidad, querer domesticar y civilizar indios
con la fuerza de las armas, y con soldados y oficiales con poco juicio, prudencia y
moralidad, en su mayoría” (art. 7). El autor expresa su desagrado al ver que “en un siglo
tan iluminado como el nuestro [en referencia mordaz al Iluminismo], los Botocudos, los
Puris y los bugres de Guarapuava son convertidos nuevamente de prisioneros de
guerra en miserables esclavos”.
Para José Bonifácio de Andrada e Silva (1992), la estrategia de construcción
nacional exigía atraer a los “indios bravos” (que representaban un cuarto de la población según un relevamiento realizado en las parroquias). A su modo de ver, “el
hombre primitivo no es naturalmente bueno ni malo, es un mero autómata cuyos
resortes pueden ser puestos en acción con el ejemplo, la educación y los beneficios”. Y
remataba enfáticamente:
si Newton naciera entre los Guaraníes, no sería más que un bípedo que pesaría sobre la superficie del planeta; sin embargo, un Guaraní criado por Newton podría, tal vez, ocupar su lugar […] A los indios bravos no les falta la luz de la Razón (p. 350).
El autor de estas palabras no era un filósofo, sino un hombre de Estado, primer
ministro y consejero del Emperador, el ideólogo más evidente de la Independencia. El
texto fue aprobado en la primer Asamblea Constituyente. Si bien no fue transformado
en ley, fue concebido como un extenso reglamento (con decenas de artículos) que se
convirtió en una pieza intelectual y política ampliamente conocida, un referencial
absolutamente esencial para entender la legislación y el pensamiento político del país
en formación.
El modo de incorporación de los indígenas a la joven nación exigía el ejercicio
de lo que hoy denominamos tutela, a la que José Bonifácio nunca trató como un
instituto jurídico. De acuerdo con los principios del liberalismo de su época, él la
asociaba con las virtudes transformadoras del comercio universal. No obstante,
generaciones de antropólogos, literatos e indigenistas, interpretaron a la tutela de un
modo unilateral y equívoco, únicamente desde su aspecto formal, como un mandato
de protección y asistencia. Vale decir, explicitado solo desde la perspectiva de los
tutores y del Estado.
Pero la tutela precisa ser abordada como un fenómeno sociológico, del modo
en que propuse en diversos trabajos, o sea, así como un ejercicio de mediación
coercitiva que, apoyado en las leyes y en los usos y costumbres, engendra y reproduce
frecuentemente en forma prejuiciosa y racista un “otro interno”. Las más variadas
formas de trabajo forzado están asociadas al régimen tutelar y a los modos de
construcción de grupos sociales pensados como “otros internos” (es decir, con la
imposibilidad de portar derechos atribuidos genéricamente a los ciudadanos).
La posición de tutor no propicia solo acciones de protección y de asistencia,
sino también actos de restricción de intereses y de derechos, acciones represivas
fácilmente justificadas por medio de intenciones pedagógicas y de ejemplaridad ética.
La condición tutelar instaura un espacio social legitimado a los juegos económicos y
políticos en que la actuación del tutor oscilará entre los intereses atribuidos al tutelado
y los intereses contrarios de agentes externos circunstanciales.
Como correlato de la diversidad de formas de producción y de agentes
económicos interesados en los territorios indígenas, así como de la multiplicidad de
usos que podrán ser dados al trabajo indígena, el ejercicio de la tutela asumirá formas
bastante diferentes en las diversas regiones que componen el país. La expansión de las
fronteras económicas en el interior no redundó en actividades desordenadas y
contradictorias, sino en diferentes experiencias adaptativas que se integraron en una
forma de desarrollo depredador pero articulado.
Aunque parezcan absolutamente contradictorias desde el punto de vista de las
autorrepresentaciones nacionales, exterminar indios o colocarlos bajo la tutela del
Estado fueron acciones frecuentemente asociadas al proceso de incorporación de los
territorios indígenas. Cuando la ocupación de dichos territorios apuntaba a la implementación de emprendimientos coloniales altamente lucrativos, prevaleció la
política del aniquilamiento. Al revés, en Brasil, dadas las autorrepresentaciones antes
comentadas, el exterminio ocurrió no como iniciativas oficiales y campañas militares,
sino bajo la forma de la ausencia u omisión de una acción gubernamental.
Así sucedió, por ejemplo, en la región sur del país (con inmigrantes europeos).
Como también en el valle amazónico con los seringueiros nordestinos insertos en una
red financiera internacional de producción de caucho autóctono para la industria. En
otras regiones, donde las potencialidades de explotación eran muy inferiores o se
dieron otros usos (principalmente geopolíticos, en áreas de frontera internacional),
predominó la política de pacificarlos y tutelar a los indígenas a través de una agencia
del Estado.7
Para aclarar mejor algunas de las paradojas que esas historias nacionales nos
presentan, necesitamos incorporar en los objetos de investigación a las poblaciones
autóctonas y sus impactos en la configuración de las naciones jóvenes. Debemos actuar
críticamente sobre las autorrepresentaciones nacionales, pues ellas expresan a la
perfección el modo eurocéntrico en el que se escribe la historia de cada uno de
nuestros países. Lejos de ser meros objetos estéticos o mediáticos, tales
autorrepresentaciones tienen un enorme impacto en la conformación de nuestros
modelos de ciudadanía y de moralidad, así como en el desempeño de la propia
actividad científica y en la configuración de espacios y formas para el ejercicio del
métier de historiadores y antropólogos en nuestros países.
Mi tema en esa conferencia fue precisamente este: cuánto de la historia de
nuestras naciones está contada por líneas torcidas, fundadas en el error histórico y por
olvidos absolutamente fundamentales, llenos de racismo y de prejuicios. Nosotros
también, investigadores, estudiantes y activistas, estamos cargados de
autorrepresentaciones nacionales y clasistas, plantados dentro de esferas limitadas de
la vida social en las cuales se elabora ciencia, cultura y donde los derechos civiles
parecen fortalecerse. Lo digo intencionalmente “parece”, porque para una gran parte
de la población tales derechos constituyen solo acuerdos remotos, ideas hermosas que
no se aplican en la práctica, mientras que las estructuras continúan produciendo
regularmente desigualdad e ignoran los límites legales.
Me gusta mucho recurrir a metáforas, no para que sean –como hacen algunos
colegas– adivinanzas a ser descubiertas solo por iniciados, sino, justamente y por el
contrario, por el hecho de constituir una cuchilla mucho más afilada que la jerga
técnica, un lenguaje desafiante que puede ser apropiado directamente por una
multiplicidad de lectores y oyentes.
La Primera Misa en el Brasil (1861), conocida pintura de Victor Meirelles basada
en la carta del escribano de la flota portuguesa Pero Vaz de Caminha, retrata la llegada
de Pedro Álvares Cabral a las costas del Brasil (Imagen 1). Un hecho muy celebrado
durante el Segundo Reinado que rápidamente se transformó en la imagen oficial del
surgimiento del país, y fue reproducida repetidamente en libros didácticos y hasta en
billetes. Es la autorrepresentación más fuerte del Brasil, inculcada por la escuela y
naturalizada por toda la población letrada. Los indios, bastante estetizados, parecen
fundirse con la naturaleza, sin ser protagonistas efectivos –sino solo testigos– de la Historia de la nación y de su propio destino. Algunos años más tarde, ya en el siglo XX
y durante la República, la imagen sería señalada por Capistrano de Abreu, destacado
historiador e intelectual muy influyente, como el legítimo “certificado de bautismo de
Brasil”.
Imagen 1. Cuadro de Victor Meireles: A Primeira Missa no Brasil
Contra las autorrepresentaciones idealizadoras, tributarias de la creencia en una
misión civilizadora del hombre blanco, el investigador actual necesita remontar el
pasado de otra forma, buscando comprender el surgimiento de las estructuras que
generaron riqueza, desigualdad y expansión territorial, para ver de esa manera lo que
identificamos como el Brasil real. La esclavitud indígena, que precede a la importación
de esclavos africanos, se revela como fundamental para el establecimiento de esa
colonia de explotación portuguesa en la América Meridional, asociando íntima e
inexorablemente la producción de riquezas al genocidio, a la expropiación territorial, a
la destrucción de recursos ambientales y a las modalidades variadas de coerción laboral
(esclavitud temporaria, patronazgo y tutela).
Si fuéramos a buscar en los archivos coloniales imágenes más aproximadas de
lo que podría ser ese tal “nacimiento”, seguramente el grabado de Jean-Baptiste
Debret, titulado “Familia Guaraní capturada por cazadores de esclavos”, que aparece
aquí –y que puse de manera provocadora en la portada de mi último libro–, podría ser
más sugerente (ver Imagen 2).
Imagen 2. Cuadro de J.P. Debret. Soldados mestiços escoltam prisioneiros indígenas
La transformación de la población autóctona, antes libre y autónoma, fue
subalternizada a través de procesos violentos y arbitrarios con la expropiación de la
tierra y el trabajo forzado. Esto, a su vez, se articuló con la consolidación de la clase
dirigente y de una estructura de gobierno. Tal transformación no prescindió jamás de
un proceso de genocidio –llamado eufemísticamente de “pacificación”– que
correspondía a la fabricación de un estado de guerra permanente que justificase, en la
práctica, la negación total de cualquier derecho a la población autóctona.
La generación de riquezas en la colonia nunca se basó en un sistema económico
cerrado, con recursos limitados y con papeles antagónicos pero complementarios en el
proceso de producción. La plusvalía no es, de ningún modo, el factor principal de
generación de riquezas en esta sociedad, en donde los detentores del poder político
jamás abandonaron las llamadas “formas primitivas de acumulación”,8 transformando
en rutina la apropiación de recursos que constituyen la base del modo de vida de las
poblaciones autóctonas.
Hay un inmenso trabajo por hacer por parte de la nueva generación de
historiadores y de antropólogos. Tenemos que releer las fuentes y a los historiadores
del pasado, no de forma positivista, como si fuesen hologramas, separando buenas y
malas ideas, sino como narrativas engendradas por actores sociales de su propio
tiempo. Es fundamental investigar cómo se consolidan en “verdades históricas”
versiones parciales y fragmentarias, cuya circulación y valorización es cuidadosamente
escogida por redes jerarquizadas (aunque contradictorias) de instituciones y poderes. Los tradicionales “archivos coloniales” (expresión de Edward Said, 1978),
repletos de lagunas y paradojas, son susceptibles de lecturas radicalmente nuevas, a la vez que necesitan ahora dialogar con los registros de memoria propios de los pueblos
originarios y estar expuestos a sus proyectos políticos actuales.
Tampoco podemos ser tan solo etnógrafos en el sentido “clásico”, es decir,
limitarnos a nuestros instrumentos de investigación con el perfil de una antropología
hecha en un contexto colonial y con el deliberado borramiento de sus condiciones de
existencia. Ese proyecto cognitivo engendró una forma peculiar de existencia
sociocultural, que se encuentra en los museos y en la bibliografía etnológica, relativista
pero congelada y arbitraria, en el cual personas, familias, pueblos y naciones pueden
ser cómodamente aprehendidas fuera de la historia (Fabian, 1983).
Cuando se rehúsa a tomar como objeto de la etnografía y de la teoría
etnológica a las formas concretas a través de las cuales las colectividades indígenas
lograron sobrevivir al genocidio y a los múltiples mecanismos de dominación y
subalternización, transformándose en objetos de administración, las antropologías
hegemónicas y los intelectuales no indígenas decretan una especie de auto-amnistía
para los aspectos violentos de la colonización. Con esta operación imponen la
invisibilidad etnográfica de la tutela y transforman el relativismo en la única
herramienta de su horizonte ideológico.
Al aceptar tácitamente las condiciones de una investigación realizada en un
contexto colonial, los etnógrafos evitaron indagar los procesos de dominación sufridos
por los indígenas, considerando sus manifestaciones socioculturales como si
procedieran de una esencia permanente e inmutable, completamente inmune a las
relaciones locales y a los contextos políticos concretos. Esa antropología es igualmente
incapaz de comprender cómo los indígenas se asumen actualmente como portadores
de derechos, persiguiendo activamente formas de empoderamiento y otras
modalidades de ciudadanía en la construcción de Estados-nacionales.
El desafío para nosotros, historiadores, antropólogos y practicantes de otras
ciencias, es adoptar una mirada más internacionalista, sin dejarnos enclaustrar dentro
de los límites de nuestras disciplinas, sin objetificar temas y hechos históricos.
Podremos contribuir así a elaborar una nueva visión de nuestros países y de América,
con todos sus múltiples nombres y utopías (de pueblos particulares, así como de
elaboraciones interculturales), colaborando activamente para una reconfiguración de
nuestras propias disciplinas y la descolonización de sus prácticas.
Sin embargo, como seguimos dentro de la historia, es importante comprender
que solo seremos escuchados y tenidos en cuenta únicamente cuando los actuales
descendientes de los pueblos originarios y de otras poblaciones subalternizadas de
América vengan a ejercer un protagonismo cada vez más efectivo en el sentido de
alterar las estructuras de nuestros países.
Notas
1 Nota del Comité Editor: Agradecemos al autor esta valiosa contribución, que es una versión modificada de la conferencia magistral que presentara en el II Congreso Internacional Los Pueblos Indígenas de América Latina. Avances, perspectivas y retos –CIPIAL–, organizado por el Instituto de Estudios Socio-Históricos de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de La Pampa. Santa Rosa, 20 al 24 de septiembre de 2016. En la sección Debates, ensayos y comunicaciones del volumen 21 número 3 de Quinto Sol publicamos las conferencias que también brindaron en ese congreso la Dra. Ana María Lorandi (https://doi.org/10.19137/qs.v21i3.2113) y del Dr. Jorge Pinto Rodríguez (https://doi.org/10.19137/qs.v21i3.2112).
2 Existe una extensa bibliografía al respecto, entre la cual destacamos los trabajos de: Claudia Briones y Morita Carrasco (1996, 2000); Walter Delrio (2005); Claudia Salomón Tarquini (2010); Juan Carlos Radovich y Alejandro Balazote (2010); Diana Lenton (2010); Axel Lazzari (2012); Walter Delrio, Diego Escolar, Diana Lenton y Marisa Malvestitti (2018); entre otros.
3 La mitificación del “mameluco”, hijo mestizo de portugueses e indios, es una reapropiación conservadora de la élite de São Paulo hecha en el siglo XX, para auto representarse muy favorablemente contra los inmigrantes italianos y españoles, bajo quienes la acusación era a menudo fuerte, de ser socialistas o anarquistas.
4 Juan José Cresto (23 de noviembre de 2004). Roca y el mito del genocidio. Diario La Nación. Recuperado de https://www.lanacion.com.ar/opinion/roca-y-el-mito-del-genocidio-nid656498.
5 Domingo Faustino Sarmiento. Diario El Progreso, 27 de septiembre de 1844; El Nacional, 25 de noviembre de 1876.
6 Republicado en Carneiro da Cunha (1992).
7 También se pueden encontrar fuertes contrastes en Argentina, con la oposición entre la frontera sur, que fue el tema de la campaña del desierto, y las fronteras al noreste y noroeste de Buenos Aires (véase, Tamagno, 2001; Gordillo, 2005; Escolar, 2007; Trinchero, 2012).
8 Véase, Meillassoux (1964) y más recientemente Dorre (2010) y Mezzadra (2011), para pensar la cumulación primitiva, no como un hecho histórico circunscripto, sino como una forma secundaria de xploración, integrada con la reproducción económica y social de una formación social.
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