DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v24i1.4264
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Debates, ensayos y comunicaciones
La generación historiográfica de 1984
Eduardo Míguez
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires
Universidad Nacional de Mar del Plata
Argentina
Correo electrónico: miguez1880@yahoo.com.ar
En las XXVI Jornadas de Historia Económica, organizadas por la Universidad
Nacional de La Pampa los días 19, 20 y 21 de setiembre de 2018, se realizó un justo
homenaje a dos queridos colegas y amigos que habían fallecido recientemente: Juan
Carlos Garavaglia (1944-2017) y Jorge Gelman (1957-2017), quienes hicieron valiosos
aportes a la historia económica argentina. La intención de los organizadores, que
compartí cálidamente, fue hacer extensivo ese recuerdo a otros notables historiadores
de esa generación que ya no están: Juan Carlos Grosso (1944-1996), Enrique Tandeter
(1944-2004), Carlos Mayo (1947-2009), Raúl Mandrini (1943-2015) y Daniel Santamaría
(1948-2018). Todos ellos fueron activos protagonistas de la ya larga historia de las
Jornadas y de la Asociación de Historia Económica de Argentina, cuya presidencia
ejercieron Tandeter, Grosso y Gelman. Desolados, días antes del encuentro nos
enteramos de que a esa lista de colegas que nos han dejado, se sumaba Juan Suriano
(1948-2018), quien, aunque menos dedicado a los temas económicos, fue otro gran
historiador de esa generación, y ocasional protagonista de las Jornadas. El texto que
aquí presento fue expuesto en la mesa redonda destinada a recordarlos. Algunos
colegas pensaron que debía ser publicado y Quinto Sol compartió el criterio. Me
parece útil hacerlo, como homenaje a nuestros amigos y su rico aporte a la
historiografía, y también como testimonio de una generación historiográfica. Una
generación que se hizo adulta entre mediados de los años 1960 y la década siguiente,
a la que Gelman se suma plenamente gracias a su precocidad.
Mi intervención en aquella mesa intentó ser tanto una contribución al análisis
historiográfico como una historia.1 Una historia basada, en parte, en un testimonio.
Pero no un testimonio personal, o solo tangencialmente un testimonio personal; es
más bien un testimonio generacional.
Lo que he de relatar, entonces, es la conformación de una suerte de paradigma
historiográfico que prevaleció en Argentina en los años de la reconstrucción
democrática del país, que centralmente coinciden con la presidencia de Raúl Alfonsín,
aunque en muchos aspectos se prolongaron en la década de 1990. Pienso que, sin
desaparecer totalmente, fue perdiendo sus rasgos a finales de esa década, pero sobre
todo como consecuencia de la crisis de 2001-2.
La pre-historia de este relato arrancó como una revolución cultural. Se inicia
como la democratización de la cultura. Si las bases sociales de esa democratización se
venían desarrollando desde el surgimiento mismo de los sectores medios, sus formas
de sociabilidad guardaron por mucho tiempo la ritualidad deferencial de la sociedad
jerárquica. Junto con muchas otras transformaciones del orden social, la década de
1960 sería el momento arquetípico (su expresión clásica, desde luego, mayo de 1968)
en que se instaura en la vida cultural una sociabilidad más igualitaria.
Por otro lado, en diferentes medidas en todo el mundo, y muy
significativamente en América Latina, esta transformación cultural fue pensada como
parte de una alteración radical de la sociedad en su conjunto; los cambios que se
practicaban formaban parte de una secuencia con los que estaban por venir.
Una revolución así necesitaba una referencia programática, una doctrina. Y el
marxismo, en sus numerosas variantes, ofrecía todo lo necesario; instrumentos para el
análisis del pasado, una explicación del presente, un eventual plan de acción, y una
visión, aunque fuera rudimentaria, del futuro. El marxismo tenía (y digo tenía, porque
hablo del marxismo tal como se lo entendía entonces) un rasgo peculiar heredado del
positivismo decimonónico: se concebía a sí mismo como una aproximación científica a
la dinámica del orden social.
Por lo tanto, el análisis social, el estudio de la realidad, era una tarea que
competía al revolucionario. En prisión, por ejemplo, Vladimir Lenin había escrito El
desarrollo del capitalismo en Rusia, un detallado estudio de la historia económica de
las décadas previas, que fue concebido como un diagnóstico necesario para orientar las
tareas de la revolución que se proponía dirigir. León Trotsky también había dedicado
ingentes esfuerzos a investigar la historia rusa. El denuedo por el estudio y el
conocimiento no era algo divorciado del compromiso revolucionario.
Sobre estos modelos, para aquella generación la discusión política y la polémica
histórica se entremezclaban. Un ejemplo. En aquellos años hubo un esfuerzo
importante por estudiar la evolución de las formas de organización de la economía
desde la etapa colonial hasta el presente, buscando las raíces del capitalismo en la
región. Esos trabajos sobre los llamados “modos de producción en América Latina”
(AAVV, 1973) eran pensados como claves para determinar las acciones revolucionarias
más convenientes. Comunistas, nacionalistas de izquierda, trotskistas, foquistas, y todas
sus combinaciones y variantes, partían de diagnósticos diferentes sobre el pasado
latinoamericano, y desde allí justificaban sus estrategias revolucionarias.
Si la precisión científica no siempre caracterizaba los textos más ligados a la
militancia, los trabajos más rigurosamente académicos, como las primeras versiones del
estudio de Garavaglia sobre el Paraguay colonial o de Tandeter sobre el Alto Perú, se
inscribían en ese marco. Cuanto más preciso e informado fuera el análisis del pasado,
mejor se podría comprender las demandas del presente. La formación intelectual y el
estudio riguroso del marxismo, era una obligación del intelectual-militante para poder
cumplir con su misión específica en las tareas de la revolución. La colección de Cuadernos de Pasado y Presente, dirigida por un líder intelectual de aquella
generación, José “Pancho” Aricó, y publicada por la editorial Siglo XXI,2 fue una
referencia ineludible.
Desde luego, se condenaba el “academicismo”, que consistiría en reducir la
práctica social a la actividad académica, o, peor aún, desvincular la labor académica de
la revolucionaria. Pero una obligación del intelectual revolucionario, su papel específico,
era enriquecer con el mayor rigor y esfuerzo el conocimiento social. Esta construcción
simbólica, identitaria, abarcó centralmente a una generación de jóvenes intelectuales,
nacidos entre mediados de la década de 1940 y mediados de la siguiente.
Naturalmente, no toda aquella generación se identificó con esta tradición, que
por otro lado, estaba segmentada en numerosas “sectas” diferentes. Algunos
comulgaban con esta idea de manera más reticente, otros eran más escépticos, e
incluso había adversarios declarados que yo no excluiría del análisis que propongo.
Porque aún para ellos esta construcción simbólica de la actividad intelectual era una
referencia inevitable, que afectaba las prácticas profesionales, incluso cuando no se
aceptaran las premisas doctrinarias.3
La conjunción de ciencia y revolución que proponía el marxismo no impidió la
articulación entre esta joven generación y las que la precedían en la práctica de una
historiografía profesional renovada en la tradición de “Annales”, por el marxismo
británico y por la “agiornada” historiografía italiana. Por otro lado, ella tampoco se
había mantenido totalmente al margen de la construcción simbólica de la actividad
intelectual de los ’60. José Luís Romero, Tulio Halperín Donghi, José Carlos
Chiaramonte, Ezequiel Gallo, Roberto Cortés Conde, Haydeé Gorostegui de Torres,
serían referentes e interlocutores reconocidos, más allá de la circunstancial condena a
las tendencias “academicistas” de la que varios de ellos podían ser acusados. Por lo
demás, la obra de Karl Marx había marcado su impronta en aquella tradición
académica; y obviamente lo hizo en Maurice Dobb, Eric Hobsbawm, John Hill, entre
otros. Pero también en Annales, en algunos norteamericanos como Eugene Genovese y
en italianos como Emilio Sereni. Y eso creaba un espacio común. Más allá de la fugaz
influencia de Louis Althusser y Pierre Vilar, y de la polémica sobre los modos de
producción, los modelos historiográficos eran amplios y se fueron acrecentando más
en la etapa que llamaré del exilio.
Las publicaciones de la cátedra de Historia Social en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, con traducciones de artículos y fragmentos
de una variada selección de historiografía “moderna”, con predilección por la tradición
de Annales, tuvo un fuerte papel formativo. También lo tuvo el proyecto editorial de
Siglo XXI, en el que algunos de estos jóvenes fueron protagonistas –Tandeter,
Garavaglia–. Sobre esa base común se acumularon capas de historiografías más
específicas, según los derroteros de cada uno.
Por varias razones, esa tradición intelectual ha sido flaca en legados directos
anteriores a la diáspora, en especial de obras históricas. La más obvia de esas razones,
es que eran personas muy jóvenes, que alcanzaron pocos resultados notorios de una
labor que en todo caso fructificaría eventualmente. En su mayor parte, lo poco escrito
en aquellos años mereció ser olvidado por sus propios autores,4 en buena medida más
por el fruto del razonamiento doctrinario que de la práctica de la investigación. Otros,
como la tesis de licenciatura de Garavaglia ya mencionada, dio vía a líneas de
investigación cuyos ricos resultados se expresarían más adelante. Los más cautos, como
Tandeter, porque conscientemente se resistían a dejar en letra de molde productos
inmaduros; siempre he recordado la muy explícita recomendación que hacía en
aquellos años, tan contrastante con las prácticas académicas actuales.
Esta construcción simbólica de la actividad intelectual entró en crisis a mediados
de los años 1970. La razón más obvia, desde luego, fue el fracaso de los movimientos
revolucionarios en América Latina, aunque la más profunda fue la crisis del modelo
revolucionario. Fue central la reacción de la intelectualidad europea a la intervención
soviética en Praga en 1968, el atractivo cada vez menor de un régimen soviético ya
anquilosado y que hacía públicas las atrocidades del stalinismo. Seguramente, la mayor
decepción fue la debilidad de la revolución cubana y las críticas a sus formas
autoritarias expresadas por intelectuales latinoamericanos tras el arresto a Huberto
Padilla en 1971. Además se sumaron el fracaso de la revolución cultural china y el giro
político y económico hacia un capitalismo dirigido en ese país desde 1976. También el
genocidio en que derivó el régimen de Pol Pot en Camboya y, en contraste, la
evolución moderada del triunfante comunismo vietnamita. Todos estos procesos
fueron alejando a esa generación de jóvenes intelectuales de sus convicciones de los
años ‘60/70.5
Desde luego, la intensidad de esa toma de distancia fue variada entre personas
y en el tiempo, aunque algo había en común a todas ellas. La crisis institucional y la
brutal represión política en Argentina, promovió exilios externos e internos. Algunos se
vieron forzados a salir del país, otros lo hicieron por precaución o llevados por las
circunstancias. Lo cierto es que una parte muy considerable de los sobrevivientes de
aquella generación se cobijó en el mundo académico internacional en los años más
crudos de la dictadura. En algunos casos (la mayoría, creo), desvinculándose de su
pasada militancia, y en otros, reduciendo su compromiso al ampliar su inserción en el
mundo académico.
Otros se mantuvieron en el país, aquí sí, casi inevitablemente alejados de
cualquier militancia –condición casi imprescindible para sobrevivir–. Quienes más tarde
cobrarían protagonismo en el nuevo paradigma historiográfico también se cobijaron en
la labor intelectual, a veces, en los intersticios del sistema institucional; fueron los años
del surgimiento de centros de investigación privados apoyados en general por
organizaciones no gubernamentales internacionales. El Instituto de Desarrollo
Económico y Social –IDES– y Di Tella, que venían de una etapa previa, potenciaron su
actividad; se sumaron el Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la
Administración –CISEA–, el Programa de Estudios de Historia Económica y Social
Americana –PEHESA– y el Centro de Estudios de Estado y Sociedad –CEDES–; al final del
período, lo hizo brevemente la Universidad de Belgrano. Mientras que otras personas
simplemente preservaron en su vida privada el cultivo de su vocación intelectual.
Más allá de las circunstancias de unos y otros, las redes de relaciones
personales, y los rasgos de la vida académica que volvería a resurgir tímidamente en
Buenos Aires (y seguramente en otras ciudades) hacia 1980, reconstruirían el perfil
internacional del horizonte historiográfico que había tendido a diluirse o debilitarse
luego de la intervención a la universidad en 1966.
Así llegamos al punto de partida de esa forma de practicar la profesión que
quizás se podría llamar el “paradigma historiográfico de la reconstrucción
democrática”, aunque no sea en plenitud un paradigma kuhneano. Este largo relato de
su prehistoria es imprescindible, porque sin él sería imposible entender lo que significó
la construcción de aquellos años. En parte, porque aquella dejó legados que estuvieron
muy presentes en esa construcción y, por otro lado, porque el entusiasmo juvenil del
despertar académico en Argentina luego de la reapertura democrática fue hasta cierto
punto una revancha por el dolor del fracaso pasado.
Esto último tiene que ver con uno de sus legados más firmes y valiosos. Al
observar el quehacer profesional de aquella generación, un rasgo común muy fuerte
era la convicción de que más allá de los atractivos de la carrera profesional, la práctica
de la labor intelectual y el compromiso del historiador era con la sociedad. Para ellos, la
labor académica conservó ese sentido de compromiso social que la aunaba a la
militancia en su juventud. Los éxitos profesionales importaban, desde luego, pero lo
fundamental era la obligación moral de construir saber para comprender más
profundamente el mundo, y que ese conocimiento ayude a mejorar la condición de
vida de las personas.
Un segundo legado tiene que ver con el marxismo. Lo que yo llamaría un
marxismo “residual”, que consiste, por ejemplo, en tratar de analizar críticamente la
interrelación entre los distintos niveles de la sociedad. Una matriz de pensamiento que
persiste, incluso cuando se dejan de lado muchos de sus dogmas. Lo que en los años
de militancia llamábamos “la formación teórica”, que ocupaba no poco de nuestro
tiempo en la lectura de los clásicos del marxismo, se tradujo en la posterior práctica
profesional en un trasfondo de los esquemas de pensamiento, siempre allí presente,
aunque más no sea como una alternativa a ser explorada y quizás descartada.
Vinculado a esta tradición, una tercera característica era el predominio de la
historia económica. Aunque en etapas posteriores casi todos estos historiadores han
diversificado sus intereses, la historiografía del inmediato post-exilio guardaba la
prevalencia del interés por lo económico asociada al marxismo y a la historiografía
cuantitativa de los años ´60. Casi todos los trabajos iniciales de aquella camada
abordaban temas o enfoques económicos. Dentro de los que aquí recordamos, la
excepción fue Suriano, que se dedicó a otro tema que guardaba legitimidad en la
tradición marxista: la historia de los trabajadores y del movimiento obrero.6
Un cuarto rasgo de esta generación en aquel momento viene más de los años
del exilio que de los de la militancia, y era el compromiso con el carácter internacional
de la ciencia. La intensidad del vínculo con el medio académico mundial daría a esta
generación un papel central en la internacionalización de la agenda historiográfica en
Argentina.
Otro legado significativo del pasado fue el compromiso con la democracia, la
tolerancia y la pluralidad. La experiencia del fracaso revolucionario, el fracaso de las
revoluciones triunfantes y la brutalidad de la represión hicieron que la democracia y la
amplitud de miras, despreciadas en los años de militancia, cobraran una nueva luz.
Mostraban que la intolerancia llevaba a la muerte; a la muerte física, pero también a
una muerte intelectual. No hacían falta manifiestos para ver que esta convicción estaba
inserta en la forma de concebir la vida profesional en Argentina de la segunda mitad de
los años 1980.
Concluiré mi presentación refiriéndome brevemente al resultado de la labor de
esta generación en dos planos. El de alguna de su producción historiográfica y el de la
construcción institucional que la acompañó. Y el punto de partida más obvio es la
publicación en el segundo número del Anuario IEHS de unos textos destinados a ser
una referencia por considerable tiempo; desde luego, me refiero a la polémica sobre la
mano de obra rural pampeana, o polémica sobre el gaucho, en la que participaron
Mayo, Samuel Amaral, Garavaglia y Gelman (1987).
Por un lado, su mismo canal de expresión era reflejo de la generación de
espacios institucionales en aquél momento. El Instituto de Estudios Histórico-Sociales
(IEHS) en Tandil y su Anuario, forjados en parte teniendo como modelo a la Escuela de
Historia de Rosario de comienzos de los ’60, son una expresión de esta etapa. No
volveré sobre su historia que ya he narrado más de una vez. Lo que aquí quiero
destacar es la vocación de institucionalizar la vida profesional. En parte, recobrando la
experiencia de los ´60, despreciada antaño por pecado de academicismo; “la torre de
marfil”. Por otra parte, tomando el modelo de los medios académicos de otras latitudes
en los que se había participado en los años del exilio.
En cuanto a la polémica en sí, daba rienda a una línea de reflexión que tenía
antecedentes de antes del exilio. En los meses finales previos al golpe de Estado de
1976, y ante el ostracismo en la Universidad, Tandeter organizó unas reuniones que
tenían lugar los sábados de mañana y que llamó “tertulia”. Allí comentó
tempranamente Garavaglia las ideas que darían lugar a la investigación que aquella
polémica promovía.
Ideas que madurarían en cuatro sólidos libros: Estancia y sociedad de Mayo (1995), Campesinos y estancieros de Gelman (1998), Pastores y labradores de
Garavaglia (1999) y The rise of capitalism in the Pampas de Amaral (1998). Este último
se inscribía en un conjunto de preguntas en parte diferentes a los otros, aunque
conservaba un espacio de problemas comunes. Lo que los aunaba era la preocupación
por entender la interacción de formas de economía y sociedad, que, más adelante,
Garavaglia en su San Antonio de Areco (2009) y Gelman en Rosas bajo fuego (2009)
(además de varias otras investigaciones de estos y otros autores), extenderían a una
dimensión política, con las formas de poder local, y en el caso de Gelman, ya en un
plano más amplio.
Los trabajos de Garavaglia y Grosso (1994) sobre México central a fines de la
época colonial exhiben ese as de preocupaciones que emerge de las tradiciones
historiográficas de los años ’70, pero a la vez, muestran una apertura hacia nuevos
problemas. Lo mismo puede verse en la investigación de Gelman (1983, 1996) sobre el
comercio colonial y las de Garavaglia (1983, 1987) sobre el temprano Paraguay y en sus
primeras aproximaciones a la economía del Río de la Plata.
Mientras que Tandeter (1992) trata en su clásica obra sobre el ocaso de la
minería altoperuana esa interacción entre coacción y mercado, que reaparece en el
trabajo de Santamaría sobre el mismo espacio que conserva una estructura bastante
clásica de la influencia marxista de aquellos años: producción, relaciones sociales de
producción, circulación, mercados y apropiación de excedentes.7 Los mismos temas
que reaparecen en el trabajo de Santamaría (1986) referido a un contexto ya muy
diferente, en su estudio sobre “Azúcar y sociedad” en el Tucumán, un siglo más tarde.
La elección temática de Mandrini, en cambio, lo alejó en parte de los enfoques
más propios de aquella etapa. El tuvo el mérito de abrir con una mirada diferente un
campo que permanecía casi virgen, al menos para una historiografía más agiornada. Y
si bien, previsiblemente, comenzó por preocuparse en principio por la economía, la
búsqueda por comprender su objeto de estudio lo fue llevando a explorar otras
regiones, en el límite entre historia y antropología, que sin embargo, en un plano
profundo, mantienen ciertos rasgos comunes con sus colegas de generación.
Si el IEHS, que reunió a Garavaglia, Grosso y Mandrini, y su Anuario, marcaron el
giro institucional que abría una etapa, la llegada de Chiaramonte a la conducción del
Instituto Ravignani y la reapertura de su Boletín, estarían destinados a constituir,
inevitablemente, un centro de referencia crucial. La reapertura de la Universidad de
Luján, donde Gorostegui y José Luís Moreno llevarían adelante un papel equivalente al
de Chiaramonte en el Ravignani y al de “los Juan Carlos” en el IEHS, abriendo un
espacio para la inserción de numerosos jóvenes de aquella generación, entre los que
Santamaría ocuparía un lugar importante. La publicación en Luján de Cuadernos de
Historia Regional se sumó a las revistas que dieron cabida a la nueva producción
historiográfica.
Más tarde se agregó en Buenos Aires a esas publicaciones Entrepasados con
rasgos particulares, seguramente con la inspiración de History Workshop, fue un
emprendimiento independiente de las instituciones oficiales y con un formato más
autónomo, que bajo el liderazgo de Suriano y Mirta Lobato incorporó a integrantes de
una generación más joven, que había crecido durante el dominio de la dictadura.
Tandil, el Ravignani y Luján fueron, seguramente, los centros más característicos
de esta etapa, que naturalmente se expandió sobre las otras universidades grandes,
como La Plata, Rosario y Córdoba; también fue involucrando a muchas de las que se
iban reactivando con la apertura democrática, creaban sus institutos y comenzaban con
sus publicaciones. Por lo demás, la solidez de esta renovación alcanzaría a las páginas
de la decana de las ciencias sociales en Argentina: la revista Desarrollo Económico.
En este contexto, sería muy injusto olvidar el papel del ámbito institucional que
ahora nos acoge en la consolidación de este movimiento: la Asociación de Historia
Económica. Entidad creada al final de la etapa anterior en un contexto de transición,
primero a través de la apertura de sus jornadas y luego por la incorporación de los
entonces jóvenes historiadores a la conducción de la Asociación, fue sin duda en los
años 1980 un espacio central en la conformación del nuevo paradigma; sus encuentros
fueron el punto de intercambio de ideas en que se expresó esa renovación.
El clima de renovación y apertura de los ’80 debió hacer frente a la dura
coyuntura de 1989-90, y si bien muchos de sus resultados se concretaron en los años
1990 y aún después, y en cierto sentido su dinámica se proyecta hasta nuestros días,
aquella etapa tuvo un papel muy particular en la construcción de un campo
profesional. Y dentro de ella, los queridos amigos/colegas que recordamos y
celebramos hoy, tuvieron un papel protagónico.
Notas
1 Aclaro, sin embargo, que no pretende ser un estudio historiográfico acabado, por ello, no intento un análisis ni una cobertura exhaustiva de la producción de estos autores en esa etapa.
2 Junto con el N° 40 citado, el Nº 39 referido a El concepto de “formación económico social”, con textos de los marxistas gramscianos Cesare Luporini y Emilio Sereni, entre otros, fueron clásicas bases de discusión académico-políticas.
3 Desde luego, quedan fuera otras tradiciones culturales que mantuvieron siempre una confrontación irreductible, como el nacionalismo chauvinista, que sin embargo no deja de tener con ella algunos cruces. Pero avanzar en ese análisis nos alejaría de nuestro objetivo.
4 Ejemplo típico, Alejandro Rofman y Luís Alberto Romero (1973); seguramente, tampoco los autores de la polémica sobre “modos de producción” sostendrían similar enfoque unos años más tarde.
5 Una expresión elocuente de ese giro de ideas dentro de la cultura marxista es el libro de Eric Hobsbawm (2016).
6 Ver, por ejemplo, Juan Suriano (2001).
7 Típica es en este sentido la tesis doctoral que realizó en la Universidad de la Plata titulada Economía agraria y mercantilismo: el Alto Perú en el período colonial tardío, 1770-1810, dirigida por Enrique Barba; se la puede consultar en la biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. También cabe citar de Santamaría Hacendados y campesinos en el Alto Perú colonial (1988), entre otras publicaciones vinculadas al tema.
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