https://doi.org/10.19137/qs.v25i1.4143

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ARTÍCULOS

 

¿Presidente o príncipe? Una crítica maquiaveliana a Roque Sáenz Peña y la reforma electoral de 1912

President or prince? A Machiavellian Critic to Roque Sáenz Peña and the Electoral Reform of 1912

Presidente ou príncipe? Uma crítica maquiavélica a Roque Sáenz Peña e a reforma eleitoral de 1912

 

Leandro Losada
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Nacional de San Martín
Argentina
Correo electrónico: leandroagustinlosada@gmail.com

 

Resumen: El artículo analiza el libro El Presidente, de Julio Costa (gobernador de la provincia de Buenos Aires en la década de 1890), publicado en simultáneo con la reforma electoral de 1912. Se sostiene que la relevancia de este texto radica en tres ejes. En primer lugar, muestra tópicos claves del debate público de esa coyuntura: gobierno representativo, partidos políticos, voto secreto y obligatorio. En segundo lugar, pondera el sufragio universal en nombre de la conservación de tradiciones y la defensa de la libertad. Así, ofrece indicios sobre cruzamientos posibles entre conservadurismo, liberalismo y democracia en la Argentina del Centenario. Finalmente, el libro despliega una severa crítica a Roque Sáenz Peña a partir de El Príncipe, el célebre texto de Nicolás Maquiavelo. Desde este punto de vista, integra una secuencia más amplia, hasta el momento poco explorada: una reflexión política cimentada en el autor florentino sobre las vicisitudes de la vida pública argentina de las primeras décadas del siglo XX.

Palabras clave: Historia política; Liberalismo; Conservadurismo; Democracia

Abstract: The article analyzes the book The President, by Julio Costa (governor of the province of Buenos Aires in the 1890s), published simultaneously with the electoral reform of 1912. It is argued that the relevance of this text lies in three axes. First, it shows key topics of the public debate of that moment: representative government, political parties, secret and mandatory voting. Second, it ponders universal suffrage in the name of preserving traditions and the defense of freedom. Thus, it offers indications of possible crossings between conservatism, liberalism and democracy in Argentina of 1910s. Finally, the book displays a severe criticism of Roque Sáenz Peña inspired by The Prince, the famous text by Nicolò Machiavelli. From this point of view, it integrates a broader sequence, so far little explored: a political reflection grounded in the Florentine author about the vicissitudes of Argentine public life of the first decades of the twentieth century.

Keywords: Political History; Liberalism; Conservatism; Democracy

Resumo: Este artigo analisa o livro O Presidente, de Júlio Costa (governador da província de Buenos Aires na década de 1890), publicado em simultâneo com a reforma eleitoral de 1912. Argumenta-se que a importância do texto reside em três eixos. Em primeiro lugar, mostra tópicos chaves do debate público dessa conjuntura: governo representativo, partidos políticos, voto secreto e obrigatório. Em segundo lugar, pondera o sufrago universal em nome da conservação das tradições e a defesa da liberdade. Assim, oferece indícios sobre os cruzamentos possíveis entre conservadorismo, liberalismo e democracia na Argentina do Centenário.  Finalmente, o livro exibe uma severa crítica a Roque Sáenz Peña a partir de O Príncipe, o célebre texto de Nicolau Maquiavel. Desde este ponto de vista, integra uma sequência mais ampla até este momento pouco conhecida: uma reflexão política consolidada no autor florentino sobre as vicissitudes da vida pública argentina das primeiras décadas do século XX.

Palavras chave: História política; Liberalismo; Conservadorismo; Democracia

 

¿Presidente o príncipe? Una crítica maquiaveliana a Roque Sáenz Peña y la reforma electoral de 1912

En 1912, Julio Costa (1852-1939) publicó un libro titulado El Presidente. El contexto político estaba pautado por la reciente sanción de la reforma electoral conocida como “Ley Sáenz Peña”, que estableció la “lista incompleta” (según la cual los dos tercios de los cargos en disputa eran obtenidos por la mayoría y el tercio restante por la primera minoría), y el sufragio secreto y obligatorio para la población masculina. La necesidad de una reforma política se había instalado en el debate público y en la clase dirigente al menos desde la década de 1890, a raíz de la crisis detonada ese año, signada por la aparición de nuevos actores políticos reunidos en la Unión Cívica, la renuncia del presidente de la nación Miguel Juárez Celman, las impugnaciones y críticas a la venalidad electoral y a la concentración del poder. Seguidamente, la renovación política mantuvo centralidad en la agenda del pasaje del siglo XIX al XX, en la cual se multiplicaron intervenciones que consideraban necesaria una modificación constitucional (para afrontar dilemas entendidos como irresueltos o que merecían reajustes, como el federalismo), o electoral, sobre la cual hubo versiones y propuestas también disímiles (piénsese en la propuesta promovida por Joaquín V. González en 1902 con el sufragio uninominal y por circunscripciones). La Ley Sáenz Peña y el texto de Julio Costa sobre el que se concentra este trabajo, enmarcados en otro momento de efervescencia política e intelectual –alentado por el Centenario de la Revolución de Mayo– deben situarse, por lo tanto, en un espacio del debate público definido por la reforma política como tópico y por las controversias acerca de cuál era la manera idónea de concretarla (Botana y Gallo, 1997).
Respecto de Julio Costa, cabe decir que era un protagonista de primera línea de la política argentina desde las décadas finales del siglo XIX. Había sido gobernador de la provincia de Buenos Aires en los años 1890, depuesto por los levantamientos armados de la Unión Cívica Radical (UCR) de 1893. En 1891 respaldó la candidatura presidencial de quien en 1912 ocupaba la primera magistratura: Roque Sáenz Peña. Tales antecedentes harían pensar en un texto laudatorio. En cambio, el volumen de 1912 es un testimonio notoriamente crítico del presidente y de la reforma electoral, redactado y publicado entre la sanción de la ley en febrero de 1912 y las primeras elecciones realizadas con este nuevo marco legal en abril de ese año.
En las líneas que siguen se reponen los principales ejes del texto de Costa, situándolos en relación con otras evaluaciones acerca de la política argentina en general y de la reforma electoral en particular. Por ende, el artículo no se concentra en el impacto o en la circulación del texto.[1] Tampoco se lo concibe como un episodio desde el que reconstruir la trayectoria pública o la carrera política de su autor. El artículo se focaliza específicamente en sus argumentos y diagnósticos, pues suman testimonios acerca de las discusiones que motivó la Ley Sáenz Peña, así como sobre las propuestas de reforma del sistema político y electoral desplegadas en la Argentina de inicios del siglo XX. La singularidad del texto de Costa radica menos en la originalidad de sus temas o recomendaciones que en los argumentos con que se presentan. Estos ofrecen indicios sugestivos para pensar posibles maridajes entre liberalismo, conservadurismo y democracia. Otra particularidad son las referencias intelectuales que cimentaron o incluso inspiraron el libro, según testimonio del propio Costa. Entre ellas, la más notoria es la obra de Nicolás Maquiavelo

Evaluaciones de la reforma electoral

El texto aquí analizado apoya el voto secreto, pero es crítico de las demás disposiciones de la Ley Sáenz Peña: el voto obligatorio, la lista incompleta y la configuración de los distritos electorales. Frente a ellas, postula la “comuna o circunscripción” (términos a menudo intercambiables en el texto) y la proporcionalidad. Y se manifiesta partidario del sufragio universal (masculino). La fórmula propuesta por Costa es, así, proporcionalidad, comuna, sufragio secreto y universal:

considero que los únicos métodos específicos en el orden electoral, son los métodos de libertad y viejos como ella –la comuna y la proporcionalidad que es el complemento de ésta–, el sufragio universal y el voto secreto que es garantía de éste. (1912, p. 66)

Esta fórmula es la condición de posibilidad para la afirmación de la “libertad” y del “gobierno propio”. La Ley Sáenz Peña, en cambio, a su entender anulaba la representación de minorías, establecía una trampa con la noción del voto obligatorio (pues “habrá asistencia obligatoria al comicio, pero no hay voto obligatorio… el día que una oposición o partido resuelva votar por la abstención, se acabó”) y estimulaba una concentración del poder. El ideal era el “unicato”: “la unificación, la centralización es el programa” (1912, pp. 137, 51, 81). En consecuencia, era necesaria:

La abrogación de la reforma electoral planteada, y la institución de las comunas autónomas con policías y todo, que no es una reforma sino un complemento, del gobierno representativo adoptado; para que haya muchos gobiernos de todos los colores, buenos y malos, y no un gobierno de unicato, malo naturalmente, sobre toda la superficie, y una sola oposición consagrada de antemano al pontón o al unicato. (Costa,1912, p. 123)

Si se sitúan estas afirmaciones en su momento de publicación, se advierte la presencia de varios temas que vertebraban la agenda pública. La preocupación de Costa acerca de la “centralización” como eventual consecuencia de la reforma se conecta con los debates suscitados sobre este tema desde al menos inicios de siglo, y que habían motivado postulaciones diversas, de autores como Rodolfo Rivarola o José Nicolás Matienzo (entre otros), como la de reforzar el federalismo o la de reconocer el “unitarismo” que de hecho había adquirido Argentina (Botana y Gallo, 1997). Costa consideraba que la reforma acentuaría la centralización del poder en el Ejecutivo nacional, veía en ello un problema y entendía que un antídoto eficaz era fortalecer la escala local como distrito electoral.
Aquí aparece otro tópico de época, la cuestión municipal, sobre el que habían proliferado interpretaciones y propuestas (con raíces que se retrotraían al debate constitucional de mediados del siglo XIX), que oscilaban desde las nociones administrativas más que políticas de raíz francesa, hasta aquellas que la vinculaban con el self goverment anglosajón, sin olvidar las que la asociaban con la tradición capitular hispánica (Ternavasio, 2006). La contraposición de un fortalecimiento de la escala local frente al peligro de una excesiva centralización del poder, sin embargo, carece de precisiones en Costa, pues si asociaba comuna con gobierno propio o self goverment, también solía usar de manera indistinta las categorías comuna y circunscripción. De modo similar, la preocupación por la centralización no estaba acompañada de una reflexión acerca de los eventuales desajustes regionales o territoriales que generaría, o en todo caso, ratificaría. Así lo hicieron, cabe recordar, otras voces reformistas, por ejemplo, Juan Álvarez (Glück, 2015; Gorelik, 2018).
“Gobierno representativo” es el concepto que guía a Costa en su evaluación de la situación política del Centenario. Como puede leerse más arriba, la “abrogación de la reforma”, y las propuestas contra ella, se formulan en nombre del “gobierno representativo”; así se titula incluso un capítulo del libro (1912, pp. 125-140). Ahora bien, en comparación con la perspectiva enarbolada por la Revista Argentina de Ciencias Políticas, por ejemplo, que definió al “gobierno representativo” como el desafío a afrontar en el Centenario, Costa no alude con él a una reformulación de la noción misma de representación y de la traducción política de lo social, como proponía la revista de Rivarola al apuntalar la representación de intereses desde una crítica a las aporías de la representación del “pueblo” (Roldán, 2006). Como se vio, entendía su propuesta no como “una reforma sino [como] un complemento, del gobierno representativo adoptado” (Costa, 1912, p. 123).
A juicio de Costa, el déficit representativo se resolvía con una reforma electoral; un diagnóstico similar al del saenzpeñismo. No obstante, discrepaba con este en disposiciones como la lista incompleta o el voto obligatorio. De hecho, sus planteos acerca de los distritos electorales tienen, por ejemplo, cierta familiaridad respecto de la reforma que había promovido Joaquín V. González en 1902 (Roldán, 1993; De Privitellio, 2006). Por su parte, uno de sus énfasis a lo largo del texto es concebir el tipo de reforma necesaria como corrección más que como modificación, una tesitura usual en el elenco conservador crítico del oficialismo saenzpeñista, según el cual el panorama de corrupción retratado por el Poder Ejecutivo era injustificado (Halperin Donghi, 1999, Castro, 2012). Uno de los motivos de crítica a la reforma del presidente es su “espíritu misionero, de fundación”:

Realmente toda la responsabilidad es del espíritu de misión o fundación, que ya que planteara una reforma electoral que ningún mandato había determinado, debiera haberlo hecho en el sentido de la libertad, del gobierno propio, de la proporcionalidad, que tiene sus métodos conocidos y en uso. (Costa, 1912, pp. 60-61)

En lo concerniente a las modalidades operativas del sufragio, entonces, Costa se diferenció de algunos argumentos contenidos en las distintas propuestas de reforma política que circularon en la Argentina del Centenario. Por un lado, adhirió al sufragio universal, o a la ausencia de calificaciones o restricciones al voto masculino, como por ejemplo se planteó en ocasiones en la Revista Argentina de Ciencias Políticas. Su adhesión al sufragio universal y secreto descansaba en varios argumentos. Ante todo, porque era una tradición y no una novedad, rasgo que lo volvía parte de la reforma deseable, una que se correspondiera con usos y costumbres, y no que propusiera refundaciones o novedades drásticas (Sabato et al., 2011). El voto secreto, “lo único bueno en sí” de la reforma oficial, lo era porque “es lo único que no sería nuevo. Como que es coincidente y complementario con lo viejo y básico, que es el sufragio universal”. La universalidad (masculina) del sufragio era un fenómeno de época, irreversible, y, por lo tanto, era fútil plantear alternativas frente a ella. El poder estaba en la sociedad y el “amor del pueblo” era el factor decisivo para obtenerlo y para ejercerlo legítimamente: “El gobierno ha cambiado de lugar. Estaba en el Príncipe, ahora está en la sociedad” (1912, pp. 63, 64,160).
En segundo lugar, no había fundamentos válidos para excluir determinadas opiniones. La restricción o la calificación implicaban exclusiones arbitrarias:

Algunos arguyen contra el mismo sufragio universal, y aunque las objeciones no se han sintetizado, la síntesis es que quisieran pesar las opiniones en vez de contarlas. La cuestión queda en pie; porque si las opiniones inferiores en peso se sacan de la balanza, entonces no se pesan; y algo han de pesar. Ese peso se perdería y fallaría la cuenta. Entonces, ¿quién las pesa? (Costa, 1912, p. 64)

Para Costa, el sufragio universal, conjugado con la dimensión comunal o de circunscripción, emitido en secreto y basado en la proporcionalidad, resolvía el problema de la representación. Por efecto de lo que llamó “la ley de los grandes números”, todas las fuerzas políticas lograrían la representación que les correspondiera por medio de procedimientos conocidos y practicados, a diferencia de la lista incompleta, novedosa, y que podía volver mayoritarias a determinadas minorías. El colegio electoral “por coaliciones circunstanciales o acuerdos, que es el procedimiento tradicional de nuestra política y el procedimiento de la política del mundo, buscaría y encontraría la designación” del triunfador, “que no habría de ser así sino el saldo de los grandes números, y nunca el predominio de una tendencia extrema” (1912, pp. 68-69). Como ya se adelantó, del análisis se desprende que, a su juicio, el “amor del pueblo” no traía consigo opacidad alguna que exigiera una reformulación de la noción misma de gobierno representativo o de la relación entre sociedad y política. Según se verá en el próximo apartado, el perfeccionamiento de la representación dependía en todo caso de cuestiones ajenas a la traducción política de lo social o a las formas operativas que adquiriera el sufragio.
En otro sentido, en su análisis, el autor cuestionó una de las premisas de la reforma saenzpeñista: la despreocupación cívica. Uno de los grandes errores de la ley era introducir el “furor del sufragio”:

No se le ocurrió pensar que si el pueblo no votaba podría ser porque no estaba enfermo, sino porque estaba ocupado en otra cosa, tal vez en la formación de la riqueza, que precede en la sociedad al ejercicio de la libertad política. (Costa, 1912, pp. 48-49)

Este tipo de argumentos se conectan con otros de sus planteos a lo largo del libro. Según Costa, un peligro que Sáenz Peña condensaba y a la vez alentaba era el fortalecimiento del Poder Ejecutivo nacional, pues ello podía cimentar un despotismo estatal opresor de la sociedad. Es sugestivo que colocara como ejemplo de ese peligro al Ministerio de Obras Públicas, que proponía eliminar. Por un lado, porque devela cierta superposición entre las nociones de Estado y Gobierno. En segundo lugar, porque presenta el riesgo del avance del Estado subrayando roles y funciones relativamente novedosas para entonces, como la administración o la gestión de la “cuestión social” (Zimmermann, 1995).
De acuerdo a Costa, el Ministerio de Obras Públicas expresaba el peligro más acuciante de la acción del poder público: el de gobernar “demasiado”. En su opinión, el gobierno deseable, la característica central del “gobierno representativo”, era la “modestia”. Sáenz Peña, en cambio: “No gobierna poco, como en el gobierno representativo, sino que gobierna demasiado”. Pues: “Gobernar no es construir, ni restaurar, ni tutelar, en nada, ni en lo económico ni en lo político, no es siquiera poblar, lo que solo ha podido enunciarse como un fin” (1912, pp. 125, 138, 139). De hecho:

El gobierno libre… consiste en la libertad de ser feliz y de ser rico por la acción propia; ningún gobierno le va a enseñar a nadie a prosperar, y la riqueza pública no es sino la adición de las riquezas individuales. (Costa, 1912, p. 129)

Para Costa la libertad no requería, como garantía o como condición, de la activación de la participación ciudadana. Tampoco de un Estado activo. La libertad requería de una delimitación (institucional, territorial, económica, social) del poder. La reforma de Sáenz Peña tenía premisas y objetivos exactamente opuestos. Veía un problema en la despreocupación cívica y fortalecía una concentración del poder, visible en los modos en que el presidente ejercía el gobierno, así como en los atributos que confería al Estado.
En suma, desde afirmaciones que podrían rotularse como propias de un “liberal clásico” (Gallo, 2008, p. 31), Costa discrepaba con otras modulaciones del liberalismo local del Centenario. Una de ellas era la que promovía pensar la reforma política desde la noción de gobierno representativo como alternativa a la democracia; otra, la que había apuntalado un despliegue creciente del Estado frente a la sociedad para afrontar su metamorfosis.
A diferencia de la primera, no invocaba una oposición entre representación y democracia o, en otros términos, entendía que para alcanzar el gobierno representativo bastaba con instrumentar de manera adecuada el sufragio universal (problema que, a su juicio, el saenzpeñismo reconocía, pero no resolvía), en lugar de postular nuevas formas de traducción política de lo social o incluso calificaciones o restricciones al voto. Frente a la segunda, argumentaba que una mayor presencia del Estado sobre la sociedad solo podía traer perjuicios a la libertad. De la lectura de ambas tesituras, en consecuencia, emerge una particular versión de un liberalismo democrático, nutrida, a su vez, de una noción de reforma pautada por la atención a las prácticas sociales antes que a la voluntad del legislador (y que puede emparentarse con la tradición anglosajona, ponderada a lo largo del texto). Estas perspectivas adquieren matices adicionales al advertir las apreciaciones que lanzó sobre la figura presidencial.

El príncipe Sáenz Peña

Costa desplegó una crítica sin contemplaciones de Roque Sáenz Peña. En ella es posible advertir una conjugación de razones personales y argumentos políticos. Las primeras son explícitas a lo largo del texto. El autor dedica todo un capítulo a narrar cómo veinte años antes había sido el principal promotor de la candidatura presidencial de Sáenz Peña y cómo éste, sin consultar a nadie, había declinado esa nominación (vale recordar que en esta decisión había incidido la postulación de su padre, apuntalada por Roca y Pellegrini), haciendo pagar los costos a quienes lo habían impulsado:

se miró al espejo, como hará siempre para hacer después lo que le quede mejor, según su criterio… y sin consultar a sus partidarios, que eran los dueños de la decisión, escribió y publicó una de las renuncias más hermosas y más infundadas que se pueden hacer en la vida cívica. (Costa, 1912, p. 95)

El texto contiene, por lo tanto, una irritación personal no atenuada a lo largo de dos décadas, y una primera lectura podría atribuir a este motivo los juicios vertidos por Costa. De todos modos, sin desconocer las eventuales razones personales, es relevante retener con qué argumentos este expresó su desdén por el presidente. A su entender, Saénz Peña “no es sino un hombre privado. No es un hombre político. Y es el inconveniente sustancial para ser Presidente” (1912, p. 97).
A partir de este argumento, el exgobernador bonaerense fustigó una de las actitudes que incluso otros opositores o críticos del presidente valoraron: su prescindencia política (Alonso, 2006). Según Costa, “la doctrina falaz de la prescindencia” revelaba en realidad un “horror burgués por la política, a la que se considera un arte deshonesto que no sirve sino para aprovecharlo, y no la honda preocupación de la cosa pública, y la pasión suprema del patricio”. Es decir, la “pasión de Mitre, de Alsina, de Alem, de Sarmiento, de Avellaneda” (1912, pp. 100, 115). Saénz Peña, un “burgués”, no era un genuino representante del abnegado patriciado argentino.
Aquí se advierte la incidencia de una identificación sustantiva de las familias tradicionales en el pasaje del siglo XIX al XX: su carácter de “aristocracia republicana”, que exigía de sus miembros cualidades y atributos (que, en opinión de Costa, Sáenz Peña no poseía), y que a la vez los proyectaba como las elites idóneas de la Argentina democrática. Esta identificación, edificada en espacios que incluían desde la familia hasta los ámbitos de sociabilidad, fue tanto un modo de expresar distinción como una manera de concebir un papel en la vida pública. De acuerdo con ella, la democracia –sea como régimen político, sea como hecho social– era intrínseca a la Argentina por su constitución histórica, y no implicaba caos ni disolución de jerarquías (un juicio presente, sobre todo en algunos intelectuales, pero quizá retrospectivamente magnificado), pues tenía en el patriciado a su clase dirigente. Desde este punto de vista, el reconocimiento de Costa del sufragio universal y de la inevitabilidad democrática argentina junto con la invocación al patriciado no son sorprendentes ni contradictorios. Como tampoco lo es la conjugación de las nociones cercanas al republicanismo que subyacen a la ponderación del patriciado, con su “liberalismo clásico” referido a las relaciones entre Estado y sociedad. En verdad, fueron prismas bastante usuales entre los integrantes de las familias tradicionales de inicios del siglo XX, que perdurarían, al menos, hasta los años treinta (Losada, 2017).
Ahora bien, las críticas a Sáenz Peña no solo expresaron tensiones personales o enfatizaron que el presidente no era un digno integrante del patriciado argentino. También incluyeron argumentos políticos y doctrinarios, en los cuales, otra vez, pueden advertirse algunos de los temas que atravesaban la agenda pública del Centenario. Al respecto, a juicio de Costa, la reforma electoral no solo era un problema por sus disposiciones, sino por lo que reflejaba, un modo de ejercicio del poder. Sáenz Peña era un exponente del personalismo. Así lo ejemplificaban sus afanes fundacionales y sus mismas expresiones. Saénz Peña decía “mi gobierno” en lugar de “departamento ejecutivo”; se llamaba a sí mismo “Presidente de la Nación y no Presidente de la República” (1912, pp. 17-19).
En esta dirección, la solución al personalismo y a la discrecionalidad del poder requería de precisiones sobre la función y el carácter del representante, que de todos modos no exigían una reformulación de la traducción política de lo social. Manteniendo el diseño político e institucional de la constitución era posible reconfigurar la concepción y el ejercicio de la representación, con tres elementos, según Costa, relacionados entre sí: la noción misma de representante, los partidos políticos y la responsabilidad ministerial.
Respecto del primer tema, debía afirmarse una idea de representación ajena a cualquier libertad de acción, tal como la ofrecía una concepción según la cual el representante creaba, en su mismo momento de instauración, aquello que representaba y cuyas raíces se retrotraían a Hobbes (Pitkin, 2014). Costa señalaba que el representante debía ser un mandante: “El mandatario representativo no tiene programa, no puede tenerlo, porque tiene mandato o poder conferido; sería absurdo que mi procurador presentara su programa en vez de mi poder, pero sería lo mismo”; “Programa propio, original, tienen los déspotas” (1912, pp. 25, 27).
Para ello, era fundamental el fortalecimiento de los partidos políticos. Solo la definición de plataformas partidarias impediría que los gobernantes pudieran decir que poseían “sus” programas y agendas, como hacía Sáenz Peña:

decir que es gobierno sin partido, sería como si hubiera dicho… gobierno personal o tiranía… gobierno sin partido es una manera de decir gobierno en contra de sus partidarios o amigos, y en favor del gobernante, el cual es él mismo el interés público según la razón de Estado. (Costa, 1912, pp. 34-35)

Sus argumentos sobre este tema, en algún sentido, eran similares a los del saenzpeñismo: fortalecer los partidos para evitar el personalismo. Pero, además de afirmar que el oficialismo era parte del problema y no una solución, Costa entendía que “los partidos programáticos” no surgirían de un cambio de reglas electorales, el cual, vale recordar, a su juicio debía ser diferente al planteado por la reforma oficial. Como ya se vio, el bipartidismo proyectado por la Ley Sáenz Peña expresado en la lista incompleta era discutido por Costa en nombre de un sistema proporcional que plasmara la mayor pluralidad posible. Por añadidura, el exgobernador bonaerense no concebía a los partidos como expresiones de intereses o grupos sociales. A su entender, eran la expresión política pertinente de la sociedad democrática concebida como una entidad de individuos libres e iguales, que por ello encontraba en la mayoría electoral su manifestación legítima:

Si en la democracia el gobierno no es de partido, no es representativo, porque no representa sino al gobernante. Tiene que representar al pueblo, al soberano, en las ideas, en los propósitos, en los intereses declarados y prevalentes de la mayoría circunstancial que elige, y que ha conferido mandato concreto y específico. (Costa, 1912, pp. 32-33)

El tercer factor que limitaría la discrecionalidad presidencial era la responsabilidad ministerial. De modo parecido a como lo plantearon otras voces contemporáneas, este tema, en opinión de Costa, estaba en sintonía con el tipo de reforma que él apuntalaba, una corrección y no una modificación del diseño político institucional, pues podía fundamentarse en la Constitución nacional (1912, pp. 31-40, 103-111).
Todos estos juicios estaban sustentados en un diagnóstico más profundo. Según Costa, el problema de la política argentina estaba en el poder y no en la sociedad. Su invocación a la “comuna” o circunscripción, con todas sus imprecisiones, emerge, puesta en este contexto, como un modo adicional de contener el poder antes que de incitar la participación ciudadana o de reformular la traducción política de lo social.
La apatía cívica, o la eventual opacidad de la sociedad para el sistema político institucional (derivada de los dilemas de representar al “pueblo”), presente en argumentos tanto oficialistas como opositores a la Ley Sáenz Peña, eran falsos problemas para Costa, o errores de diagnóstico. Los problemas radicaban en el poder, en un amplio abanico que incluía desde el personalismo hasta una perniciosa expansión del Estado sobre la sociedad. Sáenz Peña y su reforma no eran soluciones a dichos riesgos, sino (nuevas) expresiones de ellos.
Este diagnóstico se ve con claridad cuando se repara qué autor, y más aún, qué libro inspiró y fue principal referencia de Costa: El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo. Es decir, un autor y un libro que (en su lectura) identificó en el poder el fenómeno excluyente de la política, y que se dedicó a mostrarlo y a analizarlo sin ambages. Desde el mismo título, El Presidente se presenta como un texto en espejo, inspirado y a la vez en polémica, en un vínculo “de admiración y de execración” (1912, p. 178), con El Príncipe del autor florentino:

Habría que escribir, para el bien y no para el mal, no ya el libro del hombre de poder, sino el libro del hombre de libertad. Habría que hacer el reverso de la medalla, el Anti-maquiavelo, no el de Federico II o Voltaire, sino el decálogo del mandatario representativo. Hacer con respecto al arte de gobernar la comprobación del siglo XX, como el político florentino hizo la del siglo XVI. Hacerla aquí, como él la hizo en su antigua Florencia, y en su actualidad. Por eso es eterna, porque fue local y vivida. Para tal monumento, que otro ha de hacer, ya que nadie sabe para quien trabaja, trataré de arrimar algunas piedras. (Costa, 1912, pp. 5-6)

La lectura de Maquiavelo otorga a las afirmaciones de Costa sobre el personalismo notas originales respecto de otras vertidas en la Argentina de entonces. Pues desde la perspectiva que confería la obra del florentino, el personalismo no era simplemente un atavismo “criollo” en momentos de civilización y de progreso. De hecho, en su análisis, el personalismo no era necesariamente incompatible con la democracia, sino uno de sus rasgos, que podía moderarse, pero no desaparecer (porque no era posible, pero tampoco deseable): “he pensado que el personalismo es toda la democracia, que necesita jefes… hemos estado confundiendo el personalismo con el método que él ha usado entre nosotros. Lo que hay que hacer no es combatir el personalismo, sino suprimir el método” (1912, p. 20).
Sáenz Peña era algo más que un presidente personalista. Era un príncipe maquiavélico. Y en ello radicaba su desajuste histórico, no solo con Argentina, sino con las transformaciones sociales y políticas más amplias ocurridas desde las revoluciones del cambio del siglo XVIII al XIX. Desde ese entonces, el poder estaba en la sociedad, y no en el príncipe:

La diferencia sustancial entre el gobierno del siglo XVI que constata El Príncipe, y el del siglo XX que constata El Presidente, es una diferencia de ubicación. El gobierno ha cambiado de lugar. Estaba en el Príncipe, ahora está en la sociedad. (Costa, 1912, p. 160)

Así, quienes pretendían ser príncipes en el amanecer del 1900, en vez de presidentes, eran, además de gobernantes arbitrarios, fenómenos extemporáneos, inexorablemente destinados a desaparecer por el curso progresivo de la historia. Desde este ángulo, otra vez se advierte la consideración de la sociedad y de la política democráticas como fenómenos irreversibles y positivos en tanto disminuían el riesgo del despotismo.
Todo lo anterior, sin embargo, no quiere decir que para Costa el análisis del poder hecho por Maquiavelo fuera obsoleto. Por el contrario, sus enseñanzas mantenían plena vigencia pues, si como forma histórica el principado había quedado atrás, en todo hombre político había algo de príncipe:

El Príncipe, con sus máximas, algunas envejecidas y otras frescas como flores de veneno, con su razón de Estado, con su moral de Estado, asalta las visiones y los sueños de los hombres de Gobierno, y adaptado y atenuado según comportan los tiempos, es todavía la razón de ser, la regla y la explicación de actos y procedimientos que parecen incongruencias y no son aplicaciones, que parecen nuevas y tienen trescientos cincuenta años. (Costa, 1912, p. 20)

En una apreciación retrospectiva de su desempeño como gobernador bonaerense, Costa incluso afirmó que “habiendo sido también un poco Príncipe, he fracasado como todos estos” (1912, p. 174).
La vigencia del florentino, entonces, autorizaba a mensurar a Sáenz Peña en relación con los consejos realizados por Maquiavelo. A lo largo del libro, Costa otorgó importancia especialmente a dos: el que indicaba que nada hay más difícil que la sanción de leyes nuevas, y aquel otro según el cual el príncipe debe respaldarse en el pueblo antes que en los “grandes”.
Al contrastar la actuación de Sáenz Peña con la primera de estas máximas, se ratificaba la conclusión de que la reforma electoral, independientemente de sus contenidos y disposiciones, había sido un error. Sáenz Peña había procedido con un “espíritu misionero”, a contramano de la enseñanza del florentino. La denostada “prescindencia”, además, indicaba que el presidente carecía de los atributos de un político dispuesto o capacitado (con virtú) para afrontar los vaivenes de la fortuna a los que lo exponía ese mismo “espíritu misionero” (Costa, 1912, pp. 47-48).
Respecto del segundo consejo, “el maestro aconseja repudiar a los grandes y apoyarse en el pueblo”, Costa reconoció la dificultad de aplicarlo, porque el respaldo popular no dependía de la voluntad del gobernante: “hay un error de concepto de que en su tiempo de absolutismo no podía darse cuenta el político Florentino… la conquista del pueblo es como la conquista del amor, es preciso ser conquistado por el pueblo” (1912, pp. 36, 37). Es una interpretación curiosa en tanto que objeción a Maquiavelo, ya que el florentino había afirmado que el príncipe debía ser temido más que amado (evitando ser odiado), precisamente porque el temor, a diferencia del amor, sí dependía de su acción. Con todo, el comentario de Costa emerge como un reconocimiento de la indeterminación de la política democrática.
Sáenz Peña, en suma, era la peor combinación posible. Un príncipe a contramano de las indicaciones de Maquiavelo, un déspota o un gobernante arbitrario que procedía ignorando lo que le había enseñado su más lúcido analista. Leído en retrospectiva, ciertamente puede ser sorprendente que quien apuntaló el sufragio secreto y obligatorio haya sido retratado como una encarnación local, entre torpe e inconsciente, de un príncipe maquiavélico. Como fuere, la conclusión del autor era inequívoca. El presente imponía el gobierno representativo, y en él, el presidente debía conducirse con un repertorio de cualidades y de acciones que Costa presentaba como el reverso de lo que condensaba Sáenz Peña, y de lo que, a su vez, entendía eran las recomendaciones del florentino. En vez de zorro y león, debía ser como el perro:

que es el único animal moralmente superior al hombre en ciertos aspectos. Ha de tener su lealtad, su gratitud, y ha de pagar como él, no en moneda, sino en la misma moneda, sus deudas de afecto y de consideración, para que le tengan confianza y lo ayuden, porque el Presidente es el que más necesita la ayuda de todos. (Costa, 1912, pp. 146-147)

Cabe destacar, finalmente, que aún “execrando” sus enseñanzas, Maquiavelo era definido por Costa como un “maestro”, y no solo por el estudio del poder. Esa estatura se le adjudicaba por su advertencia acerca de cuál era la división fundamental en las sociedades: la que enfrentaba a quienes dominan y a quienes no quieren ser dominados. Semejante escenario era el que vertebraba la Argentina del Centenario: “el conflicto entre los impulsos de la libertad y los hombres y los métodos de poder”. Por ende, el desafío era lograr “la sustitución de los métodos de poder por los métodos de libertad” (1912, pp. 14-16, 123, 124).
Se entiende, desde este ángulo de observación, el interés de Costa, un “liberal clásico” en muchos de sus argumentos, por Maquiavelo. Según el exgobernador bonaerense, el florentino no era un teórico de la libertad sino un adversario de ella, un consejero de príncipes y un partidario de la concentración del poder. Pero, precisamente por ello, Costa postuló que su lectura era fundamental. Pues para quienes, como él, consideraban al poder un peligro, el “maestro” toscano ofrecía su más brillante estudio, y enseñaba que el enfrentamiento entre el poder y la libertad era el conflicto decisivo que recorría a la sociedad.

Conclusiones

¿Cómo ponderar, o cómo situar en perspectiva, el texto de Julio Costa analizado en las páginas precedentes? ¿Es una extrañeza, que no pasa del carácter de simple curiosidad? ¿O es posible ubicarlo en tendencias más amplias del pensamiento político argentino, y más en particular, de la reflexión política de las primeras décadas del siglo XX?
Ante todo, vale subrayar que una extrañeza o una curiosidad no es de por sí irrelevante, en tanto repone perspectivas y opiniones inusuales que ofrecen mayores testimonios sobre un determinado momento del pasado. Como se ha argumentado, el texto analizado es una voz en el coro del debate público sobre la política argentina en el Centenario, cuya visión de las cosas tiene similitudes, pero también contrastes con otros registros. Por ejemplo, el que entendía el problema político como un déficit de participación, que se resolvía con una reforma electoral entramada por la lista incompleta y el sufragio secreto y obligatorio (dispositivos suficientes, además, para expresar políticamente a la sociedad); o el que postulaba la insuficiencia e inadecuación de la Ley Sáenz Peña y promovía en cambio el gobierno representativo, entendiendo por ello una reformulación sistémica del diseño institucional, e incluso eventuales calificaciones o restricciones al sufragio (Roldán, 2006).
Costa tuvo coincidencias y contrapuntos con posiciones como las recién mencionadas, ya que definió una perspectiva en la que resonaban temas y propuestas presentes en la agenda pública y acentos más definidamente personales. Afirmó su adhesión al sufragio universal y secreto, pero también su discrepancia con la configuración distrital y la lista incompleta de la reforma oficial; planteó cambios que iban más allá de lo electoral (desde el fortalecimiento de los partidos políticos hasta la responsabilidad ministerial), sin adherir a la necesidad de una reforma constitucional. Su preocupación por lo que juzgó como personalismo y discrecionalidad presidencial estuvo conectada con la inquietud por lo que entendía era un creciente despliegue del Estado sobre la sociedad. Y ambos temas cimentaron el diagnóstico de que el poder del gobierno, del Estado, del presidente (a menudo presentados como fenómenos intercambiables) eran las principales amenazas que se cernían sobre el país.
La intervención de Costa muestra así dos cosas, una de orden político y otra vinculada a aspectos doctrinarios e intelectuales. Con relación al primer punto, su caso es el de un político inscripto en la heterogénea constelación oficialista que hacia el Centenario no repudiaba la necesidad de reformas (como, por ejemplo, lo expresaban por entonces los grupos vinculados a Marcelino Ugarte o las franjas más incondicionales del roquismo).[2] Pero, al mismo tiempo, era un personaje enfrentado a las modificaciones impulsadas por las figuras de esa misma constelación de las que había estado más cercano, empezando por el propio Sáenz Peña.
Expresión de una tesitura reformista que no era la saenzpeñista (pero tampoco la de otras tribunas contemporáneas, como la Revista Argentina de Ciencias Políticas, además, más alejada del oficialismo), y a la vez con una trayectoria política más cercana al antirroquismo, la voz de Costa expresa un arco de la opinión del que poco se conoce: el de un reformismo políticamente cercano al saenzpeñismo, al menos por procedencias y trayectorias, pero programáticamente opositor al que aquel impulsaba.[3]
Es un registro, entonces, que merece mayor exploración, sobre todo al conectar el Centenario con los años subsiguientes, pues el giro antidemocrático (y eventualmente antiliberal) del conservadurismo argentino se ha mostrado, en general, por medio del desencantamiento de exsaenzpeñistas (Devoto, 2002; Tato, 2004). Los desacuerdos frente a la reforma electoral en el momento de su sanción, de parte de políticos como Costa, a la vez distantes política o programáticamente de otras propuestas reformistas, así como de quienes no consideraban necesario introducir cambios en la política argentina, quizás permitan reponer otro tipo de itinerarios y de razonamientos ante la irrupción del radicalismo yrigoyenista, y desde allí, sobre la democracia en Argentina.
En el plano de las ideas, el texto de Costa revela al menos tres fenómenos relevantes. En primer lugar, retomando lo señalado en el párrafo anterior, muestra que en la Argentina del Centenario el repudio a la reforma electoral de 1912, la adhesión al sufragio universal y a la democracia en su doble sentido posible –es decir, como una sociedad en la que impera la igualdad de condiciones y como una forma política que implica la ampliación de derechos políticos–, no fueron argumentos contradictorios o excluyentes. Es necesario subrayar este punto, pues la (usual) calificación del liberalismo como conservador al menos a partir del escenario abierto a mediados de la década de 1910 suele superponer ambos planos, es decir, que la crítica a la ley Sáenz Peña conllevaba una oposición o, cuanto menos, una cautela ante la democracia (Nállim, 2014).
En realidad, y sin desconocer las reacciones que suscitaron tanto la consolidación del yrigoyenismo como la paulatina afirmación de una sociedad de masas, la noción de liberalismo conservador supone al menos dos cuestiones. La primera, que una posición políticamente conservadora recelaba del sufragio universal, siendo su manifestación más usual la oposición entre república y democracia. Esta no es una conexión de por sí evidente; al menos exige precisiones según momentos y coyunturas. De hecho, se ha visto en estas páginas que Costa adhirió al sufragio universal porque era una tradición y no una novedad.[4] La segunda, que la Ley Sáenz Peña se había consolidado como sinónimo de democracia electoral, sinonimia plausible en una mirada retrospectiva pero no necesariamente en el momento de sanción de la ley y de sus primeros efectos.
La forma que debía asumir la “República Verdadera” –léase, la democracia liberal, objetivo compartido como punto de llegada del proyecto fundacional de nación del siglo XIX y al mismo tiempo ambiguo por definición en su traducción operativa– era un tema abierto y en controversia. En este contexto, incluso quienes, como Costa, entendían que para alcanzar ese horizonte bastaba con modificaciones electorales, bien podían concebir la reforma de Sáenz Peña como lo hizo el exgobernador bonaerense: una forma posible de plasmar la “República Verdadera”, no la única, ni la mejor, ni por ello, inapelable, sin que esto supusiera un repudio a la democracia como realidad social y como destino político de Argentina. Es decir, la discusión no solo entramó una oposición entre república y democracia, sino también contraposiciones entre versiones diferentes de la democracia.
Por otro lado, cabe resaltar los argumentos críticos del poder (según se vio, Costa enfatizaba un papel “mínimo” para el gobierno y la “modestia” como su principal característica), y las ponderaciones a la dinámica y a la vitalidad de la sociedad. Desde esta perspectiva, su intervención suma testimonios para restituir la riqueza de los debates y de los argumentos del liberalismo argentino del Centenario. Pues su “liberalismo clásico”, sin señales antidemocráticas en ese entonces (la advertencia de las potencialidades despóticas de la democracia se vincula con eventuales distorsiones operativas del sufragio, más que con sus implicancias igualitarias), se distingue de otros modos contemporáneos de la reflexión liberal, como el que apuntalaba la importancia del Estado en la gestión de lo social. Es un punto a destacar, teniendo en cuenta que la tradición liberal argentina, vista en una perspectiva de largo plazo, había confiado más en el poder que en la sociedad como agente dinámico (Zimmermann, 1995; Roldán, 2010).[5]
Otro aspecto de interés es la apelación a Maquiavelo para pensar la política argentina. En este terreno, la intervención de Costa también dista de ser una curiosidad y puede situarse en secuencias más amplias. La primera es la reactivación, hacia el Centenario, de una reflexión acerca de la política escindida o distinguida de las ciencias sociales, el enfoque que había prevalecido, a grandes rasgos, en la producción intelectual en el pasaje del siglo XIX al XX (Terán, 2000; Altamirano, 2004; Bruno, 2011). La elección de Maquiavelo como referencia indica la opción por un autor que, por debajo de la polémica que habían suscitado sus obras prácticamente desde su publicación en el siglo XVI, había sido entendido como aquel que concibió la política sin “sociologismos”, como un fenómeno de la vida humana autónomo, definido por coordenadas propias e irreductibles a otras dimensiones (Lefort, 2010).
En esta dirección, hay un segundo punto a destacar. El uso de Maquiavelo hecho por Costa es original en el marco de cómo lo habían leído los intelectuales y letrados argentinos hasta entonces. En una línea que hundía sus antecedentes en Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento o Juan Bautista Alberdi, Maquiavelo –leído fundamentalmente a través de El Príncipe– había sido asociado al despotismo y a la inmoralidad, y por lo tanto impropio, cuando no pernicioso, para la libertad (Losada, 2019). Costa tiene algunos puntos comunes con estos antecedentes y también importantes rupturas.
Según ya se apuntó, vio en Maquiavelo un autor afín al poder e incluso a la arbitrariedad (había escrito para “el mal” y contra la moral; era el teórico de la razón de Estado). Sin embargo, aun advirtiendo los peligros de sus tesis, Costa entendió que el florentino era un autor clave para estudiar cómo procede el poder y cuáles eran sus amenazas para la libertad. Esta forma de entender a Maquiavelo implicaba reconocerle vigencia. Ese fue un punto destacado, por ejemplo, por Roberto Giusti al reseñar el libro El Presidente en la revista Nosotros (en sí, un indicador de su impacto). Si bien se cuestionaba el retrato de Sáenz Peña como un “príncipe”, por el origen y el fundamento de su poder político así como por los propósitos de su acción presidencial, y se declaraba la confianza en el “progreso moral de la humanidad”, se apuntaba la relevancia de Maquiavelo, entre otras razones, porque el florentino “trabajó sobre el substrato de todo sistema de gobierno: la triste materia humana, inestable, caprichosa, desleal, egoísta, rapaz, cruel”, y porque se reconocía verdad en su distinción entre la “moral privada” y la “moral de Estado” (Giusti, 1913, pp. 133-146).
Es decir, Maquiavelo y su preocupación por la veritá effetuale era una guía para avanzar en un estudio “realista” de la política, diferente a exégesis normativas, tal como la había planteado la Revista Argentina de Ciencias Políticas o, poco después, en los años 1920, la propuesta de ciencia política de Rafael Bielsa alrededor del derecho administrativo (Myers, 2006; Bacolla, 2017). El “realismo”, tal como lo entendió Costa, fundamentó una apreciación de la democracia liberal que no la concebía como un destino manifiesto de “civilización política” para Argentina, pero tampoco como una catástrofe, sino como una forma política en correspondencia con las coordenadas de la sociedad, y expuesta a turbulencias e imperfecciones, ni mejor ni peor que otras alternativas. Desde este punto de vista, el texto de Julio Costa adquiere relevancia como expresión de un fenómeno de la historia del pensamiento político argentino poco explorado: una forma de entender la democracia y el liberalismo que no decantó en una identificación retórica o inercial con el proyecto fundacional de país ni en un rechazo abierto a su legado político.

 

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] En 1913, el libro ya tenía una tercera edición.

[2] En el marco de la política bonaerense de inicios del siglo XX, Costa se contó entre quienes impulsaron la participación política de las clases propietarias (Hora, 2001; 2002, p. 247). Halperin Donghi (1999) definió a Costa como “un veterano” del “Antiguo Régimen”, exponente del “progresismo social” en las “filas políticas conservadoras” (p. 189).

[3] La apelación a Maquiavelo desmarca a Costa, asimismo, del campo católico, cercano al saenzpeñismo. Según se ha dicho más arriba, las propuestas del autor tienen, en algunos argumentos, familiaridad con ideas y planteos de Joaquín V. González. Esa cercanía programática (expresada sin la rigurosidad intelectual del riojano) de todos modos no debe ocultar sus disímiles trayectorias políticas. González había integrado el segundo gobierno de Roca, mientras que Costa tenía, como ya se dijo, una genealogía antirroquista, con toda la cautela que exige la composición y el funcionamiento del “orden conservador” (Botana, 1994; Devoto, 1996).

[4] Aquí se contiene, por ende, otro problema: cuáles serían los rasgos distintivos de una tradición conservadora en la política argentina, en relación, pero también independientemente, de su expresión en el sistema de partidos. Es decir, como posición doctrinaria o programática (Gallo, 2013).

[5] La referencia intelectual local más notoria en el texto de Costa es el Alberdi más atento al problema de la omnipotencia estatal.

Recepción del original: 28 de octubre de 2019.
Aceptado para publicar: 17 de junio de 2020.