DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v24i2.3709
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ARTÍCULOS
“Antes no había nada”. Artificios clasificatorios, hermenéuticas identitarias y participación indígena en el sur mendocino (Argentina)
“There was nothing before”. Qualifying artifices, identity hermeneutics and indigenous participation in the south of Mendoza (Argentina)
“Antes não havia nada”. Artifícios classificatórios, hermenêuticas indenitárias e participação indígena no Sul mendocino (Argentina)
Julieta Magallanes
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Centro Nacional Patagónico. Instituto Patagónico de Ciencias Sociales y Humanas
Argentina
Correo electrónico: magaju82@hotmail.com
Resumen: En las últimas décadas, la irrupción de grupos indígenas mapuches y pehuenches en la escena pública del sur de la provincia de Mendoza (Argentina) –emparentada con reivindicaciones políticas y culturales específica– ha provocado debates estatales, académicos y mediáticos que distan de estar saldados. Si entendemos que las clasificaciones sociales son formas históricas y cambiantes de circunscribir las alteridades, el artículo analiza el campo relacional en el cual las categorías identitarias con que los grupos subordinados se representan a sí mismos y son representados por otros se homologan, entrecruzan o contraponen según los contextos en que se despliegan y los correlatos que demandan. A partir del trabajo etnográfico en zonas urbanas y rurales de los departamentos de Malargüe y San Rafael, en primera instancia, se exploran las formas en que interaccionan los rótulos socioétnicos disponibles, los reconocimientos político-jurídicos del estatus indígena y los espacios estatalmente patrocinados para la participación de representantes mapuches y pehuenches. En segundo lugar, a partir de instrumentos en tensión (narrativas populares y hegemónicas, abordajes interculturales), se examinan los márgenes de elección y acción habilitados para actores que, posicionados desde una distintividad histórico-cultural, disputan en escenarios reconfigurados por la instrumentación de formas de vida propias.
Palabras clave: Clasificaciones sociales; Reemergencias indígenas; Participación política; Estados
Abstract: In the last decades, the irruption of Mapuche and Pehuenche indigenous groups in the public scene of the south of the province of Mendoza (Argentina), related to specific political and cultural demands, has provoked state, academic and media debates that are far from settled. Understanding that social classifications are historical and changing ways of circumscribing alterities, the article analyzes the relational field in which identitary categories with which subordinate groups represent themselves and are represented by others are homologated, cross-linked or contrasted, according to the contexts in which they are deployed and the correlates that they demand. Based on ethnographic work in urban and rural areas of the departments of Malargüe and San Rafael, firstly, we explore the ways in which available socio-ethnic labels, political-legal recognitions of indigenous status and state sponsored spaces for the participation of Mapuche and Pehuenche representatives interact with each other. Secondly, from instruments in tension (popular and hegemonic narratives, intercultural approaches), this paper addresses the margins of choice and action enabled for actors that, positioned from a historical-cultural distinctiveness, dispute in reconfigured fields for the instrumentation of ways of life of their own.
Keywords: Social classifications; Indigenous reemergence; Political participation; States
Resumo: Nas últimas décadas, a irrupção de grupos indígenas mapuche e pehuenches na cena pública do sul da província de Mendoza (Argentina) –associadas com reivindicações políticas e culturais especificas– tem ocasionado debates estatais, acadêmicos e mediáticos que estão distantes de ter fim. O artigo analisa o campo relacional no qual as categorias indenitárias com as quais os grupos subordinados se representam a si mesmos e são representados por outros se homologam, entrelaçam ou contrapõem segundo os contextos nos que se realizam e os correlatos que demandam. A partir do trabalho etnográfico nas zonas urbanas e rurais dos departamentos de Malargüe e San Rafael, em um primeiro momento, exploram-se as formas em que interacionam os anúncios socioétnicos disponíveis, os reconhecimentos político-jurídicos do status indígena e os espaços patrocinados pelo estado para a participação de representantes mapuche e pehuenches. Em segundo lugar, a partir de instrumentos de tensão (narrativas populares e hegemônicas, abordagens interculturais), examinam-se as escolhas e ações habilitadas para atores que, posicionados desde um lugar diferenciador histórico-cultural, disputam cenários reconfigurados pela instrumentação de formas de vida próprias.
Palavras-chave: Classificações sociais; Novas emergências; Indígenas; Participação política; Estado
Una combinación de reducciones positivas de la provincia de Mendoza ─como
“La tierra del sol y del vino”, forjada por inmigrantes blancos laboriosos, que además se
presenta como “La ciudad más limpia del país” (Dornheim, 2002)─ contribuye a
confinar en los “desiertos” del norte y del sur el transcurso de una eterna siesta, apenas
interrumpida por hábitos rústicos de pobladores anónimos. Con tal imaginario
provincial, la enérgica irrupción de grupos mapuches y pehuenches en la escena
pública mendocina provocó debates estatales, académicos y mediáticos que distan de
estar saldados. En los departamentos de Malargüe y San Rafael, mientras se propagan
resquemores frente a quienes “sorpresivamente” afirman identidades en clave étnica,
las agencias gubernamentales regulan a desgano sus concesiones y el discurso
antropológico se muestra vacilante a la hora de despejar la desconfianza que inspira
una vitalidad indígena insospechada.3
Si se asume que las categorías sociales no refieren a cualidades intrínsecas de
personas y colectivos, sino que son, ante todo, formas históricamente variables de
circunscribir las alteridades (Briones 1998, 2004), el artículo analiza el campo relacional
en el cual las clasificaciones con las que los sujetos se representan a sí mismos y son
representados por otros se homologan, entrecruzan o contraponen según los
contextos en que se despliegan y los correlatos que demandan. Con este propósito, se
explorará, en primer término, cómo interactúan los rótulos socioétnicos disponibles
(puesteros, indios, mapuches, pehuenches), los reconocimientos de las comunidades
originarias como sujetos de derecho y los espacios de participación estatalmente
patrocinados para representantes indígenas. En segundo lugar, a partir de instrumentos
en tensión mutua (narrativas populares y hegemónicas, propuestas de trabajo
intercultural), se indagarán los márgenes de acción habilitados para los grupos que,
proclamando un devenir específico y una distintividad cultural, disputan en escenarios
reconfigurados por la instrumentación de formas de vida propias.
Metodológicamente, el análisis se desprende del trabajo etnográfico sostenido
desde 2013 hasta 2018, consistente en la observación participante en contextos e interacciones de interés en zonas urbanas y rurales del sur de Mendoza; el análisis de
entrevistas y charlas informales, de fragmentos de historias de vida y de discursos
públicos significativos; la elaboración de genealogías en las que se priorizaron los
patrones de relacionamiento (sin restricciones filiatorias), así como las experiencias
migratorias y organizativas de las familias. También se abordaron archivos públicos y
otras fuentes de información como programas gubernamentales, notas periodísticas,
legislación, material de divulgación elaborado por sectores indígenas, entre otras.
Según el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas del año 2010 un dos por ciento (2%) de la población de la región de Cuyo5 se considera perteneciente a, o descendiente de, un pueblo originario. El mismo instrumento postula que los pueblos con más miembros en la región son: huarpe, mapuche y quechua; a su vez, el mayor porcentaje de grupos originarios se concentra en la provincia de Mendoza. Esta última, con un total de 1.738.929 habitantes, incluye a 41.026 personas indígenas; lo que representa más del dos por ciento (2,4%) de la población provincial. Casi la mitad de este sector (48,7%) pertenece al pueblo huarpe; el quince por ciento (14,9%) al mapuche y más del diez por ciento (10,7%) al quechua. En contra de una de las principales fórmulas culturalistas, la cual reza que las raíces y tradiciones se mantienen en el campo (Bascopé, 2009), la mayoría de los indígenas residentes en Mendoza vive en zonas urbanas y periurbanas (Instituto Nacional de Estadística y Censos –INDEC–, 2015).
Población indígena contemporánea en la región de Cuyo
Fuente: Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas. 2010. Censo del Bicentenario. Pueblos
originarios: región Cuyo. INDEC, 2015. Elaboración propia.
Sin embargo, apenas cincuenta años atrás, en ocasión del Censo Indígena
Nacional (CIN) de 1966-1967, sus postulados afirmaban que había “grandes zonas
geográficas despobladas de habitantes que podamos incluir dentro de la categoría de
indígenas. En estas condiciones se encuentra…Córdoba, San Juan, San Luis, Mendoza, Catamarca, La Rioja, Santiago del Estero, Tucumán, Entre Ríos y Corrientes”.6 En
términos generales, durante los censos nacionales del siglo XX, la medición de la
realidad indígena como tal fue prácticamente nula.7 Recién en 2001, a instancias de la
Ley 24.956 de Censo Aborigen (1998), el Censo Nacional de Población, Hogares y
Viviendas asumió por primera vez un tratamiento integral de la realidad de estas
poblaciones, al incorporar una pregunta dirigida a identificar hogares donde alguna
persona se reconociera descendiente de y/o perteneciente a un pueblo originario. Esto
implicó considerar la identidad indígena en términos individuales; más allá de la
inscripción en comunidades, las ocupaciones o los lugares de residencia (a diferencia
del CIN, que solo contempló a las “agrupaciones”). Igual proceder mantuvo el último
censo del 2010. Estos instrumentos, con sus falencias, reflejan la intención estatal de
registrar la “diversidad”, en sintonía con lo prescripto por el multiculturalismo
gubernamental.8 Además del conteo censal, áreas específicas de la administración
pública y organizaciones no gubernamentales (ONG) han procurado cuantificar en las
últimas décadas el universo de la población visto por propios y ajenos como originario.
En Argentina, durante la década de 1980, se inició una etapa de
reconocimientos jurídico-políticos a la “otredad cultural” como resultado de un proceso
de consolidación de movimientos etnopolíticos y reapertura democrática luego de la
última dictadura cívico-militar (1976-1983). En tal contexto, la reforma constitucional
(1994) se propuso revertir, al menos declarativamente, la ultrajante relación entre el
Estado nacional y los pueblos indígenas cristalizada en el orden jurídico del siglo XIX.
Ocurrida esta reforma, a diferencia de otras provincias, Mendoza no modificó su Carta
Magna; lo que es motivo de reclamo por parte de los pueblos visibilizados en épocas
recientes. Si bien los poderes provinciales realizaron acciones alineadas con la
normativa nacional –como la adhesión por Ley provincial 5.754 (1991) a la Ley nacional
23.302 sobre Política Indígena y Apoyo a las Comunidades Aborígenes (1985) o la
sanción de la Ley 6.920 referida a la expropiación de tierras del departamento de
Lavalle a favor del pueblo huarpe (2001)–, también mostraron indefiniciones frente a
demandas específicas. Al respecto, cabe apuntar la inexistencia de un organismo
provincial encargado de la integración de políticas públicas indigenistas. Asimismo, la
no concreción de un equipo técnico operativo (ETO) en el marco del programa nacional
Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas (Re.Te.C.I.), que instrumenta la Ley
26.160 de Emergencia de la Propiedad Comunitaria Indígena, es leída por los
interesados como falta de diligencia en las esferas de decisión política.
En consecuencia, los gobiernos municipales han expresado reconocimientos de
cuño multiculturalista a las identidades indígenas visibilizadas en sus jurisdicciones. Por
caso, en 2014, la municipalidad de San Rafael declaró la Semana de los Pueblos Originarios, a celebrarse cada mes de abril; así también dispuso que los días 12 de
octubre flamee la wiphala (bandera originaria) en las plazas departamentales y que en
cualquier acto reivindicativo de los pueblos preexistentes se incorpore dicha bandera
como parte de los símbolos nacionales.9 La municipalidad de Malargüe hizo lo propio y
declaró de interés público el Wiñoy Tripantu (Año Nuevo mapuche),10 celebrado
anualmente entre el 21 y el 24 de junio en el Parque del Ayer;11 disposición replicada
por la Cámara de Diputados provincial. En la misma línea, el Senado de Mendoza
declaró de interés el Festival de los Pueblos Originarios, realizado el 11 de octubre de
2014 en la ciudad de Malargüe, en conmemoración del último día de autonomía de los
nativos americanos.12 Afín a estos gestos, en agosto de 2017, uno de los espacios
verdes de la capital mendocina más visitados por turistas y residentes, conocido otrora
como Parque del Aborigen, pasó a llamarse Parque de los Pueblos Originarios por
solicitud conjunta de las organizaciones huarpe, mapuche, colla, guaraní y ranquel de la
provincia.13 El multiculturalismo gubernamental que anida en las acciones comentadas
incide, claro está, en la producción de esa distintividad que promueve y sustancializa.
Así, se moldea un orden material y representacional que valoriza a los grupos
culturalmente específicos, al tiempo que confina la participación indígena en espacios
donde el Estado renueva sus formas de control y validación de los sujetos interesados
en ser parte de la interlocución pública (Boccara y Bolados, 2008, 2010; Bascopé, 2009;
Lenton, 2010).
Una mirada canónica sobre el sur cuyano lo define como una zona inhóspita,
especialmente en lo referido a sus inexpugnables extensiones rurales. En 1850, Manuel
Pedernera informaba al gobernador de Mendoza, desde la comandancia de los
confines, “desagradables noticias, pues esta villa [San Rafael] irremediablemente se va
despoblando…y cada día representa su deplorable aspecto”. El cuadro se atribuía a “las
atrocidades con que los bárbaros asolan estos territorios” como a la escasez de
recursos y las dilatadas distancias: “han sufrido…hasta esta fecha, tanto militares como
paisanos, las necesidades más crueles y devoradoras”.14 En escritos estatales y
memorias sociales del siglo XX, el sur de Mendoza conservó el rasgo de aridez irredenta y llegó a perfilarse como lugar mítico de bandolerismo y calamidades
ambientales (largas sequías, erupciones volcánicas). Respecto de su particular acervo de
saberes y prácticas, un imaginario compartido lo remite a antiguas tradiciones
indígenas; no obstante, prevalece un consenso acerca de la asimilación consumada en
el pasado de los grupos originarios locales que, por pérdida de tierras y subordinación
al mercado capitalista, fueron convertidos en los “puesteros”, “gauchos” o “criollos” que
habitan las llanuras secas y la cordillera de los Andes.
Por su parte, estudios recientes han refrendado la noción de adversidades
inherentes a las áreas desérticas, en contraste con los oasis irrigados de la provincia,15 al someter a evaluación las estrategias que los actores locales (áreas públicas,
empresas, pobladores) implementan para superarlas (Cepparo, 2010, 2014; Cepparo,
Prieto y Gabrielidis, 2013). Si bien estos análisis toman en cuenta las presiones sufridas
“para la inserción en el mundo globalizado, el desequilibrado sistema político y socio-económico local…la irregular secuencia de las decisiones públicas y privadas” (Cepparo,
2010 en Cepparo, 2014, s./p.), proponen, simultáneamente, una noción de"marginalidad” primordializada (combinación de ausencias y retrasos) al explicarla, en
última instancia, por el rechazo cultural a las innovaciones. Por lo tanto, estos abordajes
no logran problematizar la imagen de zonas intrínsecamente desventajosas y
perpetúan la tipificación de los sujetos locales con una serie de indicadores de
desarrollo económico: baja productividad, empleo asalariado informal, desarraigo de
jóvenes que migran a las ciudades, nula capacidad de inversión.
3.1. Acabado el indio, el puestero
Si nada constituye atributo ni destino invariable del “indígena”, el “puestero”, el
“criollo”, ¿por qué estas clasificaciones se vuelven centrales, incluso determinantes, en
las arenas donde se (des)legitima a unos y otros para el acceso a recursos y lugares
sociales? En el marco de esta reflexión, conviene recordar que la posibilidad de definir
lo real se dirime en luchas simbólicas en las que intervienen actores con desigual
capital para hacer valer nominaciones y sentidos sobre sí mismos y sobre otros
(Bourdieu, 1989; Briones, 1998; Boccara, 2002; Escolar, 2007). La tarea de las agencias
estatales y otras instituciones con voz autorizada, cuyas posiciones son ventajosas en
estas contiendas, garantiza la existencia naturalizada de sujetos/identidades que más
reales se asumen cuanto más inexplicados permanecen. Stuart Hall (2013) plantea que
la “naturalización”, como forma en que opera la estereotipación, remite a una
estrategia representacional dirigida a reducir a una esencia lo otro/lo diferente, al
perpetuarlo igual a sí mismo. En esta dirección, al transitar espacios públicos y
domésticos del sur mendocino, es posible advertir que el discurso oficial enarbola al
“puestero” como componente cultural característico.16 Así, queda definido como poblador dedicado a la cría de subsistencia en campo abierto, con empleo de trabajo
familiar y sujeto a limitaciones como el apego a formas artesanales o la inseguridad
jurídica de sus posesiones (por no tener registrados sus derechos o por haber
reconocido la propiedad en terceros).
Por cierto, una antigua práctica social que organiza el movimiento anual es el
desplazamiento, o trashumancia, entre zonas bajas de invernada y valles altos de
veranada para el mantenimiento de los rebaños familiares.17 Este orden trashumante
contiene las principales instancias de reproducción material y simbólica; lo que incluye
en buena medida la recreación de marcos interpretativos y de valores que posicionan
distintivamente frente a “otros” (próximos o foráneos) que interpelan:
Acá no hay alambrado, no hay nada de eso. Cuando estaban los indios, no habían [sic] alambrado. Pero cada uno tenía sus animales, tiene sus animales incluso ahora todavía. Llega el momento de reconocer y cada uno sabe qué tiene, sabe lo que le pertenece para que pasten, y aunque vayan con el vecino tampoco se van a pelear por eso, porque pasto hay mucho.18
En esta clave, la ausencia de alambrados en zonas de pastoreo es una señal que
evidencia, lejos de una falta de control, una serie de acuerdos entre parientes y vecinos
para el cuidado de animales y de campos. Asimismo, es notable en la percepción local
que las movilidades e interacciones que conlleva la trashumancia se vienen
transformando (Hevilla y Molina, 2010) en algunos aspectos, como ser: si bien hay
casos en los que viajan familias enteras a las veranadas, hoy es habitual que lo hagan
solo hombres adultos con algún peón; el tiempo de marcha entre el puesto de
invernada y el rial19 oscila entre uno y siete días, aunque ahora es frecuente que ciertos
tramos se realicen con vehículos. Este manejo de los circuitos de pastoreo (senderos,
vegas, vertientes, etc.) obedece a pautas consuetudinarias de usufructo familiar. Si bien
en ciertos casos se trata de tierras fiscales, cuya disponibilidad no genera
contraprestación, la mayoría de los pobladores se ven conminados a suscribir contratos
de talaje con titulares o administradores,20 por lo que quedan obligados al pago de un
canon sobre la producción anual. En los últimos años, con frentes de amenaza
recrudecidos sobre las posesiones rurales,21 algunas familias entienden que el
arrendamiento proporciona “seguridad” frente a eventuales despojos. Esta idea se
instala en íntima relación con relatos sociales que tematizan los trastornos propios del
desalojo y actúan como eficaz dispositivo de disciplinamiento. A su vez, quien se rehúsa a pagar por el usufructo de campos es signado con un estatus desvalorizado y
étnicamente marcado: “los pobres se hacen los mapuches para no pagar por la tierra”.22
En pocas palabras, el trabajo etnográfico sugiere la complejidad de una lógica
relacional que resulta no solo del intercambio pragmático entre personas y paisajes,
sino también de la capacidad de los ciclos para habilitar sentidos de realidad propios y
ciertos márgenes de decisión. Es decir, si los discursos reifican representaciones del
puestero estereotípico en las que acaba siendo una geografía inclemente lo que
determina sus atributos invariables (actitud abnegada, desinterés por las mejoras y
tendencia a dejarse expoliar), es igualmente cierto que los pobladores se vuelven
hábiles en sopesar las imágenes y sentidos impuestos que los atraviesan. Ello hace
parte, también, de una especie de “desfatalización” de las fuerzas que pretenden
reordenar su mundo cotidiano (en especial, el turismo, el extractivismo y la normativa
de protección ambiental). Después de todo, siguen siendo sus modos de pensamiento
y de acción parte central de los “misterios de las sierras”, que exhortan a la exploración
y la inventiva a los pregoneros del “desarrollo”.
3.2. Los muertos con buena salud
Las familias de puesteros “no están solas” en las grandes extensiones rurales ni
en los barrios urbanos del sur provincial. Personas que repasan sus biografías y familias
extendidas radicadas en zonas discontinuas23 se asumen pertenecientes a pueblos
indígenas cuya historia regional es considerada públicamente, cuanto menos, difusa.
Estas “apariciones” se juzgan, desde luego, atendibles mientras no adquieran tintes
“oportunistas”; esto es, siempre que se mantengan divorciadas de conflictos y reclamos
por recursos vitales, como la tierra o el agua. Resulta que, si los indígenas “además [de
serlo] están politizados”,24 se activan lecturas de la sospecha para las cuales la (auto)
marcación étnica representa un ropaje que disimula los móviles reales, es decir, la
satisfacción de intereses. Tal vez por estar a salvo de las examinaciones externas
inherentes al hecho de “organizarse”,25 es frecuente que pobladores no comunalizados
o sin exposición pública narren tiempos y lugares en los que anidan “cosas de antes” y
en los que entraman misterios, presencias y hermenéuticas propias. Ciertas
elaboraciones son especialmente ricas para reflexionar sobre cómo personas y grupos
con trayectorias similares pueden, sin embargo, recrear diferencialmente fronteras
sociales asociadas a la división nosotros/ellos (Briones y Del Cairo, 2015), ya sea al
interior del mundo indígena como entre este y otras identidades subordinadas.
Z26 vive en Ranquil Norte (poblado rural sobre la ruta nacional 40, en el extremo
sur del departamento de Malargüe), pero su territorio de origen es Puertas de
Barrancas (zona de nacimiento del río homónimo, en el límite con la provincia de
Neuquén), donde también nacieron sus antepasados. Z reconstruye vívidos recuerdos de su niñez y de su juventud, y no tarda en aseverar que se trata de herencias “indias”
lo que allí abunda:
Porque ahí donde vivía mi abuela hay un bardaje cerquita de la casa…Está figurado el indio, el choique y está figurada las boleadoras, todo. Nosotros hemos recorrido todos esos cerros. Sabemos lo bueno y lo malo…Y allá para el país de nosotros, o sea el arroyo Salinas, ahí donde nací yo, porque ahí se hacía invernada y hacían veranada en Puertas de Barrancas...El puesto que vivía mi abuela, la mamá de mi papá, es Lonko Vaca donde vivía. Porque ahí es el nombre de un cacique.
En relación con esos lugares, un tópico de especial importancia es la vivienda indígena, cuyo interior tuvo ocasión de conocer la entrevistada en un evento que no volvió a repetirse. Las imágenes y valoraciones se tiñen de apego y temor, de proximidad y rechazo:
El chenque es donde vivían ellos, tienen de todo. Yo tendría como 14 años, estuvimos adentro de un chenque nosotras, con mi hermana. ¡Ay usted sabe qué hermosura! Unos collares, unos aros...Nosotros teníamos veranada ahí donde le estoy diciendo yo…Y vimos la puerta abierta. Y si nosotras éramos puesteras ahí, ¿no íbamos a saber que no había casa ahí?…Y una risa yo, al frente mirando qué es lo que había para adentro, que si era gente como nosotros. La cantidad de cántaros, unos contaditos así, otros más pequeñitos, unos vasitos así llenos con monedas.
Más allá del misterio colado en el relato, se percibe un conocimiento exhaustivo
de comportamientos y de códigos vinculados a los antiguos: “Y era un día martes, yo
me acuerdo siempre. Yo sé que los días martes se abren los chenques”.27 Z no adscribe
a ninguna de las identificaciones étnicas disponibles; no obstante, se afana por mostrar,
en primer lugar, un saber práctico del tiempo en que las parcialidades indígenas
controlaban los territorios donde sus antepasados vivieron (sur de Mendoza y norte de
Neuquén). También, en más de un pasaje, silencia lo que señala como un secreto
valioso: “Sabemos lo bueno y lo malo”. En segundo lugar, resulta significativo cómo la
interlocutora enlaza, en el mismo contexto de producción, el relato sobre seres y sitios
ancestrales con su propia trayectoria, signada por momentos en los que se vio
condenada a peregrinajes penosos por carecer de tierras y a huidas para evadir los
constreñimientos de un sistema estatal sordo a los saberes no institucionalizados (esto
último en relación a un relato en el que transmite cómo sintió la necesidad de
“escapar” del hospital local para parir a solas).
Entre los poblados de El Manzano y Mechanquil, en un paraje rural llamado
Coihueco Sur, vive X. Su familia cuenta varias generaciones allí, desde la llegada “del
abuelo Bartolo, que vino de San Carlos y se fijó”.28 Durante una estadía en su puesto, a
comienzos de 2016, X se entusiasma al compartir “algo” guardado bajo un altar de
santos cristianos: una bolsa llena de puntas de flecha de formas y materiales variados.
En el mismo contenedor abundan chaquiras29 multicolores. Todos los elementos fueron
encontrados en el campo por integrantes de la familia y se ofrendan por el valor
emanado de su antigüedad, explica. En el mismo escenario, exhibe una artesanía confeccionada por ella en la que están prolijamente dispuestas otras puntas de flecha;
este ornamento yace debajo de otro altar hogareño, el de la Difunta Correa.30 Asociado
a esto, X rememora que, cuando era pequeña, los niños del lugar solían intercambiar
flechas por golosinas con el dueño del primer hotel que hubo en El Manzano, un
inmigrante que “llegó con capital y se dedicó al comercio”.31 Estos sucesos despiertan
un interrogante: ¿qué subyace al hecho de emplear flechas antiguas como ofrenda por
parte de personas que se distancian discursivamente de toda identificación indígena
posible?
El acto de venerar actúa como un reconocimiento no verbalizado de la
materialidad ancestral en tanto “resto” de valor y apego y, al constituirse en situación
etnográfica, permite explorar los alcances de una “memoria hábito” ‒término
propuesto por Paul Connerton (1989) para distinguirla de la “memoria cognitiva”‒,32 que atañe a la memoria hecha cuerpo y asimilable a una transmisión no discursiva de
cómo vincularse con las cosas. Esta memoria hábito encarna con gestos, movimientos y
rituales que evocan el pasado de manera inconsciente y emotiva; lo cual no
compromete necesariamente trabajos cognitivos ni la experiencia directa. Al hacer
enunciaciones deliberadas, sin embargo, las distinciones entre parientes y lugareños
que son “criollos”, “mezcla” y otros “indios, bien lobos” (relativas al pasado
mayormente, pero también respecto de personas vivas) refieren a patrones de
sociabilidad y ciudadanía (hábitos más o menos solitarios, apariencia más o menos
desgreñada, experiencia o no de empleos asalariados). Estas elaboraciones, deudoras
de sentidos hegemónicos, son también una teorización social respecto de lo indígena y
sus persistencias viables. La idea de “descendiente”, usada para referir a ciertos vecinos,
funciona como solución clasificatoria entre la evidencia de contemporaneidad y de
herencia indígena. Como señala José Maurício Arruti (2006) en su análisis de
reemergencias étnicas en Brasil, la noción de descendiente resulta una forma de admitir
la presencia del “estado de indio” (sobre todo por los diacríticos y tópicos que lo
anuncian), a la vez que reconoce una suerte de “caída” en relación con el modelo
primitivo que se asume encriptado en el pasado.
Hacia 2013, en los primeros diálogos con W ‒quien habita en el poblado rural El
Manzano y, también, en un barrio de la ciudad de Malargüe‒ nada en su discurso se
articulaba con el actual activismo mapuche-pehuenche. Pocos años después,
comentaba su decisión de luchar por la tierra que les pertenece. Sus ancestros del
tiempo de “vida indígena realmente”, tal como la califica, son los inspiradores de sus
reclamos; no sin destacar que siempre supo “que eran indios porque la abuela hablaba
en mapuche, como hablan los indios ahora en la radio, que tienen un programa”.33 Atribuye su posibilidad de reclamar el ejercicio de derechos indígenas a un devenir
genealógico repensado en clave étnica:
Ella [abuela materna] se vino de 16 años de Chile, ella es chilena, chilena neta. Se escapó de Chile, se vino, yo lo sé porque ella nos ha comentado. El abuelo [de apellido Yanquinao] no lo alcancé yo a conocer, pero a la abuela sí. La abuelita falleció de 126 años. O sea, ella se vino a los 16 años, se vino por Barrancas. A nosotros siempre nos decía que la familia de nosotros, o sea por parte de ella, estaban todos en Barrancas….Y de ahí se halló a la tribu indígena, ¿vio?, entonces ella se metió a la tribu esa. A la tribu, ¿cómo es que se llama?, de los indios, le llamaban [gesto pensativo] araucanos, me parece. Sí, por los chilenos, ¿vio? Entonces ella llegó a esa tribu y se quedó ahí, ya en Barrancas. Entonces ahí conoció al abuelo ella, a Domingo, y ellos se escaparon de la tribu….Los indios pelean por las tierras, como ser usted que hubiese vivido toda una vida acá y que hubiesen sido mapuches, indios, como nosotros, que lleven el nombre de un indio, esas tierras de Agua Escondida son todas yanquinainas.
34 Igual que en El Manzano, en El Manzano vivió una tía Luisa [Yanquinao]….Entonces yo, como tengo derecho de las tierras, ¿vio?, o sea, siempre yo medí que yo soy ind …, hija de indio, o sea mi mamá fue hija de un cacique. Entonces yo, al tener el apellido todavía Yanquinao, yo puedo pelear por las tierras.35
El término “chileno” como sinónimo de “indio” es frecuente en los diálogos con
malargüinos en virtud de una persistente narrativa historiográfica que, al asimilar el
“problema indígena” al conflicto de límites con Chile, nacionalizó como chilenos a los
que fueron considerados indios rebeldes o enemigos (Lenton 1998; Lazzari y Lenton
2000). De igual modo, el gentilicio también puede ser empleado para referir a colonos
y hacendados trashumantes, por lo que resulta un significante con sentidos mudables
según el contexto y los interlocutores en juego. Es interesante advertir que, en el
testimonio citado, W enlaza, en un movimiento de marcación étnica de su abuela
materna, el carácter de “chilena neta” y el hecho de que “hablaba en mapuche, como
hablan los indios ahora”. A su vez, la perdurabilidad del linaje Yanquinao le permite, en
un desplazamiento que convierte un estigma en fuente de orgullo, decir que hay tierras
que “son todas yanquinainas” por las que puede reclamar. Por último, es significativa la
imposibilidad de enunciar categorías cerradas cuando refiere a sí misma; así es que su
identificación indígena connota más un carácter que derraman las generaciones
precedentes que un motivo de activismo deliberado actual: “siempre yo medí que yo
soy ind …, hija de indio, o sea mi mamá fue hija de un cacique”.
Existen bagajes de sentido discontinuos que, gracias a nuevas prácticas de
articulación entre sujetos y grupos, se vuelven piezas accesibles en la reconstrucción de
subjetividades e identidades sociales (Briones, 2002). Acerca de las memorias
parentales, es preciso reparar en que los registros de orígenes y trayectorias pueden no
estar al alcance en todo momento, es decir, pueden hallarse bloqueados por “olvidos
evasivos” (Pollak, 1989 en Jelin, 2002, p. 43) en contextos que los hacen indecibles o
vergonzantes. Incluso dichas omisiones pueden asociarse a una forma de relación con
el pasado (y recibida de este) en la cual la transmisión de la información no significó un
valor, sino más bien un riesgo. A partir de la escucha etnográfica, cabe preguntarse
hasta qué punto las historias personales y genealógicas recompuestas continúan
afectadas por una “didáctica del silencio” (Arruti, 2016, p. 223), en función de la cual las
tensiones en las prácticas discursivas no hacen otra cosa que preservar lo que aún no logra emerger, a la espera de futuras “visibilidades y enunciabilidades” (en el sentido
planteado por Gilles Deleuze, 1987). Estas reflexiones revelan sus puntos de contacto
con los trabajos que han profundizado en los complejos “procesos sociales de recordar
y olvidar” emprendidos por grupos históricamente subordinados y alterizados36 –en
particular familias y comunidades mapuches de la región patagónica– en contextos de
conflicto y lucha por territorios ancestrales. De acuerdo con tal perspectiva, la
reestructuración de memorias constituye un trabajo colectivo de restauración de
recuerdos y saberes que habilita la reconfiguración de subjetividades, como la
rearticulación de vínculos afectivos y políticos (Ramos, Crespo y Tozzini, 2016; Sabatella,
2016; Stella, 2016, entre otros).
4. Los avatares de “formar comunidad” y “participar”
Las rupturas y contradicciones en los procesos de formación de grupo pueden
verse como pistas clave, y no necesariamente como obstáculos, para comprender la
naturaleza de las matrices hegemónicas (Sider, 1987 en Briones, 1998) que han
operado en los contextos local y provincial. Desde el sentido común y ciertas lecturas
académicas instrumentalistas (que coinciden en suponer que hoy es “beneficioso” ser
indígena), no se dimensionan los costos de afirmar identidades todavía estigmatizadas
ni cuáles eran antes las posibilidades de hacer públicas otras referencias y prácticas
identitarias. Además, estas visiones rara vez intentan explicar por qué, en condiciones
semejantes, algunos afirman su pertenencia indígena y otros la cuestionan (Briones,
2016); o por qué algunas familias se visibilizan como “comunidad”, mientras otras
rechazan esa opción al punto de caricaturizarla.
En los departamentos de Malargüe y San Rafael, en especial durante la segunda
mitad del siglo XX, personas de origen rural se vieron obligadas a migrar a centros
urbanos por necesidades educativas y/o laborales; factores que se sumaron a las
crecientes dificultades en el sostenimiento de las economías familiares (merma de
animales, presión externa sobre las tierras ocupadas, etc.). Estos desplazamientos, más
o menos permanentes según los casos, dieron lugar a realidades caracterizadas por una
doble residencia (rural y urbana), sobre todo para los jóvenes. Tal dinámica, a su vez,
fortaleció la persistencia de derechos y obligaciones con los parientes y actividades del
territorio de origen (como conservar animales en propiedad, participar en rodeos,
marcadas y señaladas, aportar trabajo o dinero para mantenimiento de los puestos). En
los contextos urbanos, muchos disimularon su procedencia por temor a sentirse
discriminados o faltos de oportunidades. Es representativa, al respecto, la mirada de H,
joven casada y con hijos pequeños, integrante de una familia que decidió institucionalizarse como comunidad indígena. H, sus padres y hermanos viven en la
ciudad de Malargüe, pero conservan puestos de invernada y veranada en Los Molles
(norte departamental). En 2015, durante un traslado en auto, me preguntó por los
quehaceres del trabajo etnográfico, al tiempo que me contaba sus deseos de seguir
estudiando en la universidad. En la misma conversación, destacó que una de sus hermanas estaba realizando el curso para ser agente sanitario.37 Sin embargo,
lamentaba que quienes se presentan como indígenas en la actualidad todavía sufren
rechazos: “hay prejuicios de qué vamos a hacer en compañeros del curso, por
ejemplo”.38
Pues bien, son sujetos con trayectorias urbanizadas las que, no pocas veces,
inician las acciones organizativas.39 En la actualidad, suman decenas los grupos
mapuches y pehuenches institucionalizados40 e inscriptos, a su vez, en espacios
supracomunitarios con dinámicas cambiantes: más de veinte comunidades mapuches y
mapuche-pehuenches se nuclean en la Organización Identidad Territorial Malalweche;
otras familias están bajo la órbita de la Asociación Pehuenche; una comunidad
mapuche de la ciudad de San Rafael, Pewel Katuwe, impulsa su registro como
organización atento a la cantidad de miembros; en años recientes se han formalizado
tres colectivos indígenas en el extremo sur malargüino que no adhieren hasta ahora a
las organizaciones existentes. Por otro lado, desde el 2016, se viene perfilando un
Centro Intercultural Indígena (con personas y comunidades de los pueblos huarpe,
mapuche y quechua), concebido como espacio itinerante de encuentro y formación.
También hay quienes, aun cuando asumen ascendencia y/o memoria indígena, optan
por no integrarse activamente a los grupos conformados.
En el escenario mendocino, las (auto) adscripciones mapuche y pehuenche son
esgrimidas por sectores que discuten por la definición históricamente fundada de una
“autenticidad” indígena local.41 Además, dichos sectores han diferenciado entre sí sus
campos de interlocución y actores con quienes generan acuerdos. Esta multiplicación
de comunidades y organizaciones, como la expansión de liderazgos y líneas de acción
que supone, no puede interpretarse desvinculada de las redes sociales forjadas ni de un
régimen estatal que reconoció la alteridad cultural como objeto de administración. Un
cuadro tal (con sus armados, fracturas y rearmados) abona la idea de que los colectivos
no siempre, ni necesariamente, parten de consensos sobre “cómo ser indígenas”, sino
de identificaciones y expectativas heterogéneas que contradicen la univocidad de un
modelo societal nativo (Pacheco de Oliveira, 2006). De todas formas, en el actual marco
de conflictividad, para consignar el rótulo “indígena” parece ser central la decisión de
“estar en lucha”.42 Esto sugiere que la movilización no está catalizada únicamente por la lealtad a cierto origen étnico-territorial, sino más bien por la adhesión a una estrategia
social y política que tiene como núcleo la reivindicación de cierto devenir y
determinados sentidos de pertenencia. Al respecto, es sintomático que, cuando se
quiere conocer más sobre alguna comunidad visibilizada, al interior de los espacios
indígenas la fórmula de indagación instalada es: “¿y ellos por qué pelean?”.43
En virtud de la información socializada, quienes deciden organizarse aspiran, en
primer lugar, al reconocimiento bajo la figura jurídica de “comunidad”. La inscripción de
sus personerías es considerada una herramienta que ofrece garantías mínimas ante
situaciones de apremio; aunque el proceso en sí es vivenciado como riesgoso, en
especial por la exposición que acarrea: “entonces te miran como experimento. Es decir,
si te va bien, entonces los otros piensan que es posible. Y si no, si te va mal, te
pelan…porque en realidad es eso, o sea te sentís observada y criticada”.44 Aun cuando
se persiguen objetivos concretos, la formalización de grupos nunca representa una
mera estrategia para aprovechar oportunidades; por el contrario, los vínculos
implicados en el “hacer comunidad” comprometen aspectos territoriales, genealógicos
y afectivos. Ante el escrutinio estatal, las comunidades deben ser (o parecer)
“suficientemente indígenas”, lo que implica poder dar cuenta de una continuidad
cultural que vendría a garantizar que son lo que dicen ser. Paradójicamente, el proceso
acaba por revelar su aporía: la burocratización instituye requisitos de autenticidad
(hablar y vestirse como indígena, llevar a cabo ceremonias, entre otros) en el mismo
acto en que acrecienta las sospechas sobre su verdad/falsedad (Bascopé, 2009). A su
vez, dichos colectivos quedan signados por lógicas estatales (como el registro escrito
de sus dinámicas internas) y, lo que no es menor en el sur mendocino, por
faccionalismos (viejos o nuevos) que aumentan la rivalidad por lugares de mediación y
gestión de recursos.
En este sentido, cabe afirmar que, al tiempo que ungen a los indígenas con
derechos específicos, las políticas públicas constituyen ─en términos foucaultianos─
tecnologías que regulan las subjetividades y conductas de las comunidades consigo
mismas y con el mundo circundante (Rose, 1996). La normativa de registración exige
que cada conjunto de familias reconstruya su historia por escrito; complete censos y
genealogías; diseñe un croquis del territorio que ocupa; formalice estatutos internos.
Así, la comunidad debe proveer una representación comunicable de su composición,
funcionamiento y límites; todo ello supervisado por un ojo técnico, quien finalmente
acreditará (o no) la existencia de una realidad comunitaria tal como el Estado la
presupone. Según Arruti (2006), el proceso de reconocimiento de los grupos indígenas
contemporáneos no es otra cosa que el traslado desde un desconocimiento o negación
hacia la constatación pública de la existencia de un nuevo sujeto político, cuyo
padecimiento exige ser revertido y/o compensado. Movimiento que, para el autor, se
produce con la intervención de mediadores y adquiere un valor político en función del
juego de fuerzas tramado a su alrededor. Parece conveniente, aquí, matizar el efecto
unívoco de una transformación tal con apoyo en la idea de “régimen de
reconocimiento”, planteada por Axel Lazzari (2003) para abordar las lógicas de incorporación de grupos indígenas instrumentadas por los Estados nacional y
provinciales. Esta última insta a permanecer analíticamente abiertos a las formas en que
los estamentos estatales negocian la existencia de alteridades internas; razón por la
cual se instrumentan diversas continuidades ─y no solo, ni especialmente, rupturas─
entre los modos asimilacionistas y pluralistas de (in) visibilización identitaria.45
En Mendoza, la estrategia indígena fue apelar al reconocimiento oficial en la
esfera nacional y, con ese aval, ocupar canales subnacionales (provinciales, municipales)
para propiciar definiciones y/o líneas de gestión directas.46 Ante esto, funcionarios y
técnicos locales ─quienes en general no tuvieron ocasión de someter a criterios
vernáculos las inscripciones– dejan entrever el desconcierto que generan los grupos
movilizados cuando deslizan que “el INAI en ciertas cosas se equivoca, o se confunde,
con la intención de favorecer”.47 En este devenir, algunos referentes pasan a ser sujetos
más legitimados que otros dentro de las esferas institucionales. Asociado a lo anterior,
vale reparar en el fomento estatal de organizaciones destinadas a aglutinar un número
creciente de comunidades. Se trata de normas jurídico-sociales que sellan, más ficticia
que realmente, la existencia de un binomio representante-representados atento al
engranaje burocrático: “la pregunta es: ¿es bueno seguir recibiendo las consultas
particulares de comunidades? La cuestión de las organizaciones es una reflexión de
ustedes [los indígenas]”,48 sugiere un técnico en la apertura de una jornada de trabajo
intercultural. Por ende, más allá de “ritualizarse” en actos cierta autonomía indígena
“habilitada”,49 persiste un doble imperativo de participación: primero, en los términos
en que el Estado representa a los indígenas (homogéneos, con intereses básicos,
necesitados de conducción) y, segundo, en los términos en que deben ejercer la
representación de sí mismos (con una cabeza validada estatalmente, que intermedie
entre una base indiferenciada de gente y los lugares donde el Estado se materializa).
Afín a esta racionalidad, para la primera reunión de la Mesa de Política Indígena
provincial,50 “no [se] convocó a los indígenas que no están organizados”;51 mecanismo
por el que se los convierte en sujetos inviables para la interlocución política y el
ejercicio de derechos específicos.
El artículo propuso analizar cómo operan las variadas clasificaciones y
hermenéuticas socioétnicas del sur mendocino en relación con los procesos de
reconocimiento institucional de indígenas, por un lado, y con las lógicas estatales que
regulan la participación en espacios habilitados, por otro. En el marco de
reemergencias contemporáneas con signo étnico ─orientadas a desestabilizar
históricas desigualdades o imaginadas desapariciones–, son comunes las instancias en
que se acentúan ciertas diferencias y, al mismo tiempo, se borran u obliteran otras
posibles (Restrepo, 2007). En estas arenas, son también los sectores subalternos, amén
de los discursos hegemónicos, quienes activan “prácticas de fronterización” (Briones y
Del Cairo, 2015); entendidas como los modos en que los grupos reafirman o modifican
los contornos de un “adentro” y un “afuera” en correlato con una diferenciación
nosotros/ellos (porosa y abierta, aunque se pretenda nítida). En razón de ello, la línea
divisoria resulta cambiante en las hermenéuticas de sujetos que, identificados por
políticas de reconocimiento y administración de la diversidad, comienzan a manifestar
ante una multiplicidad de audiencias sus memorias, subjetividades y derechos
inconclusos.
En este sentido, puede sostenerse, primero, que amén del cambio público de
gramáticas y términos ante el “otro cultural”, lo que permite explicar cómo estos son
usados o apropiados por los sujetos pasa, en buena medida, por las formas en que
logran trastocar experiencias identitarias (personales y grupales) sedimentadas. Varios
de los relatos transcriptos dejan ver que la identificación socioétnica dista de
consagrarse de una vez y para siempre en las personas, puesto que coexiste con
sedimentaciones resultantes de haber sido interpeladas por largo tiempo con otras
fórmulas, lo que hace perdurable diversos sentidos de pertenencia ─que involucran
valores celebrados como la “argentinidad”, la “ciudadanía”─. De esa tensión, en todo
caso, lo que emergen no son indígenas per se, sino lugares de agencia que permiten
dar nueva coherencia o profundidad a trayectorias discontinuas en lo individual, lo
familiar y lo comunitario (Briones, 2016). Es a partir de maneras específicas de resolver
tamaña tensión que emergen formas situadas de ser mapuche y pehuenche en el sur
mendocino, o de preferir no serlo.
En segundo lugar, es preciso advertir que, a pesar de las severas críticas a la
historia de relaciones entre los Estados y los pueblos originarios, en años recientes una
notable cantidad de indígenas se ha incorporado a instituciones estatales con el fin de
adquirir experiencia en el diseño e instrumentación de iniciativas que afectan sus
sistemas de vida y convivencia con la sociedad mayor. Estos mediadores se vuelven
centrales en las tramas organizativas, dado que el trabajo que realizan es lo que articula
una “gramática local de la dominación” y una “gramática extra-local de los derechos
étnicos” (Arruti 2006, p. 126). En razón de esto, si bien las políticas indigenistas actuales
no se revelan como vías efectivas para revertir las desigualdades y las jerarquías
existentes, son espacios potentes donde desplegar pujas sociales por formas de
existencia cuyos contornos no preexisten a la decisión de “estar en lucha”.
Notas
1 Frase referida a las identificaciones indígenas en el sur mendocino en el pasado reciente; pronunciada por dos interlocutores en dos situaciones de entrevista –un funcionario municipal y un investigador, respectivamente– en la ciudad de San Rafael en abril de 2017.
2 Este artículo está basado en un capítulo de mi tesis doctoral inédita (2018). Doctorado en Antropología. Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina.
3 Considerando al conjunto de arqueólogos y antropólogos sociales vinculados a estas dinámicas por estudios científicos, equipos convocados por consultorías, técnicos incorporados a las políticas públicas municipales, etc.
4 Extracto del primer Censo Nacional de Población que textualmente decía: “El indio arjentino [sic], por sí, es tal vez el enemigo más débil y menos temible de la civilización”. 1872, LIV-LVI. Recuperado de http://www.estadistica.ec.gba.gov.ar/dpe/Estadistica/censos/C1869-TU.pdf.
5 Región geográfica del centro-oeste de Argentina que comprende las provincias de Mendoza, San Juan y San Luis.
6 CIN. 1967, p. 29. Recuperado de http://deie.mendoza.gov.ar/backend/uploads/files/2016-09-15%2020:18:31_1966-67%20Censo%20Indigena%20Nacional.pdf.
7 En los dos primeros censos (1869 y 1895), la población originaria fue apenas estimada (por estar fuera de los territorios bajo control estatal efectivo) y en el censo de 1914 fue parcialmente relevada y estimada. En el transcurso del siglo XX hubo varios censos nacionales (1947, 1960, 1970, 1980 y 1991) en que los indígenas no fueron materia de tratamiento (Otero, 1998; Lenton, 2010).
8 Multiculturalismo es un término acuñado por el gobierno canadiense a fines de los años 1960 para referir a una política que contemplaba las tres entidades sociales de la Federación: anglo, franco e indígena (las dos últimas, consideradas minorías étnicas). Terminó por referir a ciudadanías segmentadas por su cultura, lengua o historia dentro de Estados democráticos. Para muchos autores y movimientos indígenas, en los contextos concretos, el multiculturalismo redunda en la segregación de culturas y en la falta de interpelación a las desigualdades estructurales (Barabas, 2006).
9 Honorable Concejo Deliberante de la Municipalidad de San Rafael, provincia de Mendoza. 31 de marzo de 2014. Ordenanzas N° 11.530 y 11.531. Boletín Municipal San Rafael, 07 de abril de 2014. Recuperado de file:///C:/Users/Usuario/Downloads/Boletin%20196.pdf.
10 Honorable Concejo Deliberante de la Municipalidad de Malargüe, provincia de Mendoza. 06 de octubre de 2016. Declaración N° 183. Recuperado de http://prensahcdmalargue.blogspot.com/2016/10/el-hcd-declararo-de-interes.html.
11 Predio gestionado por el gobierno municipal; contiene el casco de la primer gran estancia local que perteneció al militar Rufino Ortega, uno de los principales protagonistas de la llamada “Conquista del Desierto” consumada a fines del siglo XIX; esta avanzada militar significó el sometimiento definitivo de las sociedades indígenas de Norpatagonia y la anexión estatal de sus territorios.
12 Honorable Senado de Mendoza. 07 de octubre de 2014. Resolución N° 511. Diario de Sesiones N° 27 -Período Ordinario- de la Honorable Cámara de Senadores de la provincia de Mendoza. Recuperado de https://www.legislaturamendoza.gov.ar/diario/dia27-14.pdf.
13 Recuperado de http://www.prensa.mendoza.gov.ar/el-parque-de-los-pueblos-originarios/.
14 Carta del subdelegado de San Rafael, Manuel Pedernera, al gobernador de Mendoza, Alejo Mallea. 29 de diciembre de 1850. Carpeta 592, Documento 12. Sección Departamento de San Rafael, Archivo Histórico de Mendoza, Cuidad de Mendoza, Mendoza, Argentina.
15 Desde fines del siglo XIX, se gestó un imaginario mendocino de sujetos y geografías jerarquizados: por un lado, la existencia del oasis vitivinícola irrigado por la gesta de inmigrantes europeos y, como su reverso negativo, la persistencia del “secano” ganadero de origen indígena sin agua ni racionalidad técnica (Escolar, 2005, 2007; Saldi, 2010).
16 Por ser lugares atiborrados de emblemas de la “cultura puestera”, esto es, con funciones comunicativas y/u ornamentales, abundan los calendarios, trofeos y cuadros que documentan la celebración de fechas y destrezas del “hombre de campo”. Son ilustrativos los programas de ayuda estatal que exhortan al puestero (y no otros sujetos posibles) como destinatario por excelencia; las fiestas locales que celebran su “mística” y el fruto de su trabajo (como la Fiesta Nacional del Chivo o la Fiesta del Veranador); la elaboración de materiales de difusión sobre la vida puestera por parte de áreas municipales; la promoción turística que exhibe paisajes excepcionales con bucólicos puestos (y puesteros) de fondo, entre otros aspectos.
17 Los estudios del siglo XX coincidieron en trazar una analogía entre el modelo de trashumancia actual y el movimiento estacional de las parcialidades puelches y pehuenches, que explotaban varios pisos ecológicos en función de la disponibilidad de recursos de caza y recolección (Agüero Blanch, 1971; Durán, 2000; Prieto, 2000).
18 Entrevista realizada por la autora a puestero y autoridad mapuche en febrero del 2016 en el paraje rural Ranquil Ko, departamento de Malargüe, Mendoza.
19 Refugios de los valles cordilleranos para “alojar” durante la noche.
20 En décadas pasadas era común la firma de contratos en condiciones de coacción, desinformación o engaño. Las personas jóvenes recuerdan con pesar que sus abuelos, en muchos casos analfabetos, eran obligados a imprimir su huella digital sobre papeles cuyo contenido desconocían por completo.
21 Relacionados con proyectos de explotación hidrocarburífera y minera, con la intensificación de la actividad turística y con procesos de patrimonialización de bienes y paisajes.
22 Extracto de una entrevista realizada por la autora a un habitante de la ciudad de Malargüe en abril de 2014.
23 Zonas de las provincias de La Pampa, Mendoza, Neuquén y la vecina República de Chile.
24 Frase que suele repetirse en charlas con personas no indígenas a modo de fórmula detractora.
25 Término usado para referir a la institucionalización de comunidades en el decir local. Para la militancia indígena, “organizarse” es “asumirse”, es decir, convertir una identidad estigmatizada en símbolo positivo de lucha.
26 Los nombres de los entrevistados han sido reemplazados por consonantes aleatorias.
27 Entrevista a Z realizada por la autora en febrero de 2016 en Ranquil Norte, departamento de Malargüe.
28 Entrevista a X realizada por la autora en enero de 2016 en Coihueco Sur, departamento de Malargüe.
29 Cuentas de materiales variados que se utilizaban para confeccionar collares, pulseras y otros adornos.
30 Figura de veneración popular cuyo santuario principal está en la provincia de San Juan.
31 Entrevista a X.
32 La memoria cognitiva involucra la transmisión de enunciados elaborados en el marco de códigos lingüísticos específicos.
33 Entrevista a W realizada por la autora en abril de 2017 en el Barrio Nueva Esperanza, ciudad de Malargüe. W se refiere al programa radial que realizan jóvenes mapuches malargüinos una vez por semana.
34 El linaje de los Yanquinao, con origen territorial en Neuquén, incluye desde líderes indígenas del siglo XIX (como Domingo Yanquinao) hasta personas que vivieron en Malargüe bien entrado el siglo XX, como Luisa Yanquinao Vilo, quien es sindicada por la memoria social y por etnólogos como una machi (rol espiritual-curativo) mapuche que vivió en El Manzano. W identifica a Luisa como su tía abuela, hermana de su abuelo materno Domingo.
35 Entrevista a W.
36 Cuyas memorias fueron largamente moldeadas por transmisiones interrumpidas, desconexión de recuerdos, olvidos y silencios (Ramos, Crespo y Tozzini, 2016).
37 Varios jóvenes mapuches comenzaron a integrar los equipos de salud intercultural que operan en las áreas sanitarias definidas por el Ministerio de Salud provincial. Para integrarse a dichos equipos, los interesados deben aprobar un curso que los certifica como “agentes sanitarios indígenas”.
38 Entrevista a H realizada por la autora en abril del 2015 en la ciudad de Malargüe.
39 Fenómeno similar es advertido por Diego Escolar (2005, 2007) en cuanto al epicentro urbano de la movilización huarpe en Cuyo.
40 Según datos obrantes en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas (Re.Na.C.I.) de la Dirección de Tierras y Re.Na.C.I. del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), existen alrededor de treinta y cinco comunidades organizadas o en proceso de organización en el sur de Mendoza. Registro Re.Na.C.I. Provincia de Mendoza.
41 Florencia Mallon (1996, citado en Escolar 2007) plantea que ciertas dosis de “esencialismo estratégico” (Spivak, 1988) son condición necesaria para la visibilización de un nuevo sujeto político; sugiere, también, que una consecuencia no deseada consiste en lo que llama “autenticidad estratégica”, aludiendo a la noción de “pureza” que eventualmente ponen en juego los movimientos indígenas para dirimir espacios de poder entre sus facciones.
42 Interesa hacer alusión al planteo de Lawrence Grossberg (1992) sobre la noción de “lucha” como intento de transformar las propias condiciones de existencia. La lucha no siempre implica resistencia, la cual requiere de un antagonismo específico. Y resistencia no es siempre oposición, lo que involucra un desafío activo y explícito a alguna estructura de poder.
43 Entre las comunidades y organizaciones mapuches de la Patagonia argentina (en particular, las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut), la noción de “estar en lucha” es, asimismo, parte significativa del camino de identificación como indígenas y del proyecto de transformación de experiencias de sometimiento pasadas y presentes (Sabatella, 2016b ; Stella, 2016; Ramos, 2017).
44 Entrevista a la werken (comunicadora) de la comunidad Ranquil Ko realizada por la autora en abril del 2015 en el Barrio Municipal, ciudad de Malargüe.
45 El autor distingue, por un lado, el régimen de reconocimiento asimilacionista (característico de las primeras décadas del siglo XX), que procura esconder y marginar la diferencia étnica existente al interior de las jurisdicciones estatales, y, por otro lado, el régimen de reconocimiento pluralista (instituido a partir de los años noventa del siglo pasado), que la expone públicamente y la subordina con diversos fines. A pesar de existir períodos donde prima discursivamente una u otra lógica, Lazzari (2003) advierte sobre las porosidades y combinatorias posible de los diversos regímenes, lo que reproduce patrones de invisibilización y apropiación oficial de ciertos grupos e identidades.
46 Este proceso ocurrió, especialmente, a partir de la inscripción de personerías jurídicas en el registro del organismo indigenista nacional, Re.Na.C.I. En 2002 se registró la primera comunidad mapuche de Mendoza y, desde entonces, los pedidos de inscripción tuvieron un crecimiento constante.
47 Entrevista a un funcionario municipal en la ciudad de San Rafael realizada por la autora en abril del 2017.
48 Discurso registrado por la autora el 10 de junio de 2017 en la ciudad de Mendoza, al celebrarse la primera jornada de trabajo de la Mesa Interinstitucional de Política Indígena, denominada 1° Encuentro Provincial de Comunidades de Pueblos Originarios e Instituciones Públicas de Mendoza.
49 Cuando técnicos o funcionarios se retiran de las discusiones indígenas o se contemplan espacios “íntimos” en los encuentros intersectoriales.
50 Conformada en 2017 por organismos nacionales y provinciales ante reiterados pedidos de atención de problemáticas por parte de colectivos indígenas mendocinos.
51 Discurso de apertura de la Mesa Interinstitucional de Política Indígena, registrado por la autora en junio del 2017 en la ciudad de Mendoza.
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Recepción del original: 26 de marzo de 2019.
Aceptado para publicar: 04 de julio de 2019.