DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v23i1.2102
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ARTÍCULOS
¿Qué hacer con los universitarios? La política universitaria en transición. Entre el autoritarismo y la construcción del diálogo (1966-1971)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad de Buenos Aires. Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”
Argentina
Correo electrónico: mmendonca85@gmail.com
El golpe de Estado de 1966 inauguró un período trágico en la política universitaria en Argentina. Motivados por la “infiltración comunista” y con el claro objetivo de eliminar de allí cualquier “germen subversivo”, entre las primeras medidas implementadas se destacó la prohibición de la actividad política para poder comenzar con la “normalización” de las casas de estudio. En esta línea, un mes después de su asunción, el gobierno intervino las universidades imprimiendo el sello autoritario propio de los primeros años de su gestión. En la Universidad de Buenos Aires (UBA), por caso, estudiantes y docentes fueron apaleados por la policía, suceso que luego sería conocido como la “Noche de los Bastones Largos”.
Son muchos los trabajos que han abordado el golpe de Estado y sus consecuencias en la universidad argentina.1 Asimismo, se destacan los trabajos que han analizado el movimiento estudiantil durante estos años.2 Nuestra intención al respecto es contribuir al campo de estudios que analiza este período, atendiendo tanto a la política implementada en las casas de estudio, como así también al sujeto al que estaba destinada: la juventud universitaria.
Como veremos en los distintos apartados, tras los primeros años de una política principalmente represiva llevada adelante por Juan Carlos Onganía, y ante los magros –si no nulos– resultados, este último intentaría cambiar su rumbo hacia la apertura al diálogo con los jóvenes universitarios. Sin embargo, fue demasiado tarde y los acontecimientos de mayo de 1969 pusieron fin a su presidencia. Su sucesor, Roberto Levingston, intentó continuar con esta política en el marco de una profundización de la “Revolución Argentina”, situación que le jugó en contra y también puso fin, en un breve lapso, a su mandato.
En ese escenario, la juventud universitaria pasó a ser un actor social clave para la dictadura. Sin embargo, tal como demostraremos a continuación, las intervenciones desplegadas por ambos mandatarios no lograron interpelarla. Por el contrario, las distintas medidas implementadas por ellos generaron un resultado opuesto: un aumento del descontento estudiantil y una radicalización política cada vez mayor. Nos proponemos, entonces, analizar dichos acontecimientos atendiendo especialmente a las medidas instauradas en las casas de estudio y la reacción a ellas por parte de la comunidad académica. Con ello, intentaremos dar cuenta del proceso que puso en jaque a Onganía, para luego avanzar hacia la nueva y breve etapa que se inauguró con Levingston, centrándonos específicamente en la política universitaria.
En este trabajo, por lo tanto, se examinará el curso de la política universitaria en ambos mandatos, en el contexto de la coyuntura política. De este modo, en los primeros tres apartados, analizaremos los cambios en la política universitaria implementada por Onganía desde que asumió hasta que debió abandonar el cargo tras los estallidos de mayo de 1969. En el cuarto apartado, avanzaremos en la política vigente durante la segunda etapa de la “Revolución Argentina”, bajo el mandato de Levingston. Allí, intentaremos demostrar cómo este intentó reconstruir el diálogo con los estudiantes universitarios, a la vez que se propuso profundizar el régimen dictatorial. Esta estrategia, sin embargo, tampoco obtendría los resultados esperados, y acabaría por ponerle fin a su breve mandato tras otro levantamiento popular en la ciudad de Córdoba. Finalmente, en el quinto apartado se aborda en detalle el cambio en la política universitaria que se llevó a cabo entre estos dos levantamientos populares, los cuales darían inicio a la tercera y última etapa de la dictadura militar, con la asunción de Lanusse y el lanzamiento del Gran Acuerdo Nacional (GAN).
Para ello, nos valdremos de fuentes primarias y secundarias, entre las que cabe mencionar las revistas y diarios de la época, como así también los discursos presidenciales de quienes ocuparon dicho cargo en el período estudiado.
Inmediatamente después de producirse el golpe de Estado de 1966, la universidad se convirtió en uno de los principales focos de atención del gobierno. El aumento explosivo de la matrícula y la posterior politización estudiantil ocurridos en el período previo se volvieron las principales preocupaciones de la “Revolución Argentina”. Las primeras acciones que se implementaron fueron la intervención de las casas de estudio y la represión en la universidad porteña. Sin embargo, tal como ocurrió en los diferentes ámbitos de la vida social del país durante los primeros meses, quedaba en evidencia que se trataba de medidas puramente coyunturales, y que faltaba una política de largo plazo (Mendonça, 2015a).
A mediados de 1967, Onganía intentó cambiar el rumbo de su política universitaria. La represión de los primeros meses de gobierno había generado un fuerte rechazo por parte de la sociedad argentina y repercutió negativamente en la imagen de las Fuerzas Armadas (FFAA) también a escala internacional. Consecuencia de ello fue la sanción de la Ley 17.245 y el reemplazo del ministro de Educación. La ley proponía una renovación universitaria enmarcada dentro del proyecto nacional, en el cual se adecuaba el sistema de educación superior a los principios autoritarios del régimen de facto. Para ello, los rectores interventores debían sancionar sus nuevos estatutos y llevar a cabo cualquier otra medida que permitiera cumplir con las consignas del gobierno nacional. El objetivo, en última instancia, era “normalizar” el funcionamiento de las instituciones.
En algunas de las casas de estudio se habían logrado reducir los niveles de conflictividad, pero tanto los nuevos cambios que se estaban llevando a cabo como aquellos proyectados generaron mayor descontento entre los estudiantes y también en el claustro de profesores. En efecto, a pesar de las propuestas de abrir un diálogo entre los rectores interventores y la comunidad académica para la implementación de la ley, fueron aislados los casos en que esta no acabó siendo impuesta por la fuerza. Asimismo, en otras universidades donde los rectores interventores habían proyectado realizar cambios, estos no avanzaron debido a falta de presupuesto (Mendonça, 2017).
A los cuestionamientos que recibió el gobierno por la implementación de la Ley Orgánica en 1967, se sumaron el efecto de los diagnósticos sobre la situación educativa elaborados por el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE) y hechos públicos en 1968. Comenzaba entonces a advertirse tanto la necesidad de realizar una reestructuración del sistema de educación universitario, como las dificultades que encontraría el gobierno de facto para darle curso.
Un año después, Onganía instó a los rectores a que 1969 sea “el año de la universidad”.3 Y, de hecho, así fue, pero no del modo en que lo había proyectado. Los reclamos corporativos de los estudiantes –quienes cuestionaron nuevamente a nivel nacional la legitimidad del régimen militar– volvieron a tomar impulso hacia fines de 1968. Lo mismo hicieron a continuación los trabajadores en actividad, que también comenzaban a manifestar su descontento en el marco de la política económica de Adalbert Krieger Vasena. La confluencia política de estos actores sociales acabaría por derribar a Onganía.
Las movilizaciones estudiantiles contra los proyectos autoritarios avanzaron en distintas partes del país. Uno de los casos más emblemáticos fue el de la UBA, donde el rector Raúl Devoto presentó un proyecto para su reestructuración. Las repercusiones más fuertes y la consecuente protesta tomaron cuerpo en la Facultad de Derecho, con lo cual se logró que Devoto, finalmente, renunciara a su cargo (Mendonça, 2013, 2015b).
Tras los hechos ocurridos en la UBA, el Estado Mayor General del Ejército elaboró un informe en el que advertía las probabilidades de disturbios estudiantiles a nivel nacional. En él se señalaban como principales problemas la falta de una política universitaria coherente y las demoras en la restitución de la autonomía en las casas de estudio. Asimismo, se ponía de manifiesto el fracaso de las autoridades en la resolución de los reclamos estudiantiles en relación con el alto costo de los textos de estudio, la inadecuada ayuda financiera, las aulas sobrepobladas y las agendas poco convenientes de los exámenes, todos ellos considerados reclamos legítimos. A pesar de la tensa calma que reinaba entre los estudiantes, parecía evidente que cualquier error de cálculo por parte de las autoridades educativas o universitarias podía desencadenar una reacción incontrolable (Potash, 1994, p. 79).
Las críticas no se hicieron esperar. Incluso la revista Criterio, de marcado perfil católico, no dudó en criticar la política universitaria a principios de 1969: "la cruda realidad que vivimos es que el gobierno no sabe qué hacer con los universitarios…La selección de funcionarios no se hizo por razones de idoneidad, sino de amistad con los grupos cenáculos consolidados dentro de una estricta ortodoxia ideológica" (citado en Bonavena, 1992, s/p).
En realidad, las causas del fracaso ya poco importaban. Lo cierto es que desde el inicio de su gestión, Onganía había sido incapaz de elaborar una política universitaria sostenible, lo que se refleja en las reiteradas modificaciones en el gabinete y los pocos resultados obtenidos.4 Al informe del ejército se sumaban la cobertura del tema en diarios y revistas de divulgación. Así, Primera Plana publicaba hacia fines de enero de 1969 que: “el único temor del oficialismo [es] la virulencia estudiantil, al estilo parisiense o brasileño, que podría desencadenarse en marzo”.5
En efecto, el contexto internacional comenzaba a ganar gravitación. Al temor por acciones radicalizadas en las universidades que había manifestado el gobierno desde el inicio del golpe militar en 1966, se sumarían las repercusiones de las movilizaciones estudiantiles que caracterizaron el clima de efervescencia revolucionaria de la época: Berkeley, Tokio, Roma, Berlín, París, Varsovia y México fueron epicentros de diversos estallidos de rebelión juvenil (Rovelli, 2010 p. 61). Así sintetiza Isabelle Sommier la situación descrita:
Casi en todas partes, los establecimientos superiores entran en ebullición: la London School of Economics en marzo de 1967, las universidades de Trento en noviembre, de Madrid en enero de 1968, de Leicester en febrero, de Roma en marzo; Columbia es tomada en abril, la revuelta explota en mayo en París, en Belgrado en junio, en Japón y México todo el verano, en Frankfurt en septiembre, etc. También se observaron movimientos en Bélgica, Suecia, Polonia y Checoslovaquia. Los ingredientes y preocupaciones suelen ser similares…a los que se agregan factores propios de cada país que inervan con sus particularidades la agitación estudiantil dejando una huella profunda. (Sommier, 2008, p. 32).
Las advertencias no serían erradas: el año lectivo comenzó con agitaciones en diferentes casas de estudio. Las condiciones en que se desarrolló el inicio del ciclo lectivo en la Universidad del Nordeste también se encuadraban dentro de estas previsiones. El rector Carlos Walker privatizó el comedor universitario e impuso una suba en el menú con el fin de reducir el presupuesto, situación que generó grandes movilizaciones estudiantiles. La primera huelga se realizó en Corrientes y, represión de por medio, tuvo como saldo un estudiante muerto y varios heridos.6 Rosario también fue escenario de un enfrentamiento entre estudiantes y policías que terminó con otro estudiante muerto.7 Nuevamente, Criterio cargó contra el gobierno de facto:
no es casual que los episodios hayan comenzado en la Universidad del Nordeste. Esta institución ha debido soportar, sucesivamente, el gobierno de dos hombres, los doctores Devoto y Walker, carentes de idoneidad para el cargo, sin antecedentes universitarios, extraños al medio y de una mentalidad reaccionaria repetidamente denunciada desde estas páginas. (Citado en Bonavena, 1992, s/p).
A raíz de lo sucedido en aquellas ciudades, se desataron movilizaciones estudiantiles en Córdoba, Rosario, Tucumán, La Plata y Buenos Aires.8 Los estudiantes universitarios de todo el país, incluyendo los de institutos católicos,9 organizaron huelgas y realizaron multitudinarias marchas de silencio. Fue en la ciudad de Rosario donde el conflicto se desarrolló con más intensidad, y el 21 de mayo por la noche, los estudiantes llevaron a cabo una serie de asaltos coordinados y tomaron el control de 20 manzanas de la ciudad, lo que obligó a la policía a retirarse. Consecuentemente, Onganía decretó la ciudad como zona de emergencia y autorizó a un tribunal militar a aplicar castigos sumarios a quienes violaran la paz. Esto dio lugar a una huelga estudiantil nacional, en la que se movilizaron estudiantes de La Plata, Rosario y Tucumán junto con la Confederación General del Trabajo de los Argentinos (CGTA).10 En esta última provincia se desarrollaron violentos episodios tras la represión de una marcha de silencio realizada el domingo 25. Los estudiantes tucumanos ocuparon el casco histórico de la ciudad, apedrearon la casa de gobierno y lograron controlar la zona hasta el miércoles 28. Sin embargo, lo peor aún no había ocurrido.
Al día siguiente, en un nuevo aniversario de las FFAA, estalló en Córdoba una rebelión popular. El Cordobazo de mayo de 1969 fue la culminación de un proceso que se venía gestando desde principios de la década y que marcó un punto de inflexión en la política del régimen de facto (Brennan y Gordillo, 2008, pp. 101-105). El movimiento estudiantil y el movimiento sindical coincidieron en una acción política que constituiría el principio del fin para Onganía. Los reclamos corporativistas de ambos grupos se desdibujaron lentamente y se forjaron en una lucha más radical, que comenzó con un fuerte reclamo contra el gobierno militar, considerado ilegal e ilegítimo. El descontento social se hacía manifiesto a una escala mucho mayor, poniendo en evidencia el deterioro y fracaso de la política económica de Krieger Vasena y, consecuentemente, el de la dictadura militar.11 En este sentido, las gestiones autoritarias habían logrado exactamente lo contrario de lo que se proponían: hacia finales de la década, las organizaciones estudiantiles ya no se definían únicamente a partir de los principios reformistas, sino con una organización política. La proscripción de los debates universitarios y de la política estudiantil impulsó a los estudiantes a involucrarse en cuestiones externas al ámbito académico, y a vincularse en mayor grado con los partidos políticos y sindicatos prohibidos por el régimen militar.
La represión desatada tras los acontecimientos del 29 y 30 de mayo no hizo más que reforzar la convicción de que solo mediante la fuerza y la violencia sería posible reponer la legitimidad popular (Pérez Lindo, 1985, p. 152). La violencia estatal, sin embargo, iría en aumento, y con ella crecía la deslegitimación del régimen, que parecía tambalear.
En este marco, y ya iniciado el mes de julio, Onganía reconocía públicamente que los intentos en materia educativa por reencauzar y normalizar las universidades habían fracasado. Sin embargo, insistía en que los acontecimientos ocurridos eran el resultado de acciones de grupos extremistas que confundían a la población. Seguía siendo primordial la necesidad de “extirpar” definitivamente del seno de la universidad “a quienes utilizan el derecho de estudiar –privilegio del que no gozan otros– para crear condiciones de desorden y de destrucción”. Llamaba, asimismo, a la juventud universitaria a “reflexionar serenamente sobre los últimos hechos ocurridos” y afirmaba que:
ni con la violencia que solo sabe destruir, ni con la apatía que es falta de compromiso, ni con el silencio de los que callan, ni bajo la presión de los que gritan, podemos construir el país moderno y justo que todos queremos. (DiFilm, s/f).
De acuerdo con lo expresado por el presidente de facto, el gobierno había puesto al servicio de la educación universitaria todos los recursos del Estado, con un único fin: “que la universidad [contara] con todos los medios necesarios para cumplir su proceso de transformación”. Sin embargo, para ello era necesario que “los claustros [tuvieran] la paz y la serenidad necesaria para el estudio y la investigación”, y que sus profesores, egresados y estudiantes “[encauzaran] un diálogo franco y con mucho respeto” para debatir los temas que generaban sus inquietudes. En este sentido, afirmó que el gobierno apuntaba a crear una universidad “que sirva al país que la sostiene y sea nervio y motor de su crecimiento humanístico, técnico y científico”. Asimismo, expresaba que “la labor desarrollada en ese campo, por la nación y las provincias, testimonian nuestro afán de reconstruir para todos los rincones del país la educación nacional”. Por último, y con relación a la política a seguir en materia educativa, Onganía señalaba que su gobierno era “consciente de la imperiosa necesidad de adecuar la enseñanza a los requerimientos del futuro” (DiFilm, s/f).
Los acontecimientos de 1969, sin embargo, forzarían al gobierno de Onganía a intentar un golpe de timón, que consistió en rearmar su gabinete y anunciar cambios en la política que se habría de implementar. En lo que respecta al área Educación, nombró como nuevo secretario a Dardo Pérez Guilhou, hasta entonces rector de la Universidad Nacional de Cuyo, donde este había demostrado una gran capacidad de diálogo con estudiantes y profesores. Asimismo, Emilio Mignone, quien había desempeñado un cargo en el sector Educación del Consejo Nacional de Desarrollo, fue nombrado subsecretario técnico. Los cambios apuntaban a descomprimir la situación con el estudiantado, ya que ambos cultivaban un perfil dialoguista. La nueva agenda gubernamental dentro de la cartera educativa estuvo focalizada en la estabilización y la institucionalización con el fin de abrir y establecer un canal de comunicación con rectores y decanos. Pérez Guilhou pretendía, así, darles mayor autonomía local a los funcionarios universitarios, porque consideraba necesario que cada uno adoptara las medidas que creía necesarias para hacer frente a la crisis (Millán, 2013, p. 165). En última instancia, los nombramientos tenían como objetivo mostrar un cambio de rumbo en el gobierno y proyectar el “tiempo social”.12
Las proyecciones políticas que hacían las FFAA, sin embargo, no coincidían con las de Onganía. Por el contrario, consideraban imperativo dar inicio a una transformación política que no restringiera la participación de los partidos e iniciara una apertura democrática. Asimismo, sostenían que el Ejército debía comenzar a ocupar un rol más activo en la coyuntura. Robert Potash ejemplifica esta situación mediante un documento redactado por un oficial del Estado Mayor General a fines de junio:
El presidente de la República ha perdido autoridad no sólo ante el país sino en el Ejército. En este sentido, la reacción es propia a la de quien, de golpe, se ha visto defraudado. Consecuentemente con lo expresado, se considera imperativo iniciar una nueva etapa en la cual el Ejército, por intermedio de su Comandante en Jefe, asuma un papel rector acorde con la responsabilidad que la población le atribuye en la conducción de este proceso. (Potash, 1994, pp. 94-105).
En este sentido, el autor afirma que el documento sugería que la nueva etapa debía estructurarse siguiendo cuatro puntos. El primero de ellos suponía una política general que fuera genuinamente “nacional”, que evitara caer en la “demagogia nacionalista”. El segundo sostenía que la política económica debía continuar, pero esforzándose por reducir las tensiones sociales y poner énfasis en la infraestructura y el desarrollo industrial pesado. El tercer punto requería una política universitaria “inteligente”, a partir de la cual se pudiera aislar a los grupos “extremistas”; y, finalmente, el cuarto exigía “la ejecución de un plan político que permitiera vislumbrar una salida democrática en el más amplio sentido de la palabra y, al mismo tiempo, la continuidad legal de la “revolución”.13
El Ejército tenía razones para buscar un cambio de estrategia política. El Cordobazo había iniciado un ciclo de protestas sociales que se agudizaban con el paso del tiempo; los conflictos gremiales y las movilizaciones populares aumentaban. En Buenos Aires, se produjeron atentados contra organismos militares, medios de comunicación y comercios.
El gobierno reaccionó interviniendo la CGTA y detuvo a centenares de obreros, dirigentes sindicales, abogados y militantes de izquierda. A pesar de ello, las movilizaciones populares continuaron y llegaron a su máxima expresión en el mes de septiembre, y dieron lugar a lo que luego se conoció como Segundo Rosariazo. El desencadenante inmediato del fenómeno estuvo dado por las medidas de fuerza tomadas por la Unión Ferroviaria de Rosario en repudio a una sanción aplicada a un delegado gremial. Expresando la solidaridad de clase, la CGT rosarina potenció esta decisión declarando una huelga general de 48 horas que se llevaría a cabo desde el martes 16 de septiembre. Finalmente, la medida se extendió a todo el país y se articuló con el conjunto del movimiento obrero, al proponerse una huelga general nacional para los primeros dos días de octubre. La Federación Obrera de la Industria del Azúcar (FOTIA) en Tucumán decretó un paro por 48 horas y el Frente de Estudiantes Nacionales (FEN), junto con la Federación Universitaria Argentina (FUA), convocaron a los estudiantes de todo el país a adherirse al paro nacional del mes próximo (Potash, 1994, pp. 33, 38).
Tras una reunión con el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE),14 Onganía calificó la huelga como una “medida de neto corte revolucionario” y amenazó con reprimirla. Este panorama disuadió a las organizaciones de proseguir con la acción. Sin embargo, las manifestaciones habían puesto en evidencia el descontento de distintos sectores sociales, especialmente de la clase obrera y la pequeña burguesía. Bajo el paraguas de la ideología de la modernización y el desarrollo, la política económica de Krieger Vasena había dado curso a un intenso proceso de concentración y centralización del capital, que había expulsado de la producción a fracciones enteras de pequeños capitalistas y había congelado los salarios tras la devaluación de 1967, lo que exacerbaría también al movimiento obrero (Braun, 1973). Por otra parte, la reinstalación de las retenciones a la exportación provocaría que también la clase terrateniente se enfrentara con el gobierno (Sanz Cerbino, 2012, p. 32). Las provincias, por su parte, se encontraban en una posición desfavorable a partir de la supresión del federalismo, además de que la centralización tendía a beneficiar a Buenos Aires. Esta realidad, en el marco de un régimen que había eliminado los canales de representación y expresión de los diferentes sectores de la población, generaba tensiones sociales que salían a la luz en las movilizaciones callejeras (Rouquié, 1983, p. 284). Onganía ya no contaba con la confianza y legitimidad del pueblo argentino. A su vez, las tensiones y conflictos en el interior del gobierno y entre este y las FFAA, reforzaban la imagen negativa del presidente. La apertura política se volvía impostergable, pero Onganía seguía sin mostrar prisa por iniciarla.
Su inflexibilidad acabó por cerrar su ciclo en el poder. Tras el secuestro y el asesinato de Aramburu a un año del Cordobazo, la Junta de Comandantes en Jefe asumió el mando presidencial el 8 de junio y señaló que “el Presidente de la Nación ha expresado ante los Comandantes en Jefe…su desacuerdo con la adopción de un plan político [lo que les generaba una profunda preocupación] por la salida institucional del país” (Lanusse, 1977, p. 120). 15
Unas semanas después asumía Roberto M. Levingston como nuevo presidente de facto. Sin embargo, para asegurarse de que el gobierno marcharía en la dirección deseada, la Junta decidió que el presidente debía consultarla en todas las “cuestiones importantes” (Rouquié, 1983, p. 287).
En forma paralela, la Junta había designado al nuevo gabinete y las gobernaciones. Asimismo, se habían aprobado las Políticas Nacionales elaboradas durante la gestión de Onganía, con lo cual se pretendía definir las líneas de trabajo para el siguiente período (De Riz, 2000, p. 87).16
Las precauciones fueron en vano. Tras su asunción, Levingston ignoró por completo las directivas de la Junta de Comandantes y se propuso “profundizar la revolución” y comenzar el “segundo ciclo” del proceso iniciado en 1966, el cual duraría otros cuatro o seis años. En su discurso inicial, el flamante presidente anunciaba que: “nadie debe llamarse a engaño…ya que el proceso no es todavía corto”. Pese a esta postura, Levingston no desconocía las causas que habían llevado al derrocamiento de Onganía; por el contrario, prometió avanzar hacia una salida democrática. En este sentido, el llamado a elecciones sería “la culminación de una etapa en la que todos [habrían] intervenido activamente” (De Amézola, 2001, p. 11). En ese “todos”, como veremos, hay un particular interés por los jóvenes.
Como afirma Mónica Gordillo, el Cordobazo propulsó a la juventud en la esfera pública como “un actor colectivo dispuesto a romper con el pasado y llevar a cabo lo que entendían como reparación moral que el país necesitaba” (2007, p. 356). De este modo, el nuevo presidente de facto pretendía interpelar a los jóvenes, intentando separarlos de los grupos “subversivos” y “criminales”. Además, revisó la orientación de la política económica y social, y les otorgó mayor participación a los distintos actores sociales, especialmente a la fracción en actividad de la clase trabajadora, a los fines de frenar una posible radicalización (Gordillo, 2007, p. 358). Consecuentemente, para cerrar, volvió a dirigirse a toda la sociedad y afirmó que la estabilidad no implicaba la adopción de medidas “antinacionales ni antipopulares”.17 Con ello, también pretendía interpelar a aquellos sectores que comenzaban a deslumbrarse, nuevamente, con el peronismo. En este marco, los tiempos por demás extendidos a los Onganía que había sometido al país –y a los cuales su sucesor no tenía intención de acelerar en el corto plazo– comenzarían a generar una inestabilidad cada vez mayor en el régimen de facto.
Así, como paso previo a la apertura política y el llamado a elecciones, el presidente pretendía ampliar las bases sociales para poder controlar dicho proceso. Levingston sostenía que los partidos políticos existentes debían disolverse para que sus dirigentes fueran absorbidos en la nueva etapa política. En realidad, lo que se proponía era sustituir los viejos partidos por unos pocos nuevos, que se adaptaran a la democracia “jerarquizada” y “organizada” a la que se aspiraba. El instrumento con el cual proyectaban este nuevo sistema social de participación política era el del “Movimiento de la Revolución Argentina”, el cual encarnaría y continuaría con el ideario del golpe de 1966, una vez terminado el régimen militar (O`Donnell, 2009, p. 288).
Los dirigentes de los partidos sin peso electoral se vieron atraídos por la oportunidad de crear un nuevo partido político “nacional y popular” (De Riz, 2000, p. 89). Sin embargo, las cláusulas impuestas a Juan Domingo Perón de no presentarse a elecciones como condición para su regreso al país eliminaron cualquier posibilidad de acuerdo entre los radicales y los militares, y terminaron por acercar a los primeros al propio Perón. El régimen militar había logrado lo imposible: radicales y peronistas convergían en una demanda en común, el retorno a la democracia. De allí surgió La Hora del Pueblo en noviembre de 1970, con el objetivo de aunar fuerzas y encontrar una pronta salida electoral (Novaro, 2010, p. 110).18
Así, Levingston parecía repetir las imprudencias de su antecesor y, pese al ultimátum lanzado por los partidos políticos, insistió en que el pueblo sería el único protagonista del orden democrático “sobrepasando viejos esquemas y perimidas figuras que hoy persisten vanamente en bloquear el ascenso a las nuevas generaciones”.19 El enfrentamiento con los partidos políticos debilitaba las ilusiones despertadas con su discurso de asunción. El apoyo que intentó lograr había desaparecido con la conformación de La Hora del Pueblo.
Frente al descontento social generalizado, el presidente cambió radicalmente la política económica liberal de los primeros cuatro años de la “Revolución Argentina”. La “descompresión” impuesta dio lugar a una política de corte más bien nacionalista, lo que volvió a desencadenar los desequilibrios macroeconómicos que se habían intentado revertir mediante la aplicación del Plan Krieger Vasena, que acababa de llegar a su hora final (O’Donnell, 2009). Una nueva movilización popular en Córdoba en marzo de 1971, conocida como “Viborazo o Segundo Cordobazo”, 20 motivada por la asunción de José Camilo Uriburu como gobernador de la provincia, daría el golpe de gracia al experimento de Levingston, cuyo tiempo se agotaría prematuramente: la idea de “profundizar la revolución” que sostenían los “nacionalistas” se mostraba también inviable.
El 23 de marzo la Junta recuperó el mando y nombró como nuevo presidente de la nación a Alejandro Agustín Lanusse, identificado con el sector “liberal” dentro de las FFAA Al asumir, retuvo la comandancia del Ejército, de ese modo, unificó el poder político y el poder militar. Comenzaría, finalmente, el tan esperado “tiempo político”. No nos detendremos, sin embargo, en esta última etapa. Es nuestra intención analizar el proceso de transición que atravesó la política universitaria bajo los mandatos de Onganía y Levingston. Veamos, entonces, cómo se desarrolló dicho proceso.
La estrategia política de Levingston, como acabamos de ver, había fracasado velozmente. No obstante, si en algo no se había equivocado, fue en su búsqueda de comunicación con la llamada “juventud rebelde”. Ya planteamos que las universidades se habían transformado en un foco de conflicto que fue in crescendo, hasta alcanzar su pico en 1969, en un contexto global marcado por revueltas similares.
Se trataba, como afirma Eric Hobsbawm (1999, p. 300), de un actor social que no solo se había radicalizado, sino que se caracterizó por ser eficaz a la hora de dar expresión nacional e incluso internacional a su descontento. Y en particular, se transformó en un actor relevante como oposición política a los gobiernos militares. En este sentido, la Argentina pos Cordobazo no solo tenía una juventud con las características propias del período, sino que además había demostrado su fuerza y potencial junto con la fracción en actividad de la clase trabajadora. Ello obligaba a las autoridades a obrar con precaución.
En este marco, Levingston tuvo la intención de profundizar el camino sinuoso que había perseguido Onganía tras el Cordobazo. Así como el expresidente de facto había intentado plasmar diferencias entre aquellos “jóvenes universitarios” y los “grupos extremistas”, en su discurso del 21 de agosto de 1970, Levingston volvía a la carga con una caracterización similar y marcaba un fuerte contraste entre los “grupos extremistas” que “emplean la violencia destructora y espectacular” y la “juventud –sana idealista−”, la cual debía ser “protegida” de aquellos que “trabajan para instrumentarla en su provecho utilizando su idealismo, su inexperiencia y buena fe”. Son los “mayores” quienes debían “aleccionar, advertir e ilustrar” a los “jóvenes”. Asimismo, hacía hincapié en la predisposición del gobierno de abrir el diálogo y escuchar críticas, siempre y cuando se usara la “razón”:
Podemos convivir con quienes critican nuestras ideas y con quienes las combaten, pero no lo podemos hacer con quienes niegan el uso de la razón, con quienes pretenden negociar la muerte de inocentes por la libertad de malhechores; no podemos convivir con quienes ansían desquiciar las bases de la justicia y arrastrar a la autoridad y al honor del país a una sumisión vergonzosa.21
En un marco de agitación política que se incrementaba, donde la juventud ocupaba un rol cada vez más activo, las alternativas del gobierno parecían reducirse a intentos por disuadir a este grupo social de unirse a las filas guerrilleras. La opción, por caso, era ofrecerles la posibilidad de “participar activamente en esta etapa decisiva y trascendente de la Revolución Argentina”, ya que la juventud era “la principal destinataria” del proyecto político. “La Juventud –símbolo de renovación y actor del futuro– debe imaginar, crear y desarrollar los instrumentos necesarios para conducir con eficacia un país modernizado”.22
La apuesta no terminaba allí. En el ámbito universitario, Levingston se había propuesto continuar con la política de “normalización legal” de las casas de estudio, la cual procuraba “agregar la participación estudiantil a través de sus canales naturales”. Asimismo, y en concordancia con la política de colaboración de la juventud con el desarrollo de la segunda etapa de la “Revolución Argentina”, el presidente de facto expresó su deseo de hacer partícipes a profesores y estudiantes “en el asesoramiento para la conducción del país a través de estudios responsables”.23 En cada oportunidad, la juventud se hacía presente en sus discursos y la política universitaria volvía a hacer eco. Los jóvenes “sanos e idealistas” se encontraban allí, formándose y haciendo uso de la “razón”.
Sin embargo, pese a estos intentos, la juventud universitaria seguía movilizándose en contra del gobierno de facto y en pos de una política universitaria distinta a la que este proponía para esta segunda etapa de la “Revolución Argentina”. Ya en enero de 1970, y sin siquiera haber comenzado el ciclo lectivo, los estudiantes seguían rebelándose contra el gobierno en las distintas universidades. Los problemas que no había logrado resolver Onganía seguían latentes: los nuevos estatutos no podían ser implementados sin hallar resistencias. En efecto, los estudiantes protestaban no solo contra las políticas denunciadas como “limitacionistas”, sino también contra el modelo de universidad “tecnocrática” que se pretendía imponer desde el Estado, entre otros aspectos. A ello se sumaron los problemas de presupuesto. Los reclamos, en este punto, no solo eran expuestos por los estudiantes de universidades nacionales, sino también de las provinciales. Al respecto, el Consejo de Rectores de Universidades Nacionales profundizó su pedido al gobierno nacional por un aumento en el presupuesto. La situación edilicia de muchas de las instituciones era deplorable, y con los nuevos estatutos, los proyectos de departamentalización y la creación de cargos docentes full time demandaban mayores cifras.
Pese a hacer explícita su apertura al diálogo y vanagloriarse con la importancia otorgada a la juventud, Levingston fue incapaz de satisfacer estos reclamos. Así lo atestigua un comunicado publicado en el mes de septiembre en el diario Clarín, titulado "Encuentro de los argentinos", firmado por diferentes agrupaciones estudiantiles y sindicales:
Los discursos del Jefe de Estado Mayor designado por la Junta de Comandantes muestran que nada esencial ha cambiado con el derrocamiento del General Onganía, puesto que se mantiene la misma orientación económica y se anuncia con leves retoques, la misma ambigüedad de una salida electoral a largo plazo y condicionada. Ello obliga, por consiguiente, a conseguir los medios idóneos para que el pueblo argentino no sea nuevamente un convidado de piedra en la determinación del destino nacional. (Citado en Bonavena, 1992, s/p).
El gobierno de facto no acusó recibo de las críticas y continuó con su política de diálogo: unos meses más tarde solicitaba a los rectores que escucharan a los estudiantes. Las autoridades, sin embargo, respondían a la política nacional. Levingston hizo cambios y nuevos nombramientos en este nivel, pero ello no sirvió para lograr la pacificación de los claustros. En esta misma línea, el nuevo secretario de Cultura y Educación, ante incidentes realizados por los estudiantes previamente a un acto que daría en la UNNE, declaró:
no debe de extrañarnos episodios como éste, que están ocurriendo en todas las universidades del mundo y que demuestran las dificultades que afrontan los hombres que tienen la responsabilidad de la conducción universitaria en las actuales circunstancias. Es evidente que un grupo insignificante de agitadores profesionales que responden a consignas que bajo diferentes máscaras son de carácter internacional, no puede de ningún modo, poner en jaque el futuro de la Universidad Argentina. Pero también es cierto que suele ser difícil a veces no incluir en esos pequeños núcleos un concepto peyorativo con respecto al resto del estudiantado que pretenden representar. Creo yo, que las más importantes funciones de las actuales autoridades universitarias, es establecer canales directos de comunicación con la masa estudiantil, que de ningún modo responda a los agitadores profesionales. Todo lo que hagamos en el terreno de la participación estudiantil que no es la institucionalización de los grupos, sino la integración de una gran comunidad académica, de autoridades, docentes y estudiantes. (Citado en Bonavena, 1992, s/p).
Levingston parecía no ser consciente del panorama estudiantil, al punto que en una visita a la ciudad de Neuquén intentó acercarse a dialogar con los jóvenes de la universidad provincial, y dio muestras de apoyo a los reclamos por la nacionalización de esa casa de estudios que se venían sosteniendo desde fines de la década anterior. Lejos de mejorar su imagen y la de las FFAA, el resultado fue contrario al esperado: los estudiantes rechazaron dialogar con el presidente, y en cambio, le dieron la espalda sin intercambiar palabra. El episodio fue levantado por los medios como el “espaldazo a Levingston”.
Los fracasos de las FFAA por controlar la situación y recuperar su imagen ante el estudiantado se extendieron también a la Universidad Nacional de Cuyo, donde se desarrolló un confuso episodio en torno a una conferencia de Oscar Braun, que primero fue promocionada, luego suspendida y, finalmente, se realizó fuera del ámbito universitario.24
En este sentido, los estudiantes no solo se oponían a los rectores, sino que el gobierno militar se había vuelto el blanco principal de sus denuncias. En Neuquén, los estudiantes más radicalizados proponían una universidad “abierta y al servicio del pueblo”.25 Para ellos, la universidad no podía analizarse como un ente neutral; debía, por el contrario, ser considerada como “un instrumento mediante el cual los sectores dominantes tratan de asegurar su permanencia y estabilidad, formando profesionales con moldes ideológicos que responden a ese sistema”. Afirmaban que “la planificación de la educación en el nivel universitario, es especialmente una tarea política, con un fin político” (Echenique, 2011, p. 87). Al respecto, el proyecto de universidad que proponían los estudiantes apostaba a un cambio de raíz. La nacionalización no era un reclamo únicamente asociado al presupuesto, sino que la apuesta era mayor y proponía un cambio en las estructuras, la organización, los planes y los métodos de enseñanza. El pedido de nacionalización pasó a ocupar una consigna mayor que se oponía al gobierno militar, y acusaban de “cómplices” a las autoridades provinciales. Los reclamos universitarios, en suma, comenzaban a formar parte de una agenda política de mayor alcance, en la que se buscaba enfrentar al gobierno de facto.
Levingston, al igual que su antecesor, no logró resolver cuestiones vinculadas con el ámbito universitario. El Segundo Cordobazo terminó con su breve mandato y el ciclo lectivo de 1971 se iniciaría bajo el mando de Lanusse, tercer y último presidente de la autodenominada “Revolución Argentina”.
En este artículo nos hemos propuesto dar cuenta de la política universitaria que se llevó a cabo en el marco de la autodenominada “Revolución Argentina”, específicamente bajo los mandatos de Onganía y Levingston. Fue nuestra intención poner de manifiesto el cambio que adoptaron los mandatarios tras el fracaso evidente de la política implementada durante los primeros años de la dictadura militar.
El diagnóstico inicial del gobierno militar puso el énfasis de su política en la necesidad de despolitizar las casas de estudio y “extirpar” de su seno cualquier “germen subversivo” que allí pudiera existir. Para ello, la primera acción fue intervenirlas en todo el país. La medida no finalizó allí, por la noche, las fuerzas policiales ingresaron a las Facultades de la UBA y reprimieron a docentes y estudiantes que se encontraban reunidos. El resultado inmediato “calmó” la agitación política, pero también “ensució” la imagen de las FFAA a nivel nacional e internacional. A los pocos meses, Onganía sancionaba la Ley Orgánica de Universidades Nacionales, en la que se proponía un cambio en los estatutos universitarios alegando la necesidad de modernizar las estructuras y el funcionamiento de las casas de estudio. Esta avanzada, considerada autoritaria, fue desacreditada no solo por estudiantes y docentes, sino también por parte de los rectores interventores, quienes sostenían que, ante la falta de presupuesto, era casi imposible avanzar hacia el rumbo propuesto por el gobierno militar.
La política de Onganía estaba estancada, y este, en su afán por lograr un resultado positivo, instó a los rectores para que 1969 fuera “el año de la universidad”. Lo fue, pero no en el sentido esperado por el jefe de Estado. Los reclamos universitarios encontraron eco por fuera de sus instituciones y desencadenaron una insurrección popular: los obreros en actividad y los estudiantes se opusieron a la política nacional de la dictadura militar. Pese a ello, Onganía intentó mantenerse en pie y propuso, tibiamente, establecer un diálogo con los jóvenes universitarios diferenciándolos de los “extremistas” y violentos que habían participado del Cordobazo. A cambio, afirmaba que la universidad era una prioridad en su gobierno y prometía seguir invirtiendo en educación superior.
Las promesas no alcanzaron: Onganía fue depuesto y en su lugar asumió Levingston, quien, pese a las advertencias de las FFAA, decidió profundizar la “Revolución”. Así, en lo que respecta a la política universitaria, optó por abrir un diálogo con la juventud “sana” e “idealista”, estableciendo una clara ruptura con la juventud “violenta” que se había manifestado en contra del gobierno de facto. Pero su estrategia tampoco funcionó y, pese a los intentos por seguir avanzando en la política universitaria orientada al diálogo que había comenzado a implementar Onganía, la juventud universitaria mantuvo su rechazo, tanto a esta política como al régimen en general.
Hacia 1970, los reclamos no solo estuvieron vinculados con la política universitaria, sino que la juventud se expresaba, de formas diversas, en contra de la dictadura militar. Los jóvenes universitarios no fueron la excepción, situación que quedó evidenciada en la visita de Levingston a la ciudad de Neuquén. Un nuevo levantamiento popular pondría fin al breve mandato, y dio lugar, finalmente, al tercer y último presidente de la “Revolución Argentina”.
1 Al respecto, ver Cano (1985); Pérez Lindo (1985); Morero, Eidelman y Litchman (1996); Caldelari y Funes (1997); Mignone ( 1998); Rotunno y Díaz de Guijarro (2003); Suasnabar (2004); Buchbinder (2005); De Luca y Álvarez Prieto (2013); Mendonça (2015); Califa y Seia (2017).
2 Véase Bonavena ( 2006, 2008); Bonavena, Califa y Millán (2007); Echenique (2011); Seia (2014); Vega (2014); Califa y Millán (2016a, 2016b); Califa (2017); Millán (2017).
3 Universidades la voz del interior (18 de febrero de 1969). Primera Plana, pp. 22-27. Biblioteca del Congreso de la Nación, Hemeroteca, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.
4 Juan Carlos Onganía efectuó el cambio de gabinete como solución a los problemas de la política implementada. En el caso de Educación, durante su gobierno, tres fueron las personas que ocuparon el cargo: Gelly y Obes (1966-1967), Astigueta (1967-1969) y Pérez Guilhou (1969-1970).
5 Gobierno: ¿botas o votos en 1969? (31 de enero de 1969). Primera Plana, pp. 8-10.
6 Juan José Cabral tenía 21 años y era estudiante de Medicina.
7 Alberto R. Bello, estudiante de Ciencias Económicas.
8 Los acontecimientos que se sucedieron tras la muerte de Juan José Cabral en Corrientes, y las de Adolfo Bello y Luis Norberto Blanco en Rosario, fueron analizados como la “semana rabiosa”. Para más información, véase Villar (1971).
9 La Iglesia católica jugó un papel preponderante en el estímulo de la militancia estudiantil. La Conferencia Episcopal Latinoamericana que se había llevado a cabo en Medellín y la reunión del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo realizada en Córdoba, generaron mayor afinidad hacia el clero activista (Brennan y Gordillo, 2008, p. 88).
10 La CGTA se conformó en 1968. Sus dirigentes se oponían a realizar un pacto con Onganía, situación que los enfrentó con la CGT dirigida por Augusto Vandor. Sus acciones se expresaron en diferentes medidas de fuerza, la más importante fue la del 29 de mayo de 1969. Sin embargo, sus principales líderes fueron detenidos y la central fue intervenida por los militares, lo que llevó a su desaparición en 1970.
11 Durante la gestión de Krieger Vasena, los precios siguieron en aumento y, pese a lograr cierta calma por parte de los sindicatos hacia inicios del golpe, para fines de 1968 comenzaba a complicarse el panorama: en determinadas regiones del interior del país comenzaron a surgir –por parte de algunas fracciones de la clase dominante– críticas que promovían la oposición.
12 Onganía se había propuesto llevar a cabo la “Revolución Argentina” en tres tiempos. El gobierno de facto comenzaría con el tiempo económico, para luego avanzar hacia el tiempo social y finalmente llegar al tiempo político, en el que se convocaría a elecciones.
13 El autor del texto era el coronel Francisco Cornicelli, que lo preparó para el general López Aufranc, jefe de Operaciones del Estado Mayor General. Más tarde pasaría a ocupar el cargo de secretario-ayudante del general Lanusse (Potash, 1994, pp. 104-105).
14 El CONASE, junto con el Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE), tenían como objetivo el establecimiento de manera conjunta de las políticas nacionales para el logro de los objetivos políticos fijados en el Estatuto de la Revolución Argentina, las cuales servirían de base para la formulación de un Plan General de Desarrollo y Seguridad a largo plazo, que debería establecer previsiones a mediano plazo (Villegas, 1969, pp. 81-82).
15 El primer comunicado estaba firmado por el almirante Pedro Gnavi, Comandante en Jefe de la Armada.
16 O´Donnell sostiene que el contenido de las políticas nacionales incluía temas y términos muy similares a los que se habían propuesto durante el onganiato: profundas reformas estructurales, participación de la comunidad a través de sus organizaciones básicas, importancia del municipio como ámbito primario de la participación, organizaciones de la comunidad auténticamente representativas, críticas al electoralismo y a los partidos políticos (2009, p. 285).
17 Periscopio, 23 de junio de 1970. Citado en Ollier (2005, p. 83).
18 La Hora del Pueblo se conformó el 11 de noviembre, tras una reunión que realizaron los representantes del radicalismo, el socialismo argentino, la democracia progresista, el bloquismo sanjuanino y el conservadorismo popular (Ollier, 2005, p. 97).
19 Primera Plana, 26 de enero de 1970. Citado en Ollier (2005, p. 97).
20 El 7 de marzo, en la localidad de Leones, al referirse a la situación de su provincia, Uriburu manifestó que se había desarrollado una conspiración marxista y prometía emplear toda su autoridad para combatirla. Específicamente dijo que había “una venenosa serpiente que quizá Dios me depone el honor histórico de cortar de un solo tajo” (Potash, 1994, p. 225).
21 Mensaje del Presidente de la Nación General de Brigada (R. E.) Roberto Marcelo Levingston. Presidencia de la Nación. 21 de agosto de 1970. Publicación de la Secretaría General, mimeo. Buenos Aires.
22 Mensaje del Presidente de la Nación General de Brigada (R. E.) Roberto Marcelo Levingston. 21 de agosto de 1970.
23 Mensaje del Presidente de la Nación General de Brigada (R. E.) Roberto Marcelo Levingston. 21 de agosto de 1970.
24 Así lo evidenció el caso de la UNCu cuando el decano decidió suspender una conferencia que se realizaría con la presencia del profesor Oscar Braun. Sin embargo, previo a ello, el economista hizo declaraciones en la prensa advirtiendo que “las universidades tratan de vender una imagen de tolerancia y democracia para despolitizar las luchas estudiantiles. En ese sentido me están usando para crear una sensación de libertad; no me importa, yo también los uso para exponer mis ideas –marxistas– desde la cátedra" (8 de octubre de 1970, citado en Bonavena, 1992, s/p). El Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas aprovechó la invitación que se había realizado a Braun y llevó adelante la conferencia en el local del Sindicato de Pasteleros, Confiteros y Pizzeros y Afines de Mendoza, lo que dejó en evidencia, una vez más, el perfil reaccionario, conservador y represivo de la “Revolución Argentina”.
25 Como señala José Echenique (2011), había otro sector del estudiantado que no formó parte de estas acciones y sí accedió a dialogar con Levingston. En esa oportunidad, estos alumnos pidieron disculpas por “la actitud de un grupo universitario ‘extremista’” que consideraban eran una “minoría” y que “su afán de revolución y cambios adecuados” había “desnaturalizado una actitud que todos apoyamos” (p. 67).
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