DOI:http://dx.doi.org/10.19137/qs.v22i2.1935
ARTÍCULOS
“Profaning the sacred holidays with rites and gentilician ceremonies”. Confraternities, power and religiosities. Salta, 1750-1810
Víctor Enrique Quinteros1
Resumen: El presente trabajo aborda el estudio de las características de las cofradías religiosas que congregaron en su seno a los negros, naturales y mestizos de la ciudad de Salta en el período comprendido entre la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX. Nuestra finalidad es aproximarnos a las manifestaciones religiosas de estos agentes sociales, sus preferencias devocionales, sus formas de integración asociativa y a las relaciones que desde allí forjaron con la elite y con las autoridades civiles y eclesiásticas locales.
Palabras clave: Cofradías; Religiosidad; Relaciones interétnicas; Negros, naturales y mestizos; Integración comunitaria.
Abstract: This work studies the characteristics of religious confraternities that congregated black people, natives and mestizos of the city of Salta, in the period between the second half of the 18th century and the beginning of the 19th. We analyze this, in order to approach religious manifestations of these social agents, their devotional preferences and their forms of associative integration. Also we focus on the relations between those social agents and the elite, the local civil and ecclesiastical authorities.
Key words: Confraternities; Religious; Interethnic relationships; Blacks, indigenous and mestizos; Community integration
Introducción
Las cofradías y hermandades religiosas coloniales pueden definirse básicamente
como asociaciones que congregaron en su seno a una feligresía
dispuesta a rendir culto a una determinada advocación, ejercitarse en los principios
evangélicos y obtener los necesarios auxilios materiales y espirituales
para afrontar los más cotidianos reveses mundanos y la trascendental empresa
de salvación de sus almas en el más allá. Promovidas por las autoridades eclesiásticas
y civiles, devinieron en uno de los principales instrumentos de control
y evangelización empleados por aquellos que emprendieron la conquista y colonización
de los habitantes de las nuevas posesiones ultramarinas españolas.
Tal funcionalidad respecto de los intereses de los grupos dominantes explica,
en parte, la temprana proliferación de dichas cofradías en suelo americano y
su pervivencia por más de tres siglos de dominio colonial. No obstante, aun
cuando formalmente respondieran a estos principios de gobierno, tales corporaciones
fueron, en ocasiones, apropiadas y/o reconfiguradas estratégicamente
por aquellos grupos sociales y étnicos rezagados y marginados que, por medio
de ellas, defendieron sus intereses materiales y espirituales, y resguardaron parte
de su quebrantada herencia cultural.2
En nuestro caso, una de las principales dificultades para aproximarnos
a las prácticas asociativas de tales agentes sociales radica en la poca disponibilidad
de fuentes documentales. Del conjunto de doce hermandades que
hemos logrado contabilizar en la ciudad de Salta para el transcurso del período
colonial, solo se conserva en la actualidad el libro de la cofradía Esclavitud
del Santísimo Sacramento. De las restantes, únicamente contamos con escasas
referencias, contenidas principalmente en los informes elaborados por los
obispos y sus delegados en ocasión de sus visitas pastorales, en los registros de
operaciones crediticias y cartas de deudos, y en las solicitudes varias de diversas
autoridades cofraderiles presentadas ante los representantes de los poderes
civiles y eclesiásticos locales.
Si bien algunas de las cuestiones planteadas en el presente trabajo han
sido recientemente abordadas para el espacio salteño (Cruz, 2013), nos proponemos
analizarlas con mayor profundidad, para avanzar sobre algunas de
las consideraciones ya esbozadas a fin de remarcar el papel desempeñado por
las cofradías religiosas en tanto espacios institucionales de integración social
y comunitaria, y aproximarnos a las prácticas devocionales, a las disputas de
poder y a las estrategias de adaptación y negociación que, por medio de ellas,
desplegaron los negros, naturales y mestizos residentes en la ciudad de Salta
en el período comprendido entre mediados del siglo XVIII y principios del XIX.
Diversos son los factores que hicieron de la ciudad de Salta un escenario
considerablemente complejo en las postrimerías del período colonial. Para
aquel entonces se había constituido ya en un enclave mercantil privilegiado
en el espacio surandino, dado que articulaba el circuito comercial de las mercancías
que desde Buenos Aires, Córdoba y Tucumán se remitían al Alto Perú (Mata, 1998). Atraídos por su prosperidad económica, estrechamente vinculada
a la reactivación de la producción minera potosina, arribó a la ciudad un
nutrido contingente de comerciantes foráneos, que se dedicaban al rubro mular
y al de los efectos de Castilla (Marchionni, 2000); y de funcionarios reales
encargados de efectivizar las nuevas políticas administrativas borbónicas, una
vez que dicha ciudad se convirtió, en el año de 1784, en la capital de la Gobernación
Intendencia de Salta del Tucumán (Aramendi, 2008). Ambos grupos
rápidamente lograron concentrar en sus manos los más importantes resortes
del poder local, lo que propició la reconfiguración de la composición de la
tradicional elite propietaria de tierras (Marchionni, 2000).
El aumento demográfico verificado se sostuvo también, durante el período,
por el crecido número de negros esclavos, afrodescendientes libres y
migrantes indígenas que, de forma conjunta, representaron el 55,2% de la población
urbana de acuerdo con el censo de 1776 (cuadro 1).
Cuadro 1: Población urbana de Salta (1776)
Fuente: Censo de 1776 (Larrouy, 1923, p. 380).
La presencia de estos nuevos actores sociales repercutió en la fisonomía
y extensión de la ciudad. La elite, compuesta por antiguos propietarios
descendientes de los primeros pobladores y por los advenedizos comerciantes
ya mencionados, se concentró alrededor de la plaza principal y en sus calles
adyacentes, y habitaba grandes casas de dos plantas que incluían numerosas
habitaciones, patios y huertas, en las que convivía con un cuantioso personal
de servicio, esclavos, indios, criados y huérfanos encargados de las labores
domésticas (Caretta y Marchionni, 1996, p. 120). Más allá del centro, de los
tagaretes que definían los bordes del primigenio espacio urbano, surgieron
nuevos barrios poblados por artesanos y gente de color, algunos de ellos muy
populosos, como el de La Viña, ubicado al sur de la ciudad, donde predominaban
los solares, modestas construcciones edilicias y tiendas comerciales que
funcionaban como pulperías (Caretta, Marchionni, 1996, p. 125).
En el marco de esta comunidad urbana caracterizada por tal diversidad étnica y por el franco crecimiento de sus componentes, las cofradías −y
el culto religioso que estas fomentaron− constituyeron uno de los principales
instrumentos de cohesión social. Doce fueron las hermandades que, durante
el transcurso del período colonial, congregaron a la feligresía de la ciudad,
distribuidas entre la Iglesia Matriz y los conventos de la Compañía de Jesús,
San Francisco y Nuestra Señora de la Merced. Entre ellas, gozaban de una leve
preeminencia aquellas consagradas a diversas advocaciones marianas. Es notoria,
al igual que en otras ciudades de la región, la ausencia de las cofradías
de carácter gremial (Martínez de Sánchez, 2006, p. 73; Cruz, 2013, p. 450).
Cada uno de los grupos sociales y étnicos se adscribió preferentemente
en algunas de estas asociaciones; mientras los negros, naturales y mestizos lo
hicieron en torno a la de San Benito, San Baltasar, Nuestra Señora de la Candelaria
y Nuestra Señora de la Merced; los blancos españoles se nuclearon
alrededor de la de Benditas Ánimas, San Pedro, Jesús de Nazareno y Santísimo
Sacramento. A pesar de tales preferencias, no fue extraño que los miembros de
la elite estuvieran presentes en la mayoría de los cuadros directivos cofradieros,
y que los negros, naturales y mestizos compartieran también con ellos, en calidad
de hermanos, algunos espacios. Sin embargo, tales distancias no fueron
infranqueables, pues a pesar de las notorias preferencias mencionadas, no fue
extraño que los miembros de la elite estuvieran presentes en la mayoría de
los cuadros directivos cofradieros, y que las castas compartieran también con
ellos, en calidad de hermanos, algunos espacios.
El informe elaborado por el obispo Ángel Mariano Moscoso en 1791,
luego de su visita pastoral a la Iglesia Matriz, nos permite aproximarnos a
las características particulares de algunas de estas corporaciones, como así también a la concreta situación que atravesaban por aquel entonces.3 En líneas
generales, se trató de asociaciones que mantuvieron una estrecha dependencia
con las autoridades eclesiásticas locales, particularmente con los curas rectores
de la ciudad. Así, de las seis cofradías registradas en dicho templo, tres
eran dirigidas por estos religiosos, encargados del manejo de sus recursos y
de la solemnidad del culto. En aquella ocasión, el obispo ordenaba además
la remoción de José Antonio Cruz y Pedro Estrada, mayordomos de la cofradía
de Nuestra Señora del Rosario de españoles, por la manifiesta ineficiencia de
ambos en el ejercicio del cargo, disponiendo en su lugar el nombramiento del
clérigo José Alonso Zabala al cual le concedía plenos poderes de mando en la
consideración de que administrándola por sí mismo y sin la dependencia de
las juntas se ejecutarían mejor sus funciones. El informe también daba cuenta
de la modesta condición económica de estas hermandades pues el total de los
recursos pecuniarios consignados ascendía tan solo a la suma de $3738. Incluso
la del Santísimo Sacramento, una de las más prósperas de entre ellas, no
poseía propiedades inmuebles y apenas disponía de un excedente de $1000,
situación sin parangón con las grandes fortunas de algunas cofradías mexicanas
finiseculares (Luque Alcaide, 1996) y que incluso contrastaba, sin ir más lejos,
con la disposición de bienes y capitales de algunas hermandades porteñas (Fogelman,
2000). En lo que respecta específicamente al funcionamiento de estas
asociaciones, el obispo señalaba varias irregularidades, entre ellas; la falta de
inventarios de sus recursos, el descuido de los registros de cargo y data, las dificultades
en la conformación de juntas de cofrades y el escaso control sobre los
capitales concedidos a crédito. Ante tal panorama, el prelado encomendaba a
sus mayordomos una mayor disciplina y los sujetaba, de forma estricta, a la dependencia
de las autoridades eclesiásticas. Por último, cabe destacar el precario
estado de algunas de estas asociaciones finiseculares. Según el informe de
Moscoso, las cofradías del Santísimo Sacramento, Benditas Ánimas y Nuestra
Señora del Carmen eran las que gozaban de mayor vitalidad, condición que
difería con respecto a la de Jesús de Nazareno, Nuestra Señora del Rosario y,
particularmente, con la de San Pedro, que desde algunos años atrás se encontraba
en franca decadencia.
Estas últimas observaciones realizadas por el obispo y sus recurrentes
señalamientos acerca de las dificultades en la conformación de las juntas de
los hermanos sobre las que recaía la responsabilidad de velar, junto con las
autoridades eclesiásticas, por el buen gobierno y dirección de sus respectivas
corporaciones, nos remiten a la particular coyuntura que atravesaba por aquel
entonces este tipo de experiencia asociativa religiosa. Es probable que tales
factores, además de otros que a continuación explicitaremos, hayan constituido
indicios de algunas transformaciones estructurales; así, el deterioro de
buena parte de las cofradías con asiento en la Iglesia Matriz y la extinción,
en el transcurso de la segunda mitad del siglo XVIII, de la cofradía de Nuestra
Señora de la Candelaria −que funcionaba en el convento de San Francisco−,
podrían revelar un declive general de estas asociaciones. Aún más, durante el
período en cuestión, los miembros de la elite no promovieron la fundación de
nuevas hermandades en torno a las diversas advocaciones cuyos cultos adquirieron
cierta trascendencia local (Chaile, 2004). Los exitosos comerciantes que
se avecindaron en la ciudad tampoco lo hicieron; por el contrario, se integraron
en las corporaciones ya existentes y se hermanaron espiritualmente, entre
otros, con los tradicionales grupos de poder (Quinteros, 2014). La cuota de
distinción asociativa para la nueva elite finisecular la constituyó su inserción en
las Terceras Órdenes religiosas, principalmente la seráfica, que tras la expulsión
de los jesuitas y el desmantelamiento de sus instituciones, comenzó a adquirir
mayor protagonismo en el espacio local (Mata, 2000, p. 209). La dificultad
en la conformación de las juntas de gobierno cofraderiles −responsabilidad
que los notables habían asumido de forma consuetudinaria− puede concebirse
también como la expresión de la disminución de su compromiso para con tales
asociaciones y/o como la disminución del atractivo de sus cargos en tanto
instancias de representación y legitimación de su poder. A pesar de ello, no
obstante, todavía a finales del siglo XVIII, las mayordomías de las cofradías se
repartían entre dichos agentes (principalmente los mencionados comerciantes
advenedizos) y las autoridades eclesiásticas de la ciudad (Quinteros, 2014).
Fueron los miembros de los sectores subalternos, los negros libres y esclavos,
los naturales y demás castas los que, durante el período, encabezaron
las tratativas tendientes a dar vida a nuevas cofradías y hermandades religiosas.
Algunos de ellos recién llegados, instalados en los barrios marginales de un
espacio urbano en expansión, imposibilitados de acceder a los oficios de gobierno
de las principales instituciones de poder y sujetos a la servidumbre y a
la esclavitud, se valieron de dichas asociaciones para expresar su religiosidad,
con lo que estas se convirtieron en instancias de promoción social y resguardo
material y extraterrenal, en el que también se negociaba, con las autoridades
locales la legitimidad de sus prácticas y preferencias devocionales.
Cuadro 2: Cofradías urbanas. Salta, mediados del siglo XVIII y principios del XIX
Fuente: Elaboración propia a partir de información extraída de la Carpeta Asociaciones de Archivo Arzobispal
de Salta y del Fondo de Protocolos Notariales del Complejo de Archivo y Biblioteca Históricos de Salta.
Durante el transcurso del período colonial, las cofradías de naturales, negros y mestizos fueron, para las autoridades eclesiásticas y civiles, instituciones ambivalentes; pues si por una parte constituyeron uno de los principales dispositivos de evangelización, por otra, devinieron también en estructuras asociativas proclives a una apropiación poco ortodoxa mediante las cuales dichos grupos marginados podían reconfigurar las legítimas prácticas religiosas, las que mixturaban con sus costumbres precolombinas (Caretta y Zacca, 2011; Ferreira Esparza, 2011) y afrodescendientes (Cirio, 2002). Por ello, las políticas de gobierno oscilaron entre la promoción y proscripción de las cofradías, poniendo especial énfasis en el control y regulación de las existentes. Ya en 1683, el obispo de la diócesis de Córdoba del Tucumán, Nicolás de Ulloa, prohibía “semejantes concursos de gente, por la experiencia que se tiene de los insultos y pecados que se originan, haciendo los desempeños de sus oficios que se reducen a comer y beber, bailar y cantar”. Una década más tarde, Bartolomé Dávalos, vicario capitular, refrendaba tales disposiciones y condenaba dichos excesos y las embriagueces públicas que les seguían “profanando las sagradas fiestas con ritos y ceremonias gentilicias” (Toscano, 1907, p. 151). Ordenaba, además, a los curas de las ciudades y de partidos de doctrinas no conceder:
“a españoles, indios, negros y mulatos o mestizos, ni a cualquier persona, mayordomías, pendoneros, alférez, rey o reina, capitanes y otros títulos en cofradías que no estén aprobadas por el ordinario so pena de excomunión mayor… con privación de sus oficios y beneficios, pena tiempo de cuatro meses…y a las demás personas que fueren en contravención de nuestro auto, siendo español solo la pena de excomunión mayor y de 50 pesos aplicados a nuestra distribución, y siendo negro, mulato o indio de 50 azotes” (Toscano, 1907, p. 153).
Las órdenes emitidas por Dávalos resultan interesantes por diversos motivos.
En primer lugar, porque nos remiten a un conjunto de medidas de fuerza
orientadas a desarraigar, de acuerdo con la precepción de las autoridades religiosas,
ciertas prácticas perniciosas y profanas, cuya recurrencia en la mencionada
jurisdicción eclesiástica ameritaba un severo castigo para sus infractores
tras las previas amonestaciones del obispo Nicolás Ulloa. Y en segundo lugar,
porque nos permite conjeturar acerca del contenido y significado de tales prácticas.
En efecto, los cantos y las danzas de los negros y mulatos, como se ha
señalado para otros espacios de la América española (Cirio, 2002; Masferrer
León, 2011; Cordero Fernández, 2016; Méndez Gómez, 2016), podían constituir
una amenaza al orden público y a la normativa eclesiástica, no solo por sus
ruidos e indecencias, sino también por los valores y reminiscencias culturales
que los inspiraban, vinculados posiblemente a reivindicaciones identitarias y
creencias consideradas paganas, solapadas generalmente en el culto rendido
a san Baltasar, a san Benito o a san Sebastián. La alusión a los oficios de “rey
y reina” y la prohibición de su concesión se fundamentan, quizás, en estas
mismas sospechas. Tales cargos de gobierno, propios de algunas cofradías de
negros, comprendían diferencias sustanciales respecto de las tradicionales mayordomías
cofraderiles de españoles, pues mientras estas últimas, en un plano
simbólico, refrendaban las jerarquías sociales establecidas (Cruz, 2011), aquellos
las trastocaban, lo que constituía un desafío al poder de las autoridades
coloniales (Cirio, 2002).
En la ciudad de Salta, las autoridades religiosas, inspiradas por la presunción
de tales peligros, reprodujeron algunos de los lineamientos políticos
mencionados. Así por ejemplo, fueron los padres de la Compañía de Jesús los
que promovieron, en su templo, la conformación de una cofradía de negros esclavos
dedicada a san Baltasar,4 que funcionó hasta la expulsión de la orden, a
mediados de la década de 1770. Años más tarde, ya en 1792, los miembros de
la extinta hermandad, con venia y licencia de sus amos, pretendieron refundarla,
en función de lo cual se dirigieron al obispo de la diócesis, Ángel Mariano
Moscoso, quien rechazó la propuesta aduciendo que ya existía en la iglesia
del Convento San Francisco una asociación de negros reunida en torno a san
Benito, la cual era suficiente para que “los sujetos de esta clase ejerciten su devoción” (Toscano, 1907, pp. 156-157). A pesar de estas políticas de control, las
cofradías y hermandades religiosas auspiciaron un nuevo espacio de agencia
para tales grupos sociales y étnicos. La devoción por san Baltasar, con el que
estos negros se identificaron, desafió el poder de las autoridades eclesiásticas
y las obligó a negociar sus disposiciones normativas. El análisis del expediente
de la fundación y formalización de la cofradía de Nuestra Señora del Rosario
que expondremos a continuación da cuenta de ello.
En 1808, Vicente Barela, negro libre de oficio albañil, presentaba ante
el obispo de la recientemente creada diócesis de Salta una certificación de sus
servicios prestados en la obra de reparación de la Iglesia Matriz, emitida por el
cabildo de la ciudad, a fin de que le sirviera como una credencial de su buen
comportamiento y celo cristiano, y legitimara a la vez su solicitud de creación
de una hermandad consagrada a la mencionada advocación mariana:
“No con otro fin fijé mi connato en el reparo del enunciado templo sino del aumento del culto divino y de que este lugar sagrado no fuere hallado inicuamente. Hoy que miro con gusto apta ya la tal iglesia para celebrar en ella el sacrificio incruento; me veo en la necesidad de implorar del piadoso corazón de Vuestra Ilustrísima la correspondiente licencia para fundar una cofradía de naturales y negros bajo el amparo y protección de nuestra señora del Rosario, por cuanto solo los españoles tienen en esta ciudad la gloria de haber fundado una congregación de tal advocación con la cual corre en el día un presbítero, a causa de no haber todavía convento de Santo Domingo”.5
Esta asociación de negros y naturales funcionaba de hecho, ya desde hace algunos años, en el templo de la Matriz, por lo que la acción de Barela pudo orientarse, más que a fundarla, a conseguir las correspondientes licencias eclesiásticas de las que para aquel entonces carecía. Y aún más, desconociendo la autoridad de Antonio Jacinto Mazeyra y Boedo, capellán de la cofradía, el negro albañil le suplicaba al prelado el nombramiento de José Domingo Hoyos en dicho cargo, “por ser uno de los eclesiásticos que merece la mejor aceptación en el concepto común por su brillantes operaciones y notorio celo de la honra de Dios en su ministerio”. En atención a tal solicitud, y con el objeto de corroborar las credenciales presentadas, el obispo ordenaba al menospreciado capellán la elaboración de un informe con detalle específico de los miembros y recursos pecuniarios de la hermandad. En obediencia a tal disposición, y como un descargo ante la ofensa esgrimida por Barela, Mazeyra y Boedo señalaba:
“que desde luego será muy útil al pueblo plebeyo el que se formalice la citada cofradía pues que se interesa en cooperar a tan loable empresa el brazo poderoso y sabias disposiciones de nuestro Ilustrísimo y Dignísimo Obispo; pero que al negro pretendiente y suplicante al paso que se manifiesta lleno de fervor, si bien demasiadamente tenaz y molesto, le escasea la naturaleza aquella precisa e indispensable aptitud y peso de discernimiento para fundamentar una congregación que necesita de puntual e ingravoso atractivo; solo si es bastante eficaz para recoger las limosnas de los fieles y ejercitarse dirigido de sobrestante en el oficio que a duras penas sabe de albañil…que en satisfacer los derechos a los señores curas pagar música y cantores, comprar cera y otras cosas necesarias en aquel novenario se gastaba toda la plata de limosna colectada en el discurso del año”.6
Hasta aquí, el expediente analizado nos permite aproximarnos a la iniciativa
de un negro libre que, movido por su devoción, gestiona ante las autoridades
de la diócesis las licencias necesarias para formalizar una cofradía
consagrada a la advocación de Nuestra Señora del Rosario, prescindiendo de
la intervención del capellán de la asociación con quien mantenía algunos conflictos,
y fundamentando su empresa religiosa en los méritos que creía tener
por haber contribuido “al aumento del culto divino” por haber reparado el
edificio de la Iglesia Matriz de la ciudad. Se trató, por lo tanto, de un sujeto
que conocía los intersticios de poder local y las posibilidades que estos podían
ofrecerle para satisfacer sus intereses. Podemos presuponer también que su
acción estuvo orientada a alcanzar otros dos objetivos. Por un lado, la formalización
de la hermandad implicaba insertarla en un marco de legalidad que les
permitiría a sus cofrades gozar de las gracias e indulgencias que, concedidas
por los sumos pontífices, resultaban indispensables para la salvación de sus
almas. Por otro, en tanto gestor de dicha hermandad, podría destacarse de
entre el conjunto de los hermanos devotos, y acumular credenciales, como
bien sabía hacerlo, para promoverse en el seno de la asociación en calidad
de su director. De hecho, como informaba Mazeyra y Boedo, era Barela −aun
cuando lo hiciera deficientemente− el encargado de recolectar las limosnas de
la Virgen y pagar los servicios de los religiosos, los músicos y cantores que intervenían
en su novenario. A juzgar por los hechos posteriores, el negro albañil
habría cumplido con su cometido. En 1826, como mayordomo de la cofradía,
se dirigía al vicario capitular de la diócesis, Gabriel de Figueroa, para solicitarle
autorización “para sacar al Vía Cruz el día de Ramos” y así cumplir con los
preceptos evangélicos.7
El expediente analizado, no obstante, también nos permite entrever las
instancias de negociación que entre sus miembros se fraguaron en el seno de
esta asociación. En su informe, el referido capellán, al pronunciarse sobre la
situación de la hermandad, sostenía:
“Que el establecimiento estado y subsistencia de dicha devoción no se ha podido reducir hasta lo presente a otro adelantamiento que al de una novena y rosario de la Virgen, que el exponente procuró con todo esfuerzo y trabajo acomodar a los misterios de la Encarnación, Natividad y Epifanía del Señor, por ayudar con el motivo de su función del ejercicio de adoración de nuestro Niño Dios, que solía hacer, a la solemnidad de que eligieron para este tiempo dicho Barela y demás hermanos congregantes, a causa de querer celebrar juntamente a San Baltasar, cuyo festivo obsequio les llamo siempre la atención”.8
La acomodación realizada por Mazeyra y Boedo suponía una compleja
articulación; la conjunción ritual de tres festividades para su sostenimiento
y fomento mutuo. Nos interesa en este caso subrayar la persistencia de la
devoción a san Baltasar −un santo negro− de entre el conjunto de devotos
que, representados por Barela, promovieron la formalización de la cofradía de
Nuestra Señora del Rosario. Su intención de celebrarlo se encuentra ya en los
inicios de la empresa, implícita en la solicitud realizada al obispo de la diócesis,
explícita para el capellán encargado de dirigirlos espiritualmente. Para este último se trató, efectivamente, de una acción de negociación para contener y
dar respuesta a las preferencias devocionales de sus congregados; y probablemente
también, de una operación de reapropiación para restituirle a una festividad
cristiana y negra −tan sospechada de profana por la presencia de cantos,
danzas, reyes y reinas− un sentido más ortodoxo e insertarla en un marco ritual
centrado en el Hijo de Dios, su Encarnación, Nacimiento y Epifanía, que actuó,
en este caso, como articulador de los otros dos cultos.
Para los negros y naturales que, mediante la cofradía de Nuestra Señora
del Rosario, continuaron celebrando al Santo con el que más se identificaron,
su empresa se asemejó a un simulacro que no necesariamente invalidaba su
devoción mariana pero que sí, plausiblemente, la convertía en un medio legal
(en tanto asociación que ya contaba con la dirección espiritual de un capellán)
para satisfacer otros intereses espirituales. Estos actores parecieron seguir la táctica
tácitamente sugerida por el obispo Moscoso años atrás, en 1792, cuando
les prohibía a otros como ellos refundar la cofradía dedicada a san Baltasar que
funcionaba en la iglesia de la Compañía de Jesús, en función de que ya existía
en la ciudad una hermandad de negros, la de san Benito, “donde los sujetos
de esta clase podían ejercitar su devoción”. Podemos pensar entonces que, al
desplazar el sentido de la orden del prelado, promovieron la hermandad de
una advocación para consagrarse a otra, o a ambas, y así proteger a aquella que
antes no había contado con el apoyo de la máxima autoridad de la diócesis.
Amén de esta suerte de refugio cultual que contó con la complicidad
del clero, las cofradías fueron, para estos grupos subalternos, un espacio de resguardo
social. Así, por ejemplo, los pardos libres de la hermandad de Nuestra
Señora de los Remedios, con asiento en la iglesia del Convento de la Merced,
se habían propuesto, promediando la década de 1770, recoger limosnas por las
calles de la ciudad a fin de costear los gastos de la sepultura de los desvalidos
de su misma condición étnica que “fallecieren disminuidos de todo socorro”.9 Este tipo de asistencia institucional se complementaba con otros dispositivos
de caridad y ayuda mutua menos formales, como las unidades domésticas de
mulatos que brindaron similares servicios de entierro (Caretta y Zacca, 2007,
p. 149).
Los miembros de estas asociaciones gozaron también de una cobertura
económica en caso de necesidad. Los ingresos por asiento de cofrades,
las limosnas de los fieles y los legados testamentarios, una vez satisfechas las
obligaciones cultuales y caritativas, constituían un fondo económico destinado
a la concesión de créditos. Los beneficiarios de esta provisión fueron principalmente
sus directivos, quienes, como síndicos ecónomos, conocían el flujo de
los recursos cofraderiles y sus excedentes. Uno de ellos fue Fernando Ninantay,
indio foráneo, procedente de Cuzco, quien a principios de la década de 1740
se había desempeñado como mayordomo de la cofradía de Nuestra Señora
de la Candelaria de naturales, con asiento en la iglesia del convento de San
Francisco de la ciudad. Como tal, había tomado en préstamo la cantidad de
doscientos seis pesos de la hermandad que dirigía, para lo cual hipotecó dos
chacras de su propiedad, las que, transcurrido un tiempo, debió vender por no
poder satisfacer su deuda.10
Por último, cabe destacar que estas cofradías funcionaron también como
instancias de integración social. Y es que además de las que formalmente aglutinaron
a fieles de una misma condición étnica, como las que analizamos hasta
el momento, otras se caracterizaron por tener una composición considerablemente
heterogénea. Una de ellas fue la de la Esclavitud del Santísimo Sacramento.
Fundada en el año 1627 en la Iglesia Matriz por las autoridades civiles y
eclesiásticas del incipiente ejido urbano, se propuso desde sus inicios rendirle
culto al Cuerpo de Cristo, consagrado en la Sagrada Forma, y proveerles a sus
devotos las gracias e indulgencias necesarias para la salvación de sus almas.
Sus estatutos la presentaban también como una asociación abierta a la que
podían adscribirse españoles e indígenas con sus respectivos grupos familiares,
los primeros mediante el pago de una limosna de cuatro pesos; los segundos,
abonando la mitad de dicho importe.11 Nada decían estas constituciones fundantes
respecto de los negros y otras castas, sin embargo, hacia finales del siglo
XVIII, la cofradía contendría en su seno a representantes de todos los grupos
sociales y étnicos que poblaban una ciudad en crecimiento.12
Resulta difícil sopesar cuantitativamente el grado de integración de
negros, naturales y mestizos en esta cofradía sacramental, pues su registro de
asiento no nos brinda detalles acerca de la condición étnica de sus miembros.
No obstante, el detalle de cargo y data del período comprendido entre 1774 y
1810 nos permite aproximarnos a las formas mediantes las cuales dichos actores
se integraron en ella y participaron de su principal festividad.
Cabe señalar que fueron los blancos españoles miembros de la elite el
grupo que, mayoritariamente, conformó la cofradía Esclavitud del Santísimo
Sacramento. Entre sus filas podemos reconocer a los tradicionales poseedores
del poder local y a aquellos comerciantes foráneos que se fusionaron con estos
una vez avecindados en la ciudad. La participación de naturales, negros y mestizos
fue minoritaria, sin embargo, su presencia –así como la de otros sectores
urbanos empobrecidos− fue cada vez más notoria conforme transcurrieron las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX.13 Algunos de ellos
fueron muy valorados en el seno de la corporación, pues como artesanos, albañiles
y carpinteros podían brindar sus servicios para reparar el templo de la
Matriz y los bienes cofradieros. Uno de ellos fue el indio Lanchi, quien además
de ser cofrade se encargaba anualmente de la composición de la puerta de la
iglesia en los días previos a la celebración del Corpus, trabajo por el cual recibía
una paga. Otro, el indio Bartolo, quien se asentó como “hermano” en 1774
y pagaba un importe menor al estipulado con la condición de “componer el
altar del Señor”. Los esclavos, por su parte, se registraron cuando lo hicieron
sus dueños, o solos, con el permiso de estos. Tal fue el caso de “Tomas Javier,
Catalina, María, Manuela, María Paula, Josepha, Joseph Teodoro, Joseph Venancio,
Vicente y Simón Pedro”, esclavos del presbítero Miguel Alonso de Visuara,
mayordomo de la cofradía en el primer lustro de la década de 1770, quienes
ingresaron en ella para servirla, sin recibir por ello remuneración alguna.14
Incluso la asociación contó con sus propios esclavos en las postrimerías
del período colonial: un negro llamado Francisco y dos mulatos, Gregoria y
Bernardo. Los dos primeros brindaron sus servicios hasta 1794, cuando, siguiendo
las instrucciones del obispo Moscoso, el mayordomo Apolinario Usandivaras
procedió a su venta, por considerarlos innecesarios.15 Bernardo, el más
pequeño de ellos, recibió lecciones de órgano con el fin de reducir los costos
de las funciones del Corpus;16 no obstante, en agosto de 1793, falleció a los
14 años de edad, y la hermandad asumió los gastos del entierro, del lienzo de
la mortaja, manta y ataúd, y las tres misas que se aplicaron por el bien de su
alma.17
Los negros libres también intervinieron en las actividades cultuales de la
asociación, no como miembros, pero sí como músicos y cantores que solemnizaron
las jornadas festivas. En el mes de junio, la hermandad movilizaba todos
sus recursos para festejar al Santo Sacramento de la Eucaristía; la Sagrada Forma,
portada por una custodia plateada, cubierta por un palio de brocato azul
con su cenefa de cartulina blanca bordada de seda y lentejuelas, salía de la
Iglesia Matriz para edificación de los fieles, que llevaban en sus manos las velas
encendidas y recorrían las calles de una ciudad adornada con ramos de flores
y perfumada por el aroma de los inciensos. Se organizaban, además, pequeños
convites de mates y chocolate para agasajar a los religiosos que oficiaban
las misas de las vísperas, procesión y octava del Señor Sacramentado. En este
escenario barroco que apelaba al deleite de todos los sentidos de la feligresía
devota (Ramos, 2006), la música ocupaba un lugar especial, todo lo cual constituía
uno de los principales gastos de la cofradía.18 Los negros Pedro, Nazario,
Manuel y Pipa eran contratados de forma regular para esta ocasión, y acudían
a la cita cultual con sus cajas, violines y órganos, y se encargaban también de
acompañar las melodías de los instrumentos con sus cantos. Su performance,
a diferencia de aquella que tantos resquemores despertaba y que les había
valido, a otros negros, mulatos y naturales, la condena del obispo y la pena de
azotes, contaba con el beneplácito de las autoridades civiles y eclesiásticas que
junto con ellos acudían a reverenciar el cuerpo y sangre de Cristo.
La hermandad sacramental, además, les significó a estos actores una
instancia de contención espiritual. En efecto, el ingreso a ella suponía, por un
lado, la posibilidad de reducir el tiempo de permanencia de sus almas en el
purgatorio, pues la asociación disponía de numerosas indulgencias para quienes
cumplieran con sus deberes y preceptos evangélicos; 19 y por otro, el acceso
a una red de solidaridad espiritual que les valía a sus miembros la gracia de
intervenir, mediante rezos y oraciones, en la suerte de la vida ultramundana
de los cofrades difuntos. Para ello, como hermanos de la cofradía, debían participar
junto con los miembros de la elite, que también nutrían sus filas de las
diversas actividades estipuladas constitucionalmente. Estaban entonces obligados
a acudir regularmente al templo de la Iglesia Matriz para reverenciar a
la Sagrada Forma; a asistir a las misas allí celebradas para ayudar a las almas
sufrientes; a acompañar al cura párroco en su visita a la morada de los cofrades
enfermos a fin de suministrarles el sagrado viático, e incluso, ante la muerte de
algunos de ellos, estaban comprometidos a cortejar su cuerpo hasta la sepultura,
mientras rezaban la tercera parte de un rosario.20 Dichas instancias los aunaban
como grupo y los presentaban de forma cohesionada ante la comunidad
y sus referentes sagrados.
Pero la cofradía y sus fiestas no solo integraban a los moradores de la
ciudad en un momento ritual; también los distinguían, con lo que se sacralizaban
las distancias sociales. Los cargos de gobierno de la asociación, por ejemplo,
se reservaron durante todo el período analizado a los miembros de la elite
local, entre ellos, a los ya mencionados mercaderes dedicados al comercio de
mulas y efectos de Castilla, provenientes de España y de diversos puntos de la
América española (Quinteros, 2014). Los negros, naturales y mestizos tampoco
pudieron distinguirse como “alumbrantes”, mención honorífica que recaía
sobre aquellos que asumían la responsabilidad de costear el alumbrado del día
del Corpus y su octavario.
En las postrimerías del período colonial, los negros, naturales y mestizos
hallaron en las cofradías y hermandades religiosas un espacio de integración
comunitaria que les permitió vincularse entre sí y con los demás grupos que
componían la sociedad local. Como “hermanos”, en tanto miembros de una
misma corporación, junto con los blancos españoles empobrecidos, como también
con aquellos que conformaron la elite, compartieron determinadas pautas
de comportamiento devocional que los obligaban a frecuentarse en las misas
por la almas de los cofrades vivos y difuntos, en los días previos a la festividad
de su advocación para coordinar los preparativos necesarios y en la mismas
procesiones que recorrían las calles de la ciudad. Incluso algunas cofradías,
como la del Santísimo Sacramento, les exigían a sus miembros visitar a los hermanos
enfermos que se hallaran en la antesala de su muerte para consolarlos y
acompañarlos mientras estos recibían las gracias del santo viático.
Tales corporaciones podían, también, aliviarlos material y espiritualmente.
Aunque poco cuantiosos, los recursos pecuniarios cofraderiles se concedieron
en forma de créditos a quienes podían garantizarlos mediante una
obligación hipotecaria y el compromiso de satisfacción de un interés anual del
5%. Las gracias e indulgencias, por su parte, constituyeron un dispositivo que
les permitió mitigar sus angustias ante la incertidumbre del tiempo de suplicio
de sus almas en el purgatorio. Aún más, algunas cofradías, como la Nuestra
Señora de los Remedios de pardos libres, se encargaban de afrontar los gastos
de sepultura de sus cofrades desvalidos; y otras, como la Esclavitud del Santísimo
Sacramento, además de ello, costeaban la mortaja, manto y ataúd de los
esclavos de su propiedad.
Para los negros naturales y mestizos recién llegados, y para aquellos que
ya habitaban la ciudad previamente a su auge económico, los servicios de estas
corporaciones fueron indispensables para su resguardo social, y se complementaron
con los mecanismos de ayuda mutua de naturaleza más informal que
además supieron constituir durante el período. Para algunas de estas “gentes de
color”, incluso, el ejercicio de sus mayordomías cofraderiles se presentó como
una práctica clave para gozar de los favores materiales y espirituales mencionados,
como así también una vía de promoción y reconocimiento social entre
sus pares, pues el cargo los situó en el centro de la escena asociativa y de la
jornada festiva, al representar a los suyos ante la ciudad y sus autoridades.
De modo diferencial, la trayectoria asociativa de la elite local contempló no solo su inserción en cofradías, sino también en las terceras órdenes de las
congregaciones religiosas de los mercedarios, franciscanos y jesuitas, que se
configuraron, en consecuencia, como espacios más exclusivos. Las mayordomías
de algunas hermandades, no obstante, continuaron, en líneas generales,
siendo prerrogativas nobiliares, ejercidas principalmente por los prósperos comerciantes
foráneos que se avecindaron en la ciudad en el transcurso de la
segunda mitad del siglo XVIII, para quienes dichos cargos pudieron representar
una variable de prestigio en las carreras de méritos que forjaron en el espacio
local.
La dependencia respecto de las autoridades eclesiásticas pareció una
norma para el conjunto de cofradías religiosas salteñas finiseculares. Los miembros
del clero se esforzaron por controlarlas prescindiendo, en algunas ocasiones,
de las juntas de hermanos, y en otras, asumiendo plenamente su dirección
en calidad de mayordomos. Los controles, sin embargo, no fueron tan
efectivos y debieron flexibilizarse, lo que se expresó asimismo en términos de
negociación para con una feligresía que defendió, de diversas maneras, a las
devociones con las que más se identificaba.
El análisis de la agencia subalterna, es decir, de su capacidad de acción
y de negociación, nos permitió sopesar el protagonismo de las prácticas negras,
naturales y mestizas en el seno de las corporaciones religiosas y su rol en la definición
de una religiosidad legítima e ilegítima, y sus posibles articulaciones.
Notas
1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad Nacional de Salta. Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades. Argentina. Correo electrónico: enriquequinteros84@gmail.com
2 Sobre este tema véase Celestino y Meyers (1981); Cirio (2002); Zanolli y Alonso (2004); Zanolli (2008); Rosal (2007, 2008); Valenzuela Márquez (2010); Caretta y Zacca (2011); Ferreira Esparza (2011); Cordero Fernández (2016).
3 Visita a los libros de cofradía de la ciudad de Salta realizada por Ángel Mariano Moscoso, Obispo de Córdoba del Tucumán. 1791. Carpeta Visitas Pastorales, Archivo Arzobispal de Salta (AAS), Salta.
4 Inventario de los bienes de la Iglesia de la Compañía de Jesús, Junta de Temporalidades. 1782. Archivos y Bibliotecas Históricos de Salta (ABHS), Salta.
5 Expediente sobre el establecimiento de la cofradía de hermandad de Nuestra Señora del Rosario por los naturales y negros de esta ciudad. 1804-1809. Carpeta Asociaciones. AAS.
6 Expediente sobre el establecimiento de la cofradía de hermandad de Nuestra Señora del Rosario por los naturales y negros de esta ciudad, 1804-1809. Carpeta Asociaciones.
7 Solicitud de Vicente Barela al Señor Provisor y Vicario general. 6 de marzo de 1826. Carpeta Asociaciones. AAS.
8 Expediente sobre el establecimiento de la cofradía de hermandad de Nuestra Señora del Rosario por los naturales y negros de esta ciudad. 1804-1809. Carpeta Asociaciones.
9 Solicitud de los cofrades de la Virgen de los Remedios. 9 de febrero de 1774. Carpeta Asociaciones. AAS.
10 Compra de tierras a Fernando Ninantay. 1741. Fondo Protocolos Notariales, Protocolo 97. Años 1741/1742/1743, Carpeta 7, Escribano José de Vear, fs 109/58. ABHS.
11 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Estatutos de 1774. ABHS.
12 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Registro de asiento de cofrades. 1774-1810. ABHS.
13 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Registro de asiento de cofrades. 1774-1810.
14 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Registro de asiento de cofrades. 1774-1810.
15 Visita a los libros de cofradía de la ciudad de Salta realizada por Ángel Mariano Moscoso, Obispo de Córdoba del Tucumán. 1791. Carpeta Visitas Pastorales. AAS. Venta de esclavo. 1792. Fondos de Protocolos Notariales, Carpeta 17 A, Escribano Marcelino de Silva. ABHS.
16 Visita a los libros de cofradía de la ciudad de Salta realizada por Ángel Mariano Moscoso, Obispo de Córdoba del Tucumán. 1791. Carpeta Visitas Pastorales.
17 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Registro de cargo y data. 1793. ABHS.
18 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Registro de cargo y data. 1774-1810.
19 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Detalle de Gracias e Indulgencias. 1774. ABHS, Salta.
20 Libro de la Cofradía Esclavitud del Santísimo Sacramento de la ciudad de Salta, Estatutos de 1774.
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Fecha de recepción de originales: 21/08/2017.
Fecha de aceptación para publicación: 13/12/2017.