DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v21i1.1616
EDITORIAL
In memoriam de Juan Carlos Garavaglia
Daniel Villar1
Te oigo, te recuerdo en esta tierra tuya,
luchando con tu voz…
Oigo tus pasos hechos a cruzar la noche,
que vuelven a sonar…Miguel Hernández
Hace muchos años, a la Universidad Nacional del Sur en Bahía Blanca
llegó Juan Carlos Garavaglia para asumir la dirección del Instituto de
Humanidades, que pasó a llamarse Instituto de Estudios para el Tercer Mundo
Eva Perón.
La radical mudanza de objetivos cifrada en esas menciones malditas,
aunque frustrada poco después por la acelerada evolución de los sucesos, despertó en algunos, sin embargo, una inmediata simpatía por su principal gestor.
Era este un hombre joven, delgado, de grandes bigotes, mirada vivaz,
palabra ágil y propensa a la ironía. Una fotografía rescatada de aquella época
devuelve esa imagen sonriente: polvorientas botas de descarne, pantalones de
corderoy, gamutón encima del saco azul.
Trabamos con él un vínculo que se transformó en amistad. Lejos de
su familia, reclamado por una militancia que lo absorbió crecientemente en
pocos meses, encontró en nuestras casas un lugar donde olvidar por un rato
esas tensiones. El trato se hizo casi cotidiano. Se dejaba caer a última hora de
la tarde, tomábamos café y comíamos luego. Era un buen conversador, de manera
que había pocos silencios y muchas risas. Siempre se retiraba temprano, exigido por los madrugones.
Ya entonces se advertía que era buen historiador y que lo sería más
aún. Había comprendido que nuestro viejo oficio recobra con las palabras bien
dichas una parte de su atávica razón de ser y, en equilibrio sobre el delgado
cuerpo presente de la mariposa del tiempo, sabía cómo hablar del pasado, una
de las grandes alas desplegadas, y simultáneamente del futuro, la otra.
Después ocurrió lo que ocurrió y entre las cosas inestimables que perdimos
estuvo esa convivencia, pero no el afecto, la amistad. Durante años, que
nos parecieron interminables, cada quien vivió su exilio.
Un día –ya en 1985– reapareció fugazmente en nuestra casa una mañana.
Aunque estaban presentes, ninguno de mis tres hijos lo recuerda hoy, salvo
por nuestros relatos. Quizá hubiera podido ser uno de esos tíos que la vida
suele dispensar.
La universidad local se rehusó a reincorporarlo. Ni modo: todavía resonaban
los ecos de aquel estrépito y los miedos grandes son volvedores. Grande
también fue –y es– la vergüenza que sus amigos sentimos por esa despreciable
y amañada decisión.
Regresó a Bahía Blanca por última vez en septiembre de 2001 para dar
un curso de posgrado. Estuvo aquí cinco o seis días, volvió a caminar las calles,
visitó ciertos lugares y personas, nos pidió que lo lleváramos a ver el mar.
En uno de sus libros nos escribió una dedicatoria: En recuerdo de aquellos
días. Los derrotados de entonces prometimos no olvidar los años fragorosos
y sus lecciones. Entonces, lo que hacemos (lo que hago aquí) es cumplir esa
promesa. Aferrados a la clepsidra, gritamos no con raro empecinamiento y con
la certeza de que esta funesta penuria también terminará y sabremos andar por
caminos nuevos.
Gara: cuando parte un amigo, los que quedan, sin saber por qué, sienten
que restaron cosas por decir, aunque no sepan cuáles. Pero tal vez exista, después
de todo, el país de las grandes cacerías, la tierra sin mal, y allí volvamos
a encontrarnos.
Notas
1. Universidad Nacional del Sur. Argentina. Correo electrónico: dvillar@criba.edu.ar