DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v1i1.1303
ARTICULOS
Mistakes of politics and virtues of doctrine. Monsignor Gustavo Franceschi in face of soviet, fascism and national socialism “totalitarianisms”
Olga Echeverría1
Resumen: En el uso del concepto totalitarismo se compendian una buena parte de
los debates ideológicos y los posicionamientos políticos del siglo XX.
Ese uso, y muchas veces abuso, quedó, por lo tanto, enredado en un
empleo instrumental, en un juego comparativo mezquino entre sus diferentes
expresiones y en una lectura que olvidaba o resaltaba matices de
acuerdo con el lugar que ocupara y los intereses que defendiera quien lo
usaba. Como señala Enzo Traverso, pocos términos de la cultura política
moderna son tan ambiguos, maleables y polimorfos como el vocablo
totalitarismo.
Totalitarismo es una palabra que forma parte del léxico de todas las corrientes
políticas e ideológicas, pero en este artículo nos aproximaremos
al uso que le dio un sector de las derechas argentinas contemporáneas,
más específicamente la derecha católica de inclinación corporativista y,
dentro de ella, se atiende a la perspectiva que construyó (en artículos escritos
desde 1919, recopilados como libros en los primeros años cuarenta)
monseñor Gustavo Franceschi, reconocido intelectual del catolicismo
social argentino.
Palabras clave: Totalitarismo; Fascismo; Nazismo; Catolicismo.
Abstract: A great deal of ideological debates and political positions of XX century
were associated to the use of the concept of totalitarianism. This usage,
often abuse, developed an instrumental significance which was entangled
in a petty comparative game between its different interpretations,
along with a perception that diminished, or highlighted, nuances depending
upon the interests or social status of who was using it. As stated by
Enzo Traverso, only few terms ingrained in political culture are as ambiguous,
pliable and polymorphous as the word totalitarianism.
The word totalitarianism is part of the lexicon of all political trends and
ideologies, nevertheless, throughout this article we will approximate to
one particular usage; the one performed by a sector of argentine contemporary
right-wings. More specifically, catholic right-wing with corporate
tendency and, within it, the perspective created (in articles written from
1918, foregathered as books during the early 1940’s) by monsignor Gustavo
Franceschi, an acknowledged social catholic intellectual.
Key words: Totalitarianisms; Fascism; Nazism; Catholicism.
Gustavo Franceschi fue un reconocido y sutil intelectual católico. Nacido
en París en 1881 y fallecido en 1957 en Montevideo, se formó como sacerdote
en el Seminario Conciliar de Buenos Aires, donde se ordenó en 1904.
Cumplió funciones pastorales y fue profesor de Filosofía y Sociología en diversas
instituciones, incluido el Seminario porteño, y actuó como asesor espiritual
de la Acción Católica Argentina (ACA) y de los Círculos de Obreros Católicos.
Director de la revista Criterio desde 1932 hasta 1957, participó e impulsó debates culturales y políticos. Escribió libros y artículos en numerosos medios
de prensa sobre cuestiones tan heterogéneas como los impúdicos trajes de
baño femeninos o la política nacional e internacional (Rubinzal, 2011, p. 67).
Anticomunista, comenzó tempranamente a reflexionar sobre el Estado total soviético y se sumó luego a los regímenes centro-europeos, buscando
establecer la validez del concepto totalitarismo.
Franceschi, como monseñor Miguel de Andrea2 y, a pesar de su ferviente
anticomunismo, llamaba a aplicar soluciones sociales antes que represivas
para los problemas obreros. Adscripto al catolicismo social, asumió tanto la
reflexión doctrinal, como la fundación de asociaciones y la elaboración de
reformas y políticas sociales de iniciativa pública. Esa triple dimensión requería
de la difusión de una nueva moral que debía generar a su vez una nueva “conciencia social”; de allí el impulso a la fundación de círculos, patronatos,
asociaciones obreras y el reclamo de leyes laborales protectoras del trabajo
infantil y de la mujer (Montero, 2004, p. 395).
Como otros intelectuales católicos y de derecha, denunció el avance
del comunismo en los sindicatos, escuelas y universidades, buscando captar la
atención de los sectores sociales acomodados que se mantenían indiferentes.
Franceschi entendía que uno de los mayores riesgos era la proletarización de
las clases medias, para lo cual era esencial “reformar toda la economía en sus
fundamentos” (1933, pp. 221-224) y resguardar a los individuos pertenecientes
a las clases propietarias que mostraban porosidad hacia aquellos idearios y que Criterio denominaba “burgueses de izquierda”.3
Sin embargo, a diferencia de otros intelectuales de derecha, Franceschi
no consideraba que las únicas posiciones políticas e ideológicas posibles se
resumieran en el enfrentamiento entre marxismo/comunismo y fascismos/nacionalismos,
sino que el mayor esfuerzo de su obra estuvo dedicado a mostrar
el carácter abarcador y autónomo del catolicismo y su capacidad de dar respuesta
al desgobierno contemporáneo.
En buena medida como evolución de las ideas construidas entre la primera
y segunda posguerra, en 1955 impulsó la fundación del Partido Demócrata
Cristiano, que debía ser guiado por la doctrina –pero no manejado por la
jerarquía– y estar atento a lo económico-social (Franceschi, 1955, pp. 8-10).
Por todo ello, este artículo pretende situar a Franceschi en el contexto
de lo que Enzo Traverso (2009) llama la guerra civil europea, atendiendo también
a la dimensión política de Argentina, para examinar sus tentativas teóricas
sobre los totalitarismos, su lugar como intelectual y su concepción sobre lo
político. Para sectores de la propia Iglesia católica, Franceschi “escribía lo que
los obispos querían decir y los obispos decían lo que él pensaba” (Bosca, s.d). Desde una perspectiva diferente, Federico Finchelstein ha llegado a conclusiones
similares (2010, p. 240).
La incorporación al capitalismo internacional, la inmigración y la organización
estatal de Argentina generaron cambios de los que los católicos no
fueron ajenos. A medida que la ilusión liberal iba resquebrajándose, el catolicismo
comenzó a desarrollar una fuerte crítica al funcionamiento del sistema
político y social vigente.
En 1891, la encíclica Rerum Novarum, presentada como testimonio de
fe, había sido un llamado contra la desintegración social e implicaba una propuesta
política que instaba a abandonar las posiciones defensivas para asumir
una ofensiva que llevara a la consumación del “orden cristiano”, una estructuración
claramente política inclusiva de toda la vida humana (Poulat, 1986).
Promovía a la Iglesia como “sociedad perfecta” que encarnaba un modelo social
opuesto al liberalismo y a los izquierdismos.
Buscaba captar y formar una clase dirigente con identidad católica, capaz
de desarrollar un programa político consonante con los intereses de la
Iglesia y con capacidad de implementarlo. Las iniciativas mostraban la preocupación
de todos los sectores propietarios por frenar lo que consideraban un incipiente
estado de caos social. Así, La Liga Patriótica Argentina creada en 1919,
como otros agrupamientos políticos e ideológicos que surgieron, aglutinaba a
liberales, conservadores y clericales, poniendo de manifiesto que la coyuntura
política y social polarizaba a las fuerzas sociales en pugna y comprendía la
homogenización y alianza de los sectores patronales ante lo que percibían
como una amenaza (Avner, 2006, p. 58). Al mismo tiempo, La Liga evidenciaba,
según Perfecto, la coalición de la clase propietaria con los militares, ya que
el 17% de sus miembros eran oficiales de las Fuerzas Armadas (2015, p. 122).
Hacia 1920, un grupo de jóvenes laicos, con el acompañamiento del
Episcopado, pusieron en marcha los Cursos de Cultura Católica (CCC) (Echeverría,
2009; Zanca, 2012) para formar teológica, política, filosófica y culturalmente
a los jóvenes varones de la clase propietaria a fin de conformar la citada
elite católica con capacidad dirigente (Ribero de Olázabal, 1986, p. 39-61).
Como ha señalado Roberto Di Stefano (reconociendo los aportes de Miranda
Lida, Diego Mauro y Loris Zanatta),4 el período de hegemonía laica no
se extendió hasta 1930, sino que la acometida católica se puede identificar ya en las décadas precedentes, con nutridas manifestaciones callejeras, con una
notoria vinculación entre Fuerzas Armadas e Iglesia, evidenciada en las movilizaciones
católicas de las décadas de 1910 y 1920 (2011, p. 18).
De tal modo, entrando a la década de 1930, y con una experiencia de
años, la Iglesia católica asumió su impronta política e ideológica y comenzó a
pregonar una tradición en la cual el catolicismo se confundía con la nacionalidad
y con el hispanismo (Bianchi, 1997, p. 34; Bianchi, 2002). Fueron años de
ampliación de la base católica militante, de grandes manifestaciones públicas,
y la propia Iglesia proclamó que se estaba atravesando un verdadero “renacimiento
católico” (Lida, 2010).
La Iglesia católica participaba de un movimiento más general que involucraba
a las clases propietarias y sus intelectuales, e iba dando forma a unas
derechas antidemocráticas que pregonaban las ventajas de un sistema basado
en proyectos nacionalistas y/o corporativistas. Concibo al concepto “derechas” como aplicable a sujetos e idearios que se definían por su elitismo anclado
en la reivindicación de las jerarquías “naturales”, por su oposición a la democracia
y a las prácticas e ideas de izquierda, y por su constante llamado a la
implementación de una disciplina ordenadora de la sociedad. No se trata, en
todo caso, de darle un sentido absoluto al concepto, sino de considerarlo en
su relatividad histórica e interpretarlo como actitudes de fondo, como intenciones
(Bobbio, 1996); como una descripción no contingente, no ocasional,
no esencialista y viable de aplicar a la variedad de posiciones históricamente
desarrolladas. Las derechas fueron (y son) colectivos amplios, diversos y dinámicos
que están siempre construyendo y reconstruyendo su identidad y sus
alianzas (Echeverría, 2011; Bohoslavsky y Echeverría, 2013). Advierte Daniel
Lvovich que, en las derechas, como en todo grupo político, la identidad resultaba
inestable, flexible en posturas y prácticas, condicionada por un contexto
cambiante antes que por una rígida estructura ideológica. Por ello, es apropiado
pensar a esta tendencia como el extremo de una gradación, más que como
portadores de una especificidad que los haya separado radicalmente del resto
del arco político (2011, p. 26). Sus postulados, en la primera mitad del siglo XX,
implicaban una visión jerárquica, elitista y xenófoba que buscaba hacer frente
a las múltiples y profundas transformaciones que vivía Argentina y reconstruir
la situación previa.
Las propuestas políticas se llevarían adelante en nombre de la nación,
una instancia superior que organizaba postulados antidemocráticos, antiplebeyos
(Devoto, 2002), antifemeninos (McGee Deutsch, 2003), antisemitas (Lvovich,
2003) y conspirativos (Bohoslavsky, 2009), que estimulaban la elaboración
de pensamientos que propugnaban la instalación de gobiernos militaristas y antiigualitaristas. En ese laxo colectivo, los grupos católicos insistían en devolver
el poder terrenal a la Iglesia e impugnar el cambio social y cultural, sosteniendo
que la modernidad había destruido la armonía social vigente durante
siglos y amparaba un orden que desconocía las jerarquías naturales (Buchrucker,
1987). Así, perspectivas militaristas, conservadoras, modernizadoras, corporativistas,
hispanocatólicas y nacionalistas (Echeverría, 2009) se unificaron
para poner fin al mal gobierno y a la desorganización social.
En 1928, apoyada intelectual y financieramente por el Episcopado, apareció
la revista Criterio, con el objetivo de difundir el pensamiento católico y de
convocar a las clases propietarias tradicionales a recuperar el don de mando.
Criterio implicaba la elaboración de una propuesta de cambio y un instrumento
de reclutamiento (Echeverría, 2009) y adquirió importancia por sus contenidos
ideológicos, pero también porque expresaba la voluntad de agrupar a las fuerzas
sociales que compartían el interés por conservar y reproducir sus privilegios
(Rapalo, 1990). No se puede desconocer que fue un producto cultural importante
y que sostuvo la posibilidad de diálogos y debates de trascendencia que
atravesaron a sectores de la opinión pública (Lida, 2015, p. 119).
Los sectores católicos ofrecían una amplia diversidad. Pero mayoritariamente,
aun con diferencias, se incorporaron al proyecto de la nación católica
y establecieron una relación cercana a la vez que imprecisa con la naciente
derecha nacionalista, sosteniendo que el catolicismo implicaba un concepto
cultural permanente, general y eterno que involucraba al conjunto de la humanidad;
en tanto que las naciones, como concepto de una realidad existente,
eran: “en cambio instituciones de historia, es decir, entidades empíricas, pseudo
conceptos, creaciones convencionales” (D´Ors, 1930, p. 97). La patria era
en sí misma una vuelta a las raíces hispanas y, por lo tanto, católicas. Franceschi
advirtió que, si los nacionalistas argentinos no se sometían a la doctrina católica,
corrían el riesgo de volverse materialistas y estatistas excesivos que solo
podrían emular a los regímenes nazi-fascistas (Criterio, 1932, 20/10, p. 55).5 El
paulatino distanciamiento del discurso nacionalista y de sus referentes estaría
poniendo en evidencia la fuerza que iba alcanzando el catolicismo como actor
político autónomo en la década del treinta, su alineación al proyecto internacionalista
del Vaticano y la voluntad de hegemonizar el campo corporativista.
Durante la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen se organizó un grupo conspirador heterogéneo que disimuló sus diferencias y remarcó las
coincidencias. Criterio jugó un papel importante en la legitimación del movimiento,
pero sus objetivos iban más allá y buscaban la formación integral de la
elite dirigente que debía construir el destino de la nación, al tiempo que sentar
las posiciones estéticas convenientes (Lida, 2015, p. 121). También buscaba
alcanzar diferentes interlocutores. Por un lado, un lector católico expuesto a
las provocaciones de ideologías y prácticas sociales y culturales contestatarias;
y por otro, la elite, a la que pretendían convocar para infundirle su proyecto
político social (Echeverría, 2002). El llamado a la acción implicaba un cuestionamiento
a la actitud pasiva y resignada de las clases dirigentes, para que
asumieran el compromiso de reencauzar a la sociedad.
Franceschi acompañó y apoyó el golpe de Estado de 1930 y siempre
expresó su vocación por los gobiernos enérgicos, como las dictaduras de Primo
de Rivera y las experiencias chilena y portuguesa (1945, p. 11). Más tarde
apoyó al franquismo. Su crítica a la democracia hacía hincapié en la malsana
tendencia de sostener el dogma de la soberanía popular en detrimento de la
justicia y el orden. Su aval al golpe de Estado fue explícito, para lo cual se asentó en el principio tomista de sedición, siendo este el modo a través del cual se
colocaba en una posición que lo autorizaba a reconocer (o no) tal legitimidad
y convertir de esta manera al poder espiritual en un juez autorizado sobre los
asuntos temporales. Dicha doctrina le permitirá justificar la tutela de la Iglesia
en los asuntos políticos, por más que haya sido el propio tomismo el que reconoció la autonomía relativa del Estado y de la política con respecto al orden
sobrenatural, tal como ha sido señalado por buena parte de los estudiosos acerca
del pensamiento político de Santo Tomás de Aquino (Lida, 2002, p. 110).
Con el objetivo de recuperar la esencia cristiana que avalaba la construcción
del “Reinado de Cristo Rey”, celebraban la catolicidad de los gobernantes
instalados por el golpe militar en la cima del poder político,6 al tiempo
que cuestionaban a los políticos liberal-conservadores por no representar a
la opinión pública que interesaba y que solo pretendía reconstruir su espacio
tradicional de poder, mera expresión de “intereses mezquinos”.
La “verdad” se hallaba en el sistema católico, capaz de reorganizar las
relaciones entre los poderes de la Iglesia y el Estado, y de ocupar el espacio de
las definiciones éticas, a las que este debía someterse. Esta problemática, que
aparecía con tanta fuerza en las páginas de Criterio, también se reflejaba en la
actividad de los CCC, donde desarrollaron un ciclo de conferencias sobre los vínculos entre Estado e Iglesia (Criterio, 1931, 30/7, p. 145; 6/8, p. 180; 1/10,
p. 7; 24/12, p. 686).
El catolicismo social apoyaba una reforma controlada para que Argentina
no cayera en un proceso político similar al mexicano, entendido como
una fase de revoluciones y contrarrevoluciones constantes donde la Iglesia era
uno de los focos del conflicto (Criterio, 1930, 4/12, p. 717). La voluntad, por lo
tanto, era entronizar a la Iglesia como piedra angular de la política a partir de
su carácter de unificadora de la sociedad. El tomismo cobraba nueva fuerza y
ocupaba el centro de la ideología sustentadora del proyecto resignificado de la
nación católica (Criterio, 1931, 5/2, p. 169).
Todos esos discursos sirvieron de cimientos a la constitución de la ACA,
una organización religiosa y también social, destinada a aunar y disciplinar
todas las acciones católicas bajo la supervisión, guía y decisión de las autoridades
eclesiásticas. Más allá del disgusto que la masificación de la sociedad
les provocaba, no tenían otro camino que adaptarse a esa transformación en
lo indispensable y adecuar sus mecanismos de combate. No se podía luchar
contra enemigos nuevos y contra nuevas tácticas con las lógicas de antaño. La
ACA era un brazo de la jerarquía eclesiástica que pretendía subordinar y limitar
la autonomía del laicado y superar la fragmentación del campo católico. Por
definición, estaba por encima de todos los partidos políticos (Blanco, 2008).
En ese contexto, Criterio (1931, 28/5, p. 291) intervino a favor de la nueva estructuración
de los fieles a través de una serie de artículos que reclamaban la
participación de manera prescrita y coordinada.
El nacimiento de la ACA, en concordancia con los mandatos de la Santa
Sede (Mallimacci, 1991), buscaba captar a los sectores medios y hacerlos copartícipes
del espíritu católico; es decir, de la estructuración social y moral que
la Iglesia pretendía imponer y que era fundamento de su poder. Por otro lado,
buscaba encauzar la energía militante de esos sectores que estaban interesados
en las cuestiones políticas y sociales, y así, crear una dirigencia media, organizar
las dimensiones parroquiales y municipales del interior.
La ofensiva católica distaba de ser un simple intento de vuelta al pasado
y esto fue particularmente notorio en Franceschi y en la revista Criterio, “uno de
los lugares legítimos de debate en la agitada atmósfera ideológica de los años
treinta” (Caimari, 1995, p. 348). Su impronta intelectual, su flexible seguridad
ideológica, tanto como su anticomunismo y sus perspectivas de catolicismo
social impregnarían la publicación, que sería un ámbito privilegiado para la
batalla cultural y para que Franceschi desplegara sus dotes de polemista y sus
ansias de teórico (Echeverría, 2009).
Era necesario adaptarse a la nueva realidad, conservando lo que fuera útil, aceptando e incorporando las modificaciones operadas. Las masas estaban
irremediablemente presentes en la política, por lo tanto, era imprescindible
adoctrinarlas y ponerlas al servicio del proyecto internacionalista y totalizador
del catolicismo. De tal modo, el proyecto de construir una nación esencialmente
católica en la década de 1930 (Zanatta, 1996) era en buena medida la reformulación
y reajuste de un viejo plan del catolicismo, pero redimensionado.
Como toda la cultura política de los años treinta, que se encontraba atravesada
por visiones políticas “tradicionales” y “modernas”, los católicos expresaban
una compleja hibridación de conceptos y prácticas nuevas y viejas. La línea
de Criterio, bajo el liderazgo intelectual de Franceschi, fue la de la adaptación
a la nueva realidad, a las contingencias de las propias fuerzas y de los enemigos.7 Por ello, él entendía que debía catolizarse a las mayorías y recuperar a
las elites para lograr una penetración epidérmica del catolicismo en todas las
instancias de decisión y de poder. La Iglesia sería siempre la conciencia moral
de la nación, su mentora y su jueza. Lo determinante era establecer los vínculos
y dependencias necesarios con todos los posibles futuros gobernantes para
superar la inestabilidad de los tiempos políticos y de las formas de gobierno.
La perspectiva de Franceschi era resultado de una concepción que definía
como “la política de la presencia y de la vida”. Vivir políticamente significaba
atender al contexto, ser ágil en el pensar y poseer un efectivo realismo
intelectual (Criterio, 1932, 09/06, p. 245). En esa dirección se encaminaba
también la creciente aunque velada reprobación a los gobiernos de la “década
infame” y, sobre todo, a los políticos liberal-conservadores (que, a su
vez, contemplaban a Franceschi con gran desconfianza, sobre todo desde que
abriera temporariamente las puertas de Criterio a los hermanos Rodolfo y Julio
Irazusta y a Ernesto Palacio, despiadados detractores de la corporación política,
desde posiciones de derecha). Franceschi convenía que el descreimiento y el
recelo hacia los políticos era presagio de cambios sustanciales en la manera
de gobernar. De tal modo, se sumaba al coro de los que solicitaban una reestructuración
profunda del sistema político argentino (Criterio, 1933, 02/03, p.
102), al tiempo que advertía que esa falta de legitimidad podía llevar a una
desestructuración social si no se articulaba una respuesta coherente desde una
postura de orden. Así, apostaba a la necesidad de conservar el orden y encarar
los problemas de fondo, que solo podían ser resueltos mediante una “recristianización
de la sociedad” (Mallimaci y Di Stefano, 2001, p. 22), y reanudar la
unión que el Estado laico había roto entre Iglesia y Estado, ciudadano y feligrés (Di Stefano y Zanatta, 2009, pp. 430-431). De ahí la importancia de “la organización
del laicado como factor fundamental para llevar el catolicismo a todos
los ámbitos de la vida privada y pública” (Mallimaci y Di Stefano, 2001, p. 22).
El interés en estudiar las reflexiones de Franceschi sobre los totalitarismos
radica en que fue uno de los pocos intelectuales argentinos que intentaron
observar y teorizar contemporáneamente sobre el fenómeno, pero además
ofrece las fortalezas de un pensador y escritor con un agudo conocimiento histórico.
Asimismo, sus análisis ponen en evidencia sus postulados y aspiraciones
políticas con notable claridad.
Comparto con Tulio Halperín Donghi la opinión sobre el lugar significativo
que ocupó Franceschi en el debate de ideas y de ideologías, si bien no
participo de su duda sobre la calificación como simple vocero de la Iglesia católica
(Halperín Donghi, 2015, 67-68). En primer lugar, entiendo que los aportes
personales fueron elocuentes y que quizá, en vez de ser solo vistos como
una reproducción de la voz eclesiástica, también puedan ser pensados como
construcciones intelectuales e ideológicas con fuerte capacidad de influencia
dentro de la estructura de la institución. En segundo lugar, interpreto que, si
bien la adscripción de Franceschi al catolicismo –y, por ende, a una visión
acordada– es innegable, me pregunto si la adhesión a otros campos culturales,
políticos e ideológicos desde los que intervienen otros intelectuales no son tan
condicionantes y delimitantes aunque no se expresen (algunas veces) como
verdad revelada.
¿Cómo pensaba Franceschi la política? Indisolublemente asociada a
la abstracción intelectual, por ello, todos sus análisis hacían hincapié en las
doctrinas antes que en la política concreta (Sarlo, 2001, p. 43); y al mismo
tiempo, concebía que, en su contemporaneidad, como todas las manifestaciones
humanas, la política estaba envuelta (y era producto) de la angustia
contemporánea. Sentía una profunda aversión por los políticos (Lida, 2002) y
quizás, por eso, sus principales críticas a la democracia se centraron en señalar
la decadencia y perversión del parlamentarismo. Por otro lado, la entendió, por
y para las élites; “el pueblo” solo aparecía cómo coro dependiente y necesario
o como formador de imprecisas idiosincrasias que simplemente avalaban sistemas
políticos (Franceschi, 1940a, p. 15). No obstante esto, y quizás a fuerza
de realidad, advirtió los riesgos y potencialidades que se resumían en las clases
obreras y medias.
A fines de la década de 1910, Franceschi ya evaluaba al maximalismo soviético y sus influencias en el resto del mundo. Pero antes de analizar al
socialismo se refería a la democracia, a la que concebía –más que como un
sistema o como una doctrina– como un conjunto de instituciones sociales de
las que podía sacarse provecho si se mantenía controlada, si se adaptaba a los
intereses necesarios y se la liberaba de la dependencia de la voluntad popular.
Por otro lado, la admitía inevitable: el mundo de mañana será demócrata.8 Es
interesante señalar que la lectura de las formas políticas y sus valoraciones
siempre surgían de una perspectiva comparativa y en estrecha relación con su
posicionamiento y accionar político en la escena argentina. Así, y en debate
con quienes sostenían que el catolicísimo no era ni podía ser democrático,
Franceschi oponía, lejos de cualquier apología democratista, el reconocimiento
de que tras ese sistema había una ambición de justicia. No se trataba de sostener
que la igualdad total y absoluta era posible y deseable, pero tampoco se
podía negar que había desigualdades inútiles e irritantes que una democracia
orgánica podía evitar (1918, pp. 9, 13-17).
Su temprana reflexión sobre el totalitarismo comunista y las circunstancias
que lo habían hecho posible muestra el interés de Franceschi por el tema,
una preocupación que, a su decir, nadie tuvo en Argentina, y que nadie como él tradujo en doctrina9 (1940a, p. 6). Asentaba que los fenómenos comprendidos
en el vocablo “totalitarismo”, en todas sus versiones, tenían vínculos
probados con el liberalismo, con los pensamientos de Jean-Jacques Rousseau,
George Hegel y Karl Marx, y que, prácticamente, no había territorio en el
mundo que escapara a los fervores y a las angustias de Occidente. Asimismo,
afirmaba que las diferencias económicas, psicológicas y políticas, tanto como
los antecedentes históricos peculiares, se habían diluido en la adopción de
regímenes “idénticos”. De hecho, bajo la denominación de estatismo extremo,
unificaba las tres experiencias, señalando, como ya se dijo, la nefasta
influencia de Rousseau y de la filosofía de Hegel, aunque atribuía la mayor
perfección/peligrosidad al modelo soviético que, por el talento/perfidia de sus
dirigentes, había llegado a los extremos que Benito Mussolini no alcanzó ni a
advertir (1945, pp. 7-8). Entendía que ni Adolf Hitler ni Mussolini “eran dictadores
adocenados, no eran inteligencias vulgares, ni personalidades desteñidas… rayaban en el genio…Como realizadores han sido, aunque nefastos,
comparables a los más grandes. Los mató su exageración” (1945, p. 17). Y esa afectación egocéntrica procedía de su carácter de políticos y de sus carencias
filosóficas y doctrinarias. No obstante, no dejó de asentar sus críticas a esos
regímenes por: el carácter colectivista, el fuerte estatismo, el avance sobre los
dominios de la Iglesia y, en el caso alemán, por el racismo y el paganismo.
Si en un artículo de Acción de 1919 había considerado que el comunismo
no era más que la exasperación proletaria, con el correr de los años
fue complejizando su mirada y especificó que el comunismo, antes que una
práctica, era una doctrina, que sus líderes poseían una mirada filosófica que no
debía ignorarse, y que conllevaban mucho más que un discurso resentido sobre
el hambre (1946, pp. 11-12).
Según Franceschi, las responsabilidades en la perdurabilidad del comunismo
fueron múltiples y colectivas: los capitales que patrocinaron a Vladimir
Lenin y León Trotsky y sus aventuras industrialistas, los empréstitos bancarios,
las complicidades diplomáticas y, obviamente, el entusiasmo obrerista de las
izquierdas del mundo. De tal modo, entendía que el fenómeno del totalitarismo
soviético no era una expresión puramente rusa, sino del curso moral, económico
y político que había asumido el mundo occidental. Cuestionaba los análisis
que habían situado al comunismo en el plano exclusivo de lo político y lo
económico sin poder ver que era, ante todo, una cuestión de filosofía total del
mundo y el hombre. Quienes ignoraban ese carácter doctrinario y la explosión
más pura de principios esenciales que guiaban las acciones desconocían, por
pereza intelectual, los aportes filosóficos de Marx y la actualización leninista
de “marxismo más electricidad”. Por ello, en su habitual enlace de política y
pensamiento, sostenía que uno de los errores más graves de los anticomunistas
era desconocer esas obras doctrinales. Así, desafiaba a los analistas y políticos a
penetrar en la profundidad de los estudios del plusvalor, que constituía la base
del sistema, pero sin descuidar otros factores, como los psicológicos y la voluntad.
El comunismo soviético era el resultado directo del accionar de los materialismos
sobre las clases desheredadas, ya que el hombre falto de creencias y
dinero no se resignaba a pasar toda su vida en “una posición inferior” y anhelaba
destruir el sistema social que no lo conformaba (1946, pp. 10-11, 13-19).
De tal modo, el religioso definía al totalitarismo comunista concibiéndolo
como un antihumanismo, ya que desconocía la dignidad de la persona
humana; y rechazaba, de manera tan absoluta como los nazisfascismos, los
derechos ciudadanos (1946, p. 16). Ese antihumanismo se expresaba fundamentalmente
en el odio de clases, que se alimentaba en deseos frustrados y
construía argumentos en el desmedido egoísmo de los que poseían (Franceschi,
1937, citado en Rinesi, 2007, p. 76).
Si bien en varias oportunidades reconoció la capacidad y perspicacia de Lenin, tanto como su vileza, al mismo tiempo señalaba que los dirigentes izquierdistas
extendidos por el mundo, incluidos los argentinos, eran personajes
desprolijos, de melena y barba descuidada, ropajes y palabras encendidas que
solo podían ser héroes en tabernas y que perturbaban el normal desarrollo de
la producción y de la vida.10 En una conferencia en el Club del Progreso, el 1° de mayo de 1931,
Franceschi sostuvo que en el comunismo había una modernidad difícil de combatir,
un estar a la altura de las modificaciones sociales que traían los tiempos
nuevos y en dar una respuesta o al menos una esperanza a los que se sentían
excluidos por las lógicas del capitalismo. El comunismo era un hijo inesperado
y molesto, pero legítimo, del liberalismo, que tenía un atractivo difícil de contener,
ya que seducía a los obreros resentidos, a las almas débiles, a los snobs, a
las niñas emancipadas y a los amantes de lo novedoso (1946, p. 17, 24-34). Por
ello encontraba eco en los impacientes, “en el proletariado intelectual: maestros
desilusionados, médicos sin enfermos y abogados sin causas”, que consideraban“de buen tono, espiritualmente ‘chic’, el mostrar desprecio por las‘antiguallas’ patrióticas”. De tal modo, el internacionalismo revolucionario se
había difundido a manera de incontenible epidemia. Por lo tanto, el mal estaba
en los individuos y en el cuerpo social: “curemos por lo tanto las inteligencias
y el organismo social: opongamos la idea sana a la depravada, hagamos reinar
la justicia…no se cura una enfermedad profunda con atenuar a sus síntomas
externos” (1946, pp. 21-23).
No dudaba en aunar en un mismo concepto a las tres experiencias (lo
que implicaba, en el caso soviético, la unificación de la práctica leninista y
estalinista sin diferenciaciones), ya que entendía que los regímenes se fundaban,
en mayor o menor grado, sobre una misma filosofía del hombre y de la
sociedad, y pretendían absorber en la colectividad la totalidad de la persona
humana (1945, p. 7). La persona humana, la familia y hasta la profesión quedaban
sometidas a los Estados que se arrogaban atribuciones que lesionaban
el plan divino. Por eso, los totalitarismos eran sustancialmente contrarios al
tomismo, ya que para ellos no solo todos los hombres, sino la totalidad de cada
hombre eran abarcados por el Estado (1940a, pp. 13-14). Como reacción pendular
al extremo individualismo del modelo liberal, los totalitarismos fueron
una centralización de todo lo individual, de todo lo personal; fueron absolutos
que no se detuvieron a discutir la existencia de Dios, y crearon una moral que
no estaba subordinada sino al Estado.
Así, lo esencial de los totalitarismos no estuvo en las formas de gobierno,
sino en la relación entre la persona humana y el Estado, y entre Dios y el Estado
(1940a, pp. 14-15). Como había escrito en Criterio en noviembre de 1932,
esto no era una invención del comunismo, sino algo que derivaba de Rousseau y
su Contrato Social, y que se extendió a través de Hegel, para quien el Estado era
la sustancia general, y los individuos, no más que accidentes (1946, p. 44). En
el caso italiano, al imponerse a Dios y sus representantes, el fascismo no podía
disimular sus rasgos totalitarios, aunque Mussolini, con “una habilidad genial”,
había logrado infundir alegría en su pueblo, una ola de entusiasmo incomparable.
Contrariamente, el totalitarismo soviético era sombrío y la población “padecía
con fe en el porvenir”.
El fascismo, decía en Criterio en septiembre de 1932, con todas sus severidades,
constituía un régimen paradisíaco comparado con el soviet (1945, pp.
150-151). De tal modo, lo inadmisible y lo que no podía callarse, aun después
de Letrán y sobre todo cuando el Estado fascista se abatió contra la Acción Católica
Italiana en 1931, era que la Iglesia quedara sometida al control estatal.
El fascismo se decía y creía católico, pero en realidad –exponía Franceschi en
Criterio, en marzo de 1945–, consideraba al catolicismo por su utilidad y no por
su verdad. No obstante, reconocía la obra constructiva de Mussolini (pp. 372-
386);11 sin embargo, y por mucho que se añorara un gobierno fuerte que frenara
al comunismo, como les sucedía a muchos católicos y a él mismo, no podía
admitirse confundir entre un gobierno fuerte y uno que atropellaba los derechos
de la Iglesia y de las familias en la forma en que lo hacía el fascismo. Nada justificaba
la absorción de todas las facetas de la vida del individuo, aun las másíntimas y las más espirituales. Como él mismo sostenía, había concebido un
fascismo que no acapararía todas las iniciativas, sino que sería un estimulante de
todas ellas. “La Iglesia no había iniciado la lucha, por el contrario, había mirado
con benevolencia al régimen fascista mientras éste no ultrapasó límites infranqueables”,
sostuvo en El Pueblo, en dos artículos de mayo de 1931 (Franceschi,
1945, p. 78). Tardíamente, seguía reconociendo virtudes en Mussolini, quien
había salvado a Italia de la anarquía, de la amenaza comunista y la debilidad de
los gobiernos liberales (1940b, p. 88). Su obra material –decía en Criterio el 29
de marzo de 1945– tanto como su política social y su legislación laboral habían
sido grandes y benéficas. El problema era que había sido maleada por una doctrina
incorrecta (1945, p. 386).
Como puede verse, el tono con el que analizaba al fascismo mostraba más vacilaciones que cuando examinaba al comunismo. Por otro lado, apelaba
a referencias externas (discursos y documentos papales, filosóficos, religiosos)
para legitimar sus posiciones y, probablemente, para escudarse de críticas que
podían provenir tanto de izquierda como de derecha. Ser fascista en Argentina
nunca fue cómodo, y muy pocos lo admitieron pública y abiertamente. En ese
posible malestar puede leerse el amplio espacio que le dedicó en 1930 (y que
repetiría en la recopilación de 1945) a su discusión con el director del periódico
profascista Il Mattino d´Italia, Mario Appelius, quien había sostenido que Italia
era el país que más había aportado a la constitución del catolicismo y lo había
convertido en religión de muchedumbres. Franceschi cuestionaba, histórica y
religiosamente, el acaparamiento del catolicismo por una entidad nacional y
sostenía el internacionalismo de la Iglesia. Acusando a su contrincante de herético,
se detenía largamente en el análisis de términos y rastreaba los diversos
orígenes nacionales de los hombres de la Iglesia (1945, pp. 53-63). Un debate
esencialmente histórico y teológico que, sin embargo, enmarcado en un libro
dedicado a analizar los totalitarismos en 1945, cobró otro sentido y podría pensarse
como la intención de mostrar un precoz antifascismo que no resultaba tan
evidente cuando se escribieron los textos de la polémica.12
Al respecto, cabe recordar que el religioso estuvo en Italia y Alemania
en los inicios de los regímenes fascista y nacionalsocialista y no dejó de hacer
públicas sus esperanzas –por lo que veía como la traducción en hechos de los
que muchos habían sostenido con palabras– por los intentos de reorganización
social desde una orientación general salvadora y por combatir como nadie a la
mayor amenaza de los tiempos modernos: el comunismo (Criterio, 1935, 03/01,
p. 6).
Es interesante mencionar que, a su regreso de Alemania, en una entrevista
en la revista Carisma, sostuvo una crítica medida a los regímenes y expresó que
su mayor preocupación era que de los totalitarismos se saldría probablemente “por izquierda”, eso era lo grave y pocos lo percibían (1933, p. 12).
Por su parte, el nazismo, como fenómeno específico, despertó más crítica
en sus planteos por su estatismo desmedido, su anticristianismo y su paganismo.
No obstante, buena parte de sus análisis más extensos fueron de finales de la
década de 1930, cuando las relaciones con el catolicismo atravesaban su peor
momento, se había hecho pública la Encíclica papal Mit brennender Sorge en
1937 y Occidente había declarado monstruoso a Hitler (o, incluso, cuando este había caído),13 entonces no dudaba en considerar al nazismo como un sistema
de odio, que veía a la caridad como un hecho maldito y se manejaba de manera
atroz e irracional. Para ese entonces, no dudaba en señalar que era una representación
acabada del totalitarismo materialista y, por sobre todo, enconado
enemigo del catolicismo. La hostilidad oficial del régimen para con la Iglesia
católica era intolerable y debía darse batalla a la propaganda mentirosa que
llamaba a recordar los puntos en común con los hebreos y el comunismo, tal
como sucedió en Criterio del 20 de octubre de 1938. El odio, decía en diciembre
del mismo año, era un elemento sustancial y constitutivo del totalitarismo
nazi como lo era del marxismo y su lucha de clases (Franceschi, 1945).
Es relevante subrayar que la violencia en los totalitarismos, el holocausto
y las purgas no ocuparon un lugar central en sus análisis y argumentaciones
teóricas. Si bien en Criterio, en noviembre de 1938, reconocía la violencia y
subrayaba su ineficacia en relación con las aplicaciones doctrinarias con base
y proyección espiritual (1945, p. 315), no fue un elemento medular en su definición
de los totalitarismos. En Criterio, en febrero de 1937, expresó algunas
condenas a la persecución stalinista, pero sin dejar de recordar que las víctimas
también eran parte del mismo entramado inhumano que era el comunismo
(1946, pp. 160-164).
La represión antisemita del nazismo recibió críticas, “bastaba ser hombre
para oponerse a esa barbarie”, aunque al mismo tiempo se señalaba que
el hebreo era un problema, por lo cual había sido necesario, más de una vez,
solicitar la limitación de su entrada a Argentina, ya que eran, según él, fuente
de desorden y de ataque al catolicísimo. Aun así y en nombre de una no
venganza, en general, la reprobación tomaba rumbos indirectos, ya que la referenciaba
a través del ejemplo de la represión sobre judíos conversos desde
varias generaciones y que igualmente habían sufrido como judíos auténticos o
alertando al público católico para que no ignorase “que a la hora actual hay
encerrados en los campos de concentración muchos centenares de sacerdotes
y religiosos católicos” (Franceschi, 1945, p. 310).14
Es interesante remarcar que monseñor entendía que el totalitarismo no
era un régimen político específico, sino que lo que verdaderamente lo constituía
eran los principios de filosofía moral y de política social que lo alimentaban;
y en el mundo contemporáneo, ese alimento primordial era el liberalismo y sus principios falsos. En esa argumentación se preguntaba, retóricamente,
qué había sido sino un totalitarismo la democracia jacobina (1940a, pp. 25-27).
Los totalitarismos, enfatizaba, nacían de la necesidad de orden y de la falta de
una base cristiana (1940b, p. 87).
Como él mismo se encargó de establecer en los prólogos a los libros publicados
en los años cuarenta, sus valoraciones sobre los regímenes totalitarios
no variaron sustancialmente a lo largo del tiempo. Su apreciación profunda
sobre los totalitarismos fue sostenida, y los tenues matices (sobre todo en relación
con el fascismo) tenían que ver con las prácticas que iban implementando
los gobiernos antes que con un cambio de perspectiva de Franceschi. En ese
caso, con la ambivalencia señalada, lo que se advierte es el debilitamiento de
la esperanza inicial, como resultado de los intentos de sometimiento del catolicismo
a la estructura estatal.
En la política argentina, se revelaba propenso a un modelo de integración
popular, pero con un fuerte contenido autoritario y paternalista; y en ese
sentido, el fascismo representaba una conciencia de orden y disciplina y una
orientación salvadora que había sabido frenar la amenaza comunista. No obstante,
erraba en su doctrina y era allí donde se advertía la necesidad de “catolizar” a la sociedad. El fascismo debía ser superado desde una perspectiva doctrinaria,
católica y social, que recogiera los principios de orden y disciplina del
régimen para construir una democracia integral, funcional u orgánica, despolitizada
y ajena al concepto de soberanía popular (Criterio, 1935, 03/01, p. 6).
Franceschi proponía una democracia no liberal, sus críticas al liberalismo
se fueron exacerbando con el correr de los años, no solo por considerarlo
la simiente de los totalitarismos, sino por sus propias prácticas e ideas. El liberalismo
en sí mismo era el peligro por: su alejamiento sustancial de Dios, su
connatural desacato a la moral, su divinización del individuo, su sometimiento
de los trabajadores, su inorganicismo, su pasividad y su falta de realismo
(1940b, p. 89). Es de interés señalar que, en ese intento de promover una democracia
orgánica, corporativa y de base católica, se mostró muy contrariado
por la constitución de los frentes populares antifascistas, “nacidos al amparo
de Moscú”, como una vía disimulada de impregnar comunismo y anticristianismo
a la democracia liberal. Los frentes populares eran una necedad de individuos
envenenados de falsa libertad, de mentiroso igualitarismo y fraternidad,
fomentaban el electoralismo y el antimilitarismo y seducían a burgueses
que querían mostrarse avanzados. Pero además, agregaba que los sucesos de
Francia y España habían demostrado que el “frentepopularismo” constituía una
traición consciente o inconsciente a la patria en cuanto significaba asociarse
a los sin-patria; atacar a la familia en tanto propiciaba la unión libre; alentaba la tramoya politiquera, la corrupción y “ni siquiera posee la elegancia viril del
totalitarismo” (1940b, pp. 89-90).
A diferencia de lo que sucede con el emblemático análisis de Hannah
Arendt, cuya perspectiva sobre el totalitarismo ha servido, de alguna manera,
para resaltar las virtudes del liberalismo y de la democracia e incluso, legitimar
ese sistema y forma política (Žižek, 2002, p. 14), en la visión de Franceschi,
los totalitarismos fueron resultado directo e indiscutible del liberalismo y de los
intereses egoístas y desmedidos de los capitalistas que se fueron pervirtiendo
en sus vínculos sociales por el exceso de ganancias (1945, p. 18).
El capitalismo, en su extralimitación constitutiva, se había convertido en
un sistema esencialmente injusto, donde la propiedad era antisocial y se ejercía
en perjuicio de las colectividades humanas. De tal modo, la sociedad contemporánea
y sus peligros eran producto de un liberalismo que no reconocía
un concepto de libertad fundado en la justicia, sino uno donde la libertad era
protectora de la fuerza. Por ello, en la conferencia del 1° de mayo de 1938 en el
Club del Progreso, señaló que no se trataba de reformar aspectos secundarios,
sino que lo urgente era transformar la estructura fundamental (1945, p. 32). El
liberalismo, en su desarrollo –diría unos años más tarde–, había conducido a la
humanidad a revoluciones, despojos económicos, imperialismos, monopolios,
calamidades y guerras (1940b, p. 34).
El liberalismo había sido perjudicial y había engendrado, como lógica
consecuencia, los totalitarismos, que no eran más que reacciones contra los
excesos del individualismo liberal del siglo XIX y también demostración de la
falta de inteligencia y eficacia de los políticos contemporáneos (1945, p. 72).15 Al mismo tiempo, la proclamada autonomía del liberalismo se ejercía, según
Franceschi, inicial y principalmente frente a Dios, mas luego es autonomía del
individuo ante la sociedad, y de allí el recelo para con los hombres organizados,
el ataque a la familia, el aval a formas individualistas de vida y el combate a
instituciones organizadas y con larga historia, como la Iglesia (1940b, pp. 30-33).
Ni totalitarismos ni liberalismo, Franceschi apostaba por una tercera vía:
la católica. Y era allí donde se distanciaba de otros intelectuales con los que
compartía espacios, prácticas y premisas, como por ejemplo Carlos Ibarguren,
quien sostenía que para alcanzar el ansiado anhelo de salir de los escombros del liberalismo democrático y enfrentar la amenaza judeo-comunista, la Italia
fascista ofrecía el único modelo posible (1934, p. 59). La alternativa católica,
doctrinaria, “verdadera”, la que había defendido la dignidad de los hogares sin
aniquilar la propiedad privada, la que había luchado para que se establecieran
salarios dignos, la que había defendido el derecho de agremiación, la que
siempre luchó por la dignidad de las personas (Franceschi, 1937, en Rinesi,
2007, p. 128) no era una originalidad franceschiana, ni una novedad en su
pensamiento. La doctrina católica se asociaba, intrínsecamente, con el corporativismo,
al que no identificaba con el fascismo, y era presentada como el instrumento
más efectivo y conveniente que se podía ofrecer (Franceschi, 1945,
p. 74). El nuevo Estado, que debía ser material y espiritualmente diferente a lo
existente, descansaría en un conjunto de instituciones sociales que sentaran
las bases de una hegemonía católica en la sociedad; por lo tanto, se trataba de“un corporativismo más social que político”, (Ghio, 2007, p. 88). “El régimen
corporativo es independiente del sistema político”, señalaba (1940a, p. 61), y
debía construirse desde abajo, asumiendo la presencia de las masas populares
en el escenario político, ya que –como se ha mencionado anteriormente– Franceschi
estaba convencido de la necesidad de adecuarse y de valerse de ellas
para alcanzar los objetivos propuestos (Obregón, 2011, p. 5).
En busca de la implantación del orden católico, el régimen corporativo
podía ser visto como un medio lógico de organización social, basado en parámetros
de justicia y caridad, que evitaba los abusos que nacían de la libre
competencia y de la supuesta libertad liberal, al tiempo que estimulaba la clasificación
en cuerpos que el Estado debía reconocer porque contribuían al bien
común (1940b, pp. 56-58). Al exponer la doctrina católica, Franceschi reconocía
abiertamente, en 1946, que el catolicismo era totalitario, “el único totalitarismo
verdadero”, porque abarcaba con plenitud de derecho y eficacia todos
los aspectos de la vida humana (p. 90); sabía cómo hacer conciliar autoridad
y libertad, jerarquía y respeto por toda persona humana; “tradición y progreso,
organización social y valoración de las capacidades individuales, patriotismo y
humanitarismo, justicia y caridad…principios verdaderamente firmes” (1940a,
pp. 102-103). Con esa certeza, reafirmaba que todo el problema de la restauración
social necesaria consistía en hacer admitir y practicar esa verdad. Ese era
el significado profundo del programa Cristo Rey (1940a, p. 91).
Franceschi analizó los totalitarismos prestando una atención primordial
a la cuestión doctrinal. En su perspectiva, todas las expresiones eran asimilables y sus esencias eran las mismas, aunque el totalitarismo soviético mostraba una
concreta peligrosidad, por la perspicacia de sus líderes y por la presencia de
una doctrina sólida.
Su notorio anticomunismo se reflejó en un análisis escasamente matizado
del caso soviético; en tanto que su mirada sobre los totalitarismos centroeuropeos
reflejaron mayores dudas, ambigüedades, tensiones, silencios y una
historicidad en la valoración que no puede separarse de la consideración internacional
que iban despertando los regímenes nazi-fascistas, los enfrentamientos
y pactos con la Iglesia católica y los avances del catolicismo como fuerza
política de Argentina.
Su vocación teórica se vio desmerecida por el uso instrumental y utilitario
que hizo del concepto totalitarismo. Siempre unificó pensar y política, los
objetivos políticos nunca le fueron ajenos, pero en el tema que aquí se analiza
fue particularmente notorio, ya que el propósito fundamental y explícito era
mostrar las debilidades y peligros de los regímenes totales (especialmente el
comunista) en relación con la doctrina católica, única con legitimidad sobre lo
absoluto, que entrañaba el justo equilibrio, sin desmesuras igualitaristas, pero
con disposición humanitaria de respetar a todas las personas.
Notas
1 Instituto de Geografía, Historia y Ciencias Sociales-Instituto de Estudios Históricos Sociales-Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: olgaecheverria23@gmail.com
2 Sobre monseñor de Andrea, véase Miranda Lida (2013).
3 Esta preocupación es la que Ezequiel Adamovsky (2002, p. 307) enmarca en la inquietud de Franceschi sobre las clases medias, que en otras oportunidades también alientan su optimismo, ya que entiende que son un freno al comunismo, como él mismo comprobó en la Italia fascista de los años veinte.
4 También lo ha señalado Susana Bianchi (2002).
5 Sobre el tema, véase María Alejandra Bertolotto (2015).
6 Al respecto, y con un alto valor simbólico, puede recordarse que, a poco de asumir, José F. Uriburu y su familia participaron de la procesión del 8 de diciembre de 1930. Un gesto que expresaba públicamente la comunión entre Estado e Iglesia (Criterio, 1931, 26/3, p. 395).
7 En ese sentido, Franceschi –aun en su explícito corporativismo– representaba una línea intermedia entre los católicos antifascistas (Zanca, 2013) y los sectores más radicalizados que se identificaban con Julio Meinvielle (Zanatta, 1996, p. 53; Ghio, 2007, p. 75).
8 Martín Castro (2016) le atribuye a Franceschi un presupuesto “tocquevilliano” de reconocimiento hacia el ascenso irresistible de la experiencia democrática.
9 Preocupación que se agigantó a partir de la experiencia republicana española y que también fue impulsada por la Encíclica Divini Redenptoris, hecha pública a principios de 1937, que versaba sobre el comunismo y sus causas y lo sancionaba como intrínsecamente perverso.
10 Esa contradicción de señalar la peligrosidad del comunismo y al mismo tiempo la ineptitud de sus dirigentes atravesó a toda la derecha argentina del período. Esto podría evidenciar que los discursos anticomunistas buscaban agigantar enemigos para legitimar sus proyectos.
11 La obra material realizada por Mussolini –decía en Criterio de marzo de 1945– tanto como su asistencia social y su legislación laboral eran muy grandes y benéficas. El problema era que habían sido maleadas por una doctrina incorrecta (Franceschi, 1945, p. 386).
12 Federico Finchelstein (2010, 2016) no ha dudado en señalar las conexiones entre Franceschi y el fascismo y atribuirle la función de ser difusor de esas ideas.
13 En tres números sucesivos de Criterio, de agosto de 1945, ensaya una biografía de Hitler atendiendo a su lóbrego pasado, su impiedad y desmesura, su carisma y oratoria elocuentes y, una vez más, insiste que la responsabilidad de su poder recaía en las incapacidades del liberalismo (Franceschi, 1945, pp. 396-458).
14 Esta cuestión ha sido analizada por Daniel Lvovich y Federico Finchelstein (2014-2015).
15 Esa crítica era funcional a las batallas políticas que se daban en Argentina, donde la derecha asumía la crítica a los políticos tradicionales del liberal-conservadurismo.
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Fecha de recepción de originales: 14/06/2016.
Fecha de aceptación para publicación: 27/07/2016.