DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs1255
RESEÑAS
Julio Djenderedjian1
El sector de intermediación ha sido tradicionalmente uno de los más maltratados
por la historiografía, y no solo por ella: las críticas a su papel,
salidas de casi todos los demás, se agitan y vociferan desde el fondo mismo de
la historia. No es necesario recordar las diatribas medievales amenazando con
horrendas visiones de infierno a los culpables más obvios del pecado de avaricia;
basta recorrer los diarios de hoy para rescatar múltiples quejas que cargan
las tintas contra aquellos que, por el solo hecho de intermediar entre productor
y consumidor, se supone que no agregan nada a la cadena de valor, llevándose
sin embargo del precio final la parte del león.
Es por eso muy grato contar con un conjunto de estudios que analizan
con seriedad esa denostada pero imprescindible porción de la economía. Entre
otras cosas, la falta de información conspira aún entre nosotros para mantener
la vigencia de enfoques que hace rato han perimido en las demás latitudes. Herencia
de una particular visión non delectabile que presuponía, en eco lejano
de aquella tradición medieval, que la intermediación jugaba un rol particularmente
perverso al desconectar a los productores de sus consumidores y construir
sobre esa distancia sus lucros. Así, la suma de prejuicios denostadores del
sector de la comercialización resultaba una clave fundamental para explicar
la hegemonía del capital mercantil al menos hasta el siglo XIX. Labrada en los
supuestamente enormes márgenes que esos intermediarios cosechaban, montados
en su dominio de la información y de las redes de contacto entre sectores
y regiones, la intermediación era así apenas un sórdido juego de salón que
buscaba ampliar esos márgenes siempre al filo de su máximo posible. Aún falta
para que la investigación empírica ponga en su lugar las cosas, midiendo con
certidumbre esos márgenes en los distintos segmentos de la cadena, y en los
diferentes rubros y momentos; no obstante, la tarea sin dudas ha comenzado y augura muy relevantes resultados. Centrado en varios rubros principales del
sector alimenticio, este libro incluye estudios firmados por investigadores en
su mayoría jóvenes (lo cual es otro punto a su favor) que desmontan con precisión
las cadenas de comercialización de la harina y los cereales, del azúcar,
de la leche, de la carne, del vino y de las frutas; se incluye además un análisis
meduloso sobre la intermediación de bienes de consumo en un mercado regional,
el del territorio de La Pampa, y otro acerca de la circulación de saberes
agronómicos en ese mismo espacio.2 El largo recorrido temporal permite asistir
a la conformación de circuitos de intermediación modernos que se transforman
de continuo para penetrar cada vez más eficazmente los mercados consumidores,
creando incluso demanda en función de su selectividad. También se
muestran crudamente los cambios de los actores en la gestión de los mercados
concentradores y los flujos de comercialización que involucraban, según laépoca, a muy diversos protagonistas. La complejidad de la intervención estatal
es analizada no solo en la progresiva construcción de un sistema de regulación
sanitaria y operativa, o en la omnipresente preocupación ante subas desmedidas
de precios, sino aun en sus vínculos con los sectores subsidiados, o en el
valor estratégico de su dominio de tramos enteros de las cadenas integradas. La
visión, así, es integral y a la vez compleja.
Otra gran ventaja es la dimensión temporal que abarca el libro. Se aventura
de ese modo en el largo trayecto que, desde mediados del siglo XIX, recorre
durante una centuria el accidentado camino hacia la formación de un
mercado nacional; y los avatares de éste en una época en que nace y se amplía
hasta su cenit el papel del Estado como regulador de la economía. Abarca, por
tanto, el momento justo en que aquellos antiguos y supuestamente vastos márgenes
de intermediación enfrentaron la masiva convergencia de los distintos
mercados locales, significando también el fin de la hegemonía mercantil.
Pero, contra lo que hubiera podido pensarse, no ocurrió una masiva
quiebra de esos sectores de intermediación, sino por el contrario una ampliación
y sofisticación de su rol: incluso, y eso es algo muy importante, aun cuando
el Estado, en su momento de máxima expresión intervencionista, consideró no solo una imposición estratégica sino también un deber moral regular en
forma estrecha al sector agroalimentario, y reducir en él el peso de aquellos actores
privados en cuyas manos se acumulaban al parecer vastas e injustificables
plusvalías. Cabe preguntarse entonces por qué ni siquiera un gobierno como
el peronista, estrechado entre la insaciable demanda interna de alimentos y la imperiosa necesidad de generar divisas, logró evitar servirse de esos intermediados
sobre los que, al mismo tiempo, volcaba continuamente las más
variadas injurias; o por qué esas injurias, que a menudo tenían base en fuertes
sospechas de cartelización de operadores, o, en su versión más descarnada,
en mafias maniobrando desembozadamente por el control de vastos mercados
de bienes básicos, nunca lograron sustentar una acción coordinada del resto
de los actores de la cadena de valor para liberarse de quienes se suponía la
estaban parasitando. La respuesta ofrecida por el libro, para la cual de todos
modos todavía debe profundizarse la investigación empírica, apunta a que los
beneficios de la estructura de intermediación, aun con todos sus menoscabos y
artimañas, eran tan concretos que la volvían fatalmente irreemplazable.
Se puede argumentar que, al no haber tenido tampoco nunca lugar un
reemplazo integral de ella, esa certeza podría matizarse, ya que no conocemos
cómo hubiera funcionado una alternativa real; aunque la multitud de ejemplos
detalladamente analizados y la larga permanencia de esa estructura de intermediación
a lo largo de casi un siglo, sobreviviendo a gobiernos y coyunturas
del más variado tenor, le auguran suficiente respaldo a la hipótesis de su
esencialidad estructural. Más aún: las alternativas existieron, y no solo bajo el
impulso todopoderoso del Estado. Desde el momento mismo en que se forma
ese mercado nacional a finales del siglo XIX, surgen cooperativas que buscan
captar, en función de productores y de consumidores, la renta supuestamente
sustanciosa de los intermediarios.
¿Por qué entonces todos siguieron sin embargo criticando los altos costos
de la cadena de intermediación, sin asumir nunca del todo que eran realmente
imprescindibles? Es probable que esos costos no fueran lo suficientemente elásticos
ante la extrema variabilidad de las coyunturas, que caracterizan también
al período; es así lógico que periódicamente los sintieran demasiado pesados
quienes en otros momentos no se preocupaban mayormente por ellos. Es posible
también que la dispersión espacial y de escala de los productores no
dejara otra opción que operar a través de una cadena intermediaria demasiado
costosa; que la continua expansión de la frontera productiva, o los frecuentes
cambios de rubro en función de la demanda externa o interna, agregaran a
esos costos otros más. Puede ser además que la estructura y la logística de los
transportes, o la limitada dimensión de los mercados de consumo, impusieran
rigideces aún más estructurales. De todos modos sigue pendiente la gran
pregunta: ¿por qué, luego del rápido crecimiento del último cuarto del siglo
XIX, en el cual se construye una moderna estructura de comercialización a
impulso de la gran expansión agraria y la convergencia de precios y mercados,
el sector intermediario continuó ampliándose y transformándose? ¿Por qué esa ampliación no siguió solo la lógica de un mercado de consumo cada vez más
sofisticado y complejo, sino que creció en dimensión y en número de actores,
en vez de concentrarse, como fue el camino ensayado en otras economías similares?
La respuesta, adelantada por Fernando Rocchi en su agudo prólogo al
libro, radica al parecer en la escasez de capital: al no contar la economía con
un sistema formal de crédito lo suficientemente capilar, sólido y accesible, el
financiamiento siguió reposando en las expertas manos de los intermediarios,
poco más o menos como en el tiempo de los virreyes. Ello parece haber sido así incluso cuando, en los dorados años que corren entre 1901 y 1912, las tasas de
interés reales se alinearon, por fin, con las del mercado internacional.
Entonces, el sector productor ligado al consumo interno sufrió más agudamente
que otros esa falta de capital. La respuesta a por qué ello fue así no es
fácil de articular. Tal vez resida, en primer lugar, en el fenómeno de crowding
out sufrido por ese sector, no solo por parte de un Estado que, en sus diversos
niveles, pocas veces pudo presentar cuentas superavitarias; sino también, y
quizá sobre todo, desde la fracción más rentable del sector privado, conformada
por los actores ligados al mercado exportador y a los rubros transables
internacionalmente. La mayor tasa de retorno que éstos podían ofrecer, pagada
además en moneda dura, competía probablemente en forma ventajosa con la
correspondiente al sector ligado al consumo interno; ello en buena medida por
la magra dimensión del mercado y la dispersión poblacional, aunque también
por la escala apenas local o regional de la mayor parte de sus operadores,
que impidió construir estructuras de costos lo suficientemente eficaces para
ofrecer un esquema de intermediación en definitiva menos oneroso. Es factible
incluso que ambos factores hayan terminado retroalimentándose: ese mercado
pequeño, reducido en realidad a un solo gran centro de consumo –la ciudad
de Buenos Aires– y a unas pocas plazas regionales, pudo haber tenido culpa
importante en las dificultades para construir escala por parte de los operadores
de la intermediación. Sabemos aún muy poco sobre otros sectores relevantes
de la economía como para poder comparar sus respectivas tasas de retorno.
En todo caso, es claro que la escala, clásico factor de competitividad internacional
de la producción agraria argentina, no pudo replicarse hacia el interior
del mercado de consumo: sin duda los proveedores del mismo contaban con
pocos nichos exclusivos frente a la competencia importada, pero, sobre todo,
debían hacer frente a altos costos de producción, en especial en rubros en los
que la inversión en mano de obra (recurso típicamente caro en el país de esos
años) constituía parte consistente del precio final.
Seguimos, como se ve, con muchas dudas por resolver. No obstante, lo
más destacado entre los sustanciales aportes de este libro es haber planteado, con crudeza y con gran acopio de material documental, una visión de conjunto
y a la vez un análisis pormenorizado del sector intermediario en los rubros de
consumo popular en el largo plazo. No es apenas un primer paso, es más bien,
el fundamento sólido de un verdadero cambio de paradigma. Esperemos entonces
que pronto haya quienes continúen avanzando más lejos en ese mismo
camino.
Notas
1 Instituto Ravignani, Universidad de Buenos Aires/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: juliodjend@yahoo.com.ar.
2 Los autores son, en orden de aparición, además de la editora (y autora del artículo sobre la carne): Andrea Lluch, Juan Luis Martiren, Daniel Moyano, Fernando Gómez e Ignacio Zubizarreta, Evangelina Tumini, Patricia Olguín, Glenda Miralles, Leonardo Ledesma y Federico Martocci.