DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v1i1.1226
ARTICULOS
The intimate enemy: the liberal-conservative uses of totalitarianism in Argentina between two peronisms (1955-1973)
Sergio Morresi1 y Martín Vicente2
Resumen: Este artículo considera las transformaciones de los usos del concepto totalitarismo en el espacio liberal-conservador argentino y sus implicancias. En primer lugar, se exponen partes del debate liberal de posguerra a nivel internacional para enfatizar una interpretación ampliada de los fenómenos totalitarios que incluía, además de los regímenes nazi-fascistas y comunistas, ciertos rasgos de las propias democracias. Luego, se muestra cómo esta concepción ampliada fue adoptada en Argentina a través de dos operaciones conceptuales: los liberal-conservadores resaltaron los atributos totalitarios de la democracia argentina (tal como era practicada en los partidos políticos mayoritarios) y ofrecieron una concepción binaria de lo democrático (según la cual existiría una democracia republicana y liberal, respetuosa de de los derechos civiles, y otra democracia desbordada, populista y potencialmente totalitaria). En este sentido, para los liberal-conservadores, el retorno del peronismo por la vía electoral constituyó un fantasma que amenazaba la democracia verdadera, la cual debía ser defendida de ese enemigo íntimo.
Palabras clave: Totalitarismo; Liberal-conservadurismo; Democracia; Antiperonismo.
Abstract: This article considers the transformations of the concept “totalitarianism” in Argentina liberal-conservative thought, and its main implications. Firstly, some parts of the international post-war liberal debate are summarized in order to emphasize a broadened interpretation of totalitarian phenomena that not only includes Nazi-fascist and Communist regimes, but also points to the totalitarian traits of Democracy itself. Secondly, it is shown that Argentina’s liberal-conservative intellectuals incorporated this notion of totalitarianism through two moves: they highlighted the totalitarian attributes of Argentine Democracy as it was practiced by majoritarian political parties, and they presented a binary conception of Democracy, according to which there would be a true and desirable Democracy (liberal, moderate and respectful of civil rights) and a false and execrable Democracy (populist, excessive, and potentially totalitarian). For liberal-conservative intellectuals of Argentina, the return of Peronism by elections was like a phantom that threatened the true democracy, a democracy which should be defended of this intimate totalitarian enemy.
Key words: Totalitarianism; Liberal-conservatism; Democracy; Anti-Peronism.
La victoria de Juan Domingo Perón en las elecciones de febrero de 1946
produjo estupor en las corrientes que habían apostado por derrotar en las
urnas la continuidad del régimen instalado en el poder desde 1943. Aunque
algunos buscaron explicar el hecho como el producto de circunstancias puntuales,
la mayoría de los intelectuales y cuadros políticos del liberalismo contempló la victoria peronista como una muestra cabal de que la cultura política
argentina no se había desarrollado suficientemente y, para peor, había sido
pervertida por el andamiaje autoritario. La interpretación del peronismo como
continuidad de la dictadura sirvió para que sobreviviera en el imaginario de la
oposición el contrapunto entre liberalismo y fascismo desarrollado en el decenio
anterior. Pero, además, y en la medida en que el peronismo solidificó su
hegemonía electoral, entre los liberales se arraigó un desencanto por las formas
democráticas que (a su entender) se habían revelado insuficientes para frenar el avance de la tiranía (García Sebastiani, 2006; Fiorucci, 2011; Nállim, 2014).
La cuestión que quisiéramos explorar aquí es que el desencanto con la
democracia no desapareció con el derrocamiento de Perón, sino que se transformó y resignificó gracias a dos operaciones conceptuales. Por un lado, como
fruto de las discusiones internacionales en el marco de la Guerra Fría, el término
totalitarismo amplió su alcance para incluir prácticas e ideas no ligadas al
fascismo o al comunismo. Por el otro, y en parte por el ascenso de una camada
de jóvenes intelectuales que buscó reinterpretar los problemas de la democracia
local a la luz del decenio justicialista, este concepto sufrió una bifurcación,
al permitir la identificación de una democracia deseable (liberal, republicana,
limitada) y otra execrable (populista, desmesurada y potencialmente totalitaria).
Estas operaciones conceptuales llevaron a algunos intelectuales argentinos
a entender al fenómeno totalitario como un peligro que no solo acechaba a
los regímenes democráticos, sino que anidaba en ellos. Dicho de otro modo,
el totalitarismo se convirtió en un enemigo interno de las sociedades liberales,
que debían defenderse aun cuando este, al menos en apariencia, respetase los
derechos civiles, usase formas democráticas y prometiera futuros de justicia.
La percepción del totalitarismo como amenaza interior propició que los
intelectuales liberal-conservadores, que cobraron protagonismo en la década
de 1950, articulasen sus preocupaciones con las posturas antifascistas de los
años treinta y cuarenta con las del anticomunismo que se harían más potentes
en las décadas del sesenta y setenta.3 Así, ciertas lecturas del debate internacional
por parte de estos jóvenes referentes argentinos allanaron el diálogo intergeneracional,
facilitaron acercamientos a otros grupos de derecha por fuera del
campo liberal y profundizaron el alejamiento de antiguos aliados del espacio
antifascista.
En las páginas que siguen proponemos, primero, mostrar el ensanchamiento
del concepto totalitarismo en los debates internacionales a través del
análisis de piezas publicadas en las décadas de 1940 y 1950, algunas de las
cuales influyeron en las posiciones liberal-conservadoras argentinas. Luego,
indagaremos sobre el modo en que ciertas concepciones vernáculas reformularon
la democracia tras el derrocamiento del peronismo, abordaremos las formas
en que procuraron dotar de sentido a los gobiernos dictatoriales y explicaremos
la importancia que revestía para los liberales conservadores conjurar el
regreso del peronismo, al que entendieron como amenaza totalitaria.
El término “totalitario” fue acuñado por el político italiano Giovanni
Amendola, quien empezó a usarlo a comienzos de la década de 1920 para
criticar las políticas de Benito Mussolini. El concepto se expandió entre los círculos
liberales europeos y, para la década siguiente, se empleaba no solo como
sinónimo de fascismo, sino también como un término genérico que englobaba
al nazismo y a otras propuestas de corte nacionalista (Traverso, 2001; Forti,
2008). En 1937, George Sabine amplió aún más el uso del término: en su Historia
de la Teoría Política lo usó para incluir también al comunismo soviético,
del que destacaba sus aspectos nacionalistas e imperialistas (Sabine, 1990).4 A
partir de allí, el neologismo utilizado en su acepción más amplia se propagó con rapidez. En 1944, lo usó Friedrich Hayek en su Camino de servidumbre,
y en 1951, hizo lo propio Hannah Arendt para titular su obra más ambiciosa
(Arendt, 1998; Hayek, 2005). Para entonces, ya era claro que el término no solo
servía para referirse a regímenes políticos concretos (la Italia de Mussolini, la
Alemania de Adolf Hitler, la Unión Soviética bajo Joseph Stalin), sino también
a una visión política que era la némesis del proyecto liberal.5
El advenimiento de la Guerra Fría llevó a que la cuestión del totalitarismo
se exacerbase y se convirtiese en el problema político y ético por antonomasia
del siglo XX. De los debates participaron referentes muy distintos entre sí, desde
Raymond Aron hasta Herbert Marcuse; y desde Jacob Talmon hasta Karl Popper,
para nombrar solo a algunos de los célebres. Los debates que cruzaron la discusión
internacional se distinguieron por abordar dos cuestiones íntimamente
ligadas. La primera de ellas consistía en encontrar el huevo de la serpiente, en
localizar el terreno donde había germinado la semilla totalitaria. La segunda
se refería a cómo debían entenderse los límites del concepto; es decir, cuándo
correspondía usar el término (ante qué prácticas, en qué situaciones, en qué tipo de regímenes). Si bien hacer un resumen de las controversias intelectuales
sobre esta categoría escapa a nuestras posibilidades,6 creemos pertinente señalar
algunos rasgos generales y describir brevemente algunos abordajes cuya
clara presencia o notable ausencia en Argentina parecen relevantes.
Dos de los representantes más importantes de la segunda generación de
la Escuela de Austria, Friedrich Hayek y Ludwig Mises, participaron activamente del debate sobre el totalitarismo.7 Ambos gozaron de amplia repercusión en
Argentina en el período que nos ocupa y visitaron la ciudad de Buenos Aires,
invitados por el Centro de Estudios sobre la Libertad dirigido por Alberto Benegas
Lynch, para ofrecer disertaciones poco tiempo después del derrocamiento
de Perón (González, 1986).8 Aunque cada uno de estos autores abordó el problema
de una manera particular, puede sostenerse que se trata de matices de
una misma perspectiva.
Hayek comenzó a esbozar sus ideas sobre el totalitarismo en 1939, pero
las terminó de plasmar en un libro recién en 1944.9 Su tesis central era que,
contrariamente a lo que muchos intelectuales sostenían, nazismo y comunismo
eran especies de un mismo género, al que denominó “colectivismo”. De
acuerdo con este autor, el colectivismo era una ideología que apuntaba a la supresión
de la libertad por medio de la planificación económica, lo que abría así el “camino a la servidumbre” de la humanidad. Esta capacidad destructiva de
la planificación dice Hayek deviene del hecho de que todo intento de diseñar
o padronizar la producción y la circulación de bienes implicaba un cercenamiento
de la libertad económica “sin la cual jamás existió en el pasado libertad
personal ni política” (2005, p. 42).
Para Hayek, la libertad económica (la libertad de comercio) fue la que
posibilitó la gradual transformación de una sociedad jerárquica y rígida en otra
fluida, en la cual cada individuo puede conocer y procurar su propio “camino
a la felicidad”. Pero desde mediados del siglo XIX, la senda del progreso se fue
haciendo tortuosa por la intervención de los socialistas, quienes –confundiendo
libertad con riqueza– corrompieron los valores liberales y sentaron las bases
sobre las que se montaron los proyectos totalitarios: “En Alemania e Italia los
nazis y los fascistas apenas tuvieron que inventar algo. Los usos de los nuevos
movimientos políticos que impregnaron todos los aspectos de la vida habían
sido ya introducidos en ambos países por los socialistas” (2005, p. 150).
Mises (1944), quien antes de la guerra había emigrado a Estados Unidos
(Hayek lo hizo a Inglaterra), desarrolló una visión sobre el fenómeno totalitario
similar a la de su antiguo discípulo, en ella el concepto de “estatismo” reemplazaba
al de colectivismo. En el mismo año en que se editó Camino de servidumbre,
publicó un ensayo cuya meta era combatir la idea de que la cultura
alemana pudiera ser responsable de las aberraciones del régimen hitleriano.
En Gobierno omnipotente, señaló que el nazismo, lejos de ser la culminación del proyecto cultural germano, era su interrupción estatista. El estatismo, decía,
parece estar orientado a proveer bienestar a los hombres, pero descansa en la
convicción de que hay seres iluminados que pueden inculcar a aquellos una
idea de bien en lugar de que ellos elijan y busquen su destino. Se trata, señalaba
el autor, del prerrequisito de todo autoritarismo. Si bien reconocía que el
estatismo había sido impulsado por intelectuales como Johann Fichte y Georg
Hegel, también Mises mostraba que esos impulsos estaban presentes en otros
países europeos y que la razón por la que fue precisamente en Alemania donde
germinó el totalitarismo (y no en Francia o en Inglaterra) se debió a un conjunto
de factores, entre los cuales subraya el rol de la burocracia bismarckiana, que –desde su perspectiva– había facilitado el ingreso del socialismo y el derrumbe
del proyecto liberal a través de medidas proteccionistas y planificaciones gubernamentales
(1944, pp. 28-31).10
Los ecos de estos razonamientos son claros en la prosa de Álvaro Alsogaray,
impulsor en Argentina de las ideas que terminarían siendo denominadas
como “neoliberales”. Aunque él mismo fue funcionario (durante un breve lapso)
del gobierno justicialista, veía en las instituciones políticas y económicas
peronistas la puerta de entrada del socialismo. Una puerta que, a su entender,
no se había cerrado con la destitución de Perón, ya que los dirigentes de la
Unión Cívica Radical (UCR) que accedieron al gobierno en 1958 y 1963 “gobernaron
en un estado de emergencia económica que no era otra cosa sino
una verdadera dictadura de la burocracia” que facilitaba el “triunfo totalitario” (1969, p. 11).11
Otro autor que compartió las ideas de Hayek y Mises respecto de encontrar
la semilla del mal en el diseño social fue el filósofo Karl Popper.12 En La
sociedad abierta y sus enemigos (trabajo extenso y erudito destinado a “contribuir
a la comprensión general del totalitarismo”), señaló que tanto el nazismo
como el fascismo y el comunismo eran las expresiones contemporáneas de
una tendencia hacia el tribalismo (la “sociedad cerrada”) que acompaña al
hombre desde los inicios de la civilización por medio de “ingenierías sociales
utópicas” o de apelaciones a un “inexorable sentido de la historia” (1992, pp.
17-19). La intención de Popper era mostrar que, desde los tiempos de Heráclito,
se habían desarrollado filosofías sociales que sirvieron de base teórica a los enemigos de la democracia, la libertad y la igualdad. Platón, Hegel y Marx
habrían sido, cada uno a su modo, especialmente influyentes en el asedio a la
sociedad abierta que, en el siglo XX, necesitaba ser defendida no solo con los
instrumentos de la razón, sino también con la humildad práctica de las sociedades
que aprenden de sus errores (Popper, 1992, pp. 431-440). Siguiendo este
razonamiento, Benegas Lynch sostuvo años después:
“En todas partes y en todos los tiempos existió, existe y existirá siempre una insoslayable antinomia [que] se manifiesta en la secular lucha entre la libertad y la esclavitud, esta última concretada hoy en los modernos totalitarismos....Vivimos en una inocultable decadencia en el atribulado Occidente de nuestros días [que se debe] al debilitamiento del espíritu de libertad. En nuestro país, la referida decadencia adquirió caracteres gravísimos por obra del nefasto populismo impuesto por Perón con sus ideas colectivistas” (1969, s/p).
La idea de que los totalitarismos modernos no son sino nuevos rostros
de las tiranías del pasado clásico no tuvo eco entre los intelectuales liberales
ni entre aquellos orientados a la izquierda del espectro político.13 Para ellos, el
nazismo, el fascismo y el comunismo estalinista se distinguían con claridad de
las experiencias pasadas. Eso no implicaba, por supuesto, negar el peso de la
historia o la influencia de determinadas ideas. Para muchos de quienes abordaron
teóricamente el fenómeno totalitario era necesario retroceder en el tiempo
y reinterpretar a autores y líderes políticos anteriores bajo la nueva sombra que
arrojaban las experiencias de los campos de trabajo forzado y de exterminio
(Aron, 1968).
En esta línea, uno de los trabajos más influyentes en el debate internacional
fue Los orígenes del totalitarismo, de Arendt, cuya tesis era que los
sistemas totalitarios son amalgamas siniestras de dos tendencias que habían
comenzado a desplegarse en el siglo XIX: el antisemitismo y el imperialismo.
De acuerdo con esta autora (1998, p. 107ss.), durante el affaire Dreyfuss y la
Primera Guerra Mundial, esas dos corrientes se condensaron y permitieron una
alianza entre la plebe y el gran capital que dio lugar a un nuevo nacionalismo
capaz de generalizar la experiencia deshumanizante de los campos de concentración
a todos quienes eran percibidos como ajenos y, de este modo, destruir
por completo el espacio de la política (en tanto lugar plural, reino de la diversidad).
A diferencia de Hayek, Mises y Popper, Arendt (1998, pp. 220, 335-337) diferenció al fascismo y al bolchevismo leninista (dictaduras despóticas) del
nazismo y el estalinismo (regímenes totalitarios). Esta distinción es, en parte, lo
que justifica la afirmación de Enzo Traverso (2001, p. 101) con respecto a que
el libro de Arendt se inscribe “claramente en el ámbito del anti-totalitarismo de
izquierda”. Quizás eso explique que, a pesar de que la obra de Arendt fue profusamente
comentada tanto por liberales como por conservadores, en Estados
Unidos demoró décadas en ser traducida y en generar debates en otros países
(incluyendo a Argentina).14
Si el texto de Arendt estuvo ausente de las discusiones argentinas, no
sucedió lo mismo con otro volumen publicado en 1952 y que se tradujo con
rapidez al español: Los orígenes de la democracia totalitaria, de Jacob Talmon
(1956). Su tesis era que, desde el siglo XVIII, se pueden distinguir dos proyectos
de inclusión política; es decir, dos proyectos de democracia. Por un lado, la “democracia liberal” de John Locke y Charles Montesquieu; por el otro, la “democracia
totalitaria” de Jean-Jacques Rousseau y Maximilien Robespierre. Así,
Talmon encuadró su ataque a la visión totalitaria en una crítica a la ilustración
francesa y su defensa de la democracia liberal en un elogio del empirismo inglés.
No se trata, entonces, de una visión antirracionalista, sino de una perspectiva
binaria, muy a tono con la Guerra Fría, según la cual habría dos formas de
entender el mundo. Una, la liberal, consiste en pensar a las sociedades como
procesos de ensayo y error y a los regímenes políticos como frutos de acuerdos
pragmáticos entre personas con necesidades e intereses que exceden el plano
de la política. La otra forma, que él llama “mesiánica”, asume que existe (y ha
sido descubierta o revelada) una verdad y que los sistemas políticos deben estar
orientados a procurarla, obligando a sus miembros a actuar de determinado
modo. En este sentido, Talmon se adelanta al famoso discurso de Isaiah Berlin
en 1958 (Berlin, 1974), y sostiene que liberales y mesiánicos defienden a la
libertad como valor supremo. Pero mientras que los primeros suponen que la
esencia de la libertad reside en la espontaneidad y la ausencia de coerción,
los segundos creen que la libertad se obtiene como resultado de un esfuerzo
colectivo.
Para Talmon, la política mesiánica refiere a un estado mental, a una
disposición comparable a la experiencia religiosa. Y, aunque se trata de una
experiencia difícil de asir, el autor subraya que el papel del líder (como el del
mesías) es fundamental. Este es uno de los puntos que le permiten mostrar
coincidencias entre regímenes totalitarios de izquierda y de derecha: la Alemania
nazi no sería inteligible sin Hitler del mismo modo que la Unión Soviética sería incomprensible sin Stalin (Arieli y Rotenstreich, 2002). Pero, obviamente,
el totalitarismo democrático no se agota en el liderazgo, sino que requiere un
cierto encuadramiento de la población. En los totalitarismos de derecha, ese
encuadramiento se orienta a salvar a entidades históricas, raciales u orgánicas
que se han corrompido o debilitado. En los de izquierda, en cambio, “se proclama
la esencial bondad y perfección de la naturaleza humana” y se recurre
a la coerción “con el convencimiento de que la fuerza es usada solamente con
objeto de apresurar el progreso del hombre hacia la perfección y la armonía
social” (Talmon, 1956, p. 7).
Talmon no es citado de forma profusa por los intelectuales argentinos.
Sin embargo, a diferencia del caso de Arendt, sus argumentos pueden rastrearse
con facilidad en artículos y libros liberal-conservadores. Por un lado, el énfasis
que Talmon colocó en la figura de los líderes políticos tendrá reverberaciones
en Argentina, posterior al derrocamiento de Perón. Por el otro, la noción de que
la democracia misma puede ser totalitaria; la idea de que, aunque se respete
el derecho a voto y sigan vigentes los derechos civiles, se está andando por el
camino de la servidumbre.
Talmon entendía que la colisión entre la democracia liberal y la totalitaria
era inevitable. Y temía que, si no se dotaba a la corriente liberal de reaseguros
y refuerzos adicionales, ésta podría sucumbir. Una idea similar parece
sostener el filósofo Víctor Massuh en el número 237 de la revista Sur, tras el
derrocamiento del peronismo:
“La formación espiritual del argentino tiene que ver con la educación para la democracia. Bien es cierto que, en nuestras tierras, la democracia es el ideal más permanente y su realidad, sin embargo, es una historia de frustraciones. Hay que plantar el árbol de la democracia una y mil veces” (1955, p. 108).
Massuh entendía que la democracia era una senda compleja e insegura,
y llamaba a andarla resistiendo a los cantos de sirena de los ideales absolutos.
En efecto, la idea de que el basamento totalitario se asienta en verdades abstractas
o sueños utópicos (como en Talmon y Popper) está presente en su obra:“Con el señuelo del estado perfecto trabaja el totalitarismo; bien sabemos que
esas exigencias paradisíacas son las trampas de la indignidad social” (1955,
p. 109). Frente a las utopías, Massuh defiende el realismo político propio del
ideario liberal conservador (Harbour, 1985). Pero, junto con ello, advierte
(como sus colegas del debate internacional) que tal amenaza central contra la democracia parece anidar dentro de ella y por eso es necesario protegerla.
Las intervenciones de Massuh, sumadas a las de Benegas Lynch y Alsogaray,
muestran que la popularización y el estiramiento conceptual del término
totalitarismo producidas durante las décadas de 1940 y 1950 en el debate internacional
se reflejaron en Argentina. Pero, junto con esa ampliación del alcance
del vocablo se estaba produciendo una segunda operación conceptual:
una redefinición de la democracia que permitiera poner en claro que cualquier
alejamiento de los principios liberales era totalitario, aun cuando vistiera ropajes
democráticos.
En tiempos del ascenso del peronismo, el liberalismo fue entendido por
diversos actores del mundo político e intelectual como un espacio amplio y lábil;
una suerte de paraguas político y conceptual bajo el cual podían refugiarse
desde los católicos antifascistas de la revista Orden Cristiano a los escritores de
la cosmopolita Sur, desde políticos de la UCR y el Partido Socialista a pequeñas
formaciones conservadoras. En este sentido, y en la medida en que buena parte
del nacionalismo de derecha se vio seducido por las propuestas del peronismo,
el liberalismo actuó como eje articulador del antifascismo argentino, lo que le
permitió mantener centralidad política a pesar de su alejamiento de los resortes
del poder estatal. No obstante, en la medida en que el peronismo se consolidó,
el liberalismo fue concentrando su agenda en un conjunto reducido de iniciativas
(como el mantenimiento del libre comercio y las críticas al desarrollo de un
sindicalismo centralizado) que parecían orientarse a la defensa del statu quo y dejar de lado las posiciones más progresistas y democráticas (Nállim, 2014).
De este modo, terminaba de perfilarse un liberalismo conservador que se volvería
hegemónico en el campo de la derecha política en las décadas siguientes
(Morresi, 2008; Vicente, 2014a).
Flavia Fiorucci (2011) mostró que el “consenso antiperonista” tuvo corta
vida tras el golpe de 1955, que arrojó luz sobre las diferencias entre actores
antes unidos por su oposición al justicialismo. Sin embargo, entre los intelectuales
del liberalismo conservador la situación fue distinta. La ubicuidad del
antiperonismo (leído y sentido como una posición antitotalitaria) operó como
clave de las interpretaciones liberales y se convirtió en la piedra fundamental
que moldeó las líneas maestras de sus proyectos de país. Así, la destitución de
Perón permitió que los liberales conservadores fueran desplegando sus estrategias
discursivas abiertamente. Una de ellas resultaría fundamental: la distinción
entre una democracia falsa o perversa (que sería ella misma al menos la puerta de entrada del totalitarismo) y una democracia auténtica o deseable (es decir,
liberal, que vendría a permitir el despliegue de la libertad).
Ciertamente, la distinción entre democracia verdadera y falsa es deudora
de una problemática anterior: la irrupción de las masas en la política
(McGee Deutsch, 2005). A comienzos del siglo XX, las críticas a Hipólito Yrigoyen
que llegaban desde distintos espacios del espectro político acudían a tópicos
como el culto a la personalidad, la vocación hegemónica, la burla de las
instituciones, la voluntad unanimista y la manipulación de electores.15 Como
estas mismas cuestiones fueron levantadas años después por el antiperonismo,
sería plausible interpretar la coincidencia en los tropos como una continuidad
del pensamiento elitista de la década de 1920. No obstante (y a pesar de que
se establece un diálogo intergeneracional que será necesario estudiar en otros
trabajos), pensamos que lo que sucede a partir de 1955 es distinto. Lo que se
produce es una reinterpretación profunda del concepto de democracia, que
no puede comprenderse sin considerar la irrupción totalitaria como fantasma
rector de la política internacional y la particular adaptación de ese concepto a
la situación argentina que hicieron los liberales conservadores. Para estos últimos,
que escriben luego del derrocamiento de Perón, la democracia no es el
régimen del populacho ni una causa perdida, sino un proyecto republicano y
liberal pervertido por el totalitarismo. Para estos intelectuales, la democracia no
debe ser abandonada a su suerte, sino que es necesario refundarla en su forma
verdadera, esto es, liberal.
En este sentido, Ambrosio Romero Carranza (abogado e historiador vinculado
a la renovación católica, actor liminar entre los espacios liberales y
humanistas) analizó los límites de la democracia y su vínculo con el Estado.
Propuso repensar la democracia dejando de lado a los totalitarismos, que, en
su opinión, estaban indisolublemente ligados a dos grandes tópicos: el Estado-
Leviatán de Hobbes y el mito de la voluntad general de Rousseau (1956, pp.
44-50). Se trataba de dos de las metáforas que, desde 1955, resultaban centrales
para caracterizar al régimen derrocado: el Estado omnipotente y omnipresente,
por un lado, y la demagogia y el populismo, por el otro.16
Tres años después, otro exponente del derecho liberal-conservador
abordaba el problema del totalitarismo de modo similar. Mario Justo López,
quien tuvo una influencia clave en la formación de varias generaciones de juristas, apelaba a la reivindicación de la democracia representativa liberal por
sobre otras manifestaciones políticas:
“Es elemento esencial, inseparable, del ‘régimen democrático’, en su generalizada y prácticamente única manifestación contemporánea: la ‘democracia indirecta’ o sea la forma ‘representativa-republicana’ de gobierno, según reza el artículo primero de la Constitución de la Nación Argentina” (1959, pp. 7-8).
López enfatizaba la centralidad de la idea representativa en consonancia
con la tradición de Montesquieu y los debates de la constitución estadounidense,
y la ligaba de forma sólida a la tradición argentina, que habría sido pervertida
al perder esas referencias originales. De este modo, en la identificación
de la democracia representativa liberal con el ideario alberdiano se establecen
fronteras no solo teóricas, sino también prácticas. No se trataba apenas de desentrañar
el origen representativo de la democracia argentina, sino de establecer
que las formas participativas, plebiscitarias o demagógicas eran contrarias
a la democracia.
En el aparato erudito, López (1959, pp. 8, 21-22) procedía sobre las figuras
de Rousseau y Carl Schmitt. Sobre el ginebrino, López afirmó que era un “enemigo declarado” de la idea representativa y que entendía a la democracia
como sinónimo de democracia directa que, en todo caso, resultaba impracticable.
Al prusiano, lo criticaba por haber “puesto de relieve el carácter doctrinario
y hasta ideológico de la representación política” y por mostrar que “en
la argumentación de los ‘doctrinarios’, la idea de representación era utilizada
como freno o contrapeso frente al pueblo”. De este modo, López hacía propia
una de las ideas centrales del giro conservador del liberalismo: si la democracia
representativa era un factor que limitaba la soberanía popular, ello no debía ser
criticado, sino vindicado.
Al comenzar la década de 1960 se produjeron cambios importantes en
el discurso liberal-conservador como resultado de dos factores independientes.
Por un lado, el fuerte impacto de la Revolución Cubana, que dividió aún más
al antiperonismo y profundizó el temor a las izquierdas entre los liberales. Por
el otro, la lectura modernizadora de las Ciencias Sociales (iniciada por Gino
Germani) que, sin proponérselo, renovaba las preocupaciones centrales del
liberalismo conservador.17 La confluencia entre ambos factores puede notarse en la forma en que fue recibido y adaptado el ideario neoliberal en Argentina
(Morresi, 2011; Bohoslavsky y Morresi, 2011). En este sentido, un buen ejemplo
es el breve libro-folleto de 1961 Destino de la libertad, donde Benegas Lynch
postuló, siguiendo a Hayek, que el marxismo era el eje de la “contrarrevolución
antiliberal” sobre el que se engarzaron los fascismos a través de formas
estatales donde “se acentúa…el crecimiento del autoritarismo a expensas de la
libertad” (1961, p. 36). De acuerdo con Benegas Lynch, las principales enemigas
de la libertad son las vertientes comunistas:
“Lo que queda del mundo libre afronta, pues, en la actualidad, la actitud agresiva de un totalitarismo colectivista, agrupado en torno de Moscú y Pekín. Y este mundo libre, aunque muy poderoso en el campo militar, no posee hoy toda la fortaleza que podría tener, para resistir la agresión del totalitarismo colectivista. Ello ocurre debido a que, por insuficiencia de comprensión en cuanto a los principios de la tesis de la libertad y su significado, nuestro mundo libre se ha dejado minar el campo de las ideas” (1961, p. 36).
La referencia de Benegas Lynch a que el mundo libre “se ha dejado
minar el campo de las ideas” es un leitmotiv recurrente en el campo neoliberal
(Morresi, 2011). De acuerdo con esta perspectiva, el avance totalitario se debía
a la difusión de premisas falsas que sustentaban el “complejo de inferioridad
del mundo libre” frente a “la agresión colectivista”, y que daban lugar a que
se actuara equivocadamente en el intento de defender la libertad. La presencia
de estos argumentos falaces, sostenía este autor, mostraba que el virus del comunismo
ya estaba presente dentro de sociedades como la argentina mediante
una suerte de colonización mental que iba destruyendo a la verdadera democracia
(es decir, a la democracia entendida en la óptica liberal-representativa).
En tal sentido, concluía: “El abandono gradual de las estructuras capitalistas,
que habían sido creadas como resultado de la aplicación de la doctrina liberal
ha significado el sacrificio de parte muy importante del contenido de la democracia
moderna” (1961, pp. 43-44). Según este economista, el modo en que
el totalitarismo penetró en Argentina fue por medio de promesas demagógicas
que nublaron la capacidad crítica de la población, y que permitieron al “totalitarismo
arrogante y cínico” ganar “batalla tras batalla, a veces sin disparar un
tiro y a menudo con el apoyo inconsciente de mayorías” (1961, p. 47). De este
modo, el empresario mendocino aludía a la experiencia peronista como piedra
fundamental de la construcción totalitaria.
La ligazón entre peronismo y comunismo (impensable en el clima ideológico
de la década anterior) estaría destinada a hacer escuela. Por medio de
ella, los tropos de la Guerra Fría (como por ejemplo, el combate entre el Occidente
democrático y el Oriente totalitario) se harían cada vez más presentes
en el discurso liberal-conservador y permitirían tejer estrechos lazos con otras
derechas no liberales pero igualmente antiizquierdistas.18 Un caso representativo
de ello es el de los trabajos de Mariano Grondona, quien era profesor de la
Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, compartía cátedra con
los mencionados López y Romero Carranza, tenía buenas relaciones con altos
oficiales del ejército y una fuerte presencia en los medios de comunicación.19
En el libro Política y gobierno, Grondona (1962, p. 26) propuso combatir
las veleidades totalitarias sirviéndose de una visión clásica (aristotélico-tomista)
del Estado. “La capacidad de un Estado para alcanzar el bien común”, sostuvo,
era la “unión de los corazones”, por encima de la matriz conflictivista. Para
Grondona, eran erróneos los planteos de Rousseau y Marx, quienes sostenían
que los individuos creaban la desigualdad, cuando en realidad (corregía el
autor) lo hacían los pueblos:
“La llamada injusticia social no se da necesariamente a través del despojo de unos individuos por otros. Se da por la migración y la lucha entre pueblos de diferente origen dentro de un mismo Estado. Y, por tanto, el tema de la concordia es substancialmente político, aunque no tenga vinculaciones económicas y sociales. Cuando el plebeyo cree que se le da la parte que le corresponde en el Estado, hay concordia. Cuando no lo cree, hay revolución o situación revolucionaria” (1962, p. 28).
De este modo, trazaba una ligazón entre el discurso peronista sobre la justicia social y la posibilidad de revolución. En el centro, con ecos de la perspectiva de Germani y del discurso neoliberal, colocaba al bajo pueblo como sujeto de unidad de ambos fenómenos. El propio Grondona lo llevaba al plano histórico, al considerar que:
“[Los fenómenos migratorios] fueron la fuente de nuestros problemas políticos y sociales. La ‘gran inmigración’ de fin de siglo fue una migración externa y creó un problema patricio-plebeyo que desembocó en el radicalismo y la revolución de 1930…La ‘migración interna’ se produjo con la industrialización…Tampoco en este caso hubo lenta asimilación de la nueva clase en el viejo esquema político. Ello no debe asombrar: el mecanismo de la concordia no solo no funciona siempre, sino que es la excepción, y el pueblo que logra ponerlo en marcha tiene asegurado un porvenir egregio” (1962, p. 29).
El “porvenir egregio” que Grondona avizoraba, aparecía reducido a la
concordancia entre grupos sociales que tendrían que aprender a convivir y
a aceptar cuál era “su parte” en lugar de lanzarse a una lucha de resultados
imprevisibles o que, peor aún, podría conducir al totalitarismo. Para conjurar
el peligro, propuso perseverar en el gradualismo mediante una suerte de tutela
paternal a cargo de un gobierno que, respetando al pueblo, fuera capaz de
guiarlo. Poco tiempo más tarde, encontró la figura para llevar adelante la tarea:
el general Juan Carlos Onganía, al que consideró llamado a evitar que el vacío
de poder generado por el gobierno de Arturo Illia se convirtiese en una oportunidad
para las aventuras de cariz totalitario.
Para justificar la defensa de la democracia por medio de un golpe de
Estado, Grondona acudió al concepto clásico de dictadura y lo distinguió de
la tiranía: “El tirano es un monstruo, una deformación política. El dictador es
un funcionario para tiempos difíciles” (1966, p. 11). Pese a su referencia a la
idea romana de dictadura (que refería a un período breve de suma del poder
público con el fin de resolver un problema concreto), la mayoría de los liberalconservadores
(Grondona incluido) percibieron la necesidad de avanzar más
allá de un ajuste institucional o coyuntural.
En su análisis sobre la intelectualidad latinoamericana de la década de
1920, Funes (2006) muestra que para “salvar la nación”, las elites se sintieron
obligadas a elegir entre ordenar el cambio o cambiar el orden. Para los
liberal-conservadores argentinos, las convulsiones hacían necesario un cambio
de orden, no solo político, sino también económico, cultural y social que
ellos entendían como una oportunidad para regresar a la senda de la libertad
abandonada. En este sentido, Horacio García Belsunce (jurista en derecho tributario,
docente universitario y funcionario durante los gobiernos de Arturo
Frondizi y José M. Guido, además de dirigente empresario) retrató a la dictadura
de Onganía del siguiente modo:
“Se ha dicho con razón que la Revolución Argentina no ha sido un golpe de Estado. La Revolución Argentina ha sido y es una revolución nacional que no se limita a los cambios institucionales más o menos transitorios sino que tiene por objeto la transformación y remoción de todos aquellos conceptos, estructuras o sistemas que han impedido que la Nación alcance los grandes destinos a que está llamada por su glorioso pasado histórico y por la pujanza de un presente” (1982, p. 67).
En la medida en que la autodenominada Revolución Argentina mostró signos de agotamiento y se avizoró el retorno de Perón a Argentina, los liberales conservadores volvieron a colocar en primer plano la necesidad de no confundir la verdadera democracia (republicana, representativa y liberal) con la falsa (populista, demagógica y totalitaria). Dos medios de comunicación fueron fundamentales en el resurgir de esta idea: el diario La Prensa y la revista El Burgués. El tradicional matutino fue el principal órgano difusor de las ideas liberales y, sobre todo, de las posturas de los intelectuales liberal-conservadores, quienes habitualmente publicaban en sus páginas columnas firmadas o extensas cartas de lectores. Muchas de las actividades de los centros de pensamiento liberal-conservador (como el Instituto de la Economía Social de Mercado) y las posiciones de los dirigentes empresariales cercanos a esos ideales (como la Acción Coordinadora de Instituciones Empresarias Libres) eran reflejadas extensamente en La Prensa. Por su parte, El Burgués surgió como un proyecto que buscaba apuntalar el programa del liberalismo-conservador y conjurar la materialización del fantasma sobre el que Hayek y Talmon habían advertido: la conjunción de la izquierda y el nacionalismo como irrefrenable amenaza totalitaria. Ya desde su primer número, la línea de El Burgués quedaba clara en el editorial que firmaba su director, el periodista económico Roberto Aizcorbe:
“[...] la mayoría [de los burgueses] edificó los estados modernos que han dado en llamarse “democracias sociales”; otros se sumaron a los experimentos nuevos: el comunismo, el fascismo y el nazismo, hasta amenazar la existencia misma de la Humanidad. Solo los sabios se quedaron al margen. En la década del 70, los burgueses están de vuelta. Frente a ciertos magnates que se anotan en los ‘movimientos de liberación nacional’, surge el empresario individual, capaz de forjar sus herramientas de trabajo sin la tutela ominosa del Estado; frente a los ‘artistas’ que se visten de rojo para vender sus obras porque así están de moda, se alinean los creadores que buscan su propio público y rechazan los esperpentos. Desde el centro mismo de ese bloque de hielo que es la Unión Soviética se escuchan los alaridos de los intelectuales sin compromiso: Soljenitzin, Amalrik. Es que el burgués no nace, se hace en la elevación responsable y diaria de su persona, contra las tendencias masivas y centralizadoras. Esta revista [...] sale para él y los que sepan venir” (1971, p. 1).
El Burgués, que comenzó a aparecer de forma quincenal en 1971, combinó traducciones de textos centrales de los debates sobre el totalitarismo (Arthur
Koestler, Jacques Rueff, Raymond Aron) con contribuciones locales que
reflejaban las ideas de Hayek o de Mises. La revista ganó un espacio no menor
en el debate político, instalando temas hasta entonces ausentes en la tradición
liberal, como la reivindicación de las políticas de la década de 1930, la atención
a los problemas del sexismo o el enfoque crítico de la renovación de la
Iglesia. Así, la publicación destacaba lo conservador en vínculo con lo liberal,
en el mismo sentido en que lo explicaba George Nash (1987) para el caso de
Estados Unidos. Uno de sus columnistas, el ensayista César Gigena Lamas, recuperaba
la teoría de Talmon para marcar la complejidad del momento: aquel
en que “los liberales en la Argentina venimos siendo derrotados” por la construcción
mítica de un totalitarismo local que se identificaba con la patria como
una totalidad, expulsando a las demás identidades políticas, marginadas como “herejes” (1973, p. 17).
Dos autores presentes tanto en La Prensa como en El Burgués pueden
ilustrar la forma en que la distinción entre la verdadera y la falsa democracia
cobró importancia a comienzos de la década de 1970: Carlos Sánchez Sañudo
(contraalmirante naval retirado, secretario de Isaac Rojas durante la autotitulada
Revolución Libertadora y uno de los principales impulsores de las ideas
neoliberales en Argentina) y Juan Alemann (economista, docente universitario
y empresario, que había sido funcionario de Guido y de Onganía y lo volvería
a ser de la dictadura que se iniciaría en 1976).
Desde los años sesenta, Sánchez Sañudo venía insistiendo en la necesidad
de no caer en el espejismo de confundir a la democracia con el derecho
de las mayorías de imponer su opinión por la fuerza del voto. Así, en un
pequeño volumen cuyo objetivo central era denunciar los peligros totalitarios
implicados en la planificación económica por parte del Estado, resaltaba que
la democracia era una excelente forma de gobierno, siempre y cuando se reconociera
que era apenas un medio para alcanzar el fin de la libertad. En
este sentido, recogía las reflexiones de Mario Justo López y resaltaba que la
constitución argentina, profundamente liberal, habla de elecciones, pero “lo
hace solo en su tercera parte”, después de limitar al gobierno a una forma republicana;
y a los ciudadanos, a un comportamiento probo (1969, p. 84). Más adelante, volvería recurrentemente sobre este tópico:
“La democracia de nuestra constitución –que tiene por objeto preservar la libertad– organiza la sociedad desde abajo, partiendo del hombre, de sus derechos individuales…Por el contrario, el gobierno y la mayoría de los partidos políticos conciben la sociedad organizada, no desde el ciudadano…sino desde el poder, considerando que el Estado debe ser el conductor (Fhürer o Duce)…El concepto del gobierno de la mayoría –sin los precisos límites de los derechos y garantías individuales a que deben subordinarse los programas partidarios y los acuerdos entre ellos– está en abierta contradicción con la exigencia de que la democracia debe ser, además, eficaz y estable…La verdadera opción ha sido y sigue siendo: gobierno limitado o pueblo limitado, pues, o rigen los derechos (civiles) de los gobernados como límites del poder o aquellos se transforman en meras concesiones y se inicia el derrumbe democrático…. La confusión acerca del genuino concepto de democracia crea falsas expectativas en la población e injustificadas esperanzas que suelen culminar en verdaderas frustraciones que luego no es fácil neutralizar de la noche a la mañana. Urge pues aclarar los conceptos para evitar mayores inconvenientes en el actual proceso político” (1973, p. 3).
En un artículo titulado Un camino a la democracia y otro al peronismo, desde las páginas de El Burgués, Alemann lamentaba el llamado a elecciones anunciado por Alejandro Lanusse (último presidente de facto de la Revolución Argentina), que abría las puertas a un seguro triunfo de Perón:
“Todo esto [la legalización del justicialismo y el llamado a elecciones] sucede en nombre del restablecimiento del orden republicano y la democracia. ¿Sabrán nuestro presidente y nuestro ministro del Interior lo que es la democracia? [...] Tal vez don Alejandro Agustín piense ahora que el período 1945-1955 fue una democracia. Claro que entonces habría que preguntarle por qué empuñó las armas contra el régimen [...] En las democracias, los partidos se forman de abajo hacia arriba y no al revés. El hecho de que un señor, gracias a su carisma o a lo que sea, designe candidatos a dedo y los haga conformar por elecciones partidarias falsea la esencia de un partido político. Eso no es democracia, es caudillismo. A su vez la democracia implica una discusión de los problemas por el pueblo, para lo cual hay que ilustrarlo en lo posible. En cambio el peronismo trata con órdenes, slogans y, en su momento, con bombos y platillos. Apela a oscuros instintos, no a la inteligencia. Se sirve de las formas democráticas para prostituirlas” (1973, p. 8).
Alemann continuaba mostrando que había otras opciones de ingeniería
institucional (elecciones escalonadas, voto uninominal) que, por lo menos, hubieran
dificultado el triunfo peronista. Sin embargo, terminaba reconociendo
que “la suerte estaba echada” y que el regreso del totalitarismo era imposible
de conjurar.
El escozor plasmado en las plumas de Gigena Lamas, Sánchez Sañudo
y Alemann recorrió el espacio liberal-conservador mientras se abría el camino
de regreso del peronismo al poder: el horizonte tan temido volvía a estar presente.
El enemigo íntimo del liberalismo salía de las sombras y se convertía en
una realidad aterradora, porque ahora el izquierdismo (que en 1943 había sabido
formar parte del frente antifascista) era parte consustancial de la amenaza
totalitaria de cuño nazi-fascista. En este sentido, los liberales conservadores,
defensores de la verdadera democracia, tal como estos actores la llamaban,
se sintieron obligados a buscar aliados incluso en los sectores nacionalistas y
reaccionarios.
Los usos del concepto totalitarismo en el espacio liberal-conservador
argentino fueron múltiples, pero se ajustaron a una serie de patrones. En primer
lugar, se afincaron en un prolongado y complejo proceso internacional
en el cual el término fue ampliado y reformulado. Esas interpretaciones fueron
influyentes en el universo liberal-conservador donde, sin embargo, primó una
interpretación del fenómeno en clave local. En segundo lugar, una concepción
binaria de la democracia –que trazó modelos opuestos entre una de cuño liberal
y otra de sentido populista– se impuso como eje sobre el cual interpretar
el vínculo posible entre la democracia y el totalitarismo.20 En ese tránsito, un
grupo de jóvenes intelectuales fue clave para renovar el vocabulario de este
espacio. Marcados por su formación durante el período peronista, articularon
el antifascismo de los años treinta y cuarenta con las posiciones de la renovación
liberal y conservadora posterior, el vocabulario de la Guerra Fría y pautas
de las Ciencias Sociales. El giro decisivo que impusieron fue reformular líneas
previas, incorporando problemas de la etapa peronista y de los años posteriores,
trazando una serie de diagnósticos novedosos que, al tiempo que representaban
cabalmente las ideas que circularon entre ellos, abrieron lugar para el
cruce con otros espacios.
La variedad de inflexiones que el problema totalitario y su relación con la democracia tenía en la vida intelectual del liberalismo internacional lo colocó como uno de los problemas centrales de la época. A causa de la amplia
circulación que el concepto tuvo a partir de los años treinta, se erigió en clave
para que los intelectuales liberal-conservadores argentinos pudieran abrevar
en argumentos renovados y no solo en los desarrollos de un antifascismo local
que comenzaba a carecer de sentido a medida que pasaban los años, y de un
antiperonismo que lejos estaba de ser el mismo de septiembre de 1955. Por lo
tanto, las versiones conservadoras del liberalismo local se fortalecieron, mientras
que las vertientes progresistas perdieron peso. Este ímpetu antiizquierdista
permitió alianzas con otros sectores derechistas locales y con grupos de la derecha
internacional, que deberán ser objeto de estudios ulteriores.21
El vínculo entre las lecturas sobre el totalitarismo y las concepciones
binarias de la democracia son aspectos clave para comprender al liberal-conservadurismo
argentino (y, como un prisma, al liberalismo vernáculo como
espacio total) hacia el tercer cuarto del siglo XX. El advenimiento del tercer gobierno
peronista, por lo tanto, implicó un punto cúlmine en que la pregunta por
el carácter totalitario de la democracia encontraría, para estos actores, nuevas
respuestas, que marcarían el tránsito hacia un momento sumamente particular:
el de las expectativas refundacionales en torno al autodenominado Proceso de
Reorganización Nacional.22
Notas
1 Universidad Nacional del Litoral/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: smorresi@gmail.com
2 Universidad Nacional de General Sarmiento/Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: vicentemartin28@gmail.com
3 Para un panorama sobre el liberalismo-conservador en el período posperonista, véase Vicente (2014a). Por supuesto, centrarse en el liberalismo-conservador y dejar de lado otras corrientes del liberalismo argentino puede resultar controversial. Empero, parece haber acuerdo en considerar que, a mediados de la década de 1950, las corrientes liberales progresistas entraron en un declive del que ya no se recuperarían; al respecto, ver las visiones heterogéneas de Gallo (1994); Halperín Donghi (1994); Love y Jacobsen (1998); Nállim (2014).
4 El libro de Sabine se tradujo al castellano en 1945 y, desde entonces, no ha dejado de ser reimpreso.
5 Como sostiene Traverso, “la unidad del totalitarismo se perfila en negativo, como la antítesis del liberalismo” (2001, p. 20).
6 Dos panoramas pueden encontrarse en Traverso (2001); Forti (2008).
7 Sobre la escuela austríaca remitimos, entre otros, a Cubeddu (1993); Vaughn (1994).
8 Sobre Benegas Lynch, véase Morresi (2009); Vicente (2014a).
9 El libro de Hayek se publicó en simultáneo en Estados Unidos y Gran Bretaña y se tradujo al castellano en 1946.
10 Los fundamentos de las apreciaciones de Mises sobre el totalitarismo fueron reproducidos en su paso por Buenos Aires; al respecto, véase Mises (1959).
11 Sobre Alsogaray, véase Morresi (2009); Vicente (2014a).
12 Interesa destacar que Popper, Hayek y Mises fueron miembros fundadores de la Sociedad Mont Pèlerin, organización diseñada para “recuperar” los valores liberales que se habrían perdido con el ascenso del totalitarismo. Ver Mirowski y Plehwe (2009).
13 La postura de Popper sí fue compartida por pensadores conservadores. Ver, por ejemplo, Strauss y Kojève (2000).
14 Los orígenes del totalitarismo se tradujo al castellano en 1974 y sus argumentos estuvieron ausentes del debate liberal argentino en el período que nos ocupa.
15 Para las interpretaciones nacionalistas, ver Devoto (2006); Echeverría (2013). Para los discursos desde el Partido Socialista, ver Martínez Mazzola (2010). Para las inflexiones reformistas, Roldán (2006).
16 La conjunción de los tópicos del Leviatán y la voluntad general remitía directamente a la teoría política de Carl Schmitt, en especial a su Concepto de lo político, editado originalmente en Argentina en 1950 (Schmitt, 1987). De acuerdo con Dotti (2000, pp. 13-26, 95-133), la perspectiva schmittiana estaba fuertemente identificada con el peronismo.
17 La renovación metodológica propuesta por Germani buscó separarse de los tonos marcadamente ideológicos que primaron tras el derrocamiento del peronismo (Blanco, 2006).
18 El propio Benegas Lynch (1963) volvería recurrentemente sobre el tema. En el marco de la crisis de los misiles, advirtió nuevamente sobre la penetración de “las instituciones comunizantes” en Occidente y la importancia del combate intelectual al totalitarismo.
19 Sobre la trayectoria de Grondona, ver Sivak (2005), y respecto a esta etapa específica, consultar Vicente (2014b).
20 Ver, asimismo, el trabajo de Bisso (2017) sobre las interpretaciones antiperonistas.
21 Otra cuestión que podría explorarse más adelante se conecta con el cariz teórico de la discusión sobre el anclaje histórico o coyuntural y, de modo relacionado, el carácter particular o universal de conceptos como totalitarismo (Traverso, 2001).
22 Al respecto, remitimos a Vicente (2015).
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Fecha de recepción de originales: 12/06/2016.
Fecha de aceptación para publicación: 11/08/2016.