ARTÍCULOS

Por una historia de la secularización y de la laicidad en la Argentina

Roberto Di Stefano1

Resumen: En diálogo con el esquema de los mismos fenómenos planteado recientemente por Fortunato Mallimaci, el artículo propone una periodización y algunas hipótesis para la interpretación del proceso de secularización y laicización argentino desde las reformas borbónicas hasta el presente. A partir de una explicitación del sentido que el autor da a los conceptos de secularización y laicización, ofrece un esquema de periodización que apela a los conceptos de “umbral de secularización” y de “pacto laico” acuñados por Jean Baubérot para Francia y para la Europa Latina. En tanto que esquema interpretativo, el artículo no constituye una síntesis de la historia del catolicismo ni de las relaciones entre Iglesia y Estado. Por este motivo, las etapas que el autor cree necesario reinterpretar –fundamentalmente el cambio de siglo- han merecido mayor atención que las restantes y presentan por tanto un mayor desarrollo.

Palabras clave: Religión; Secularización; Laicidad.

Towards a history of secularization and secularism in Argentina

Abstract: Discussing with the frame on the same phenomena recently proposed by Fortunato Mallimaci, this paper suggests a periodization and some hypotheses for the interpretation of secularism and secularization process in Argentina from the Bourbon reforms to the present. From an explanation of the sense that the author gives to the concepts of secularism and secularization, it offers a periodization scheme that appeals to the concepts of “umbral de secularización” and “pacto laico” coined by Jean Baubérot for France and for Latin Europe. As an interpretive scheme, the article does not constitute a summary of the history of Catholicism or the relations between Church and State. For this reason, the stages that the author considers are worth reinterpreting-essentially the turn of the century- have deserved more attention than others and therefore have greater development.

Key words: Religion; Secularization; Secularity.

Por una historia de la secularización y de la laicidad en la Argentina

El concepto de secularización sigue dando qué hacer a las ciencias sociales. Para definir su naturaleza y sus alcances se ha puesto el acento en diferentes cambios que han ocurrido o se encuentran en curso en la cultura contemporánea. Peter Berger (1971 y 1999) aludió primero a la pérdida del “dosel sagrado” que cubría a las sociedades antiguas y tres décadas después a un proceso en marcha de des-secularización del mundo. Marcel Gauchet (1985) vio en el cristianismo el germen del proceso de “salida de la religión” de las sociedades occidentales otrora estructuradas por ella. José Casanova (1999) ha observado que mientras la tendencia a la autonomía de las esferas seculares respecto de la religión es obvia, el proceso de secularización no sólo no ha implicado –como también es obvio- la desaparición de la religión, sino tampoco su necesaria exclusión de la vida pública. Mark Chaves (1994) ha asociado la secularización a la declinación de la autoridad religiosa. Manuel Delgado (2001) ve en ella sobre todo un proceso de subjetivización de las creencias. Otros autores la piensan en términos de permanente recomposición de lo religioso. En palabras de Danièle Hervieu-Léger (2004, p.37):

“La “secularización” de las sociedades modernas no se resume … en el proceso de evicción social y cultural de la religión con el que comúnmente se la confunde. Combina, de manera compleja, la pérdida del dominio de los grandes sistemas religiosos sobre una sociedad que reivindica su plena capacidad de orientar por sí misma su destino, y la recomposición, bajo una nueva forma, de las representaciones religiosas que han permitido a esta sociedad pensarse a sí misma como autónoma”.

En tanto, para avanzar en la determinación de la naturaleza del proceso de secularización se ha considerado necesaria la elaboración de aproximaciones de carácter histórico. El estudio de lo acaecido en diferentes contextos culturales, europeos y extraeuropeos, resulta ineludible para proporcionar contenidos concretos, empíricos, a una teoría que a menudo fue juzgada lo suficientemente evidente como para poder darse el lujo de prescindir de ellos. Las investigaciones históricas, además, guardan una relación bastante directa con los renovados debates en torno a los desafíos de la laicidad, sobre todo en este mundo en que la pluralización y desinstitucionalización religiosa –actual o tendencial- vuelve caducos los modelos de laicidad basados en el supuesto de que el Estado y la Iglesia mayoritaria pueden ser los únicos actores de la trama religiosa. La historia como disciplina, pues, está llamada a ofrecer su contribución a las reflexiones y debates en torno a problemas de gran actualidad, que hacen a la calidad de nuestra convivencia democrática. De allí la necesidad de avanzar en estudios comparativos que consientan confrontar el ritmo y las fases que ha atravesado el proceso de secularización en cada contexto histórico y cultural, el grado en que ha afectado a las instituciones y a los individuos, las formas en que la religión ha entablado relaciones con otras esferas de actividad, los tipos de secularización o de laicidad que han ido experimentando nuestras sociedades.
Una perspectiva sugerente para avanzar por ese sendero es la que deriva del uso de las nociones de “umbral” y de “pacto laico” que ha acuñado Jean Baubérot (2004) para el caso francés y que sucesivamente han sido aplicadas a otros. En este artículo no me propongo, desde luego, responder a la multitud de interrogantes que conllevan temas tan complejos como los que tenemos entre manos. Me doy por contento con ofrecer una contribución a la tarea, proponiendo una periodización y algunas reflexiones sobre el caso argentino. Ello implica entrar en diálogo con recientes aportes similares de un gran especialista en la materia como Fortunato Mallimaci (2004, 2008). El diálogo podría entablarse también con los trabajos de otros estudiosos, pero Mallimaci es quien de manera más explícita ha propuesto una periodización del proceso argentino que creo interesante debatir. Otra aclaración: no se trata de brindar al lector una síntesis de la historia del catolicismo o de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sino poco más que una propuesta de periodización acompañada de una somera caracterización de sus etapas. Por ese motivo, atenderé a ciertos momentos que a mi juicio deben considerarse nodales con mayor detenimiento que el que dispensaré a otros mejor conocidos o sobre los que no tengo observaciones significativas que aportar.
Pero antes de entrar en tema es necesario explicitar a qué me refiero con los términos secularización y laicización. Con el de secularización aludo en primer lugar al proceso de ajuste de la religión a fenómenos que se producen en planos que empiezan a diferenciarse de ella: la política, la economía, la sociedad, la cultura, la ciencia. Como decía en un texto ya clásico Dominique Julia (1974, p.143):

“los cambios sociales producen en los fieles modificaciones de ideas y deseos tales que se ven precisados a modificar las distintas partes de su sistema religioso. Se da un vaivén continuo, una infinidad de reacciones entre los fenómenos religiosos, la posición de los individuos en el seno de la sociedad y los sentimientos religiosos de tales individuos. Densidad de población, comunicaciones más o menos difundidas, mezcla de razas, oposiciones de textos, de generaciones, de clases, de naciones, invenciones científicas y técnicas, todo eso actúa en el sentimiento religioso individual y transforma así la religión.”

En segundo lugar, hablaré de secularización en tanto que proceso de pérdida de la capacidad normativa de la religión y de subjetivización de las creencias. En este sentido, decir que la sociedad o un sector de ella se ha secularizado implica que sus comportamientos han ganado autonomía respecto de la autoridad religiosa. Es decir, me refiero en este caso a la secularización en tanto que desarrollo en curso, como trabajo permanente de la religión que en nuestras sociedades modernas se recompone, relocaliza y adquiere modalidades múltiples, fragmentadas, subjetivas, tal vez elusivas. En suma, secularización es aquí, por un lado, el tránsito de los regímenes de cristiandad a los de modernidad religiosa; por otro, la permanente recreación de las identidades religiosas que ese tránsito ha puesto en movimiento.
Por último, con el concepto de laicización aludiré a la política estatal de absorción de instituciones y funciones que tiene lugar en los países católicos a partir de la década de 1870, cuando la expresión se pone en boga para aludir a ciertas medidas tomadas en el marco de la Tercera República Francesa. La laicización, como sustracción a la autoridad religiosa de instituciones y de funciones que pasan a la órbita del Estado, constituye entonces un aspecto del proceso mayor y más complejo, que es el de la secularización.
Pasemos, ahora sí, a la descripción, análisis y periodización del proceso argentino.

1. Un primer umbral de secularización

a. La secularización borbónica

Si es preciso buscar un origen al proceso, en el caso hispanoamericano es posible situarlo con cierta seguridad en el siglo XVIII, cuando la monarquía pone en marcha ese proceso de modernización económica y político-administrativa que conocemos como reformas borbónicas.2 El reformismo ilustrado apunta a centralizar el poder, recortando en el plano religioso lazos de dependencia en el plano externo –firma del concordato de 1753- y limitando las autonomías de las instituciones eclesiásticas en el interno –expulsión de los jesuitas, reforma de las órdenes, control sobre hermandades y cofradías, desamortización-. Tiende, además, a maximizar la extracción de recursos de sus dominios coloniales y a acentuar su sujeción política.
Modernización, centralización, racionalización, son palabras que pueden dar idea de la orientación que, no sin obstáculos y resistencias, intenta imponer la monarquía española en sus dominios. La crítica ilustrada de la religión apuntala las medidas reformistas en el plano eclesiástico, que en buena medida no hacen sino poner en ejecución los cánones tridentinos. Sin embargo, no se trata de una secularización que viene meramente “de afuera” o “de arriba”: las sociedades hispanas, a ambos lados del Atlántico, están espontáneamente secularizando –esto es, recomponiendo- patrones de conducta, valores y comportamientos. Un ejemplo lo hallamos en la reorientación de recursos de las órdenes hacia el clero secular y sus instituciones que se advierte claramente en Buenos Aires (Di Stefano y Peire, 2004).
Lo que podemos llamar, al menos provisoriamente, secularización borbónica, posee, entonces, algunos rasgos característicos. Uno es, justamente, la transferencia de recursos del clero regular al secular, que no se verifica sólo en Buenos Aires sino en la totalidad del imperio. La secularización de parroquias en Nueva España a mediados del siglo XVIII, la expulsión de los jesuitas y la formación de juntas de temporalidades para administrar sus cuantiosos bienes; el traspaso de instituciones educativas de los ignacianos al clero secular, el intento de sujeción de los regulares a los ordinarios diocesanos, son todas medidas que obran en el mismo sentido: la restricción de la autonomía de los regulares y el relativo fortalecimiento de la estructura diocesana y del poder episcopal.
Esos cambios se acompañan de otros en la formación del clero y en general en la educación superior. La idea es poner al clero al servicio del proyecto reformista asignándole una suerte de rol civilizatorio, sobre todo en las campañas: el cura de aldea al que Trento había conferido centralmente la misión de administrar los sacramentos a sus fieles, en particular la Eucaristía, es llamado ahora a predicarles la moral del buen súbdito, a instruirlos en aspectos tan insólitos como las técnicas agrícolas y la higiene, e incluso a vacunarlos y a asistir a sus mujeres en los partos3.
En cuanto a la relación con Roma, la secularización borbónica toma distancia del poder pontificio, reclamando para sus obispos facultades amplísimas y recortando las que hasta entonces había detentado la Santa Sede en las Iglesias de los diferentes reinos y colonias –por ejemplo, con la firma del concordato de 1753-. Es el Cisma de Urquijo de 1799 el episodio que pone más claramente al desnudo esta tendencia (Herr, 1971; La Parra López, 2001-2002). Consecuente con ella es la afirmación de que el regio patronato sobre las Iglesias de Indias es inherente a la soberanía, con lo que el relato de su origen como donación pontificia pasa a segundo plano.
La ejecución de estas medidas se encuentra en marcha cuando el mundo euroatlántico se ve sacudido por el impacto de las revoluciones norteamericana y francesa y el ciclo de guerras que de un modo u otro derivan de ellas. Pero la secularización borbónica ya ha modificado lo suficiente las condiciones de la vida religiosa como para legar algunos de sus principales rasgos a la secularización revolucionaria.

b. La secularización revolucionaria

El siglo XIX es testigo de la ruptura del orden colonial y de la progresiva disolución del régimen de cristiandad. La construcción revolucionaria plantea el problema de qué lugar conferirles en el nuevo orden a la Iglesia y a la religión, institucional y discursivamente vinculadas a la legitimidad del orden antiguo y omnipresentes en la vida colectiva. Como veremos enseguida, se pondrán en juego diferentes propuestas que generarán agrios debates y a veces, incluso, violencias. Sin embargo, por debajo de las diferencias existen también ciertos consensos.
La problemática que la revolución enfrenta en el plano religioso se puede descomponer en una serie de cuestiones que hacen a la emergente política y a los cambios socio-religiosos que acarrea la construcción del orden post-revolucionario. En el plano político se presenta el problema de la soberanía, que la revolución seculariza al establecer como fuente del poder al pueblo -o a los pueblos-. En consecuencia, también la noción de ciudadano ha de ir perdiendo las connotaciones religiosas que poseía la de súbdito. Aunque los protagonistas no lo adviertan de inmediato, estas afirmaciones se revelarán grávidas de consecuencias en el futuro.
El problema de la soberanía presenta a su vez diferentes aristas. Una, que se vislumbra de inmediato, es la cuestión del patronato, que la revolución ha aprendido de los Borbones a considerar como rasgo inherente al poder soberano y que resulta, por ende, irrenunciable. Ya en 1810, frente a la necesidad de proveer a una silla en el coro catedralicio de la Capital, se declara el derecho de la Junta a ejercer el patronato como parte del depósito de la soberanía de Fernando. Con la ruptura con la metrópoli el problema se complica ulteriormente, porque Roma –nueva metrópoli religiosa- no tiene la menor intención de reconocer la validez de esa identificación automática del patronato con la soberanía.
Otro problema es el de la vigencia del poder jurisdiccional de autoridades que ahora residen fuera del territorio. Entre las muchas dificultades que este punto genera se cuenta el de las dispensas matrimoniales, cuestión vital para la reproducción de elites demasiado pequeñas como las rioplatenses. Preocupadas por casar a sus vástagos dentro de los límites de sus estrechos círculos sociales, la “gente decente” está crónicamente necesitada de dispensas para unir en matrimonio a primos, tíos y sobrinos. Con la independencia boliviana el tribunal de apelación eclesiástico, Charcas, queda en territorio extranjero, lo que obliga a crear una ingeniería judiciaria local que las autoridades romanas nunca reconocerán como válida. Este problema pone al desnudo una carencia que marca significativamente la historia de la Iglesia católica argentina hasta 1865: Buenos Aires es, en el momento del estallido revolucionario, la única capital de virreinato que aún no ha sido elevada a la categoría de sede arzobispal –y por ende, de máximo tribunal de apelación-, ulterior indicador de la precariedad y escasa integración de sus estructuras eclesiásticas.
La cuestión de la ciudadanía guarda además vinculación con la presencia de comunidades de “disidentes”. Aunque cuantitativamente no son todavía importantes, las de anglicanos y presbiterianos son crecientemente influyentes en la economía porteña y de otras provincias del Litoral. Los “disidentes” se casan -a menudo con niñas católicas-, quieren celebrar su culto –mientras les está prohibido suelen hacerlo en algún buque anclado en la rada del puerto- y además se mueren. De manera que es preciso pensar en el tema de los casamientos –en los mixtos y en los más complicados aún de protestantes entre sí-, en la posibilidad de que tengan ministros y capillas –¿de puertas cerradas o abiertas?- y cementerios, porque no se los puede enterrar en sagrado. En las primeras décadas post-revolucionarias se da por sentada la identificación automática entre disidencia y extranjería, pero esa asociación se irá desdibujando en el futuro: la aparición de ciudadanos argentinos de fe protestante es sólo cuestión de tiempo. Además, la necesidad de encontrar apoyos internacionales para la independencia y el peso económico de las relaciones con Gran Bretaña conducen en 1825 a la firma de un tratado comercial que incluye garantías de tolerancia a favor de los súbditos de los reinos sujetos a su corona. Estamos, pues, frente a las primeras manifestaciones de lo que suele llamarse pluralización del campo religioso.
La revolución enfrenta además la necesidad de circunscribir la religión, que en el antiguo orden permeaba todas las manifestaciones de la vida social, a una esfera propia. La tendencia a la conformación de esferas relativamente autónomas de la religión, la primera de las cuales ha de ser la política, implica la creación de una propiamente religiosa y de una institución que la administre4. Este aspecto, crucial de la historia de la secularización en la Argentina, requiere de una somera explicación. En las sociedades establecidas bajo régimen de cristiandad no existe la Iglesia como institución, por lo que es erróneo constituirla conceptualmente en un sujeto del que se predican intenciones y acciones. Lo que existe en ellas son corporaciones muy autónomas que gestionan el culto, la predicación y la pastoral y administran la jurisdicción espiritual. En el caso de las colonias españolas, esas heterogéneas instituciones tienen como única cabeza común al Papa -en teoría- y al rey -en los hechos-. Por lo demás, es poco lo que las une entre sí y las diferencia del resto de la sociedad. Para dar un par de ejemplos: el obispo de Buenos Aires a fines del período colonial no sólo no puede ejercer el más mínimo control sobre las órdenes regulares, sino que el mismo clero secular escapa en buena medida a su jurisdicción, desde que dos de cada tres clérigos sirven beneficios de colación real, corporativa o familiar5. Una vez que les ha conferido la colación canónica de los beneficios, la que muy difícilmente puede negar a los candidatos sin enfrentar interminables y engorrosos conflictos, el prelado puede despedirse de los clérigos que los sirven.
La Iglesia como institución relativamente centralizada y relativamente autónoma es un producto del proceso de secularización, se construye en paralelo a los estados centralizados –primero en el marco de las monarquías de Antiguo

Régimen y luego en la forma de estados nacionales- y por lo tanto emerge con claridad recién en el siglo XIX, sea por acción del Estado o por reacción hacia sus políticas secularizadoras. En parte la Iglesia es también un agente de secularización, en la medida en que su centralización permite la diferenciación de las esferas. Ese proceso de centralización se da con distintos ritmos en diferentes países. Es muy sugerente en este sentido la comparación entre el Río de la Plata y la Nueva España, donde ese proceso de centralización se advierte ya en la primera mitad del siglo XVIII. Un par de datos pueden dar una idea de lo que se intenta explicar: mientras en México delegados de todas las Iglesias se congregan en 1747 para declarar a la Virgen de Guadalupe como su patrona, dando un paso que Oscar Mazín (1996) ha interpretado, con razón, como la manifestación simbólica del proceso de conformación de una “coalición vigorosa aunque contenida de las iglesias novohispanas”, en la Argentina los obispos se reúnen por primera vez en 18896. En Buenos Aires, escenario de las más vastas transformaciones religiosas del siglo XIX, la construcción del Estado se acompaña de una reforma eclesiástica que coloca por primera vez todas las corporaciones coloniales bajo el control del ordinario diocesano. Nace así, en la mayor de las provincias que van a integrar el país, una institución eclesiástica con jurisdicción sobre las variadas organizaciones religiosas de matriz colonial, otrora autónomas. El cuadro post-revolucionario se completa con la aparición de Roma en el escenario. El desembarco de la Santa Sede bajo la forma de una delegación pontificia encabezada por el arzobispo Giovanni Muzi en 1824 pone sobre el tapete, para el gobierno como para las Iglesias locales, el problema de las relaciones con una nueva metrópoli religiosa que nadie sabe bien cómo funciona. Pero aunque respecto de las relaciones con Roma son muy visibles las diferencias, existen puntos de confluencia significativos en torno al tipo de secularización que conviene promover: por sus propios motivos, Roma comparte el recelo de los Borbones y de la revolución hacia la autonomía de las corporaciones coloniales y también busca centralizar, aunque pretende que esa centralización se produzca, desde luego, bajo su égida7. En otras palabras, el Estado en formación y el poder pontificio, que se asoma al mundo de la Restauración decidido a tomar pro primera vez las riendas de todas las Iglesias del orbe católico, coinciden en la voluntad de institucionalizar y centralizar la vida eclesiástica, aunque difieran en el papel que a cada uno ha de corresponderle en el control y gestión de la Iglesia local.
Frente a un panorama religioso que por todos los factores señalados es ya de por sí bastante conflictivo y se complica aún más al confundirse con las vicisitudes políticas –fracaso de la constitución de 1826, aparición de los partidos unitario y federal, guerra civil- se delinean tres propuestas posibles que interactúan en tensión y a veces en conflicto entre sí, y que constituyen diferentes modelos de secularización. Muy esquemáticamente:
La propuesta galicana defiende la vigencia irrestricta del régimen de patronato –al que concibe como derecho inherente a la soberanía- y promueve una Iglesia “nacional” como segmento del Estado. Desconfía del clero regular –menos fácil de adaptar que el secular a las nuevas condiciones políticas y económicas- y propone el control de la Iglesia por parte del clero diocesano a través del cabildo catedralicio y de su vicario, el “discreto provisor”. No se trata de un cisma: la Iglesia nacional se concibe en comunión con Roma, aunque no entregada a ella de pies y manos en el plano disciplinario, al menos no en la medida en que la Santa Sede lo desearía. Propone además reformar las antiguas rentas eclesiásticas, que tiende a sustituir por sueldos pagados por el Estado (estamos en el origen del presupuesto de culto). Desde esta perspectiva, los canónigos, párrocos y capellanes son funcionarios estatales y las iglesias son dependencias del Estado. La propuesta galicana defiende la tolerancia de cultos, aunque sigue identificando al fiel de la Iglesia del Estado como ciudadano y al “otro religioso” como extranjero.
La propuesta intransigente ve en la Iglesia una societas perfecta independiente del Estado. No niega la necesidad de introducir reformas para ajustar las instituciones eclesiásticas coloniales al nuevo orden, pero cree que sólo pueden implementarse con el acuerdo de las autoridades religiosas locales y sobre todo de la Santa Sede. La Iglesia local debe estar no sólo en comunión con Roma, sino sujeta a ella en el plano disciplinario. Debe reconocer de manera irrestricta el primado de jurisdicción del Papa sobre todas las Iglesias del orbe. Desde este punto de vista el derecho de patronato no es inherente a la soberanía, sino una concesión papal cuya herencia la revolución no puede reclamar, sino solicitar filialmente en el marco de un concordato. Se opone a la tolerancia del culto público de los disidentes, a los que desde luego identifica como extranjeros, por lo que prevé para ellos la sola posibilidad de celebrar el culto a puertas cerradas.
La propuesta liberal pregona el fin del derecho de patronato y el abandono del concepto de tolerancia en nombre del irrestricto reconocimiento de la libertad de conciencia. No niega el carácter católico de la sociedad, pero cree que para favorecer la inmigración es necesario eliminar el marco jurídico que hace del catolicismo la religión del Estado. El catolicismo haría bien en asimilar ciertos lineamientos del protestantismo que contribuirían a adaptar la sociedad criolla a los cambios que se están produciendo en la política y en la economía. El Estado ha de ser neutro en materia religiosa y deberá facilitar el establecimiento y la vida en armonía de todos los cultos útiles a la sociedad. Las Iglesias se conciben, en este caso, como asociaciones voluntarias de creyentes que se unen para celebrar la fe y adorar a Dios.
Si la perspectiva intransigente puede considerarse también como un esquema de secularización, es porque en definitiva propone la independencia de la Iglesia respecto del Estado, y por lo tanto una mayor distinción entre la esfera religiosa y la política, distinción que constituye uno de los rasgos menos discutidos del proceso. En este sentido, el esquema intransigente es más funcional al nuevo contexto de diversificación ideológica y religiosa que el galicano, que identifica automáticamente poder político y poder religioso y subsume las estructuras eclesiásticas al Estado como uno de sus segmentos. Iglesia y Estado, en la perspectiva intransigente, establecen sin dudas estrechas relaciones, pero a partir de la afirmación de una mayor independencia del poder religioso respecto del civil que la que propone la galicana. Además, si consideramos como rasgo distintivo del catolicismo contemporáneo la estrecha vinculación a Roma en términos teológicos y disciplinarios, la respuesta intransigente conlleva una ruptura mayor con el catolicismo de Antiguo Régimen.
En tanto que modelos, los esquemas delineados no describen la realidad. Difícilmente puedan encontrarse en estado puro en el pensamiento o en el discurso de un determinado individuo. No se trata de etiquetas a colgar del cuello de los protagonistas. Las condiciones de producción de los discursos a menudo obligan a la combinación de postulados y premisas de uno y de otro, tal vez en términos que en última instancia pueden resultar contradictorios. La capacidad de esas diferentes perspectivas para entrelazarse en soluciones híbridas se advierte en la Constitución de 1853, intento de encontrar un punto de equilibrio más o menos aceptable para la mayor parte de los actores. El esquema de acuerdo que delinea la Constitución incluye elementos provenientes de las tres matrices, especialmente de la galicana y de la liberal. La Constitución afirma la vigencia del derecho de patronato concebido tácitamente como inherente al ejercicio de la soberanía, herencia de la perspectiva galicana. El “sostén del culto católico”, que en su interpretación restrictiva implica el sostén económico de la Iglesia, es –más que un resarcimiento por bienes incautados, que nunca fueron muy significativos económicamente- consecuencia inevitable del patronato, que por definición conlleva esa obligación. También la obligación que pesa sobre el presidente y el vice en relación a su credo -que en breve dará lugar a controversias, porque excluye de los beneficios de la libertad de cultos al ciudadano que pretenda ejercer la primera magistratura- pueden considerarse también consecuencia lógica del ejercicio del derecho de patronato más que una concesión al catolicismo intransigente. Una concesión más clara es la tácita autorización a las provincias para que en sus constituciones declaren a la católica como religión del Estado, como de hecho ocurre en casi todas. De la tradición liberal, por último, la constitución recoge la amplia libertad de cultos.
Buenos Aires no jura la Constitución y en 1854 promulga la suya, que declara al catolicismo religión oficial de la provincia en la que, paradójicamente, el campo religioso ha devenido más plural. La “Iglesia del Estado” creada en 1822 por Rivadavia y sostenida a rajatabla por Rosas sobrevive hasta que en 1863 la unificación nacional se traduce en la incorporación de la Iglesia de Buenos Aires a la jurisdicción federal, hecho que anticipa apenas la centralización institucional de la Iglesia con la creación de la arquidiócesis de Buenos Aires en 18658. Hasta entonces, en Buenos Aires el consenso en torno al modelo de Iglesia del Estado galicana es muy importante, y sus mecanismos permanecen muy bien aceitados, a pesar de la amplia difusión que alcanzan las ideas liberales.
Mientras tanto, la sociedad porteña, transformada progresivamente por los cambios sociales que comportan la aceleración del proceso inmigratorio y la consolidación de los lazos con el mercado internacional a través de ciertas producciones de la pampa húmeda –lanas, tasajo, grasa, cueros- es testigo de una ruptura en el plano religioso que ha de separar a varias generaciones de clericales y anticlericales. Hasta fines de la década de 1850 la masonería porteña y la “prensa liberal”, aunque críticas a menudo de ciertas modalidades del ejercicio de gobierno eclesiástico, no han renegado oficialmente del catolicismo. Un diario como La Tribuna de los hermanos Varela, al que la curia y el periódico La Relijion ven como corifeo de los “enemigos de la Iglesia”, publica en los años centrales de esa década artículos que sería esperable encontrar en la prensa confesional, como los que denuncian irreverencias hacia el culto, reclaman mejoras edilicias para los templos y hasta elogian al nuevo obispo9. Pero en 1857 se produce un quiebre duradero que enfrenta a las autoridades diocesanas y a los jesuitas con las sociedades masónicas cuando el obispo Mariano Escalada expulsa de la Iglesia a los masones con una carta pastoral que genera honda indignación. Se abre así una brecha, que han de profundizar el debate constituyente de 1860, el Syllabus (1864) y el Concilio Vaticano I (1869-1870), entre la opinión crítica del giro intransigente que Pío IX ha dado a su pontificado desde 1849 y los defensores de la política del pontífice. Las hostilidades irán in crescendo, con momentos de mayor y menor algidez, hasta el “momento laico” de 1880.
Podemos pensar, entonces, en un primer umbral de secularización que cristaliza en la primera mitad del siglo XIX. Ya entonces se produce la ruptura irreversible del antiguo orden a partir de una definición secular de la soberanía y una consecuente (y progresiva) diferenciación del ciudadano y el fiel. Más allá de las diferencias, nadie pone en discusión la redefinición secular de la soberanía y de la ciudadanía ni la necesidad de una reforma de las estructuras eclesiásticas coloniales para adaptarlas a los cambios políticos que se han producido desde 1810. Las soluciones que se proponen a la pluralización incipiente del campo religioso no incluyen la conservación inalterada de la antigua uniformidad, sino que parten, como postura de mínima, de la tolerancia del culto privado de los “disidentes”. En este primer umbral las relaciones entre poder civil y poder religioso se desnaturalizan y dejan de pensarse en términos meramente jurisdiccionales para transformarse en relaciones entre dos instituciones, clivaje central del siglo XIX. Se trata de crear una esfera específica para “encerrar” dentro de ella a la religión, que en época colonial ha impregnado todas las manifestaciones de la vida colectiva, y crear de tal modo espacios relativamente autónomos para otras esferas en proceso de conformación.

2. Un segundo umbral de secularización

a. El momento laico

Fortunato Mallimaci (2004) propone una primera etapa de “enfrentamiento entre catolicismo y liberalismo” por la “definición de la modernidad religiosa en América Latina”, a la que caracteriza como la de los “Estados con hegemonías liberales entre 1880 y 1930”. En el contexto argentino detecta un primer momento o “tipo ideal” de laicidad al que define como “laicidad liberal” y que “con sus avances y retrocesos” regula las relaciones entre poder político e Iglesia y entre sociedad y religión entre 1880 y 1930 (Mallimaci, 2008, p. 243-245). El planteo me sugiere dos observaciones críticas. La primera es que en la Argentina la laicización –aspecto parcial del más amplio proceso de secularización que consiste en la sustracción a la órbita religiosa y a sus autoridades de instituciones que pasan bajo control del Estado- es un proceso trunco y a mi entender no define una etapa de enfrentamiento que se extienda a lo largo de medio siglo. Su historia reconoce un primer episodio en Santa Fe, donde el gobernador Nicasio Oroño decide secularizar el convento de San Lorenzo y establecer el matrimonio civil. Pero la osadía le cuesta el cargo y las medidas laicistas que perduran no se implementan sino en la década de 1880, cuando la construcción del Estado, la inmigración de masas y la modernización económica y administrativa inducen a la elite gobernante a tomar el control de algunas instituciones y funciones clave sobre el modelo de la Tercera República francesa. La “embestida laicista” ni siquiera abarca toda la década, sino que conoce dos momentos álgidos: 1882-1884, con la discusión y promulgación de las leyes de educación y de registro civil, y 1888, cuando se debate y establece el matrimonio civil. A partir de entonces el empuje laicista se debilita y los sectores anticlericales más duros empiezan a hablar de una “ola negra” y de una “invasión clerical” que el poder político tolera y tal vez alienta. Es significativo que durante la primera presidencia de Roca, en el momento de mayor tensión, Sarmiento denuncie desde las páginas de El Censor las vacilaciones y ambigüedades del roquismo en relación a la Iglesia (Amestoy, 1991, p. 23).
La segunda observación es que caracterizar al momento laico como “liberal” no ayuda a captar la complejidad de la trama religiosa del período. Por cierto, no sólo Mallimaci ha definido como liberales –con “diversas variantes”- a las fuerzas críticas del catolicismo10. Creo que conviene definir con mayor precisión las ideas referidas a la religión que conciben o adoptan en la Argentina finisecular diferentes defensores de la política de laicización. Al menos en línea de principio, el liberalismo prescribe la neutralidad del Estado, la igualdad de todos los cultos y el otorgamiento a todas las Iglesias del estatus de instituciones de derecho privado. Mallimaci (2004, p. 34) señala como característico del “orden liberal” la prescindencia estatal. En la Argentina, por el contrario, el culto católico conserva siempre, en los hechos, su carácter oficial –aunque no haya sido declarado religión de Estado en sede constituyente- y la Iglesia Católica, a diferencia de las demás, es reconocida como una institución de derecho público a la par del Estado. No hay aquí, entonces, una política de Estado de corte liberal en materia religiosa, porque los sucesivos elencos gobernantes, que cambian de ideas en relación a multitud de problemas, no las varían en cuanto a la concepción del derecho de patronato como rasgo inherente a la soberanía.
En el plano de las ideas emergen en este período corrientes de pensamiento nuevas, no ya agnósticas y anticlericales, sino decididamente antirreligiosas, signos visibles de cambios profundos. La fragmentación de las fuentes de trascendencia se expresa en la emergencia de fes sustitutivas como la ciencia, la patria y, para quienes abrazan la contestación social en las filas del anarquismo o del socialismo, la causa de la clase trabajadora irredenta. La elite gobernante, imbuida de los ideales del cientificismo en boga y abocada a la construcción del Estado nacional, alienta la sacralización de la ciencia y de la patria. El Partido Socialista que funda Juan B. Justo en 1896 es más abarcador aún: apela recurrente y conjuntamente al patriotismo, a la ciencia y a la emancipación social como fuentes de trascendencia. No está desprovisto incluso de un cierto evangelismo que acerca a sus filas a protestantes y espiritistas. Pero sobre todo apela a la ciencia, capaz no sólo de ofrecer respuestas seguras en relación a la naturaleza y a la historia, tarea que tradicionalmente había sido competencia de la religión, sino de garantizar un progreso que no ha de ser sólo material, sino también moral, y que llevará a la humanidad a un estadio de civilización que poco tiene que envidiarles a las utopías religiosas.
Pero en el terreno de las ideas se advierte también la convivencia –y a veces una recurrencia oscilante- de afirmaciones provenientes de la matriz liberal y de la galicana: en los debates parlamentarios, como en la gran prensa periódica, se defiende a rajatabla la libertad irrestricta de los cultos -siempre que se trate de confesiones cristianas, porque a fin de siglo la inmigración judía crea perplejidades, titubeos, ambigüedades y tal vez sonoros denuestos por parte de figuras y periódicos tan “liberales” como La Nación-, pero los reclamos de separación formal del Estado y de la Iglesia gozan de menores consensos y suelen ser rechazados –o pospuestos- en nombre de la vigencia irrestricta del régimen de patronato. Los ejemplos son innumerables. Cuando en 1882-1883 se discute la eventual firma de un concordato con la Santa Sede, la “opinión pública liberal” pone el grito en el cielo, pero no en nombre de la separación de la Iglesia y del Estado, como habría cabido esperar, sino en el del ejercicio irrestricto del derecho de patronato. Cuando se debaten las leyes laicas el Congreso de la Nación considera oportuno y conveniente reeditar los documentos de espíritu galicano del Memorial Ajustado de 1834, a los que juzga de referencia ineludible para reglar las relaciones entre Estado e Iglesia11. El primer gobierno de Julio Argentino Roca, definido por todos los autores como “liberal”, reclama en 1886 el derecho a nombrar sin concurso de todos los párrocos interinos, una medida que a Carlos III ni se le habría ocurrido –aunque sí a Rosas-12. La continuidad en ese aspecto es tan clara, que en 1901 el diputado Emilio Gouchon apela a las Leyes de Indias para denunciar la radicación ilegal de órdenes religiosas europeas13.
La cesura laicista no conduce entonces a la separación de la Iglesia y el Estado, como ocurre en Brasil en 1889, en Francia en 1905, en México en 1917, en Uruguay en 1919 y en Chile en 1925. La Iglesia Católica seguirá siendo una institución de derecho público como el Estado y las demás instituciones religiosas quedarán confinadas al plano del derecho privado junto a los clubes deportivos o las sociedades benéficas. Con ello se sanciona la desigualdad jurídica de los cultos y se reconoce al catolicismo como cuasi oficial. El Estado se limita a laicizar algunas instituciones y funciones, en algunos casos porque no tiene más remedio a causa de la irreversible pluralización religiosa de la sociedad. Más aún: la laicización de esas instituciones y funciones ni siquiera autonomiza por completo el área de actividad respectiva de las facultades de intervención de la Iglesia. En parte ello se debe sencillamente a que no es posible: aunque los más aguerridos laicistas anhelen una educación completamente separada de la intervención eclesiástica, el Estado no está en condiciones de asumir esa tarea por sí solo, como queda claro apenas se echa una mirada a la realidad de algunas provincias –que nunca estuvieron sujetas a la ley 1.420, vigente sólo en los territorios de jurisdicción federal- y singularmente a los territorios nacionales patagónicos, donde los salesianos instruyen a amplias porciones de la población educanda. Lo mismo ocurre con el laicísimo registro civil, que en aquellos parajes remotos, donde el Estado constituye una realidad lejana y brumosa, llega a las aldeas y estancias ovejeras en las alforjas de abnegados misioneros de a caballo.
Además, el Estado reserva ciertos nichos de actividad para el catolicismo dentro de las tareas que asume: parte de la asistencia paramédica en los hospitales públicos se confía a congregaciones religiosas femeninas, al igual que las cárceles de mujeres, encomendadas a la vigilancia de la Congregación del Buen Pastor. La evangelización de los indios, de acuerdo al artículo 67 de la Constitución, queda en manos de religiosos católicos. Las Fuerzas Armadas siguen siendo asistidas por capellanes castrenses y el culto público de la patria laica sigue incluyendo la celebración del Te Deum en la catedral metropolitana, al que las autoridades acuden con rigor14. A ello se suma la reserva de funciones para el catolicismo en el terreno privado, no sólo toleradas sino incluso favorecidas por las familias de la elite dirigente: así ocurre con la educación secundaria, sobre todo de las clases medias y altas, y con la enseñanza primaria en los territorios nacionales, así ocurre también con la política estatal de beneficencia. Más de un anticlerical de nota será recriminado por sus correligionarios por enviar a sus hijos a colegios regenteados por los jesuitas o por los padres de La Salle.

b. La confluencia

En los últimos años se ha ido formando un cierto consenso en torno a la idea de que el período de hegemonía laico no se extiende hasta 1930, como sostuvieron autores de referencia en la materia, sino que conoce su eclipse bastante antes, por lo menos a caballo del cambio de siglo. El llamado “renacimiento católico”, que hasta no hace mucho se identificaba rápidamente con la década de 1930 y con la imagen de las multitudes católicas reunidas en Palermo durante el Congreso Eucarístico Internacional de 1934, se ha desdibujado un tanto a partir de los estudios dedicados a las décadas precedentes15. Basta señalar que ese congreso, hito de la historia religiosa y cultural de nuestro siglo XX, comienza a ser preparado dos décadas antes, y que la metamorfosis de las procesiones decimonónicas en manifestaciones callejeras ya es un hecho hacia el Centenario: en la celebración del Corpus Christi de 1910, que tiene lugar pocos días después de los festejos centrales, los organizadores se sorprenden por una muchedumbre mucho más nutrida que la que esperaban, compuesta mayoritariamente por varones y más proclive al barullo que al recogimiento (Lida, 2009). Tampoco la sintonía entre Fuerzas Armadas e Iglesia es una novedad de la década de 1930, como ilustra la participación de regimientos y bandas de música en las movilizaciones católicas de las décadas de 1910 y 192016.
Como llevamos visto, ya en la década de 1890 los sectores laicistas más decididos empiezan a denunciar inconsecuencias en la conducta de quienes tienen en sus manos las riendas del Estado y, en su opinión, han asumido el deber de conservar incontaminada la pureza de su laicidad. Esos mismos sectores dejan sentir, a caballo del cambio de siglo, las primeras denuncias de lo que denominan la “ola negra”, esto es, una suerte de contraataque clerical que cuenta –según creen- con la aquiescencia del elenco gobernante. Sus motivos de alarma no son meramente imaginarios: la inmigración de masas es también inmigración de congregaciones que por diferentes motivos ven recortados sus radios de acción en Europa y encuentran en la Argentina –como en otros países- un terreno propicio para conservarlos e incluso ampliarlos. Esas congregaciones son más influyentes que las antiguas órdenes y que los cleros seculares de las diferentes diócesis argentinas –a las que en 1897 se suman las de La Plata, Santa Fe y Tucumán-, porque emigran trayendo consigo sólidas experiencias en distintos ámbitos de actividad –especialmente en el de la educación-, recursos económicos y humanos, estructuras y métodos de probada eficacia. Caso digno de nota es el de los salesianos, que despliegan una estructura de educación técnica capilar y predican una cultura del trabajo que sintoniza muy bien con las necesidades de un país en proceso de modernización y crecimiento económico.
El contexto favorece el acercamiento de posiciones, la sintonía entre las necesidades y discursos de la elite y los del nuevo catolicismo. Si en la década de 1880 el clima de época y las necesidades derivadas de la construcción del Estado habían dado lugar a una divergencia que derivó por momentos en choque, el clima ideológico del cambio de siglo propicia más bien las armonías. A los resquemores frente a las amenazas que podrían derivarse para la identidad argentina de la afluencia masiva de extranjeros, se suman a comienzos del siglo XX los que suscita el “peligro maximalista”. Además, aunque la fe en la capacidad redentora de la ciencia es inconmovible en multitud de hombres y mujeres de diferentes orígenes sociales y dispares adhesiones ideológicas -no es un dato menor el que la Asociación Positivista Argentina se funde tan tarde como en 1925-, la convicción cientificista de la década anterior comienza a verse mitigada por una incipiente reacción espiritualista17. (Una breve digresión: deberíamos estudiar más las ideas religiosas de nuestros intelectuales de las últimas décadas del siglo XIX y de las primeras del XX. No son pocos, por ejemplo, los que toman parte en sesiones espiritistas, y no en todos los casos por mera curiosidad. Los librepensadores, en cuyas filas militan muchos de ellos, se muestran a menudo ambivalentes en materia religiosa. Es significativo, por ejemplo, que sea en el marco de una historia de las religiones de corte evolucionista que proponen al librepensamiento como último eslabón de las “tendencias del espíritu humano hácia la emancipación de la teología y del dogma”)18. En los últimos años del siglo XIX surgen voces que expresan una cierta desilusión frente a la mercantilización y el materialismo modernos, a los que creen capaces de aniquilar valores fundamentales como la virtud patriótica y el honor19.
En cualquier caso, el nuevo contexto proporciona un terreno de confluencia entre catolicismo y nacionalidad. El catolicismo se perfila como un colaborador eficaz para hacer frente a las dos grandes preocupaciones de la elite frente al advenimiento de la sociedad moderna y aluvial, el de la identidad nacional y el de la cuestión social. Después de todo, cerca del 85% de los inmigrantes son nominalmente católicos, por lo que la pertenencia religiosa puede considerarse, con buenos motivos, como la más clara de las pocas marcas identitarias que tienen en común argentinos y extranjeros20. La masificación de la economía, de la política y de la vida pública está volviendo ineficaces formas de intervención y organización que habían sido adecuadas en el marco de las dinámicas de poder internotabiliar. Signo de ello es que la masonería inicie su declive y que la prédica anticlerical pase a ser asumida por los partidos, sobre todo el socialista21. En ese contexto, la elite dirigente encuentra varios buenos motivos para evitar innecesarias confrontaciones con la Iglesia: obligada a buscar canales adecuados para incidir en la “formación de las almas” en el nuevo contexto de la sociedad de masas –canales entre los que se cuentan el servicio militar obligatorio (1901) y la educación patriótica de las escuelas que teoriza José María Ramos Mejía-, descubre que también el nuevo catolicismo es capaz de transformarse en uno de ellos, merced a las nuevas ideas que pregona y a la vasta red de instituciones que controla. En este sentido, el reajuste de la laicidad argentina que se verifica a caballo del cambio de siglo puede considerarse también una respuesta en el plano religioso al proceso de masificación de la vida pública.
Lo de “nuevas ideas que pregona” refiere a que el catolicismo, por su parte, ha cambiado su discurso durante la década de 1890. León XIII ha arriado –a media asta- la bandera del antiliberalismo de su antecesor, para izar en su lugar la de la concordia entre las clases que propone la encíclica Rerum novarum en 1891. Se trata de un cambio de acento, por cierto, no del abandono de la prédica antiliberal, pero esa inflexión dota al catolicismo de un mayor atractivo a los oídos de la elite gobernante. Así, aunque la secularización como proceso cultural avanza y modifica significativamente las costumbres de los sectores urbanos, las elites dirigentes tienen cada vez menos motivos para crearse problemas con la Iglesia profundizando el proceso de laicización. Empiezan a comprender que las eventuales ventajas de avanzar por ese camino son menores frente a las que puede proporcionar la colaboración con una Iglesia que ha comenzado a hablar un idioma mucho más aceptable: mientras las posturas abroqueladamente antiliberales de Pío IX eran difícilmente digeribles, la doctrina social de León XIII sintoniza bien con ciertos discursos de sectores reformistas de las elites en relación a cómo hacer frente a los desafíos de la modernidad22. En definitiva, ya el Estado se ha laicizado lo suficiente como para garantizar los derechos de los ciudadanos, con independencia de sus convicciones religiosas. En definitiva, también, las bases de sustentación ideológica de ese Estado no son nada incompatibles con las de la Iglesia. Basta un ejemplo: Delfín Gallo, durante los debates de 1884, había observado que la enseñanza de la moral que se impartiría en las escuelas laicas no se apartaba de la que predicaba la Iglesia23. Así, a comienzos del siglo XX no faltan indicadores de una mayor llegada de la Iglesia en los despachos gubernativos, como el lento regreso de la educación religiosa a las escuelas públicas -aún en la Capital Federal-, la reanudación de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, que Roca había interrumpido al expulsar al nuncio en 1884, y –más ruidosamente- el triunfo católico en el conflicto por la ley de divorcio en 1902.
Hacia el Centenario se comienza a dotar a esa confluencia entre catolicismo y nación de un sustento discursivo. Se produce, por ejemplo, un significativo cambio de registro en las lecturas católicas de la Revolución de Mayo, que hasta entonces no habían diferido significativamente de las acuñadas por los “liberales”. En 1910 Agustín Piaggio escribe un libro en el que reivindica la acción del clero durante la revolución de independencia, y la Academia del Plata concibe la iniciativa –que nunca se concreta- de elevar un monumento a los clérigos y religiosos patriotas de un siglo atrás. Ese mismo año casi todos los obispos envían sus reflexiones sobre el Centenario a la Revista Eclesiástica de Buenos Aires a pedido de su joven director, el presbítero Gustavo Franceschi, y varios de ellos –como Espinosa, Linares y Benavente- exaltan al clero revolucionario, al tiempo que deploran la decadencia moral del país24. En la primera historia general de la Iglesia argentina que en 1915 escribe el obispo de Paraná, Abel Bazán y Bustos, se lee que el país “debe, pues, al clero algo más de lo que se cree y confiesa comúnmente; le debe, más que a ninguna otra causa, el éxito definitivo de su independencia”, desde que sin él “no se hubiera realizado la emancipación política argentina”. Todos esos escritos encierran un mensaje prescriptivo para el presente. Así, para Bazán y Bustos las desgracias del país se deben en parte a que se ha tratado de separar al clero de la sociedad recluyéndolo en las sacristías. Pero nunca es tarde: el clero actual, dice, no es menos virtuoso, ilustrado y patriota que el de 1810, sino incluso mejor, porque además de ser parejamente culto y patriota es más disciplinado y sobre todo más ortodoxo (lo que en buen romance significa más romano). El clero es el depositario de los valores que la Argentina añora y a la vez necesita recuperar con urgencia:

“Si en algún gremio, en medio de la anarquía moral y patriótica, por no decir bancarrota de civismo de la actual utilitarista generación, se conservan aquellas virtudes cívico-morales que tanto enaltecieron a los fundadores de la independencia argentina, es precisamente en el clero” (Bazán y Bustos, 1915, p. 53).

A pesar de sus muchos logros materiales, a un siglo de su independencia –en los discursos católicos de la época tiende, significativamente, a desaparecer la palabra “revolución”-, el país se encuentra amenazado y lo peor que pueden hacer sus dirigentes es atacar a la religión. Así lo afirma Miguel De Andrea en la famosa alocución de 1910 sobre religión y patria, en la que llama a sus interlocutores a economizar las fuerzas que podrían estar tentados de volcar en ataques al catolicismo para emplearlas en “contrarrestar la influencia demoledora de las doctrinas disolventes”. De lo contrario, “cada uno de los ataques que dirijáis contra sus verdades y sus principios [se refiere al catolicismo], contra sus prácticas y su moral, será un nuevo golpe que descargaréis sobre los cimientos mismos del edificio social en que descansáis”25. Paralelamente, para el arzobispo de Buenos Aires Antonio Espinosa la Argentina de 1910 es un “coloso sostenido por pies de barro” bajo cuyas “grandezas tiemblan amenazadoras las catástrofes, como un volcán que se agita”, porque “en medio de nosotros existen masas populares en las cuales se ha debilitado y extinguido la idea religiosa y de consiguiente el sentimiento íntimo del deber y el patriotismo”26.
Pero a pesar de esas críticas para nada veladas al orden que se ha venido construyendo desde 1880, la jerarquía católica, por convicción o por resignación, ha terminado aceptando ciertos rasgos esenciales del país laico. De hecho, los obispos no cuestionan todas las conquistas de la laicidad del período precedente: mientras la educación religiosa en las escuelas públicas es motivo de disputas y reclamos -y lo es hasta hoy, en algunos casos-, no se alzan voces que propongan la rediscusión del registro estatal de las personas o del matrimonio civil. El pacto laico prevé la aceptación, por parte de la Iglesia, de su exclusión de ciertas funciones que el Estado ha reservado para sí, y por parte del Estado el reconocimiento de la Iglesia Católica como interlocutor privilegiado en el plano religioso y del catolicismo como culto cuasi oficial. Por eso los intentos de modificación del pacto, como la reforma constitucional santafesina de 1921, estarán condenados al fracaso (Mauro, 2010, p. 9 y ss). Por supuesto, se trata siempre de una relación relativamente inestable, sujeta a recurrentes renegociaciones y reajustes, pero en el largo plazo considerablemente sólida.

c. La nación católica

No me extenderé en el relato de lo ocurrido durante el período de auge de la “nación católica” porque resultaría redundante, dada la ya vasta bibliografía sobre el tema. Para no interrumpir el hilo del relato basta recordar que uno de los reajustes más importantes se da en el período de entreguerras, cuando la Iglesia deja de limitarse a buscar más amplios espacios dentro del marco del sistema para proponer al catolicismo como alternativa frente a la crisis del liberalismo y a la emergencia del comunismo. En la década de 1930, la crisis económica general y la crisis política local refuerzan el rol tutelar que la Iglesia ha ido adquiriendo sobre las instituciones públicas. Como es bien sabido, lo que Loris Zanatta (1996, p. 18) describió como “clericalización de la vida pública” implica la apelación a la legitimidad religiosa sobre la base de la identificación entre nación y fe católica, la desprivatización de la simbología católica –crucifijos y vírgenes empiezan a aparecer en los establecimientos públicos-, el tratamiento cada vez más desigual que el Estado dispensa a los demás cultos -la creación del registro de cultos en 1943 confirma las garantías jurídicas de que goza la preeminencia católica-. Simultáneamente, para hacer frente a los desafíos de una sociedad masificada, la Iglesia maximiza sus esfuerzos por la conquista del espacio público con la puesta en marcha de nuevas organizaciones de masas que absorben las asociaciones laicales preexistentes y recortan su autonomía al colocarlas bajo el control de la jerarquía (Auza, 1984, p. 166; Di Stefano y Zanatta, 2000, pp. 377-409).
El catolicismo se propone como tercera vía frente al liberalismo en desgracia y al comunismo en expansión. Muchos católicos argentinos simpatizan con ciertos regímenes autoritarios de corte tradicionalista –como el franquismo español y el salazarismo portugués-, y en general se acogen con mayor entusiasmo las condenas pontificias del comunismo que las del “nacionalismo paganizante”. Tiende a imponerse un catolicismo muy politizado, de sensibilidad nacionalista, criollista, hispanista.
La Iglesia ya no reclama meramente mayores espacios dentro de un sistema que aunque merezca ser objeto de algunas de sus críticas en el fondo ha terminado por aceptar. Ahora propone reformular el pacto laico con el es tablecimiento de un Estado confesional, de ser posible a partir de una reforma de la constitución que incluya el reconocimiento del catolicismo como religión de Estado y la obligatoriedad de la enseñanza religiosa católica en las escuelas públicas. Como es sabido, ese proyecto nunca cuaja, y las pretensiones católicas encuentran una valla insalvable en la negativa del primer peronismo a incluirlas en la Constitución de 1949 -que satisface, sin embargo, otros de sus anhelos-. Las tensiones entre catolicismo y peronismo, que pueden rastrearse desde los albores de sus relaciones, devienen conflicto en 1954-1955, lo que da lugar a la sanción de un paquete de leyes -de vida efímera- que representan el mayor grado de laicidad alcanzado por el país incluso hasta el día de hoy.

d. La crisis de la nación católica

El año 1955 abre un período caracterizado por la inestabilidad. La proscripción de la fuerza política mayoritaria impide la cristalización de propuestas viables, por lo que endebles gobiernos civiles y militares, signados todos por la ilegitimidad de origen, se suceden unos a otros. La superposición de tres conflictos crea un cóctel explosivo para el catolicismo: el primero es el de la Guerra Fría, que sobre todo a partir de la revolución cubana tiende a polarizar los posicionamientos políticos hacia izquierda y derecha; el segundo es la “guerra civil larvada” que divide a la sociedad argentina entre peronistas y antiperonistas; el último es la implosión del catolicismo argentino a raíz de las divergentes interpretaciones de los contenidos, significados y alcances del Concilio Vaticano II. El trasfondo es una sociedad cada vez más secularizada, en el sentido de que se muestra cada vez menos sujeta a la autoridad religiosa. En la década de 1960, esa suerte de revolución cultural que pone a los jóvenes en primer plano en todo el mundo occidental escapa a cualquier posibilidad de ser aunque más no sea comprendida por una jerarquía eclesiástica que sigue pensando la realidad con parámetros arcaicos. Pero el aumento de la conflictividad social y la inestabilidad política fortalece al episcopado, desde que los déficits de legitimidad política tienden nuevamente a compensarse con la apelación a otras, entre las que figura la religiosa. Los conflictos nacionales y los eclesiales se confunden en un país en el que la identidad católica y la nacional han alcanzado un alto grado de identificación. Basta un único ejemplo para ilustrarlo. En 1961 el presidente Arturo Frondizi, en una carta pública que dirige al cardenal legado del Estado Vaticano en ocasión del Segundo Congreso Mariano Interamericano, se define “gobernante católico de una nación católica” para enseguida agregar:

“La unidad de nuestras creencias religiosas ha sido y es el fundamento de la unidad argentina, y bajo el amparo de su doctrina ecuménica la fe católica aglutinó a todas las razas y pueblos del mundo que la inmigración trajo a estas tierras nuevas” (Rondanina, 1965, p. 34).

El presidente argentino afirma enseguida que en dicho Congreso los países latinoamericanos rendirán homenaje a la “Madre de Dios” para “solicitarle su protección contra la amenaza de un materialismo ideológico y práctico que llega a nuestras tierras, y que en el comunismo expresa su más rudo y concreto avance desquiciador”. Para Frondizi es en la encíclica Mater et Magistra que “el gobernante de un pueblo católico descubre una guía para la conducción política”, de manera que “todo aquel que alguna influencia tuviera no puede eludir su cumplimiento si aspira a ver triunfar el orden social cristiano” (Rondanina, 1965, p. 34).
Los autores difieren en la valoración histórica de la crisis entre Iglesia y gobierno peronista y de los cambios que produjeron en el catolicismo argentino los fermentos que conducirían a -o encontrarían eco en- el Concilio Vaticano II. La lectura de Mallimaci (2008) propone la continuidad de una “secularización católica integralista” que no habría conocido cambios sustanciales entre 1930 y 198327. La de José Zanca (2006) establece un quiebre significativo en la década de 1950. En parte esas diferencias de puntos de vista responden a las distintas graduaciones de las lentes que cada autor usa para observar el proceso. No faltan rasgos de continuidad en el medio siglo que media entre 1930 y 1980. En última instancia, el clivaje sigue siendo el mismo que establece el momento laico, esto es, un Estado moderadamente laico que reconoce y garantiza la hegemonía de una Iglesia Católica que representa en términos religiosos a la abrumadora mayoría de la población. Sin embargo, creo con Zanca que entre 1955 y 1966 se produjeron cambios que invitan a pensar en una fase intermedia entre ese decenio y la normalización institucional de 1983.
Desde fines de la década de 1950 la jerarquía pierde interés en la movilización de las organizaciones laicales, siempre potencialmente insumisas, tal vez turbulentas, a las que la implosión conciliar y su superposición con los conflictos político-ideológicos han vuelto más peligrosas aún (Zanca, 2006, p. 34). Por otro lado, los cambios culturales dificultan su comprensión de una sociedad –y sobre todo de una juventud- que se transforma y seculariza a grandes pasos. Otros mecanismos de intervención resultan menos riesgosos en el marco de una “democracia” debilitada por la ilegitimidad y la creciente conflictividad: una nueva inflexión del pacto laico incluye la apelación a mecanismos de influencia en la sociedad política que permiten a los obispos –como a las Fuerzas Armadas- ejercer una suerte de poder de veto en materias “sensibles”. Así, el triunfo católico en el conflicto “laica o libre” no se debe tanto a la gran movilización de las masas católicas –opacada por la mayor convocatoria de los sectores laicistas- cuanto al peso político que ha ganado el episcopado en el post peronismo, que lo exime de intervenir en la vida pública a través de los mecanismos propios del catolicismo de masas. Un catolicismo de cuya agonía el cierre del diario católico El Pueblo constituye a mi juicio otro indicador.
Sería erróneo, sin embargo, afirmar que el poder de veto del episcopado carece de sustento cultural y social. Pervive incólume el mito de la nación católica, como revelan las muchas apelaciones a sus ideas eje por parte de los gobiernos civiles de legitimidad dudosa y de los militares que se encaraman en el poder entre 1955 y 1973. Así, no llama la atención que en los años sesenta se siga difundiendo la lectura católica de la Revolución de Mayo en establecimientos de formación militar28. También es significativo que el proyecto más ambicioso de la historiografía confesional, la obra monumental de Cayetano Bruno (1966-1981), en la que su autor se propone explícitamente, desde la primera página, reivindicar la obra de la “madre patria” y de la Iglesia desde la conquista, haya comenzado a publicarse en 1966. Esa persistente identificación entre nación y catolicismo es lo que permite la caracterización del “enemigo interno” como amenaza para la “civilización occidental y cristiana” y la denuncia de “infiltración marxista” en las filas de la Iglesia, lo que durante los períodos de mayor represión cuesta la vida a un buen número de católicos “molestos”. Lo que interesa destacar es que si ese imaginario nacional-católico pervive es, en buena medida, porque encuentra un correlato en ciertos rasgos de la realidad: aunque la secularización de las costumbres es a todas luces significativa desde la década de 1960, el universo religioso argentino reconoce todavía una abrumadora hegemonía católica.

3. ¿Hacia un nuevo pacto laico?

Luego de 1983 el episcopado sigue ejerciendo un cierto poder de veto, aunque más limitado, como queda en evidencia toda vez que se ven amenazadas las posiciones católicas en materia educativa o en la implementación de políticas de salud reproductiva. Indicador de su peso político es la invitación que se le formula para que tutele el desarrollo del “Diálogo argentino” durante la crisis que se abre en 2001. Sin embargo, la configuración del universo religioso ha cambiado demasiado y sigue haciéndolo rápida y significativamente, merced al debilitamiento de la autoridad eclesiástica en las costumbres, al crecimiento explosivo de nuevos movimientos religiosos , de otras alternativas espirituales y de otras Iglesias cristianas –sobre todo pentecostales-, a la caída del número de quienes en las encuestas se definen como católicos y sobre todo al de los que podemos llamar “católicos practicantes” –es decir, aquéllos que por lo menos asisten a la misa dominical-. Se extiende significativamente el proceso de subjetivización de las creencias y de las prácticas, lo que conlleva una tendencia a la pérdida de control de las creencias y prácticas por parte de las instituciones religiosas. Tales cambios socavan las premisas sobre las que se afirmó el pacto laico de 1880, en primer lugar la de un Estado y una Iglesia que regulan el campo religioso de manera casi exclusiva.
Creo que podemos pensar, a título de hipótesis, en un primer umbral de secularización que cristaliza entre 1810 y 1880 -con la definición secular de la soberanía y la consecuente diferenciación entre el ciudadano y el fiel, y con todas las implicancias para la religión que de ellas se derivan- y en un segundo umbral, o pacto laico que se establece en la década de 1880 y que conserva durante un siglo sus lineamientos esenciales –la regulación de la laicidad en torno al clivaje de dos actores, el Estado y la Iglesia Católica-, con un momento de inflexión importante en las décadas de 1950-1960. La secularización de las costumbres y la pluralización del universo religioso de los últimos decenios, que han quedado en evidencia en las reacciones a que dio lugar la reciente sanción de la ley de matrimonio igualitario y en las que está suscitando la nunca sancionada ley de libertad religiosa, invitan a mi juicio a un amplio debate público en torno a la laicidad argentina, cuyos lineamientos ya no pueden seguir definiendo en exclusiva el Estado y la Iglesia Católica.

Notas

1 CONICET/UBA. Correo electrónico: distefanoster@gmail.com. Los aspectos teóricos del trabajo fueron presentados en el panel “Secularización y laicidad” de las 3º Jornadas de Historia de la Iglesia y la Religiosidad, San Salvador de Jujuy, 18 de septiembre de 2010, en colaboración con la Dra. Ana Teresa Martínez.

2 Sobre los aspectos religiosos de las reformas se ha escrito mucho. Es necesario ver, desde luego, los trabajos de Farris (1968), Brading (1991), Taylor (1996) y Van Young (2006). A partir de allí se pueden ver además Giménez Fernández (1939), Rodríguez Casado (1951), Góngora (1969), Luque Alcaide (1998).

3 Para el caso rioplatense ver Di Stefano (2000).

4 Sobre estos temas puede verse Di Stefano (2004, 2008).

5 V. Rodríguez Valencia (1961), trae la visita ad Limina del obispo Lué, en la que manifiesta su impotencia para controlar a los regulares. Sobre las dificultades para disponer del clero secular cfr. Di Stefano (1997-1998).

6 La primera carta pastoral colectiva de los obispos argentinos en Documentos del Episcopado argentino, 1993, t.I, pp. 22-43.

7 Véase Rocca (1992).

8 Nota al Obispado y otras oficinas deslindando la jurisdicción nacional, documento nº 21.422, 9 de octubre de 1862.

9 Por ejemplo, el diario elogia la devoción con que los feligreses de Monserrat han celebrado la función y procesión del Dulce Nombre de María de 1855 y pide al gobierno que se ocupe de las mejoras edilicias que necesita el templo, cfr. “Función en Monserrat”, 11 de septiembre de 1855. Ese mismo mes llama la atención de las autoridades sobre la “irreverencia” que representan los concurrentes del Teatro Argentino en su ir y venir frente al atrio de la Merced, cfr. “El atrio de la Merced”, 26 de septiembre de 1855. En diciembre publica una elogiosísima reseña biográfica del nuevo obispo, cfr. “Apuntes biográficos. Sobre el actual Illmo. Obispo Diocesano de Buenos Aires, Dr. D. Mariano J. Escalada”, 27 de diciembre de 1855.

10 También, por ejemplo, Auza en todos sus estudios, el más abarcador de los cuales es el clásico Católicos y Liberales en la Generación del 80 (1975). Igualmente Zanatta (1996) y Ghio (2007), quien habla de un “impulso liberal y progresista” que se agota a fines de 1919.

11 Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, 1884, t. I, pp.. 420-422.

12 Cfr. el discurso de M. Pizarro en Cámara de Senadores, Sesiones de 1886. Sesión del 5 de agosto de 1886, pp. 217-218.

13 Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, 14 de agosto de 1901, pp.467-468.

14 Por ejemplo, en 1886 el Ministro del Interior por encargo del presidente Roca invita a las Cámaras al Te Deum del 9 de julio. Cfr. Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados. sesión del 7 de julio de 1886, t. I, p. 394.

15 Por ejemplo, Di Stefano y Zanatta (2000, p. 355 y ss.); Ghio (2007); Lida y Mauro (2009); Lida (en prensa). Agradezco a la autora el haberme facilitado el mimeo.

16 Lida (2009); Mauro (2010).

17 Sobre la revista, Barbé y Olivieri (1992, p. 265 y ss).

18 “Breve resumen histórico de las religiones antiguas y modernas”, IIº Álbum Biográfico de los Libre= Pensadores, 1916, pp. 193-205.

19 Por ejemplo, Terán (2008), especialmente el primer capítulo “El lamento de Cané”.

20 Lo había señalado ya Estrada en 1888, cfr. Discursos, 1953, p. 227.

21 Sobre la tendencia a la atomización de la masonería argentina a comienzos del siglo XX cfr. Mayo (1975).

22 Véanse por ejemplo las consideraciones y proyectos de un J. Bialet Masse o de un J. V. González en el cambio de siglo, en Botana y Gallo (1997).

23 “¿Qué quiere decir el estudio de la moral? ¿Es acaso la moral del interés, la moral de Condillac, la moral del egoísmo? No, señor presidente, no es el estudio de esa moral, el que nosotros decretamos; nosotros decretamos el estudio de la moral que se basa en Dios, que se basa en la responsabilidad humana, es decir, en el gran dogma de la inmortalidad del alma”, citado en Botana y Gallo (1997:209).

24 Documentos del Episcopado Argentino, t. II: 1910-1921, pp. 9-34.

25 M. De Andrea, “Oración Patriótica de acción de gracias por el éxito de las fiestas del Centenario”. En Halperin Donghi (1999, pp. 429-430).

26 Documentos del Episcopado Argentino, t. II: 1910-1921, p. 11.

27 “los grupos y partidos políticos de la década de los sesenta y setenta con sus intentos de ‘cambios revolucionarios’ no modificaron sustancialmente sus concepciones e imaginarios sobre el rol y presencia de la Iglesia católica en la sociedad” (p. 248). La periodización que ofrece Mallimaci reconoce un corte recién en 1983, al inaugurarse un “tercer momento” caracterizado como de “desregulación estatal y societal. Laicidad en construcción”.

28 Por ejemplo, Furlong (1960), “La Iglesia y la Revolución de Mayo”. En “La historia patria y la acción de sus armas”, número especial de Revista Militar, n° 656, pp. 91-95.

Listados de Fuentes

Inéditas

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Fecha de recepción de originales: 15/09/2010.
Fecha de aceptación para publicación: 01/03/2011.