ARTÍCULOS
Paula Seiguer1
Resumen: Este artículo se centra en la actuación de los metodistas argentinos en un período crítico, el de la década de 1880, cuando el debate en torno de la laicidad de las instituciones estatales puso a la cuestión religiosa en un primer plano, para mostrar cómo éstos buscaron convertirse en voceros de una minoría protestante activa y visible. Postula que la presencia protestante a lo largo del siglo XIX, y en particular la militancia de los metodistas en la década de 1880, son claves para comprender la temprana conformación plural del campo religioso argentino, y las características que adquirió su particular forma de laicidad.
Palabras clave: Protestantismo; Metodismo; Laicidad; Pluralidad religiosa.
Secularism and early religious plurality. Methodists and secular state in the 1880s
Abstract: This article focuses on the performance of Argentine Methodists in a critical period, that of the 1880s, when the debate on secularism of state institutions brought the religious question to the forefront and Methodists made an effort to become spokespersons of an active and visible Protestant minority. It postulates that Protestant presence throughout the nineteenth century, and especially Methodist militancy in the 1880s, are essential for understanding the early plural conformation of the Argentine religious field and the characteristics of its particular brand of laicity.
Key words: Protestantism; Methodism; Secularism; Religious plurality.
En los últimos años, los estudios académicos en torno a los grupos religiosos
minoritarios han conocido un desarrollo en algún sentido semejante al de
su objeto de estudio: si bien numéricamente siguen siendo escasos, su presencia
resulta cualitativamente significativa, desde el momento en que señalan una
apertura de un campo que durante décadas ha asimilado el estudio de la religión
al estudio de la Iglesia católica. Nos permiten ahora delinear un esquema
interpretativo más general de las etapas de la inscripción de los protestantismos
históricos2 en la sociedad argentina, y algunos trabajos enfocados en el proceso
de secularización argentino han comenzado a incorporar a la presencia protestante
como un elemento significativo en explicaciones más generales sobre la
relación entre la religión y el Estado: los trabajos de Nancy Calvo sobre la tolerancia
religiosa en Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX (Calvo, 2004,
2006) han puesto el acento en la importancia de los protestantes como los
primeros “otros” reconocidos oficialmente por el poder secular y religioso por
igual, y los de Roberto Di Stefano, que reconsideran la relación Iglesia-Estado
(Di Stefano, 2011a, 2011b, 2012), nos abren las puertas a la “gran” historia de
la secularización en la Argentina.
En este artículo proponemos algunas consideraciones en torno al proceso
de construcción del campo religioso argentino a partir de la peculiar óptica
que nos provee el trabajo con una comunidad religiosa minoritaria. Nos detenemos
además en la actuación de un grupo de protestantes, los metodistas, en
la década de 1880, cuando la crispación del debate en torno de la laicidad de
las instituciones estatales puso a la cuestión religiosa en un primer plano.
Si bien pueden rastrearse algunos protestantes en la etapa colonial,
el régimen de unanimidad religiosa de la Corona española no permitió el establecimiento de ninguna comunidad extracatólica, por cuanto no hacía ninguna
distinción entre la pertenencia a una comunidad civil y a una religiosa.
Esta separación de esferas comenzará a construirse a partir de 1810. Su derrotero
a lo largo del siglo XIX puede seguirse a través de las cambiantes disposiciones
legales que fueron creando el espacio para el ejercicio de otras religiones,
hasta llegar, en la Constitución de 1853, al establecimiento de la libertad de
culto (Canclini, 1987; Calvo, 2004, 2006).
En este proceso secularizador (en el curso del cual se resignificó y reacomodó la religión, comenzando a distinguir aquello que se constituyó progresivamente
en las instituciones del Estado frente a la Iglesia) jugaron un papel
importante aquellos “otros” religiosos que de una u otra manera demandaron
su reconocimiento por parte de las autoridades. Esto resulta particularmente
cierto para Buenos Aires, donde se encontraban las primeras comunidades estables
de protestantes residentes en las primeras décadas del siglo XIX.3
La presencia de residentes británicos, en aumento después de 1810 (Silveira,
2008), constituyó uno de los motivos más importantes que impulsaron
a las nuevas autoridades a considerar una y otra vez la cuestión de la libertad
religiosa. Así, la Asamblea del Año XIII estableció que no se perseguiría a los
individuos por sus opiniones privadas en materia religiosa, y el Triunvirato garantizó,
en abril de 1813, que los extranjeros podrían practicar su culto en sus
casas. Aparecía entonces la opinión privada como una instancia libre, aunque
cuidadosamente separada del ámbito público, que debía ser protegido y conservado
como unánime. Lo que se garantizaba más o menos explícitamente era
la libertad de conciencia, que no debe ser equiparada con la libertad de culto,
ni aún del culto privado.
La bibliografía concuerda en que la convivencia de protestantes y católicos
era pacífica. A diferencia de lo que sucedía hacia el interior del catolicismo,
donde la experimentación y heterodoxia podía llevar a la aplicación de
sanciones importantes como el destierro o la prisión, la sociedad porteña y sus
gobiernos parecen haber sido en la práctica muy tolerantes con los extranjeros
disidentes. Sin embargo, existían problemas concretos que fueron volviéndose
más acuciantes conforme pasaban los años y aumentaba el número de extranjeros:
el entierro de los muertos protestantes, el matrimonio de los vivos y la
voluntad de celebrar cultos de manera abierta.
Estos problemas comenzaron a recibir respuesta en el clima más propicio
de la década de 1820: en 1821 se concedió a los protestantes británicos
(que eran los más numerosos y se multiplicaron a lo largo de la década) un terreno
para organizar su cementerio, en el cual se incluyó una pequeña capilla,
y luego, en 1825, el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación firmado por
las Provincias Unidas y Gran Bretaña garantizó a los súbditos británicos la libertad
de conciencia y el permiso para enterrar a los muertos en un cementerio
propio, además del derecho a celebrar su culto privado o público.
En rigor, debe hacerse notar que estos “derechos” que se concedía a los
súbditos británicos constituían un privilegio, una excepción a la norma común
motivada por los intereses diplomáticos. La nueva Constitución de 1826 seguía
considerando a la religión católica como oficial, y aunque admitía la libertad
de conciencia, ésta seguía estando reservada al fuero íntimo de la persona, sin
posibilidad de expresión pública. Los términos del Tratado se aplicaban a los
británicos en tanto extranjeros, entendiendo que se les debía garantizar que
pudiesen continuar con sus tradiciones religiosas, mientras se asumía que los
criollos debían ser católicos. Se trata de una muestra de tolerancia, y por lo
tanto, como bien nos lo recuerda Nancy Calvo, del ejercicio de una forma de
poder, una concesión graciosa en un contexto propicio que no implica ningún
compromiso en torno de cuestiones de fondo, y que ciertamente no debe ser
confundida con una igualación de las condiciones entre dos formas religiosas
(Calvo, 2004). La tolerancia preservaba la asimetría, pero cabe preguntarse si
este espacio pequeño ganado por los protestantes –que comenzaron a aplicarse
a gran velocidad a construir templos propios y a organizar adecuadamente el
culto público– no creaba algo importante: una diversidad religiosa reconocida
y no demonizada, una grieta legal a través de la cual esta pluralidad se iría
ampliando y creciendo.
La prueba de esto está en los debates que rodearon la aprobación del
Tratado y en los conflictos que la sucedieron: mientras anglicanos y presbiterianos
discutían con su cónsul sobre qué servicios se llevarían a cabo en la
nueva capilla (Silveira, 2012),4 el representante de los Estados Unidos presentó una protesta reclamando los mismos beneficios de los que disfrutaban los británicos.
Entonces, la Sala de Representantes de la provincia de Buenos Aires
dispuso la libertad de culto en toda la provincia. Lentamente, distintas iglesias
fueron organizándose para servir a las comunidades de extranjeros que iban
instalándose en Buenos Aires y sus alrededores.5
Puede argüirse que este modus vivendi construido en Buenos Aires entre
los extranjeros protestantes y los locales (a priori considerados católicos)
se mantuvo durante las décadas de 1830 a 1850 sin demasiados cambios. De
hecho, es posible pensar que la voluntad de consolidar el cada vez más conflictivo
manto de catolicismo construyendo la noción de que la condición de
protestante se asociaba directamente a la condición de extranjero; y por ende,
la condición de criollo seguía estando naturalmente unida a la de fiel católico,
puede haber confluido con la voluntad de los propios protestantes, que no parecen
haber tenido interés en convertirse en ciudadanos.
La sanción de la Constitución en 1853 garantizó en teoría la libertad
de cultos, pero solo la reunificación de Buenos Aires y la Confederación y la
posterior construcción del Estado nacional crearon el espacio para hacerla realidad.
En este escenario confluyen diversos movimientos: la intensificación del
conflicto entre la Iglesia y sectores anticlericales no protestantes llevó en más
de una ocasión a la intervención del Estado, y obligó a éste a plantearse opciones
políticas que pusieron progresivamente a los disidentes bajo su amparo (Di
Stefano, 2010); y la progresiva integración de la Argentina al mercado mundial
y la decisión de fomentar la inmigración como política de Estado llevaron a
mirar de otra manera a los protestantes residentes y a los que fueron llegando
a partir de entonces. Si antes se podía aceptar la disidencia religiosa como un
privilegio adjunto al carácter de súbdito extranjero, ahora se la debía plantear
como un derecho del ciudadano nativo y del inmigrante, potencial ciudadano
por opción.
Este cambio se verifica en las actividades de las propias iglesias protestantes,
que a partir de la década de 1860 comenzaron a multiplicarse y a
extender sus redes hacia el interior del país, abriendo nuevas congregaciones
y capillas, ampliando su actividad para incluir la evangelización de católicos
nominales e indígenas (Seiguer, 2007a), y sumando más iglesias con la entrada
de nuevas denominaciones.6 Paralelamente, algunos grupos protestantes se
instalaron en áreas que excedían el control estatal, como los galeses en Chubut
en 1865 (Williams, 2010; Morales Schmuker, 2013), o la misión anglicana en
Tierra del Fuego en 1862 (Seiguer, 2007b).
En este panorama de expansión, la década de 1880 parece haber sido un
momento clave. Cementerios, escuelas, registros de nacimientos, matrimonios
y defunciones: momentos centrales de la vida cotidiana de la población civil se
independizaron del control eclesiástico. Este proceso provocó un debate sobre la naturaleza del Estado y su relación con la religión, que llevó a la ruptura de
relaciones con la Santa Sede en 1884.
Las leyes laicas abrieron la posibilidad de una igualdad civil efectiva
para aquellos ciudadanos argentinos y residentes extranjeros que profesaban
una religión diferente a la católica. Además, habilitaron a las iglesias protestantes
un espacio para el proselitismo y para el reclamo de sus derechos religiosos.7 La Iglesia metodista se posicionó a la cabeza de un naciente activismo
protestante que buscaba conformar un espacio de acción minoritario, aunque
con vocación de mayoría.
La Iglesia metodista, originalmente un desprendimiento de la Iglesia anglicana,
surgió en el siglo XVIII a partir del revival evangélico de John Wesley.
Su impulso misionero la extendió pronto por todo el Imperio británico, sobre
todo por sus colonias norteamericanas, donde luego de la independencia de
los Estados Unidos se convirtió en una de las iglesias más numerosas, manteniendo
su perfil evangelizador (Hempton, 2005).
La primera congregación metodista fue fundada en Buenos Aires en
1836 por el pastor norteamericano John Dempster. Entre 1836 y 1867, los metodistas
se mantuvieron como una iglesia de colectividad. Con solo un templo
ubicado en el centro de la ciudad, su prédica continuó realizándose en inglés
para beneficio de los residentes o visitantes norteamericanos.
El cambio se inició en 1856 con un nuevo pastor, el Dr. William Goodfellow,
quien construyó los cimientos de la expansión posterior. Trabó relaciones
estrechas con Sarmiento, y fue comisionado por éste en 1868 para contratar
maestras para la Argentina en un viaje a los Estados Unidos. También inspiró la instalación en 1864 de la American Bible Society, una de las principales
sociedades repartidoras de Biblias con objetivos misioneros de las décadas siguientes;
y fue el responsable de la conversión de dos de los mayores artífices
de la obra misionera posterior: John Francis Thomson, su sobrino político, y
Guillermo Tallon, hijo de su prima (Tallon, 1936). Finalmente, el 9 de junio de
1867, Thomson inició la prédica en castellano (Bruno, 2007), y así nació una
congregación que funcionaba en el idioma local.
Sin embargo, la transformación de la Iglesia metodista en una institución
dedicada primordialmente a la evangelización y conversión de nuevos fieles
no se dio sino hasta la segunda mitad de la década de 1880, cuando iglesias, capillas, pastores volantes y escuelas se multiplicaron con rapidez (Monti,
1969).
En este cambio influyeron las transformaciones que las leyes laicas introdujeron
en la relación entre el Estado, la Iglesia católica y la sociedad civil.
Entre 1881 y 1888 se sancionaron leyes que permitían a los tribunales civiles
corregir sentencias de los eclesiásticos; se creó el registro civil; se instituyó la
educación pública laica y el matrimonio civil; se secularizaron los cementerios.
Esta legislación representaba el clímax de un largo proceso secularizador
en el que se construyeron tanto el Estado como la Iglesia católica en tanto que
instituciones diferenciadas, con sus propias normas, estatus jurídico y atribuciones,
en un juego de espejos que derivó en lo que Roberto Di Stefano ha
llamado el “pacto laico” argentino (Di Stefano, 2011a, 2011b).
Las leyes también permitían a los disidentes religiosos poder ejercer libremente
su culto. El matrimonio civil ponía en pie de igualdad a los casamientos
protestantes y mixtos con los católicos,8 y el registro civil quitaba a los hijos
de los protestantes el estigma de nacer fuera de un matrimonio consagrado por
la Iglesia católica. La escuela laica aseguraba que sus hijos no serían educados
por sacerdotes católicos en aquellos lugares en los que no existieran escuelas
confesionales protestantes.9 El cementerio secularizado implicaba no tener que
negociar con las autoridades locales para obtener un terreno para los entierros,
que luego había que mantener. El hospital laico ponía fin a situaciones de persecución
religiosa de los enfermos.
Además, la discusión sobre la relación Iglesia-Estado permitía el uso de
la lógica de la laicización del espacio público en enfrentamientos en los que
los protestantes intentaban ganar un espacio. Un ejemplo claro de estas situaciones
es el de los debates que mantuvo en Paraná en 1885 un activo misionero
metodista, Lino Abeledo,10 respecto del derecho de los pastores protestantes a
visitar a sus fieles hospitalizados y a predicar dentro del hospital, que era administrado
por la Sociedad de Beneficencia. En este contexto, Abeledo argumentó en un periódico local:
“el hospital de Paraná ¿es católico y solo para católicos ó es un establecimiento público y del pueblo? En este supuesto tiene tanto derecho de estar allí un protestante como un católico, como un judío y también tiene derecho á que se le respete su conciencia... Nosotros no negaremos competencia á los así llamados católicos para administrar suspropios intereses; pero sí, se la negamos terminantemente para administrar los intereses que pertenecen al pueblo, que es de muy distintas creencias religiosas y aún de muchos que no tienen ninguna; pero que debemos respetar” (Abeledo, 1909, pp. 94-95).
El argumento presentaba al Estado como representante de la soberanía
de un pueblo concebido como diverso en materia religiosa. Por ende, lo presuponía
prescindente en cuestiones de fe, que pertenecerían a la esfera privada: “siendo la religión puramente del dominio de la conciencia, Dios ha querido
que la autoridad humana ejerza independientemente sus funciones para garantir
el libre ejercicio de la libertad de todos los ciudadanos” (Abeledo, 1909,
pp. 31).
Desde el punto de vista metodista, la libertad de culto debía convertir
al Estado en un guardián de la laicización de cualquier espacio público. Esta
perspectiva elegía ignorar que la Constitución consagraba también al catolicismo
como religión sostenida por el Estado; y también el debate sobre el sentido
exacto de las fórmulas constitucionales y el espinoso tema del Patronato, que
por entonces estaba a la orden del día. Hacía además, de la necesidad, virtud:
pregonaba la superioridad del Estado frente a toda autoridad religiosa esperando
que actuara como protección de los protestantes en su búsqueda por
superar sus límites tradicionales de acción.
Al hacerse cargo de funciones que desempeñara la Iglesia católica, el
Estado delineaba un espacio público en el cual otras voces tenían derecho a
hacerse oír. La Iglesia resistió a lo que denunció como una ofensiva liberal en
su contra y protestó frente a las reformas, en una tensión que llevó a la ruptura
de relaciones entre el Estado argentino y el Vaticano en 1884 (Di Stefano y
Zanatta, 2000).
La oportunidad tampoco pasó desapercibida a los protestantes. Durante
la década de 1880 los metodistas comenzaron a desarrollar estrategias que les
permitieron figurar en el ámbito público. Una de ellas fue la decisión de fundar
una imprenta propia, la Imprenta Metodista. Su origen está ligado a una iniciativa
decididamente misionera, la liderada por Ramón Blanco (Iglesia Metodista,
1901), quien organizó en los primeros años de la década de 1880 una obra educativa destinada a los sectores de bajos recursos, generalmente inmigrantes
que habitaban en torno al Paseo de Julio, en la zona de Retiro. Blanco organizó una escuela de niños, otra de niñas y una de artes y oficios (Monti, 1976; Alba,
1992). A partir de su escuela de tipografía se originó la Imprenta Metodista, y
de ella el semanario El Estandarte Evangélico. La importancia de las escuelas de
Blanco fue reconocida por el gobierno nacional, que le otorgó un subsidio en
1883. Este dinero, sumado a una donación privada de un miembro prominente
de la colectividad británica11 permitió ubicar a la naciente imprenta en un edificio
adecuado, y empezar una actividad prolífica.12
El Estandarte se presentó como un vocero de una causa común protestante
unida frente al catolicismo:
“Para nosotros no existe absolutamente ninguna diferencia entre los cristianos de cualquiera denominación que sean si reconocen por su único gefe y señor a Jesu-Cristo, y por su único código religioso, la Biblia. Son nuestros hermanos en Cristo; si adoran a Dios en espíritu y en verdad, si no se arrastran a los pies de una imagen, si no invocan otro nombre que el de J-C en sus oraciones y en sus plegarias.”13
También se caracterizó por adoptar una actitud militante:
“Somos cristianos. Nuestro estandarte es el Evangelio de Jesu-Cristo...Estamos dispuestos a la lucha, y agrupados todos alrededor del Estandarte cristiano no transigiremos con los enemigos de Dios y de la sociedad.”14
“Hacemos la guerra al Papismo porque con sus abusos y falsedades, con sus vejaciones y crueldades, ha sumido en el fango y en el desprestigio a la religión del Salvador, haciendola odiosa á los individuos y á los pueblos á quienes ha subyugado y martirizado.”15
Las referencias a “el enemigo”, a su “guerra de zapa”, sus “fortificaciones” y su “cuartel general”, a sus “materiales bélicos...más terribles que los
cañones más formidables”16 demuestran los términos en los que estos protestantes,
típicos representantes del evangelismo decimonónico, veían a la puja
político-religiosa (Marsden, 1980; Bebbington, 1989; Amestoy, 1992a). La lucha
por las almas era vivida como una guerra cotidiana, llevada a cabo por “soldados de Cristo”, quienes debían mostrar su valor enfrentando a un ambiente
hostil. Los metodistas se comportaban como militantes también en su
uso de lo que solo cabe denominar como propaganda: su literatura abunda en
datos alentadores acerca del número de conversos y las nuevas congregaciones
establecidas, o de los “triunfos” obtenidos frente a la Iglesia católica, pero
casi no refleja el cierre de iglesias (excepto para volver más glorioso el relato
de cómo fueron reabiertas otra vez), o la pérdida de fieles que a menudo solo
participaban por un corto período de tiempo.
Pero el tono de sus producciones no puede explicarse solamente por
la necesidad de hacer conversos y luego sostenerlos en su trabajo (Seiguer,
2007a). Los metodistas optaron por una estrategia de choque, que procuraba
volver su desarrollo lo más llamativo posible, a diferencia de otros protestantes
que aún cuando hacían trabajo misionero procuraban evitar cualquier gesto
que pudiera ser interpretado como provocación.17
Los metodistas hacían conversos en zonas urbanas y se anunciaban al
llegar: es sintomático el volumen ya citado de Lino Abeledo (Abeledo, 1909),
quien se dedicó a iniciar congregaciones metodistas en distintas localidades
del interior entre 1882 y 1904. Su estrategia consistía en mudarse a un pueblo
nuevo cada 4 o 5 años, ubicar algún diario local de tendencias anticlericales
dispuesto a antagonizar con el cura, y desde sus páginas retarlo a un debate
público. En caso de que el sacerdote se mostrara renuente o recurriera a las autoridades
civiles o policiales para intentar limitar las actividades del misionero,
éste recurría a la denuncia en términos tan provocativos como fuese posible.
El objetivo era sacudir el statu quo local, generar simpatías demostrando la
persecución y los manejos “turbios” o “embrutecedores” de la Iglesia católica,
y esperar que todo esto llevara a la creación de una Iglesia metodista local que
a los pocos años pudiera ser dejada en manos de algún converso vuelto predicador
laico, o de algún pastor llegado desde Buenos Aires.
También en Buenos Aires los líderes metodistas buscaban ocasiones
para sostener debates con sacerdotes conocidos,18 y cuando no lo lograban
recurrían a la invectiva sostenida desde El Estandarte hasta que algún órgano
de la Iglesia católica (La Unión o La Voz de la Iglesia) recogía el guante, y luego
el diálogo entre las dos publicaciones era difundido ampliamente. Algo similar
sucedía con cualquier denuncia que estos periódicos hicieran de la actividad
proselitista protestante: la nota era reproducida como signo del éxito de los
misioneros, y los lectores eran aleccionados sobre la necesidad de continuar
con la tarea evangelizadora en términos guerreros.
Resulta ilustrativa la reacción de El Estandarte Evangélico cuando La
Unión denunció en 1883 los servicios protestantes que se llevaban a cabo en
un conventillo del centro y reclamó la presencia policial por los disturbios que
producían los “negros y mulatos” que a ellos asistían. El Estandarte se regocijó en primera plana de “los chillidos de la serpiente moribunda, que ha perdido
las fuerzas y el veneno mortífero, conque emponzoñaba las sociedades y sacudía
los imperios” y llamó “en nombre del Señor” a sus lectores “hijos de la
luz” a la lucha.19
Otro ejemplo de la agitación metodista fue la campaña lanzada por El
Estandarte Evangélico, en abril de 1884, contra los edictos policiales que regulaban
el comportamiento decoroso de la población porteña durante la Semana
Santa, esgrimiendo que no podía obligarse a todos los habitantes de la ciudad
a cumplir con normas basadas en una religiosidad católica, y abogando por
la laicización de todos los espacios públicos. La campaña culminó en una
acción coordinada de neta provocación, durante la cual los militantes metodistas
repartieron 4.000 números de El Estandarte a la entrada de la misa de las
principales iglesias católicas de la ciudad: La Recoleta, el Socorro, San Francisco,
La Merced, Santo Domingo, La Concepción de Monserrat, San Salvador,
etcétera.20
El periódico también publicitaba los enfrentamientos menores de quienes
repartían volantes evangélicos en lugares públicos, como estaciones de
tren, con sacerdotes (preferentemente jesuitas) a quienes se les daban los sueltos
en la mano “para salvar sus almas”. Cuando la respuesta llegaba, el momento
era aprovechado por el metodista para afirmar su derecho a estar allí y demostrar la persecución de la cual era objeto en el legítimo ejercicio de las
garantías que le otorgaba la Constitución.21
Esta estrategia permitía a los metodistas situarse hacia adentro del universo
protestante como voceros públicos de un “nosotros” que excedía los límites
denominacionales. Las fronteras entre iglesias no tenían en el contexto argentino
la consistencia que presentaban en los Estados Unidos o Europa (Bianchi,
2004, p. 46; Seiguer, 2009b), pero esta actuación excede con creces la práctica
habitual, y demuestra la intención de los metodistas de constituirse en una vanguardia
de la “revolución” protestante, y en representantes de todos los protestantes
hacia el exterior del mundo evangélico. Es conocido el rol mediador que
los metodistas desarrollaron entre las iglesias del protestantismo histórico en la
Argentina, ofreciendo los servicios de sus pastores en donde no llegaban los de
otras denominaciones, compartiendo y prestando sus edificios, generando espacios
interdenominacionales. Sin embargo, aunque existieron apoyos de personas
de otras iglesias hacia algunas de sus obras, nada autoriza a pensar que la
mayoría de los protestantes de la década de 1880 compartieran las posiciones
metodistas ni que vieran a este grupo como sus representantes legítimos.
Esta actitud sí les permitía erigirse en interlocutores legítimos del Estado
y de la Iglesia católica, en actores del enfrentamiento entre ambos. Su actitud
de choque les posibilitaba constituirse políticamente como una verdadera minoría
religiosa (Berbrier, 2002; Bengoa, 2002), poseedora de derechos constitucionales
que debían ser defendidos por el Estado, e instalarse como parte digna
de ser escuchada en el debate más general. Debe destacarse el rol de la Iglesia
católica en la construcción de los protestantes como un “otro” significativo: las
denuncias de la Iglesia sobre el peligro protestante habilitaron su rol de minoría
relevante más allá de su número.22 Si bien el Estado legitimó su estatus minoritario
a través de subsidios a algunos emprendimientos (colegios, imprenta,
bibliotecas, entre otros), y algunos legisladores se hicieron eco de su reclamo
de derechos religiosos en el Congreso (Seiguer, 2007b), fue probablemente la
Iglesia la que más contribuyó a legitimar la posición metodista.
En este proceso de construcción política de “los protestantes” en una
minoría a través de su emergencia en el terreno de la opinión pública, los debates en torno de las leyes laicas fueron un mojón fundacional. Por primera
vez aparecía la posibilidad de debatir con el catolicismo sobre la relación
entre el hombre y Dios, el rol de la Biblia y de la Iglesia en la salvación, la
confesión auricular, el matrimonio o la historia del cristianismo. También la
Iglesia católica pasaba por un proceso de construcción política, en el curso
del cual surgieron órganos, publicaciones, instituciones y representantes católicos,
signos de un catolicismo que se asumía como parte, y ya no como el
todo social (Di Stefano y Zanatta, 2000). La necesidad de la Iglesia católica de
afilar instrumentos que se volvieran sus voceros explica su voluntad de salir a
debatir con los metodistas. Éstos constituían un enemigo numéricamente despreciable,
pero al postularse como “otros” iguales en derechos, encarnaban el
mal de la diversidad religiosa, el “daño” que la reducción de la Iglesia a una
institución separada del Estado podía causar en la sociedad. La Iglesia católica
y “los protestantes” (minoría de la que los metodistas se erigían en voceros) se
construyeron mutuamente en su diálogo, y en paralelo en su relación con el
Estado, como instituciones separadas de él.
Para los metodistas era muy importante sostener estos debates públicamente,
excediendo las invectivas lanzadas desde el púlpito, para trabajar sobre
los prejuicios de la población en general. Además, su posicionamiento violentamente
anticlerical les permitió tejer alianzas, que a lo largo de las décadas
siguientes se diversificaron (Bertoni, 2009).
Los metodistas se consideraban parte de un campo “liberal”, y su prensa
refleja una mirada política que enfrentaba liberalismo y catolicismo: amonestaban
a quienes “traicionaban” los ideales liberales en el momento de asumir
alguna representación,23 presionaban cuando alguna iniciativa parecía estancarse
en algún limbo parlamentario,24 y exaltaban a quienes cumplían sus
expectativas.25
También reclamaron contra lo que consideraban atropellos a la soberanía
argentina por parte del Vaticano,26 un argumento útil para esgrimir cuando
se los acusaba desde el campo católico de introducir creencias ajenas a la
esencia argentina y de actuar como agentes de potencias extranjeras. La inversión
del habitual argumento católico se presentaba completa en la siguiente
crítica a Juan Manuel Estrada, reproducida por El Estandarte Evangélico:
“El Sr. Estrada no es republicano. Tampoco es argentino. Es enemigo de la república porque es católico, y mañana lo sería también de la patria, por lo mismo. El Sr. Estrada no cree en la libertad porque cree en el syllabus, y no cree en la patria, porque cree en el Papa.”27
Esta descalificación del catolicismo en términos nacionalistas permitía
a los metodistas presentarse como defensores de la patria e identificarse
como argentinos, y podía resultar verosímil en el contexto de la ruptura de
relaciones con el Vaticano. Ésta generó gran entusiasmo y adhesión al gobierno
nacional entre los protestantes, quienes avizoraban la definitiva separación
Iglesia-Estado.28
Pero esta coincidencia conoció límites bastante estrechos, dado que los
protestantes aspiraban a la igualdad religiosa absoluta:
“No pasará mucho tiempo...que se reformará la Constitución del país. Este acontecimiento será uno de los mas memorables que celebrará la Nación, pues habrá conseguido su completa independencia...La separación de la Iglesia del Estado... El derecho de todo ciudadano a ser elegido primer magistrado de la Nación, sean cuales fueran sus ideas religiosas...El gobierno educará a los indios bajo las mismas leyes y prescripciones que educa a los hijos del pueblo en sus escuelas públicas...No se obligará al pueblo a celebrar otras fiestas que las nacionales... Las congregaciones religiosas deberán someter sus estatutos o reglamentos a las autoridades competentes...En nada se diferenciarán...de las asociaciones civiles...”29
Pero la reforma constitucional no ocurrió: las reformas laicas no pretendieron
remover a la religión de la esfera del Estado, no establecieron una
separación total del Estado y la Iglesia, ni la igualdad entre los diversos cultos.
La historiografía suele destacar el vínculo entre protestantismo y liberalismo.
Resulta necesario puntualizar que la confrontación liberales-católicos
no tuvo en la Argentina el peso que algunas explicaciones (Bastian, 1994; Mallimaci,
2004; Auza, 2007) han buscado darle (Di Stefano, 2011b, 2012). Lo
que puede llamarse un “consenso liberal” constituía en la Argentina un clima
de ideas que recorría transversalmente las opciones políticas de esta época. Es necesario distinguirlo de los rótulos esgrimidos al calor de los momentos de
mayor conflicto político (como la década de 1880) en los que aparecen caracterizados
(y a veces autocaracterizados) como “liberales” personajes de ideologías
diversas y posturas difíciles de conciliar con una definición más clásica
del liberalismo doctrinario.
Además, la Iglesia argentina no tenía el peso ni la organización que
poseía en otras partes de América Latina. El panorama, entonces, era más matizado
de lo que los metodistas hubieran preferido; y su posición, más difícil de
definir, lo que originó varias desilusiones y cambios de rumbo en su búsqueda
de construcción de apoyos políticos.
Parte de esta historia compleja puede observarse en los vaivenes de la
relación que El Estandarte Evangélico estableció con la figura de Sarmiento.
Junto con Mitre y Roca, el sanjuanino era uno de los máximos referentes políticos
del periódico (“el príncipe de la literatura argentina”30, “una de las glorias
Argentinas”31). La relación entre los metodistas y Sarmiento había sido estrecha
durante su presidencia. Sin embargo, apenas dos meses después de la mención
anterior el diario criticaba con saña a Sarmiento por haber decepcionado a la
juventud que lo seguía en “su desordenado libre pensamiento”, lo llamaba camaleón
y ambicioso de la peor especie, insinuando que por ambición de una
segunda presidencia o peor, por una mujer, había moderado su posición en los
debates en torno a la ley de educación.32
Esta relación ambigua reflejaba las diferencias que separaban a los metodistas
de quienes intentaban realizar una reforma moderada de las instituciones.
Las necesidades y responsabilidades políticas de Sarmiento hacían imposible
que estuviera a la altura de lo que los metodistas pretendían de él. Además,
muchos de los legisladores que la bibliografía ha identificado como “liberales”,
laicistas convencidos, seguían identificándose como fieles católicos, y/o reconociendo
como necesario el rol de la Iglesia como guía moral de la sociedad,
como se vio en el primer proyecto salido de la comisión encargada de redactar
una ley de educación común, que incluía la enseñanza religiosa católica en las
escuelas públicas.
Existían también grandes diferencias entre los metodistas y aquella minoría
de librepensadores que en el cambio de siglo se enfrentarían con la Iglesia
católica en un nuevo escenario de polarización (Bertoni, 2009). Los protestantes
navegaban entre la Escila de un Estado tomado por la Iglesia católica, y la Caribdis de una sociedad secularizada donde Dios no tuviera cabida. La
laicidad constituía una necesidad; la secularización era un mal que debía ser
frenado.33 Solo había una cosa que detestaran más que a la Iglesia católica:
el ateísmo y ciertos desarrollos científicos de la época que parecían poner en
duda a la Biblia, comenzando por la teoría de la evolución de Darwin. Como
se ocupaba de dejar en claro El Estandarte: “¿Por qué pues se nos confunde con
los materialistas, Darwinistas, Volterianos, libre-pensadores, y toda la caterva
de la incredulidad, cuando...son las que más guerra hacen al Evangelio...?”34
Existe un enorme contraste entre el discurso pronunciado por Sarmiento
en 1881 en ocasión de la muerte de Darwin, donde el expresidente se ocupó de hacerle el “homenaje de la gratitud de esta parte de la humanidad”;35 y la
referencia a “la ciencia mal entendida” de la cual Darwin era su más conspicuo
exponente, como “nuestro enemigo más tenaz y orgulloso”, que hizo El
Estandarte, para luego dedicarse a refutar la teoría de la evolución como un
absurdo lógico.36
Los metodistas locales, contra lo que la bibliografía se ha empeñado en
sostener (Alba, 1992; Amestoy, 1992b; Bastian, 1994), no se encontraban plenamente
dentro de lo que suele conocerse como el “protestantismo liberal” de
la época. En sintonía con el evangelismo más conservador, rechazaban la Alta
Crítica bíblica de la escuela alemana, junto con muchos de los desarrollos de
la ciencia decimonónica (Bruno, 2005; Seiguer, 2009a).
Estas diferencias no solo los separaban de la visión positivista sobre el
rol de la ciencia, sino que resultaban en divergencias políticas: los librepensadores
mantenían como ideal a una escuela libre de toda referencia religiosa; los
metodistas aceptaban a la escuela laica como el menor de los males posibles.
Su ideal era la escuela cristiana no denominacional, como lo decía Abeledo: “Si en nosotros estuviera propiciar el remedio para los males...propondríamos:
1º. Separación absoluta de la religión del Estado. 2º. Introducción del Nuevo
Testamento en las escuelas públicas, sin nota ni comentario, de católicos ó de
protestantes” (Abeledo, 1909, pp. 132-133).
El misionero hacía este comentario a comienzos de la década de 1890,
y en él reflejaba un objetivo de máxima que en 1898 los llevaría a encontrarse
sorpresivamente del mismo lado que la Iglesia católica cuando, durante la segunda
presidencia de Roca, su ministro de Educación, Osvaldo Magnasco, presentó
un proyecto para introducir la lectura de la Biblia en las escuelas (Bertoni,
2009). Para los metodistas, la religión debía ser el fundamento moral de todas
las instituciones, y aunque la adhesión a una creencia era una cuestión privada
que solo correspondía a la conciencia de cada ciudadano y no debía implicar
desigualdades en su condición jurídica, la falta de religión conducía irremediablemente
a la anarquía social. Si bien la educación jugaba en su visión un rol
central en la transformación de la sociedad, la cultura, la ciencia y la disciplina
carecían de sentido sin el elemento central que era la Biblia, entendida como
soporte de verdades divinas, portadora de los auténticos valores morales y única
capaz de otorgar sentido a la existencia humana.
Esta concepción los ponía en tensión con aquellos miembros del variopinto
campo de los librepensadores que predicaban la libertad del género
humano frente a cualquier institución religiosa. Los metodistas achacaban al
autoritarismo de la Iglesia católica la culpa de la indiferencia religiosa de parte
de la población.37 Su ideal de sociedad, basado en una idealización de los
países protestantes, era el de una nación cristiana, a la cual sus valores morales
empujaran hacia la armonía social y el progreso económico. Solían identificar
en el catolicismo traído por la conquista española el origen de la inmoralidad,
la falta de instrucción, la inestabilidad política y el subdesarrollo económico de
toda América del Sur (Seiguer, 2012). Su anticlericalismo tenía, por lo tanto, bases
distintas de las de aquellos con los cuales se aliaron circunstancialmente.38
Los avances en la construcción de un Estado laico durante la década de
1880 abrieron el espacio para una pluralización del campo religioso. Si éste ya
era en la práctica heterogéneo, ahora esta diversidad se encontró legalmente
protegida, y esto permitió a las diversas iglesias encarar un trabajo de construcción
de sí mismas, de expansión y de nacionalización. Las leyes laicas vinieron
a completar la libertad de culto establecida en la Constitución para amparar definitivamente a muchas denominaciones religiosas que, relacionadas de una
u otra forma con la inmigración, habían venido estableciéndose en el territorio
argentino desde principios de siglo.
En este nuevo marco, los metodistas se destacaron por su esfuerzo para
erigirse como voceros del protestantismo en la Argentina, como una minoría
religiosa con derechos, y por hacerlos respetar y avanzar. Apoyaron al laicismo,
por cuanto un Estado laico era condición sine qua non del movimiento de
expansión. Pero su modelo ideal de relación con el poder estatal no era el del
laicismo francés sino el del pluralismo norteamericano, es decir, no el de un
Estado indiferente a la existencia de la religión o despojado de ella, sino igualitario
frente a las diversas creencias. Como consecuencia, estos protestantes
no aprobaron aspectos de la secularización de la cultura y de la sociedad que
acompañaron a los avances de la laicidad. La restricción al ámbito privado de
la religión les pareció adecuada si el Estado garantizaba el derecho de todos los
ciudadanos a ejercer su culto, pero no significó que apoyaran un espacio público
vaciado de referencias religiosas. Su alianza con otros sectores anticlericales
fue algo coyuntural y estratégico, y sufrió numerosos vaivenes. No existió una
alianza automática ni una coincidencia ideológica fundamental entre protestantismo
y liberalismo en la Argentina: de hecho, ambos términos requerirían
un análisis más matizado para ser significativos.
En una sociedad civil cada vez más compleja, los metodistas definieron
un espacio y un proyecto propio, y se movilizaron para asegurar su viabilidad.
Si bien la transformación moral e ideológica que aspiraban a liderar y
que creían avizorar en el horizonte no ocurrió, al constituirse en una minoría
militante jugaron un papel significativo en la construcción temprana de un
campo religioso plural. Si la Iglesia católica y el Estado se conformaron como
instituciones de manera simultánea al calor de un proceso de secularización
de largo plazo que los excedía a ambos, delineando en la década de 1880 un
“pacto laico”, siempre provisorio, en el que reconocían su mutua dependencia
y sus límites respectivos (Di Stefano, 2011b), la presencia protestante (encabezada
en esta década por los movilizados metodistas) jugó un rol fundamental:
el de ocupar/crear el espacio de la diversidad religiosa, probando sus límites,
delineándolos, y buscando expandirlos, un espacio reconocido por estas presencias
mayores en la escena política. Su existencia obligó desde 1810 a la
reflexión y a la toma de decisiones respecto de la posibilidad y legitimidad de
separar ciudadanía y lealtad religiosa, y su voluntad de confrontación en la
década de 1880 forzó a la Iglesia a un debate que involucraba la aceptación de
la falta de unanimidad. El espacio del “otro” minoritario que estos protestantes
ocuparon implicó la creación de un campo religioso reconocido como plural, necesario para la construcción del rol arbitral del Estado, ya que le permitía
erigirse por sobre intereses que ahora podían ser postulados como particulares.
Notas
1 Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Universidad de Buenos Aires. Argentina. Correo electrónico: pseiguer@yahoo.com.ar.
2 Se suele denominar “protestantismo histórico” a aquellas iglesias cristianas que reconocen un origen en la Reforma de los siglos XVI-XVII. El término se usa para distinguirlas de aquellas iglesias cristianas surgidas durante los siglos XIX y XX, como la Adventista, las pentecostales o los Testigos de Jehová.
3 Los primeros protestantes, entre los que se encontraban algunos súbditos británicos de religión anglicana, presbiteriana o no-conformista; algunos alemanes étnicos de religión luterana; y unos pocos norteamericanos de variadas iglesias se establecieron en la ciudad de Buenos Aires atraídos por la actividad mercantil del puerto. Al principio compartieron cultos ocasionales en casas privadas cuando algún pastor pasaba por la región o se establecía en ella. Avanzada la década de 1820 aparecieron algunos pastores permanentes, tanto para la congregación anglicana como para la presbiteriana. Paralelamente, se iniciaron los primeros intentos de establecimiento de colonias rurales con base en inmigrantes protestantes, como la escocesa de Santa Catalina en 1826.
4 Este conflicto llevó hacia el final de la década a la organización separada de templos y estructuras eclesiásticas de ambas iglesias, que hasta ese momento compartían un espacio.
5 Así se organizó la Iglesia metodista en 1836 y la Luterana en 1843 (Trentín, 2012).
6 Por ejemplo, la Iglesia luterana danesa, organizada en Tandil en 1877 (Bjerg, 2001) o la Iglesia valdense, organizada en 1887 (Morales Schmuker, 2009), en ambos casos se trata de instituciones organizadas con base en congregaciones que existían en ámbitos rurales desde la década de 1860.
7 Así, a partir de la década de 1880 aparecieron otras iglesias que se instalaron con objetivos más claramente misioneros, como los Hermanos Libres en 1882, los bautistas en 1886 (Bianchi, 2004), y los adventistas en 1894 (Flores, 2008).
8 Puede seguirse la campaña de El Estandarte Evangélico presionando en favor de la ley de matrimonio civil a lo largo de los números de 1884, como por ejemplo: Trascendental momento (1884, n° 46, mayo 31). El Estandarte Evangélico, p.1. Archivo Histórico de la Iglesia metodista argentina (AHIMA), -Colegio Ward- Aden Center Héctor Coucheiro 599, Villa Sarmiento, Morón, Provincia de Buenos Aires.
9 El Estandarte Evangélico, n° 46, 31 de mayo de 1884, p. 3. AHIMA, Morón.
10 Lino Abeledo era un inmigrante español, y fue uno de los primeros y más activos de los conversos al metodismo. Fundó la Iglesia metodista de Paraná (Monti, 1969), y fue uno de los más estables colaboradores de William Morris entre 1908 y 1915, cuando murió en un accidente vial (Seiguer, 2009a). Además de ser escritor asiduo también tenía inquietudes intelectuales, y mantuvo una correspondencia interesante con Miguel de Unamuno entre 1906 y 1913 (Bruno, 2014).
11 El Estandarte Evangélico, n° 6, 28 de julio de 1883. AHIMA, Morón. Es interesante notar que J. Monteith Drysdale, quien suministró el dinero necesario para los materiales, no era metodista sino un miembro muy activo de la Iglesia presbiteriana escocesa. Para algunos miembros de otras iglesias la imprenta y el periódico eran parte importante de una causa protestante más general.
12 El periódico se convirtió en el vehículo de comunicación de los metodistas argentinos y, con algunos cortes y muchas modificaciones, existe hasta hoy. Fue también muy leído por protestantes no metodistas. De neto corte político y polémico, en la época que nos interesa incluía también algo de literatura moralizante, noticias parroquiales, cartas breves de lectores y la reproducción de noticias del exterior, en un formato muy habitual del siglo XIX, que eran brevemente comentadas por un redactor propio.
13 El Estandarte Evangélico, n° 1, 11 de mayo de 1883, p. 1. AHIMA, Morón.
14 El Estandarte Evangélico, n° 1, 11 de mayo de 1883, p. 1. AHIMA, Morón.
15 El Estandarte Evangélico, n° 6, 28 de julio de 1883. AHIMA, Morón.
16 El Estandarte Evangélico, n° 18, 1° de noviembre de 1883, p. 81. AHIMA, Morón.
17 No muchas iglesias protestantes desarrollaban actividad misionera externa, aún cuando podamos considerar misionero su esfuerzo por retener en las iglesias a las sucesivas generaciones de descendientes de inmigrantes. Sin embargo, debemos alertar frente a la tendencia habitual a distinguir muy tajantemente entre iglesias inmigratorias e iglesias misioneras, por cuanto los límites son mucho más difusos y complejos de lo que suele creerse (Seiguer, 2009b, 2013).
18 Véase, por ejemplo, el debate que Thomas Wood, uno de los principales líderes del metodismo local, sostuvo con el cura párroco de La Merced, Monseñor Antonio Rasore, en El Estandarte Evangélico, n° 10, 6 de septiembre de 1883, y el desafío de Thomson al director del periódico La Unión, n° 36, 15 de marzo de 1884. AHIMA, Morón.
19 El Estandarte Evangélico, n° 5, 6 de julio de 1883. AHIMA, Morón.
20 El Estandarte Evangélico, n° 39, 40 y 41, abril de 1884. AHIMA, Morón.
21 El Estandarte Evangélico, n° 35, 8 de marzo de 1884, p. 2. AHIMA, Morón.
22 Según el censo de 1895, había en la Argentina 26.750 protestantes, aunque sabemos, a partir de los datos de las diversas denominaciones, que el censo subestimaba a la población protestante real. La mayoría habitaba en Capital Federal y en las provincias de Buenos Aires y Santa Fe.
23 Fariseos modernos (1883, n° 2, mayo 25). El Estandarte Evangélico, p. 1. AHIMA, Morón.
24 El Estandarte Evangélico, n° 18, 1° de noviembre de 1883, p. 81. AHIMA, Morón.
25 Véanse en El Estandarte Evangélico, n° 8, 16 de agosto de 1883, las bendiciones derramadas sobre el general Roca y su gobierno. AHIMA, Morón.
26 El Vaticano y los argentinos (1883, junio 8). El Estandarte Evangélico. AHIMA, Morón.
27 El Estandarte Evangélico, n° 37, 22 de marzo de 1884. AHIMA, Morón.
28 Carta de Córdoba (1884, n° 46, mayo de 1884). El Estandarte Evangélico, p. 3. Evidente hipocresía (1884, n°. 47, junio 6). El Estandarte Evangélico p. 1 y números siguientes. AHIMA, Morón.
29 El Estandarte Evangélico, n° 6, 28 de julio de 1883, p. 2. AHIMA, Morón; Abeledo (1909, pp. 132-133).
30 El Vaticano y los argentinos (1883, n° 3, junio 8). El Estandarte Evangélico. AHIMA, Morón.
31 El Estandarte Evangélico, n° 6, 28 de julio de 1883, p. 2. AHIMA, Morón.
32 El Estandarte Evangélico, n° 11, 13 de septiembre de 1883. AHIMA, Morón.
33 Debe distinguirse a la secularización, como proceso social y cultural plurisecular, en el curso del cual el espacio de la religión se restringe y reacomoda; de la laicidad (mejor aún, “las laicidades”, puesto que cada proceso nacional sigue un curso que le es peculiar), que refiere a un régimen de las instituciones estatales en el que éstas se encuentran separadas del control religioso; y del laicismo, que designa a la vez al movimiento de personas que bregan por el establecimiento de un régimen laico y a la ideología que las mueve.
34 El Estandarte Evangélico, n° 1, 11 de mayo de 1883, p. 1. AHIMA. Morón.
35 Domingo Faustino Sarmiento: “La muerte de Darwin”, conferencia leída en el Teatro Nacional, citada en Botana y Gallo (1997, p. 158).
36 La incredulidad científica.(1883, n° 17, octubre 20). El Estandarte Evangélico. AHIMA, Morón.
37 Resultado de la enseñanza papista. (1884, n° 47, junio 6). El Estandarte Evangélico, p. 2. AHIMA, Morón.
38 El anticlericalismo en la Argentina no es ni ha sido homogéneo. Librepensadores, masones, socialistas, protestantes y liberales componían un arco complejo (Di Stefano, 2010).
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Fecha de recepción de originales: 20/11/2013.
Fecha de aceptación para publicación: 11/11/2014.