DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v21i2.1068
ARTÍCULOS
Social issue, childhood and vocational education. The Salesians and the option for the poorest. Cordoba, Argentina, 1905-1935
Nicolás D. Moretti2
Resumen: A principios del siglo XX, la congregación salesiana llevó a cabo una obra educativa de fuerte contenido social, dedicada a la formación profesional y moral de niños y jóvenes en condición de riesgo, que conformaban una de las aristas más urgentes de la cuestión social. Por medio del análisis del grupo de alumnos formados en las aulas y talleres de la Escuela de Artes y Oficios salesiana, este trabajo aborda la experiencia de ese grupo de menores con la intención de aproximarse a las distintas situaciones de vulnerabilidad padecidas por una porción significativa de la población infantil en Córdoba durante la modernidad liberal.
Palabras clave: Cuestión social; Infancia pobre; Educación profesional; Salesianos; Córdoba.
Abstract: By the early 20th century, the Salesians carried out an educational work of strong social content, dedicated to professional and moral formation of children and youth at risk, which were considered one of the most pressing social issues. Through analysis of the student group formed in the classrooms and workshops of the Salesian School of Arts and Crafts, this paper discusses the experience of this group of children, with the intention to approach different situations of vulnerability experienced by a significant portion of children in Córdoba, during the liberal modernity.
Key words: Social issue; Poor childhood; Labour education; Salesianos; Córdoba.
Desde hace ya algunas décadas, la historiografía viene prestando especial
atención a la niñez como sujeto histórico, sobre todo a partir de la difusión
de obras como las de Philippe Ariès (1962) y Lloyd deMause (1982) y
sus diferentes apropiaciones.3 Estos autores han sido un referente crucial en la
visibilidad de la infancia, en el marco de las transformaciones sociales y culturales
de la modernidad, al permitir que pasara de ser un objeto comprendido
desde la lógica exclusiva del desarrollo biopsicológico a ser abordada desde
múltiples y complejas dimensiones, sociales, culturales, políticas y educativas
(Herrera y Palermo, 2013, p. 284). En el contexto latinoamericano, se han acrecentado
los trabajos que analizan los discursos, los actores y los repertorios de
acciones que contribuyeron a configurar en distintos contextos espaciales y
temporales la idea de “la infancia”.4 En este sentido, las tendencias analíticas
han girado en torno a problemáticas relacionadas con las instituciones y los regímenes
de crianza, la situación de vagancia o de delincuencia y los regímenes
correctivos; o acerca de escuela, civilidad y civismo, y los trabajos que abordan
a la infancia como experiencia vivida. En líneas generales, en la mayoría de
ellos se advierte el interés común de interpelar a la historia tradicional focalizada
en el mundo adulto para visibilizar a los niños como actores sociales,
culturales y políticos.5
En la Argentina, hacia la última década del siglo XX, numerosas investigaciones
nutrieron el desarrollo de la historia social y cultural con estas temáticas.6 Se ha estudiado la cuestión de la infancia asilada y la práctica del
abandono de menores, se ha avanzado sobre el territorio de la minoridad institucionalizada
y judicializada y las políticas públicas y acciones privadas llevadas
a cabo en torno a la infancia pobre. En general, se ha puesto el foco de
atención en las ideas y proyectos elaborados desde las élites para encauzar sus
conductas y las intervenciones que desde el Estado se llevaron a cabo, sobre
todo, mediante la colocación y educación de los menores (Aversa, 2005; Zapiola,
2007a). Desde la historia de la educación, las investigaciones se centraron
en el sistema educativo, en la conformación de la pedagogía moderna y en
el pensamiento político sobre la infancia. También se indagó sobre los dispositivos
de disciplinamiento de la población infantil en el marco de los procesos
de escolarización y en los orígenes del pensamiento pedagógico moderno; en
lo que prima el análisis de los modos de homogeneización y de control, las
formas de regulación y la construcción de un orden escolar.7 Otros trabajos
analizaron las huellas de la infancia –tanto de la vida cotidiana de los niños
en las escuelas como de las formas de nombrarlos, conceptualizarlos y producirlos
como categoría en el conocimiento experto– en el conjunto de la producción
pedagógica y política educativa que distintos gobiernos, instituciones
y personas generaron a lo largo del tiempo (Carli, 2011). Por otro lado, desde
la historia cultural se indagaron las representaciones hechas sobre los niños de
la calle en imágenes oficiales y literarias, y la construcción de los significados
sociales en torno a la niñez en los espacios urbanos de principios de siglo XX
(Ríos y Talak, 1999; Zapiola, 2007b).
Dichos aportes no han encontrado un eco en la producción historiográfica
cordobesa que posibilite enriquecer aquellas miradas, que permanecen,
mayoritariamente, centradas en la ciudad de Buenos Aires. Algunas investigaciones
abordaron los diferentes discursos y representaciones que desde las élites
se le imprimía a ese conjunto de la población (Bisig, 2009; Resiale, 2013),
al tiempo que otras, en cambio, se han focalizado en ver las situaciones y
experiencias de los menores, tanto como sujetos institucionalizados como incorporados
al mundo del trabajo.8 Sin embargo, no parece haber concentrado el mismo interés de los historiadores el impacto que tuvo el complejo proceso
de modernización sobre esta franja etaria de la población, más aún en aquellos
niños pertenecientes a los sectores populares.
En esta línea, el presente trabajo intenta aproximarse a las diversas situaciones
de exclusión, miseria, marginalidad y orfandad experimentadas por una
porción significativa de la población infantil de Córdoba a principios del siglo
pasado, por medio del análisis del grupo de alumnos formados en la Escuela
de Artes y Oficios de los salesianos. Estos estudios constituyen la puerta de
entrada a un universo esquivo como es el de la niñez, y más todavía cuando se
trata de grupos definidos por sus contemporáneos como “pobres”, “huérfanos”, “vagos”, que justamente fueron los sujetos de asistencia preferencial de la obra
salesiana.
Es cierta, y resulta ya un lugar por demás transitado, la dificultad con
la que se halla el historiador a la hora de intentar reconstruir las vivencias de
los niños. Se ha insistido tanto en la escasez de fuentes como en la necesidad
de matizar testimonios que la mayoría de las veces aparecen mediados por la
voz de los adultos, lo cual dificulta el acceso al terreno de las experiencias
vividas. Aun así, de entre los múltiples caminos que se abren a la hora de reconstruir
aspectos referidos a la infancia, una posibilidad es indagar a través
de las miradas que las instituciones, las representaciones sociales y las familias
han brindado sobre sobre este determinado sujeto histórico. Aprehender de
una manera más directa –incluso mediante testimonios de los mismos protagonistas–
aquellas realidades experimentadas por los niños resulta, en cambio,
una tarea tan dificultosa como atrayente. A pesar de esta disociación entre lo
que sería la “historia de la infancia” y la “historia de los niños”, parece existir
un creciente consenso respecto de que los acercamientos a las construcciones
sociales sobre “la infancia” se ven enriquecidos cuando se los logra contrastar
con “la experiencia” (Rojas Flores, 2001).
En nuestro caso, la documentación trabajada –que en su mayoría da
cuenta de la misión socioeducativa emprendida por una Congregación religiosa
que tuvo un gran protagonismo en la historia de la Argentina moderna–9 nos ha permitido transitar tanto por el camino de las distintas representaciones
proyectadas sobre los destinatarios de su acción social,10 como así también vislumbrar imágenes, aunque fugaces, de las distintas realidades que atravesaron
la cotidianeidad de esos niños. Con todo, el esfuerzo estuvo puesto en lograr
una aproximación, seguramente incompleta y limitada, a la vida de aquellos
que afrontaron en peores condiciones las complejas transformaciones de
la modernización.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, la ciudad de Córdoba
experimentó un acelerado proceso de modernización, urbanización y de crecimiento
económico sostenido que transformó profundamente su fisonomía,
junto con su estructura económica y social. Sin embargo –y en consonancia
con procesos que tuvieron lugar también en otras ciudades de la Argentina– el
pretendido progreso tuvo, como contrapartida, el surgimiento y la manifestación
cada vez más frecuente de diversas problemáticas sociales que terminarían
de configurar la llamada cuestión social.11
Si bien en el centro de la escena estuvieron los conflictos relacionados
con el mundo del trabajo y la cuestión obrera, el problema de la niñez –particularmente,
aquellos identificados como menores– comenzó a ser objeto de
preocupación por parte de legisladores, juristas, médicos y educadores, entre
otros, quienes plantearon la necesidad de asegurar las condiciones para lograr
su integración social plena.12 Los niños provenientes de hogares pobres irrumpieron
en los discursos y textos desde una impronta positivista, signados por
estas miradas. La cuestión social de la infancia abandonada fue comprendida
entonces como una manifestación del pauperismo y del inestable mundo del
trabajo, por lo que la atención del Estado y de la sociedad civil recayó sobre
los niños provenientes de los sectores populares en sus diversas y complejas
manifestaciones –mendigos, vagos, abandonados, delincuentes y, en algunos aspectos, los niños trabajadores–, en especial los dedicados a las actividades
callejeras consideradas inmorales (Aversa, 2003).13
Los mecanismos ideados para encauzar a estos menores se concretaron
en la creación de organismos que reglamentaban y vigilaban sus modos de
vida, sobre todo con el aumento de la atención y financiamiento de las organizaciones
de beneficencia que actuaban de manera combinada con el ámbito
estatal. Dentro del conjunto de instituciones dedicadas a atender a esta “infancia
desvalida”, los establecimientos educativos cumplieron un rol preferencial
en la tarea de educar y formar a los futuros ciudadanos de la república.
La sanción de la ley 1420 –que establecía la enseñanza gratuita, obligatoria
y laica en todos los territorios nacionales– y la difusión de la escolaridad,
fueron acompañadas por un discurso que proponía diversificar la instrucción
destinada a los sectores populares, y una parte de esa población estudiantil fue
derivada hacia establecimientos que les impartieran una educación profesional.
Así, las Escuelas de Artes y Oficios cumplieron la función específica
de proporcionar un nivel cultural básico a las clases sociales medias y bajas,
y ofrecían además una educación de tipo técnico orientada a formar obreros
hábiles y capataces de taller, dotados de conocimientos generales y donde lo
esencial era la preferencia por el dictado de materias con perspectiva de empleo
a corto plazo (Montero Pedrera, 1998, p. 320).14 En Córdoba, hacía finales
del siglo XIX, diversas personalidades de la clase dirigente local comenzaron a
plantear la necesidad de abrir un colegio destinado a educar y dar oficio a una “inmensa falange de jóvenes” que carecían de ocupación y llevaban una “fatigosa
existencia, abrumados por el ocio y la vagancia” (Los Principios, 1901, p.
4). Con un Estado imposibilitado de hacer frente a la totalidad de las demandas
sociales y en el que la acción social era cubierta en gran medida por el oficio
caritativo de entidades benéficas del sector privado, cobró fuerza entre la elite
dirigente un proyecto que proponía favorecer la instalación en la ciudad de una
institución educativa que estuviera a cargo de la Congregación salesiana, cuya
obra gozaba de gran prestigio en otras provincias argentinas.
Mediante el desarrollo de una efectiva acción pastoral que tenía como
sujetos preferenciales de asistencia a los niños y jóvenes más humildes de los
grandes centros urbanos, los salesianos de Don Bosco conformaron un carisma
particular que los llevaría a ser identificados por muchos como importantes
agentes de la civilización y el progreso.15
Arribaron a la Argentina en 1875 y realizaron fundamentalmente una
acción protagónica en la evangelización de las comunidades aborígenes situadas
en los territorios al sur del río Negro.16 El próspero desarrollo de sus
obras en ciudades como Buenos Aires, Mendoza y en el sur argentino preparó el terreno para que luego de un período de intensas tratativas, extendidas por
más de veinte años, hacia 1905 los salesianos pudieran instalarse en la ciudad
de Córdoba gracias al auspicio tanto político como económico de los sectores
vinculados a espacios institucionales de poder.17 En este sentido, la organización
de la beneficencia particular canalizada hacia la obra salesiana se llevó a cabo con la formación de los Cooperadores Salesianos, agrupación que nucleaba
a un considerable número de familias de la élite local que tendrían
un lugar primordial en el desarrollo y financiamiento de las actividades de la
Congregación.
El proyecto educativo salesiano contemplaba diversas estrategias que
buscaban apartar a los niños de ambientes urbanos considerados perjudiciales
para su desarrollo. La calle, en este sentido, vista como lugar de desamparo y
abandono, condensaba todos los peligros a los cuales podía verse expuesta
esta masa anónima de menores. La vagancia, la mendicidad, la enfermedad, la
explotación del trabajo infantil, la prostitución y la delincuencia (Ríos y Talak,
1999, p. 139) eran algunas de las realidades que trataban de enfrentar mediante
el resguardo en sus instituciones educativas. Así, los Oratorios Festivos salesianos
cumplieron en primer lugar con esta misión, y logró la reunión de los niños
y jóvenes de las inmediaciones en un espacio donde el tiempo era ocupado en
diversas actividades supervisadas por los asistentes, sacerdotes y laicos.
Si bien estos espacios significaron un avance en la tarea de integrar y resguardar a la niñez, la obra más significativa tenía lugar en sus escuelas profesionales.
La instrucción en un oficio dentro de la Escuela de Artes y Oficios salesiana
cumplía con el doble propósito de, por un lado, brindar las herramientas
necesarias para que el alumno tuviera la posibilidad de trabajar en un futuro
por su cuenta, o de emplearse en algún taller o industria que le permitiera sostenerse
con sus propios medios, sin depender de la caridad y la asistencia. Por
otro lado, la educación en el trabajo se convertía en el remedio más eficaz para
reformar aquellas costumbres y hábitos adquiridos por los jóvenes en la calle.
El ocio, la vagancia, la mendicidad y la propensión a la delincuencia eran contrarrestados
con una sólida formación profesional que rescataba, ante todo, el
valor del trabajo y el esfuerzo. Estos dos aspectos eran una parte sustancial de
la finalidad integradora y reformista del proyecto educativo salesiano, avalado
por los representantes de la élite dirigente local.18
La pedagogía social de los salesianos intentaba prevenir los futuros conflictos
del mundo del trabajo mediante la original disposición que existía dentro
de sus colegios, donde coexistían dos secciones principales: por un lado, la
conformada por aquellos alumnos que eran motivados al aprendizaje de un oficio,
así se formaba a los futuros obreros. Por otro, la que reunía a los alumnos
inclinados a estudios “liberales”, las letras y las ciencias, de donde se esperaba
que surgieran los jóvenes médicos, abogados, comerciantes o sacerdotes. Esta
aproximación, se suponía, generaría una cercanía entre el alumno de la sección
“estudiantes”, que más tarde podría convertirse en patrono o empleador;
y el “artesano”, identificado como un obrero en potencia. De esta manera, se
pretendía salvar las distancias entre ambos, “fraternizándolos, acordándolos
armónicamente” (Fierro Torres, 1960, p. 62).
Sin embargo, esta pretendida coexistencia igualitaria dejaba escaso
margen para la promoción social. Aquellos menores expuestos a mayores condiciones
de vulnerabilidad –como los huérfanos y los hijos de familias de bajos
recursos– en su mayoría eran reclutados para llenar los talleres de sus escuelas
profesionales. A ellos se los convertiría en los obreros honestos, fieles y trabajadores
del mañana. Y si bien la educación e instrucción teórico-práctica brindada
de manera gratuita era más de lo que estos niños podían llegar a aspirar por
su situación social, se los conducía hacía un determinado destino profesional.
En este sentido, la misión educativa y evangelizadora de fuerte contenido social
desarrollada por la Congregación no entraba en conflicto con la reproducción
de las desigualdades existentes en la estructura social de la época. Anclado en una férrea convicción sobre el valor moralizador y formativo del trabajo,
el objetivo de reforma social de los salesianos justificaba el hecho de que la
formación laboral adquiriera mayor relevancia para aquellos alumnos que, de
acuerdo con los mismos sacerdotes, se caracterizaban por su “rudez [sic], indiferencia
e inconstancia”.19 Es por esto que los niños y jóvenes de los sectores
populares tuvieron un rol protagónico dentro de los talleres de la Congregación,
al constituirse en los sujetos preferenciales de la asistencia salesiana.
Primer grupo de alumnos del Colegio Salesiano Pio X de la ciudad de
Córdoba, 1905. Archivo del Colegio.
Un buen punto de partida para delimitar el perfil del alumno salesiano es tener presente la misma tradición apostólica de la Congregación, que desde sus inicios en Italia construyó su acción educativo-pastoral entre los niños y jóvenes marginados. En Argentina, ese carisma y plan de acción se plasmó en la apertura de numerosas obras educativas que atendían especialmente en las zonas más desfavorecidas, ya fuera en la campaña o en los barrios marginales de los grandes centros urbanos. Córdoba, en este sentido, no fue una excepción. La preocupación mostrada por la clase dirigente local acerca del grave problema social que significaba la presencia de niños que sobrellevaban su existencia en las calles de la ciudad, así como el deseo de emplazar el nuevo centro educativo en una zona periférica, atestiguan la firme decisión de realizar la tarea civilizadora en los márgenes. El sitio elegido por la Congregación al auspicio de los Cooperadores Salesianos formaba parte de una zona escasamente urbanizada y marginal, donde residían trabajadores que en su mayoría no disponían de las condiciones dignas de vivienda ni tenían acceso a servicios indispensables como la salud y la educación. La proliferación de ranchos y conventillos convertían a esos espacios urbanos en albergues de pandilleros, mendigos, prostitutas, changarines, lavanderas, gentes de oficios menores, junto con “delincuentes de poca monta”.20 Por este motivo, a los ojos de la clase dirigente local, la misión de la obra salesiana debía tener lugar en los espacios más apartados del centro de la ciudad. De esto daba testimonio el discurso de monseñor Zenón Bustos al colocarse la piedra fundamental del Colegio Pío X:
[Los salesianos] “vienen a recoger de los barrios más apartados y oscuros de esta capital a los niños que van rodando de un lado a otro como cantos sueltos del empedrado…Ya no se verán esos grupos de hijos del pueblo de nuestras orillas, mal traídos y desocupados, formando comparsas por las afueras de la ciudad y sobre los manchones arenosos y solariegos de las riberas del río, aguardando a ser mocetones para inscribir sus nombres en la clientela asidua del boliche, del almacén, de la taberna arrabalera, con sus pendencias y colisiones acabadas en la criminalidad, que los lleva, en consecuencia final, a matricularse entre la familia de las penitenciarías y cárceles” (La Patria, 1906, p. 4).
Si nos atenemos a las diferentes representaciones que desde la élite, la
prensa y aun de los mismos salesianos se construyeron, tanto sobre su acción
educativa como de los sujetos de asistencia, se pueden encontrar testimonios
que abundan en descripciones referidas a la inestimable labor de reforma social
operada por los salesianos sobre grupos de menores “ignorantes y avezados
a la ociosidad” que “por sus condiciones de abandono solo podían esperar
ser candidatos a la criminalidad y a los puestos distinguidos de las penitenciarías
y presidios argentinos” (La Patria, 1906, p. 3). En un artículo aparecido en
el periódico Los Principios hacia 1906, el reconocido cooperador salesiano
Agustín Garzón describía los avances en las obras de ampliación del edificio
que albergaría la futura Escuela de Artes y Oficios, a la vez que daba cuenta
de la importancia de rescatar de la calle a los “desgraciados que no sabiendo
cómo ganarse la subsistencia se dedican a las ocupaciones más bajas, y algunas veces a la pillería y a la ociosidad” (Los Principios, 1906, p. 2).21
A la división entre “estudiantes” y “artesanos” ya explicitada anteriormente,
en las instituciones salesianas se sumaba la separación entre los alumnos
en dos grupos, determinada en función de su estancia en el colegio. A
aquellos que recibían una escolaridad parcial se los calificaba como “externos”,
mientras que se conocía como “internos” a los pupilos que residían durante
los meses de febrero a diciembre todos los días de la semana. Y si bien
en el internado salesiano se albergó a toda clase de niños, se privilegió desde
un comienzo a aquellos a quienes se les daba el beneficio de la educación
gratuita. La síntesis de la acción social llevada a cabo por la Congregación se
encontraba, justamente, en la incorporación como pupilos de aquellos que
no podían costear su educación, ya fuera por su situación de pobreza y de
miseria como por encontrarse fuera de los parámetros de contención familiar.
La prensa destacaba esta cualidad particular del colegio salesiano resaltando
que allí aprendían un oficio “más de 120 niños casi todos pobres, huérfanos o
abandonados” (Los Principios, 1922, p. 4).
La preferencia por un determinado perfil de niños en la incorporación
como internos se observa en una carta dirigida por el vicedirector del Colegio
Pío X al Concejo Deliberante de la ciudad de Córdoba hacia 1912. Allí, el
sacerdote justificaba un pedido de subsidio a la municipalidad aludiendo al
enorme número de alumnos que se educaban en forma completamente gratuita
o semigratuita, por su condición de “huérfanos o completamente pobres”;
aclaró que, de no recibir la ayuda, muchos iban a quedar abandonados a sí
mismos. Estos niños internos becados sumaban, según la misma fuente, un
total de 55 alumnos, a los cuales se sumaban otros 120 externos que tampoco
abonaban ningún tipo de mensualidad.22
En la misma línea, en su visita a los talleres de la institución hacia 1909,
el inspector de la Dirección General de Escuelas de la provincia de Córdoba
resaltaba el hecho de que los salesianos brindaban una educación industrial y
práctica a más de 200 niños, descriptos, la mayor parte de ellos, como “pobres
y expósitos”.23 En 1921, el director general de Escuelas Municipales también
resumía sus “conclusiones muy favorables para la institución” e hizo mención en el informe que, de los 449 alumnos que en término medio habían asistido
a la institución en ese año, 310 lo habían hecho de manera totalmente gratuita.
Y aclaraba que, de ese grupo, un buen número pertenecían a la sección “artesanos”.24
De acuerdo con estadísticas provenientes de los mismos salesianos, durante
los diez primeros años de labor, unos 1600 alumnos externos gozaron
de ese beneficio, mientras que durante ocho años –a partir de la apertura de la
escuela profesional, en 1907– se había dado asilo y formación también gratuita
a 367 pupilos; es decir, a razón de 45 alumnos por año.25 En la misma línea, algunos
registros un poco más completos y de años posteriores permiten ampliar
la información con los siguientes cuadros:
REGISTRO DE ALUMNOS COLEGIO PIO X
Fuente: elaboración propia a partir de información del ACPX.
Al observar los meses en los que se evidencia una mayor cantidad de alumnos –el número variaba, ya que eran frecuentes las salidas anticipadas por parte de éstos de la institución–, vemos que la proporción de niños alojados en forma gratuita se acercaba a la mitad del total de la población escolar. Teniendo en cuenta los frecuentes pedidos de subsidios realizados, tanto por los directivos de la institución como por los cooperadores, es posible suponer que, durante todo el período aquí estudiado, una porción significativa de alumnos se educaran sin abonar los correspondientes gastos de pensión, o que lo hicieran solo en parte. La carta enviada por la secretaria de la Comisión de Cooperadoras Salesianas al ministro de Relaciones Exteriores y Culto en 1931, para pedir un aumento de la subvención anual, es sintomática de esto:
“Como consecuencia lógica de la pobreza general que castiga al país, más que nunca vemos en la necesidad de recibir niños desvalidos para formar de ellos ciudadanos útiles…Si la Nación no pudiera atender nuestro pedido, nos veríamos en la angustiosa necesidad de desampararlos”.26
Hacia 1935, el padre director ponía a disposición de los cooperadores
los libros contables para que constataran los pagos que recibía. La presidenta
de la Comisión de Damas Cooperadoras Salesianas destacaba en un informe
que allí podía observarse que “la gran mayoría” se educaba sin pagar “absolutamente
nada”, de lo que resultaba que por cada uno que pagaba, había dos o más que no lo hacían.27
La beca a los alumnos también contemplaba los costos que se generaban
en la cotidianeidad, como el lavado de ropa, la adquisición o reposición
del uniforme o de los útiles de clase, la confección de alguna prenda en los
talleres de sastrería, algún calzado compuesto en el taller de zapatería, gastos
de peluquería y del servicio de correo por alguna correspondencia enviada por
los pupilos a sus familias. Además, solían descontarse los gastos de la visita del
médico en caso de enfermedad de algún alumno, situación que ocurría con
bastante regularidad. Tal el caso de Antonio Chavez, de 13 años, nacido en
Córdoba y huérfano de padre, quien en 1933 recibió visitas médicas durante
los meses de febrero y marzo, lo que generó gastos que su madre había manifestado
no estar en condiciones de pagar. Si bien los salesianos trataban de
adecuar la vida del internado a las especificaciones emanadas desde el higienismo,
muchas veces los recaudos no alcanzaban para evitar la enfermedad.
René Dambielle, de 15 años, oriundo de Francia y residente de la localidad de
Alta Gracia, que había ingresado a la institución el 1° de febrero de 1933, tuvo
que retirarse en mayo ya que, de acuerdo con la opinión del doctor, no debía
concurrir a la escuela por encontrarse afectado de una enfermedad pulmonar, “necesitando el descanso por una larga temporada”. Más aún, la desgracia
solía tocar a la puerta llevándose la vida de alguno de los internos, como Fabio
Joaquín Peludero, de 13 años, alumno becado del primer curso de Herrería
Mecánica, quien murió dentro de la institución en el mes de agosto de 1933.28
Entre los alumnos que eran eximidos del pago de la pensión se encontraba
una gran cantidad de niños huérfanos, para quienes se designaba un tutor a
cargo, conforme estipulaba el reglamento. Aquí, los cooperadores solían tener
un rol protagónico, dado que debían afrontar los costos incurridos por aquellos
“huérfanos retirados de la calle”, como Juan Jorge Adaín, oriundo de la ciudad
de Rosario y de padres fallecidos, de quien se hacía cargo como apoderada la
viuda de uno de los primeros presidentes de la Comisión de Cooperadores Salesianos,
Cesarea Ahumada. O el caso de José Justo Gimenez, huérfano nativo
de Santiago del Estero, tutelado por el prestigioso cooperador Juan Caferatta.
Incluso ante la muerte repentina del padre de algún alumno que no tuviera
otro medio de sostenimiento, la tutela recaía en algún miembro de la comisión.
De todas las formas de cooperación, esta fue la que más se destacó, y
así se solventaban los gastos que significaba para el colegio el asilo totalmente
gratuito de estos niños, conocidos públicamente como los “Huerfanitos de Don Bosco”. La frecuente colocación de esta clase de niños hacía necesario buscar
los medios con los cuales costear su educación. En el mes de octubre de 1934,
la comisión directiva de las Cooperadoras Salesianas enviaba a las familias
adeptas a la obra una circular que llevaba la firma de los huerfanitos educados
en la Escuela de Artes y Oficios. Allí se hacían los pedidos necesarios para el
sostenimiento de una gran cantidad de niños “sin padres, ni cariño” ni quienes
se ocuparan de su “triste suerte”:
“No pedimos halagos a la existencia, sino la felicidad de ser buenos ahora, para mañana con un oficio ocupar un sitio honrado en el mundo; pero mientras seamos niños necesitamos un pedazo de pan, un asilo y un corazón generoso que nos dé su ternura y su virtud. Don Bosco nos proporciona todo esto con sus Colegios, pero es menester que haya recursos para sostenernos”.29
La misma secretaria de la comisión de Cooperadoras dejaba asentado
en el libro de actas la necesidad de incorporar como pupilo al Colegio Pío X a
un niño de diez años, Evelio Yañez, un huérfano que se hallaba al cuidado de
su tío Ramón Toledo, empleado en el ferrocarril. Si bien no asistía a ninguna
escuela, este joven recibía instrucción de su tío, por lo que podría incorporarse
a segundo o tercer grado.30
No solo los cooperadores, sino también personas independientes –que
no tenían un vínculo especial con la Congregación– solían hacerse cargo de
la incorporación y estadía de niños huérfanos en los talleres salesianos. Un
caso particular que ilustra esto tuvo lugar el 16 de junio de 1922, cuando el
cónsul de Italia en Córdoba tomó a su cargo cinco niños de corta edad que
habían quedado en completo desamparo por el fallecimiento de su madre, de
nacionalidad italiana. Ese mismo día, según la crónica periodística, llevó al
mayor, de unos 7 años, y “lo entregó a la caridad de los hijos de Don Bosco” (Los Principios, 1922, p. 3).
En los numerosos llamados a la colaboración publicados en la prensa,
sistemáticamente se resaltaba la formación brindada dentro de las escuelas-
taller destinadas a formar “miembros útiles para la sociedad”. Los niños
que recibían los beneficios del internado gratuito podían gozar del hogar que
no habían tenido hasta el momento de entrar al establecimiento e instruirse profesional y moralmente gracias a la generosidad de los bienhechores. En los
primeros años de la década del veinte, se hizo visible la necesidad de ampliar
los talleres y salones dormitorios a los fines de albergar a un mayor número de
pupilos que no podían ser recibidos por falta de espacio. La prensa local destacaba
que, entre 1921 y 1922, unos 420 niños no habían podido ser admitidos.
En una carta abierta, el padre director les recordaba a los alumnos
que salían de receso escolar que había niños que no poseían hogar ni familia
que los cobijara durante el período de vacaciones y debían permanecer en el
internado:
“No todos sin embargo vuelven a ver a sus padres, sus amigos, su casa. Para muchos el Colegio es la casa y la familia. Son huerfanitos! Don Bosco los toma como a hijos suyos y en el Colegio encuentran todo lo que una desgracia prematura les arrebató.
Niños que volvéis a vuestro hogar, que gozaréis de las caricias de vuestras buenas mamás, de las alegrías sanas y saludables de la familia, no olvidéis a vuestros compañeros que en el Colegio os esperan en el próximo mes de Febrero”.31
La presencia de huérfanos en la obra se complementaba con la de numerosos
niños que experimentaban el denominador común de la pobreza, hijos
de familias que atravesaban serias dificultades de subsistencia y encontraban
un lugar en la institución salesiana. Alumnos como Juan Bolzoni, de primer
año de Herrería, que era becado por ser “muy pobre y no poder pagar nada”,
o Gabriel Fernández, para quien en un principio corrían los gastos de pensión,
pero luego se le retiró la cuenta mensual por imposibilidad de pagarla, ya que
le habían rematado toda la propiedad que tenía y su familia había quedado “en
la miseria”.32
En muchas ocasiones en que los padres se negaban a pagar los gastos
en los que incurría su hijo, desatendiendo cualquier llamado de atención de
las autoridades del colegio, los salesianos, cuya caridad cristiana no excluía
las preocupaciones por sostener materialmente su obra, optaban por retirar al
alumno o intimar directamente a las familias deudoras. Tal fue el caso de Francisco
Brizzio, cuando no fue recibido en 1934 por no haber cumplido con los
pagos mensuales del período lectivo anterior. Lo mismo ocurrió con Hipólito Matieu, quien recibió la advertencia del padre director de que si no saldaba la
deuda no podría ingresar en el siguiente año.33
Las necesidades que experimentaban algunas familias de escasos recursos
las obligaba a recurrir a diversas estrategias con la finalidad de evitar que
sus hijos perdieran la oportunidad de educarse en los talleres salesianos. Eran
comunes las correspondencias enviadas al padre director excusándose y prometiendo
el pronto pago de lo adeudado. Así lo hizo en 1933 Pío Moggetta, colono
italiano domiciliado en Laguna Larga cuyo hijo Orlando era educado en
la Escuela de Artes y Oficios, cuando decidió escribirle al superior del colegio
para explicarle que recién pagaría su deuda luego de realizar la cosecha. Ante
la imposibilidad de contar con el dinero en efectivo, algunos ofrecían trabajo
o bienes a cambio. Así, a Antonio Damián Moreno se le descontó la pensión
por haber colaborado con 3 gallinas y 19 huevos. El padre de Ernesto Rivarola,
al igual que el de Liborio Alercia, no tuvieron inconveniente en proponer que
se les diera trabajo para descontar parte de la deuda de la pensión de sus hijos.
La apoderada de Pedro Guzmán, alumno huérfano nacido en la Casa Cuna de
la ciudad de Córdoba, logró hacer trato con el director para pagar los gastos
mensuales con lavado de ropa.34
Anualmente llegaban numerosos pedidos de becas realizados por familias
pobres que rogaban un asilo en la escuela profesional salesiana para
algunos de sus hijos. Muchas llevan el sello del Departamento de Relaciones
Exteriores y Culto, encargado de la administración de los subsidios nacionales
a las instituciones educativas y asilos de menores. Según la Ley de Presupuesto
vigente en aquellos años, el Poder Ejecutivo tenía el derecho a conceder
becas de primera clase en los internados subvencionados por la nación, con
preferencia a los hijos de personas pobres. En una carta fechada el 25 de diciembre
de 1927 en Los Algarrobos, departamento Calamuchita de la provincia
de Córdoba, un matrimonio solicitaba becas para educar en algún colegio de
pupilos a dos de sus nueve hijos, porque carecían de recursos para solventar
esas erogaciones. El varón, llamado Heberto, fue incorporado como interno
a la Escuela de Artes y Oficios del Colegio Pío X en marzo de 1928. En otra
correspondencia sin fecha, el inspector general de Subsidios de Santiago del
Estero solicitaba una beca a favor del niño Mario Vella para que pudiera seguir
estudiando, había cursado el cuarto grado de las escuelas provinciales de la
campaña. El pedido lo motivaba su condición de huérfano de padre e hijo de
una madre “extremadamente pobre”, que no podía costearle su educación. El subsidio para la beca en el Colegio Pío X fue concedido, pero una carta posterior
dirigida por el tío del niño al padre Tantardini aclaraba que, por haberse demorado
éste en responder afirmativamente a la solicitud, ya se había colocado
al niño en otra escuela. A cambio le pedía “le haga el favor de cambiar la beca
otorgada por la Nación a favor de un pobre muchacho, más pobre que el otro,
de trece años, llamado Celestino Crusoni”. El 2 de marzo de 1931, el jefe del
Cuerpo de Bomberos Zapadores de Córdoba se dirigió al padre director Lorenzo
Massa pidiéndole la matrícula para un niño llamado Enrique Zamudio, que
había estado en el Colegio Pío X el año anterior sin pagar las cuotas mensuales
porque la madre era muy pobre.35
La decisión última de aceptar o de rechazar a un alumno corría bajo la
responsabilidad exclusiva del superior de la Obra. El padre director del colegio
salesiano era quien decidía el destino de muchos menores cuyas familias o tutores
querían incorporarlos en la institución. La buena reputación que en poco
tiempo había adquirido el colegio, sumada a las pocas plazas con las que contaba
el edificio, hacían que la capacidad de admisión se viera muchas veces
desbordada, lo que convertía la incorporación de un nuevo alumno, a los ojos
de la familia, en un importante acto de beneficencia por parte de la Congregación.
Muchas de las cartas expresaban ese agradecimiento, como aquella dirigida
por Celia Esther Biotti –hermana de un alumno incorporado al Colegio Pío
X en 1931–, quien se dirigía al director para manifestarle la “gratitud por haber
tenido la bondad de aceptar la beca” que el Ministerio le había concedido.
De la misma forma, el rechazo podía ser visto como una falta de las
autoridades que, en su deber de cristianos comprometidos, más que hacer un
favor, tenían la obligación de brindar educación y todo tipo de ayuda a quien
la pidiera. Bastante sugestiva resulta en este sentido la carta del 28 de octubre
de 1930 dirigida por el padre de un alumno, al parecer expulsado del Colegio
Pío X por adeudar el dinero correspondiente a la mensualidad que exigía su
educación:
“Al señor Director de la obra del beato Don Bosco en el colegio Pío X de Artes y Oficios en esta ciudad.
Cuando aún no se han secado las lágrimas por la pérdida de nuestra hijita, que apenas ayer hemos dado sepultura, el señor Director de una obra grande y piadosa como la que fundó Don Bosco, expulsa del colegio al hno. de la muerta solo porque para esta se dedicaron todos los recursos de que pude honradamente disponer, y hoy no tengo…para satisfacer a usted.
Que dolorosa experiencia recibida de quien se dice piadoso y de quien está encargado de formar sentimientos en el alma tierna de los niños. El mío, Héctor, ha de recordar seguramente por su vida que fue castigado duramente por usted solo porque era pobre y tenía una hermanita enferma para quien se dedicaron los centavos para que pudiera pagarse su enseñanza necesaria. Usted está en el templo de la religión y de la ciencia y que así procede ¿No teme los azotes del maestro?
Hondamente apenados saludamos a usted muy atte”.36
Estos testimonios dan cuenta del grado de expectativas generadas en
torno a una obra educativa por parte de familias que solían hallarse en el umbral
de la pobreza. El internado salesiano se convertía, en ese contexto, en la
solución más rápida y útil a muchos de las dificultades con las que contaban
los padres –en ocasiones, uno solo de ellos– a la hora de cubrir las necesidades
básicas de sus hijos. No solo la educación o formación laboral, la alimentación,
la vestimenta, el cuidado de la salud, la alfabetización y hasta incluso el
ocio eran aspectos del desarrollo infantil brindados por la Congregación a sus
alumnos.37
Los agradecimientos y repudios que contienen estas correspondencias
dejan entrever que muchas familias identificaban el ingreso de sus hijos a este
tipo de internados como la opción más viable a la hora de intentar asegurarles
un porvenir menos vulnerable. En un contexto donde comenzaba a formularse
un discurso sobre la familia, que enfatizaba fundamentalmente las obligaciones
de los padres respecto de sus hijos y las responsabilidades que debían
asumir para ser considerados legalmente como tales (Villalta, 2010), esas cartas
ayudan a complejizar la imagen de actitud pasiva y despreocupada de padres
que abandonaban a sus hijos y obligaban a la intervención del Estado o de
instituciones filantrópicas dedicadas a ocuparse de estos menores en riesgo.
Lidiar cotidianamente con niños que en general habían permanecido
por fuera del sistema escolar no representaba una tarea sencilla para los salesianos
y demás educadores de la institución. La calle, las barriadas marginales, los
talleres precarios, la miseria en los hogares, formaban en ellos determinados
hábitos y conductas que, ni la rígida disciplina del internado ni la educación en el trabajo, lograban erradicar fácilmente. En una de sus visitas al Colegio Pío X
en el mes de noviembre de 1910, el padre inspector José Vespignani reconocía
los avances materiales del colegio, pero alertaba sobre la “marcha moral” del
establecimiento, que, según su criterio, se debía a “la clase de niños expuestos
a muchos peligros a veces mal acostumbrados; de consiguiente la dificultad de
formar un buen ambiente tanto en los pupilos como en los externos y en los
oratorianos”.38
Algunas de las impresiones dejadas por los primeros salesianos que llegaron
a la ciudad son más explícitas a la hora de destacar cuales eran los
comportamientos que al parecer les costaba erradicar en esos niños. El padre
Guerra, fundador del Colegio Pío X, ilustró la rapidez de la acción educativa
del oratorio contando cómo, a poca distancia de los terrenos elegidos para erigir
el establecimiento, funcionaban dos escuelas pertenecientes a otras órdenes
religiosas: el Colegio Santo Tomás de los Padres Escolapios y el de las Hermanas
Dominicas. Este último, al parecer, tenía varios vidrios de sus ventanales
rotos por la acción de los que ellas nombraban como “chicos de la calle”. La
superiora de esa institución dedicada a la educación de señoritas, al dialogar
con su par salesiano le comentó que había notado que desde la llegada del
oratorio al barrio ya no llovían las piedras con la misma frecuencia que antes
(Massa, 1930, p. 47). Del mismo modo, también remarcaba el padre Guerra el
hecho de que esos mismos niños que apedreaban los ventanales de los colegios
y capillas de la zona tenían la costumbre de utilizar como baño público una
pileta ubicada dentro de la pequeña casa que ellos ocuparon luego con piezas
y aulas de estudio (Massa, 1930, p. 44). Los salesianos, además de destacar la
distancia existente entre las costumbres de esos “pilluelos” con los hábitos de
“niños civilizados”, también se ocupaban de remarcar el sello distintivo de la
pobreza. En una correspondencia dirigida al padre inspector, el primer director
del Colegio Pío X informaba sobre los primeros días de su estadía en la ciudad
resaltando:
“El patio parece un corralón de maderas viejas. Los niños del barrio se asoman constantemente para curiosear, de modo que elemento para el Oratorio no nos faltará y para el Colegio tampoco. La mayoría de ellos están descalzos. ¡Tanto mejor; así no harán ruido al entrar en la capilla que tendrá el piso de madera!” (Massa, 1930, p. 62).
El 11 de marzo de 1933, el periódico La Voz del Interior publicaba en una de sus columnas la fotografía de un niño descalzo, el canillita Rialdo Remón, quien no podía presentarse a la escuela por “carecer de lo más básico”, lo que constituía un reflejo de la situación que padecían miles de niños en edad escolar (p. 4). Si, como cuenta el padre Vespignani en sus crónicas, “los diarieros, los lustrabotas, los vendedores ambulantes, si tenían un rato libre, corrían al oratorio” (Massa, 1930, p. 47), quizás podamos suponer que tanto Plácido Lutri como Ernesto Fúnes, ambos futuros alumnos de la Escuela de Artes y Oficios, sobrellevaban la misma suerte del pequeño Rialdo, cuando en la tarde del 18 de diciembre de 1906 fueron obsequiados con un par de botines y unos pantalones por participar en una de las tantas jornadas del Oratorio Festivo salesiano.39 Paliativos a situaciones de miseria y privaciones a las que se veían sometidos, como ellos, gran cantidad de niños de la ciudad.
Las investigaciones acerca de la denominada cuestión social visibilizó la existencia de grupos de niños que se encontraban fuera de los circuitos
considerados normales para su desarrollo, como la familia y la escuela. Estos
menores ocupaban los espacios públicos o se incorporaban al mercado laboral
como changarines, canillitas o como empleados en pequeños talleres; su
situación de vulnerabilidad los hacía portadores de hábitos y modales que se
distanciaban de aquellos esperables para los futuros ciudadanos de la nación.
Las clases dirigentes depositaron sus esperanzas de construir el orden, el progreso
y el desarrollo de la ciudadanía en diversas instituciones que cumplieran
con el objetivo de educar y civilizar a las clases populares. La acción de estas
asociaciones –muchas, de fuerte impronta religiosa– operó a la manera de correa
de transmisión del proyecto civilizador emprendido por las élites locales,
en la medida en que aquellas se propusieron la “recuperación y ordenación
de las clases desheredadas” por medio de la educación, la moralización de los
comportamientos, la higienización y la dignidad del trabajo.
Durante las tres primeras décadas del siglo pasado, los salesianos de
Don Bosco implementaron en la ciudad un proyecto educativo con fuertes
contenidos de pedagogía social, que tendía a la integración por la vía del trabajo
y la educación religiosa de los niños y jóvenes más humildes. Las escuelas
profesionales salesianas impulsaron la educación teórica y práctica como un
medio para que estos menores lograran por sus propios medios mejorar su condición material y espiritual, y emprendieron así una tarea de fuerte implicancia
social a partir de la enseñanza teórica y práctica de un oficio. El trabajo,
elemento clave de la pedagogía social salesiana, fue entendido tanto como un
mecanismo civilizador que tendía a la reforma de hábitos de los niños más
vulnerables, como una forma, también, de prevenir los conflictos sociales vinculados
a las reivindicaciones del movimiento obrero.
El análisis hecho sobre el grupo de alumnos que asistían a la Escuela de
Artes y Oficios de la Congregación permitió acercar la mirada hacía las distintas
realidades que marcaban la existencia cotidiana de muchos niños en edad
escolar. Los talleres, aulas, patios y capillas de los salesianos fueron ocupados
mayoritariamente por hijos de familias de bajos recursos, imposibilitados de
costear una educación de esas características. Huérfanos que se encontraban
en situaciones de extrema vulnerabilidad, recogidos de hospicios y hospitales.
Menores que nunca habían transitado ningún tipo de recorrido escolar, en su
mayoría analfabetos y de hábitos extraños a los que imponía la cultura del
colegio y el taller. Infantes que frecuentaban espacios caracterizados por la
ausencia de contención. Existencias comunes marcadas por la pobreza y la
miseria en sus diversas manifestaciones.
Los ejemplos que ilustran este trabajo muestran quienes fueron los sujetos
preferenciales de la asistencia de una Congregación que cumplió, en esta
ciudad, una determinada misión social, encomendada por quienes auspiciaron
su instalación y desarrollo. Pero de manera más clara, ponen de manifiesto realidades
y experiencias padecidas por una gran cantidad de niños que formaron
parte, silenciosamente, de la modernización.
Notas
1 Una versión preliminar fue presentada en las V Jornadas Nacionales de Historia Social, La Falda, mayo de 2015. Agradezco los comentarios de Enrique Mases.
2 Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segreti”/ Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. Correo electrónico: morettinicolásd@gmail.com.
3 Sobre el tratamiento que la historiografía ha brindado a la infancia, ver Santiago A. Zoila (2007); Marta Herrera y Yeimi Palermo (2013).
4 Más que como una fase natural, la “infancia” debe ser vista como una “expresión cultural particular, histórica, políticamente contingente y sujeta a cambios” (Cosse, Llobet, Villalta, Zapiola, 2011, p. 12).
5 Dentro del universo bibliográfico, destacamos las siguientes obras que ofrecen un panorama amplio sobre la infancia en América Latina: Bárbara Potthast y Sandra Carreras (2005); Pablo Rodríguez y María E. Manarelli (2007); Susana Sosenski y Elena Jakson (2012).
6 Para un enfoque más amplio acerca del campo de estudios sobre la infancia en Argentina, ver Sandra Carli (2011).
7 Entre los numerosos trabajos que abordan la relación entre la infancia y los sistemas escolares despegándose de una visión exclusivamente pedagógica, ver Sandra Carli (2002); Lucía Lionetti (2007).
8 Sobre el trabajo infantil en Córdoba constituyen aportes relevantes las producciones de María E. Rustán y Adrián Carbonetti (2000); Miguel A. Candia y Francisco A. Tita (2002); Claudio F. Küffer, Mónica Ghirardi y Sonia Colantonio (2014).
9 Entre las fuentes consultadas, se ha trabajado con un importante corpus documental proveniente de los archivos de la Congregación, entre los que valen destacar: registros de los alumnos pupilos, memorias institucionales, libros de actas de cooperadores, publicaciones y correspondencias de padres y alumnos.
10 Entendemos aquí, siguiendo a Ferrán Casas (2006), que “la infancia” no resulta ser un fenómeno social configurado solo por un conjunto de características, sino que además es inseparable de la idea o conjunto de ideas sobre “qué es la infancia” (p. 29). Así, el abordaje de las fuentes se hizo contemplando que los niños – en su calidad de “alumnos”, “huérfanos”, “artesanos”, etc.– aparecían mediados por las imágenes que los adultos construían sobre ellos.
11 Sobre la cuestión social y sus diferentes manifestaciones ver Juan Suriano (2001).
12 Diversos autores han destacado que, de acuerdo con la manera en que los contemporáneos percibían el universo de la infancia, la categoría “menor” comenzó a circular con mayor frecuencia en los discursos de profesionales para diferenciar del resto de la población infantil a aquellos niños agrupados bajo las etiquetas de “pobres, huérfanos, abandonados, delincuentes, viciosos, vagos”. El reconocimiento de la situación de inferioridad legal de estos menores implicaba la comprobación de una anomalía moral y material de los padres, manifestada en sus comportamientos sociales y en sus características hereditarias (Zapiola, 2010; Aversa, 2012). En el caso aquí estudiado, si bien en el interior de las instituciones salesianas existían diferencias en el alumnado, no pueden hallarse ecos del discurso que imperaba entre la clase dirigente acerca de esta antinomia “niño-menor”, por lo que en el trabajo se prescinde de utilizar esta categoría específicamente en esos términos. Sobre la experiencia de los niños enfermos del Asilo Marítimo de Mar del Plata, Adriana Álvarez ha destacado la existencia de una “visión compasiva y hasta humanitaria” sobre los niños en condiciones de vulnerabilidad, más que el estigma de juristas, médicos y legisladores implícitos en la definición de “menor” (2010, p. 26).
13 Entre los numerosos trabajos que abordan la irrupción de los menores en el marco de la cuestión social, ver Eduardo Ciafardo (1992); Donna Guy (1994); Nidia Bisig (2010); Carla Villalta (2010); María Carolina Zapiola (2010).
14 En algunos casos, el desarrollo de las escuelas de artes y oficios ha sido vinculado con las necesidades de contar con mano de obra especializada por parte de una burguesía local según Georgina Blanes y Luis Garrigós (2001, pp. 5-31). Para el caso de Córdoba, sin embargo, el escaso desarrollo industrial en este período no permite extrapolar dicho argumento. La insistencia por parte de sectores de la dirigencia local en lograr la apertura de un colegio de estas características estuvo vinculada a resolver el problema que representaba la masa de niños dedicados al ocio, más que a contar con mano de obra profesional para determinados tipos de labores industriales. De hecho, la formación brindada en los talleres de la Congregación salesiana favorecía el empleo como cuentapropistas o en talleres dedicados a oficios más bien artesanales, como carpinterías, herrerías, zapaterías y sastrerías. Sobre la destinada al sector industrial en la primera mitad del siglo XX, ver José Sánchez Román (2007, pp. 269-299).
15 Un meduloso estudio sobre el surgimiento y desarrollo de la Congregación salesiana lo constituye el trabajo de Arthur Lenti (2010).
16 Sobre el accionar de los salesianos en la Argentina, ver Ariel Fresia (2005); María Andrea Nicoletti (2008); Alejandra Landaburu (2012); Gabriel Carrizo (2014).
17 Si bien los años que van de 1880 a las primeras décadas del siglo pasado son identificados como un período de hegemonía laico, el avance extraordinario de la Congregación salesiana en ese tiempo advierte acerca de los nichos de actividad que el Estado aún reservaba para el catolicismo, ver Roberto Di Stefano, (2011).
18 En este sentido, la propuesta salesiana se encuadraba en el discurso que consideraba al conocimiento y práctica de un oficio por parte de los niños como “el camino hacia la redención social y moral, y a la vez un instrumento apto para la inclusión en la sociedad salarial” (Mases, 2013, p. 136).
19 Memoriale, Visita Inspectorial. 1913. Archivo del Colegio Pío X (ACPX), Córdoba. La ausencia de clasificación del material existente consultado en este archivo impide brindar mayores especificaciones para su localización.
20 Sobre la fisonomía de estos barrios en la etapa de modernización en Córdoba, ver Waldo Ansaldi (1993).
21 Como presidente del Consejo de Conferencias Vicentinas de Córdoba, Agustín Garzón formó parte del triunvirato que dirigió el primer comité de Cooperadores Salesianos de la ciudad.
22 Carta del Padre Pedro Tantardini al Concejo Deliberante de la Ciudad de Córdoba.10 de septiembre de 1912. ACPX, Córdoba.
23 Carta del inspector Carlos Puebla al Inspector General de la Dirección General de Escuelas de la Provincia de Córdoba. 7 de junio de 1909. ACPX, Córdoba.
24 Visita al Colegio Pío X del Director General de Escuelas Municipales. 7 de diciembre de 1921. ACPX, Córdoba.
25 Recuerdo del primer centenario de la fiesta de María Auxiliadora y el nacimiento de Don Bosco. 1915, p. 72. Estudio tipolitográfico Los Principios. ACPX, Córdoba.
26 Carta de la secretaria de la Comisión de Cooperadoras Salesianas al ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la República Argentina. 8 de octubre 1931. ACPX, Córdoba.
27 Libro de Actas Damas Cooperadoras Salesianas. 1935. ACPX, Córdoba.
28 Libro de Pupilos. 1933, f. 63, 85, 70. ACPX, Córdoba.
29 Circular “Colecta Pro-Huerfanitos de Don Bosco”. Octubre de 1934. ACPX, Córdoba.
30 Libro de Actas Damas Cooperadoras Salesianas. 1935. ACPX, Córdoba.
31 La Obra de Don Bosco en Córdoba. Diciembre de 1922, p. 2. ACPX, Córdoba.
32 Libro de Pupilos. 1933, f. 91, 41. ACPX, Córdoba.
33 Libro de Pupilos. 1933, f. 115. ACPX, Córdoba.
34 Libro de Pupilos. 1933, f. 36, 89, 43. ACPX, Córdoba.
35 Pedidos de subsidios, cartas y correspondencias. ACPX, Córdoba.
36 Pedidos de subsidios, cartas y correspondencias. ACPX, Córdoba.
37 Si bien el internado no dejaba de ser un espacio cerrado al modo de claustro que aseguraba el mínimo contacto de los pupilos con el exterior, los salesianos intentaban contrarrestar los efectos perjudiciales del encierro realizando excursiones escolares. Estas eran concebidas como una preciada actividad recreativa que predisponía mejor los ánimos de los alumnos y que los libraba de la nostalgia generada por el abandono de la casa paterna. Al mismo tiempo, estas actividades hallaban eco en el discurso higienista, ya que se creía que el contacto con ambientes puros y sanos serviría para robustecer las energías.
38 Memoriale, Visita Inspectorial. Noviembre de 1910. ACPX, Córdoba.
39 Distribución de premios del Oratorio Festivo. 18 de diciembre de 1906. ACPX, Córdoba.
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Fecha de recepción de originales: 14/09/2015.
Fecha de aceptación para publicación: 20/05/2016.