ARTÍCULOS
Lucía Lionetti1
Resumen: A lo largo del siglo XIX, en el contexto de la configuración del nuevo orden republicano, se promovió la humanización de los castigos físicos. Como parte de un clima cultural, atravesado por la individualización del cuerpo, las modernas corrientes pedagógicas cuestionaron los excesos de las penalidades sobre los niños. En este trabajo se analizan esas reconsideraciones sobre este tipo de prácticas disciplinarias en las escuelas elementales de la ciudad de Buenos Aires y su campaña, con el propósito de dar cuenta de qué modo ese llamado proceso de “sensibilización civilizada” batalló por una economía del castigo físico para proyectar –a fines del siglo– un nuevo código ético, de honor y virtud, sustentado en la autodisciplina como el tipo de comportamiento del que debían hacer gala los futuros ciudadanos de la república.
Palabras clave: Buenos Aires; Escuelas elementales; Castigo físico; Sensibilidad civilizada.
Body and punishment. The Physical Punishment in Buenos Aires Elementary Schools and its Countryside in the 19th Century
Abstract: Throughout the 19th century, in the context of setting up the new republican order, the humanization of physical punishments was promoted. As part of a cultural climate affected by the individualization of the body, modern educational trends questioned the excessive punishment of children. This paper discusses the reviews of such disciplinary practices in Buenos Aires elementary schools and its countryside, with the aim of reflecting on how this “civilized awareness” process struggled for a punishment economy to design –at the end of the century– a new ethical code of honor and virtue based on self-discipline as the kind of behavior that should be adopted by future citizens of the republic.
Key words: Buenos Aires; Elementary schools; Physical punishment; Civilized awareness.
Cuerpo y castigo. La penalidad física en las escuelas elementales de Buenos Aires y la campaña en el siglo XIX
El gobierno del sistema escolar, entendido como un conglomerado de prácticas
de conducción variables y contradictorias en constante intercambio e
interdependencia (Foucault, 2007, p. 175), se adapta de acuerdo con el sentido
de orden de cada época. Toda transgresión a ese orden, en tanto acto de indisciplina,
conlleva una sanción. Una de las variantes de sanción, que ha persistido
por largo tiempo, es el castigo físico, más allá de que la moderna pedagogía
lo condenara abiertamente.2 Sin embargo, esa condena no ha impedido que,
aún en nuestros días, algunos puedan estimarlo como un recurso viable para
mantener la disciplina (Baumrind, 1995, p. 6). De todos modos, las mutaciones
en los umbrales de tolerancia respecto de la violencia sobre los cuerpos han
promovido reconsideraciones y desplazamientos en las modalidades de penalidades
físicas que pudieran aceptarse.
El castigo físico ha transitado por distintas acepciones, como “pena”, “padecimiento”, “tormento”, “sufrimiento”. Impuesto a través de distintos medios –palmadas, bofetadas, apretones, empujones y golpes con objeto–, cambió de propósito a partir del siglo XVI, cuando pasó de ser una forma de educar
y marcar límites y normas, a ser una forma de humillación y manipulación, lo
que generó controversias sobre si era válido apelar a su uso como método de
educación. A mediados del siglo, surgieron nuevos modos de castigo físico,
como, por ejemplo, los judiciales, que devinieron en espectáculos públicos
que se hicieron extensivos tanto a adultos –plebeyos, obviamente– como a niños, cualesquiera fuera su condición social. En el curso del siglo XVII se habló del castigo como redentor, como afirma Elizabeth Badinter (1991); se creía
que para salvar el alma era indispensable castigar el cuerpo. Mientras tanto,
los primeros escritos sobre educación, como los de Roger Ascham (1570), se
expresaban contra la arbitraria manera en que los niños eran castigados. El
que más influyó fue el texto de John Locke (1693), quien escribió el libro Pensamientos
sobre la educación, en el que critica el rol del castigo físico en la
educación, influenciado por legisladores polacos que lo habían prohibido en
Polonia en 1783.
Durante el siglo XVIII, la “nueva economía del poder de castigar” –con
su iniciativa de promover una relativa humanización de los castigos frente a los
excesos que encarnaba la figura del Absolutismo Monárquico– propició una
codificación más clara y también más efectiva.3 Una de las principales transformaciones
se dio en torno a la desaparición de los suplicios: “desapareció
el cuerpo suplicado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente en
el rostro o en el hombro… ofrecido en espectáculo” (Foucault, 1976, p. 16).
El cuerpo, de ser objeto de la pena, pasó a ser un instrumento que privaba al
hombre de su libertad, quedando compelido a un sistema de coacción y de
privación, de obligaciones y de prohibiciones. El castigo, de ser un arte de las
sensaciones insoportables, devino en una economía de los derechos suspendidos
(Foucault, 1976, p. 18). Como efecto concomitante, se reconsideraron
las prácticas de disciplinamiento aplicadas sobre el cuerpo de los escolares.4 Según explica Barrán (1994), esa suerte de “dulcificación” del castigo físico fue
el resultado del advenimiento de una sensibilidad “civilizada”, que condenó
como una expresión de máxima “barbarie” la penalidad sobre los cuerpos de
los niños.5
Siguiendo estos enfoques, en el presente trabajo se analizan las prácticas
del castigo físico y sus reconsideraciones en las escuelas elementales de la
ciudad y la campaña de Buenos Aires durante el siglo XIX. Las dificultades que
plantea la aproximación a esta compleja temática en este espacio y tiempo son
de tipo heurístico-metodológicas. Sin embargo, a pesar de la dispersión, diversidad
y vacíos en los registros documentales, sumados al carácter fragmentario de las fuentes de tipo cualitativas que se han consultado –informes y disposiciones
oficiales, prensa y correspondencia entre vecinos y autoridades–, se encuentran
indicios de esa mutación –nunca lineal ni unívoca– en las consideraciones
sobre la aplicación de castigo físico sobre el cuerpo de los escolares. Los
registros documentales hallados dan cuenta de los matices en las opiniones, y
muestran un abanico de posturas entre quienes reclamaron la morigeración,
la racionalidad, hasta aquellas voces que abiertamente lo condenaron como
una práctica flagrante, tanto para el que la aplicaba como para quien era objeto
de la pena. Así, es posible argumentar que esa suerte de sensibilización
“civilizada” adquirió nuevos sentidos a partir de la configuración de un código
ético republicano que promovió como pilares del comportamiento ciudadano
el honor, la virtud y la autodisciplina.
Si bien se desconoce la frecuencia con la que se aplicaba en las escuelas
conventuales la pena del castigo corporal, se encuentran escritos de religiosos
que recomendaron la moderación en su uso.6 De hecho, durante el proceso de
colonización española existieron fuertes tensiones entre los sistemas de monopolio
de la violencia. Por un lado, se encontraban los sistemas judiciales –como
un atributo central del poder de los gobernantes en los siglos XVI y XVII–, que
promovían el reconocimiento de ofensas purgadas por medio de diversas formas
de castigos y tormentos. Por otro, algunos clérigos –con sus prácticas piadosas– promovían métodos de autocontrol como un modo de dignificar y de compadecer
al cuerpo.7
Con el advenimiento de las emergentes repúblicas nacionales latinoamericanas,
la instrucción pública fue relevante para emprender la transformación
de los súbditos del despotismo ilustrado en ciudadanos libres e iguales,
artífices del progreso de la comunidad soberana (Quijada, 1993). Así, se cuestionó el monopolio que, durante la etapa colonial, había tenido la Iglesia Católica
en la educación y formación de la infancia, lo cual planteaba un nuevo
modelo de escolarización que erradicara, en términos de Sarmiento, los lastres de una barbarie que encontraba sus raíces en el pasado colonial (Ferro, 2008).
En el caso del Río de la Plata, más allá de las continuidades en materia
de instrucción pública entre la etapa colonial y los tiempos de la revolución, se
advierte el interés de las autoridades de la Junta de Gobierno por garantizar la
escolarización de la niñez.8 En ese marco, se reglamentó la práctica del castigo
físico sobre los escolares. En oportunidad de convocarse la Asamblea del Año
XIII, se decretó la abolición de la pena de azotes. Según quedó registrado en la
prensa oficial, “no se podía aprobar un castigo tan inflamatorio… [porque] no
ignora cuán trascendental es este abuso y cuánto influye en la degradación de
los jóvenes que deben educarse para la Patria con decencia y honor”.9
Que los cuerpos de los jóvenes, educados para la Patria, no pudieran
ser expuestos a cualquier tipo de acción ignominiosa da sentido a la sanción
que se le aplicó al presbítero Mendoza, por haber sometido a los escolares a
“castigos humillantes”. Según el comunicado oficial:
“Es un error, equivocar los primeros preceptos de la naturaleza, sus Leyes positivas del culto, y moralidad con que el hombre nivela, y dirige sus operaciones al Ser Supremo, respecto de aquellas que solo influyen á la policía interior para conducir, ó reprimir los extravios de la juventud: y si el divino Maestro encarga al Padre el castigo de su hijo, ó que en fin no levante la disiplina del niño, quizo enseñar el sumo cuidado, y especial vigilancia que debe Merecer á todo Magistrado la educacion de estos plantelez de nuestra sociedad, quizo explicar los derechos correccionales públicos y económicos, pero no precisamente con ese género de castigo humillante y aflictivo, cuya designación y modificación compete a las Autoridades. Asi es que en concepto del Asesor del Presbítero Mendoza debe darse por privado para siempre del Oficio, aplicándoles pena que se contemple proporcionada al caso y circunstancias .…
Vista esta causa…, se [lo] condena … a ocho meses de reclusion en el Convento de Recoletos de esta Capital, para que en el recogimiento debido aprenda á dar la inteligencia correspondiente á la Divina Escritura, y a la obediencia que debe prestar á los preceptos de las Autoridades legítimas: se lo declara inhábil para presidir de modo alguno á la educacion juvenil y comunicandose al Intendente de Policía y Prelado de dicho Convento para su puntual observancia, dése a la Gazeta; exigiendolse desde luego por el dicho Intendente los costos del actual Proceso con mas cien pesos de multa por cada uno de los Jóvenes que castigó quebrantando las leyes de este Gobierno, cuya suma será entregada a los mismos Jóvenes, y a su beneficio.-Posadas, Peña, Larrea, Tomas Allende, Secretario”.10
Ciertas formas de castigo aflictivo fueron consideradas como abuso de
la penalidad y, en caso de aplicarse, debían ser competencia del poder de policía.
El presbítero, al extralimitarse en su voluntad disciplinadora, desafió lo
normado por el nuevo gobierno. Tal como se consideraba, el orden y la moralización
se imponían no con un exceso de celo en la penalidad del cuerpo sino
con una adecuada instrucción. Si, como reconocían las autoridades, había que “esforzarse para ser contado entre los pueblos cultos e ilustrados que honran
tanto á [sic] la especie humana”,11 se debía erradicar del país el estado de “infancia
general” con sus rasgos de barbarie.12 Esa conquista se lograba en tanto
la instrucción pública y gratuita consiguiera formar ciudadanos y gobernantes
honorables,13 como una expresión del nuevo orden civilizado.
Ese ideal civilizador valoraba el cuerpo de los escolares producto del
largo proceso que promovió su “ennoblecimiento”14 y “compasión”15. La “humanización
de las penas escolares” llevó a que se referenciara el método de
enseñanza difundido por los cuákeros Bell y Lancaster, con la intención de
fomentar una instrucción pública capaz de “cultivar sentimientos útiles, elevados,
patrióticos; en fin es preciso enseñares, criar en los niños habitudes
virtuosas”.16 Con ese propósito, se comenzaba con el “honor y noble placer” de conferir a los niños la capacidad de elegir por voto secreto, dentro de la lista
propuesta por el maestro, al alumno monitor. Así, el método lancasteriano, se
revelaba útil “principalmente en los pueblos libres y donde hay un gobierno
representativo” para que los alumnos:
“prueben el placer de exercer el derecho a la ciudadanía y que con alma y conciencia designen al mas digno y al mejor…. Consultar a los niños acerca de aquello de que pueden ser jueces, es muy buen medio de formare sus opiniones, de acostumbrarlos a examinar su conciencia y á reflexionar, de formar su caracter, y fortalecer su probidad natural”.17
Ese incipiente lenguaje republicano, que promovía el pasaje de la condición de “súbditos a ciudadanos”,18 necesitaba que “los pequeños juezes [sic] petits bons-hommes” aprehendieran la incorruptibilidad y la conciencia de un proceso eleccionario. Aquel era el gesto de una escuela moderna que aspiraba a la construcción simbólica del ciudadano.19 Como se afirmaba:
“En los pueblos que aspiran a ser libres y tener gobiernos liberales y representativos, son estas cosas de mucha importancia. Por esta misma razon (sic) debe ponerse en las escuelas y los colegios los FUNDAMENTOS del juicio por jurados, institución admirable y esencial á la libertad”.20
Por su parte, en la campaña bonaerense,21 las autoridades procuraron
avanzar con sus medidas en favor de impulsar la instrucción pública. El electo
gobernador intendente Manuel Luis Oliden encomendó a los preceptores
Rufino Sánchez y Francisco Javier Argerich que redactaran un reglamento escolar.
En él se dispuso que los patronos de las escuelas debían ser los santos
mártires Justo y Pastor, en tanto modelo de virtud para la niñez. El preceptor,
también un modelo de comportamiento, debía presentarse a un concurso de
oposición. Preferentemente el candidato debía ser residente del mismo partido
donde fuera a cumplir sus funciones. Se recomendaba que el preceptor tratara
con liberalidad y amor a sus discípulos, de quienes exigiría, asimismo, respeto y obediencia. Debería ser indulgente y sólo “en casos de maliciosa reincidencia
aplicaría correcciones aflictivas, siendo los azotes el último recurso que
se debería aplicar y solo en caso de desobediencia escandalosa”. La pena se
administraría con la “majestad y circunspección posible en lugar separado de
la vista de los demás”.22 Al tiempo que se hacía una difusa ponderación del tipo
de faltas, se le recomendaba al maestro que fuera un acto cuidado y pensado.
Aunque ese castigo era un último correctivo ante la reiteración de la falta,
puede estimarse como un retroceso respecto de lo que había establecido la
Asamblea del Año XIII.
Se pautó también que los horarios de clase se repartieran en dos turnos;
que se fijaran los contenidos, la gradación de la enseñanza y los procedimientos
didácticos; que las clases públicas fueran bimestrales y que se impusiera
la obligación escolar. En función de las tareas rurales se fijaron las vacaciones
desde el 8 de enero hasta el primer lunes de cuaresma. De manera simultánea,
se crearon las juntas protectoras de las escuelas de campaña de cada partido,
integradas por el alcalde de hermandad, el cura o su teniente y un vecino de
“probidad”. Entre las funciones de estas juntas figuraban las de inspeccionar
las escuelas, recaudar fondos para su sostenimiento y disponer que los vecinos
pudientes mantuvieran a uno o dos niños que por su pobreza y la distancia no
pudieran concurrir a las escuelas desde sus domicilios. El sueldo de los preceptores
sería abonado por la Intendencia de Policía. Los exámenes se celebrarían
el 24 de mayo, cuando se entregarían distinciones a los alumnos sobresalientes.
Para garantizar que los alumnos asistieran a las escuelas se facultaba al
cura párroco a que amonestara a los padres renitentes. En caso de resistencia,
el alcalde del partido podía percibir una multa a beneficio de los fondos para
la instrucción, e incluso podría “sacarles los hijos a la fuerza y acomodarlos,
según se previene en el Art. 9, en casa de vecinos pudientes”.23
En el año 1817 se designó al canónigo Dr. Saturnino Segurola como
primer director general de Escuelas, cargo que ocupó con breves períodos de
interrupción hasta 1852. Al frente de la administración escolar en la ciudad de
Buenos Aires y en la campaña bonaerense, dispuso un nuevo reglamento con
ligeros cambios, donde se estableció que:
“1) los maestros procuraran no ultrajar a los niños con dicterios indecentes, ni estropearlos con golpes, previniendo que substituyeran el castigo con azotes por otras reprensiones que miren al pundonor de los niños. 2) Sería reprensible cualquier niño que echare en cara alguna falta en el linaje a otro igual, que no se permitiría a los maestros recibir regalos de consideración a los padres de los niños …. 3) Los niños decentes no se mesclaran (sic) con los de bajo color, como negro o mulato en la escuela. 4) Será muy digno de represión el preceptor que distinguiese algún niño no por su mérito particular sino por el influjo o comodidades de sus padres”.24
Estos fueron intentos por reglamentar una vida escolar signada por la
presencia de improvisados preceptores con una irregular remuneración por sus
servicios, una pobre infraestructura y un grupo numeroso de niños que acudían
a la escuela esporádicamente. Una instrucción elemental en la que convivían
el catecismo de Astete (o en su lugar, de Ripalda), el de Fleury –textos usados
en la etapa colonial– con algunas innovaciones, como el sistema lancasteriano,
vinculado a la lógica del discurso liberal republicano, que necesitaba expandirse
y producir la libertad necesaria para que los individuos aceptaran su
condición de gobernados para legitimar el nuevo orden político.25 La novedad
se combinaba con lo residual. Por disposición de los cabildantes, se leía el Tratado
sobre ensayos del Hombre de Juan Esqueicoz –difundido por Jovellanos–,
se evaluaba a los escolares en exámenes públicos –que habían sido implantados
también en España– al tiempo que se impulsaba la orientación patriótica
de la educación en 1812, que reglamentó el uso de la escarapela y la conmemoración
de las fechas patrias. La otra cuestión a remarcar fue la disposición
que promovía la supresión del azote a los niños proclamada por la Asamblea
Nacional de 1813, más allá de que algún otro reglamento dejara abierta la
posibilidad de que se pudiera aplicar. Tampoco esa moderación puede presentarse
como una novedad sin más, atendiendo que ya desde el siglo XVIII hubo
posturas que promovieron su eliminación en ese proceso de conmiseración de
los cuerpos.
Después de la anarquía del año veinte, cuando cayó el gobierno central
y comenzaron las autonomías provinciales,26 se suprimió el cargo de alcalde
de Hermandad, que fue reemplazado por el de juez de Paz; se cerró el cabildo, con lo cual las escuelas de primeras letras quedaron supeditadas por un breve
período a la figura del director de Escuelas, a cargo del religioso Segurola. Posteriormente,
fueron incorporadas a la Universidad de Buenos Aires en 1822.
Otra medida del ministro Bernardino Rivadavia fue ceder la administración de
las escuelas públicas de niñas y del Colegio de Huérfanos -anteriormente controlado
por la extinguida Hermandad de Caridad- a la Sociedad de las Damas
de la Beneficencia.27
El nuevo director general de Escuelas, el español Pablo Baladía –también
a cargo de la Normal de la Universidad–, encontró escollos a la hora de promover
la capacitación de los preceptores en el promocionado sistema de enseñanza
mutua. La resistencia de éstos a asistir a la Normal dificultó que el método
pudiera implementarse con la eficacia que pretendían las autoridades.28
En la campaña bonaerense se reemplazaron las juntas protectoras por
juntas inspectoras conformadas por el juez de Paz29 y dos “vecinos respetables”
del lugar. Si bien los curas párrocos quedaron fuera de esa función, en un
evidente guiño de la impronta liberal del momento, las autoridades y vecinos
notables requirieron de su colaboración por su llegada a la comunidad.30
La realidad social de la vida en la campaña puso un límite a esas iniciativas.
A la lábil presencia de las autoridades estatales y los problemas de la
escuela elemental se les sumaron frecuentes situaciones de conflicto entre los
diversos personajes de la comunidad. El caso ocurrido en Morón en 1824 es
ilustrativo en ese sentido. Los registros documentales permiten reconstruir un
conflicto entre la Junta Celadora (conformada por vecinos notables) y el preceptor
nombrado por las autoridades. La conflictiva relación del preceptor con
aquellos vecinos se hizo evidente cuando los miembros de la junta le exigieron
que presentara las instrucciones que tenía respecto de la utilización del sistema
de Lancaster. Con cierta sorna y tono altanero, el preceptor envió una nota en
la que les respondió que:
“desconoce el llamado sistema Lalcaster y que por eso no tenía esas instrucciones pero que si conocía las del Sr. Bell y el Señor Lancaster y si querían proveerse de un ejemplar se los acercaría puesto que el Superior Gobierno las tiene puesta a venia pública en la Biblioteca de la Universidad por el precio de un peso”.31
La Junta, por su parte, exigió “más moderación en su modo de expresarse”. El conflicto llegó hasta el rector de la Universidad de Buenos Aires Antonio Sáenz, quien, al informar al ministro de Gobierno Manuel García, comentó entre otros términos que:
“El Cura de Morón se había empeñado en tratar al Preceptor como si fuera su Sacristán y en llevarse a los Niños de la Escuela a sus Misas cantadas para que se las sirviesen con prejuicio de la enseñanza.... Comenzó de repente a titularse Presidente de la Junta Celadora cuando en Morón nunca se ha establecido tal Junta y tan solo por mi parte que fui a la visita de Escuelas le hice la prevención de palabra para que él y el Juez de Paz estubiesen a la mira de la conducta de los Preceptores y me avisasen si faltasen a sus obligaciones. Este es el hombre quien de improviso veo titulase nada más y nada menos que en un Presidente y abusando del cambio de Juez de Paz se levanta con la autoridad de intimar ordenes al Preceptor de la Escuela y quieren obrar con independencia mía. El convoco al vecindario, le hizo elegir con otros para la Junta Celadora y me han pasado oficios haciéndome requerimientos tan groseros, tan desvergonzados y atrevidos.... Todo me parece que queda remediado con que el Preceptor se arregle con lo que tiene mandado y el Cura no tome parte en la dirección de la Escuela, pues que para el nuevo reglamento la Junta Inspectora solo se deba componer del Juez de Paz y dos vecinos”.32
Los miembros de la Junta respondieron que fueron promovidos en ese cargo por los padres de varios niños y que el maestro no respetó la disposición del gobierno que prohibía todo castigo aflictivo e ignominioso:
“estropeando las manos de los niños azotándolos con disciplina (aunque sobre las ropas) pero de un modo torpe, poniéndolos en el patio de la Escuela a la expectación de los que pasan por la plaza y autorizando a los demás niños a que hagan toda especie a befa a los que han sufrido aquel castigo. …lejos de estimular en los niños las pasiones nobles… solo haga que pierdan el pudor y se formen entre ellos odios y enemistades”.33
La Junta apeló a la denuncia de supuestos abusos cometidos por el preceptor,
amenazando al rector con que cesarían en sus funciones si el preceptor
no se disculpaba. La respuesta del rector fue contundente al sostener que los
más perjudicados eran los vecinos, “porque siendo bastante difícil encontrar
Maestros de buenas cualidades que quieran establecer en el campo, lo será mucho más que hasta se sepa que el Preceptor es molestado por el Juez y el
Cura Párroco”.34
El ministro García finalmente decidió que el rector apercibiera seriamente
al maestro y que, en lo sucesivo, se aplicara los castigos correspondientes
si no utilizaba el sistema de Lancaster. La decisión de la máxima autoridad
educativa se cortó por el hilo más débil. No pudo desconocer el malestar de los
referentes de aquella comunidad, entre ellos, el cura y el juez de Paz.
Producto de esas dificultades para supervisar la vida escolar, se buscó promover, una vez más, una cierta normativa para el funcionamiento de las escuelas
con el reglamento “Gobierno y Dirección del Colegio Rural” de 1825.35 En él se preveía una rigurosa distribución del tiempo, pautando las actividades
de los niños pensionados en esas escuelas para que “los alumnos aprendieran
todos los usos y prácticas… en el campo donde no era tan fácil proporcionarse
el servicio de criados como en las ciudades”.36 Se pautaron las funciones del
director y del vice, de los preceptores, así como, el método de enseñanza mutua
sobre el que debía reposar aquella instrucción. En el capítulo 7°, titulado “De los castigos”, se estipuló que:
“aunque los Alumnos no solo deben obedecer al Director y Vicedirector sino tambien a sus Monitores, la facultad siempre de poner penas y castigos será solo permitidia a aquellos superiores. Los castigos se procuraran reducir a encierros, ayunos, y prisión en el cepo para delitos graves aunque no solo sean quando haga frecuente reincidencia y conocida indocilidad…solo saldrán del lugar adonde fuesen destinados para ir a Misa en los dias festivos…El Alumno que fuese absolutamente incorregible despues de repetidos castigos, será despedido”.37
En ese contexto, fue imperioso construir un orden dentro de la escuela.
Desde ese lugar, se prescribió quién aplicaría los castigos y en qué casos se debían
implementar. Si bien no queda claro a qué se referían cuando se mencionaban
los “delitos graves”, resulta relevante que se especificara que los castigos
debían aplicarse de acuerdo con las faltas cometidas y, sobre todo, en aquellos
casos donde se advertía la falta de predisposición a la obediencia.
Hacia mediados de la década del treinta, el régimen de Juan Manuel de
Rosas dejó su impronta en materia de educación. El foco de atención estuvo
puesto en la enseñanza particular, que se había mantenido a lo largo de estos
años con regularidad y sin mayores exigencias y controles por parte de las
autoridades públicas de turno. Se determinó que debían contar con la autorización
del inspector general para su funcionamiento y éste examinaba “las justificaciones
necesarias sobre la moralidad, religión y suficiencia”38 de quienes
solicitaban la apertura de una escuela. Como única fuente de financiamiento
para las escuelas se contó con los ingresos obtenidos de los corrales de abasto.
Además, se decretó que no se debía exigir a los padres indigentes que sus
hijos cumplieran con la instrucción escolar. Los fondos públicos se destinaron
principalmente para el mantenimiento de los gastos militares –producto de la
urgencia que marcaba el estado de guerra– y del clero, encargado de difundir
el sermón patriótico-federal. Esa restricción llevó a que se cerrara la Casa de
Expósitos y se suprimieran el pago de sueldos a maestros y todo tipo de gastos
de las escuelas.39
La suerte de las escuelas –incluso la de niñas que estaban bajo la gestión
de las Damas de la Sociedad de Beneficencia– quedó librada a los esfuerzos
de los pobladores de la campaña.40 Además, el contralor de las escuelas como
de su personal docente, le fue otorgado al jefe de Policía, lo que redujo claramente
la injerencia del inspector de Escuelas. Sobre la cuestión de la disciplina
escolar solo se dispuso un reglamento al uso federal para las niñas educadas
en orfanatorios.41
Tras la caída del régimen rosista, en 1854 fueron sancionadas la Constitución provincial y la Ley Orgánica de Municipalidades, y en 1865 se redactó el Código Rural, con el que se pretendió mejorar la definición de los derechos de propiedad y superar las prácticas consuetudinarias de los vecinos (Yangilevich y Míguez, 2010). En ese contexto, el Estado provincial hizo mayores esfuerzos por retomar la centralidad en la administración de la escolarización, para lo cual se creó el Departamento de Escuelas, cuya dirección recayó en la persona de Domingo Faustino Sarmiento.42 Como se supuso, el mandato civilizador del proyecto educativo de las elites de la ciudad conseguiría erradicar definitivamente la “ruralización de la política”, así, el nuevo director afirmó:
“La instrucción jeneral [sic] nos hace purificar la atmósfera moral en una vasta extensión- Ensanchemos más y más su influencia, fortificando y dilatando el sentimiento civil, moral y religioso … confiemos y esperemos que la duración de nuestro sistema de gobierno repose en la difusión de las luces que procurando sentimientos buenos, y virtuosos consolida con ellos los cimientos de la fábrica política, contra violencias internas y externas, contra las lentas pero seguras maquinaciones de las licencias-”.43
Los vecinos de las comunidades participaron de esa convicción, sumando
sus esfuerzos por crear estos establecimientos de instrucción primaria.44 La apertura de una escuela era una demostración cabal de ese complejo entramado social y político de la vida en las comunidades de la campaña.45
Pero los inconvenientes subsistían, sobre todo la inasistencia de los escolares. 46 Buscando superar esas dificultades se llegó a la sanción en 1875 de la
Ley de Educación Común y Obligatoria en la provincia, que se anticipó a la Ley
1420 de educación, común, laica y obligatoria. Para llegar a esa toma de decisión
fue imprescindible superar varios escollos. A la disputa por la enseñanza
laica y la defensa de la coeducación, se le sumó la tarea de profesionalizar al
magisterio. La década del setenta fue decisiva porque se creó la Escuela Normal
de Paraná y en la provincia de Buenos Aires se sancionó la mencionada
ley de educación. En medio de esos avances educativos, no estuvo ausente el
debate sobre la cuestión del castigo físico.
En una proliferación de escritos se vuelven a considerar los usos y formas
de castigo físico que serían permitidos. El propio Sarmiento llegó a pronunciarse
participando de las ideas pedagógicas referentes en aquel momento.47 Cuando justificó la aplicación de ciertas formas de castigo físico lo hizo
retomando muchos de los argumentos de Horace Mann. Precisamente, en uno
de los escritos del pedagogo norteamericano que circuló en Buenos Aires por
aquellos años, se decía:
“El objeto final del castigo es prevenir otro mal mayor… lo imponemos para alejar un mal mayor con otro menor –un mal permanente con otro transitorio… El castigo, pues, tomado en sí mismo, debe considerarse siempre un mal. Lo que se deduce prácticamente de este principio, es, que el mal del castigo debiera compararse siempre con aquel que se propone remover…Aquel que niega la necesidad de acudir al castigo corporal afirma virtualmente dos cosas: -primero, que este gran número de niños sacados de todos los lugares, tomados de todas las edades y condiciones, pueden ser apartados del mal y reducidos al bien, sin castigo alguno; y en segundo lugar sostiene que las cinco mil personas que los pueblos y distritos emplean para dirijir sus respectivas escuelas, pueden ya, y en el estado actual de las cosas llevar a cabo tan gloriosa obra. Por ahora no estoy dispuesto a admitir ni una ni otra predisposiciones… Por medio del castigo se le cierra el paso al delincuente… Quien quiera, pues, que aplique el castigo sin ir mas lejos, omite la parte mas importante de su deber; y semejante omision es suficiente para quitar al mismo castigo toda justificacion”.48
Para llegar a la instancia ideal de apelar al castigo para encauzar los comportamientos se necesitaba contar con maestros capacitados y con alumnos dispuestos con entusiasmo y obediencia a ser formados intelectual y moralmente. Mientras tanto, se debía apelar al castigo pero con un claro y racional propósito, y para ello se debía saber no solo cuándo aplicarlo sino cómo. Esa forma de administración del castigo debería pautarse claramente para no llegar a superar el umbral de lo contemplado como adecuado y preciso a los efectos de sancionar para corregir. Así comentaba:
“El castigo corporal debe hacerse con una varilla y… debajo de la cintura ó sobre las piernas… la severidad del castigo es evidente que debiera ser verdadera y no finjida… El azote aplicado sin discernimiento se frustra…La vergüenza nunca existe en las muchedumbres. Es la separación de uno ó de unos cuantos de todos los demas y el borron que se les echa, lo que engendra la vergüenza. … El castigo nunca debiera aplicarse sin acompañarlo de la solemnidad profunda de las maneras. El maestro debiera manifestar que él sufre mas al aplicar la pena que el discípulo al recibirla”.49
Y, finalmente, Mann reflexionaba sobre algo que siempre había interesado
garantizar: que el educador tuviera su reconocimiento en el ejercicio
de la autoridad frente a los alumnos, para lo cual no podía ser cuestionado en
sus acciones disciplinadoras. Como sentenciaba: “El deber es ponerse del lado
del maestro, justificar su conducta y muy especialmente de abstenerse de toda
queja contra él”. Pero para conseguir ese respeto se debería comprender que
ninguna clase de castigo debía imponerse sin una justa medida y, al imponerlo,
tendría que ser “doloroso tanto para a aquel que lo impone como para aquel
que lo recibe”. La circunspección del acto y su eficacia dependían de la responsabilidad
del educador.
Si el pedagogo norteamericano era muy cauteloso en sus dichos sobre
el sentido y las formas de aplicación del castigo, para otras voces directamenteéste se debía prohibir en todas sus variantes. Una de esas opiniones observó que en las escuelas de Estados Unidos:
“aún, cuando en el aula se reunieran en una escuela alumnos de barrios pobres ese gran número de muchachos haraposos, sucios i mal pergueñados… allí hay la simiente de los diputados, los senadores, los magistrados i tantos hombres útiles, que pronto serán la realidad”.50
Precisamente por estas circunstancias, para conseguir el orden, el pedagogo sostuvo:
“no aceptamos como licito el derecho de pegar azotes, ni palos, ni palmetazos, no concedemos esas licencias a nadie… Pegar al niño que mañana será hombre; levantar la mano al que tiene que inclinar la cerviz callado i sufriendo; herir al que no puede defenderse, es indigno, es criminal, es infame. La dignidad humana no es un ente de razon: el niño es parte de la humanidad i su persona libre i respetable. Su condicion de ser educable no lo hace de peor condicion que los demas seres ya educados El funesto sistema contrario no produce mas que males, a veces crímenes”.51
Seguramente, estas palabras fueron la expresión del combate contra el lema “la letra con sangre entra”. Esa convicción dio impulso a la formación del personal docente y, muy especialmente, a promover el ingreso de la mujer al magisterio, presentada como la mejor partenarie para la niñez escolarizada. Se trató de un proceso que tuvo como meta conseguir la investidura del magisterio en un lugar de autoridad frente a sus discípulos y la comunidad. Ese lugar de autoridad garantizaría el respeto de los escolares –consagrados como los futuros ciudadanos de la república–, la propensión a la obediencia y una educación que promoviera la autodisciplina.
La privatización del cuerpo, las mutaciones en los umbrales de sensibilidad
respecto del dolor físico y el advenimiento del código ético, de honor y
virtud republicano promovieron –y nunca de manera lineal– la autodisciplina
como forma de comportamiento deseable. Ese proceso de compasión y ennoblecimiento
del cuerpo llevó a convenir formas civilizadas de disciplina,
sustentada en el principio de la obediencia y la concomitante aceptación de la autoridad. En ese sentido, se estimó que el cuerpo de la niñez –en tanto simiente
de la ciudadanía– no podía ser maltratado y humillado con tormentos
extremos, vergonzosos y exagerados.
Para fines del siglo XIX y los albores del siglo XX, la moderna pedagogía
avanzó hacia una abierta condena a toda forma de castigo que comprometiera
la integridad de los cuerpos de los escolares. Sus principales difusores, en
su mayoría formados en la tradición normalista, consideraron la enseñanzaaprendizaje
como una situación social de conducción en que la autoridad pedagógica
no era un simple ejercicio de dominación incondicional y de rigurosa
sumisión. Según entendían, el orden y la disciplina resultaban efectivos, en
tanto se acompañaran de las instancias psíquicas de autocontrol y del autogobierno
surgido a partir del proceso de subjetivación. Así, la institución escolar
fue entendida como productora de normas y prácticas que daban lugar a la
configuración de un campo social. En ese sentido, el concepto de gubernamentalidad –formulado oportunamente por Foucault (1991)– resulta apropiado
para comprender de qué modo se pensó el espacio escolar como el producto
de una situación social de conducción en la que intervenían un repertorio de
acciones sustentados en la negociación y la transacción.
Sin embargo, más allá de los matices y debates pedagógicos entre quienes
promovieron la sugestión como forma de control, y de aquellos que propugnaron
la persuasión como forma de autodisciplina de los escolares, la realidad
escolar se encarga penosamente de mostrar la recurrencia de las prácticas
violentas –físicas y psíquicas– de la que es víctima la niñez.
Notas
1 Instituto de Estudios Histórico-Sociales “Profesor Juan Carlos Grosso”/Instituto de Geografía, Historia y Ciencias Sociales-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas /Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Argentina. Correo electrónico: lionettilucia@gmail.com.
2 En la Convención de los Derechos del Niño de 1989 se afirma que se debe proteger a la niñez de los maltratos, abusos y violencia. Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de los Estados Americano (2006), en su Relatoría sobre los Derechos de la Niñez y en el informe sobre el castigo corporal señala que en muchos Estados el código penal lo contempla –a pesar de estar prohibido– como método disciplinario, y que la mayoría de los Estados Miembros no cuentan con una legislación o lenguaje expreso que prohíba todo tipo de violencia ejercida contra los niños y niñas en el ámbito del hogar y en las instituciones educativas. En tanto, el Informe del Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas (2008) define el castigo “corporal” o “físico” como “todo castigo en el que se utilice la fuerza física y que tenga por objeto causar cierto grado de dolor o malestar, aunque sea leve”.
3 Sobre ese proceso se puede consultar el trabajo de Vigarello (2005).
4 Si bien no se cuenta con un número considerable de trabajos sobre la práctica del castigo físico en las escuelas en el siglo XIX, podemos mencionar, entre otros, a Toro Blanco (2008); Roldán Vera (2011).
5 Barrán estudia, en el contexto del proceso modernizador de Uruguay, el advenimiento de la “civilización” como la época del disciplinamiento de las pulsiones, de la vigilancia de la mujer, el niño, el adolescente y las clases populares. En el plano de los métodos de control social, la nueva sensibilidad se horrorizó ante el castigo del cuerpo pero admitió en su lugar la más eficaz domesticación del alma. Ver Barrán (1994).
6 A modo de referencia vale mencionar las formulaciones de Juan Bautista de la Salle (fundador de la Congregación de los Hermanos de la Escuela Cristiana) que en el siglo XVII denunció como una forma de “represión brutal …. aquellos golpes que envilecen el alma”. Por eso, según argumentó, había que regular y pautar su uso. Primero se debía advertir, luego apelar a la amenaza del castigo y, por último, al castigo como ejecución misma de la pena en el alumno culpado. Ver La Guía de las Escuelas Cristianas (1706).
7 Sobre esta cuestión pero como un análisis del castigo en tanto pena judicial, ver el sugerente trabajo de Araya Espinoza (2006).
8 Sobre la escolarización en Buenos Aires y su campaña existen pocos trabajos de los que podemos mencionar Newland (1991); Bustamante Vismara (2007); Lionetti (2010, 2012).
9 Gaceta de Buenos Aires, 26 de mayo de 1814, p. 2. Sala del Tesoro (ST). Biblioteca Nacional (BN), Buenos Aires.
10 Gaceta de Buenos Aires, 26 de enero de 1814, p. 3. ST. BN, Buenos Aires.
11 El Censor, n° 80, 27 de marzo de 1817, p. 2. ST. BN, Buenos Aires.
12 En este contexto, se refieren a la barbarie señalando rasgos generales como la rusticidad, la ignorancia, lo salvaje, el despoblamiento, el analfabetismo.
13 El Censor, n° 80, 27 de marzo de 1817, p. 3. ST. BN, Buenos Aires.
14 La idea de “ennoblecimiento” del cuerpo se refiere a esa lucha que promovía extender al cuerpo de los plebeyos la dignidad que sólo se atribuía al de los nobles, y que reforzaba su calidad de tales en público, porque estaban exentos de castigos aflictivos e infamantes como el azote.
15 Del mismo modo que el ennoblecimiento del cuerpo, la compasión por el cuerpo ha sido considerada como un momento crucial en la historia de Occidente, que se ha identificado con el proceso de modernización. En ese sentido, un hito fue ese cambio producido sobre las ideas de justicia y castigo como un punto de saturación respecto de las prácticas punibles que otrora no eran discutibles reflejadas, por ejemplo, en el reconocido texto del italiano Beccaria (1764).
16 El Censor, nº 100, 14 de agosto de 1817, p. 2. ST. BN, Buenos Aires.
17 El Censor, nº 100, 14 de agosto de 1817, p. 3. ST. BN, Buenos Aires.
18 Aquella búsqueda de la construcción de una nueva legitimidad política hizo posible que transitara de la condición de súbdito a ciudadano Cansanello (2003).
19 Sobre las escuelas de primeras letras como una institución iniciadora del ceremonial de la ciudadanía, ver Roldán Vera (2012).
20 El Censor, nº 100, 14 de agosto de 1817, p. 4. ST. BN, Buenos Aires.
21 El carácter móvil y abierto de ese mundo lo convirtió en un lugar de oportunidades económicas y de ascenso social que, en la mayor parte de los casos, no estaban destinados a perdurar (Palacio, 2004). Por otra parte, esa sociedad de frontera fue un espacio de estrechos contactos intra e interétnicos e incluso intersociales, tal como lo han mostrado Mandrini (1992); Mayo (2002); Ortelli y Ratto (2006). Sobre las crisis y construcción del orden político en la campaña, ver Gelman (2000).
22 División del Gobierno Nacional. Instrucción pública 1821-1836. Sala X-6-2-4. Archivo General de la Nación (AGN), Buenos Aires.
23 División del Gobierno Nacional. Instrucción Cívica, Sala X-6-1-2. AGN, Buenos Aires.
24 División del Gobierno Nacional. Instrucción Cívica, Sala X-6-1-2. AGN, Buenos Aires. Los horarios de clase serían de 8 a 10 horas, por la mañana y, de 3 a 6 y media por la tarde en verano. Los meses de invierno, de 8:30 a 11:30, por la mañana y de 2 a 5 por la tarde. Los días de asueto serían los días de fiesta, los jueves y “los días notables en la revolución, previendo que el jueves será de escuela cuando haya día festivo entre semana”.
25 Echeverri Álvarez (2014).
26 Este período de luchas internas promovió la incorporación de sectores subalternos a la vida militar y política. Esa movilización y ampliación de la base política respondió a la nueva forma de gobierno y representación, lo que impactó en la conformación de la ciudadanía (Cansanello, 1998, pp. 7-51; Ternavasio, 2001).
27 Registro Nacional. Recopilación de leyes y decretos (1810-1835), libro 2, p. 772. Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (AHPBA), La Plata.
28 Al respecto, se dispuso en un decreto –inspirado en la propuesta de Baladía-, entre otras cuestiones, que: “1º: Todo el que solicitase regentear algunos de los establecimientos de primeras letras, deberá acreditar previamente su moralidad e inteligencia en el sistema de enseñanza mutua. 2º: La moralidad se justificará ante el Vice-Rector Inspector de escuelas, la inteligencia en el sistema de enseñanza mutua ante el Director General de dichas escuelas […]”. Registro Nacional. Recopilación de leyes y decretos (1810-1835), libro 2. p. 796. AHPBA, La Plata.
29 El juez de Paz se consolidó como autoridad municipal, delegado local del poder provincial, cabeza de la policía local y juez lego de Primera Instancia. Al respecto consultar Gelman (2000).
30 Sobre la presencia en la campaña de los curas parroquiales ver Barral (2007).
31 División del Gobierno Nacional. Instrucción pública 1821-1836. Sala X 6-1-2. AGN, Buenos Aires.
32 División del Gobierno Nacional. Instrucción pública 1821-1836. Sala X 6-1-2. AGN, Buenos Aires.
33 División del Gobierno Nacional. Instrucción pública 1821-1836. Sala X. 6-1-2.AGN, Buenos Aires.
34 División del Gobierno Nacional. Instrucción pública 1821-1836. Sala X 6-1-2. AGN, Buenos Aires.
35 Dicho Reglamento ha sido trabajado en toda su extensión en Lionetti (2012).
36 División Nacional. Sección Gobierno (1818-1859). Sala X-17-6-3. AGN, Buenos Aires.
37 División Nacional. Sección Gobierno (1818-1859). Sala X-17-6-3. AGN, Buenos Aires.
38 En el caso de las escuelas que pertenecían a las Iglesias protestantes, debían, obviamente, pedir autorización. En uno de esos tanto pedidos se notifica: “Elevar el expediente la escosesa Da. María Dick solicitando permiso para la continuación de la escuela dela Iglesia Presbiteriana Escosesa. También se da permiso para que continúe funcionando escuelas de la Iglesia Anglicana episcopal”. División Nacional. Sección Gobierno (1818-1859). Sala X-17-6-3. AGN, Buenos Aires.
39 Recopilación de las leyes y decretos promulgados desde el 25 de mayo de 1810 hasta fin de diciembre de 1835. 1836. Sala X, 20-10-1. Buenos Aires: Imprentas del Estado. AGN, Buenos Aires.
40 Esta cuestión ha sido trabajada en Lionetti (2010).
41 El decreto de 1835 estipuló que todos los preceptores, empleados y niñas de las escuelas, así como particulares en esta provincia, usaran la divisa federal. Un reglamento al uso federal llegó al extremo de ordenar que “La enseñanza de las colegiales (huérfanas) se circunscribirá a la sana moral, doctrina cristiana, lectura, escritura, las cuatro primeras reglas de sumar, restar, multiplicar y partir; y costura, aquella que pertenezca saber a una joven pobre para ayudarse en las necesidades de la vida. La Rectora preguntará a la candidata: ¿Prometéis ser fielmente adicta a la causa nacional de la Federación que han jurado sostener todos los pueblos de la República Argentina y comportaros en el Colegio de tal modo que algún día seáis el honor de nuestra Patria?, y la candidata responderá: Sí prometo” (Portnoy 1937, p. 73).
42 Después de Caseros, en 1852, se creó el Consejo de Instrucción Pública para la dirección de la enseñanza primaria y los estudios superiores bajo la presidencia del rector de la Universidad de Buenos Aires. Se dispuso que en cada localidad se formara una comisión de tres vecinos “respetables” para que levantaran suscripciones para la fundación de escuelas. Durante su primera gestión, Sarmiento promovió la sanción de la ley de fondos propios para el funcionamiento de las escuelas en 1858. En su segunda gestión consiguió la sanción de la Ley de Educación Común para la provincia en 1875.
43 Fundación de Escuelas Públicas en la Provincia de Buenos Aires durante el gobierno escolar de Sarmiento 1856-1861/1875-1881. 1939, p. 12. La Plata: Taller de Impresiones Gráficas. AHPBA, La Plata.
44 La instrucción en aquellas escuelas disponía que los varones cursaran: lectura, escritura, doctrina cristiana, aritmética gramática, ortografía, geografía; y las niñas, escritura, lectura, doctrina, aritmética, gramática, geografía, costura, tejidos, bordados.
45 Fundación de Escuelas Públicas en la Provincia de Buenos Aires durante el gobierno escolar de Sarmiento 1856- 1861/1875-1881. 1939, p. 52. La Plata: Taller de Impresiones Gráficas. AHPBA, La Plata.
46 Una de las causas de esa ausencia escolar se debía a las tareas laborales que desempeñaban los niños en el campo, tema que merece mayor tratamiento por la tensión en la convivencia de temporalidades diversas. La práctica social de la comunidad en torno a la temporalidad marcada por la forma de producción, circulación y explotación entraba en conflicto con la temporalidad signada por el ciclo escolar. Sobre la cuestión del tiempo ver Levinas (2008).
47 Las apreciaciones de Sarmiento sobre esta cuestión han sido trabajadas por Carli (2005).
48 De los castigos aplicados en las escuelas. 1874. Boletín de las Bibliotecas Populares, nº 5, p. 9. ST. BN, Buenos Aires.
49 De los castigos aplicados en las escuelas. 1874. Boletín de las Bibliotecas Populares, nº 5, pp. 3, 10. ST. BN, Buenos Aires.
50 El Educador Popular. 15 de febrero de 1875, volumen 19, n° 19, p. 5. Nueva York. Fundado por Arnaldo Márquez. ST. BN, Buenos Aires.
51 El Educador Popular. 15 de febrero de 1874, volumen 19, n° 19, p. 4. ST. BN, Buenos Aires.
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Fecha de recepción de originales: 26/11/2013.
Fecha de aceptación para publicación: 18/09/2014.