ARTÍCULOS
Military and elites in XXth and XXIst centuries in Argentina. Problematizing theoretical definitions and empirical uses of categories
Germán Soprano*
Virginia Mellado**
Resumen: Los militares han sido asociados con las élites sociales, económicas, políticas y estatales de la Argentina. Este artículo estudia sus relaciones desde principios del siglo XX hasta el presente. Analiza el reclutamiento de los oficiales principalmente entre las clases medias urbanas de la región pampeana; las relaciones de los oficiales con la sociabilidad de la clase alta, la construcción de su prestigio como élite moral, el aumento de sus funciones de responsabilidad social en actividades educativas, la incorporación a la élite dirigente como altos funcionarios políticos y técnicos del Estado; y su proceso de declive como élite dirigente con la pérdida de prestigio y reconocimiento social de las Fuerzas Armadas desde la crisis de la última dictadura.
Palabras clave: Militares; Fuerzas Armadas; Elites; Estado; Sociabilidad
Abstract: The military has been associated with Argentina’s social, economic, political and State elites. This article studies their relations from the beginning of the XXth century up to the present. It analyzes military recruitment carried out, mainly, in urban middle classes of the pampeana region; the officers’ relations with upper class society; the construction of military prestige as moral elite, the increase of its functions of social responsibility in educational activities, their incorporation to the ruling elite as high political and technical State officials; and its decline as ruling elite resulting from the loss of prestige and social recognition of the Armed Forces since the crisis of the last dictatorship.
Keywords: Military; Armed Forces; Elites; State; Sociability
Los militares han sido asociados tradicionalmente con las élites sociales, económicas, políticas y estatales de la Argentina de los siglos XIX y XX. Desde los tempranos relatos que entendían a la historia como maestra de vida, las hazañas de los grandes hombres de armas tenían un lugar privilegiado como hacedores de realidades políticas y sociales. De allí que estas grandes personalidades constituían el motor de la historia. La historiografía decimonónica sobre los procesos revolucionarios e independentistas contribuyó a forjar imágenes sólidas sobre los líderes de los ejércitos que asociaban virtudes guerreras con poder político, sobre el cual se construyó el Panteón nacional. Las proezas de los grandes hombres de armas fueron el fermento principal para construir las genealogías de los Padres de la Patria. Con el desarrollo de las ciencias sociales y la complejización del debate historiográfico hacia mediados del siglo XX, esta vinculación se cuestionó al insertarlos en un proceso social que permitía entenderlos como actores cuya agencia estaba mediada por las instituciones en las cuales estaban inscriptos.
Tributaria de los debates que se gestaron al calor de los procesos de institucionalización de la sociología en las décadas de 1950 y 1960, la vinculación entre élites y militares se interpretó así bajo nuevos paradigmas. Ella reconoce una serie de importantes antecedentes dentro de la sociología norteamericana. En el clásico trabajo de Charles Wright Mills dedicado a la “élite de poder en Estados Unidos”, este sociólogo identificaba las grandes instituciones de la sociedad moderna en el Estado, las empresas económicas y las Fuerzas Armadas, dominios en los que se han formado “círculos superiores que constituyen las élites económica, política y militar” (1957: 16). Esta visión que predominó en gran parte de la literatura formulada en torno a las posiciones que ocupaban los individuos dentro de la estructura social, asociaba claramente el concepto de élites a quienes ejercían posiciones en los denominados altos círculos. El lugar detentado dentro de las jerarquías institucionales permitía indagar el poder de quienes ocupan esas posiciones y vincularlos con tipos de comportamiento esperados.
En diálogo con esta literatura, y bajo los mismos presupuestos teóricos y metodológicos, José Luis De Imaz (1964) introdujo este debate en la Argentina, al buscar indagar si aquellos que ocupaban las más altas posiciones dentro de las instituciones argentinas constituían una élite de poder. En este estudio, los militares eran auscultados como posibles integrantes de las élites, al ser las instituciones de las cuales provenía uno de los pilares de la sociedad moderna. Los militares constituían así una de las bases del poder, la riqueza o el prestigio, al disponer de medios primordiales para ejercer influencias y así direccionar la vida del país. Las diferencias en los orígenes sociales y las distintas inserciones dentro de la estructura social conllevarían a observar distintos tipos de comportamientos sociales.1 Pero este trabajo se hacía eco de un debate que resulta relevante aún en la actualidad, si las personas que integran los altos círculos constituyen o no un estrato social cerrado, que se auto reconocen como miembros pertenecientes a la misma clase social, que comparten una vida social o espacios de sociabilidad comunes.
Con frecuencia la literatura académica producida y enseñada en la Argentina desde la apertura democrática de 1983 ha continuado asociando a los militares de este país con las élites del siglo XX. En favor de este argumento han destacado: a) los orígenes familiares, las alianzas matrimoniales y las trayectorias sociales de los oficiales -particularmente de los oficiales superiores- vinculándolas con las élites; b) las estrechas relaciones políticas, ideológicas y religiosas de estos oficiales con miembros de las élites terratenientes, empresarias y político partidarias; c) y las posiciones de poder que alcanzaron oficiales jefes y superiores en actividad y en situación de retiro entre 1930 y 1983 en cargos de conducción política y administrativa en el Estado Nacional, pero también provinciales y municipales, especialmente durante los gobiernos de facto.En el presente artículo retomamos la pregunta sobre la relación entre militares y élites con el objeto de rastrear los orígenes sociales de los militares, la forma en que construyeron su reconocimiento y legitimidad en la sociedad argentina, y sus formas de ascenso y declive como élite estatal. Por ello, los resultados exhiben las formas de construcción de la distanciación y diferenciación de los militares en relación con los diferentes grupos sociales, que llevaron a elaborar formas específicas de producción de prestigio. Problematizando el enfoque clásico de la sociología que asocia la posición en la estructura social y de poder con formas de dominación, distinción y pertenencia a las jerarquías sociales, a partir de un análisis histórico y etnográfico buscamos identificar si los altos mandos militares se erigieron en élites en tanto detentadoras de prestigio, y las formas en que construyeron y/o perdieron dicho prestigio. En este sentido, esperamos contribuir al desarrollo de una historia social y una etnografía de los militares al comprenderlos desde un punto de vista relacional.2 A la vez que proponemos examinar los mecanismos de distinción y estrategias de construcción de su lugar en el Estado y la sociedad argentina.
En consecuencia, el trabajo tiene por objetivo descorrer el velo militar (Nun, 1966) que ha influido sobre los estudios que han entendido a las Fuerzas Armadas como una corporación autocentrada en sus límites institucionales y de escasas relaciones con la sociedad en las que están insertas, para comprender sus formas de sociabilidad y reconocimiento entre distintos grupos sociales y sus procesos de ascenso y declive como élite dirigente. El primer apartado está dedicado a analizar el impacto que tuvo la sociedad aluvional sobre el reclutamiento de la oficialidad con el objeto de auscultar la relación entre militares y las clases sociales. Asimismo, pondera los cambios producidos en el reclutamiento a lo largo del siglo XX y XXI. En segundo lugar, la investigación analiza las formas de sociabilidad y los medios por los que la oficialidad construyó su distinción y reconocimiento como un grupo socialmente legítimo en el Estado y la sociedad nacional a lo largo de buena parte del siglo XX, más específicamente, hasta la crisis del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional con la derrota en la Guerra de Malvinas en el año 1982. Por último, la pesquisa aborda los problemas de reconocimiento gubernamental de los militares, por la dirigencia política y amplios sectores de la sociedad argentina desde esa crisis y hasta el presente.
Los científicos sociales que han estudiado a las Fuerzas Armadas como instituciones y a los militares argentinos como actores sociales, han privilegiado el análisis de ideologías, concepciones e intervenciones políticas de las conducciones castrenses (oficiales superiores y oficiales jefes) del Ejército y, con menor énfasis, de la Armada y la Fuerza Aérea Argentina, así como su accionar represivo, especialmente, durante la última dictadura. En este sentido, podría decirse actualmente que disponemos de un abundante corpus de conocimientos acerca de la historia política de las Fuerzas Armadas Argentinas en el siglo XX y de su accionar en tanto corporación, pero carecemos de una verdadera historia social de los militares como actores inscriptos en y en interlocución con diversos grupos de la sociedad argentina.3 Al visualizar estas ausencias, en este apartado buscamos rastrear los orígenes sociales de los militares con el objeto de escudriñar los espacios de reclutamiento de la oficialidad. La pregunta en torno a los orígenes sociales o los perfiles sociológicos de los hombres de armas colaboran en distinguir sus formas de sociabilidad y la existencia de espacios comunes de reconocimiento e interacción.
Una serie de investigaciones históricas y sociológicas han dado cuenta de los perfiles sociales de los militares argentinos en el siglo XX, las cuales se desarrollaron al calor del proceso de institucionalización de las ciencias sociales durante las décadas de 1950 y 1960, y sembraron sugerentes hipótesis en torno al carácter aluvional de la oficialidad. En ese contexto, las preocupaciones académicas giraban en torno a develar las razones estructurales que habían incentivado el golpismo en las sociedades latinoamericanas. Para una suerte de protosociología, al decir de Paula Canelo (2008), los golpes militares latinoamericanos hundirían sus raíces en una tradición caudillista que asociaría el poder militar con la sociedad tradicional, lo que indicaba que el intervencionismo era un fenómeno regresivo, un resabio que el impulso modernizador terminaría desterrando. Estas premisas asociadas a un esquema de sociedad dual, colocaban el énfasis en un tipo de explicación culturalista, las cuales resultaron altamente influyentes en la literatura académica y en las imágenes que se forjaron en torno a la oficialidad, que vincularon a los militares con sectores sociales conservadores, como la denominada oligarquía.
Esta postura fue rápidamente cuestionada por estudios originados dentro del campo de la sociología en la década de 1960, con un marcado enfoque estructural, que postularon que el reclutamiento de la oficialidad provenía de las clases medias. En un trabajo señero para el caso argentino, José Luis De Imaz (1964) afirmó que la base social del Ejército era la clase media, fruto de la acelerada transformación social y demográfica que vivenció la sociedad argentina como producto de la integración del flujo migratorio. A grandes rasgos, el sociólogo afirmaba que dos tercios de la oficialidad era reclutada en aquellos opacos sectores intermedios de la sociedad, y que provenían en su mayoría de espacios urbanos, evidencia que concuerda con los altos niveles de urbanización que presentaba la sociedad argentina hacia fines del siglo XIX y principios del XX. Años más tarde, José Nun (1966) eslabonó las hipótesis de De Imaz con el problema del golpismo en América Latina. Desde su perspectiva, para entender el problema de la inestabilidad política es necesario descorrer el velo militar. Más allá de las premisas que guiaban este estudio, que llevan a incluirlo en aquellos enfoques que han adoptado una perspectiva instrumental de las Fuerzas Armadas como vehículo de intereses ajenos (Canelo, 2008), el ensayo de Nun proporcionaba una crítica a la hipótesis sobre el dualismo estructural y entendía a los militares como “una de las expresiones más organizadas y cohesivas de la clase media” (Nun, 1966: 414).4
Las hipótesis desarrolladas por De Imaz, que criticaron el enfoque de la modernización, fueron confirmadas por estudios posteriores, como los de Alain Rouquié (1981), Robert Potash (1994), y más recientemente por Hernán Cornut (2011). En otros términos, demostraron que la idea de sentido común según la cual el reclutamiento de oficiales anclaba sus bases sociales en jóvenes de familias oligárquicas, tradicionales o conservadoras, es una representación errada o que apenas puede explicar la incorporación de una porción muy reducida de la oficialidad e incluso de aquellos que alcanzaron el generalato.
Desde fines del siglo XIX el Ejército incorporó a algunos hijos de familias notables criollas, pero fundamentalmente de las emergentes clases medias urbanas de origen inmigrante. Al considerar la composición del cuerpo de oficiales en las décadas de 1920 y 1930, Alain Rouquié concluyó que los oficiales “raramente proceden de las familias hidalgas de las viejas provincias coloniales”, pues eran mayoritariamente “originarios de las zonas más modernas, más urbanizadas y cosmopolitas” y formaban un grupo “abierto y no una casta hereditaria reservada a las viejas familias tradicionales de ascendencia militar o consular, particularmente vivaces en las provincias del centro y del norte” (Rouquié, 1981: 106).
Las estadísticas e informes internos elaborados por las Fuerzas Armadas sobre los cadetes del Colegio Militar de la Nación entre 1926-1969 reafirman estas hipótesis al mesurar los perfiles sociales a través de una serie de variables de análisis.5
En cuanto a la procedencia geográfica de los cadetes, un informe interno elaborado por Rigal advierte que el 40,25% de los cadetes había nacido en Capital Federal, el 18,2% en la provincia de Buenos Aires, el 6,7% en Entre Ríos, el 5,5% en Córdoba, el 5,2% en Santa Fe y 5% en Mendoza. Asimismo, existía un predominio urbano en relación con los lugares de nacimiento, pues sólo el 5,8% de los cadetes provenía de poblaciones de menos de 5.000 habitantes, el 45,8% de centros urbanos de menos de 100.000 habitantes, el 40,2% de Capital Federal, el 3,3% del Gran Buenos Aires y el 3,4% de otras grandes áreas metropolitanas.6 También se registraba que durante el sub-período 1951-1955 había un porcentaje mayor de cadetes de medios rurales, que alcanzaba al 11,2%. Por último, en relación con los cadetes de la provincia de Buenos Aires, las estadísticas exhiben que el 70% de ellos provenía de localidades de hasta 100.000 habitantes, un dato que permitía reconocer al interior provincial -predominantemente rural o ligado a actividades rurales- como un importante ámbito de reclutamiento. Así pues, considerando la información para este período a nivel nacional se refuta contundentemente la hipótesis acerca del origen fundamentalmente provinciano de los oficiales del Ejército.
En cuanto al país de origen de los padres, los informes internos elaborados por las Fuerzas Armadas muestran que el Colegio Militar, lejos de constituir una institución cerrada en torno del exclusivo reclutamiento de hijos de familias criollas de larga ascendencia en el país, se trataba de una abierta a la incorporación de hijos de familias no argentinas y que acompañó la evolución de la inmigración masiva de ultramar entre las décadas de 1860 y 1920. Esta imagen es ratificada por el propio De Imaz, que a través de su encuesta advierte que entre los generales egresados del Colegio Militar de la Nación durante el período 1896-1904, un 58% eran hijos de argentinos y un 12% de italianos. Entre 1900-1910, el 43,6% de los generales eran hijos de argentinos, el 19,4% de italianos y el 9,7% de españoles; en 1920, el 68,6% eran hijos de argentinos, el 10,7% de italianos y el 7,8% de españoles. Finalmente, durante el período 1926-1969 el 82,6% hijos de argentinos, 6,8 de españoles y 4,4% de italianos; y en 1969 un 97% eran hijos de argentinos.
Respecto a la socialización o escolarización previa al ingreso en el Colegio Militar de la Nación, la institución estableció como requisito que se debía tener aprobado el cuarto año de estudios. La escolarización previa resulta un sugerente indicador de las trayectorias sociales de la élite militar. Entre 1926-1969, quienes ingresaban al Colegio Militar provenían predominantemente de colegios nacionales, alcanzando un 69,3% del total. A partir de la década de 1950 se registró un creciente peso de los que concurrieron a los Liceos Militares, aunque los colegios nacionales siguieron siendo los que más estudiantes aportaban. Para el período 1946-1969, cerca del 20% de los egresados del Colegio Militar de la Nación eran, a su vez, egresados de Liceos Militares. Asimismo, la presencia de estudiantes de escuelas normales e industriales resultó insignificante entre 1926-1969.
En cuanto al nivel socio-económico u orígenes de clase de las familias de los cadetes, los informes internos indican que entre 1926 y 1969 un 36% de los cadetes eran de familias de nivel socio-económico alto (hijos de hacendados, industriales, oficiales de las Fuerzas Armadas, altos jefes de la administración pública y privada, y profesionales), el 55% de nivel medio (agricultores, jefes intermedios de la administración pública y privada, comerciantes, técnicos, oficiales de las Fuerzas de Seguridad, docentes, periodistas, trabajadores independientes de mediana envergadura y empleados) y el 9% de nivel bajo (pequeños artesanos, suboficiales de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, obreros y trabajadores rurales). Los estudios permiten desglosar estos grandes agregados en categorías más acotadas. Dentro del nivel alto, el 44% de los cadetes eran hijos de profesionales y un 30% de oficiales del Ejército; en el nivel medio el 41% eran hijos de empleados y 30% de comerciantes; y en el nivel bajo el 65% eran hijos de suboficiales del Ejército y el 17% de pequeños artesanos. Asimismo, la evolución de estas variables resulta interesante para visualizar los cambios en el reclutamiento de las élites militares. Las estadísticas exhiben que para el período 1926-1935, entre los cadetes de nivel alto los hijos de hacendados alcanzaban un 36% y los de profesionales un 49%, en tanto que los primeros comenzaban a desaparecer desde 1946 y prácticamente carecían de representación hacia 1969. El período 1951-1960 registró el porcentaje más bajo de hijos de familias de nivel socio-económico alto con una participación del 28% sobre el total. Finalmente, la década de 1950 presentaba una merma en las postulaciones al ingreso.
La información estadística elaborada al interior de la institución indica que el grueso de los jóvenes que ingresaron al Colegio Militar de la Nación y que alcanzaron los altos mandos, provenían principalmente de familias de clases medias urbanas y de la región pampeana.7Indagaciones más recientes provenientes del campo de estudios de la inmigración y del Ejército han reforzado la hipótesis sobre el perfil social de la oficialidad, reclutada mayoritariamente dentro de las clases medias en ascenso proveniente de la inmigración masiva. La carrera militar, que era un vector posible para lograr la movilidad social ascendente, resultó atractiva para las clases medias en ascenso.8 En este sentido, las investigaciones de Fernando Devoto han hecho hincapié en que una de las formas de integración de los hijos de inmigrantes, principalmente de italianos y españoles, a la sociedad argentina en el periodo de entreguerras provino del ingreso al Estado. En particular, las Fuerzas Armadas constituyeron una “forma de legitimar el ascenso social propio o de la familia” (Devoto, 2006: 376). Así pues, el prestigio que detentaban las Fuerzas Armadas se conjugaba con las oportunidades de desarrollar una carrera profesional que requería el pasaje por diferentes instancias de educación y capacitación. En particular, Hernán Cornut destacó como un dato sobresaliente la representación de los hijos de extranjeros en la conducción del Ejército. En un estudio sobre oficiales superiores -generales y coroneles- en actividad en la década de 1920 estableció que el 53% eran hijos de inmigrantes, de los cuales 28% eran hijos de italianos, 22% de españoles, 15% de franceses y 16% de uruguayos (Cornut, 2011). Con ello, estas investigaciones enfatizan el papel que le cupo a las Fuerzas Armadas como factor de integración de la sociedad argentina.
El reclutamiento de la oficialidad entre sectores medios también se puede corroborar a través del método biográfico. En efecto, un conjunto de trayectorias individuales de oficiales superiores que alcanzaron el generalato en las postrimerías del siglo XX indican que provienen de las clases medias. Inclusive algunos generales eran hijos de trabajadores de sectores populares, que experimentaron un ascenso social a partir de su incorporación al Ejército.9 Tomamos los itinerarios de tres jefes de Estado Mayor que tuvo el Ejército en
la década de 1990 a los efectos de asir el perfil social de las familias de origen.
Los casos de los tenientes generales Isidro Bonifacio Cáceres,10 Martín Félix
Bonnet11 y Martín Antonio Balza,12 quienes se desempeñaron como jefes del
Ejército durante la presidencia de Carlos Saúl Menem,13 indican desde un
enfoque cualitativo los espacios de reclutamiento de quienes alcanzaron la
más alta posición en la jerarquía militar.
Estos tres ex–jefes del Ejército pertenecían a la Promoción 85 del Colegio Militar de la Nación, que ingresó a dicho instituto de formación básica de oficiales a principios de 1952 y egresó a fines de 1955. Isidoro Bonifacio Cáceres nació el 9 de junio de 1934 en Santo Tomé, provincia de Corrientes. No conoció a su padre, Isidro Cáceres, pues falleció a los treinta y tres años cuando su madre estaba embarazada. Su padre era “hijo natural” y su ocupación “estibador”. Su madre, Catalina Ávalos, era "empleada doméstica”. Ambos eran oriundos de la provincia de Corrientes. Cáceres tenía dos hermanos -uno de los cuales era aspirante de la Escuela de Mecánica de la Armada- y cuatro hermanas. Se recibió como maestro normal en la Escuela Normal “Profesor Víctor Mercante” de su pueblo natal, tras lo cual, postuló y rindió exitosamente los exámenes de ingreso al Colegio Militar de la Nación. Egresó de esta academia militar como oficial del arma de caballería en la posición número seis del orden de mérito. En 1973 completó sus estudios como Oficial de Estado Mayor. Por las altas calificaciones que obtuvo en la Escuela Superior de Guerra fue destinado a Alemania Federal para realizar el Curso de Comando y Estado Mayor entre 1976 y 1977. En diciembre de 1982 fue designado agregado militar en la Embajada del Brasil, cargo que ocupó hasta diciembre de 1984. Alcanzó el generalato a fines de 1986 y falleció en ejercicio de la jefatura del Ejército el 21 de marzo de 1990.14
Por su parte, Martín Félix Bonnet nació el 21 de julio de 1934 en la ciudad de San Nicolás, en el noreste de la provincia de Buenos Aires, en el seno de una familia de clase media. Egresó del Colegio Militar de la Nación como oficial del arma de ingenieros en la posición noventa y cuatro del orden de mérito. Fue Oficial de Estado Mayor en 1973. Ascendió al grado de general de brigada en 1987.15 En tanto que Martín Antonio Balza nació en la localidad de Salto, en el noroeste bonaerense, el 13 de junio de 1934. Su padre, Antonio Balza, era inmigrante de origen vasco-español nacido en Santa Cruz de Campezo, de profesión “procurador”, esto es, efectuaba trámites judiciales para abogados y escribanos de Salto y alrededores. Falleció como consecuencia de un cáncer a los cincuenta años en 1950, cuando Balza recién había cumplido los dieciséis años. Su madre, Ana Rosa Duhau era argentina e hija de inmigrantes vascos-franceses oriundos de Bayona. Mientras vivió su marido fue “ama de casa” y colaboraba con él en sus labores. Tras su fallecimiento trabajó como “dama de compañía de familias conocidas” en la ciudad de Buenos Aires. Ambos padres tenían estudios primarios completos. Ana Rosa sobrellevó la muerte de su conyugue consiguiendo que sus hijos completaran sus estudios: Balza como subteniente en el Colegio Militar de la Nación -con una beca otorgada por el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Vicente Aloé- y su hermana Hilda Mabel como maestra normal en el colegio católico María Auxiliadora en la ciudad de Buenos Aires. Balza cursó el primero y sexto año de sus estudios primarios en el Instituto “San Martín”, una institución educativa privada de Salto creada en 1939, de carácter pago con cuotas que estaban al alcance de los recursos de su familia; no obstante, de segundo hasta quinto grado asistió a la escuela pública número 2 de su ciudad natal. Para hacer sus estudios secundarios volvió a matricularse en el Instituto “San Martín”, pues su bachillerato estaba “incorporado” o “adscripto” al Colegio Nacional -que expedía el título de egreso- de la cercana localidad de Pergamino. Balza egresó del Colegio Militar de la Nación como oficial del arma de artillería en la posición ciento cuarenta y tres del orden de mérito. Fue Oficial de Estado Mayor en 1973. Como posicionado entre los primeros en el orden de mérito en la Escuela Superior de Guerra fue destinado al Perú para cumplimentar el Curso de Oficial de Estado Mayor en la Escuela Superior de Guerra del Ejército de ese país y el Curso de Comando y Administración co-dictado por la mencionada Escuela y la Universidad Mayor de San Marcos. Fue nombrado general de brigada a fines de 1987.16
Además de sus orígenes sociales de clase media (Bonnet y Balza) o clase trabajadora (Cáceres), estos tres oficiales del Ejército compartían tres atributos sociales: profesaban la religión católica, no efectuaron sus estudios de enseñanza media en liceos militares y, por último, sus padres y abuelos no fueron militares.
Desde una mirada que imbrica los datos agregativos elaborados al interior de las Fuerzas Armadas como de las trayectorias biográficas, los orígenes sociales de la oficialidad exhiben que las fronteras hacia las más altas posiciones dentro de la institución militar fueron porosas durante gran parte del siglo XX, permitiendo el reclutamiento tanto de familias recién llegadas a la Argentina en momentos en que la inmigración europea trastocaba las jerarquías sociales, como aquellas que describían cierta ascensión social. Sin embargo, la composición del origen social de la oficialidad sufrió ciertas modificaciones luego de la derrota militar de Malvinas, evidenciado en las dificultades para despertar la vocación militar entre los estratos más acomodados de la sociedad. Los hijos de las clases altas y clases medias guiaron su educación formal (o bien sus padres cuando orientaron las elecciones de sus hijos) hacia otras profesiones que aseguraban la obtención de prestigio y retribuciones salariales acordes con el estatus alcanzado. Tal como ha demostrado Máximo Badaró, a partir de los datos provenientes de la Secretaría de Evaluación del Colegio Militar de la Nación, el perfil socio-económico de los aspirantes a dicha institución -la cual posee el monopolio de la formación de los oficiales del Ejército- a principios del siglo XXI estaba definido por varones de entre 18 y 21 años, nacidos en la Capital Federal, el Gran Buenos Aires, o en las principales provincias de la región pampeana (Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos), provenientes de sectores bajos de la clase media o sectores medios empobrecidos, sin familiares militares directos y estudios secundarios completos. Para ellos “el principal motivo que los moviliza para seguir la carrera militar en el CMN es la búsqueda de un futuro” (Badaró, 2009: 93).17
El análisis acerca de las relaciones entre militares y élites no sólo supone reconocer el carácter de su reclutamiento, es decir, si la selección de los oficiales se produce desde los sectores sociales ubicados en la pirámide de la estructura social o bien si incluso existe alguna primacía cuantitativa o cualitativa de este grupo en la conformación de la conducción superior de las Fuerzas Armadas. También implicaría dar cuenta en el caso de los oficiales que no provenían de familias de las clases altas, si éstos podían integrarse a ellas a través de alianzas matrimoniales o mediante su incorporación como miembros de asociaciones y clubes sociales de la gente distinguida (Korn, 1983), o manteniendo estrechas interlocuciones con éstas -por ejemplo- a partir de distintos espacios de sociabilidad como pueden ser instituciones religiosas y/o educativas. En otras palabras, no se trata solo de constatar la procedencia social de las familias que producen los hombres de armas, sino también las formas de interacción con otros grupos sociales, sus percepciones, sus vínculos la clases altas y medias, y también la existencia de espacios de sociabilidad comunes.18 Por ello, este apartado busca identificar estos espacios y las formas en que la oficialidad construyó su distinción y reconocimiento como un grupo socialmente legítimo en el Estado y la sociedad argentina.
En este sentido, los nuevos enfoques socio-históricos y antropológicos han permitido contar con nuevas investigaciones que habilitan a escudriñar las sociabilidades de los militares y la interacción con los diferentes grupos sociales. Los análisis centrados en las formas de sociabilidad y los procesos de socialización (Dubar, 2010) han posibilitado cuestionar la clásica premisa metodológica derivada del enfoque sociológico de la década de 1960 que asociaría un tipo de posición en una estructura institucional o de poder con un lugar equivalente en la estratificación social, problematizando el tipo de comportamiento generalmente asociado a esta ubicación. Los análisis históricos y etnográficos han ofrecido imágenes más dinámicas sobre los procesos de socialización y educación de la oficialidad (Soprano, 2017b, 2018), y han favorecido el examen de las formas de construcción de prestigio y de legitimación frente a los distintos grupos sociales (Mellado, en prensa b). Por ello, el análisis se encauza en dos direcciones: en primer lugar, se indagan los vínculos de los militares con la clase alta, las percepciones que los relacionan y formas de sociabilidad comunes; y, en segundo lugar, en la forma en que los militares construyeron su prestigio y reconocimiento como un grupo socialmente legítimo en el Estado y la sociedad nacional entre 1930 y 1980, a partir de procesos de distinción que la erigieron en una élite moral.
En cuanto al primer interrogante, a partir de la renovación de las ciencias sociales que tuvo lugar en las últimas décadas, contamos con nuevas herramientas para examinar los vínculos de los militares con diferentes grupos sociales, especialmente con la clase alta, por un conjunto de razones. En primer lugar, desde el campo de la historia social, disponemos de un mayor conocimiento en torno a los procesos de formación, identificación y percepción de las clases altas hacia finales del siglo XIX, y su ocaso como élite hacia la década de 1940 en el sentido de ser la referencia de grupos sociales que se ubican en posiciones de menor jerarquía en cuanto acumulación de prestigio dentro de la estructura social (Hora & Losada, 2011). El nuevo acervo de pesquisas se ha traducido en una mayor evidencia empírica en torno de la composición social de la clase alta, sus modos de vida, sus consumos culturales, su sociabilidad y las relaciones que entablan con otros grupos a través del mercado matrimonial (Hora & Losada, 2015; Hora, 2014, 2002; Losada, 2012, 2009, 2008, 2007, 2006).
Las investigaciones de Leandro Losada han argumentado en torno de la relación entre élites políticas y élites sociales en el periodo de fuerte impacto de la inmigración de ultramar. Sus trabajos han discutido la dominación de una oligarquía omnipotente en la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX (Losada, 2016) a través del análisis de la composición y estructura de estos sectores. Si bien su análisis no se detiene específicamente en el papel que habrían jugado los militares dentro de las élites políticas y las sociales, y su visibilidad es difícil de reconocer por la forma en que se ha seleccionado la muestra aleatoria que constituyó el estudio, las conclusiones ofrecidas colaboran en distinguir el sustrato común que compartirían las élites sociales y las élites políticas hacia 1885. En esa coyuntura, tanto políticos como directivos de clubes sociales, directivos de corporaciones económicas y profesores universitarios tendrían cuotas similares de poder, riqueza y prestigio, y reconocían un perfil similar en cuanto a procedencias sociales. Hacia fines de siglo, Losada observa al interior de los círculos de las clases altas una mayor asociación entre riqueza y prestigio, lo que indicaría los efectos de la consolidación de la economía capitalista sobre la estructura social, y en particular, sobre el perfil de las élites de Buenos Aires (Losada, 2016). En este periodo también se observa que ese carácter polifuncional de la élite comienza a perderse, a partir de la especificidad que van cobrando ciertas esferas sociales. Por ello, “la paulatina aparición de élites autónomas sobre campos crecientemente específicos, con sus propios caminos de construcción de trayectorias, de legitimación e incluso de consagración de prestigio, pudo volver progresivamente innecesaria la pertenencia a las entidades de la alta sociabilidad en sus connotaciones funcionales”. Esta relativa autonomización de los campos, habría traído aparejado un proceso de declive de la clase alta como grupo de referencia, en donde se erosionó “el carácter de las familias tradicionales como grupo social o de arbitraje en la construcción y consagración de reputaciones” (Losada: 2016: 235). Esta misma constatación es a la que arriba Roy Hora (2014) en su estudio sobre el turf como deporte nacional. Convertido en actividad deportiva y recreativa de la clase propietaria hacia fines del siglo XIX, constituyó uno de los epicentros de su mundo de sociabilidad y parte integrante de sus gustos e intereses. El deporte ecuestre fue una de las manifestaciones más claras de la transformación identitaria que sufrió la clase alta, a partir de su refinamiento, sofisticación de los gustos y la emulación a los tipos de consumo de los sectores acomodados europeos, que se erigieron en factores de distinción en la sociedad aluvional de fines de siglo XIX y principios del XX. Para Hora, el hipódromo, lugar central del turf, podía ser entendido como una gramática de la diferencia social, un espacio donde la clase alta ganaba visibilidad, edificando prestigios y consagrando jerarquías (Hora, 2014). El ocaso del turf hacia los años 1950 es en parte también el declive de la clase alta como grupo de referencia, que pierde su posición de prestigio como consecuencia, entre múltiples factores, del dinamismo de los sectores medios.
Esta pérdida de jerarquía de los sectores más acomodados como grupo que logra imponer sus formas y estilos de vida, puede ser percibida también en un estudio que realizó José Luis De Imaz sobre la clase alta en 1959. A partir de una encuesta recolectada entre miembros que habían formado parte de las comisiones directivas del “prestigioso” Jockey Club, los encuestados afirmaron que este grupo tenía una escasa influencia en el “actual momento argentino”, al tener escaso manejo de las riendas de la vida política del país (De Imaz, 1959: 12). Esa relativa prescindencia en la dirección de los asuntos públicos, percepción que alcanzaba el 70% de las respuestas, se combinaba con aquellas de quienes integrarían los sectores más prestigiosos, que mostraba la asociación en las respuestas entre origen social de la clase alta con el poder económico. En palabras de De Imaz:
a juicio de los encuestados el hecho de pertenecer a una familia tradicional haría a una persona miembro nato de la ‘clase alta porteña’ en la que también existen puertas abiertas (a juicio del 62%) para ciertos estancieros, profesionales destacados y grandes empresarios. Ese criterio se impone por abultada mayoría al político- económico que solo cubre un diez por ciento de las respuestas (De Imaz, 1959: 9-10).
En efecto, dentro del universo de los encuestados, había escasas posibilidades que una persona que hubiera desarrollado una carrera político administrativa se hiciera un lugar en la clase alta. Por ello, la presencia de militares era mínima y todos los que formaron parte del estudio se encontraban en situación de retiro. El prestigio asociado a la profesión militar se vincularía solo a la presencia de un militar destacado en la genealogía familiar, que permitiera trazar una trayectoria con los hombres de armas del siglo XIX, que hayan tenido un protagonismo en la construcción de la nación. En cuanto a las sociabilidades que mostraba la clase alta, ligada a la frecuentación de ciertas amistades, quienes respondieron la encuesta mostraban una mediana relación con los jefes de las Fuerzas Armadas. Aunque resulta un número relativo, por la menor cantidad de oficiales respecto de estancieros e industriales, el estudio muestra los escasos puntos de contacto entre la élite dirigente y la alta sociedad.
La mayor especialización de funciones y la autonomización de campos (Bourdieu, 2000) habría traído aparejado que cada espacio social construyera sus propias reglas de producción de jerarquías y asignara sus formas propias de obtención de prestigio. Las Fuerzas Armadas, y en especial el Ejército, constituirían un espacio en sí mismo, cuyas reglas de ascenso y jerarquía se jugarían al interior de las instituciones. Las investigaciones de Loris Zanatta han permitido reforzar esta idea al considerar al Ejército como una institución “fuerte”, donde “predomina un elevado nivel de institucionalización de los procesos de selección y socialización de sus miembros y rige el primado de una función jerárquica” (Zanatta, 1996: 15). Estas instituciones se caracterizarían por un fuerte contenido “simbólico” y “espiritual”, cuyo fundamento central estaría asociado a la noción de “Patria”, que gravitaría en la defensa de la nacionalidad. De acuerdo a la literatura existente, la construcción de prestigio y honor de los hombres de armas fue resultado de un proceso histórico y político que los asociaría con una “élite moral”, imagen que se reforzó a lo largo de la década de 1930 y se terminó de consolidar hacia 1960, mostrando su declive luego de la guerra de Malvinas (Badaró, 2006: 8). Para Zanatta (1996), uno de los fundamentos que explicaría la acumulación de prestigio del Ejército durante los años 1930 y su rol significativo en la vida pública derivaría del estrechamiento de vínculos con la Iglesia Católica, que favoreció la cristianización del Ejército y de la construcción del mito de la nación católica. Siguiendo este planteo, Máximo Badaró (2006; 2009) analizó la construcción de la identidad histórica del Ejército a partir de una investigación etnográfica sobre el Colegio Militar de la Nación. A través de esta lente, el estudio enfatizó el apogeo del Ejército entre 1930 y 1980, donde sus
símbolos, valores y doctrinas eran constantemente evocados como modelos de sociedad que podían trasladarse a la escuela, a la fábrica, a la política, al espacio urbano, y a las relaciones sociales en general. Desde fines de los años veinte, el Colegio Militar de la Nación fue la principal puerta de entrada a esa élite moral (Badaró, 2009: 33).
El prestigio que obtuvieron las Fuerzas Armadas en tanto reserva moral de la Nación se tradujo no solo en el apoyo civil a las intervenciones militares en política, sino también en el estímulo que recibieron a una serie de iniciativas que los vincularon con ascenso y reconocimiento de las clases medias.
Sin desconocer estos aportes, los resultados de nuestras investigaciones exhiben que la constitución de los militares en tanto élite política, administrativa y moral se relaciona con un tipo particular de profesionalización que llevó adelante el Ejército. En el caso argentino, este proceso no solo implicó desarrollar destrezas vinculadas al ámbito de la defensa nacional, sino que la institución buscó ampliar las funciones de responsabilidad social, lo que a la postre colaboró en la construcción de reconocimiento y distinción. El patrón de profesionalización, orientado por el modelo prusiano (Dick, 2014; García Molina, 2010; Potash, 1994; Rouquié, 1981), colaboró en que los militares desarrollaran actividades en áreas no estrictamente militares, como la educación de la juventud para fines no estrictamente relacionados con la formación del personal castrense. En efecto, hacia la década de 1930, las Fuerzas Armadas fundaron una serie de instituciones educativas, como los liceos militares y los colegios navales. Estas instituciones contribuyeron a promover una educación patriótica que buscaba formar a los varones bajo los preceptos de la nacionalidad argentina y los parámetros arquetípicos de una masculinidad moderna, la cual simbolizaba la virtud, el orden, y los ideales de una sociedad (Ablard, 2017; Allen, 2002). Al mismo tiempo, el objetivo de los funcionarios de modelar como una argamasa en los valores nacionales y tradicionales a los jóvenes que transitaran por esos colegios se complementaba con el rol que proyectaban hacia las mujeres y el hogar, lo que reforzó modelos familiares tradicionales que caracterizaron a una porción importante de las clases medias argentinas de mediados del siglo XX (Manzano, 2014; Carassai, 2013; Barrancos, 2006).
De acuerdo al relevo de la población que se formó al interior de los liceos militares, se observa que estas instituciones constituyeron espacios de formación y educación de las clases medias y medias altas. Los liceos militares ilustran así el rol que le cupo a los militares en la constitución de grupos sociales y en la creación de espacios de sociabilidad específicos, especialmente en sociedades del interior del país. Estos colegios se erigieron en ambientes propicios para legitimar el papel de los militares en tanto élite moral al constituir vectores privilegiados de exaltación del sentimiento nacional. El prestigio que revestían las Fuerzas Armadas como garantes de la identidad nacional permitieron fraguar una propuesta educativa que exaltaba el sentimiento patriótico y que resultó un vehículo de distinción social para quienes transitaron este trayecto (Mellado, en prensa a). El primer Liceo Militar fue creado en 1938 en Buenos Aires bajo el formato que había adoptado el Colegio Militar de la Nación, que tenía como característica distintiva un sistema de internado militarizado. Quienes podían acceder a las aulas eran jóvenes varones de entre 11 y 18 años, que obtenían, luego de completar el cursado, el título de bachiller y la condición militar de oficiales de reserva. Los libros históricos del Liceo Militar General San Martín plasmaron los objetivos que perseguía este novedoso proyecto pedagógico que buscaba crear
un instituto modelo, donde las familias argentinas puedan tener la seguridad más absoluta de que sus hijos habrán de hallar las nobles virtudes que forjarán el carácter de los grandes varones de nuestra patria, la cultura científica media que sus mentes necesitan antes de abordar estudios superiores, la preparación militar que la defensa nacional requiere de ellos y las reglas de urbanidad que corresponden a su condición de futuros oficiales y futuros universitarios.19
Los primeros cadetes que ingresaron en 1939 fueron 380 alumnos albergados en las ex instalaciones del Colegio Militar de la Nación, que había trasladado sus pabellones a El Palomar.20
El relativo éxito que tuvo el Liceo de Buenos Aires ante la buena acogida que despertó entre los sectores medios llevó a que las autoridades del Ejército decidieran replicar este esquema de enseñanza a las provincias argentinas más densamente pobladas. Por ello se creó el Liceo Militar General Paz en la ciudad de Córdoba en el año 1944. Bajo el primer gobierno peronista, los liceos militares tuvieron un renovado impulso. De acuerdo al primer plan quinquenal, el Ministerio de Guerra planificaba crear liceos militares en Mendoza, Bahía Blanca, Tucumán y Paraná “como consecuencia del alto grado de aceptación que han merecido” estas instituciones, y el “requerimiento que se ha hecho llegar a las autoridades militares”. Estos institutos buscaban contribuir “al fomento de la instrucción pública y al perfeccionamiento moral y espiritual de nuestra juventud estudiosa que se abre paso para ingresar a las universidades del país”.21
De la planificación llevada adelante por el Ministerio de Guerra, en 1947 se creó el Liceo Militar General Belgrano en Santa Fe y el Liceo Militar General Espejo en Mendoza. Estos espacios fueron propicios para estructurar y consolidar una narrativa que ubicó a los militares como élite moral, lo que les permitió constituirse en un grupo de referencia no solo de la meritocracia, sino también del esfuerzo y la disciplina asociada a ella. El patriotismo, entendido como un sedimento cultural o como religión cívica, constituyó la vértebra de esa narrativa, que se fomentó a partir de la enseñanza de las materias básicas como historia, geografía, música, etc. Esto se reforzaba a partir de la enseñanza militar, que otorgaba el carácter distintivo a la institución. Tal como enfatizaba uno de los documentos publicados por los liceos militares en 1948, “paralelamente con la enseñanza patriótica que a los cadetes se imparte en las aulas, el educador militar la cimenta durante el desarrollo de todas las actividades militares, en forma tal de que sus beneficios constantemente estén al servicio integral de la Patria.22 En consecuencia, el patriotismo se erigió en una cultura interna justificatoria, una amalgama que favoreció la integración, no solo interna sino también externa, en el sentido de fundamentar el rol de los educadores militares dentro de la sociedad. El emisor principal de este mensaje recaía en la oficialidad como encarnación sustancial de este ideal. En este sentido, el anuncio del diario Crónica de la creación de los liceos militares en la ciudad de Santa Fe y Mendoza resulta indicativo de la tarea que revestía la educación militar, al modelar como una especie de argamasa a los jóvenes argentinos bajo el paradigma del “amor a la Patria”: “una prueba de preocupación y del celo de las autoridades militares de procurar un mejoramiento moral y físico de la juventud del país, se ha concretado en fecha reciente, al disponerse la creación de dos nuevos liceos militares.23 Todos estos valores resultaron centrales para que un conjunto de familias argentinas depositaran en estas instituciones militares la educación de sus hijos.24
En concomitancia con la creación de los liceos militares de Santa Fe y Mendoza, el gobierno de Juan D. Perón en 1947, lanzó a través la promulgación de la ley 13.024, un sistema de becas financiadas por el Estado para que hijos de suboficiales del Ejército, obreros y empleados con el objeto de que pudieran completar el trayecto secundario en los liceos militares. El sustrato de la ley era beneficiar a jóvenes provenientes de sectores populares para que pudieran alistarse como oficiales de reserva o ingresar al Colegio Militar de la Nación. De acuerdo a la literatura, esta medida buscaba atenuar las diferencias existentes entre oficiales y suboficiales con el objeto de democratizar las instituciones de educación que estaban en la práctica reservadas a las clases medias y medias altas (Badaró, 2006; Potash, 1994; Rouquié, 1981).
Sin embargo, los análisis en torno a la población que transitó por estos colegios secundarios permiten mesurar el impacto de las medidas que buscaban fomentar una mayor integración de los sectores populares a la oficialidad. Un análisis realizado en torno a los alumnos que egresaron del Liceo Militar General Espejo arrojó que quienes aprovecharon la posibilidad de disponer de una educación considerada de prestigio fueron principalmente las familias que habían descripto cierta prosperidad económica y que buscaban reconvertir su capital económico y social en capital cultural. La presencia de hijos de suboficiales y empleados de escasa calificación fue muy acotada respecto de la voluminosa presencia de hijos de comerciantes, empleados calificados y profesionales liberales, lo que permite identificar la elección de este colegio como una estrategia para consolidar una movilidad social ascendente (Mellado, 2017, 2018b). Asimismo, el análisis de las trayectorias posteriores al egreso de estos colegios con internado militarizado advierte que quienes siguieron la carrera militar fueron una porción muy minoritaria del conjunto de los alumnos, que según las estimaciones realizadas no alcanzaba el 10%. Por el contrario, el grueso de los egresados continuó, tal como lo establecían los documentos fundacionales, carreras profesionales como abogacía, medicina, ingeniería, lo que les valió de capital para integrar las clases dirigentes, especialmente en el interior del país (Mellado, en prensa b).
Analizar las relaciones entre militares y élites abre también la posibilidad de investigar la inscripción de los primeros respecto de las altas funciones del Estado o su papel en tanto élites dirigentes.25 Los militares en tanto élites dirigentes se vincularon al Estado, formando parte de las altas jerarquías políticas y administrativas -no solo en periodos de interrupción del régimen democrático- y construyeron su prestigio en parte por las funciones que ocuparon a partir de una serie de saberes que detentaron y de formaciones profesionales específicas.
En páginas precedentes advertimos que la historiografía, sociología y la ciencia política privilegiaron el estudio de las concepciones e intervenciones militares en la política en la Argentina del siglo XX, centrándose en un acotado universo de actores sociales integrantes de las conducciones del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea Argentina, esto es, en oficiales superiores (con el grado de general, coronel o equivalente en las otras Fuerzas) y oficiales jefes (tenientes coroneles, mayores o equivalentes). Tales investigaciones son un indispensable insumo para, por un lado, comprender al generalato (o sus equivalentes en las otras Fuerzas) como miembros de la alta jerarquía estatal (del Estado Nacional). Pero también, por otro lado, para reconocer cuáles han sido las concepciones, perfiles y trayectorias políticas de aquellos oficiales en actividad o retirados que se destacaron por su activa participación como máximas autoridades del Poder Ejecutivo Nacional y provinciales -como presidentes y gobernadores electos y de facto (Tcach, 2017; Bosoer 2017, 2013; Panella, 2013; Canelo 2011, 2008; López, 2009; Fraga & Pandolfi, 2005; De Privitellio, 1997; Fraga, 1993)-; como altos funcionarios gubernamentales -ministros y secretarios de Estado (Dick, 2017; Rodríguez, 2015, 2012, 2011; Ballent, 2013; Noro & Brown, 1999)-; como autoridades de empresas estatales del sector del transporte, energético e industrial -siderurgia, armamento y municiones, producción de energía hidroeléctrica y nuclear, ferrocarriles y marina mercante, entre otras (Cornut, 2018; Rougier, 2014; Belini, 2014; Hurtado de Mendoza, 2014, 2009; Brown, 2010; Ballent, 2008; Canelo, 2008; Angueira & Tirre de Larrañaga, 1995; Larra, 1992); y como legisladores nacionales -particularmente en las primeras décadas del siglo XX (Cantón, 1964).
Ahora bien, concebir las relaciones entre los militares y las élites dirigentes no supone dar por descontada su pertenencia a estas últimas en cualquier espacio social o período temporal. Incluso asumiendo que los altos mandos de las Fuerzas Armadas constituyen per se institucionalmente un cuerpo de funcionarios estatales de la más alta jerarquía del Estado Nacional, esto no significa que en cualquier circunstancia puedan hacer valer unas capacidades estatales y exhibir voluntades políticas suficientes como para que las comprendamos dentro de las élites dirigentes, pues la composición social de la membrecía a estas no se revela necesariamente constante a lo largo de la historia argentina contemporánea. En este sentido, bien podría decirse que desde principios del siglo XX hasta la crisis de la última dictadura, los militares constituyeron y/o integraron las élites dirigentes del país. Por el contrario -y siguiendo en este punto a Sabina Frederic- en el siglo XXI los militares argentinos son un grupo social expresivo de una élite estatal en declinación o con un poder político y corporativo notablemente devaluado (Frederic, 2012).
La crisis por colapso del Proceso de Reorganización Nacional -según la caracterización clásica de Guillermo O ´Donnell- tras la derrota en la Guerra de Malvinas en 1982, redundó en un proceso de profunda deslegitimación política y social de las Fuerzas Armadas ante diversos y amplios sectores de la sociedad argentina. En democracia, el conocimiento público de los crímenes cometidos por militares durante la última dictadura y los juicios por crímenes de lesa humanidad a los comandantes de las Juntas Militares, así como de los perpetradores que cometieron aquellos crímenes (beneficiados luego por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y por los indultos presidenciales) no hicieron más que acrecentar aquel descrédito. En ese contexto se abrió una crisis institucional y profesional en el Ejército que sólo se clausuró el 3 de diciembre de 1990 cuando el subjefe del Ejército, el entonces general de división Martín Antonio Balza, reprimió a los militares de su propia Fuerza que participaron del que sería el último levantamiento carapintada.
La normalización de la inscripción de los militares como funcionarios del Estado Nacional con competencia en la defensa nacional y la subordinación castrense al poder político civil visiblemente reconocible desde la década de 1990 hasta el presente, no consiguieron revertir ante algunos sectores de la sociedad argentina el desprestigio social de las Fuerzas Armadas. La existencia de esa percepción social negativa en algunos sectores sociales, no obstante, no debe presuponerse generalizada. Por un lado, porque siquiera en los contextos más críticos de las relaciones civiles-militares entre la derrota en la Guerra de Malvinas y los “levantamientos carapintada” fue una percepción que comprendió a toda la sociedad. En este sentido, si ha sido dado reconocer fuertes cuestionamientos a las Fuerzas Armadas entre sectores de las clases medias urbanas de las regiones metropolitanas de Buenos Aires, Rosario y Córdoba, no sucede lo mismo en otros sectores de clases medias y sectores populares de las provincias del interior argentino donde el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea Argentina constituyen tradicionales referencias institucionales y sus miembros gozan de reconocimiento social de las poblaciones locales, tanto sea por la presencia en esos ámbitos de unidades operativas, instituciones educativas del personal de cuadros o los liceos militares.26
Que algunos militares también han gozado de sólidos reconocimientos sociales en importantes sectores de la sociedad y, asimismo, que en virtud de esos reconocimientos obtuvieron apoyos políticos postulándose y/o resultando electos como candidatos a cargos ejecutivos y legislativos en localidades y provincias, es una evidencia histórica que no debe soslayarse en ciertos contextos. Algunos de esos liderazgos militares devenidos en exitosos políticos han sido los casos del ex–teniente coronel Aldo Rico y otros militares carapintadas en la provincia de Buenos Aires, el capitán de navío (R) Roberto Ulloa en la provincia de Salta, el coronel (R) José David Ruiz Palacios en la provincia de Chaco, el ex-general de división Domingo Bussi en la provincia de Tucumán, por mencionar solo aquellos casos más conocidos (Isla, 2000; Crenzel, 1998, 1999; Adrogué, 1993; Lacoste, 1993).
A su vez, que casi la totalidad de la dirigencia política y de la sociedad argentina no perciban el escenario del Cono Sur en el siglo XXI como uno en el que existan amenazas imperiosas que atenten contra la defensa nacional y la seguridad regional en el que deban ser empeñadas las Fuerzas Armadas, es un factor que también incide en la escasa valoración o apreciación política y social del instrumento militar de la defensa del Estado Nacional, tal como lo confirma los serios déficits de armamentos, materiales y equipos y escasa operatividad de las unidades de las Fuerzas Armadas (Soprano, 2017b, 2016; Lafferriere & Soprano, 2015).
Estas apreciaciones de los actores sociales civiles sobre la devaluación de la importancia de la defensa nacional y del reconocimiento social y gubernamental de las Fuerzas Armadas en el siglo XXI, guardan correspondencia con las percepciones que los militares tienen de sí mismos o, más específicamente, del modo en que son considerados por la dirigencia política y diversos sectores de la sociedad argentina. En el marco de una investigación del Observatorio Socio-cultural de la Defensa del Ministerio de Defensa de la Nación y la Universidad Nacional de Quilmes, coordinada por la antropóloga social Sabina Frederic, se realizó un estudio empírico original que relevaba y analizaba las percepciones y demandas de reconocimiento social y gubernamental de oficiales y suboficiales del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea Argentina, tal como fueron comprendidos como resultado de una etnografía multi-situada efectuada durante el año 2008 en diversas unidades operativas e institutos educativos de las Fuerzas Armadas distribuidos en todo el país (Frederic, Masson & Soprano, 2015). Los resultados obtenidos fueron construidos a partir de la producción de entrevistas abiertas y en profundidad a militares y la aplicación de una encuesta de setenta y cuatro preguntas con el objetivo de reconocer situaciones objetivas en las que se inscribían los 1.159 encuestados (oficiales y suboficiales) y sus percepciones subjetivas acerca de la vida militar.27 Una de las evidencias invocadas por los militares para destacar la existencia de una falta de reconocimiento social y gubernamental de la profesión militar, era que el 85,5% de los encuestados consideraba que sus salarios eran bajos y un 59,6% que su profesión era poco valorada. Asimismo, ante la pregunta sobre si en el último año había considerado la posibilidad de abandonar la carrera militar, el 54,04% de los menores de 31 años y el 50% de los que tenían entre 31 y 40 años respondieron afirmativamente. Es por ello que el 70% de los encuestados definió la “profesión militar” como “un trabajo que requiere de mucha vocación” y un 32,7% consignó que “no es un trabajo”. Alrededor del 70% de los encuestados consideraron haberse sentido “despreciados” por ser militares por los civiles en alguna circunstancia, un 40% de los oficiales y un 35,3% de los suboficiales declaró haber sufrido alguna agresión verbal o física de parte de civiles, y un 48,6% de los oficiales y un 61,3% de los suboficiales manifestó evitar el uso del uniforme fuera de las unidades e institutos militares a fin de evitar posibles agresiones (Frederic, Masson & Soprano, 2015: 30-31-32-33).28 Los resultados de la encuesta también mostraron que un 21,8% de los encuestados consideró que los civiles ven a los/las militares de igual manera que a cualquier otra persona, el 33,7% que lo hacen de manera diferente, el 33,6% que los ven con desprecio y sólo el 3,9% reconoció que los admiran; al tiempo que el 5,9% sostuvo que ese desprecio se producía siempre, el 64,5% que ocurre a veces y el 29,2% que no curre nunca. Por último, cabe decir que ante la afirmación “las Fuerzas Armadas actuales todavía siguen pagando por lo hecho por el denominado Proceso de Reorganización Nacional”, el 62,3% se mostró muy de acuerdo y el 20,6% de acuerdo (Frederic, Masson & Soprano, 2015: 72-73).
Ciertamente podrá decirse que -a diferencia de los oficiales superiores- los oficiales subalternos y oficiales jefes y el conjunto de los suboficiales de las Fuerzas Armadas no conformarían en ninguna circunstancia una élite estatal.29 Pero los resultados de esa encuesta son una elocuente muestra del modo en que los militares argentinos -independientemente de su jerarquía- percibían en aquellas circunstancias cómo eran apreciados por los civiles.30 Asimismo, entendemos que sería correcto afirmar que esa falta de reconocimiento social y gubernamental no supone necesariamente que los militares no constituyan una élite estatal, dado que una corporación castrense que gozara de una fuerte autonomía y capacidades relevantes (materiales y equipos militares) podría eventualmente prescindir de cierto reconocimiento político y social. Sin embargo, este no es el caso de las Fuerzas Armadas Argentinas en el devenir de estas casi dos primeras décadas del siglo XXI.31
En este artículo nos propusimos como objetivo general analizar la relación entre militares y élites a partir de un enfoque multidisciplinario que contemplara tanto el conjunto de viejas y nuevas contribuciones y las nuevas evidencias empíricas en torno a los orígenes sociales de los hombres de armas, los procesos de construcción de legitimidad y reconocimiento y los mecanismos de ascenso y declive en tanto élite dirigente. A partir de un enfoque que buscó propiciar una historia social y una etnografía de las Fuerzas Armadas, el trabajo buscó comprender a los militares desde una perspectiva relacional, que permitiera dar cuenta de sus relaciones con otros grupos sociales y con las formas de producción de prestigio, lo que a la postre contribuyó para que se erigieran en una élite estatal hasta su declive luego de la guerra de Malvinas.
Un primer aspecto que el análisis ha exhibido es que la respuesta a la pregunta sobre si los militares constituyen o no una élite depende del modo en que se defina qué se entiende por esta última categoría analítica, cuál es el período histórico que comprende esta pregunta y los actores sociales que se recortan como objeto de estudio. La distinción analítica realizada entre militares y clase alta, por un lado, y militares y élites dirigentes por otro, exhibe dos concepciones diferentes de entender esta relación. En cuanto a la primera distinción, que vincula a los militares con los distintos grupos sociales, en especial con la clase alta, la información e interpretaciones socio-históricas disponibles para el período 1900-1969 demuestran que los oficiales del Ejército han pertenecido principalmente a familias de clases medias urbanas y de la región pampeana, incluso en el caso de aquellos militares que alcanzaron los grados de coronel o el generalato. El Ejército, entonces, ha sido en esos años una institución estatal expresiva del carácter aluvional de la sociedad argentina, y un medio de integración de las masas de inmigrantes europeos que arribaron al país entre el siglo XIX y principios del XX. Con las escasas excepciones de algunos pocos oficiales superiores emblemáticos como José Félix Uriburu o Alejandro Agustín Lanusse, la mayoría de ellos no provenían de las familias consideradas de clase alta ni compartían sus espacios de sociabilidad. Esta perspectiva en torno al reclutamiento sufrió ciertas alteraciones luego de la guerra de Malvinas -especialmente en el curso del siglo XXI- como producto de la pérdida de prestigio de la corporación militar, que llevó a que fueran los estratos medios bajos y los sectores populares quienes tuvieran mayores inclinaciones de seguir una carrera militar como oficiales.
El argumento que hemos desarrollado advierte que la membrecía de los grupos de las élites socio-económicas bien podría atribuirse no a una condición de origen, sino a través del cultivo de una sociabilidad común a partir de alianzas matrimoniales o mediante la incorporación a asociaciones de gente distinguida. Sin embargo, la evidencia empírica disponible exhibe que la presencia de militares al interior de las élites hacia fines del siglo XIX, cuando disponíamos de una de carácter polifuncional, era minoritaria. Inclusive, las trayectorias de los integrantes de las élites sociales tenían escasos puntos de contacto con el mundo militar, tal como lo exhibió la encuesta realizada por De Imaz en 1959. La relativa autonomización de los campos, que se percibe en la Argentina hacia fines del siglo XIX condujo a que cada uno de ellos produjera sus propias trayectorias, reglas de obtención de prestigio y legitimación frente a los diferentes grupos sociales que conforman una sociedad nacional. Desde esta perspectiva, Las Fuerzas Armadas, constituyeron una institución fuerte, al decir de Zanatta, donde primaron principios jerárquicos y de selección muy marcados. La producción de su prestigio, construida a lo largo de proceso histórico que exhibió marchas y contramarchas, provino de la asociación de los militares en tanto élite moral. Esta imagen que los consagraba como una encarnación superlativa de un ideal de Nación y que fusionaba el trabajo profesional con una serie de valores supremos, tomó forma durante la década de 1930 y se consolidó hacia 1960, sirviendo de sustento para referenciar y legitimar su desempeño político y social. Esta notoriedad que alcanzaron los militares en tanto élite moral no solo explica el consenso civil a los sucesivos golpes militares sino que permite comprender el apoyo civil a una serie de iniciativas que implementaron, como la creación de los liceos militares. El reconocimiento de los militares en tanto portadores de valores morales condujo a que importantes sectores de las clases medias en ascenso les confiaran la educación de sus hijos. La evidencia empírica recolectada en torno a estas instituciones exhibe que lejos de estar avocadas a la formación de militares, los liceos cumplieron un papel nada desdeñable en la formación de dirigentes y profesionales que conformaron las clases medias y medias altas, especialmente en el interior del país.
En cuanto a la segunda distinción analítica que comprende la relación de los militares con las élites dirigentes argentinas, sostuvimos que los oficiales superiores del Ejército (generales y coroneles, así como los grados equivalentes en la Armada y Fuerza Aérea) conformaron y/o integraron las élites políticas, y fueron altos funcionarios estatales desde principios del siglo XX hasta principios de la década de 1980. En tanto que en el siglo XXI se aprecia que constituyen un sector de la burocracia estatal nacional con muy limitadas capacidades operativas para el cumplimiento de sus misiones en la defensa nacional y poseen un devaluado reconocimiento social y gubernamental. Esta última afirmación, no obstante, no debe ser tenida como una realidad generalizable e inmodificada, sino una históricamente situada y, por ende, pasible de cambios y objeto de variaciones según sectores sociales, ciudades, provincias y regiones de la Argentina. Así pues, sería preciso producir no sólo un mapeamiento de esas diversas relaciones entre las Fuerzas Armadas y la sociedad civil en el territorio nacional, sino también estudios comparados de los militares respecto de otros funcionarios estatales civiles, tales como judiciales, policiales, de la salud pública, de la educación, del sistema de ciencia y tecnología, entre otros, en diferentes períodos y espacios, a efectos de reconocer qué atributos sociales los singularizan y cuáles comparten con algunos de estos grupos.
Por último, hemos dicho que la crisis por colapso del Proceso tras la derrota en la Guerra de Malvinas redundó en una notable devaluación del poder político y corporativo de las Fuerzas Armadas como grupo social particular en el Estado Nacional y la sociedad argentina. Dicha situación se prolongó incluso con la consolidación del proceso de normalización de la inscripción castrense como actores estatales subordinados al poder político democráticamente electo desde el 3 de diciembre de 1990 cuando se reprimió el último levantamiento carapintada. Desde entonces transcurrieron veintiocho años desde este acontecimiento o treinta y cuatro años desde la “apertura democrática” del 10 de diciembre de 1983. Retengamos esta afirmación, pues si se comprende desde una perspectiva secular o de muy largo plazo a diferentes grupos que cumplieron funciones militares en el Río de la Plata en el siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX, o bien en la Argentina desde 1860 al presente, es posible sostener a modo de hipótesis que el período de declinación de los militares como élite política y estatal abierto en 1982 y todavía activo en el siglo XXI, es uno completamente singular. ¿Por qué? Porque por primera vez los militares como grupo social no conforman las élites del poder político.32 Este fenómeno supone una notable discontinuidad histórica que no reconoce similitudes en las últimas cuatro décadas en otros países del Cono Sur americano, en los cuales los militares -aun con un peso político y corporativo relativamente menor respecto del que detentaron en otras épocas cuando ejercían de facto los gobiernos nacionales- continúan disponiendo de amplios márgenes en el control de los recursos de la defensa y también cierto reconocimiento político y social.
Notas
* Germán Soprano es Doctor en Antropología Social, Magister en Sociología, Profesor en Historia. Profesor Titular (ordinario) Teoría Política de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Investigador Adjunto del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas con sede en el Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales – Universidad Nacional de La Plata. Investiga en perspectiva histórica y etnográfica sobre militares y política de defensa nacional en la Argentina del siglo XX y XXI. Se ha especializado en temas relativos a los Estudios Sociales del Estado, Antropología de la Política y teoría Política y del Estado.
** Virginia Mellado es Doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires y la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales (París, Francia) y Licenciada en Sociología por la Universidad Nacional de Cuyo. Investigadora Adjunta del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas con sede en el Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales. Se desempeña como profesora en la cátedra de Sociología Latinomaricana e Historia Social argentina en la Universidad Nacional de Cuyo. Se ha especializado en temas vinculados al reclutamiento y sociabilidad de las élites políticas y estatales en el siglo XX argentino.
1 En una investigación que se enmarca dentro de los mismos presupuestos teóricos y metodológicos, Gino Germani & Kalman Silvert (1965: 246) postulan la relación entre la posición en la estructura social de la oficialidad y la intervención militar en los asuntos civiles. Para los autores, la diversidad en el reclutamiento sería un factor explicativo de la “escisión de la unidad ideológica de los militares, la creación de rivalidades entre varias armas, así como de la discordia dentro de cada una de ellas”.
2 Para una definición de etnografía seguimos a Rosana Guber, quien la concibe conforme a un triple sentido: como enfoque de análisis que comprende situacionalmente las perspectivas y experiencias de los actores sociales en sus propios términos, lógicas y prácticas; como método asociado con el trabajo de campo y el recurso a técnicas no dirigidas de investigación empírica como la observación participante, las entrevistas abiertas y semi-estructuradas; y como texto que describe/interpreta/representa/traduce el comportamiento de una cultura particular para un lector no familiarizado con ella (Guber, 2001).
3 Para un estado del arte que, dando cuenta del predominio del conocimiento sobre cuestiones políticas, ideológicas y represivas en el estudio de las Fuerzas Armadas Argentinas en el siglo XX, así como de la necesidad del recurso a una historia social y etnografía de los militares que de camaradas que solicitaron reserva de sus nombres, pues no hemos podido concretar una entrevista con él.
4 En una entrevista reciente, José Nun ofreció detalles sobre la forma en que elaboró la hipótesis acerca del carácter del reclutamiento de la oficialidad, la cual fue validada de manera informal por datos provenientes de entrevistas cualitativas: “Cito como curiosidad que, en una larga entrevista que tuve con Perón en Puerta de Hierro en 1968, coincidió plenamente con mi enfoque. ‘Salvo en los países más pobres, en América Latina la mayoría de los militares no tienen nada que ver con la oligarquía y suelen orientarse por lo que conversan con sus parientes civiles...’. No es que fuera una autoridad académica pero sí un militar con bastante experiencia política” (Svampa & Pereyra, 2016).
5 Este estudio cuantitativo y cualitativo efectuado por Rigal y un equipo de la Universidad del Salvador por encargo del Estado Mayor General del Ejército y publicado en 1971 como un documento de trabajo de circulación restringida, aún no ha sido superado en sus alcances y resultados por nuevas investigaciones empíricas para similar período en incluso ulteriores. Se sirvió para ello de información básica provista por las Memorias Anuales del Colegio Militar de la Nación y Legajos Militares de sus cadetes. Hemos dado cuenta más ampliamente de la contribución de esta última investigación en el estudio de los perfiles y trayectorias de oficiales del Ejército Argentino para el período del peronismo clásico en Soprano (2017b).
6 Rigal destaca que los cadetes nacidos en la Capital Federal pasaron del 32,8% para el sub-período 1956-1960 al 50% en 1969 y la provincia de Buenos Aires disminuyó del 25,4% en 1941-1945 al 7,4% en 1969.
7 Quizá sea dado reconocer que en algunos casos las alianzas matrimoniales puedan haber incorporado a algunos oficiales a sectores de las élites socio-económicas, pero no disponemos de estudios empíricos sistemáticos que puedan demostrar el alcance de este universo de individuos. Tal iniciativa bien podría ponerse a prueba trabajando sobre un corpus de legajos del personal de oficiales del Ejército, pues este documento oficial permite identificar el nombre de sus conyugues.
8 Se suele presuponer que a lo largo del siglo XX los salarios de los militares argentinos, especialmente de los oficiales, constituían un ingreso relativamente atractivo para los jóvenes de clases medias. Sin embargo, en la Argentina no se dispone de estudios sobre la evolución de los salarios militares ni su comparación con otros sectores de la burocracia estatal nacional o de los asalariados del mercado que pueda corroborar empíricamente tal presupuesto.
9 Para un análisis de la composición del generalato en las décadas de 1980-1990 en Soprano (2017c).
10 Isidro Cáceres fue jefe del Estado Mayor General del Ejército entre julio de 1989-marzo de 1990.
11 Martín Bonnet fue jefe del Estado Mayor General del Ejército entre marzo de 1990 y noviembre de 1991.
12 Martín Balza fue jefe del Estado Mayor General del Ejército entre noviembre de 1991 y diciembre de 1999.
13 El recurso a estos tres casos en este trabajo no es pasible de ser empleado como una demostración empírica capaz de ser generalizada mecánicamente, sino más bien es una opción metodológica exploratoria que evidencia lo indispensable que resulta para los estudios sobre perfiles y trayectorias sociales de militares argentinos en el siglo XX el recurso al análisis biográfíco o prosopográfico sirviéndose de una fuente documental fundamental escasamente empleada por la historia y las ciencias sociales para ese extenso período: los Legajos Personales de los militares disponibles en el Archivo General del Ejército.
14 Legajo Personal del teniente general (VGM) Isidro Bonifacio Cáceres. Archivo General del Ejército.
15 La información que hemos reunido sobre la biografía del teniente general Bonnet es menor que aquella obtenida para los tenientes generales Cáceres y Balza, dado que los Legajos Personales disponibles en el Archivo General del Ejército corresponden al personal fallecido (debe tenerse en cuenta que el Legajo Personal es remitido a ese acervo por la Dirección General de Personal y Bienestar del Estado Mayor del Ejército una vez que se concluyen los trámites previsionales que deben cumplimentarse tras el fallecimiento de la persona y que, además, los Legajos Personales de militares implicados en crímenes de lesa humanidad durante la dictadura de los años 1976-1983 -no es el caso de ninguno de los tres generales mencionados aquí- pueden ser retirados del Archivo a efectos de su remisión a la justicia). Es por ello que la información sobre Bonnet es aquella obtenida del Libro de Promociones Egresadas del Colegio Militar de la Nación y por testimonios de camaradas que solicitaron reserva de sus nombres, pues no hemos podido concretar una entrevista con él.
16 Entrevista al teniente general VGM (R) Martín Antonio Balza, 14 de diciembre de 2015. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Legajo Personal (duplicado) del teniente general VGM Martín Antonio Balza, consultado en el Archivo Personal del teniente general Balza.
17 De acuerdo con este antropólogo social, es importante tener presente que el 40% de los aspirantes al ingreso al Colegio Militar de la Nación en 2002 había tomado conocimiento de los estudios y carrera profesional militar como opción personal por intermedio de un familiar o amigo militar, un 17% por un familiar o amigo civil, un 9% por publicidad televisiva, un 8% acercándose a una unidad militar cercana a su lugar de residencia y un 5% por internet. Concluye por ello que estos datos demuestran que esos jóvenes “están insertos en círculos sociales más o menos amplios donde circulan representaciones del mundo militar que, por expresar sentidos profesionales, ideológicos o sociales valorados por ellos y su grupo, pueden motivarlos a emprender la carrera militar” (Badaró, 2009: 94).
18 En este párrafo hablamos de hombres de armas y matrimonios de oficiales con mujeres, pues nos referimos exclusivamente al extenso período en el cual los oficiales de las Fuerzas Armadas Argentinas, en particular los del cuerpo comando, eran exclusivamente hombres. Desde la década de 1990 esta situación ha ido cambiando con la incorporación de las mujeres a las armas y especialidades de combate y apoyo de combate, proceso que se completó en 2012 con la inclusión de las mujeres en las armas de infantería y caballería del Ejército. Desde entonces los matrimonios incluyen tanto hombres como mujeres militares.
19 Libro histórico Liceo Militar General San Martín, 1939, Archivo General del Ejército.
20 Libro histórico Liceo Militar General San Martín, 1939, Archivo General del Ejército.
21 Ministerio de Guerra, Plan Quinquenal. Desarrollo de la parte del Plan que no es reservada, 1946. Caja 510, Secretaría Legal y Técnica, AGN.
22 Pensamiento y Acción de los Liceos Militares, 1948, Archivo L.M.G.E., p. 30.
23 Diario Crónica, 22 de diciembre de 1947.
24 Los Liceos Militares del Ejército son: General San Martín (San Martín, provincia de Buenos Aires), General Paz (Córdoba), General Espejo (Mendoza) General Belgrano (Santa Fe), General Roca (Comodoro Rivadavia, provincia de Chubut) y General Araoz de Lamadrid (Tucumán). La Armada creó los Liceos Navales Militares Almirante Brown (primero emplazado en Isla Santiago- Ensenada, luego en el predio de la ex-ESMA en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y actualmente en Vicente López provincia de Buenos Aires), Almirante Storni (Posadas, provincia de Misiones), Capitán de Fragata Carlos María Moyano (Necochea, provincia de Buenos Aires) y Doctor Francisco Gurruchaga (Salta); actualmente esta Fuerza solo conserva los dos primeros. Y la Fuerza Aérea posee el Liceo Aeronáutico Militar (Funes, provincia de Santa Fe. Hasta recientemente los liceos militares sólo admitían varones, siendo el Doctor Gurruchaga -creado en 1976- el único que incorporaba mujeres; en el presente los liceístas son de ambos sexos. Porúltimo, señalemos que el Ejército tiene en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el Instituto Social Militar “Doctor Dámaso Centeno”, que ofrece educación inicial, primaria y secundaria a niños y adolescentes de ambos sexos, pero no es un liceo militar.
25 Consideramos élites dirigentes a las personas que ocupan altos cargos en las principales instituciones estatales y públicas y privadas, siguiendo los estudios clásicos provenientes de la sociología (De Imaz, 1959, 1964), tales como políticos, altos funcionarios de la administración pública, directores de asociaciones empresarias, etc. En este sentido adoptamos el concepto deélite estatal para delimitar un subgrupo dentro de las élites dirigentes.
26 Ver informes de Corporación Latinobarómetro: http://www.latinobarometro.org/latContents.jsp consultado en línea el 17 de noviembre de 2017. También Izurieta Ferrer (2015). En ambos casos no se detalla información desagregada por sectores sociales ni por regiones, provincias o localidades, pero constituyen una referencia posible para comprender los niveles de confianza y reconocimiento social de las Fuerzas Armadas en la Argentina de (casi) las últimas dos décadas. Asimismo, permiten realizar una comparación de la situación argentina respecto de otros países de América Latina.
27 De la investigación del Observatorio Socio-cultural de la Defensa con dirección de Sabina Frederic- participaron Laura Masson y Germán Soprano como investigadores, Marina Martínez Acosta como asistente de investigación, Raúl Di Tomasso como responsable del diseño de la encuesta y de la redacción del informe técnico y Joaquín Ponce de la carga de datos.
28 Recordemos que los datos de la encuesta y la información producida en el trabajo de campo etnográfico deben ser comprendidos necesariamente en sus contextos, de modo tal que las afirmaciones de los actores sociales y las interpretaciones que producimos los analistas sobre aquellas no poseen un significado atemporal. Asimismo, cabe señalar que en la elaboración de la encuesta se emplearon términos y expresiones nativos que, previamente, habían sido identificadas como relevantes para los militares mediante la realización de entrevistas abiertas y en profundidad y trabajo de campo etnográfico.
29 En las Fuerzas Armadas Argentinas se considera oficiales subalternos a aquellos que poseen el grado de subteniente, teniente, teniente primero y capitán en el Ejército y sus grados equivalentes en la Armada y Fuerza Aérea Argentina; en tanto que oficiales jefes son aquellos que tienen el grado de mayor y teniente coronel y oficiales superiores son coronel, general de brigada, general de división y teniente general y equivalentes en las otras dos Fuerzas.
30 Indudablemente la encuesta revela cómo los militares consideran que son apreciados por los civiles y cómo se auto-perciben, en tanto que dichas percepciones no nos dicen de modo directo cuáles son, en definitiva, las evaluaciones sociales que producen diversos actores sociales civiles acerca de los militares.
31 Hemos hecho un análisis del estado de situación crítico de las capacidades operativas de las Fuerzas Armadas y de las serias debilidades del sistema de defensa nacional argentino en el siglo XXI en Soprano (2017a).
32 Desde que la Gobernación de Buenos Aires fue reconocida como Gobernación Militar en el siglo XVIII y hasta la última dictadura de los años 1976-1983, hubo diversos actores sociales que asumieron funciones militares y, como tales, se incorporaron plena y activamente a diferentes formas del poder político, fueran éstas expresivas del Antiguo Régimen entre 1720 y 1880 (Barriera, 2017; Tarragó, 2013), emergentes de la revolución y guerra de independencia entre 1806 y 1824 (Rabinovich, 2013; Morea, 2013; Ayrolo, Lanteri & Morea, 2011; Bragoni, 1999), manifestación de diferentes configuraciones estatales provinciales y nacionales en disputa entre las décadas de 1820 y 1870 (Lanteri, 2015; Garavaglia, 2015; Bragoni & Miguez, 2010; Chiaramonte, 1997), o bien consagradas con la consolidación del Estado Nacional desde 1880 (Oszlak, 1997).
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Recibido: 29/12/2017
Aceptado: 31/08/2018