La investigación como pedagogía insurgente: crónicas de una experiencia en la Escuela de Educación Secundaria Técnica N° 2 de Mar del Plata, Argentina. Artículo de María Marta Yedaide. Praxis educativa, Vol. 29, N°3 septiembre - diciembre 2025. E-ISSN 2313-934X. pp.1-14.  https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2025-290313


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ARTÍCULOS

La investigación como pedagogía insurgente: crónicas de una experiencia en la Escuela de Educación Secundaria Técnica N° 2 de Mar del Plata, Argentina

Research as Insurgent Pedagogy: Chronicles of an experience at Technical High School N° 2 in Mar del Plata, Argentina

A pesquisa como pedagogia insurgente: Crônicas de uma experiência na Escola Técnica Secundária N° 2 de Mar del Plata, Argentina


María Marta Yedaide

Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina

myedaide@gmail.com

ORCID 0000-0002-1233-9234

Recibido: 2025-03-17 | Revisado: 2025-07-17 | Aceptado: 2025-07-20


Resumen

El artículo comparte una experiencia de investigación educativa en una escuela secundaria técnica en la ciudad de Mar del Plata, Argentina, que se enmarca en un proyecto de investigación y deviene particularmente expresiva de un modo otro de habitar la ciencia. Desde un posicionamiento con arraigo en la criticalidad, el giro descolonial, las teorías queer y los enredos que performan con los feminismos, los estudios de la raza, los poshumanismos, la fenomenología queer, el realismo agencial, los vitalismos y los giros afectivo, pedagógico y ontológicos, se describen primero los influjos que autorizan el desacople de los regímenes de poder moderno-coloniales que signan a la ciencia tradicional, argumentando que constituyen una fuerza agencial sustantiva para la producción de la verdad en un presente que reclama otras posturas. Se describe luego una experiencia de investigación en la Escuela, en la cual se manifiestan algunas de las virtudes éticas y metodológicas que resultan auspiciosas para conformar nuevos hábitats académicos, más sensibles a los dolores e indignidades contemporáneos. El escrito se expresa a favor de movimientos minúsculos y locales capaces de alterar las axiomáticas de la crueldad que signan la producción del presente, dando cuenta de la fuerza de los gestos para la inauguración de otras condiciones de hacer-ser investigación.

Palabras clave: investigación educativa, insurgencias, educación secundaria.

Abstract

The article discusses an educational research experience at a technical High School in Mar del Plata which, in the context of a research project, has become particularly expressive of an alternative way of doing—and living—research. Rooted in critical theory, the decolonial turn and queer theories, as well as in the entanglements of these perspectives with feminisms, race studies, posthumanism, queer phenomenology, agential realism, vitalism and the affective, pedagogic and ontological turns, we proceed by describing the forces that legitimize the disengagement from the modern-colonial power regimes that govern traditional science in an effort to explore their complicity with truth-making in a damaged world that is calling for change. Then, a particular research experience at the High School is discussed, where some ethical and methodological virtues are exposed; these result promising in the genesis of new academic environments, with greater sensitivity regarding contemporary indignities. The text advocates for tiny and local movements that can upset the cruelty axiomatic that characterizes the production of the present, in favor of gestures that can bring about alternative ways of being-doing research.

Keywords: Educational Research; Insurgencies; High School Education.

Resumo

Este artigo compartilha uma experiência de pesquisa educacional em uma escola secundária técnica em Mar del Plata, Argentina, que faz parte de um projeto de pesquisa e se torna particularmente expressiva de uma forma diferente de habitar a ciência. A partir de uma posição enraizada na criticidade, na virada decolonial, nas teorias queer e no entrelaçamento que elas realizam com feminismos, estudos raciais, pós-humanismos, fenomenologia queer, realismo agencial, vitalismo e viradas afetivas, pedagógicas e ontológicas, o artigo descreve inicialmente as influências que autorizam o descolamento dos regimes de poder moderno-coloniais que caracterizam a ciência tradicional, argumentando que constituem uma força agencial substantiva para a produção de verdade em um presente que exige outras posições. Em seguida, descreve-se uma experiência de pesquisa na Escola, na qual se manifestam algumas das virtudes éticas e metodológicas propícias para a conformação de novos ambientes acadêmicos, mais sensíveis à dor e à indignidade contemporâneas. O artigo defende pequenos movimentos locais capazes de alterar a axiomática da crueldade que caracteriza a produção do presente, destacando o poder dos gestos para a inauguração de outras condições para a pesquisa do fazer-ser.

Palavras-chave: pesquisa educacional, insurgências, ensino médio.

Introducción

El siguiente artículo comparte una experiencia de investigación vivida en el año 2023 en una escuela secundaria de la ciudad de Mar del Plata, en el marco de un proyecto de investigación financiado por una universidad nacional argentina y con la original intención de explorar una nueva modalidad: la educación secundaria profesional. Esta experiencia reviste especial interés por dos razones fundamentales. Por un lado, manifiesta de modo claro y evidente las decisiones metodológicas que pueden gestarse a partir de posicionamientos ético-onto-epistémicos (Kuby y Christ, 2017) alternativos a la matriz de investigación clásica.

La comunidad académica a la cual pertenezco ha producido en los últimos años un importante corpus que, en intencionada y espontánea sinergia con otros desarrollos regionales, nacionales e internacionales, componen un alegato a favor de modos insurgentes de practicar-ser investigación (Cf. Yedaide y Cols, 2021; Yedaide, 2023). Por otra parte, se trata de una experiencia importante. Lo que sucedió a propósito de la investigación, y en las desorientaciones que esta propició para guardar coherencia con dicho posicionamiento, nos afectó profundamente a todes les implicades[1] y nos reeducó considerablemente respecto de lo que la escuela secundaria podría (también) ser.

El valor de esta experiencia de investigación no estaba inicialmente signado por su cualidad insurgente; esta es más bien un efecto colateral de una voluntad de practicar-vivir-ser investigación con coherencia ética y estética. Todo lo que hemos venido defendiendo como colectivo académico muestra aquí sus colores y posibilidades, colaborando en hacer devenir algo del orden de lo bello y lo importante. El texto es una respuesta a quienes aún se preguntan con escepticismo si los desmarques y desamarres respecto de los regímenes de control de la investigación tradicional terminan por erradicar lo que de científico tiene la empresa. Hemos aprendido que, aún sin Verdad en mayúsculas, validez en términos convencionales, separaciones de objetos y sujetos y otras abstracciones, investigar puede generar conocimientos que valen la pena.

El artículo se cimienta en dos tesis; la primera fue hace tiempo esbozada y ya ha sido ampliamente transitada, y alude a la fuerza pedagógica de la investigación educativa (Yedaide, 2019). En esa primera formulación —y con el sello freireano (Freire, 1975)—, el esfuerzo estuvo centrado en superar los desacoples entre teoría y práctica, especialmente a partir de las contribuciones del programa modernidad-colonialidad (Yedaide, 2022). Luego, el realismo agencial (Barad, 2007), los poshumanismos y otras transfecciones (Braidotti, 2015; Haraway, 2017), la fenomenología queer (Ahmed, 2019) y algunos vitalismos (Bennet, 2010) colaboraron en la gestación de otras metáforas-tesis ontológicas. Desde estas posturas más recientes, ante la inminente inseparabilidad o in-esencialidad de lo que deviene, los cortes o definiciones a los que nos hemos habituado por efecto de la iteración pierden estabilidad y es posible enredar aquello que siempre estuvo delimitado, demorarnos en las exclusiones y sus efectos políticos, y trazar genealogías que nos permitan encontrar las historias que gestaron y alimentaron estos cortes (Barad, 2007; Ahmed, 2020).[2] De aquí proviene la autorización para religar investigación y pedagogía: investigar podría ser, de hecho, una actancia pedagógica, ya que induce desorientaciones (Ahmed, 2019) que nos deseducan y reeducan.

La segunda tesis ha sido propuesta muchas veces por muchas personas, pero encuentra en la experiencia vivida arraigos que le generan otros tipos de credibilidad: la investigación educativa puede transformar y mejorar nuestros ambientes, alterar y alterarnos profundamente. No hablamos aquí de efectos, incidencias o impactos; más bien se trata de afectaciones sensibles de los cotidianos que tienen valor fundamental para quienes los habitan/habitamos, pero pueden tangencialmente inspirar otras búsquedas y engendrar nuevos lenguajes para imaginar y, entonces, acuñar otros potenciales caminos. En esta experiencia, todes les agentes implicades aprendimos, nos conmovimos y fuimos estimulados en sentidos extraordinarios. Por eso, vale la pena relatar lo que (nos) ha sucedido.

El texto que sigue propone otros dos apartados y una coda, a modo de cierre. La próxima sección incluye algunas coordenadas teórico-epistemológicas que afectan el punto de vista de las investigaciones que intentamos promover —y logramos materializar en esta experiencia—en la comunidad académica local, en reemplazo del más tradicional “marco teórico”. A partir de estas referencias, se podrán leer las decisiones metodológicas, explicitadas en el siguiente apartado, pero también la discrecional exposición de los aprendizajes que la experiencia ha suscitado —es decir, lo generalmente descripto como resultados y discusiones—. Las indisciplinas, todas, responden al deseo de guardar coherencia como un gesto de solidaridad con quien lee y de comprometida honestidad de quien escribe.

Las lecturas que alteran nuestros puntos de vista sobre la investigación

Creemos, como Paul Beatriz Preciado, que los escenarios sociales contemporáneos se encuentran revueltos (Preciado, 2019), y que la volatilidad que les es inherente parece actuar como combustible para la ontogénesis intelectual, tal vez como paliativo contra lo que Lauren Berlant describe como el impasse contemporáneo, en el que el presente produce una intensidad enigmática y “la actividad de vivir exige tanto una conciencia dispersa, dispuesta a absorberlo todo, como una actitud de hipervigilancia” (2020, p. 24). Hablamos de fertilidad ontogenética porque reconocemos un conjunto de movimientos rizomáticos, proveniente de la academia, pero también de la calle, que están conspirando con la reinvención o reimaginación de la producción del presente. Y lo reconocemos porque estas fuerzas han hecho con-tacto con nuestras sensibilidades (Giraldo y Toro, 2020).

En el ambiente académico que habitamos, la discusión de la criticalidad, sostenida en el presente milenio con insistencia y amplitud por referentes como Joe Kincheloe, Henry Giroux, Michael Apple y Peter McLaren (McLaren y Kincheloe, 2008; Apple, 1996, 2015; McLaren, 2011; Giroux, 2015, 2016), entre muchos otros, se exacerbó —incluso rabiosamente—a partir de los feminismos y los estudios de la raza, disolviendo aquello que los separaba y potenciando anclajes comunes en la desnaturalización, alfabetización o concienciación, y el agenciamiento cívico, especialmente. En la investigación, particularmente, esto implicó el reconocimiento de su carga necesariamente ideológica, la mediación de las relaciones de poder, siempre social e históricamente construidas, en la academia y el rol político del cientista/científico —ya sea para sostener el statu quo como para disputar la reproducción de sistemas de opresión—. También trajo aparejadas preguntas sobre las interseccionalidades (Crenshaw, 1989; Lugones, 2014), lo doméstico, lo minúsculo y la importancia del cotidiano en los procesos de re/de-formación de las subjetividades y las políticas de la representación (Kincheloe y McLaren, 2012; Denzin, 2018; Berry, 2008).

Nos gusta hablar de esta criticalidad como ch’ixi, siguiendo el rastro de Silvia Rivera Cuscanqui (Rivera, 2018), porque además de haberse enmarañado con los feminismos y los estudios de la raza se ha transfectado, diría Haraway (2017), de modo discontinuo y disperso con/por algunas de las tesis del giro descolonial. En nuestro encuentro con los aportes del grupo modernidad/colonialidad, que construyeron sobre el antecedente de una importante tradición local empeñada en situar las preguntas en Latinoamérica y el Caribe (Bidaseca, 2011), se potenciaron nuestras inquietudes aún más, autorizándonos a desacoplar unas cuantas heterarquías binarias (Grosfoguel y Cairo, 2010) que signaban nuestra vida académica (Yedaide, 2017). Tal vez la más paradigmática de las alteraciones que el giro descolonial ha propiciado es nuestra actual resistencia a sostener a la teoría y la práctica como “cosas” separables. De todos los hábitos que componen nuestro hábitat (Ahmed, 2019), la re-iteración de este binarismo refuerza lazos de subalternidad que transmutan, entre otras cuestiones, en recíprocas desafectaciones entre lo corriente y la academia. También colaboran con re-instituir regímenes de control moderno-coloniales (Lincoln, 2011) que se han beneficiado de la matriz de inteligibilidad clásica que las ciencias sociales han colaborado en naturalizar (Lander, 2001).

Es en el encuentro de mi comunidad académica de pertenencia con lo descolonial, entonces, que sus resonancias terminan de hacer colapsar la complacencia con las posturas clásicas en la investigación. Al trasladar la discusión desde el plano epistemológico al plano de las ontologías —por efecto del reconocimiento de opciones cosmogónicas alternativas que gestan diferencias radicales, no-sintetizables (Rivera, 2017), y de la cualidad ficticia de la epistemología del punto cero (Castro-Gómez, 2005)—, la Verdad y la Razón quedan desacralizadas y se abre una conciencia de la genealogía de las creencias que sostienen a la modernidad-colonialidad colaborando con sus cafisheos (Rolnik, 2019).[3] Entre estas creencias, que podemos comprender ahora con Ahmed en términos de hábitos/hábitats, la partición binarista cartesiana y de la historia única son expuestos como mitos fundantes (Lander, 2001) o grandes relatos (Lyotard, 1979) en el marco de La Historia Más Grande Jamás Contada (Haraway, 2017). Al debilitamiento de la objetividad y la neutralidad de la mano de las criticalidades siguió, entonces, la disputa por la universalidad y la Verdad. La complicidad de la ciencia moderna con los imperialismos (Smith, 1999, 2005; Bishop, 2011), además, posó sospechas sobre las investigaciones y sus propósitos; si bien estas sospechas no han conseguido aniquilar sus lógicas, hacen frecuentemente difícil argumentar ingenuamente a favor de sostenerlas.

Apenas comenzada la segunda década de este siglo, la vuelta atrás se hacía tan imposible como prometedores los parentescos que comenzábamos a reconocer con investigadores como Norman Denzin e Yvonna Lincoln y quienes se les habían afiliado ya desde otras latitudes en la intención de resistir. Nuestras producciones se tornaron más indisciplinadas —tal como se ha documentado en Porta y Cols (2014) y Yedaide (2016)— al punto de empezar a gestar licencias para la práctica de la investigación desde otras posturas. Fue en este momento donde iniciamos, a la par, procesos de legitimación de experiencias de indagación otras, aprovechando los respaldos que los volúmenes del Manual de Investigación Cualitativa de Sage (Denzin y Lincoln, 2011, 2012, 2013, 2015) nos proporcionaban. La resistencia de la comunidad universitaria a considerar este gesto insurgente ha sido feroz, debilitándose no obstante con el paso del tiempo y el exponencial crecimiento de la producción académica en esta misma dirección.

La situación actual en el entorno local da cuenta de una común familiaridad con lo crítico y lo descolonial, con gran presencia en las declaraciones, pero débil manifestación a la hora de discontinuar los hábitos que los contradicen. La matriz clásica no cede mucho; se resiste visceralmente, como si abandonarla implicara morir un poco —algo de esto anticipa Sarah Ahmed (2019) cuando habla del costo afectivo de desorientarnos—. El advenimiento de la teoría queer y los poshumanismos, neomaterialismos y vitalismos —mucho más extraños en la vida académica diaria— acentúa opciones ético-estéticas, irreverencias metodológicas y radicales desobediencias. Es, por supuesto, mal tolerado por quienes defienden la investigación tradicional. Su fecundidad y creciente presencia en ámbitos científicos con buena prensa —como la biología, la física y la química— colabora con una relativa, pero sostenida atención a lo que pueden aportarnos. La proliferación de producciones que los consideran seriamente compone un aval imprescindible para el desarrollo de experiencias, como la que aquí se presenta.

El realismo agencial (Barad, 2007), particularmente, acentúa el desplazamiento de lo epistemológico a lo ontológico —que también adscribimos a lo descolonial— por vía de una reinterpretación de las tesis de Niels Bohr desde el prisma de la física cuántica teórica. La inseparabilidad de lo que se mide de aquellos instrumentos (conceptuales, técnicos, instrumentales, etc.) que creen “capturarlo” parece ofrecer, dice Barad, una imagen más ajustada a los procesos en los cuales realizamos “cortes” o de-finiciones que crean —y no sólo representan— las ontologías que nombramos. Según propone esta discípula de Bohr, entonces, nada es excepto en la relación que lo hace aparecer (Barad, 2007). Siguiendo esta tesis, sólo existiría una continuidad materiosemiótica que, a partir de la intra-acción de fuerzas o actancias, colaboraría con la producción de acontecimientos —cortes en esa continuidad, de otro modo, enredada o enmarañada—. La iteración de ciertos cortes crearía la ilusión de unas existencias separadas; se configura una suerte de inercia a la réplica que termina impresionando como “cosa que existe” o verdad, despojándose de sus marcas de contingencia. Valdría la pena, dice Barad (2007), detenerse en la genealogía de los cortes y sus exclusiones y evaluar nuestra postura ética respecto de sostenerlos. Porque si bien muchas actancias se confabulan en la producción de un acontecimiento —incluso y frecuentemente no humanas—, tenemos un rol humilde, pero igualmente importante en la creación de una de esas fuerzas intervinientes cuando lo que ese corte excluye o daña es traído a la conciencia. Allí, podría jugar nuestra ética.

Para la investigación esto supondría, como habíamos adelantado, el regreso de la tesis de su fuerza pedagógica: investigar podría ser una actancia para la demora, con la atención puesta —a la manera de Despret (2020), como un régimen de la sensibilidad— en los cortes y sus historias, y con el deseo orientado a la deshabituación de las iteraciones que componen las matrices que hacen la experiencia vital (in)vivible. Los cortes inconvenientes pueden ser expuestos, pero sólo dejarán de re-iterarse cuando micromovimientos alternativos (concurrentes, pero rizomáticos, no orquestados) se hagan habituales y rivalicen como inercias. La investigación es sólo una actancia más, llena de micro-actancias que reproducen y alteran, necesariamente.

Además de inspirarnos para la re-definición de la investigación, el realismo agencial —en sus enredos con lo poscualitativo (St. Pierre, 2013, 2017), la antimetodología (Nordstrom, 2018), la autoetnografía (Ellis, Adams y Bochner, 2010; Richardson y St. Pierre, 2010), el poshumanismo (Braidotti, 2015), los materialismos vibrantes (Bennet, 2020)— también nos induce a diluir la frontera entre la etnografía promovida durante una investigación y la etnografía previa de larga duración. Muestra lo biográfico como ineludible lente y propone el dato como verbo —es decir, como acontecimiento afectado por todo lo que intra-actúa al momento de producirlo—. Desde estos confines, se enaltece el valor de la estética para el arrastre ético (Girado y Toro, 2020; Richardson, 1997) y se expone la infecundidad del registro de la escritura y la lectura científica (Richardson, 1997), cuya abstracción comporta hábitos ideológicos perversos además de metodológicamente desencantados. También se practica la irreverencia frente a ciertos cortes (investigador y cosa investigada, lo personal y lo académico, etc.), y el gusto por acoples (como, por ejemplo, la referencia a posicionamientos ético-onto-epistémico) y las invenciones (en términos y otras prácticas, como paradigmear, antimetodologías, etc.). Las investigaciones adquieren flexibilidad y plasticidad en sus modos, pero también se tornan sensible y éticamente auditables en función de las responsabilidades sociales de quienes las promueven.

Habiendo referido sucintamente a las fuentes de las cuales abreva el punto de vista de la investigación que sostenemos, compartimos, a continuación, algunas de las tesis que conforman el tapiz de lo que llamamos, con Karen Barad (2007) y como Kuby y Christ (2017), el posicionamiento ético-onto-epistémico. En lugar de desplegar sentencias ostentosas, regaremos la página con simples descripciones de lo que hacemos-somos cuando estamos investigando(nos):

No creemos en la objetividad. nos parece peligrosa y deshonesta.

no investigamos para encontrar una verdad o generalizar, sino para cambiar-nos.

no intentamos ser neutrales; asumimos y explicitamos nuestro punto de vista.

componemos, con otras actancias, los datos; no creemos que estos se recojan.

asumimos que la etnografía empieza antes que la investigación.

investigar sirve para crear un nuevo régimen de atención.

no renunciamos a la validez, pero la redefinimos en términos de autenticidad catalítica.

nos importan más las posibles resonancias sociales que el método o los procedimientos.

No renunciamos a la ciencia, pero la refundamos/reformulamos, desacralizándola, historizándola, situándola.

No nos creemos poderosos; sólo una actancia entre miles.

No descubrimos nada; sólo aprendemos.

Nuestro rigor es una ética que es sensible y estética.

Estas descripciones pueden ser fácilmente respaldadas en las posturas de la investigación que hemos reseñado antes. Tales decisiones y los criterios que para ellas narramos también pueden ser rastreados en nuestras producciones disponibles en formato digital, de fácil acceso a partir de nuestros nombres. Es en la maraña de este conjunto de irreverencias —propias, prestadas— que cobra sentido el relato de la experiencia de investigación que a continuación desplegamos.

La experiencia en la EEST2 y las decisiones metodológicas que se le enredaron

No es mi intención, aquí, enactuar un movimiento desde la teoría a la práctica, por supuesto. Por una cuestión de orden, claridad y respeto a las prácticas editoriales, intenté territorializarme lo suficiente cuando ocupé el espacio inmediato anterior para dar cuenta de las lentes que afectan lo que vemos/hacemos/somos cuando investigamos. Lo que sigue es una crónica de las decisiones específicas que tomamos cuando nos encontramos entre otras gentes en una escuela técnica marplatense. La relación entre el apartado anterior y este se asemeja más a la imagen de la refracción de la cara de un cristal que a la de una flecha de único sentido. Acá, giro el prisma para que se vea lo que una vez pasó a quienes traíamos con nosotros ese modo de andar que hemos presentado.

Por razones que se fundamentan en lo antes expuesto, el tono de lo que continúa lleva la marca de la autoetnografía. Se expresa en primera persona del singular y del plural como gesto de honestidad académica y revés al culto de la objetividad que termina abstrayendo a quien relata de su responsabilidad.

Quiero contar primero que, si bien el encuadre para este proceso de investigación en la escuela secundaria técnica estuvo brindado por la pertenencia a un grupo y proyecto de investigación en una universidad nacional argentina, la gestación provino de la invitación de la directora de la escuela —integrante de este grupo y proyecto—, quien ha venido estimulándonos en estos años a compartir las experiencias que allí viven. Concurrieron otras actancias: el interés de una becaria de desarrollar su investigación sobre esta modalidad y mi necesidad (ética, pero también afectiva y personal) de volver a habitar la escuela son tal vez las otras dos fuerzas importantes que devinieron en una convocatoria, primero al interior del grupo y luego abierta, a pasar las tardes en la escuela para escribir crónicas y ver qué (nos) pasaba.

Mantuve encuentros presenciales y virtuales con quienes estuvieron interesades; allí, compusimos las reglas de la observación, en profunda sintonía con los posicionamientos ético-onto-epistémicos que fueron descriptos en el apartado anterior y que son familiares en la comunidad académica que integramos. En principio, yo misma hablaría con todas las personas involucradas, explicando con detalle la intención de acompañarles y asegurándome de que había genuino consenso. También definimos que, obviamente, se trataría de una observación participante, que entablaríamos relaciones orgánicas allí y usaríamos registros que pudieran quedar a disposición de todes quienes quisieran ver qué se anotaba. Nos nombramos “croniqueros”, no “cronistas”, para esquivar el sesgo de objetividad e higiene que se le pega al segundo término: no seríamos relatores de la realidad, sino compositores (ficcionadores) de una/s realidad/es. La oportuna contribución de Catherine Walsh con sus políticas del nombrar (Walsh, 2011), así como los aportes de los pedagogos críticos y el resto de la comunidad del programa modernidad/colonialidad nos han autorizado, indirectamente y como anticipamos, estas indisciplinas discursivas. Vamos inventando las palabras que nos permiten decir las cosas que necesitamos —creando ontogenéticamente, con apego también a la tradición, los gestos que se corresponden con nuestros deseos éticos—.

La conversación con la coordinadora y los tres docentes que estaban designados cuando comenzamos —luego, se completó el equipo con dos profesores más— fue amable; se mostraron dispuestos, pero sentí algo que no puedo atribuirles, no obstante deseo explicitar: no confiaban del todo en mí, en la universidad o en el combo que la universidad y yo hacíamos. Recordé, en ese momento, mi registro de una experiencia de observación participante en un taller de diseño hacía unos años, y la conciencia de lo diferente que era —estética, gestual, ornamentalmente— a quienes allí estaban. Era (el) sapo de otro pozo.

La charla con les estudiantes me impresionó de la misma forma; hoy, creo que cedieron a la propuesta porque aún estaban en proceso de ambientación, incluso decidiendo si el resto (volver a la escuela, terminar la secundaria, etc.) valía la pena. De hecho, en el encuentro que narraré en breve, una de las estudiantes me aclaró que le inspiré absoluta desconfianza ese día. Hubo apoyo a esa confesión.

Con profundo respeto, como quien va realmente de invitado de lujo a presenciar un acontecimiento, empecé/empezamos a ir a la escuela. Tomábamos nota, mate, nos reíamos, nos mojábamos por las goteras cuando llovía, compartíamos galletitas y factura, había café; llevamos marcadores para el pizarrón, sacamos fotos, paseamos por la escuela con los profes y los estudiantes, hicimos jornadas con elles fuera de la escuela. Nos afectamos.

Cuando en julio nos reunimos los siete “croniqueres”, había mucho para conversar. Habíamos observado y eso significaba al menos dos cosas: nos habíamos dejado impresionar por las agencias configurantes de la experiencia —el espacio, los tiempos, las gentes, sus gestos, el ritual de inicio, las pautas, la de todo esto en nuestras biografías y miles de otras fuerzas/actancias que concurrieron durante nuestras visitas— y, entonces, habíamos logrado abandonarnos, como dice Irene Vasilachis (2018). Pero observar también había significado juzgar, aplicando la lente afilada y aguda del académico que ha desarrollado un hábito para discernir lo que al ojo corriente le impresiona indisociable. También habíamos registrado evaluaciones pedagógicas de la experiencia.

Decidimos hacer dos movimientos: escribir un relato breve —lo llamamos postal— que diera cuenta de la primera dimensión de la observación. Sería absolutamente personal y allí compartiríamos lo que nos había pasado en la escuela con y gracias a ellos y lo compartido. Por otro lado, ofreceríamos a los docentes una devolución académica respecto de cuestiones pedagógicas que podrían colaborarles con mejorar la propuesta de enseñanza —o eso creíamos desde una superioridad que no había logrado desacoplar—.

Cuando acerqué la propuesta a la coordinadora de la comisión, vinieron a escuchar todos los docentes. Me avergonzó haber llevado una segunda opción. Todos mis (pre)juicios me pesaron y me sentí ridícula en esa aspiración de “devolver” enseñanzas pedagógicas sobre cómo podrían mejorar las cosas. Me sentí ingrata, fuera de lugar y soberbia. Tengo que decir que sus miradas, gestos y comentarios fueron tan cordiales como firmes, además, en no dejar que fuera por esa vía. No iban a permitir que les vinieran a juzgar, y admiro profundamente esa determinación en esta circunstancia.

El único acuerdo que quedó en pie fue una jornada con los[4] estudiantes también, en la cual compartiríamos las postales. Les croniqueres que ese día no pudieron estar enviaron sus relatos. Decidimos, después, regalarlos al grupo, y ese es único motivo por el cual no los comparto aquí. Esa jornada representó para mí un aprendizaje sustantivo e importante. La voy a narrar a continuación, a modo de anécdota, para poder capturar lo que creo más fielmente puede dar cuenta del valor de lo acontecido:

Demoramos en comenzar, como solía suceder. Pero esta vez estábamos esperando a una de las estudiantes porque era su cumpleaños. Había tortas (un lemmon pie que había horneado la coordinadora), hubo saludos y cantamos. Creo que me temblaba la voz; ¿nunca había hablado frente a gente tan exigente? Notaba el suspenso: estaban midiendo que lo prometido —el cuidado, el respeto— se cumpliera. Hice una introducción torpe, leí los relatos. Algo se ablandó. Los estudiantes empezaron a hablar. Agradecían a los docentes, los valoraban. Los profes se emocionaron. Todos pusieron en palabras cosas que habíamos sentido palpitar, pero nadie había nombrado. Yo de espectadora, ya complacida: “si la investigación sirvió para esto, para que se hablaran así, qué bien estuvimos en venir. Me alcanza totalmente”. Pero lo mejor no (me) había pasado.

En medio de las conversaciones ahora emotivas, la cumpleañera me aclaró que no había confiado en mí esa primera vez que les conocí y manifesté nuestras intenciones. Me sentí orgullosa de haber vencido a los demonios del deber ser de la academia. No había tomado grandes riesgos profesionales —este proyecto había surgido de modo tangencial y no afectaba la propuesta mayor—, pero sentí el peso de la responsabilidad de lo que de la universidad porto cuando me presento como docente e investigadora. Esto me conmovió, pero tampoco fue lo mejor que (me) pasaría ese día. Transcribo un mínimo intercambio, fiel a mi memoria, para narrarlo:

Estudiante (otra): “Yo quiero decir a los profes que acá me siento bien siendo quien soy. Es el único momento del día, de la semana, en la que me siento segura y a gusto”.

Croniquera (estudiante también, pero de la universidad, y docente ya en otras instituciones): “Bueno, de ahora en más tu trabajo en la vida es buscar los lugares en los que puedas sentirte como te sentís acá”.

Todavía se me pone la piel de gallina al revivir la escena. Me enseñaron que un contenido vital importante, imprescindible, es la búsqueda de los sitios sociales en que nos podamos sentir seguros y a gusto como somos. El haber vivido la experiencia de sentirse de este modo, alguna vez en algún lugar —pensé—, tiene que ser indispensable para comprobar que es posible. También detener la marcha cotidiana para registrar “acá me siento bien” y el empujón de un mayor que agregue “esto es posible, esta también es una forma de vivir, no resignando este bienestar, buscando y buscando hasta que aparezcan las condiciones para esto suceda”.

Creo que, en ese momento, nadie resonó al valor del intercambio tanto como yo. Hubo un silencio, pero fue breve, siguieron hablando, todo era cariño y gratitud. Yo quedé inmóvil, sobrecogida, emocionada. Pensé en mi vida, en la escuela secundaria. La modalidad educación secundaria profesional tiene muchas ventajas respecto de la modalidad regular,[5] pero, ¿acaso una profe de inglés, como he sido yo, que solo pasa 2 horas semanales frente a un grupo, no puede hacer que lo primordial en ese tiempo sea que las personas se sientan a gusto como son?, ¿no es uno de esos aprendizajes por los que vale la pena seguir haciendo escuela secundaria cuando el problema insalvable del enciclopedismo, la inteligencia artificial y la fragilidad de los aprendizajes en el nivel —entre otras cuestiones— han debilitado otras opciones?

Desde hace tiempo, y en consonancia con los posicionamientos que abrazo para la investigación, vengo preguntándome por el rol de la escuela, especialmente secundaria, ahora que advierto que la mayor parte de nuestra des/re-educación se da en el cotidiano, con la mediación de múltiples agencias. ¿Para qué usar ese regalo, que es tiempo y gentes cautivas con reducido poder para afectar las cosas?[6] Como pedagoga crítica, descolonial y queer voy buscando mis respuestas. En esta investigación, algo me entusiasmó sin remedio. Una estimulación pedagógica que es bendición para los tiempos que corren.

Coda

La decisión de compartir esta experiencia puede leerse como un minúsculo movimiento a favor de las contra-pedagogías de la crueldad (Segato, 2018). Creo que aún faltan muchas palabras antes de que sea obvio que la investigación tradicional es cruel en tanto cosifica la vida y congela la erótica, entendida como fuerza vital creativa, colaborando en la creación e iteración de una perversa distancia discrecional entre unos seres y otros, unas respuestas y otras. La substracción de la humanidad, la sensibilidad y la belleza, a partir de “la captura de algo que fluía errante e imprevisible, como es la vida, para instalar allí la inercia y la esterilidad de la cosa, mensurable, vendible, comprable y obsolescente” (Segato, 2018, p. 13), nos desafecta de las sensibilidades indispensables para asumir responsabilidades éticas por la producción de nuestro presente (Giraldo y Toro, 2020). El mundo también es cruel porque la ciencia nos abstrae del dolor de lo demás y los demás. Para curarnos de la analgesia social, algunes vamos buscando otros modos de ser-hacer investigación.

En este peregrinaje hacia procurarnos ambientes más vivibles, entre colegas y amigos, estamos siguiendo la invitación de Moira Pérez (2016) para suspender la pregunta por lo que las “cosas” “son” y atender a lo que hacen. A lo que nos hacen. Me gustaría referirme entonces, ahora, en esta coda, a lo que esta experiencia de investigación ha venido haciendo conmigo y con nosotres, como expresión de una posible ontología política.

La comunidad de la EEST2 vino a la universidad a compartir su sentir respecto de la experiencia que habíamos vivido. Hablaron en voz alta, con asertividad, como quienes se saben locales y afirmados en sus verdades. Me animaría a decir que redefinieron su relación con la educación superior y con la investigación, abandonando el lugar de extranjería y pasividad que muchas veces se reserva para estudiantes y graduados del nivel superior no universitario. Puedo afirmar que eso me sucedió a mí.

De la experiencia que con ellos compartimos, también aprendí otras cosas. En primer lugar, que tomar riesgos es indispensable cuando lo cotidiano duele o indigna. Me sentí responsable por el equipo que coordino y por quienes nos hospedaron; esa conciencia ética me mantuvo en coherencia y me enseñó sobre formas del cuidado. Me vi autoritaria y pude retirarme hasta dejar lo indispensable. Me abandoné a lo otro (Vasilachis de Gialdino, 2018) y —quizá también por la influencia de este corrimiento— se produjeron acontecimientos afectantes.

La emoción que he sentido me habla de una intimidad entre lo que creía relativamente separado: mi vida como mujer y mi vida académica. En este nuevo enredo, reflexiono con la pregunta de Laurel Richardson sobre cuándo es valiosa una investigación —una vez que hemos prescindido de aquello que la regía—. Creo que parte de esa respuesta me convierte en una poeta compositora de lo contemporáneo —en confabulación con los ambientes, incluidas las gentes que en ellos nos enmarañamos—. Fabrico, con otres, acontecimientos que nos sensibilizan, regímenes de atención que nos dejan demorarnos en potenciales desterritorializaciones (Despret, 2020), formas poéticas que buscan competir con la producción de presentes menos crueles. Negocio con otres cuáles pueden ser nuestras verdades, converso con elles sobre el mundo que deseo. Llevo así la investigación sobre mis hombros, en mi espalda, en las vísceras y los pies, sin desintegrarme ni abstraerme de mis responsabilidades, asumiendo, en cambio, el peso de las decisiones y procurando avales para aprovechar el poder de lo científico sin rendirme a sus lógicas más impiadosas y perversas.

Soy otra. Creo que todes lo somos ahora. También la investigación y su/s sentido/s. Giraldo y Toro dicen que “Lo que somos depende de lo que logra enmarañarse” (2020, p. 38). He sido extensiva en la descripción de mis/nuestros actuales parentescos, de esas relaciones orgánicas que hemos ido tejiendo en mi comunidad académica y a partir de estas alianzas con otras actancias/agencias. Entre ellos, mantengo viva, como un mantra, la pregunta sobre el tipo de relación que estoy estableciendo con la investigación y sus posibles resonancias. Asumo así, y con este texto, mi vocación por seguir alterando las axiomáticas de la investigación como una actancia a favor de la desnormalización de la vergüenza ante los dolores y horrores de nuestra condición contemporánea.

Reflejo patagónico, acuarela. Carola Ferrero Alonso

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Notas


[1] La aparición del lenguaje inclusivo, así como la alternancia irregular con otras formas del lenguaje en distintas partes del texto —incluyendo al masculino genérico— cobra sentido desde el posicionamiento onto-epistémico-teórico que se despliega en el artículo y se describe a continuación. Lo mismo puede ser dicho respecto de la escritura en primera persona del singular y la proliferación de guiones, mayúsculas, paréntesis y barras. Hay, en todas estas “desobediencias”, una intención manifiesta de alterar regímenes de poder que se expresan en la automaticidad propia de las lenguas, subvirtiendo a la vez las gramáticas del idioma y de los (otros) ordenamientos de la vida social.

[2] Más adelante, en el próximo apartado, estas tesis se desarrollan en mayor extensión y profundidad.

[3] Reconozco la cualidad densa de estas argumentaciones, que tal vez dificulten la lectura para quienes no estén avezados con las tesis del giro descolonial. Dado que contamos con gran cantidad de desarrollos que se demoran en estas bases, confiamos en que los oportunos lectores podrán recurrir a estas lecturas para desentramar lo que ahí se ha condensado.

[4] La comunidad de la escuela prefería que les llamáramos así, “ellos”, al menos mientras compartimos la experiencia en mayo y junio de 2023.

[5] Una de las croniqueras ha trabajado esto en su tesis de licenciatura y seguramente compartirá este informe ante quien lo solicite.

[6] Creo que las oportunidades de deseducarnos en la escuela tienen feroz competencia fuera de ella, al punto de debilitarla como opción pedagógica.