https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2021-250204
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ARTÍCULOS
Mientras actuamos historias: una mirada de/a/desde la universidad en el devenir de la COVID-A
As we enact stories: views from/in/of university life in COVID-A times
Enquanto atuamos histórias: um olhar de/desde a universidade no retorno da COVID-A
María Marta Yedaide
Universidad Nacional de Mar Del Plata, Argentina
myedaide@gmail.com
ORCID 0000-0002-1233-9234
Paula Anahí González
Universidad Nacional de Mar Del Plata, Argentina
paulanahig1984@gmail.com
ORCID 0000-0003-1752-6159
Resumen: Este artículo comparte y problematiza una secuencia de composiciones narrativas producidas en tiempo de pandemia. En el marco del proyecto “La construcción de subjetividades docentes en los Profesorados: narrativas y (otras) prácticas en la Universidad y los Institutos Superiores de Formación Docente de Mar del Plata”, del Grupo de Investigación en Escenarios y Subjetividades Educativas de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina, nos hemos propuesto prestarnos a escuchar y reconocer aquello que puede impulsarnos a imaginar otros modos de habitar las instituciones universitarias. Avanzando hacia una poética de lo teatral, el trabajo también explora las lentes pedagógicas interpretantes y la potencia de la investigación narrativa para la reimaginación y recreación de la experiencia educativa.
Palabras clave: educación universitaria; investigación narrativa; giro pedagógico; COVID-A
Abstract: This articles shares and problematizes a series of narrative compositions produced in pandemic times. Within the framework of the Project “The construction of Teacher Subjectivities in the Teacher Education Programs: narratives and (other) practices at the University and the Teacher Education Colleges in Mar del Plata” carried out by the Research Program on Educational Settings and Subjectivities (GIESE) at the School of Humanities, University of Mar del Plata, Argentina, we have committed ourselves to listening to and identifying what may trigger us to imagine other ways of inhabiting university institutions. Moving towards the poetics of drama, this work also explores different pedagogical lenses for interpretation and embraces the power of narrative research in order to re-imagine and re-create our educational experiences.
Keywords: University Education; Narrative Research; Pedagogical Turn; COVID pandemic
Resumo: Este artigo compartilha e problematiza uma sequência de composições narrativas produzidas em tempos de pandemia. No âmbito do Projeto “A construção de subjetividades docentes em Professores: narrativas e (outras) práticas na Universidade e nos Institutos Superiores de Formação Docente de Mar del Plata", do Grupo de Pesquisa em Cenários e Subjetividades educativas da Faculdade de Humanidades da Universidade Nacional de Mar del Plata, Argentina, propomos ouvir e reconhecer o que pode nos encorajar a imaginar outras formas de habitar as instituições universitárias. Movendo-se em direção a uma poética do teatro, o trabalho também explora lentes pedagógicas interpretativas e o poder da pesquisa narrativa para a reimaginação e recriação da experiência educacional.
Palavras-chave: educação universitária; pesquisa narrativa; virada pedagógica; COVID-A.
Recibido: 2021-04-05 | Revisado: 2021-04-26 | Aceptado: 2021-04-29
Esta contribución se enmarca en un proyecto de investigación denominado “La construcción de subjetividades docentes en los Profesorados: narrativas y (otras) prácticas en la Universidad y los Institutos Superiores de Formación Docente de Mar del Plata”, en el seno del Grupo de Investigación en Escenarios y Subjetividades Educativas de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Allí, nos interesamos en la construcción y el sostenimiento de interterritorios que pueden animarnos a aprovechar las alternancias como inigualables oportunidades para reconocernos en las (otras) miradas (Segato, 2015).
Esta vocación por los desaprendizajes y reaprendizajes a propósito de las diferencias se inscribe en la línea de lo que Donna Haraway (2017) ha llamado otredad significativa —una imagen que recupera nuestra necesaria interdependencia en esta coevolución planetaria y que nos desafía a reconocer la danza en la cual lo que vive se hamaca en ineludible interrelación—. La alteridad no es más que un momento en el juego de luces y sombras, y el ficticio recorte que los sistemas perceptuales de la modernidad/colonialidad han popularizado es un artilugio que nos confunde, al crear la ilusión de que es posible concebir(nos) separados. Tal como propone Raquel Gutiérrez Aguilar (2018), entendemos que las separaciones (de las personas entre sí, con sus territorios y sus fuentes de poder) han sido gestadas como estrategia geopolítica de control de la vida en la modernidad. Como rebeldía, entonces, preferimos desmantelar las fronteras, jugar con ellas y profanarlas al estilo Gloria Anzaldúa (1987), para recuperar la intermitencia, el claroscuro, las errancias y las interexistencias como recursos indisciplinados contra lo autoritario y lo absoluto.
En este trabajo, particularmente, nos detenemos en las configuraciones narrativas que hemos ido gestando en tiempos de pandemia, con el afán de reponer conciencia allí donde la desfamiliarización constituye la posibilidad de reinventar y reinventarnos (Ahmed, 2019, 2020). Soñamos con prestar el oído y la sensibilidad a lo vivenciado en comunidad para darnos el permiso de abandonar lo que puede descartarse, e invertir nuestro poder personal en lo que asoma y nace. Reconocemos que el COVID-19 no ha inaugurado una era; más bien ha logrado poner en evidencia el agotamiento de un mundo y el deseo que pulsa por otros futuros.
En la investigación social en general, y la investigación educativa en particular, la metamorfosis ya estaba en marcha; intentaremos, aquí, dar cuenta de las rebeldías que las teorías pedagógicas y la investigación narrativa nos han ido habilitando en los últimos años. Luego, compartiremos las palabras que resonamos entre docentes y estudiantes (pedagogxs, cientistas de la educación y profesorxs en formación) de nuestra comunidad educativa; lo haremos como autoras y actoras que asumen responsabilidad por la puesta en escena de un relato impregnado de sus experiencias vitales. Finalmente, compartiremos unas reflexiones que se proponen imbuir la trama de una cierta circularidad.
Lo que nos mueve, finalmente, es el deseo de reinventar la educación universitaria (y reinventarnos en/con ella). Deseamos que este tiempo tan particular no nos deje inalteradxs ni indemnes.
En 2011, Zizek participó de uno de los ciclos del seminario Pensar el mundo desde Bolivia, organizado por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, con una presentación que (nos) daba la bienvenida a tiempos interesantes. Los ensayos que luego compila bajo ese mismo título en 2012 (Bienvenidos a tiempos interesantes) retoman la maldición china que también inspiró a Eric Hobsbawm en su obra autobiográfica, y que bien podría cumplirse a juzgar por el escenario de horrores pornográficamente desplegados en el cotidiano social contemporáneo. El efecto que busca Zizek, no obstante, se inclina más a concebir esta era de extremos en términos de lo que Silvia Rivera Cusicanqui busca significar con el vocablo Pachakutik:
El concepto de Pachakutikes eso: es un momento de inflexión, de cambio, pero que no es una cosa de la noche a la mañana, sino un proceso de acumulación profunda, que es lo que estamos viviendo ahora. Incluso, ciertas visiones instrumentales de la lucha social son impacientes, lo quieren ya. Y no, la incubación de un despertar es una incubación con retrocesos, es lenta, es dolorosa. Y eso es el Pachakutik. O sea que los dos elementos, que son la posibilidad de una catástrofe y de una renovación no están separados del momento mismo. Está preñado el momento con esa posibilidad y eso tensiona el tiempo histórico, y destruye la linealidad (Rivera Cusicanqui en Cacopardo, 2018).
Estas coincidencias en la apreciación del tiempo contemporáneo se extienden a través del ancho, cada vez más amplio, territorio de la academia, pero también se manifiestan obstinadamente en los movimientos y colectivos sociales e incluso en la microesfera de la experiencia subjetiva. Estamos sentipensando, intuyendo, una desestabilización profunda de la cartografía topológico-relacional del mundo y se están desplegando opciones micropolíticas activas y reactivas (Rolnik, 2019). Como dice Sara Ahmed (2020), el camino se va haciendo pregunta y esto encierra posibilidades. Uno podría nombrar sin esfuerzo múltiples obras y referentes, desde direcciones solidarias, que están poniendo palabra a esta revuelta.
Lo que el COVID-19 ha hecho por nosotres, entonces, no debiera ser leído como una novedad, sino como un incidente o evento capaz de manifestar las intensas tonalidades de este tiempo convulsionado. Tal vez pueda interpretarse, incluso, como una pedagogía del espectáculo, que se monta sobre una de esas ocasiones en las cuales “el poder, la ideología y la política vienen a derrumbarse sobre la gente común y sus vidas” (Denzin, 2018, p. 6). Esta espectacularidad es, sin lugar a dudas, una oportunidad: la visibilidad torna dificultosa la opción ética de mirar para un costado.
Parece atinado, en este sentido, capturar la fuerza pedagógica de la pandemia: sin lugar a duda, nos instruye con eficacia respecto de ciertas cuestiones contemporáneas —la inequidad salvaje, la destrucción sistemática de lo viviente, la condición transfectada de la experiencia planetaria, entre las más importantes (Segato 2018; Berardi, 2018; Haraway, 2017, entre tantos otres)—. Pero también nos educa sobre la rebeldía, la solidaridad, la maravillosa cualidad de la común vulnerabilidad para la restauración de la empatía.
En ese entramado que se forma en/entre la ética, la política, la ideología y sus productos y condiciones, desplegados en la experiencia cotidiana de las vidas, el giro pedagógico aparece más como una explícita documentación de lo que acontece que como una intención o deseo. Que la educación sea una tecnología omnipresente y ubicua, mucho más allá y más acá de su fetichización en lo escolar, se marida con una concepción de lo pedagógico como ese conjunto de prácticas sociales interesadas en influir y afectar la experiencia social. El giro pedagógico es, entonces, el reconocimiento de las intenciones y del poder y la agencia. Y no importa tanto qué es lo pedagógico; importa, no obstante, lo que puede hacer en/con/para/por nosotres. De la compulsión por las de-finiciones (Pérez, 2016), nos desplazamos a la cualidad performativa del devenir vital.
Y es así como llegamos a conectar con nuestro poder, como docentes e investigadoras en la universidad pública, para componer relatos que nos informan sobre lo que nos pasa y nos permiten reconocer las oportunidades pedagógicas de este tiempo revuelto. Sabemos ya, porque el camino estaba comenzado, que es indispensable sostener el indisciplinamiento. Nuestra mirada de la investigación, y nuestra insistencia en dejarle pegada el adjetivo “narrativa”, constituye un esfuerzo importante en este afán desfamiliarizante (Ahmed, 2019).
Decíamos, al principio, que este trabajo debe leerse en el marco de un proyecto de investigación y el en seno de un grupo de investigación. Esto supone una inscripción en el territorio de la producción científica, y una exigencia de una (por lo menos mínima) normativización. No obstante, y como también hemos ya documentado en otros textos (Yedaide, 2020a; Yedaide et al., 2021), nos disponemos a esta inscripción en el Relato de la Investigación Educativa —y, a su vez, en la Historia de la Ciencia Moderna/Colonial al que pertenece, siendo las mayúsculas en todos los casos particularmente intencionales— solo intermitentemente, serpenteando tanto como sea posible (De Castro, 2017). Esto significa que buscamos, en los intersticios de las prácticas más clásicas, las grietas –en el sentido en que las entiende Walsh (2014)— que conforman hogares cada vez más hospitalarios para la existencia social. Para este habitar el mientras tanto —este tiempo entre tiempos—, nos respaldamos en grandes referentes de la literatura científico-académica y, entonces, preferimos nombrarnos bajo consignas como la indagación postcualitativa, la investigación posthumanista, post o anti metodológica, postempírica, y los esfuerzos signados por las ontologías materialistas feministas sobre las ruinas del postpositivismo y la indagación cualitativa humanista (Denzin, 2018).
Estas decisiones implican el abrazo no solo de opciones que coquetean con la/s metafísica/s (Pernecky, 2017), sino, además, el reconocimiento de la implosión de la cosmogonía eurogestada en una más auténtica miríada de cosmovisiones igualmente legítimas para dar cuenta de la experiencia de lo vivo (Lupton, 2019). Esas cosmogonías resistentes se han travestido en reexistencias; sus voces han sido finalmente reclamadas y también se han vuelto visibles. Lo subalterno siempre habló, pero ahora se han gestado las condiciones para su autorización, y entonces se amplifica su audibilidad.
Las inscripciones también exigen posicionamientos ético-onto-epistémicos (Kuby y Christ, 2017) y consistencia entre sus formulaciones y las estrategias de investigación. Esta coherencia, por otra parte, desafía la necesidad de mantenernos en la academia (una intención que no busca credencialismos tanto como la oportunidad de usar la fuerza de la autorización social de la Ciencia para hacer audibles otras narrativas de otro modo subalternizadas). Quedarnos dentro del dominio de la investigación narrativa nos procura, de momento, una estancia posible.
Si bien el significante “investigación narrativa” circula con fluidez y asertividad en los entornos académicos, a la luz del giro narrativo el panorama no parece tan sencillo. Si seguimos la ya longeva tesis de Jean-Francois Lyotard (1979) sobre la ciencia como un tipo particular de narrativa —y su alusión a los juegos del lenguaje de Wittgestein, la relación estrecha entre legimitidad y legitimador, así como otras interesantes ideas en La condición postmoderna— toda investigación sería narrativa… De hecho, no hay que realizar grandes esfuerzos para observar la buena prensa que va adquiriendo el empirismo radical de la mano de las ontologías agentivas, desbancando los pilares de la ciencia moderna: objetividad, generalización y (pre)existencia, o independencia, de “los datos” (Denzin, 2018; Roziek y Snyder, 2018). La relación de las prácticas (narrativas, pero en un sentido ancho ahora) y la “realidad” ya no admite, desde este posicionamiento, la consideración de la narrativa como un mero género o enfoque de la investigación.
A pesar de este estado de situación, necesitamos, operacionalmente, recortar la investigación narrativa como un enfoque en el cruce de los paradigmas hermenéutico crítico, participativo y constructivista (Guba y Lincoln, 2012), reconociendo pertenencias (no lineales ni completas, sino errantes e intermitentes) a estas perspectivas. También podemos enlazarla al giro performativo y a la política cultural, con el acento que procuran respecto de la autenticidad catalítica y educativa (Denzin y Lincoln, 2012; Denzin, 2018). Sin duda, la comprendemos como una pedagogía (Yedaide, 2019) y nos interesan las transformaciones que puede gestar y/o dinamizar.
También resulta interesante caracterizar la investigación narrativa en tres grandes conjuntos, tal como proponen Jerry Lee Rosiek y Jimmy Snyder (2018). Uno de estos dominios refiere al uso más corriente de este tipo de investigación y toma el nombre de narratología para les autores. Sobre un supuesto fundacionalista, la práctica de investigar implica la compilación y documentación de relatos que son oportunamente sometidos a la codificación en grandes temas o categorías. Tal posicionamiento admite un cierto distanciamiento, ya que quien investiga puede situarse como testigo modesto —para usar los términos de Donna Haraway (1997)— de aquello que se “recoge” —las comillas indican la confianza que tiene este tipo de prácticas en la posibilidad de descubrir algo que ya existe—.
Muy ligado con este primer claustro de opciones metodológicas se encuentra el segundo conjunto, que Roseik y Snyder describen como documentación narrativa de cosas frecuentemente pasadas por alto. Incluyen, en este subgrupo, a las historias de vida, los estudios autobiográficos y autoetnográficos, la teoría crítica de la raza, los contrarelatos, los estudios de caso sobre el conocimiento docente y los testimonios. El acento está en la exposición de experiencias particbrulares capaces de delatar ideologías dominantes, y allí reside parte de su potencial político.
No obstante, Rosiek y Snyder se pronunciarán particularmente a favor de un tercer subconjunto, que describen como narrativas enfocadas en transformar posibilidades futuras. A diferencia de las opciones anteriores, en este último grupo, residen las producciones que Norman Denzin y muchos otros suelen denominar performativas, y que animan libres transfecciones entre ciencia y literatura, ciencia y arte, ciencia y política. En este caso, quienes investigan ingresan como agentes e intra-accionan en pos de hacer emerger ontologías. Las historias aquí no representan ni denuncian “la realidad”, sino que intervienen conscientemente en su reconfiguración.
Pese al atractivo de estas distinciones, las taxonomías suelen violentar las manifestaciones de lo vivo que, de ninguna manera, pueden someterse a las regularidades que tanto nos tranquilizan. Si tuviéramos que situar esta investigación en curso en el territorio de alguno de estos subgrupos, deberíamos reconocer que preferimos el último mientras que nos valemos también de los anteriores. En este recorte particular que hoy compartimos, por ejemplo, trabajamos sobre relatos producidos mediante encuestas semi estructuradas que se proponían traer a la conversación lo que nos estaba (nos está) pasando con la pandemia. Al leer los relatos, permitimos que se entreveraran con nuestros sentipensares como docentes e investigadoras; nos movilizaron a escribir, a releer y a ponernos en contacto con nuestro deseo. Procedimos narratológicamente, observando los grandes trazos que se forman en la convergencia de varias voces, pero también nos implicamos en una narrativa que no nos deja afuera y que trae el mundo del teatro —al que una de nosotras pertenece— a con-fundirse con el resto.
No sabemos si ha transcurrido suficiente cantidad de tiempo desde que se inició la pandemia como para tener una mirada no maleada, una mirada sobre los acontecimientos que nos permita dar realmente al fenómeno su posibilidad de ser, sin que intentemos acomodarlo a lo que ya conocemos (Manrique, 2020). Ni siquiera sabemos con certeza que esa mirada es del todo posible. Como vaticinaban los filósofos que cerraban el siglo XX, la duda y la sospecha han devenido inquietantemente protagónicas (Burbules, 1995; Schwartz, 1992).
Sin embargo, nos urge escribir historias. Tal vez Jerome Bruner tiene razón, y contar historias nos permite ajustarnos a las turbulencias de la vida, prestándonos la posibilidad de construir un sentido —un sentido que se siente como un refugio contra la desesperada intemperie existencial que amenaza (Bruner, 2003)—. Y entonces nos sentamos a escribir, a leer y a dialogar con/entre estudiantes de nuestra facultad. Y vamos pensando(nos) mientras seguimos haciendo, estudiando, enseñando.
Esta contribución, habíamos anunciado, comparte composiciones que se han ido construyendo a propósito de lo que llamamos el “trabajo de campo”. Las comillas dan cuenta de la plena conciencia respecto de lo que Susan Nordstrom (2018) ha llamado la etnografía de larga duración —esa ineludible, constante e inevitable presencia nuestra en los entornos que luego devienen foco de nuestras indagaciones—. Así, recordamos que la vocación de interrumpir los flujos de lo vivo es en un punto caprichosa y debería leerse siempre como una ficción.
Especialmente en este trabajo, y en tiempos de COVID, la invitación ha sido a detener la vorágine de las adaptaciones y adecuaciones para mirar-nos, reconocer-nos afectadxs y pensar-nos. Finalmente, aun con los cuestionamientos tan atinados que caen sobre la academia (Denzin, 2018; Walsh, 2015), sigue siendo cierto que la investigación es capaz de gestar los momentos de sosiego necesarios para detener los automatismos y volver a preguntarnos si en ellos hay espacio para lo que (nos) importa.
Decidimos preguntar a nuestrxs estudiantes cómo estaban, a la vez que íbamos tomando nota de las propias afectaciones (aflicciones, también) como docentes expuestas a la toxicidad del amor romántico, entre otros abusos (Yedaide, 2020b). Sentíamos, como sentimos aún, que la pandemia habilitaba una suerte de tamiz, un ejercicio para separar lo esencial de lo superfluo, barajar y dar de nuevo, mudarnos de los rituales que se nos habían anquilosado en el cuerpo. Necesitábamos que las historias así gestadas, entre la desesperanza, el desconcierto y la inestabilidad, nos informaran sobre nuestras concretas posibilidades de exorcizar lo que se sentía —todavía se siente— insostenible. Imaginar y hacer lugar al deseo reponían horizontes de esperanza.
Con estos sentires, preguntamos, dos veces (en agosto y diciembre de 2020), a lxs estudiantes de la Facultad de Humanidades qué les pasaba, cómo se sentían, cómo resolvían sus intenciones de continuar estudiando, qué precisaban. Sin ánimo de construir una síntesis de las respuestas, se nos fueron dibujando formas que aquí compartiremos. Esas tramas nos movilizaron a mirar-nos, otra vez, desde esas lentes. Y, entonces, compusimos otras conversaciones que estamos todavía rumiando.
Los primeros relatos que compartiremos, entonces, fueron co-creados a partir de unas encuestas narrativas dirigidas a todxs lxs estudiantes de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata y respondidas por muchxs de ellxs. Elegimos un modo particular de contar lo que estamos aprendiendo sobre lo narrado. Un modo que habilita el reingreso de nosotras mismas y deja ver nuestro lápiz.
En las artes escénicas, se utilizan (entre muchos otros recursos) las luces rasantes con el objetivo de iluminar a los actores/bailarines/músicos de modo de poner en relieve sus gestos, sus texturas y, en algunos casos, para que la magnificación lograda se vea acompañada de las sombras que sus cuerpos proyectan sobre los laterales y fondo del espacio escénico (Zayas de Lima y Tratoy, 2006). Este tipo de iluminación busca que el espectador pueda visualizar al artista a través de una especie de lupa: lo aumenta, lo acerca, le muestra el detalle. De las experiencias tan generosamente compartidas por les estudiantes que participaron de las encuestas, emerge como transversal la intensificación de sus sentires, una suerte de luz rasante que esta pandemia arrojó sobre todo lo que ya acontecía, lo que estaba fuera de foco, las necesidades, certezas y abismos, aquello que iba mutando, algo que nacía.
Así como la precariedad en la accesibilidad a redes de internet y dispositivos tecnológicos surge como el limitante más visible para poder llevar adelante la cursada de materias en la virtualidad, las demás carencias socioeconómicas prexistentes y emergentes (y las angustias que consecuentemente generan) adquieren una impronta aún mayor, que profundiza las sensaciones de imposibilidad y fracaso en lo académico. Pareciera que este drama al cual nos vemos (¿auto?)sometidos como humanidad se ve en escena con cuerpos que proyectan su dolor y sombras que agigantan los miedos. El cansancio, la incertidumbre, los duelos multiplicados son solo algunos de los muchos textos que componen los relatos con que se va narrando esta parte de la (H)historia. Textos que también escribimos nosotres, docentes, y cuyas semejanzas con los relatos estudiantiles nos hacen por momentos pensar en una horizontalidad de sentires que nunca estuvo tan ostensiblemente manifiesta. Claro que siempre nos han sucedido cosas; pero la transversalidad de esta pandemia nos dio, quizás, la posibilidad de leernos en otres, sin jerarquías, también en la universidad.
En las encuestas, sentimos cómo los relatos de estudiantes arrojaban sobre nosotras una luz rasante: alguien sintió que maternar y estudiar se había vuelto aún más difícil que antes, otro rendía parciales mientras sufría un gran desamor, alguien asistía a un encuentro sincrónico luego de ver morir a un ser amado.
Al mismo tiempo, y porque estas luces rasantes también dan relieve a la belleza, vemos que los gestos de amor y apoyo por parte de conocidos y desconocidos cobran, en esta contingencia, un protagonismo notable. En muchos relatos, encontramos la enorme trascendencia que los grupos de contención y ayuda entre estudiantes tuvieron en 2020; una estudiante nos contaba que “Algo fundamental en este cuatrimestre fue el apoyo de los diferentes grupos de WhatsApp que se crearon para las distintas materias en donde compañerxs y ex alumnxs compartíamos vivencias, materiales, o simplemente nos alentábamos cuando la energía bajaba” (Eliana, cuestionario en línea, julio 2020). A estos gestos de amorosa grupalidad, se le suman otros más sutiles o internos, así como reflexiones que se proyectan en torno al rol político que asumirán como eventuales docentes. Es el caso de estudiantes que han podido ver en el aislamiento obligatorio sus privilegios de clase, y se han preguntado acerca de las implicancias que dichos privilegios tienen en su trayectoria como estudiantes, y en su vida en sociedad. En este sentido, se revalorizan los espacios donde poder estudiar en silencio, tener una buena conectividad para asistir a encuentros sincrónicos, tener trabajo y dinero, o sostén por parte de familiares y afectos.
Entendemos que esta toma de conciencia —esta alfabetización crítica que, al mejor estilo freireano, procura reconocer las condiciones de la propia inscripción en el mundo— es una de aquellas cuestiones que no deberían pasarse hoy por alto. En la formación docente en la universidad, así como en los procesos de educación docente que se suceden dentro y fuera de las instituciones educativas, solemos pensar la carencia mayormente en términos económicos y, todavía y lamentablemente, asociándola a una supuesta inequidad en la distribución de los capitales culturales. La pregunta que aquí asoma, y que ya venía haciéndose paso en estos tiempos, pone el foco en la solidaridad y la empatía como contenidos centrales de la vida común. Si los capitales culturales, entonces, son leídos en términos del valor social, los carentes son/somos sin lugar a duda quienes, habiendo conseguido ciertos privilegios (económicos, académicos), no aprendimos aún los contenidos prioritarios para la supervivencia planetaria. En lugar de pensar estrategias para remediar el déficit de capital cultural de las clases vulneradas, tal vez convenga quedarse con las enseñanzas de Franz Fanon y desaprender la deshumanización. Y agradecemos, entonces, a la pandemia por la posibilidad de vernos a propósito de nuestra común fragilidad y del lugar que habilita para imaginar o proyectar otros modos de amar y convivir.
En las artes escénicas, y particularmente en el teatro, se trabaja a partir de partituras de texto y/o movimiento que, en cierto modo, garantizan la repetición de algunas (o muchas, o la totalidad de) escenas, las cuales, en su conjunto, dan vida a un espectáculo. Ese guion, a su vez, es sutil o agudamente modificado en cada función según el dispositivo diseñado por los directores/actores y las situaciones imprevistas que surgen en el vivo: una falla técnica en la consola de sonido, un texto dicho a destiempo, una acción omitida, la caída de un elemento escenográfico, un estado gripal o un calambre son solo algunos de los emergentes con los que las actrices y actores deben trabajar mientras están en el espacio escénico. De modo similar, cualquier persona que haya habitado un aula alguna vez sabe que puede encontrarse con imprevistos que modifiquen el esquema pensado/trazado para esa clase, tanto desde el lugar de docente como de estudiante.
Más allá de las incontables caídas de banda ancha, desperfectos en los dispositivos y fallas en las plataformas virtuales de trabajo, lo que parece sobresalir en las narraciones de les estudiantes es la tensión entre la seguridad que brinda lo ya conocido/esperado por parte de sus docentes y de la universidad en general, y la presunta inestabilidad generada por diferentes actitudes y acciones improvisadas ante la escena inédita que impuso el virus. Existe, por un lado, una añoranza de aquello que conocíamos y quedó suspendido: casi la totalidad de les encuestades demandan y/o aprecian la presencia, el contacto frecuente con el gesto de docentes y compañeres. La altísima valoración que les estudiantes han hecho de los encuentros sincrónicos y las clases grabadas en video ofrecidas por les docentes parece dar cuenta de la importancia que se le otorga a lo ya conocido en los procesos de aprendizaje. Valdría preguntarnos, ¿qué es aquello que nos hace sentir al otre presente? ¿Es su voz? ¿Sus gestos? ¿Su mirada? ¿Su modo de compartir aquello que sabe y aquello de lo que duda? ¿Cómo hacer para que suceda ese intercambio que nos permite co-construir saberes? ¿Es el espacio físico del aula universitaria el que garantiza esta presencia? Junto con esta demanda, surge con fuerza el reclamo por mayores niveles de empatía. Solo un grupo minoritario de les estudiantes participantes manifiestan haberse sentido acompañades por sus docentes, un gran número dice haberse sentido solo/abandonado, y un porcentaje considerable de la totalidad de les entrevistades rechazan los modos alternativos de generar propuestas de clase, como por ejemplo las guías de lectura o el intercambio en foros. Sin dudas, estas apreciaciones nos interpelan en relación con lo que pudimos/podemos/podremos ofrecer como docentes.
Al mismo tiempo, habiendo dicho anteriormente que podríamos pensar en una horizontalidad de los dolores y debilidades entre estudiantes y docentes, y reconociendo que el virus nos empujó a todes a improvisar sobre lo incierto, una pregunta se torna urgente e inevitable: ¿es nuestra tarea como docentes brindar estabilidad? Esta es una cuestión también sustantiva; por un lado, les docentes procuramos un cuidado del otre improvisado, poco ensayado, pero muy bien intencionado, en tanto nos reconocemos en la fragilidad que nos hermana. Pero, al mismo tiempo, sabemos que sin algún tipo de incomodidad y riesgo es muy difícil propiciar aprendizajes que valgan la pena. Algo de la desorientación, deshabituación como dice Sara Ahmed (2019), se hace imprescindible para que se produzcan las renuncias y los abandonos necesarios y se cree una mínima disposición para considerar lo que se propone.
Pero ¿y si la universidad fuera, como parece haber sido el caso, una de esas referencias sólidas de las cuales tomarse en medio de la turbulencia? ¿Cómo podríamos desear suspender la estabilidad y predictibilidad del ambiente universitario cuando es refugio ante un desamparo que también sentimos de primera mano? ¿Podemos co-construir un espacio académico hospitalario, con espacio para las emocionalidades, que también geste las incomodidades suficientes? ¿Cuáles de estas inquietudes que buscamos generar para invitar a la (re)construcción de los conocimientos conservan un sostén ético? Es cierto que tenemos más preguntas que certezas, pero reconocemos también que son inéditas, fabricadas en este devenir del COVID entre exámenes a corregir, correos a responder y decisiones pedagógicas a resolver bajo el peso de días interminables y la sombra de los miedos que aún nos rondan.
Retomando la analogía con los espectáculos en vivo, también aquí surgen emergentes a partir del desconcierto y la improvisación que deseamos poder atesorar o reconsiderar para próximas funciones. Pareciera que muchas de las experiencias vividas a priori como traumáticas (nos) llevaron a una resignificación de los vínculos entre estudiantes y docentes. Vemos que hay cualidades docentes que podrían no sonar novedosas, pero que, sin embargo, son destacadas por muches estudiantes como inesperadas y gratamente sorprendentes. La empatía ligada a la flexibilidad en las demandas es una de las cualidades que un gran número de estudiantes destacan de algunes de sus docentes. Especialmente interesante es el caso de varias estudiantes, madres y trabajadoras, que encontraron en cierta plasticidad de las prácticas docentes (por ejemplo, la asincronicidad de las clases y los plazos de entrega) un resorte, una contención que la universidad no les había dado antes. ¿Es que hemos re-jerarquizado algo? Una apreciación similar proviene de estudiantes que han históricamente trabajado y estudiado al mismo tiempo. Muches de elles encontraron el modo de que tan ardua combinación fuera menos angustiosa, y con resultados gratificantes que otorgaron algo de sentido a las vorágines cotidianas. En la misma línea, algunes estudiantes provenientes de otras áreas o ciudades de la Provincia de Buenos Aires vieron, en las propuestas virtuales, la posibilidad de llevar adelante su proceso de aprendizaje cerca de sus lugares de origen y sus afectos, lo cual disminuyó probablemente las ansiedades y angustias que muches de nosotres hemos vivido/vivimos en relación con nuestros familiares mayores o de riesgo. ¿Cómo se vinculan estos relatos con el derecho a la inclusión en la educación superior? ¿Qué nos devolvió a nosotres, les docentes, esta flexibilidad? ¿Qué de todas estas acciones improvisadas por parte de les docentes y de la universidad como institución podríamos considerar en un eventual regreso a las aulas?
En el mundo de la actriz/actor, la acción física o escénica es el elemento por el cual el teatro salta de la relativa abstracción del lenguaje hacia la más compleja realización escénica. Todas las acciones implican movimiento, pero no todos los movimientos implican acción, ya que esta última está indefectiblemente asociada en el teatro con la transformación (Serrano, 2004). En las narraciones de les estudiantes de humanidades, encontramos indicios de que fue la acción (con su carácter transformador) una suerte de bastión sobre el cual sostenerse en medio del agobio, el encierro y la incertidumbre. Estudiar, compartir, repensar, volver a compartir, escribir y crear son algunas de las acciones descriptas como soportes. Algunes estudiantes nos cuentan que el tiempo de cuarentena hubiese sido más duro sin saberes compartidos, que estudiar colaboró con que no perdieran del todo el equilibrio: “El aprendizaje y tránsito por ciertas materias le dieron un sentido especial a este tiempo” (Andrea cuestionario en línea, diciembre 2020), nos contó una estudiante de la Licenciatura en Ciencias de la Educación en diciembre de 2020. También leímos entonces otras expresiones similares, tales como “La facultad me sirvió de refugio ante el asecho cotidiano del virus” (Pedro, cuestionario en línea, diciembre 2020), “A pesar de las condiciones de virtualidad que me encontraron sin trabajo y sin poder ejercer la docencia, la cursada significó para mí estar comprometida con algo que me hace feliz” (Raúl, cuestionario en línea, julio 2020, “Felicidad de haber tomado la decisión de comenzar esta carrera que, entre otras cosas, ha sido un cable a tierra en este año tan difícil” (Magalí, cuestionario en línea, diciembre 2020). En este diálogo inevitable con sus relatos, y en la necesidad de ir juntes en este transparentar de sentires, volvemos a nuestro propio registro de 2020: estudiar y enseñarnos salvó de algunos de esos abismos que generan los duelos, nos trajo a las orillas, transformó los encierros en unas condiciones de existencia menos hostiles.
También anudada a la acción, y a quienes participan en ella, aparecen cuestiones ligadas a la autonomía de les estudiantes durante el primer año en la virtualidad. Sin desconocer ni minimizar el daño que la ausencia de acompañamiento por parte de algunes docentes pueda haber generado en les estudiantes, surge que la autonomía (siempre requerida) para estudiar en la universidad se puso más a prueba que nunca lejos de las aulas. Si bien es parte de las habilidades que desarrollamos todes en nuestros trayectos por la educación superior, la cursada virtual de materias exigió aún más altos niveles de autogestión y organización por parte de les estudiantes. Nos lo contaron en términos de frustración y sobre-exigencia: “En cuanto a las dificultades estuvieron (..) aprender a utilizar plataformas, participar más frecuentemente de foros semanales, autonomía en el estudio, organización de trabajo prácticos grupales de manera virtual” (Paula, cuestionario en línea, diciembre 2020);
El abordaje por la plataforma en uno de los casos me resultó muy desordenado, además tuve que recurrir a múltiples estrategias para encontrar respuesta autónomamente, me falto más aporte sincrónico. Y la demanda de tiempo del recorrido sola fue extenuante, por eso decidí abocarme a 3 [materias]. (Luciana, cuestionario en línea, diciembre 2020)
“Creo que mi mayor dificultad fue aprender sola a pesar de las fallas de los docentes” (Rosana, cuestionario en línea, julio 2020).
Las narrativas parecen hablar de ese rigor universitario que se ejerce en los pasillos y se mide en términos de resistencia a las burocracias y los excesos; no puede no entristecernos. Lo compartimos porque fue relatado y porque en las historias conviven, sin buena proporción aún, nuestros afanes de autonomía académica y profesional con nuestras dificultades prácticas al momento de reorganizar las propuestas pedagógicas. De la mano de Halberstam (2018), estas narrativas nos permiten pensar cuáles son los fracasos que deseamos priorizar.
Mauricio Kartun (2019), gran maestro, dramaturgo y director, cuenta que:
Ir a ver teatro es aceptar y disfrutar los tiempos de un tiempo inalterable. Sin fast forward. Sin cambio del punto de vista. Sin edición. Y al no poder ser más que eso nadie puede pedirle más que lo suyo: que en su estrechez absoluta produzca el milagro: te tome, te con-mueva y te transforme. Y si lo consigue ahí está su prodigio. El poder del tiempo nativo. (p.18)
El autor propone la idea del tiempo nativo para referirse a cómo nuestros modos de estar se ven configurados según los ritmos de la tierra, según el contacto físico y temporal con ella, en contraposición a los tiempos “aéreos” que nos hemos impuesto a partir del uso de Internet y la vertiginosidad contemporánea. El teatro aparece, entonces, como una invitación a demorarse, a estar presentes allí, solo allí. Ese paréntesis produce muchas veces, en el espectador, la sensación de atemporalidad, de tiempo alterado.
Entendemos que la pandemia trajo consigo una invitación a demorarnos, a ser espectadores de nuestra propia obra, a alterar(nos) en ese ahora sin duración y denso de acontecimientos fugaces en el que vivíamos (Han, 2015). Este ha sido uno de los tópicos recurrentes en conversaciones cotidianas en este último año, y aparece también en los relatos de les estudiantes: “El aprendizaje y tránsito por ciertas materias le dieron un sentido especial a este tiempo” (Lara, cuestionario en línea, diciembre 2020), “Fue una experiencia exigida, de un tiempo sin tiempo donde organizarme y repartir mi energía entre en trabajo y el estudio fue más difícil que en la presencialidad”(Cristina, cuestionario en línea, diciembre 2020), “La cursada virtual me permitió manejar mejor mis tiempos (Raúl, cuestionario en línea, diciembre 2020)”. De repente se midieron, se vieron, los tiempos domésticos y, con ellos, se entreveraron el trabajo, el ocio, el estudio. El tiempo se enlenteció a partir del marzo, mientras se ensanchaban los silencios; luego, se aceleró con vértigo, se desmadró, se derramó sobre rutinas cada vez más pobladas. Sentimos que algo se ha alterado profundamente en el pulso de nuestras historias; nos repusimos de la pausa, pero ha quedado el sabor del paréntesis, de la demora impresa en el cuerpo. ¿Qué invitaciones pudimos/podemos/podremos hacer(nos) para no ser indiferentes a esta alteración? ¿Qué espera por ser reaprendido?
El teatro es un acontecimiento que produce entes y, en su acontecer, se relacionan, al menos, tres subacontecimientos: el convivio, la poíesis [creación] y la expectación (Dubatti, 2012). El juego de pensarnos en este momento como parte de una obra atravesada por múltiples estímulos y desafíos, dramas y participantes, puede ser una invitación a preguntarnos qué lugar/es ocupamos y/o quisiéramos ocupar en ella. ¿Podremos conservar algo de esa luz rasante que nos permite darle relieve a nuestras emociones en la universidad? ¿Podremos traernos de la virtualidad ese inesperado aporte a la inclusión que posibilitó que estudiantes madres y estudiantes que trabajan se sintieran bienvenides y pudieran cursar en mejores condiciones? ¿Podremos abrazar la flexibilidad en las prácticas y demandas sin que ello suponga resignar valor? ¿Podremos invitarnos a vivir nuestra tarea sin resignar derechos, pero repensando nuestro lugar en el inédito acontecimiento? ¿Cómo operó esta luz rasante sobre nuestro trabajo como docentes desde una mirada hacia el interior de nuestros posicionamientos y prácticas? Quizás el sentirnos tan cuestionades por cierto grupo de familias, y principalmente por los medios de comunicación hegemónicos, nos puso naturalmente a la defensiva, y quizás nos perdimos/perdemos la oportunidad de repensar crítica/constructivamente nuestro trabajo.
Muches estudiantes manifiestan que no llegaron a conocerle la cara a sus docentes, que tienen decenas de preguntas sin responder, que se sintieron solos. En paralelo, escuchamos el mantra mediático “en 2020, no hubo escuela”, que se burla desenfadadamente de los compromisos asumidos, los esfuerzos maratónicos, la reinvención que cada une de nosotres tuvimos que emprender respecto de las clases. Entre estas voces, nos inquieta que el maltrato y destrato que solemos recibir les docentes afecte a quienes quedan a nuestra merced en esa otra situación de poder asimétrica. También preocupa que, como efecto compensatorio, descuidemos nuestro propio bienestar para seguir adelante como si nada (nos) pasara, ahorrándole los malos tragos a les estudiantes y tomando todos los golpes. Es claro que somos docentes y, sí, siempre se espera mucho de nosotres —incluso cuestiones contradictorias, como que enseñemos, pero no transmitamos esos puntos de vista que se nos han inevitablemente encaramado en la mirada—. Parece cierto que hay que reeducar la consciencia social para recuperarla de esos hogares mitológicos que dan tan buena prensa al showbiz educativo mientras se garantiza que nada importante cambie (Meirieu, 2016). Todo esto apunta a esfuerzos aún más intensos… ¿Es momento ahora de dar la discusión en torno al “no me exijas tanto”? ¿Podremos responder con la acción amorosa y el compromiso con nuestra tarea, con les estudiantes y la sociedad sin que ello implique daños en nuestra salud? ¿Podremos generar el intercambio de modo que no se espere todo de nosotres, sino que podamos co-construirlo con les estudiantes en el caso particular de la formación docente, donde esto implica una condición todavía más oportuna? No negamos ni desconocemos que a nosotres nos atraviesa el COVID como al resto del mundo. Pero si consideramos que nuestro compromiso con la educación es político, nuestro trabajo y la presencia en la vida de les estudiantes en un momento como este puede generar las condiciones de posibilidad para que se tejan lazos que nos permitan vivir en una clave afectiva menos individualista, más empática y colectiva.
Quizá la sobrecarga sea parte de un contenido muy bien enseñado y aprendido en la modernidad/colonialidad, dentro y fuera de la escuela: la individualidad. Tal vez la visibilización de las ineludibles interdependencias, de las necesarias transfecciones en las que nos implicamos sin remedio (Haraway, 2017), pueda finalmente mostrarnos que los otros caminos reconocen la cualidad indispensable de lo colectivo y solidario.
Hemos regado el texto que termina de preguntas; nos parece el mejor modo de honrar nuestra condición de perpetuo aprendizaje y de recobrar algo de la humildad que el Humanismo había cancelado (está, todavía, cancelando).
Esta narrativa que efectivamente aquí va concluyendo —anticipando una primera pausa, pero esperando que alguna lectura la reanime y reactive— cuenta una historia dentro de la Historia de Nuestro Tiempo Contemporáneo. Lo decimos en mayúsculas porque reconocemos que hay un supuesto que fundamenta el sentido mismo del texto, y es la confianza en que vivimos un momento de transformación. Hemos intentado, desde diversos ángulos, ofrecer claves de esta supuesta transición paradigmática desde fuentes y autores consagrados, pero también nos hemos asumido como autoras y actoras interesadas, creyentes en estos procesos.
Franco Berardi dice que la humanidad ya ha vivido el fin de varios mundos y agrega que “Un mundo finaliza cuando los signos procedentes de la metamáquina semiótica se hacen indescifrables para una comunidad que se percibe a sí misma como ese mundo” (2018, p. 351). Su postura es provocativa: tal vez la intranquilidad e incomodidad que experimentamos con la injusticia social descarada —manifiesta en tantas muertes a destiempo, el acoso y la exterminación de nuestros ambientes naturoculturales, y las indignidades a las que no deseamos acostumbrarnos— implique, al menos, el inicio del agotamiento de un mundo. Una matriz semiótica que todavía es reconocible, pero cuyos refranes, como rituales obsesivos, van admitiendo nuevos ritmos, singularidades disonantes de cara a lo que perece, pero convergentes como trazos de horizontes de futurabilidad (Berardi, 2018).
En este tiempo en que el dolor social se torna pornográfico, hemos visto desnudos al sufrimiento docente, la minusvalía y el desprecio por lo escolar, la sobresimplificación de lo pedagógico. También hemos aprendido que mensajes como “el COVID no afecta tanto a la niñez” llevan escondidos la cancelación de esas otras niñeces, cuyas condiciones de fragilidad sanitaria resultantes de una exposición constante a ambientes fríos, humedad y desamparos las empujaron a engrosar, también, las tasas de mortalidad. Eses niñes siguen siendo invisibles y esa desprotección es hoy obscena. Reconocemos, además, una relación muy paradójica con la infancia, a la que se proclama centro de la vida social a la vez que se la anula en sus experiencias: poco se habló con lxs chicxs en 2020, poco sabemos sobre lo que hubieran querido, sobre aquello que podría haberse considerado diferente a la luz de sus sentires.
Imposible no trenzar estos dolores con esa otra esperanza que, como educadoras, abrazamos como condición ontológica, tal como pensaba Paulo Freire. Parece que este tiempo, entonces, queda efectivamente mejor representado por la imagen del Pachakutik y las tensiones que expresa. Un momento desafiante en sus contrastes e intensidades, que pueda, no obstante, venir preñado de creatividad y posibilidades.
Mientras tanto, investigamos, en la Universidad pública, rebelándonos contra una epistemología normativa sin abandonar el lugar de poder y autoridad de la investigación científica. Resistimos porque está intacta la promesa por la re-existencia: ¿será este, realmente, el momento propicio para que nuestro erotismo pueda engendrar muchos otros mundos?
ST, lápices sobre hojas. Romina Solange Finks
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