DOI: http://dx.doi.org/10.19137/huellas-2022-2607

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Cita sugerida: Benedetti, A. (2022). Hegemonía, cooperación y disidencia. Regionalizaciones de América como sistemas de prácticas y relaciones de poder. Revista Huellas, Volumen 26, Nº 1, Instituto de Geografía, EdUNLPam: Santa Rosa. Recuperado a partir de: http://cerac.unlpam.edu.ar/index.php/huellas

ARTÍCULOS

Hegemonía, cooperación y disidencia. Regionalizaciones de América como sistemas de prácticas y relaciones de poder

Hegemony, cooperation and dissent. Regionalizations of America as systems of practices and power relations

Hegemonia, cooperação e dissidência. Regionalizações da América como sistema de prática e relações de poder

Alejandro Benedetti1

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas /

Universidad de Buenos Aires

alejandrobenedetti@conicet.gov.ar

Resumen: Partiendo de América como totalidad, el propósito es revisar distintas regionalizaciones que se practicaron desde inicios del siglo XIX y hasta el presente. Por regionalización se considera un sistema de prácticas espaciales, atravesado por relaciones de poder. Este sistema se articular en tornos a cuatro prácticas, que son identificación, delimitación, denominación y representación de unidades espacio-temporales, es decir, regiones. Asimismo, las regionalizaciones son practicadas por estados, empresas, individuos o grupos sociales con diferentes propósitos, finalidades, intereses o motivaciones, que se pueden articular en tres categorías: hegemonía, cooperación y disidencia. El artículo se organizará en torno a estas tres categorías, las cuales identifican distintos momentos en la construcción social de entidades regionales tales como Panamérica, ZICOSUR y Latinoamérica.

Palabras clave: Regionalizaciones; América; Sistemas de prácticas; Relaciones de poder; Hegemonía; Cooperación; Disidencia.


Abstract: Taking America as a whole, the purpose of this article is to review different regionalizations that have been practiced since the beginning of the 19th century and up to the present. Regionalization is understood as a system of spatial practices, crossed by power relations. This system is articulated around four practices, namely identification, delimitation, naming and representation of space-time units, that is, regions. Likewise, regionalizations are practiced by states, companies, individuals or social groups with different purposes, goals, interests or motivations, which can be divided into three categories: hegemony, cooperation and dissent. The article is organized around these three categories, which identify different moments in the social construction of regional entities such as Panamérica, ZICOSUR and Latin America.

Keywords: Regionalizations; America; Practice systems; Power relations; Hegemony; Cooperation; Dissent.

Resumo: Partindo da América como um todo, o propósito deste trabalho é analisar diferentes regionalizações que se praticaram desde inicios do século XIX até a atualidade.  Regionalização é considerada um sistema de práticas sociais atravessada por relações de poder. Este sistema se articula em torno de quatro práticas: identificação, delimitação, denominação e representação das unidades espaço temporais, isto é, regiões. Ademais, as regionalizações são praticadas por estados, empresas, indivíduos ou grupos sociais com diferentes propósitos, finalidades, interesses ou motivações, que podem se articular em três categorias: hegemonia, cooperação e dissidência. O trabalho, organiza-se ao redor de três categorias, as quais identificam diferentes momentos na construção social de entidades regionais tais como Panamérica ZICOSUR e Latinoamérica.

Palavras-chave: Regionalizações; América; Sistema de práticas; Relações de poder; Hegemonia; Cooperação; Dissidência.

RECIBIDO 17-12-2021 / ACEPTADO 09-03-2022

Introducción


Este artículo busca comprender a las regionalizaciones como sistema de prácticas desde las geografías del poder, en torno a los conceptos de hegemonía, cooperación y disidencia, considerando el caso de América.

Se parte de considerar que, mediante innumerables prácticas, a lo largo del tiempo, la sociedad construye el espacio. Diferentes autores se han ocupado de reflexionar sobre la cuestión de las prácticas espaciales. Por ejemplo, Brunet (1972) desarrolló una perspectiva conocida como coremática, que abarca siete grupos de prácticas o fenómenos espaciales: partición (maillage), que alude a división y diferenciación; enrejado (treillage), que podría incluir comunicación y circulación (redes en sentido más clásico); gravitación o atracción; contacto, interfase y ruptura; tropismo, que expresa gradación y disimetría; dinámica, que refleja expansión y retracción, conquista y retroceso, colonización y abandono; jerarquización, que involucra subordinación (García Álvarez 1998).

Por su parte, Côrrea (1995) identificó y desarrolló cinco prácticas espaciales: selectividad, fragmentación, reagrupamiento, anticipación y marginalización. Asimismo, Vasconcelos (2013) listó y describió 21 prácticas espaciales: diferenciación socioespacial, juxtaposición y separación, dispersión, partición y fragmentación, exclusión e inclusión, segregación y desegregación (déségrégation) o bien, asimilación; apartamiento (apartheid); autosegregación, agrupamiento (cluster) y fortificación; polarización y dualización; gentrificación e invasión; marginalización, periferización y relegación.

La lista de prácticas espaciales podría ampliarse considerablemente. La geografía como disciplina ha explorado las potencialidades heurísticas de estas nociones, entendidas como categorías que expresan formas materiales y simbólicas de construcción social del espacio. Al respecto, Santos (1996) introdujo una sugestiva idea al proponer que el espacio puede pensarse como un conjunto indisociable, solidario y contradictorio de objetos y acciones. Son sistemas de objetos y sistemas de acciones, los cuales no deberían considerarse de manera aislada, sino como un cuadro único en el que se desarrolla el devenir social. Las prácticas son acciones repetidas y estandarizadas, acostumbradas y reguladas, como así también situadas, que invocan sentidos e imágenes mediante las cuales la sociedad, las personas, sus empresas y sus diferentes agrupamientos institucionales construyen espacio. Conforme la propuesta de Lefebvre (1974), las prácticas espaciales expresan las múltiples estrategias desplegadas por las compañías multinacionales, por los estados en sus diferentes estamentos o por las organizaciones de la sociedad civil, entre tantos otros agentes sociales, en su afán de apropiación, control, transformación y representación del espacio. Vale decir, se trata de la producción del espacio, que abarca las dimensiones material y simbólica.

Si bien, como sugiere Soto (2013), la categoría práctica se aplica con mayor frecuencia a los estudios sobre la vida cotidiana y a la vivencia en el espacio, se puede introducir en una perspectiva multiescalar. Entonces, las prácticas expresan diferentes temporalidades y espacialidades, desde las momentáneas a las de larga duración, incluyendo las que organizan la vida de las comunidades, sean aldeanas, nacionales o de todo un hemisferio terrestre. En todo caso, se trata de estabilizar los objetos de interés, las variables de análisis y las escalas que permiten la aprehensión de los procesos bajo estudio.

Así, las prácticas espaciales pueden considerarse como sistemas. En ese sentido, la regionalización es un arsenal de prácticas espaciales, un sistema que tiende a articularse en torno a cuatro principales: identificación, delimitación, denominación y representación de una o varias unidades espacio-temporales. Esas unidades pueden llamarse regiones, pero también provincias, áreas o comarcas dependiendo de la escala, del abordaje disciplinar y del contexto que se trate. En la regionalización como sistema de prácticas suelen operar, además, tres relaciones: (1) divisional, entre el todo y la parte o las partes, es decir, entre lo global y lo regional o lo nacional y lo provincial, por poner ejemplos; (2) intrarregional, entre capital e interior o entre centro y alrededores o entre nodo de comando y periferias; (3) interregional, entre una y otras regiones o entre grupos de regiones. Por último, la esencia de las regiones suele darse por algún modo de cohesión, continuidad u homogeneidad fronteras adentro, que es opuesto, diferente, desigual o contrastado con respecto a lo de fronteras afuera.

La repetición de las prácticas garantiza la permanencia en el tiempo de ciertas formas espaciales que se buscan establecer. Por ello, por lo general la regionalización no equivale a un ejercicio aislado y de momento, sino que en él hay repetición. Esto lleva, en términos de Paasi (1986), a la institucionalización de la o las regiones, a su estabilidad en el tiempo y, con ello, su reconocimiento por propios/as (mismidad) y ajenos/as (otredad). Por lo tanto, resulta fundamental prestar atención a las regulaciones, las convenciones, las rutinas y la habitualidad que organizan al espacio social, en distintos órdenes, ya sean estructurales o individuales. Asimismo, en su idiosincrasia, las regiones pueden considerarse como entidades geohistóricas, que están constituyéndose permanentemente a través de las prácticas materiales y simbólicas de la sociedad (Murphy, 1991). Se trata de ámbitos localizados, delimitados, denominados y representados de algún modo, en cierta temporalidad, pero sobre todo, con alguna intencionalidad.

Mediante regionalizaciones, diferentes agencias sociales espacialmente situadas buscan controlar procesos, procuran legitimar formas de reconocer las diferencias espaciales entre grupos humanos, conciben estrategias para ganar posiciones o fomentan nuevas solidaridades. Las regionalizaciones, claro está, también constituyen estrategias para la producción de conocimiento científico, cuestión que no se tratará directamente en este trabajo. Lo anterior supone aceptar que las regionalizaciones son sistemas de prácticas atravesadas por relaciones poder. Las relaciones de poder, que caracterizan a cualquier sociedad, no están en posición de exterioridad frente a cualquier regionalización sino que son inmanentes a ellas (Raffestin, 1980). Esto último, finalmente, lleva a la consideración de tres prácticas que develan los propósitos, finalidades, intereses, objetivos o motivaciones de estados, empresas, individuos o grupos sociales para poner en acción la regionalización: hegemonía, cooperación y disidencia.

A partir de estos postulados teórico-metodológicos, el objetivo de este artículo es revisar distintas regionalizaciones que se practicaron en América, a partir de la consideración de diferentes tramas de poder. En la escala del sistema mundial, América constituye una de sus partes. Las páginas que siguen, sin embargo, harán foco en América como una totalidad, sin pretender una delimitación espacio-temporal fija ni exhaustiva. Se trata de una totalidad que ha sido sometida a múltiples regionalizaciones por motivaciones económicas, políticas y culturales, desde dentro y desde afuera.

Hegemonía


El término hegemonía está asociado a las prácticas de guiar, conducir o comandar; también de estar al frente, gobernar y controlar. Se puede definir como la capacidad que tiene un agente social para lograr que otros acepten su posición dominante y su liderazgo en la dirección de diversos asuntos (Balsa, 2006). La hegemonía regional sería la capacidad material y simbólica de controlar que alcanza el centro o una de las regiones, para lograr la aceptación de su posición dominante y de su liderazgo para orientar un proceso o procesos, sea por parte del todo, o por todas o algunas de las demás partes. Conforme con Bravo Vergara (2012), la hegemonía de una región se expresa en su capacidad para aprovechar en beneficio propio los recursos que poseen las demás (apropiación material) o para cambiar el comportamiento de otras de manera tal que ello suceda (apropiación simbólica).

La noción de relaciones interamericanas remite al entramado diplomático que se generó entre los estados nacionales de América (el todo) bajo la acción hegemónica de los Estados Unidos (una de las partes). Esto, muchas veces se tradujo en la dirección de los asuntos internos de los demás países (el resto de las partes), a través de la posición dominante de empresas trasnacionales de origen estadounidense, o en la captación cultural de las élites nacionales. Esas prácticas hegemónicas desplegadas por la política estadounidense contribuyeron a diferenciar a América como región dentro del sistema-mundo y a darle entidad a este conjunto regional en su etapa poscolonial con respecto a Europa. A partir de Oliva Campos (2000), se puede periodizar la emergencia y evolución de los Estados Unidos como potencia hegemónica continental en cinco momentos.

El primero de ellos recorre todo el siglo XIX y constituye una fase preparatoria, ya que se establecieron algunas de las bases argumentativas de los momentos siguientes, como la idea del destino manifiesto, la proclama de Monroe (1823) y la noción de Panamérica. El destino manifiesto era una serie de postulados místicos e ideológicos que ubicaban a los Estados Unidos en situación de conducir a América hacia un proceso de fomento del comercio y a la reducción de los riesgos de enfrentamientos bélicos o diplomáticos, en general por la resolución de cuestiones fronterizas. Esto se expresó, por ejemplo, en la convocatoria a los Estados Unidos para constituirse como árbitro en diferendos diplomáticos (Zusman y Hevilla, 2014), como ocurrió entre Argentina y Chile por Atacama o entre Argentina y Brasil por la zona de Palmas hacia fines del siglo XIX. Estados Unidos se erigió como mediador y garante de la paz continental, compitiendo con potencias como Gran Bretaña o Francia en el cumplimiento de esa función. Se sustentaba en el principio de superioridad moral estadounidense y, por consiguiente, su derecho tutelar sobre toda la región, frente a la situación de precarización productiva e institucional de todo aquello que se ubicaba hacia el sur. Se impuso en simultáneo a la conquista de grandes extensiones terrestres en la marcha hacia el oeste de mediados del siglo XIX. En la misma sintonía se encuentra la fórmula “América para los americanos” expresada por el presidente James Monroe en el Congreso de Estados Unidos en 1823, que derivó en la llamada doctrina Monroe. Consistió en advertir a las potencias europeas que no intervinieran ni intentaran recolonizar las naciones independientes del continente. Asimismo, éstas se relacionarían con los Estados Unidos de manera privilegiada (Shaw, 2006).

El segundo momento, entre las décadas de 1890 y 1940, se inició tras la independencia cubana, cuando Estados Unidos acentuó su injerencia en los asuntos de los restantes países americanos mediante diversos recursos. Uno de ellos fue el movimiento panamericano, cuyo puntapié fue la Primera Conferencia de 1889-1890, celebrada en Washington, a la que le siguieron otras tantas: México (1901-1902), Río de Janeiro (1906), Buenos Aires (1910), Santiago de Chile (1923), La Habana (1928), Montevideo (1933) y Lima (1938), Bogotá (1948) y Caracas (1954). A lo largo de este ciclo se consolidó esta regionalización como sistema de prácticas que incentivó un acercamiento entre los países americanos bajo la égida de los Estados Unidos, quien consideraba al resto del continente como un campo abierto para inversiones de sus compañías trasnacionales (Lima, 2017). Allí se discutían cuestiones relativas al rol diplomático estadounidense, la conformación de una unión aduanera americana y la creación de redes de transporte a escala continental (Zusman, 2012).

El panamericanismo se materializó, por ejemplo, mediante el diseño de las carreteras homónimas para unir a todo el continente, en beneficio de las pujantes industrias automotriz, petrolera y del neumático estadounidense. Salvatore (2006) define al ideal panamericanista como imperialismo no formal, que incluyó la elaboración de representaciones que justificaban la presencia y preeminencia de ese país en la región, una especie construcción textual de su hinterland (Zusman, 2012). Esto se logró, por ejemplo, en la organización de Exposiciones Universales centradas en la temática del panamericanismo (Búfalo 1901 y San Francisco en 1915) y en la producción de cartografía alegórica (Figura Nº 1).

Esa lógica de regionalización hegemónica de un país central sobre sus vecinos dio origen al concepto de panregión. Siguiendo la idea del panamericanismo, Karl Haushofer dividió al mundo en cuatro grandes regiones latitudinales, cada una controlada por un centro de poder (González, 2018). Con este modelo se hallaba una solución al expansionismo alemán sin iniciar un conflicto con los Estados Unidos. El mundo quedaba dividido en cuatro panregiones: Panamérica, dirigida por Estados Unidos; Euráfrica, con el dominio de Alemania; Panrusia, controlada por la Unión Soviética; y Panasia, liderada por Japón.

Figura Nº 1. The kiss of the oceans. 1915. Mapa mural ubicado en el aeropuerto de San Diego.

  Fuente: fotografía del autor, año 2014.

El tercer momento abarca las décadas de 1940 a 1960, en la posguerra, cuando se consolidó la influencia continental de los Estados Unidos mediante el sistema interamericano y la lucha anticomunista, especialmente después de la revolución cubana de 1959. Para ello, apoyaron a los gobiernos militares que llegaban al poder a través de golpes de estado, el desarrollo militar de los países de la región y la conformación de la doctrina de la seguridad interior (Campos, 2014). Constituye una segunda etapa del impulso panamericanista, que en términos institucionales se consolidó con la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948, que había tenido como antecedente la Unión Panamericana creada por resolución de la IV Conferencia Interamericana de 1910 celebrada en Buenos Aires (Cañón, 2021). Originalmente aunó a 21 países, con la exclusión de Cuba; actualmente reúne a 35, con Cuba en proceso de incorporación desde 2009.

Entre la década de 1970 y hasta la caída del Muro, se registra el cuarto momento, donde se produjo cierta erosión de la hegemonía estadounidense. Finalmente, el quinto momento inició en la década de 1990, cuando se produjo un reajuste hegemónico tras la caída del bloque oriental y del replanteamiento de las relaciones hemisféricas.

A lo largo de este devenir, y especialmente en tiempos de la Guerra Fría (1947-1989), las prácticas hegemónicas de los Estados Unidos sobre el continente americano tuvieron una nítida concreción en las intervenciones contrarrevolucionarias y las intenciones de perpetuar los lazos de dependencia regional. La centralidad que mantiene aún hoy ese país en diferentes órdenes de la vida de la población americana puede considerarse un legado del proyecto panamericanista (Zusman, 2012).

Cooperación


La regionalización, puede comprenderse como una estrategia de cooperación. Estrategia se entiende, a la vez, como un plan o un curso de acción a seguir para alcanzar una situación deseada o como una posición que se ocupa dentro de un campo específico (Hernández Martínez, 2007). Por otro lado, la cooperación abarca las alianzas, contratos, redes de instituciones, acuerdos y reglas consuetudinarias que se crean para regular las relaciones entre entidades que se asocian y, de esa forma, minimizan la conflictividad inherente a cualquier relación y potencian los entendimientos. Así, la cooperación constituye una estrategia para conformar regiones y lograr su estabilidad en el tiempo.

El sistema de prácticas que lleva a la conglomeración de entidades cooperativas da origen a una nueva, de escala superior, que las reúne y contiene. El federalismo y la confederación son expresiones clásicas de este tipo de regionalizaciones, siendo los Estados Unidos de América un caso ejemplar. Fue también la estrategia que permitió la emergencia de México, Brasil y Argentina como estados nacionales. Sobre la base de esos primeros esquemas cooperativos decimonónicos, durante el siglo XX se ensayaron otros, de escalas interestatales, transnacionales y transfronterizas.

Como parte del llamado proceso de globalización, diferentes conjuntos de estados nacionales independientes avanzaron hacia diversas estrategias de cooperación. Esos procesos en el campo de las relaciones internacionales suelen conceptualizarse como integración regional o regionalismo (Malamud, 2011); son conducidos por los estados nacionales y motivados en intereses económicos, políticos y culturales. Al hacerlo, los integrantes pierden ciertos atributos fácticos de soberanía, pero también crean herramientas para la resolución de sus conflictivos, actuales o potenciales. Zona de libre comercio, unión aduanera, mercado común y unión económica pueden considerarse estadios de la integración regional. Con cada uno de ellos se incrementa la circulación de recursos y personas, a la vez que las fronteras pierden algunas funciones. La Comunidad Andina, impulsada originalmente con el Pacto Andino de 1969, el Sistema de Integración Centroamericana (SIVA) establecido por el Tratado de Managua de 1960, el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) creado por el Tratado de Asunción de 1991 y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) firmado en 1998 por Estados Unidos y Canadá y por México en 1994, son algunas de las regionalizaciones asociativas interestatales o supranacionales que tuvo América. En todos los casos, el económico es el principal motor. Estos esquemas, además, han establecido diferentes formas de gobernabilidad y logrado distintos niveles de integración interestatal física y comercial.

Esta clase de regionalización también es impulsada por entidades subnacionales intermedias –provincias, departamentos, estados o regiones, según se denomine en cada país- o locales –municipios, comunas, alcaldías, etc.-. Por lo general, las entidades son contiguas pero separadas por una frontera interestatal, y se agrupan con motivaciones étnicas, lingüísticas o sanitarias, entre otras. Este tipo de cooperación suele definirse como paradiplomática, en la medida que participan representaciones de gobiernos intermedios y/o locales y, en muchos casos, de la sociedad civil que reivindican un rol internacional. Asimismo, cuestionan la centralidad del estado nacional y fomentan la emergencia de nuevas formas de gobernanza, con interacciones no-jerárquicas y flexibles de una multiplicidad de redes no estatales (Ovando y González Miranda, 2020). En la medida que se configuran hacia los laterales de una frontera interestatal, estas alianzas devienen transfronterizas (entidades adyacentes al límite interestatal) o trasnacionales (cuando se alejan considerablemente de la frontera). Por lo anterior, si bien no son motorizadas por los gobiernos nacionales, por lo general tensionan las relaciones interestatales ya que buscan relajar los controles fronterizos.

La Zona de Integración del Centro Oeste de América del Sur (ZICOSUR) ofrece un ejemplo de regionalización como estrategia de cooperación entre entidades subnacionales. El 1er Encuentro ZICOSUR Asia-Pacífico en Antofagasta, realizado en 1997, en Chile, suele considerarse como el momento constitutivo. Allí participaron, autoridades gubernamentales, de embajadas y empresas, de la propia región y de Asia y Oceanía. Actualmente, están representadas 75 unidades subestatales pertenecientes a los 7 países más australes del continente: departamentos de Bolivia, Paraguay, Perú y Uruguay, regiones de Chile, provincias de Argentina y estados de Brasil (Figura Nº 2). Su meta fue promover políticas de desarrollo y volver al conjunto más competitivo en su inserción internacional. En virtud de ello, y como consecuencia de los sucesivos encuentros de la ZICOSUR, se planteó una serie de actividades ligadas al comercio e industria, infraestructura y servicios, ambiente y turismo.

Figuras Nº 2. Mapa de la región ZICOSUR en 2013 (A) y en 2021 (B)

(A)

(B)

Fuente: mapas tomados de la página oficial de ZICOSUR, https://zicosur.co/ en 2013 y en 2021.

Como propone Juste (2021), la ZICOSUR está integrada por unidades subestatales con carencias en infraestructura y lejanía de los centros de distribución y consumo. Por ello, son de doble periferia, ya que mantienen una posición subordinada y periférica dentro de un conjunto de países igualmente subordinados y periféricos. Sin embargo, a medida que la alianza se fue consolidando, incorporó regiones de mayor centralidad, como Córdoba y Santa Fe (Argentina), Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), Rio Grande do Sul y Santa Catarina (Brasil), y Colonia y Montevideo (Uruguay). Finalmente, puede señalarse que la ZICOSUR representa una reconfiguración geopolítica de los procesos de integración regional, por tratarse de una cooperación transfronteriza y entre instancias subnacionales.

La cooperación subnacional a escala municipal es también un fenómeno extendido, aunque más inestable en su conformación institucional y de mayor vulnerabilidad. Un ejemplo de ello es la Mancomunidad Tulcán (Ecuador) - Ipiales (Colombia), ubicada en la frontera centro andina compartida por esos países. En la triple frontera andina entre Bolivia, Chile y Perú otra experiencia algo exitosa de construcción de una región trinacional, basada en relaciones paradiplomáticas, es la mancomunidad de municipios “Aymara sin fronteras” (Aranda Bustamante y Salinas Cañas, 2017). Esa organización, entre muchas otras actividades, se propuso reconstruir el trazado de los antiguos caminos incaicos en la región andina. Finalmente, se puede mencionar al Comité Binacional Hidrovía del Río Uruguay, constituido en 2010 entre autoridades de gobiernos locales de Uruguay y Argentina, en la frontera binacional de dicho río, para la resolución de cuestiones propias de la vida cotidiana de las comunidades fronterizas, como deportiva, educativa y sanitaria.

El descriptivo “regional”, las ideas de regionalismo, como las nociones de microregión o macroregión, subregión o supraregión, expresan las diferentes estrategias de cooperación entre entidades geográficas que, con frecuencia, son físicamente próximas o yuxtapuestas, por lo general de la misma escala. Sin embargo, la regionalización no debe asociarse exclusivamente con continuidad y homogeneidad. Un ejemplo de ello es la iniciativa de las Mercociudades, que privilegia las verticalidades. Surgió en 1995 y se propuso lograr el reconocimiento y participación de las ciudades en las estructuras del MERCOSUR, y generar mecanismos de comunicación e intercambio de experiencias e información entre los gobiernos locales. Inicialmente vinculaba a 12 ciudades; actualmente cuenta con 361, de 10 países sudamericanos (Mercociudades, s/f).

Disidencia


La disidencia remite a las prácticas de oposición, crítica o contestación a ciertos poderes que permean la sociedad (Zusman, 2002). Daría cuenta de las formas en que expresan su disconformidad y se movilizan diversos agentes sociales subalternos, excluidos o marginados. Abarca manifestaciones contestatarias y radicales, interesadas en romper con el conformismo. Las lógicas de aglutinamiento pueden ser de raíz social, las diversidades sexuales por ejemplo, o espacial, como es el caso de los regionalismos.

En el campo de las relaciones internacionales, el regionalismo suele vincularse a los procesos de integración impulsados por los estados nacionales (Malamud, 2011), con frecuencia focalizados en los aspectos económicos. Conforme Riggirozzi y Tussie (2018), la experiencia de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio de América Latina y el Caribe (ALALC), creada en 1960, es un viejo regionalismo. El nuevo regionalismo describe los proyectos más recientes, focalizados en la articulación entre globalización, mercado y neoliberalismo.

Si se amplía la mirada hacia las formas en que se imbrican lo cultural, lo político y lo económico, los regionalismos o la construcción de identidades regionales aluden al conjunto de prácticas que permiten la producción de narrativas, discursos y expresiones comunicacionales, y abarca las diferentes formas de protesta y enfrentamiento (desde la barricada a la guerrilla), orientadas movilizar las voluntades y los deseos de colectivos sociales para generar algún tipo de disidencia. Así, tomando en consideración a Haesbaert (2010), los regionalismos no se diferencian sustancialmente de los nacionalismos. Como los provincialismos y localismos, son movimientos que ponen en cuestión ciertas hegemonías mediante la circunscripción geográfica, a la vez que impulsan la lucha social y el juego de poder entre mismidades y otredades por la apropiación material o simbólica de un ámbito que se imagina diferenciado. Estos cursos de acción muchas veces son impulsados por elites ascendentes que, en el interjuego de poder, terminan involucrando y comprometiendo a diversas capas de la población, como instrumentos de sus propias acciones disruptivas. Estas regionalizaciones permiten saber quiénes somos, de quiénes nos diferenciamos, dónde estamos y dónde no queremos estar.

Bajo esta lógica, el latinoamericanismo es un regionalismo bicentenario, emergente de un sistema de prácticas espaciales que se desarrolló de maneras cambiantes y contradictorias, y que llevó a la construcción de Latinoamérica. En ese devenir se pueden reconocer al menos cinco momentos.

El primer largo y pretérito momento, se originó con el contacto y la conquista por parte de las coronas ibéricas con las poblaciones asentadas en las tierras emergidas que se encuentran entre el Atlántico y el Pacífico. A partir de entonces se generalizaron tres denominaciones para la región, las Indias (1492), el Nuevo Mundo (1501) y América (1507), expresivas del carácter colonial de esas tierras que, entre los siglos XVI y XIX, fueron progresivamente controladas por los imperios europeos. Con América, asimismo, a fines del XVIII se sustantivó el nombre del primer estado nacional independiente de la región, que pronto buscó controlar sus destinos: United States of America. Por entonces, también comenzaron a circular otras expresiones, como América del Sur y América latina.

El segundo momento precedió, acompañó y sucedió al proceso independentista americano con respecto a las coronas ibéricas. Quienes lideraron ese proceso, como Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O´Higgins y Antonio José de Sucre (Casas, 2007), comenzaron a gestar un regionalismo con las ideas mismas sobre la independencia, pregonaron la formación de una confederación o promovieron las proclamas sobre la Patria Grande, Nuestra América o la Nación Americana. Para la parte austral se generalizó el uso de América del Sur o Sud-América, como se expresa en la declaración de independencia de las Provincias Unidas en Sud-América de 1816.

Pero fue hacia la década de 1860 cuando se instaló con fuerza la noción de l’Amérique latine, que expresaba las aspiraciones neocoloniales francesas (Tünnermann Bernheim, 2007). Ocurría en un contexto en el que Francia iniciaba su expansión capitalista sobre un espacio que consideraba, en función de su latinidad, con mayor afinidad que con Gran Bretaña. Constituía un esfuerzo explícito por articular sus intereses comerciales con los de las nacientes repúblicas americanas ubicadas al sur de la América anglosajona, en la puja interimperial del siglo XIX. Si bien nació como una forma de identidad antianglosajona, finalmente se terminó aceptando en los Estados Unidos (Rincón, 2009) y también en la propia región, ya que por entonces expresaba el sentimiento antiespañol, en una coyuntura en la que España intentaba recuperar sus colonias en las costas del Pacífico (Oberlin y Chiaradía, 2019).

Lejos de culminar la descolonización de la América latina con una confederación de todas sus partes, lo que ocurrió más bien fue una balcanización. En las últimas décadas del siglo XIX se consolidaron y fortalecieron los nuevos estados. Con ello comenzaron a emerger las identidades nacionales, donde la patria ya no era América, sino cada nación. En la narrativa de la época se expresaron anhelos de europeizar y occidentalizar la región, con tintes racistas frente a lo criollo e indígena, como lo hicieron Domingo F. Sarmiento o Juan B. Alberdi, para quienes lo latino venía del ser europeo, no de la idiosincrasia local. Esas ideas convivieron con otras que reivindicaban la autonomía latinoamericana, como las de Andrés Bello, u otras, impulsadas por ejemplo por Francisco Bilbao, que bregaban por la América unida, incluida la población indígena, marcando de manera explícita la diferencia entre la América latina y la sajona (Casas, 2007).

En el tercer momento, entre la última década del siglo XIX y primeras del XX, incidió la independencia de Cuba y Puerto Rico, que marcaron el fin de la presencia colonial española pero también la ascendente influencia de los Estados Unidos en la región, quien controló a Cuba directamente y se anexó Puerto Rico. Panamá, Haití y República Dominicana fueron ocupadas, mientras que los países sudamericanos fueron cayendo en diferentes formas de dependencia económica. Por entonces, recobraron fuerza las expresiones Nuestra América y América Latina –ya con la sustantivación de latina-, como respuesta a las metrópolis española y estadounidense (Rincón, 2009). La narrativa de José Martí, José Rodó y José Mariátegui, entre otras personas, son pilares del latinoamericanismo. El pensamiento de Martí, sobre Nuestra América, era antiimperialista, latinoamericanista y popular, donde “lo nuestro” era la realidad de los oprimidos en su relación con quienes oprimían (Casas, 2007). Traslucía un sentimiento de defensa frente al nuevo imperialismo, pero también de apropiación de la historia común de un espacio que excede al de un estado nacional (Oberlin y Chiaradía, 2019).

En simultáneo transcurría la revolución de México (1910-1917), la primera gran revolución del siglo XX, donde se destacaron figuras legendarias como Emiliano Zapata, Pancho Villa y José Vasconcelo. En el sur se produjo la reforma universitaria (1918-1923), con la emergencia del pensamiento de José Ingenieros, fundador del Partido Socialista argentino (1898), quien proclamó “Latinoamérica para los latinoamericanos” frente al avance de la Unión Panamericana (América para los norteamericanos). Más radical fue la Alianza Popular Revolucionaria para América Latina (APRA), impulsada en Perú por Víctor Haya de la Torre, para formar en la región una red de movimientos sociales y políticos de izquierda antiimperialistas. De allí surgió Indoamérica, noción regional disidente que incluye lo indígena, lo afro, lo mestizo y lo latino, a la vez que rechaza las expresiones colonialistas de Hispanoamérica, Iberoamérica y Panamérica.

El cuarto momento se inició con los impulsos de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), creada en 1948 dentro de la ONU. En la década de 1950, al calor de los diferentes gobiernos nacionalistas y populistas, fue surgiendo un sentimiento antinorteamericano, que cuestionó al panamericanismo como única opción y que fortaleció el latinoamericanismo, aunque muchas veces de manera retórica. Desde la CEPAL, Raúl Prebisch abogó por la suma de estados nacionales en la conformación de asociaciones regionales intergubernamentales, cuyo principal motor y sentido fuera el desarrollo de los países, mediante mecanismos propios de la esfera económica. El principal resultado fue la creación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio de América Latina y el Caribe (ALALC-1960), integrada por México y seis países sudamericanos, para mejorar los términos de intercambio en el escenario global (Riggirozzi y Tussie, 2018). En la misma sintonía fue impulsada la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC-1980) como reacción y alternativa a la hegemonía de los Estados Unidos.

Pero el latinoamericanismo cobró notable impulso a partir de la revolución cubana (1959) y de diferentes movimientos sociales, como el de la Teología de la Liberación, que fortalecieron la dualidad entre norte y sur, pero ahora desde posturas antinorteamericanas y anticapitalistas. Mendieta (2006) lo define como un latinoamericanismo crítico, que promueve formulaciones endógenas y con rostro indígena. Como sugieren Marchesi y Álvarez (2016), se produjo una mayor convergencia entre el latinoamericanismo y los movimientos de izquierda, que hasta entonces eran internacionalistas o tenían fuertes lazos con las tradiciones políticas y culturales europeas. Asimismo, referentes de momentos previos, como Bolívar, San Martín, Martí y Zapata, fueron revalorizados como pilares de la tradición. Por su parte, el catolicismo desplegó sus particularidades en la región, que derivó en el desarrollo de diversas propuestas pedagógicas, teológicas y políticas, que confluyeron con las izquierdas latinoamericanas y tercermundistas.

El inicio del siglo XXI, tras las diferentes crisis que vivieron los países de la región por la aplicación de las recetas neoliberales del Consenso de Washington (1989), marcó el último momento. Por entonces, se revisitaron las ideas de la patria grande y nuestra América para repensar a Latinoamérica como unidad. Una emergente fue la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), creada en 2008. Fue promovida por la acción intergubernamental, con el carácter de un foro de concertación o diálogo político, más que instancia de integración regional (Bermúdez Torres, 2011). Expresaba una construcción política que pretendía cierta autonomía frente a los Estados Unidos, país que venía impulsando el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), un acuerdo multilateral de libre comercio, que fue firmado por todos los países americanos, con excepción de Cuba, en Miami, durante la I Cumbre de las Américas de 1994. El acuerdo debía entrar en vigor a partir de la IV Cumbre de las Américas, que se realizó en Mar del Plata, en 2005. En cambio, entró en crisis durante esa reunión, al punto de quedar perimido.

La UNASUR ha sido interpretada como un mecanismo de estabilidad geoestratégica y plataforma para un nuevo liderazgo del Brasil en Sudamérica, devenida en potencia regional (Bywaters y Rodríguez 2009). Asimismo, puede verse como un desplazamiento de la tradicional idea latinoamericanista hacia una sudamericanista. Esta creciente hegemonía brasileña en Sudamérica se manifestó, también, en la búsqueda de soluciones al problema de la interconexión física. Ello se expresó con el surgimiento de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA), entidad que buscó tejer una malla de caminos para potenciar la unidad regional. A partir de esto, es posible considerar al sudamericanismo como un regionalismo en ascenso, no exento de dificultades para su delimitación y el reconocimiento de los intereses que lo promueven. Una imagen arquetípica de este regionalismo (Figura N° 3) es el conocido y muy utilizado mapa invertido de Joaquín Torres García, una subversión respecto del orden establecido (Grimoldi, 2019).

Figura N° 3. Afiche de un evento académico realizado en 2012 que recupera la idea del mapa invertido de Sudamérica realizado por Joaquín Torres García.

Fuente: Tomado del sitio https://cetyl.files.wordpress.com/2011/10/afiche-seminario-2012.jpg, (Grimoldi, 2019).

Conclusiones


Panamérica, ZICOSUR y Latinoamérica entre otras, son entidades regionales socialmente construidas que se trataron en este artículo, en su relación con las regionalizaciones de las que derivan. La regionalización se presentó como sistemas de prácticas espaciales, que traslucen intencionalidades, se inscriben en contextos específicos y develan singulares tramas de relaciones de poder. Las propuestas que se realizaron en este trabajo, asimismo, consideraron la escala continental y hemisférica, y centraron la mirada en un ámbito geográfico llamado América, a la sazón, una totalidad que se ha dividido con diversos criterios para producir en múltiples regiones. Sin embargo, las proposiciones que aquí se esbozaron podrían aplicarse a ámbitos geográficos de otras escalas, en la medida que se concibe a la regionalización como un método que, anudado a ciertos postulados teóricos, permiten abordar una manera en que la sociedad construye el espacio-tiempo multiescalar.

Región es un concepto que da cuenta de una visión del mundo tal cual se percibe y se entiende en un momento y lugar, desde una posición social determinada, para comprender, afectar o controlar la distribución o localización de recursos o personas. Las regionalizaciones revelan intereses hegemónicos y la consolidación de posiciones dominantes, pero también movimientos disidentes y contestatarios, como así también, estrategias para la búsqueda de equilibrios y minimización de rispideces mediante la cooperación. Las regiones expresan diversas relaciones espaciales, en particular, la que se establece entre quienes están dentro y quienes están fuera, entre quienes se sienten parte y quienes no.

En ese interjuego de relaciones, de producción de identidades, van emergiendo las regiones o, también se podría decir, sistemas de regiones que coexisten de manera cambiante y contradictoria, como se presentó en la última sección, para el caso de América, Panamérica, Nuestra América, Latinoamérica, Sudamérica e Indoamérica, que expresaron posiciones hegemónicas o contrahegemónicas, según el momento, la posición y el agente de enunciación.

Por lo tanto, la regionalización y la construcción de regiones, como procesos, no son lineales ni unidireccionales, realidades cambiantes no exentas de contradicciones, mediante acciones y reacciones.

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Notas

1 Investigador independiente, Carrera del Investigador Científico, en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), República Argentina. Lugar de trabajo: Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Geografía. Profesor Adjunto, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Geografía, Seminario Diseño de Investigación y Metodología de la Investigación. Director del Grupo de Estudios sobre Fronteras y Regiones (GEFRE).