DOI: http://dx.doi.org/10.19137/els-2024-232302
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ARTÍCULOS
¿Hasta qué punto los “niños” de hoy son diferentes de los de antes? Un aporte psicoanalítico al debate sobre la pluralidad de infancias
To what extent are today's ‘children’ different from those of old-time? A psychoanalytic contribution to the debate on the plurality of childhoods
Leandro de Lajonquière
Universidad de Paris 8 Vincennes Saint-Denis, Francia / Universidade São Paulo, Brasil
Fecha de recepción: 16/02/2024 | Fecha de aceptación: 16/04/2021
Resumen: Intuimos que los “niños” no tendrían más infancia. La infancia pensada comúnmente como una etapa natural de la vida estaría en vías de desaparecer. Para examinar esa creencia, recurrimos a los estudios de Philippe Ariès (1960) sobre la emergencia del sentimiento moderno de infancia y a los del Neil Postman (1982) sobre su actual y paulatina desaparición. Nos preguntamos si habría un sentimiento de infancia más apropiado que otro al desarrollo de los “niños”. En otras palabras, cuestionamos si habría una infancia “adaptada”. Para ello, nos valemos de las herramientas conceptuales del psicoanálisis. Subvertimos los clásicos pares imaginarios adulto-niño y adulto-menor, propios del campo de las psicologías del desarrollo, y proponemos pensar el proceso educativo a la luz del par de términos viejo-infans. Así dejamos de lado la idea de una esencia infantil y presentamos la tesis de una infancia trifásica operante en el campo de la palabra y del lenguaje. Este operador simbólico es el responsable por la institución en el interior del proceso educativo de infancias siempre plurales, conforme los tiempos y las geografías, así como también de lo infantil, ya no más entendido como adjetivo, sino más bien como sustantivo según Sigmund Freud.
Palabras clave: Infancia, Educación, Infanticidio, Niño, Psicoanálisis.
Abstract: We intuit that children would no longer have a childhood. Childhood, commonly regarded as a natural stage of life, would be in the process of disappearing. To examine this intuition, we resort to the studies of Philippe Ariès (1960) about the emergence of the modern childhood feeling and those ones of Neil Postman’s (1982) about its current and gradual disappearance. We wonder if there would be a more appropriate feeling of childhood to the development of ‘children’ than any other. In other words, we question if there would be an ‘adapted’ childhood. For this, we make use of the conceptual tools of psychoanalysis. We subvert the classic imaginary pairs adult-child and adult-minor, typical of the field of developmental psychologies, and propose to think about the educational process pair of terms old-infants. In so doing, we are leaving aside the idea of a childlike essence, and presenting the thesis of a three-phase childhood operating in the field of word and language. This symbolic operator is responsible for the institution within the educational process of the always-plural childhoods, according to times and geographies, as well as for the childish, no longer understood as a qualifying adjective, but rather as a noun as conceived by Sigmund Freud.
Keywords: Childhood, Education, Infanticide, Children, Psychoanalysis.
Introducción
Los adultos solemos intuir que los “niños” actuales si bien serían más inteligentes no se comportarían en cambio tan bien como los de antes. La diferencia entre aquellos de antes y estos de ahora sería tan grande que inclusive se llega a pensar que los actuales no serían más “tan niños”. Concluimos rápidamente que a estos “nuevos niños” la infancia se les ha achicado o simplemente desaparecido. Entre su acortamiento y su desaparición la infancia de antaño habría dado lugar a una pluralidad de infancias de la cual las ciencias humanas y sociales intentan dar cuenta cada una a su manera. Esa insistencia se ha encontrado con aquella otra de relativizar el uso lingüístico del género masculino y de la dicotomía nominativa sexual. Así, después de cierto tiempo, en diversos países y lenguas, un “lenguaje inclusivo” produce construcciones lingüísticas totalmente singulares[1]. Estas no son nada fáciles de traducir de una lengua a otra, así como tampoco son fáciles de comprender por aquellos que, no viviendo más en un país, han dejado de acompañar la inevitable e incesante transformación de su lengua llamada nacional, y han pasado a habitar otra comunidad lingüística.
En este contexto, proponemos la grafía de niñ(a)o en lugar del uso genérico del término niño, ya no más consuetudinario en países de lengua castellana como la Argentina. La letra “a” entre paréntesis tanto posibilita cuanto imposibilita leer el masculino “niño” así como el femenino “niña”. Por otra parte, esta grafía permite una referencia al “objeto a” de la enseñanza de Jacques Lacan (2013), única chance de subvertir el esencialismo realista hegemónico en los campos de la sociología, de la psicología y de la pedagogía. En virtud de nuestro apego a la conceptualización lacaniana escribimos en este ensayo “niñ(a)o” para llamar la atención sobre el carácter escurridizo del “objeto a” que al contrario dejaría de ser evidente si escribiéramos “niño(a)”. De esta manera, si bien el niñ(a)o puede portar una marca genética sexual distintiva, por lo demás expresiva o no a nivel anatomo-fenoménico, la sexualidad humana escapa a toda y cualquier normativa, tanto supuestamente natural como socialmente construida[2].
La comentada diminución de la infancia, entendida como una edad de la vida, da lugar a actitudes adultas contradictorias. Por un lado, se espera que el niñ(a)o concluya rápidamente esta “nueva infancia” más corta para, así, hacerse adulto lo más rápido posible. En este sentido, los adultos tienden a eclipsarse, pasan a acoger e incentivar todo lo que el niñ(a)o hace como si fuera el indicio de una nueva forma de “ser infantil” más desarrollada y menos inhibida que la de antaño. Mas, por otro lado, se rechaza toda novedad en el comportamiento infantil y se intenta proteger lo poco que aun supuestamente quedaría de la infancia de antes como si ésta fuera una etapa natural de la vida que nada debe a la historia cotidiana de los hablanteser[3]. Se considera que "vivir plenamente la infancia" sería garantía de una vida adulta psicológicamente sana. Así, una serie de medidas preventivas son tomadas para proteger lo que aún quedaría de la infancia, prohibiendo los estilos educativos del pasado juzgados como nocivos para el “desarrollo infantil normal”.
¿Cuál de esas dos actitudes adultas sería la más correcta o adecuada en materia educativa? En otros términos: ¿Debemos dejarles expresar a voluntad la supuesta nueva forma de ser o, por el contrario, debemos intentar que los niñ(a)os sean como suponemos que fuimos en el pasado? A nuestro entender, se trata de un falso dilema pedagógico.
Desde ya, aclaramos que no pretendemos volver a viejos hábitos como, por ejemplo, la palmatoria y cualquier tipo de castigo o actitud de humillación. Reivindicamos el avance civilizatorio que dio dignidad humana a los niñ(a)os, de haberles dado el derecho de expresarse y jugar a lo que sea, más allá de los estereotipos de género, de hablar y de ser escuchados. Sin embargo, tampoco se trata de aceptar cualquier comportamiento como si éste fuera simplemente novedoso. No se trata, más aún, de decir que un niñ(a)o hace lo que hace porque simplemente a él le gusta hacerlo, como dicen los padres desconcertados de hoy en día.
En ese sentido, el desafío intelectual estriba en subvertir las formas corrientes que tenemos de entender tanto lo que está en pauta en la educación como, por lo demás, la mismísima idea de infancia. Mostraremos que en la infancia no hay nada natural como se cree y que, por lo tanto, tampoco hay una normativa educacional adaptada al niñ(a)o. No obstante, no todo da igual en materia educativa, pues no todo está permitido.
Pero, ¿cuál sería el criterio para juzgar lo que hacemos en educación? ¿Habría algún indicio fiable de que un niñ(a)o estaría sacando algún provecho? ¿Habría algún parámetro para saber si está de hecho sufriendo? Creemos que los hay, pero como ellos no son conductuales, como de hábito se piensa, debemos tener mucho cuidado a la hora de pronunciar una sentencia o un diagnóstico. Tampoco debemos ceder en la tentación de promulgar métodos educativos supuestamente más adecuados que otros. Es de mal augurio cuando en la educación, los adultos actuamos convencidos de estar siguiendo normas educativas consideradas aptas. La idea de que existe una esencia infantil fuera del campo de la palabra y del lenguaje, dice mucho de nuestro deseo de desconocer nuestra propia e inevitable implicación subjetiva en la educación. Esto no es sin consecuencias en la educación de un niñ(a)o.
No hay nada dado en ninguna infancia
Retomemos esta creencia de que la infancia estaría desapareciendo. Nuestra hipótesis es que ella tanto encubre cuanto revela una cuestión que nosotros - profesionales preocupados por el desarrollo psíquico y la educación - no deberíamos ignorar: aunque siempre haya habido niñ(a)os, no hay formas dadas de infancia.
La infancia sufrió y continuará sufriendo transformaciones. ¿Puede la infancia desaparecer? La respuesta depende de lo que entendamos por el término “infancia”.
Siempre habrá algo que llamaremos infancia, aunque no necesariamente lo que hoy entendemos por ella. Según lo que los adultos imaginemos por infancia, su eventual e hipotética desaparición podría comprometer la educación. Así pues, bien podemos llegar al extremo de tener niñ(a)os sin infancia. Pero ¿cómo sostener esta conjetura que parece bordear la ciencia ficción? Por la simple razón de que somos capaces de no pocas “locuras educativas”.
¿Qué solemos entender por infancia? Pensamos que sería una etapa de vida ya dada o escrita de antemano, por la cual un niñ(a)o debe pasar para desarrollarse. Suponemos que, en esta etapa, el niñ(a)o necesita tanto ser protegido del mundo adulto como ser atendido y formado con mayor o menor ahínco. La protección del supuesto desarrollo infantil implica imponerle al niñ(a)o una cierta cuarentena del mundo adulto, de sus exigencias y hábitos.
Esa forma de entender la infancia no siempre existió. El historiador Philippe Ariès (1960) fue pionero en afirmar que esa manera de entender, imaginar o soñar la infancia constituye lo que él mismo llamó un "sentimiento moderno", resultado de una paulatina transformación social que necesitó cinco siglos para ser concluida, y que ha adquirido contornos nítidos tan solo hace un poco más de un siglo.
El nuevo “sentimiento adulto” no debe ser confundido ni con el amor, ni con la simpatía de los adultos para con los pequeños[4]. Ariès (1960) señaló que nuestra vida cotidiana y sus pequeños detalles están en permanente cambio y que eso hace que la educación de una época sea siempre singular. La noción de "sentimiento moderno de infancia", más allá de las controversias, sólo expresa que nuestros ancestros pasaron a ocuparse y preocuparse por la sobrevida de los niñ(a)os, así como de su futuro como nunca lo habían hecho antes, excluyéndolos paulatinamente de la mundanidad adulta.
Dos décadas después de haber publicado su clásico libro, Ariès concedió una entrevista al psicoanalista Jean-Bertrand Pontalis (1979). En esta oportunidad, advirtió que ese sentimiento de infancia estaba ya en aquella época dando pruebas de agotamiento. En su lugar, estaría en gestación otro que parecía no ser tan apropiado para el desarrollo natural infantil. De hecho, otros intelectuales como, por ejemplo, Neil Postman (1982) también alertaron para el hecho de que los “niños” de los años 70, particularmente en los Estados Unidos, no usufructuaban más de la infancia descripta por Ariès, habida cuenta, entre otras tantas cosas, del imperio de la lógica televisiva, responsable por la alteración de la clásica diferencia generacional.
Si bien nunca sabemos lo que el futuro nos reserva, debemos tomar en serio tanto la advertencia del historiador francés como también la del crítico cultural norteamericano. De hecho, la educación actual entraña un cierto “infanticidio simbólico” (de Lajonquière, 2000; 2011).
No podemos entender las transformaciones de la infancia si ignoramos la tesis de Ariès (1960). No obstante, tampoco seguimos enteramente su razonamiento. Creemos que él, así como también Postman (1982), siguen pensando una infancia por fuera del campo de la palabra y del lenguaje, a pesar del esfuerzo que hacen para relativizar la idea de que ella sea tanto universal como natural. No por casualidad, el historiador afirmó que los “niños”, desconocidos o mal representados en los tiempos medievales, pasaron a serlo debidamente en la modernidad. En resumen, pensaba que habría una infancia natural que desconocida en una época, pasa a serlo un tiempo más tarde. Este reconocimiento sería beneficioso para el desarrollo “normal”. Postman (1982) esperaba que el avance de la psicología posibilite una educación “más adecuada”.
No debemos confundir al niñ(a)o de carne y hueso, como se dice, con el sentimiento de infancia nutrido por los adultos. De hecho, no hay connaturalidad entre ningún niñ(a)o y la “infancia”, sea lo que esta sea. En ese sentido, la infancia no fue descubierta por nuestros ancestros. Ella fue inventada socio-psíquicamente. Pero ese sentimiento inventado no es ni más ni menos adecuado a los seres de poca edad de antes, de hoy o de mañana. En ese sentido y contra toda ilusión de progreso, no habría un sentimiento de infancia más adecuado para los niñ(a)os que otro en la historia.
¿Cómo entendemos entonces el hecho de que el desarrollo de todo niñ(a)o requiere una infancia? En otras palabras, ¿cuál sería la actitud o sentimiento del mundo adulto necesario para educar a un niñ(a)o, aunque la idea de que haya una educación adaptada sea - a nuestro juicio - un contrasentido? Para responder a esta pregunta, nos vemos obligados a retomar algunas ideas psicoanalíticas, a propósito de lo que llamamos educación primordial, es decir, aquella que se establece en el seno “familiar”[5].
Toda educación convierte bebés-extranjeros en miembros de una familia
Un bebé se posa en el regazo de “su madre” y, aunque no es el principio absoluto de nada, pues la historia ya estaba en curso, en ese instante se instala en la vida de ambos la diferencia entre un antes y un después. Ahora, esta señora[6] se enfrenta con el hecho de aceptar, o no, ser la madre de ese ser pequeño que llega al mundo siempre más o menos extranjero con respecto a aquellos que lo habitaban hace tiempo.
Los bebés duermen de día, son más sociables de noche, lloran por cosas que no entendemos, hacen todo tipo de mohines hablan una lengua que no parece ser de fácil comprensión, entre otras tantas cosas un poco extrañas a la vida adulta cotidiana y familiar. En suma, la llegada de un bebé es como la visita intempestiva de un extranjero. Dicho esto, afirmamos que el hecho de ser recibido como si fuera un extranjero, no equivale a que el bebé venga a ser considerado un extraterrestre o un salvaje. Veamos esta diferencia.
Todo aquel que se toma a sí mismo por civilizado no pretende mantener ni amistad, ni conversación alguna con aquel que considera un salvaje. El auto-supuesto civilizado pretende no confundirse con el salvaje. Si lo considera un buen-salvaje, entonces pretenderá estudiarlo de forma minuciosa y científica para, así, conocer la exacta magnitud de esa misteriosa diferencia que hay entre ambos y que tanto da cuerpo a uno, como angustia al otro. Al contrario, si concluye que se trata de un mal-salvaje, entonces el civilizado intentará exterminarlo. Por otro lado, en lo que se refiere al extraterrestre, el civilizado nada quiere saber, pues tan sólo quiere mantener una distancia tal que le posibilite huir en caso de que el marciano se le acerque en demasía. En suma, el salvaje y el extraterrestre son tratados de forma diferente de aquél que se nos aparece como un extranjero. ¿Por qué? Porque se supone que este sabe cosas de otro mundo que atizan tanto nuestra curiosidad como nuestro temor. Siguiendo a Freud (1973b), afirmamos que se busca justamente entablar un diálogo con el extranjero considerado “sujeto supuesto saber” aquello que queremos tanto saber cómo no saber, que no podemos saber que no hay saber sobre la extranjería que nos habita como hablanteser.
Aclaradas entonces las diferencias entre las figuras del extranjero, del salvaje y del extraterrestre, volvamos a la relación madre-bebé.
Una madre le habla a su bebé, pues espera que éste aprenda la lengua (materna) para que así le pueda contar de ese otro mundo Otro de donde él viene. Así, ambos dejarían de ser menos extraños entre sí y, por lo tanto, más familiares. Una madre supone que el pequeño recién llegado al mundo posee su misma iniciativa comunicativa, así como su misma inteligencia para el diálogo. Es decir, la madre deniega la diferencia entre ambos.
Una mujer proyectada en su deseo de mujer puede encontrarse con un hombre en su vida cuando no simplemente recurrir a un espermatozoide. Como prueba del malentendido que habita siempre la sexualidad en el interior del campo de la palabra y del lenguaje, es muy posible que un bebé llegue un tiempo más tarde, y así reabra la diferencia irreductible entre la mujer y la madre, a pesar de que cierto ideario misógino reduzca el querer de la primera al ser de la segunda. El pequeño recién-llegado reabre la causa del deseo y así testifica la falta de proporción o de razón sexual en el mundo adulto, como decimos en el psicoanálisis desde Freud.
La llegada de un pequeño-ser implica una reacomodación del mundo, pues instala una diferencia que toma la forma de una tensión temporal que causará el proceso de “hacerse grande". Todo adulto, cuando se dirige a un niñ(a)o y se empeña en su educación, le exige dejar atrás la condición extranjera de infans - es decir, del hecho de ser privado de palabra adulta. Históricamente las culturas les han impuesto a los niñ(a)os una cierta cuarentena del mundo adulto. Los adultos simbolizan la diferencia o falta de proporción inevitable entre las generaciones, así como la que habita la vida sexual.
Para que un adulto advenga con el paso del tiempo al lugar del niñ(a)o que fue, es necesario que el adulto que ya habitaba el mundo tome como metáfora el inevitable desencuentro entre él y el niñ(a)o recién llegado.
Las psicologías del desarrollo acabaron produciendo una oposición imaginaria entre “adultos” y “niños”. Estos últimos son considerados “inferiores” en inteligencia, en el control de los afectos, etc., mientras que los primeros prefiguran el punto de llegada del desarrollo psicológico pensando como un proceso de evolución normativizada. Al contrario, el hecho de preferir usar “viejo” y niñ(a)o nos permite llamar la atención sobre la falta de proporción entre las generaciones. No es una cuestión de grado de maduración ni de crecimiento ni de desarrollo, como de costumbre se piensa. Tampoco se trata de que el niñ(a)o sea un adulto en miniatura. El hecho de “ser viejo en el tiempo” implica la operación psíquica inconsciente de represión de la posición de infans, es decir, de la represión de ese tiempo de infancia o ese tiempo de espera en el interior del campo de la palabra y del lenguaje.
Cuando un niñ(a)o deja de ser tal por haber pasado a formar parte del mundo de los grandes, la infancia es vivida como pérdida, como presencia de una ausencia en un mundo siempre viejo. Una infancia sólo puede venir a existir perdida, reprimida y, de esa forma, ella no cesa de no inmiscuirse, de no inscribirse o no escribirse[7] entre nosotros, en el seno de mundo viejo y familiar. Ella insiste como diferencia temporal y lenguajera, nos haciendo extranjeros al presente y a nosotros mismos. Paradójicamente, la infancia nos hace viejos.
Cuando una persona grande encuentra un niño(a), en la mirada de este el “adulto” se mira como si hubiese encontrado un espejo. Mira la mirada del niñ(a)o a la espera de que de su infantil profundidad emerja su propia imagen al revés. En otras palabras, el adulto espera verse completo, no más sujeto a la castración que hace de él un “ser falto-en-ser”. El “ser viejo” espera regresar en el tiempo y así reencontrar lo que restó de “su” infancia.
El “saber no-sabido” colocado en la cuenta de un bebé, hace de este un extranjero del que se quieren escuchar historias de Otro mundo. Esto es de hecho imposible, pues esperamos que él nos hable de esa extranjería que nos habita. Sin embargo, el malentendido entre las generaciones no impide la conversación. Por el contrario, la posibilita, haciendo posible una educación.
Educar es, a mi entender, donar marcas simbólicas que posibilitan a un “niño” conquistar para sí un lugar en una historia, más o menos familiar, siempre en curso, a partir del cual pueda implicarse en el deseo. El fin de una educación estriba en que un niñ(a)o pueda habitar “por sí” y “para sí propios” un lugar de palabra o de enunciación en una historia en vías de decirse. En otras palabras, que el niñ(a)o pueda decirse como sujeto en una historia en curso, o que pueda decir a qué vino a la historia de los hablanteseres. Es importante tener en claro que un niñ(a)o no puede no afrontar el desafío de conquistar un lugar de palabra. En ese sentido, la imponderabilidad de los resultados educativos resulta del entrecruzamiento del fantasma educativo inconsciente puesto en acto por los padres, por los adultos que del niñ(a)o se ocupan, así como de la elección inconsciente del bebé como sujeto[8], o sea, de lo que él pueda hacer con lo que el actuar adulto ofrece, a pesar de su más o menos buena voluntad. En suma, los resultados de una educación escapan a todo y cualquier cálculo de probabilidades. Sobre este particular, Freud (1973c, 1973d) afirmó, a su manera, que la educación, así como la política y el psicoanálisis que él inventara eran campos estructurados en torno de una imposibilidad, de la de fijar de una vez por todas el escurridizo “objeto a” en el campo de la palabra y del lenguaje. Una educación en principio siempre puede acontecer, advenir, surtir efectos de subjetivación, hasta que se demuestre lo contrario. El desdoblamiento de una educación, de una filiación simbólica de humanización y de familiarización requiere que el adulto acoja al niñ(a)o como si fuera un extranjero pasible de convertirse en un familiar, es decir, en uno a más, pero nunca un salvaje ni tampoco un extraterrestre.
A título de ilustración, recordemos que hace un poco más de dos siglos atrás, Jean Itard, joven médico en el Institut Nationale de Jeunes Sourds, de París, decidió educar un niño encontrado en los bosques de l'Aveyron. Su gesto fue vanguardista. El psiquiatra Philippe Pinel declaró, por el contrario, que la iniciativa de su joven colega era inútil. Si bien Itard apostó contra el nihilismo educativo del célebre médico, su fracaso fue rotundo, así como acabó siendo funesto el destino del chico, a quien colocara el nombre Víctor.
La forma en que Itard se condujo redujo las posibilidades de Víctor obtener algún beneficio educativo o subjetivo del encuentro entre ambos. No obstante, aprendió algunos comportamientos de la vida cotidiana. Pero la educación no debe ser confundida con el aprendizaje de conductas o comportamientos por más adaptativos que ellos sean. Educar no es adiestrar.
¿Por qué Itard se condujo con el niño como de hecho lo hizo? Más allá de las razones teóricas que esgrimió, él nada quería saber de la extranjería que lo habitaba. Nada quería saber de su infancia perdida.
Víctor fue acogido como si fuera un salvaje. El médico suponía que tenía una inteligencia mínima, pero suficiente para comprender las órdenes que le daba. Por otro lado, Itard no suponía que el chico quisiese conversar. En suma, el médico - contrariamente a una simple “madre” - no estaba dispuesto a “hablar con su niñ(a)o”. Se consagró en “hablar de” Víctor para otros (Itard, 1994). A este respecto, es pertinente recordar que Dolto (1994) llamaba nuestra atención sobre la diferencia existente entre las expresiones "hablar del niño" y "hablar con un niño". Esta diferencia traduce el reconocimiento de la implicación por parte del adulto en la educación de un niñ(a)o. El reconocimiento de esta implicación subjetiva, contrario a la obtusa perseverancia pedagógica, posibilita al adulto elaborar psíquicamente la inquietante extranjería que habita en él y que es reactivada cuando acogemos un bebé. La postura del médico muestra que lo que se ha llamado históricamente “la educación de un salvaje” es una contradicción en sus términos. El dicho salvaje resulta ser la figura de la imposible acogida del retorno de la diferencia entre las generaciones en el proceso educativo. Ya la figura del extraterrestre inhibe de hecho toda iniciativa educativa por parte de los adultos.
Por lo tanto, para que una educación que se precie de tal pueda advenir es necesario que nos permitamos acoger el retorno inevitable en el seno de la experiencia educativa de la extranjería del “objeto a”.
La infancia y la educación son dos caras de una misma moneda
¿Habría una forma más adecuada que otra de educar a un niñ(a)o? En otras palabras, recordando que toda educación es función de un “sentimiento de infancia” (Aries, 1960): ¿habría un sentimiento de infancia más apropiada que otra?
No hay ni infancia ni educación normales. Sin embargo, la diferencia de posturas educativas entre, por un lado, la del médico Itard y, por el otro, la de una simple “madre” dice justamente sobre lo que todo sentimiento de infancia debería entrañar para que una educación pueda advenir. La pretendida educación de Víctor es justamente un buen ejemplo de lo que no debe hacerse en la educación. Para el médico, el chico no era tributario de infancia alguna. El fracaso de esta experiencia pone de manifiesto que una educación entraña indefectiblemente el direccionamiento singular de la palabra a un niñ(a)o.
La infancia y la educación constituyen dos caras de una misma moneda: lo infantil. Lo infantil no como comúnmente se entiende a partir de una psicología del desarrollo cualquiera, sino en el sentido que Freud le dio, es decir, como resto ineducable del proceso mismo de humanización. Lo infantil es aquello que siempre resta del trabajo psíquico gracias al cual nos hemos hecho “grandes” o “seres viejos en tiempo”. Por eso, proponemos el uso de los términos “viejo” e infans en sustitución al clásico par adulto-niño. Según este esquema tradicional ¿Qué es un niño? Aquél ser al que le falta todo lo que un adulto tendría por cuenta de haberse desarrollado normalmente. En este sentido, si el “ser-adulto” fuese dividido por el “ser-niño”, el resto de esta operación matemática de ficción sería cero. Al contrario, el uso de los términos “viejo” e infans nos permite pensar que esa operación de división arroja un resto periódico. Esto es lo que llamamos “lo infantil” que, no siendo privativo de los menores, es inherente a todo hablanteser que, a pesar de habitar el tiempo, no tiene de hecho edad.
El psicoanálisis subvierte el paradigma esencialista inherente a las psicologías del desarrollo. Para él la materia prima para la producción de la infancia es el infans: una cría homo sapiens que tanto no está destinada al habla como tampoco puede simplemente ser animal. Paradójicamente, su humanidad no es factum, es un derecho. El término infans es el nombre de una indeterminación biológica muda. El hecho de que no siempre hemos hablado hace de la infancia una experiencia singular inherente a niñ(a)os, pero ajena a las máquinas y a los animales. El pequeño sapiens es lanzado al lenguaje, y por éste debe ser capturado. Sin embargo, esta captura o humanización lenguajera no es total. Por un lado, el lenguaje da forma a los circuitos neuronales, pero no transmuta la materialidad orgánica de la célula en la materialidad sutil del lenguaje (Lacan, 1975a). Por otro lado, establece una diferencia en el corazón mismo del lenguaje, en forma de quiasma, entre la lengua y el habla.
La educación instituye un “tiempo de infancia” como una cuarentena más o menos prolongada, según diversas proporciones, según la historia, la geografía, la clase social. Del mundo adulto del trabajo, de la política y del sexo. Así, la educación produce una “infancia trifásica”: 1) la infancia como tiempo de espera para algún día ser grande; 2) la infancia como conjunto de operaciones lenguajeras o psíquicas, de las cuales un niñ(a)o es soporte; 3) el suplemento infantil o lo “real de infancia” que resta en toda educación, productora de infancias siempre pluralmente singulares. Este resto relanza una y otra vez el proceso instituyente de “una” infancia en el transcurso de una historia a reescribir sin cesar.
La infancia es, retomando las reflexiones de Giorgio Agamben (2004), la experiencia misma de la trascendencia del lenguaje. Ningún niño(a) puede tener una infancia, como decimos a la ligera. Paradójicamente, un hablanteser solo puede "tener" una, pero sólo como perdida, después del agotamiento del tiempo de espera. En este sentido, la infancia resulta de la expropiación de una porción del ser-infans efectuada por el lenguaje sobre la cría del homo sapiens que resulta en la producción de un sujeto como realidad asintótica a la palabra. En el psicoanálisis llamamos “sujeto del inconsciente” aquello que no es más que el efecto de un cálculo diferencial de discurso. En este sentido, la infancia es tanto el origen del lenguaje, como éste el origen de la primera.
La infancia es por lo tanto objeto de inflexiones múltiples e históricas. El hecho de tratar todas las infancias producidas como si fueran “La Infancia” es la muestra del carácter natural que soñamos para la infancia moderna, esa cuyo “descubrimiento” Ariès dijo haber historiado y que Postman sentenció su desaparición Es quizás por esta razón que toda diferencia histórica es considerada como el descubrimiento de “La Infancia” o, al contrario, como su simple desaparición.
Educar implica dirigirle la palabra a un niñ(a)o. Las palabras vacías suelen entrar por una oreja y salir por la otra como acostumbramos decir. La palabra que hace diferencia es aquella que tiene la posibilidad de encontrar su plenitud. Es decir, es aquella que llega a desplazarse y condensarse junto a otras palabras de forma tal que el niñ(a)o bien pueda preguntarse: ¿qué me quiere ese que así me habla? Este interrogante que se acapara del niñ(a)o y para el cual no hay respuesta clara y distinta acaba descortinando en el horizonte de la experiencia el deseo en causa en la educación. Esto es importante, pues en psicoanálisis el norte o la dirección del proceso de humanización de todo niñ(a)o está dado por el deseo inconsciente y que no debe confundirse con la simples voluntad de hacer o tener algo. En otras palabras, un niñ(a)o para avanzar y sacar provecho de una educación precisa enfocar el deseo en el horizonte de la experiencia educativa. Esto, justamente, acabó siendo imposible para Víctor. No porque no lo haya intentado, sino por la forma en que el médico tenía de dirigirse a él. Todo adulto debe dar testimonio de su sujeción a la castración que nos sujeta al deseo. No fue lo que el médico hizo, para desgracia de Víctor.
La mayoría de los y las niñ(a)os consiguen sacar provecho de una educación en la medida en que cada uno guarda para sí algo infantil, es decir, algo del carácter extranjero de origen más allá del hecho de haberse transformado en un ser familiar en un mundo de viejos - donde todo lo que es familiar es también un poco extraño, así como todo lo que es extraño es al mismo tiempo familiar.
Sin embargo, cuando la intervención de los adultos está atravesada por el rechazo inconsciente del deseo, la educación puede convertirse en un hecho de difícil acontecimiento (de Lajonquière, 2000). El niñ(a)o pasa a tener que remar contra la corriente para así habitar un lugar de palabra en nombre propio en una historia en vías de decirse o, en otras palabras, para conseguir que la condición de sujeto le sea reconocida. Remar a favor de la corriente no es lo mismo que hacerlo en sentido contrario. Así, un niñ(a)o bien puede quedar a merced de la falta de oportunidades de ser diferente de cómo fue supuesto inconscientemente por los adultos. Paradojalmente, él queda atrapado en un lugar de excepción en el fantasma inconsciente de los adultos. No es soñado como un niñ(a)o común. Queda así fuera del lazo social, donde lo familiar y lo extraño son dos caras de una cinta de Moebius. Fue lo que le ocurrió a Víctor: desde un principio fue soñado como un salvaje y en este lugar de excepción quedó atrapado sin salida.
La suposición de excepción por parte de los adultos no determina a priori que sea imposible para un niñ(a)o llegar a buen puerto en la travesía educativa. Bien puede vencer el desafío, aunque sea obteniendo una victoria de Pirro. Pero esto no es consuelo suficiente, pues dependiendo del sentimiento de infancia que el adulto venga a nutrir, el trabajo del niñ(a)o para fruir de una educación puede revelarse complicado en demasía.
Todo niñ(a)o debe venir a habitar un lugar singular de palabra en una historia siempre en vías de escribirse. Él debe precisamente conquistar ese lugar “por sí” y “para sí” a pesar de los sueños adultos, es decir, a pesar del sentimiento de infancia nutrido por el mundo adulto. Para que eso sea posible, un niñ(a)o debe lanzarse en esa empresa. Puede que sí, puede que no. Freud calificaba toda elección como una operación inconsciente. Pero para que un niñ(a)o pueda soportar esa elección del sujeto del inconsciente, el mundo adulto debe estar animado por un sentimiento de infancia que reconoce al niñ(a)o la dignidad humana de un extranjero.
El sueño adulto de infancia debe tanto esperar al niñ(a)o en algún lugar singular, como también debe aceptar que él pueda desprenderse o desplazarse de ese lugar en el cual es añorado. Aunque toda infancia entraña la familiarización de un niñ(a)o, éste debe poder guardar para sí algo de no-familiar. De esta forma, el adulto podrá escuchar esas cosas de un Otro mundo extranjero con las que sueña.
En este sentido, un niñ(a)o de hoy no puede no parecernos diferente al de antes. Él lo es de hecho. Esto no significa, sin embargo, que no tenga más infancia, a diferencia del “niño” de antaño, o que él disfrute de una otra infancia naturalmente más o menos adecuada a un tiempo presente.
Nos preocupa, el hecho de que insistamos en pensar la infancia como “una cosa dada”. No hay infancia escrita de antemano en lugar alguno. Ella no es o si se prefiere no es del orden del ser.
Nuestros ancestros bien podían pensar que la infancia de época era natural, pero eso no hacia mella a la experiencia educativa. La educación vehiculada por los dispositivos discursivos de antaño posibilitaba, más allá del sueño adulto de naturalidad y de cierta rispidez educativa[9], relanzar el proceso de subjetivación de un niñ(a)o, pues posibilitaba tratar metafóricamente el resto infantil que ella misma producía al fabricar infancias singulares más allá del imaginario social (de Lajonquière, 2011).
Sin embargo, en los días de hoy, la creencia en la esencialidad de la infancia o de las infancias retira potestad metafórica a los dispositivos discursivos de humanización. Esa creencia es consubstancial al imperialismo de los saberes expertos ya sea sobre “La Niñez” o sobre las “niñeces” que dan cuerpo a entelequias fuera del campo de la palabra y del lenguaje (de Lajonquière, 2023).
La creencia actual en el esencialismo infantil, sea o no plural, encubre el hecho de que hoy, a pesar de las apariencias en contrario, no nos implicamos subjetivamente en la educación como lo hicieron nuestros ancestros. Nuestra actual indiferencia da cuerpo a un “infanticidio simbólico” (de Lajonquière, 2000; 2011), más allá de que hayamos avanzado un poco en materia de maltratos físicos.
En este sentido, la creencia en el carácter esencial de una infancia singular o plural hace que el adulto no se atenga a preguntarse por aquello que proyecta sobre el niñ(a)o, haciendo de él, algunas veces, un extraterrestre, otras, un salvaje, para los cuales se reserva todo tipo de correctivos sean conductuales o medicamentosos, sin valor educativo o de subjetivación alguno. En suma, un niñ(a)o de hoy no es tan diferente de uno de antes, como se intuye. La cuestión es que los adultos no soñamos la misma infancia de antes y, ésta que soñamos en los días que corren, no parece ser del mismo estofo metafórico que la anterior.
Conclusiones
Este ensayo arrancó de esa intuición adulta de que la infancia estaría desapareciendo. Nos servimos de los estudios de Ariès (1960) y de Postman (1982) que sostienen que el sentimiento moderno de infancia, así como apareció paulatinamente en la historia, viene de hecho perdiendo fuerza hace algunos años, dejando su lugar para tal vez otro diferente. A continuación, nos preguntamos si habría un sentimiento de infancia más apropiado que otro al desarrollo supuestamente normal de los niños. Para avanzar fuimos obligados a elucidar el funcionamiento de la humanización instituida por el hecho de una “madre” dirigir la palabra a “su bebé”. Afirmamos que una educación tiene posibilidades de advenir cuando la dicha madre toma, aunque sin saberlo, al bebé como si fuera un extranjero capaz de convertirse en un familiar. El hecho de ser tomado como un extranjero no es equivalente a que el bebé lo sea, en cambio, como un extraterrestre o un salvaje incapaces de transformación existencial alguna. Para explicar esto, recurrimos a la historia del “niño salvaje de l’Aveyron”, afirmando que la supuesta salvajería de Víctor era la otra cara de ese no querer implicarse subjetivamente en su educación por parte del médico.
Finalmente, a partir de la noción freudiana de “lo infantil” propusimos la indisolubilidad de la infancia y la educación. La modernidad inventó lentamente un sentimiento nuevo de infancia que conllevó prácticas educativas singulares. Éstas conforman dispositivos discursivos más o menos capaces de metaforizar el resto de la inevitable falta de proporción entre un "ser viejo en tiempo” y un niñ(a)o. Operación metafórica que si bien es siempre incompleta por definición relanza sin cesar la operación de fabricación de infancias hasta que el infans, ya transformado en un “ser-viejo”, pase a tener una infancia perdida. Sin embargo, la diseminación del espíritu técnico-cientificista y de sus saberes expertos sobre “El Niño” o las “niñeces” y sus desarrollos normales pasaron a retirarle capacidad metafórica a los dispositivos educativos.
Un niñ(a)o de hoy no es tan diferente de como nosotros lo fuimos respecto de nuestros padres y como estos lo fueron respecto de nuestros abuelos. Todo niñ(a)o, en la medida en que nace después que nosotros, se familiariza rápidamente con aquello que esta de última moda: nuestros padres con la radio, nosotros con el televisor, nuestros hijos con la internet y nuestros nietos con la inteligencia artificial. No hay en esto ni más ni menos inteligencia; cada época requiere una singular. Por otro lado, todo niñ(a)o no puede no sorprender sus padres. Es precisamente por eso mismo que los padres lo trajeron a un mundo que a ellos ya les era aburrido de tan conocido. Pero estos a pesar de convertirse en familiares guardan para si algo de la extranjería inaugural y así aseguran el malentendido entre las generaciones que en nada impide la conversación y el diálogo entre habitantes de tiempos históricos diferentes.
La extrañeza radical que hoy en día recae sobre los niñ(a)os al punto de que suelen parecer salvajes o extraterrestres no es una propiedad intrínseca, resultado de alguna misteriosa e imprevista mutación en lo más íntimo de sus supuestas esencias infantiles. Esa extrema y nada familiar extranjería no es nada más que el retorno de lo reprimido, es decir, de aquello de lo que nada se quiere saber. En suma, se trata de nuestra propia renuncia a “nada querer saber” de esa extranjería que habita en “nosotros mismos” y que tanto nos aproxima como nos distancia del prójimo. No querer saber de ella, acaba empobreciendo tanto el “tiempo de infancia” como la vida democrática del hablanteser. En suma, como siempre en la historia de los hombres y las mujeres toda ignorancia revela ser un mal negocio.
Referencias bibliográficas
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Postman, N. (1982). The Disappearence of Childhood [La desaparición de la infancia]. New York: Delacorte Press.
Notas
[1] La palabra “niño” en portugués se dice “criança”. Siendo una palabra femenina no es objeto de grafía alternativa con vistas a relativizar el valor genérico del masculino a diferencia de otros términos como, por ejemplo, “todos” que en castellano pasó a ser frecuentemente escrito “todes”. La palabra “niño” en francés se dice “enfant”, término masculino cuja grafía hasta ahora no se vio modificada. El tratamiento de estas curiosidades lingüístico-culturales excede los límites de este ensayo. A partir de nuestra propuesta del término “niñ(a)o” por las razones expuestas, en este ensayo escribiremos “un niñ(a)o” pero nunca “un(a) niño(a)” como suele hacerle en lengua castellana.
[2] La sexualidad no responde a ninguna norma, así como solemos decir que algo o alguien es fuera de serie. Esa fue precisamente la idea subversiva presentada por Freud (1973a) bajo la rúbrica de una “sexualidad infantil” reaccionaria al desarrollismo temporal. De cierta forma, podemos afirmar que el “objeto a” viene en el pensamiento lacaniano al lugar que el infantilismo de la sexualidad tenía en el freudiano.
[3] Uso del neologismo lacaniano en francés parlêtre que apunta pare el hecho de que hablar altera intrínsecamente el ser del “ser-humano”.
[4] Tampoco debe ser confundido con lo que hoy a veces se califica de concepto o concepción de infancia. El así llamado por Ariès sentido moderno de infancia está como cualquier elemento de la vida cotidiana lejos de ser una idea clara y distinta como un concepto. El uso de la expresión “concepto de infancia” persigue justamente la claridad que la vida cotidiana con los niñ(a)os nunca tuvo, no tiene y tampoco tendrá.
[5] Ciertamente esta afirmación merece precisiones suplementares habida cuenta de la existencia de niños criados/educados en contextos institucionales. El desarrollo de esta espinosa cuestión excede los límites de este ensayo.
[6] Esta señora bien puede ser biológicamente un señor. Retomaremos en un futuro esta cuestión que excede los límites de ensayo.
[7] Referencia a la formulación lacaniana sobre la imposibilidad: “no cesa de no escribirse” (Lacan, 1975).
[8] Si bien puede parecer contradictorio, debemos recordar que para el psicoanálisis toda elección más o menos deliberada de una persona siempre implica en última instancia su posición inconsciente como “sujeto del deseo” en el campo de la palabra y del lenguaje.
[9] No debemos confundir ese rigor de antaño con el maltrato infantil físico y psicológico que a duras penas intentamos hoy superar.