DOI: http://dx.doi.org/10.19137/els-2020-181806

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ARTÍCULOS

 

Aprendizaje y escritura. Una aproximación desde la filosofía1

 Learning and writing. A philosophical approach

 

Juan José Martínez Olguín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas / Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, Argentina
jjmartinezolguin@gmail.com

 

Resumen: El presente trabajo aborda el problema del aprendizaje desde la filosofía. Al respecto proponemos trazar un recorrido que tenga como eje la relación entre el proceso de aprendizaje como proceso genérico y el ejercicio de la escritura como práctica específica. Esto implica, en primer lugar, deshacerse de la concepción logocéntrica de la escritura que no sólo domina “desde siempre” el campo de la filosofía sino, también, el de las prácticas educativas donde esa concepción logocéntrica se refleja en la forma en la que se cristaliza en las instituciones la enseñanza de la escritura. El concepto de atención que tomamos del pensamiento de Bergson nos servirá para repensar este ejercicio desde una mirada que recomponga la importancia de la escritura. Asimismo, la filosofía de Rancière y Jacotot nos permitirá, finalmente, retomar el problema del aprendizaje en su relación con la práctica de la escritura.  

Palabras clave: Aprendizaje; Escritura; Filosofía deconstructiva; Atención

Abstract: This paper addresses the problem of learning from philosophy. In this regard, we propose to draw a path that has as its axis the relationship between the learning process as a generic process and the exercise of writing as a specific practice. This implies, in first place, getting rid of the logocentric conception of writing that not only dominates the field of philosophy “since always” but also from educational practices where this logocentric conception is reflected in a way in which it is the teaching of writing crystallizes in institutions. The concept of attention that we take from Bergson’s thought will help us to rethink this exercise from a perspective that reconstructs the importance of writing. Likewise, the philosophy of Rancière and Jacotot will allow us, finally, to return to the problem of learning in its relation to the practice of writing.

Keywords: Learning; Writing; Deconstructive philosophy; Attention

Fecha de recepción: 08/04/2019/ Fecha de aceptación: 06/10/2019

 

Introducción

El problema del aprendizaje, que en la actualidad comienza lentamente a ser impregnado por el concepto de formación de sí — o formation de soi, según la terminología francesa — tiene sus raíces en el origen mismo de la filosofía2. A lo largo de la tradición filosófica, sin embargo, es posible identificar un sinnúmero de perspectivas y corrientes que, cada una a su manera, procuran evocar este problema que constituye el nudo central de lo que hoy conocemos como el ámbito de la filosofía de la educación. En sus inicios y en su forma clásica, la reflexión sobre la formación de sí o el aprendizaje fue abierta por Platón, retomada posteriormente por la modernidad, y finalmente por el pensamiento contemporáneo, entre cuyos máximos exponentes se encuentra, por nombrar solo el caso de mayor resonancia, el filósofo francés Jacques Rancière. En Platón, por ejemplo, esta reflexión encuentra su pertinencia no sólo en el plano lógico sino también en el plano ontológico: cuando Menón, en la obra que lleva por título el mismo nombre, indaga a Sócrates sobre el método para aprender la virtud, el problema del aprendizaje adopta la forma de una paradoja:

¿Y de qué  manera buscarásSócrates -le pregunta Menón -, aquello que ignoras totalmente qué es? ¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con ella, ¿cómo advertirás, en efecto, que es ésa que buscas, desde el momento que no la conocías?(Platón, 1987, p. 300. El resaltado es mío).

La paradoja que plantea la pregunta de Menón es enseguida captada y explicada por Sócrates, primero en su estructura lógica, y luego en su falsedad ontológica: según ella — responde entonces Sócrates para explicar esta estructura lógica — el aprendizaje es un proceso imposible puesto que no se puede ser al mismo tiempo el que sabe y el que no sabe. Es decir: ya sea que sepamos lo que queremos aprender o indagar, o ya sea que no sepamos lo que queremos aprender o indagar, en ambos casos el proceso conduce al mismo callejón sin salida, o sea a la imposibilidad del aprendizaje. Y ello en virtud de la siguiente — siempre lógica — aporía: por un lado, el hombre no indagará o aprenderá sobre lo que sabe, porque ya lo sabe y, por el otro, tampoco indagará o aprenderá sobre lo que no sabe, puesto que no sabe lo que habría que indagar o aprender. Ahora bien: según Platón, cuyo pensamiento es, como de costumbre, encarnado en sus diálogos por su maestro, Sócrates, esta aporía lógica es rebatida en el plano ontológico con su conocida teoría de la reminiscencia, esbozada en forma sucinta en el Fedro. En este texto, en efecto, el filósofo griego sostiene que aprender es en realidad recordar lo que alma vio en su camino hacia la morada de los dioses, por lo que no hay nada, estrictamente hablando, que el hombre -el alma humana- no pueda aprender:

El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas (…), no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa -eso que los hombres llaman aprender-, encuentre él mismo todas las demás, si es valeroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia (Platón, 1987, p. 302. El resaltado es mío).

Por otro lado, en la época moderna, para seguir otra de las huellas de este problema central de la filosofía de la educación en la filosofía occidental, o más particularmente en la tradición alemana (Moreau, 2011), la cuestión del aprendizaje o la formación de sí estuvo ligada a la formación de la humanidad (humanitat) o del género humano (Geschlecht). El caso más ilustrativo de esta última tradición es, en este punto, el de Johann G. Herder (1959):

“Por lo tanto, existe una educación del género humano -escribe el filósofo alemán-, porque cada hombre se hace hombre solamente a fuerza de educación y porque toda la especie no vive sino en esta cadena de individuos” (p. 260).

En las páginas que siguen queremos retomar este problema crucial del campo filosófico y de la filosofía de la educación, pero desde una perspectiva distinta -no sólo a la que fuera planteada, en su versión clásica, por Platón, sino también a la visión moderna que pretende pensar el aprendizaje de cada individuo como educación del género humano-. Proponemos, para ello, trazar un recorrido que tenga como eje la relación entre el proceso de aprendizaje como proceso genérico y el ejercicio de la escritura como práctica específica. Esto implica, en primer lugar, deshacerse de la concepción logocéntrica de la escritura que no sólo domina, “desde siempre”, el campo de la filosofía sino, también, el de las prácticas educativas en donde esta concepción se refleja en la forma en la que se cristaliza, en las instituciones, la enseñanza de la escritura. El concepto de atención, que tomamos del pensamiento de Bergson (1859-1941), nos servirá, en este sentido, para repensar este ejercicio desde una mirada que recomponga la importancia de la escritura, y la filosofía de Rancière (1940-) y Jacotot (1770-1840) nos permitirá, finalmente, retomar el problema del aprendizaje en su relación con la práctica de la escritura.  

Más allá de la escritura como técnica

“Nunca la noción de técnica — sostiene Jacques Derrida (1967) en De la gramatología — aclarará simplemente la noción de escritura” (p. 17. La traducción es mía). En esta frase late, en gran parte, el legado y el aporte más importante de la filosofía deconstructiva: la crítica que el autor realiza a la filosofía. Esa crítica, sabemos, intenta poner de manifiesto el lugar injusto —o cuanto menos equivocado — que el pensamiento occidental le concedió, desde sus inicios hasta nuestros días, a la escritura. Ya en el Fedro (2008) de Platón, en el célebre mito que relata el diálogo entre Thamus y Theuth, ese lugar esta descrito en forma precisa. Cuando el dios egipcio le presenta el arte de las letras, es decir la escritura, al rey Thamus intenta presentarlo como un arte con la capacidad de combatir al olvido porque escribiendo las cosas en la materia sensible — le dice el primero al segundo — el hombre será capaz de recordar todo lo que uno suele olvidarse si no estuviera escrito. Sin embargo, Thamus le advierte enseguida del error que ese razonamiento lleva consigo: en lugar de ayudar a la memoria -le reprocha- la escritura va a contribuir al olvido puesto que fiándose de lo escrito quienes recuerden las cosas a través de la escritura “llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos” (Platón, 2008, p. 94. El resaltado es mío). Este diálogo, entonces, ilustra muy bien — como señala también Derrida (2004) en otro texto dedicado al análisis de este mito — ese lugar que la filosofía le concedió a la escritura: el lugar de utensilio o herramienta imperfecta. Es decir: concebida como función secundaria o instrumental con respecto a la palabra hablada, la escritura fue siempre desplazada por la filosofía. Y el fundamento que justificó ese desplazamiento fue, en líneas generales, siempre el mismo: es la voz o el sonido los que están en contacto directo con el alma, con el pensamiento o con el sentido. Si hay apertura a lo que es, es porque esa apertura es originariamente acústica (Derrida, 1967b; Agamben, 2008). El pensamiento o el sentido, para decirlo en otras palabras, se produce siempre — como le recuerda Thamus a Theuth —  desde dentro, desde la voz interior a la que percibimos, precisamente, como pensamiento o sentido — o como recuerdo vívido, para volver al ejemplo del mito que Platón relata en el Fedro-. Pero lo que viene a decir Derrida en aquel texto de fines de los ’60 es que este desplazamiento de la escritura, este lugar privilegiado otorgado a la voz y al sonido, al habla, no es otra cosa que un fonocentrismo o un logocentrismo sin tapujos. La palabra hablada, es decir la voz o el sonido, no ocupa ningún lugar de privilegio en relación con el ser, el Eidos, la verdad, el pensamiento o el sentido. La escritura, al igual que el habla, son efectos del mismo movimiento: el movimiento de la huella o del sentido mismo. La escritura no es ningún utensilio ni herramienta imperfecta que vendría a ocupar una función secundaria o derivada con respecto al habla. Ambas tienen su (no) origen en el mismo sitio: en la cadena de diferencias que las hace posibles (Derrida, 2010). Se entiende bien, por tanto, por qué la frase que citábamos al principio es el reflejo, en algún punto más profundo, del aporte de Derrida a la filosofía occidental: porque si la noción de técnica agotara a la noción de escritura, la escritura sería, como quiere precisamente la filosofía, simplemente una herramienta, o una técnica al servicio del habla, o de la voz, que acoge y recoge el sentido — o al pensamiento — en su momento o en su dimensión más propia u originaria.  Ahora bien: lo que quisiéramos poner de manifiesto en lo que sigue es que este enfoque o perspectiva logocéntrica sobre la escritura no sólo domina el campo de la filosofía o el pensamiento filosófico occidental sino, también, el campo mucho más concreto que representa el de las prácticas educativas  — lo que, en efecto, puede leerse como el resultado de este enfoque o perspectiva cuyas raíces, según describe el propio Derrida en el texto que mencionábamos (Derrida, 1967), marcan profundamente la cultura de Occidente —. Es decir: en su forma institucionalizada, ya sea que se trate de la escritura en el contexto de la educación pública o privada, o en el marco de los programas de alfabetización para adultos impulsados por el propio Estado  — que, desde el 2001, cuenta con el apoyo de instituciones multilaterales como la ONU (Organización Mundial de las Naciones Unidas)3 —, la enseñanza de la escritura se concibe siempre bajo esta matriz o enfoque logocéntrico que la desplaza y la reduce a la noción de simple técnica o herramienta al servicio del lenguaje (representado siempre en su expresión primordial u originaria como lenguaje hablado).
En un excelente texto incluido como el capítulo XII de su libro La invención de lo cotidiano, titulado “Leer: una cacería furtiva”, Michel de Certeau (1990) realiza una distinción, a propósito de la actividad de la lectura4, que ilustra en buena medida la forma en la que esta concepción de la escritura como técnica o herramienta se cristaliza en las prácticas educativas o, más ampliamente, en la educación en su versión institucionalizada. Basado en un estudio consagrado a elaborar, según admiten sus propios autores, una psicolingüística de la comprensión (Mehler y Noizet, 1974), el filósofo francés distingue — decíamos — entre dos actos distintos en lo que concierne a la lectura: el acto de leer el sentido de lo que está escrito, y el acto de descifrar los códigos, es decir las letras, de lo que se lee. Mientras el primero es, en este sentido, un proceso mucho más complejo que el segundo, puesto que implica la comprensión de lo que se lee, el segundo, que es algo así como la base del primero, sólo implica el aprendizaje del sistema de signos (el alfabeto en la escritura fonética) a partir del cual es posible el desciframientode las palabras y las frases que se construyen con los signos (las letras) que forman el código escrito. Es decir: el primero supone el aprendizaje de una dimensión mucho más profunda que el solo desciframiento del código escrito, porque supone seguir el hilo del sentido que se construye con cada palabra, con cada frase y con cada párrafo escrito. Las dificultades en la comprensión de los textos que se observa con cada vez más frecuencia en los estudiantes en las distintas instancias educativas (primaria, secundaria y universitaria, sobre todo) son, en efecto, una expresión de esta distinción fundamental que está involucrada en la actividad de la lectura. Que esa dificultad sea cada vez más creciente no significa, dicho de otro modo, que esos estudiantes no sepan leer en el sentido primordial del acto que implica el desciframiento del código escrito sino, en todo caso, que la dificultad radica en el segundo nivel o en el segundo acto que involucra la lectura: el de la lectura del sentido del texto. Ahora bien: lo que queremos apuntar en relación con esta distinción que realiza Michel De Certeau (1990) es que el primer nivel de la actividad de la lectura, el desciframiento del código escrito, que involucra el aprendizaje de la lectura en su dimensión puramente técnica, es equivalente al aprendizaje de la escritura, también, en su dimensión puramente técnica, es decir como una herramienta que sólo implica aprender el conjunto de reglas que regulan el sistema de escritura (la sintaxis, la gramática, etc.). La reducción de la enseñanza de la escritura a la enseñanza de las reglas y los usos que componen el código escrito en las instituciones educativas es, de este modo, la expresión de esta concepción logocéntrica de la escritura que la piensa sólo como función secundaria o accesoria del habla -y cuya única función sería, como detallaba Étienne Bonnot de Condillac (2014) hace más de 200 años, la de comunicar los pensamientos “para hacerlos conocer a las personas ausentes” (p. 206. La traducción es mía). Para superar, por lo tanto, esta concepción reduccionista de la escritura es necesario, en primer lugar, comprender lo que está en juego, más allá del uso de las reglas que regulan cualquier sistema de escritura, en el ejercicio o en la práctica de escribir. La hipótesis que, en este sentido, queremos abordar aquí es que lo que se pone en juego una y otra vez en esta práctica o ejercicio es lo que Henri Bergson (1966) llama los límites del campo de atención del individuo.

Escritura y atención

Casi al final de una conferencia que Bergson (1966) da en la Universidad de Oxford en mayo de 1911 — cuya exposición fue repartida en dos días consecutivos: la primera tuvo lugar el 26 de mayo y la segunda, a la que hacemos referencia aquí, el 27 del mismo mes —, centrada en lo fundamental en la presentación y en el desarrollo de los componentes decisivos de una reflexión que permita una mejor comprensión de la percepción del cambio, el filósofo francés lanza una acusación que tiene por objeto a la filosofía y, más en particular, a la forma en la que ésta concibió hasta aquél momento la percepción del tiempo. Allí, entonces, Bergson afirma:

“debemos comprender el pasado de un modo completamente distinto a aquel al que hemos estado habituados mediante la filosofía” (p. 167. La traducción es mía). Y enseguida agrega: “tendemos a representarnos nuestro pasado como inexistente, y los filósofos alientan en nosotros esta tendencia natural” (Ibid.).

La acusación que lanza el autor, luego de una larga explicación que finaliza con la tesis principal de su filosofía: que “la realidad es la movilidad misma”, pretende llegar, en efecto, al corazón de la concepción filosófica y cotidiana del tiempo: al problema del presente y al problema de su duración. El presente, se explaya Bergson promediando esa misma conferencia, es para nosotros y para los filósofos lo único que existe por sí mismo, que tiene, por lo tanto, una existencia verdadera o real. El pasado, y de allí entonces la acusación con la que Bergson apunta a la filosofía, en cuanto tal, creen y piensan los filósofos, no existe o no tiene existencia real. Y ello no sólo porque el pasado es, en sentido estricto, un presente que pasó, o un presente que ya no es, que fue o que dejó de existir como presente, sino porque si algo “sobrevive” del pasado en nosotros es por un auxilio que le presta al presente. Si el pasado se nos viene al presente, para decirlo de otro modo, si algo que pasó: una sensación, un recuerdo o un sentimiento, perdura como algo que sucede ahora, en este instante, como algo que sentimos o recordamos de vuelta, es sólo por la intervención de una función muy particular y singular de nuestro cerebro: la memoria. Pero si la memoria tiene la capacidad de guardar o de conservar determinados hechos: sentimientos, sensaciones o recuerdos que tuvimos en el pasado -y que, va de suyo, no seleccionamos o guardamos en forma voluntaria, o que seleccionamos o guardamos a veces voluntaria y otras veces involuntariamente, algunas veces consciente y otras veces de modo inconsciente-, solo los conserva o los guarda con el objeto de darnos la impresión de que forman parte del ahora, del presente en el que, precisamente, los recordamos. Pero: “Error profundo”, sentencia Bergson en la conferencia. Error profundo, aclara, pero útil, por supuesto, para nuestra vida práctica, para la esfera cotidiana de la vida. Pero inútil, insiste siempre Bergson, para la filosofía o para la especulación. Ahora bien: para deshacernos de esta idea tan común, tan evidente a los ojos de cualquiera que tenga la intención de describir su percepción del tiempo, sólo basta con detenerse un poco más en este presente, en el ahora o el instante actual que se nos aparece, que percibimos, como lo único existente, para percibirlo -sostiene- como el producto de un esfuerzo de atención:
Nuestra conciencia nos dice que, cuando hablamos de nuestro presente, es en cierto intervalo de duración que pensamos. ¿Cuál duración? Imposible fijarla de manera exacta: es algo bastante flotante. Mi presente, en este momento, es la frase que estoy ocupando en pronunciar. Pero es así porque prefiero limitar a mi frase al campo de mi atención. Esta atención es algo que se puede alargar y acortar, como el intervalo entre las dos puntas de un compás. Por el momento, las puntas se separan justo lo suficiente como para ir del comienzo al final de mi frase; pero, si me diera ganas de alejarlas más, mi presente abrazaría, además de mi última frase, aquella que la precedía: me habría bastado adoptar otra puntuación. Vamos más lejos: una atención me que fuera indefinidamente extensible tendría bajo su mirada, junto a la frase precedente, todas las frases anteriores de mi lección, y los acontecimientos que han precedido la lección, y una porción tan grande como se quiera de lo que llamamos nuestro pasado. La distinción que hacemos entre nuestro presente y nuestro pasado es entonces relativa a la extensión del campo que puede abarcar nuestra atención a la vida. El presente ocupa justo tanto lugar como ese esfuerzo. (…) (Bergson, 1966, p.  168/169. La traducción es mía).
He aquí, entonces, el concepto más potente de la filosofía de Bergson: el concepto de atención, o de atención a la vida. Con él, en suma, Bergson pretende sumergirnos en lo más hondo de su pensamiento: el presente que percibimos, y por lo tanto el tiempo tal y como lo percibimos, no es el presente o el tiempo real. Es decir: si percibimos el presente como lo único que existe, y el pasado como algo que existió, si dividimos al tiempo en pasado y presente, en el instante actual y en el instante anterior, es porque nuestra atención es lo suficientemente débil como para sostener el esfuerzo que implica percibir al presente en su duración. Porque la duración del presente -insistimos- depende enteramente del esfuerzo de nuestra atención. Si esa duración es corta, si el instante actual cae enseguida del lado del instante anterior, es porque hicimos un esfuerzo muy bajo o apenas intenso de atención. Pero nada nos impediría, sostiene siempre Bergson, llevar tan lejos como sea posible, hacia atrás, la línea de separación que divide al presente del pasado, justo hasta el punto de borrarla y de borrar, con ella, su función de separación:

“una atención a la vida que fuera lo suficientemente potente, y lo suficientemente despojada de todo interés práctico  — concluye Bergson (1966) — abrazaría así en un presente indiviso la historia entera de la persona consciente — no como algo instantáneo, no como un conjunto de partes simultáneas, sino como algo continuamente presente que pertenecería a su vez a lo continuamente moviente- (…). Se trata de un presente que dura” (p. 170).

Ahora bien: si bien es cierto que con esta noción de atención, o de atención a la vida, Bergson abre las puertas del pensamiento a un modo distinto de pensar al tiempo y al presente como su unidad mínima de composición, lo cierto es que ella permite, también, penetrar en la singularidad que caracteriza al tiempo y, en particular, al presente de la escritura como un ejercicio que, precisamente, se funda en un esfuerzo de atención. Es decir: en el mismo pasaje en el que Bergson comienza a hacer titubear a la concepción del tiempo de la filosofía que, fundada en nuestra experiencia práctica, describe al presente como lo único que existe y al pasado como algo que existió, en el mismo pasaje -entonces- Bergson brinda las herramientas para que, también desde la filosofía, podamos pensar, más allá de esta concepción, el tiempo de la escritura: ¿Cuál es -sería entonces la pregunta- la temporalidad que caracteriza a la temporalidad de la escritura? ¿En qué tiempo, es decir en qué presente, sucede o tiene lugar la escritura? ¿Podemos, para decirlo de otro modo, después de Bergson y de esta noción de atención con la que rompe con la concepción tradicional del tiempo, insistir con ella para describir el presente de la escritura? Está claro, yo diría para adelantar rápidamente la respuesta, que no. El presente de la escritura tiene poco que ver con el presente a través del cual, en la vida práctica, percibimos el tiempo. Y Bergson, en algún punto, lo anticipa en este mismo pasaje de su Conferencia: para alargar el presente que dura la frase que estoy pronunciando, explica, sólo bastaría con alargar el campo de atención, el esfuerzo de atención que dedica a la frase que está en ese instante diciendo y a la que le está dirigiendo toda su atención. Pero lo que caracteriza a esta acción particular que llamamos atención, aclara enseguida Bergson, es que es una acción a la que le podemos alargar, como el intervalo entre dos puntas de un compás, su campo -precisamente- de acción. Por el momento, en el caso de la frase que está pronunciando Bergson, las puntas que conforman los límites exteriores de ese campo sobre el cual actúa la atención se separan lo suficiente como para ir sólo del comienzo al final de esa frase: por eso allí el presente dura lo que dura su frase, lo que tarda, digamos más exactamente, en pronunciarla. Pero si las ganas o la voluntad de Bergson lo llevaran a alejar esas puntas exteriores del campo de atención aún más, es decir si su esfuerzo de atención fuera más intenso, más profundo o más potente que lo que en ese instante logró, su presente -sostiene- abrazaría además de su última frase la que la precedía y, si quisiera alejarlas aún más, alcanzaría también a la frase precedente a la anterior: me habría bastado -concluye- “adoptar otra puntuación”.
Y de eso es, en efecto, de lo que se trata, o lo que resume o mejor sintetiza, a la escritura como ejercicio que se funda en la atención: el ejercicio de la escritura es, en este sentido, el intento continuo o perpetuo por “adoptar otra puntuación”, por desplazar o postergar, una y otra vez, el punto que marca el final de la frase que es, al mismo tiempo, el punto que marca el declive o la caída de la atención. Escribir es, por ello, comparable con este esfuerzo por adoptar otra puntuación, es decir por intensificar la atención. El esfuerzo por alargar las puntas que conformarían los extremos del compás de la atención de los que habla Bergson, que son los límites o los extremos que erigen, en el mismo momento en el que son establecidos, los límites de nuestro presente; ese esfuerzo es, precisamente, el que demanda el instante en el que estamos escribiendo, el momento o el instante indiviso de la escritura. Escribir exige, invariablemente, realizar ese esfuerzo que, en la medida en que opera sobre la acción que llamamos atención, en la medida en que lo que es objeto de ese esfuerzo es nuestra atención, conlleva necesariamente un esfuerzo por alargar el presente cuyos límites están fijados por nuestro propio campo de atención. Motivo por el cual la temporalidad de la escritura no puede sino ser una temporalidad muy específica y singular, muy propia al ejercicio que la caracteriza y a la acción que con ella está comprometida, la de la atención. Si tomamos este pasaje de Bergson en toda su dimensión, si dejamos entonces que sus consecuencias penetren no sólo en la concepción del tiempo de la filosofía que él crítica, vemos enseguida que la escritura juega, para decirlo en otras palabras, con la temporalidad misma, con el elemento central que compone y configura nuestra percepción del tiempo, es decir con la atención. Alargar el presente, hacerlo durar, darle una duración que se extienda más allá de un instante que se divida rápidamente en instante actual y en instante anterior, postergar en forma transitoria pero duradera, lo más duradera que se pueda, la caída del presente, es el trabajo propio de composición que demanda la escritura (Cf. Autor, 2018).

Aprendizaje y atención.

Existe un hecho — escribe Jacques Rancière (2012) en El maestro ignorante — que todo el mundo puede verificar sin problemas: que las inteligencias de los hombres -sostiene- “no obtienen los mismos resultados” (p. 86. La traducción es mía). La afirmación implica, en primer lugar, una cuestión evidente: que los hombres no aprenden necesariamente las mismas cosas. Si por un lado hay individuos que a lo largo de su vida incorporan una gran cantidad y variedad de conocimiento, hay otros que, por otro lado, incorporan una cantidad y una variedad más modesta. Este hecho, como bien señala Rancière, se puede constatar también muy fácilmente de otra forma: a través de la velocidad o la rapidez con la que se aprende en los procesos de aprendizaje. En las distintas instancias educativas, e incluso en otras esferas de la vida, puesto que el aprendizaje es uno de esos mecanismos que tiene lugar en casi todos los ámbitos del individuo (el trabajo, la familia, etc.), la velocidad con la que se aprende cambia también de individuo a individuo. Mientras algunos estudiantes, por ejemplo, pueden aprender algún tema o alguna materia muy rápidamente, hay otros cuyo proceso de aprendizaje -del mismo tema o de la misma materia- puede llevarles más tiempo. Ahora bien: lo que también remarca Rancière en este original texto de fines de los ochenta es que esta diferencia de resultados de las inteligencias no significa, de ningún modo, que haya individuos más inteligentes que otros: “Yo no diría que la facultad (de un individuo) es inferior a la de otro. Supondría solamente que ella no fue ejercida de la misma forma. (…). Me basta de saber que este déficit en el ejercicio de la inteligencia es posible y que muchas experiencias dan prueba de ello. Desplazaría, por lo tanto, ligeramente la tautología: no diría que obtuvo menos resultados porque es menos inteligente. Diría que quizás hizo un peor trabajo porque trabajó menos, que no vio bien porque no observó bien. Diría (entonces) que su trabajo estuvo provisto de menos atención” (Ibid. La traducción es mía).
Este pasaje del libro de Rancière (2012), que el propio filósofo francés formula en base a las conclusiones de las lecciones de enseñanza universal que elabora Joseph Jacotot (figura central del texto puesto que, en rigor de verdad, la mayoría de las tesis de El maestro ignorante están basadas en aquellas lecciones), plantea un eje central en torno al problema del aprendizaje. En términos más concretos, identifica en forma novedosa el rol de la atención, como condición específica del ser humano — el hombre es, sostiene Rancière en este mismo texto, y parafraseando la frase de Aristóteles de la Política, un “animal atento” — en los procesos de aprendizaje. En particular, la experiencia de Jacotot, que — decíamos — fue un excéntrico profesor y pedagogo francés que vivió entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, consistió en la implementación de un método de enseñanza muy singular que él mismo fue su creador: el método de enseñanza universal (o también conocido como “método Jacotot”). El principio fundamental de este método sostenía que cualquier alumno puede aprender solo y sin maestro o, mejor dicho, sin el rol de maestro como rol de autoridad que transmite el saber a sus alumnos. El rol del maestro es, en todo caso, el de dirigir o sostener la atención de los alumnos con el objeto de que se produzca el aprendizaje y su objetivo de máxima es la “emancipación intelectual” de los estudiantes (concepto éste, el de la emancipación intelectual, con el que Rancière decide subtitular su propio texto: “Cinco lecciones sobre emancipación intelectual”). La experiencia más célebre sobre la que tenemos conocimiento de la aplicación del método Jacotot para la enseñanza, que Rancière relata también en El maestro ignorante, es la que tuvo lugar en el año 1818 y que tuvo a Jocotot como profesor en la Universidad de Lovaina. El objetivo de esa experiencia fue bien concreto: que los estudiantes que asistían a sus clases aprendan el francés. Pero sus alumnos no sólo no sabían ese idioma, que era en efecto el de su maestro, puesto que hablaban flamenco y holandés, sino que el propio Jacotot tampoco hablaba el idioma de sus alumnos. Ante esta dificultad, Jacotot decide poner en práctica el proceso de aprendizaje del francés en sus estudiantes a partir de la circulación de una versión bilingüe, holandesa-francesa — publicada hacía muy poco en Bélgica — de Las Aventuras de Telémaco de Fénelon. El resultado de esta experiencia fue sin dudas inesperado: los alumnos aprendieron sin demasiadas dificultades a armar frases en francés y a hablarlo con cierta fluidez. A partir de allí, entonces, Jacotot percibió lo que finalmente elaboró en forma definitiva como su método de enseñanza universal, plasmado en forma sucinta en su libro Enseñanza universal. Lengua materna (Jacotot, 2008). Ahora bien: retomando la frase de Rancière, con la que encabezábamos este apartado, se entiende mejor la importancia de la atención en los procesos de aprendizaje y en la tesis del propio filósofo francés en torno a los mejores o peores resultados que obtienen las inteligencias en esos procesos: el mayor o menor aprendizaje está siempre relacionado con la menor o mayor intensidad de la atención, es decir con el trabajo de atención. Es por eso, sostiene Rancière (2012) en El maestro ignorante basándose siempre en las formulaciones de Jacotot, que es a reducir la desigualdad en la intensidad de la atención a donde deben “dirigirse todos los procesos de enseñanza universal” (p. 87. La traducción es mía) ya que esta desigualdad en la atención es “un fenómeno cuyas causas posibles son razonablemente sugeridas por la experiencia” (Ibid.), lo que implica que su corrección es parte de la enseñanza y, por lo tanto, del aprendizaje mismo del individuo.          

Escritura, atención y aprendizaje

De la filosofía de Rancière y Jacotot se desprende una cuestión definitiva: la atención configura mucho más que una simple condición de los procesos de aprendizaje. Es, de acuerdo con los autores, su piedra angular, el fundamento último sobre el cual descansa la posibilidad misma de aprender. Esta cuestión implica, por ende, una ruptura importante con la forma en la que es concebida la relación pedagógica maestro – alumno, en su versión clásica o tradicional, que es la forma en la que se cristaliza en las instituciones educativas (Greco, 2012). En primer lugar, porque socava el principio desigualitario sobre el cual esa relación se sostiene: la idea de que el maestro es la autoridad porque sabe, y el alumno el individuo sobre el cual se ejerce esa autoridad porque no sabe. Como bien señala Rancière a lo largo de El maestro ignorante, esa relación desigualitaria lo que perpetúa es, en última instancia, la desigualdad que la legitima porque el alumno, antes que cualquier conocimiento, aprende una dimensión mucho más primaria de esa relación: que para aprender es necesario un maestro, es decir aprende a justificar o validar a la autoridad del que le enseña. La expresión con la que Rancière decide titular el libro, en efecto, no es otra cosa que la síntesis de esta tesis: el maestro ignorante es el que puede enseñar lo que no sabe. El objetivo de máxima del método de enseñanza universal que defienden tanto Jacotot como Rancière, la emancipación intelectual, es, en este sentido, que el alumno aprenda que no necesita de la autoridad del maestro para aprender Y, por otro lado, la proposición que mencionábamos al principio rompe, también, con otra de las ideas reguladores de la figura del maestro como autoridad: la idea de la explicación o de la transmisión. Dicho en otras palabras: la función del maestro no es la de explicar ningún conocimiento, ni la de transmitir ningún saber. El abordaje del problema del aprendizaje, de este modo, no sólo es desprendido del problema de la autoridad (Greco, 2007), sino también del problema de la transmisión (Moreau, 2012) que son sustituidos, entonces, por el problema de la atención. No sólo en el sentido filosófico de lo que es un problema (lógico u ontológico, es decir en los términos en los que fuera planteado por primera vez por Platón), sino en el sentido estrictamente pedagógico. Puesto que, como bien resalta el propio Rancière (2012) en el texto que venimos citando, la atención es “un hecho inmaterial en su principio” (p. 87. La traducción es mía). ¿Cómo hacer, entonces, para materializarlo en el proceso de aprendizaje? A través, precisamente, del ejercicio de la escritura. Si retomamos el análisis que hacíamos a propósito de este ejercicio a partir de la filosofía de Bergson, podemos percibir enseguida la importancia de la escritura como el sitio en donde la capacidad de atención puede ser, una y otra vez, ejercitada, ampliando las posibilidades y la potencia misma de la capacidad de aprender. Una línea insoslayable de continuidad queda, así, trazada entre el aprendizaje como proceso general y la escritura como práctica singular. La escritura, dicho de otro modo, es la vía de materialización más propia de ese hecho inmaterial que es la atención, y que constituye el eje vertebral del aprendizaje. Resta, en todo caso, una reflexión que intente pensar la forma de incorporar esta concepción profunda de la escritura -que elimine, en suma, su función accesoria y secundaria: como simple herramienta del lenguaje, como medio de comunicación- en las prácticas educativas en su versión institucionalizada. 

Bibliografía

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20. Rancière, J. (2012). Le maître ignorant. Cinq leçons sur l’émancipation intellectuelle. Paris : Fayard

Notas

1 Una versión preliminar de este trabajo fue presentada como ponencia en el IV Congreso Latinoamericano de Filosofía de la Educación, que tuvo lugar en la Universidad Nacional de San Martín en octubre de 2017.

2 Indicamos el uso de este concepto, el de formación de sí, en la lengua francesa por dos razones bien concretas: en primer lugar, porque es la filosofía de la educación en Francia el ámbito de origen del mismo y, en segundo lugar, porque en los últimos años dicha filosofía adoptó un lugar de relevancia y de gravitación sin dudas decisivos (Morisse y Moreau, 2016).

3 Nos referimos, en particular, a los programas de alfabetización fomentados por la ONU en el marco del “Decenio de las Naciones Unidas por la alfabetización”.

4 Si bien el abordaje de este problema de la realidad concreta de la educación en la Argentina excede ampliamente la vocación de este trabajo -y merece, por otro lado, un tratamiento mucho más sistemático-, mencionamos, como índice de lo que estamos afirmando, los resultados de la última prueba PISA, de 2016: de acuerdo con ésta el 53 por ciento de los alumnos argentinos de 15 años tienen dificultades para identificar la idea rectora de un texto.