DOI:http://dx.doi.org/10.19137/els-2017-141411
ARTÍCULOS
About the teachers ‘knowledge: a contribution to the question
Marcela Dubini
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires,
Argentina
marceladub@fibertel.com.ar
Existen diversas posiciones y teorizaciones sobre el saber o los saberes de los enseñantes. Las reflexiones que contiene este escrito se proponen hacer un aporte más a este debate a través de la presentación y desarrollo de una hipótesis de trabajo que afirma que los educadores son capaces de producir un saber pedagógico que excede la explicitación de saberes implícitos en sus prácticas y que esa producción es posible cuando se brindan las condiciones institucionales que habilitan espacios de reflexión y pensamiento compartido. El desarrollo de estas ideas se articula en torno a una reflexión sobre una experiencia compartida con un grupo de docentes de un Centro Educativo Comunitario de la Ciudad de Buenos Aires.
Palabras clave: Experiencia, Producción de conocimientos, Saber pedagógico, docentes, formación profesional
There are diverse positions and theories about the knowledge of teachers. This article intends to contribute to this debate through the presentation and development of a work hypothesis that sustains: teachers are capable of producing pedagogic knowledge beyond the explicit knowledge implied on their practices. That knowledge production is possible when given institutional conditions enable reflection and shared thought. The development of these ideas is articulated around a reflection on an experience shared with a group of teachers of an Educational Community Center of Buenos Aires City.
Keywords: Experience, Knowledge production, Pedagogical knowledge, Teachers, Vocational training
En un texto, que nutre en parte las cuestiones que aquí vamos a presentar, Domingo Contreras y Nuria Pérez Lara sostienen, apelando a una idea de Hannah Arendt, “que no es posible pensar sin experiencia personal” y agregan:
Pensamos porque algo nos ocurre; pensamos como producto de las cosas que nos pasan, a partir de lo que vivimos, como consecuencia del mundo que nos rodea, que experimentamos como propio, afectados por lo que nos pasa (2011, p.21).
Es la experiencia, aquello que vivimos, que nos afecta -en el sentido
de no pasarnos desapercibido- lo que provoca nuestro pensamiento, lo
que nos lleva a cuestionar nuestras verdades, lo que nos impulsa a buscar
nuevas ideas, nuevos saberes para comprender aquello que vivimos,
aquello que se nos hace presente en nuestro entorno.
Este trabajo, que intenta justamente hablar sobre los saberes que se
construyen a partir de la experiencia, comienza entonces por presentarse
a sí mismo como un esfuerzo de comprensión teórica de una experiencia
vivida. La situación que provoca, en este caso, el pensar surge a partir
de mi participación como coordinadora de un grupo de trabajo con docentes
de un Centro Educativo Comunitario, dependiente del Gobierno
de la Ciudad de Buenos Aires, ubicado en el barrio de Villa Soldati. Se
trata de una experiencia autogestada que tiene como propósito habilitar
un tiempo y un espacio donde los educadores puedan hablar y pensar, de manera compartida y colaborativa, sobre sus propias prácticas, sobre
aquellas cuestiones que los preocupan y los ocupan cotidianamente en su
trabajo en el Centro. Esto explica el nombre elegido para este espacio de
encuentro: “Pongamos en palabras: un espacio para dar voz a nuestros
pensamientos y pensar nuestras palabras”. Desde esta invitación, hemos
venido sosteniendo encuentros cuyos ejes de contenidos y dinámicas de
trabajo, si bien han sido diversos, han tenido también ciertas continuidades.
Esto permite que las reflexiones, los planteos, las comprensiones que
van apareciendo se encadenen, se amplíen y profundicen, enriqueciendo
los procesos de pensamiento y dando lugar a la emergencia de nuevos
y variados saberes. Es justamente este proceso de construcción de conocimiento
que se hace presente en esta experiencia, lo que provoca mi
pensar y suscita una serie de inquietudes e interrogantes:
¿Frente a qué tipo de saberes nos encontramos?
¿Cuáles son los caracteres de estos conocimientos que emergen en situaciones como la que presentamos? ¿Cuáles son sus formas de construcción, de validación y circulación? ¿Qué relaciones, complementariedades, tensiones y disputas sostienen con los saberes científicamente producidos?
¿Cómo pueden revertir esos saberes en la práctica de los mismos docentes?
¿Cuáles son las condiciones institucionales, pero también políticas, que habilitan la constitución de estos espacios de producción de saber?
¿En qué sentido estas experiencias pueden configurar modos diferentes para la formación continua de los docentes o su desarrollo profesional que disputan con los modos más tradicionales de “capacitación”?
Sin duda nos encontramos aquí frente a una serie de preguntas
difíciles y complejas de responder y abarcar en su totalidad. Este trabajo
se propone, sin embrago, presentar, a modo de respuestas provisionales,
algunas hipótesis que pueden incluso tensionar o entrar en discusión
con otros planteos sobre el saber docente. Intentaremos argumentar a
lo largo de su desarrollo que los educadores son capaces de producir
un saber pedagógico que excede la explicitación de saberes implícitos
en sus prácticas y que esa producción es posible cuando se brindan
las condiciones institucionales que habilitan espacios de reflexión y
pensamiento compartido.
Esgrimir esta hipótesis no significa, por supuesto, negar o poner en
discusión la existencia de saberes implícitos en las prácticas, sedimentados
en ellas como productos de la experiencia y de la formación recibida
que pueden, mediante el uso de ciertos dispositivos, explicitarse y hacerse
conscientes, tornando manifiesto un saber ya existente que permanecía
oculto en los modos de actuación. Sí queremos postular aquí que el saber,
cuya producción tiene lugar en ciertos espacios de trabajo con docentes
como los que hemos abordado en este trabajo, es un saber particular, que
no se reduce a la explicitación de los saberes pre-existentes implícitos en
la acción. Se trata más bien de un saber que se construye en la reflexión,
que emerge en ella o con ella, no que la precede. Aunque imposible de
ser desligado de la práctica, no es un saber que ya esté contenido en ella,
sino que se construye desde esa práctica, cuando se piensa y reflexiona
sobre ella. Adoptar esta perspectiva es lo que nos permitirá pensar a los
docentes no ya como usuarios de conocimientos sino como productores
de un saber que disputa en el campo con los saberes académicos.
Para explicar nuestra hipótesis, volvamos un momento a la experiencia
particular que da origen a estas reflexiones. Tal como la presentamos,
desde su nombre mismo, la experiencia ha dado lugar a la apertura de un
espacio para dar voz a nuestros pensamientos y pensar nuestras palabras.
Se trata de la habilitación de un tiempo y un lugar para poner juntos en
palabras aquello que pensamos sobre nuestra experiencia como docentes
y a sustentar, complementar, confrontar, tensionar, poner en discusión
esa palabra con la voz de aquellos con los que se comparte la tarea
cotidiana y también de aquellos otros que, desde otros lugares, también
piensan, reflexionan y teorizan sobre estas cuestiones. En este juego de
pensamientos y palabras sobre la experiencia educativa, lo que se echa
a rodar, lo que se despliega, no es sin embargo la experiencia misma
sino aquello que pensamos sobre ella. Lo que aparece en el discurso de
los maestros, en sus relatos, en sus diálogos, son las interpretaciones,
las significaciones que ellos construyen sobre el hacer educativo.
Interpretaciones seguramente mediadas por sus biografías personales y
profesionales, por los contextos o situaciones en que se enuncian. Es
sobre esas construcciones que trabajamos en estos espacios de reflexión,
enriqueciendo, sometiendo a crítica y a nuevas interpretaciones aquello
que aparece en las palabras.
Ahora bien, volviendo a nuestra hipótesis, lo que aquí pretendemos
sostener, desde cierto posicionamiento epistemológico, es que esos actos
de significación e interpretación son actos de conocimiento en cuanto
producen comprensión de la realidad y que por los tanto cuando se habilita
un espacio para que esos actos se desplieguen, se habilita también
la posibilidad de generar nuevos saberes o conocimientos. Esto explica
por qué planteamos aquí que lo que sucede en esos encuentros no es solamente
un proceso de explicitación de saberes implícitos1 que preceden
a los actos de pensar y hablar sobre la experiencia, sino un proceso de
producción de saberes a partir de esa experiencia en tanto experiencia
interpretada.
Sostener esta posición implica situar nuestra hipótesis, desde el
punto de vista epistemológico, en el campo del paradigma hermenéutico2 que desde Heidegger en adelante, pasando por autores como Gadamer,
Rorty o Ricoeur, ha venido disputando con el modelo de construcción de
conocimiento heredado de la Ciencia Moderna, hegemonizado primero
por el positivismo y más tarde por el positivismo lógico. Frente a ese
modelo de pretendida legitimidad absoluta, las posiciones hermenéuticas
han venido postulando otras formas de entender el conocimiento, la
verdad y los modos de su construcción en las que es posible enmarcar
la hipótesis que aquí presentamos. En el plano de la producción de
conocimientos sobre la educación, McEwan (1998) ha planteado también
esa transición desde los enfoques más analíticos, empeñados en describir
conceptualmente la esencia de los fenómenos educativos, hacia enfoques
más interpretativos que buscan encontrar, en palabras de Rorty, “nuevas,
mejores y más interesantes maneras de hablar” de ellos (1979 citado en
Mc Ewan, p. 249) avanzando en los procesos de su comprensión.
Establecido así el carácter gnoseológico de las producciones que
emergen a partir de ese ejercicio compartido de pensamiento y reflexión
sobre la experiencia de educar, cabe ahora preguntarse por la naturaleza
de estos saberes.
Recurrimos aquí a algunos autores que han elegido la idea de saber
de experiencia para referirse a estos conocimientos que tienen su origen
en la reflexión y la interpretación de la experiencia vivida. Se trata de
un saber, dice Luigina Mortori (2004, p.155), “que mantiene una relación
pensante con el acontecer de las cosas”; “que nace de la experiencia
cuando las ideas y las estrategias que lo estructuran constituyen la forma
emergente de una práctica de reflexión en torno a lo vivido”. En cuanto
saber que surge de “una interrogación pensante” sobre aquello que nos
preocupa y ocupa, que nos inquieta y afecta, no es un saber que aspire
a universalizaciones o generalizaciones abstractas sino a “encontrar una
respuesta a las cuestiones vitales que emergen de la trama de las relaciones
en las que se vive…” (Mortori, 2004, p.156). Para el caso de los enseñantes
- podríamos decir nosotros -, es ese saber que permite dar sentido
a la experiencia cotidiana de educar. Y cuando aquí decimos “sentido” utilizamos esta palabra en su doble acepción: esos saberes que se generan
de la experiencia pensada y verbalizada permiten significar, comprender
la tarea educativa y al mismo tiempo orientarla, brindar nuevas respuestas
a las preguntas que genera, retomar los cursos de la acción desde
nuevas miradas. Como señalan Contreras y Pérez Lara (2011, p.63), este
saber que no puede desprenderse del acontecer, que nos lleva “vivir la
experiencia preguntándonos por lo adecuado a la situación” es capaz,
desde allí, de orientar el pensamiento y la práctica educativa. Se trata de
una saber que tiene entonces como condición la inquietud, cierta cuota
de insatisfacción frente al acontecer instituido que nos lleva a ponerlo
en cuestión, a interrogarlo, a buscar sobre ello nuevos sentidos, nuevas
comprensiones y nuevos rumbos. El saber que procede de la experiencia
es aquel propio “de quien no acepta un estar en el mundo según los criterios
de significación dados sino que va en busca de su propia medida” (Mortori, 2004, p.155).
Desde estas caracterizaciones es posible asimilar o encuadrar esos
saberes que los docentes producen al pensar y enunciar sus experiencias,
intentado dotarlas de sentido, a esa forma particular de conocimiento de
la realidad educativa que ha sido propia de la Pedagogía. Traigamos aquí al respecto las enseñanzas de Durkheim quien, a principios del siglo XX
y ante el avance y desarrollo de las ciencias sociales o humanas, nos
alertaba sobre la naturaleza especial de la Pedagogía a la que intentaba
diferenciar de las Ciencias de la Educación. Para el sociólogo francés,
estos dos campos o tipos de especulación difieren fundamentalmente por
sus objetivos: mientras la Ciencia de la educación se orienta - como toda
ciencia - a “describir o explicar lo que es, o lo que ha sido”, la Pedagogía
tiene por objetivo “determinar lo que debe ser” (Durkheim, 1992 citado
en Filloux, 1994, p. 65). A ella le compete la dirección u orientación de la
tarea educativa. Pero esa dirección se basa, para Durkheim, en un saber
reflexivo, crítico y valorativo de esa realidad que intenta orientarse. La
Pedagogía
reflexiona sobre los procedimientos de acción… no para conocerlos y explicarlos, sino para apreciar lo que valen, si son lo que deben ser, si no es útil modificarlos de alguna manera, incluso reemplazarlos por procedimientos nuevos (Durkheim, 1992 citado en Filloux, 1994, p. 65).
La Pedagogía no es la práctica o la experiencia misma de educar,
pero tampoco una mera teoría especulativa sobre ella. Se trata de una
forma de saber intermedia entre la teoría y la práctica -una “teoría
práctica” dice Durkheim- en tanto reflexión sobre la educación que
proporciona ideas para conducirla. Al igual que las formas de saber de
las que veníamos hablando, la Pedagogía supone siempre esa relación
pensante con la experiencia que permite encontrar respuestas frente a
aquello que nos inquieta. Y aquí hay también un nuevo elemento que
nos permite encontrar en Durkheim algunas claves para categorizar este
conocimiento producido por los docentes. Y es que para este autor el
saber pedagógico es un saber que esclarece la práctica, que “responde a
necesidades vitales” y que por lo tanto no “tiene derecho a ser paciente” (Durkheim, 1973, p. 7), debe estar siempre dispuesta a buscar nuevas
ideas frente a aquello que no conforma. Como señalaba Mortori (2004)
para el caso de los saberes de experiencia, la pedagogía tiene también su
fuente en esa sensación de insatisfacción, de inconformismo frente a la
realidad, que nos impulsa a buscar caminos para su transformación.
Apoyándonos entonces en estas consideraciones, asumimos aquí la posición de nominar saber pedagógico a los conocimientos que
los docentes producen en situaciones como la que da origen a estas
reflexiones. Pero este reconocimiento de la peculiaridad de esta forma
de saber que sólo parece posible en ese diálogo con la experiencia vivida
nos lleva necesariamente, como a Durkheim, a preguntarnos por sus
relaciones -tensiones, conflictos, complementariedades- con el saber
académico, científicamente producido, acerca de la educación. De esta
cuestión nos ocuparemos en el siguiente apartado.
La discusión sobre el modo de relación entre el saber pedagógico
construido desde la experiencia por aquellos que la viven y el saber
académico enmarcado en el campo de las llamadas Ciencias de
la Educación debe encuadrarse en el contexto más general de las
relaciones entre el conocimiento científico y los saberes de experiencia.
Históricamente, ésta ha sido una relación conflictiva en la que la ciencia,
erigiéndose como único modelo válido y reconocido, se ha construido
al margen de los saberes de experiencia, descalificados como modos
legítimos de conocimiento y de los que aquella ha intentado, entonces,
separarse y diferenciarse. Frente a este modelo postulado desde una
racionalidad científica hegemónica que ha negado, silenciado o colocado
en un lugar marginal o de subordinación jerárquica a otras formas de
saber, se adopta en este trabajo - apoyándonos en el pensamiento de
algunos autores - una posición que permite, por el contrario, rescatar
la legitimidad de estas otras formas de conocer el mundo, de otras“experiencias de verdad” - diría Gadamer (1993) - que reconocen otras
fuentes, otras formas de producción y otros modos de legitimación.
Postulamos aquí la necesidad de una ruptura con la concepción de ciencia
heredada del positivismo que proclamó una sola verdad y un solo método
para alcanzarla, para poder recuperar todo el saber que no se dejó saber,“todo el pensar que no se dejó pensar” (Suárez, 2008, p. 7). Así como la
ciencia moderna, como ha señalado Bachelard3, se erigió a partir de una
ruptura con el sentido común que le posibilitó apartarse de los prejuicios
y las opiniones mundanas propios del conocimiento ingenuo y ordinario,
hoy se impone, según nos señala Boaventura de Sousa Santos (1996),
una segunda ruptura epistemológica, un nuevo salto capaz de reconciliar
a la ciencia con la experiencia social para permitirle intervenir en ella.
Esto supone el reconocimiento de otras formas de saber por fuera de los
marcos de producción científica y la búsqueda de relaciones productivas
con ellos.
Estas líneas de pensamiento hacen posible rescatar el valor y
legitimidad de esos conocimientos de experiencia que hemos venido
caracterizando y que, en nuestro caso, refieren fundamentalmente a esos
saberes producidos por los maestros cuando piensan y reflexionan juntos
sobre su experiencia de educar. Desde allí es posible otorgarles un estatus
epistemológico que permite reconocer su aporte al conocimiento y
comprensión de la realidad educativa. Sin embargo, y esto es interesante
de ser advertido, este reconocimiento no debe conducirnos al extremo
opuesto de desvalorizar los saberes producidos sobre lo educativo desde
el campo académico. Se señala esto porque muchas veces, y quizás como
resultado de una actitud defensiva frente a una forma de conocimiento
que, en general, avasalló el saber de los docentes y los expropió de
su lugar de sujetos productores de conocimiento (Suárez, 2008), se
observan en los educadores posiciones de resistencia o rechazo frente
al saber científico al que perciben como ajeno o alejado de sus propias
experiencias. Por el contario, este trabajo intenta postular la necesidad de
poner en diálogo e interacción a esos diversos modos de conocimiento
sobre lo educativo. Vale la pena recuperar en este sentido la idea de “ecología de saberes” utilizada por Santos (2006, 2009) para referir a
este diálogo entre formas diferentes de saber. Ese concepto se apoya, en
primer término, en la afirmación de una “diversidad epistemológica del
mundo” y en “el reconocimiento de la existencia de una pluralidad de
conocimientos más allá del conocimiento científico” (Santos, 2009, p. 33).
Pero, en segundo lugar, el concepto remite a la necesidad de producir un
proceso de interacción y entrecruzamiento de saberes donde lo científico
se encuentre con otras experiencias, con otras formas de interpretar la
realidad que han sido casi siempre silenciadas o desechadas. Se trata,
para el autor, de aceptar y aprovechar las diferencias entre esas formas
de conocer evitando cualquier tipo de jerarquización absoluta entre ellas,
promoviendo un “interconocimiento” (Santos, 2009, p. 35) que permita
que los saberes interactúen entre sí sin perder su especificidad. La
metáfora de la “ecología” remite así a un reconocimiento de la diversidad
de saberes y de las relaciones de equilibrio y mutuas dependencias
entre ellos. Son estas relaciones e interacciones entre formas diversas
de conocer las que permiten avanzar en una comprensión más rica del
mundo.
Poner entonces en diálogo4 al saber pedagógico y al saber científico
puede abrir la posibilidad de construir más y mejores comprensiones sobre
la compleja realidad educativa y encontrar otras respuestas u otras
alternativas a los problemas que plantea.
La posibilidad de que los saberes producidos desde la experiencia
por los educadores puedan entrar en un diálogo productivo con el
conocimiento científico implica, sin embargo, “cuidar” la legitimidad y
validez de esas producciones. La ruptura con las formas monopólicas de
legitimación impuestas desde la cientificidad moderna no debe significar
una validación del “todo vale”, sino más bien la búsqueda de nuevos
modos y criterios para otorgar legitimidad a los saberes que se producen.
Daniel Suárez (2008, p.5) ha advertido al respecto sobre la necesidad
de no caer en un “populismo teórico” o un “romanticismo ingenuo” que lleve a “validar sin criterios debatidos y consensuados de manera
colectiva toda forma de conocimiento” Se impone así la necesidad de
hallar nuevos criterios de verdad para abordar otras experiencias de
conocimiento “en las que -como dice Gadamer (1993, p.24)- se expresa
una verdad que no puede ser verificada con los métodos de que dispone
la metodología científica”.
Ahora bien, cuáles podrían ser estos nuevos criterios capaces de
corresponderse mejor con otras formas de producción de conocimiento
que operan por fuera de los modos ortodoxos de hacer ciencia. Aquí también el pensamiento de Santos puede acercarnos algunas pistas. Desde
su concepción del “conocimiento-como-intervención-en-la-realidad” este autor postula la posibilidad de considerar a la capacidad para esa
intervención como criterio de legitimación de un saber: “La credibilidad
de una construcción cognitiva es medida por el tipo de intervención en
el mundo que ésta permite o previene” (Santos, 2009, p.36). Podríamos
postular, entonces, que los saberes de experiencia, entre los que ubicamos
a aquellos producidos por los maestros, resultan válidos en la medida en
que permiten dar respuestas a las cuestiones vitales que emergen en las
situaciones en las que se vive y tomar nuevas “decisiones en base a las
cuales reanudar la acción interrumpida” (Mortori, 2004, p.156). La toma
de decisiones supone siempre una comprensión de la situación sobre la
que va a actuarse, por eso cuando esa comprensión falta, la acción –dice
Mortori– se interrumpe hasta logar desentrañar los sentidos de lo que
está pasando. En nuestro caso podríamos pensar, entonces, que cuando
los docentes construyen y elaboran nuevas categorías para nombrar e
interpretar aquello que acontece en su quehacer educativo, aumentando
su comprensión sobre ello, es probable que también aumenten sus
posibilidades de mejores decisiones e intervenciones en el decurso de
ese quehacer y eso es lo que otorga valor o legitimidad al conocimiento
construido.
En un sentido semejante Anderson y Herr (2007) han postulado algunos
criterios de validación para los saberes producidos en procesos de
investigación llevados a cabo por los docentes que pueden aportarnos
elementos para nuestra cuestión. Así, por ejemplo, y en coincidencia con
lo que veníamos diciendo, los autores postulan el criterio de “validez
catalítica” al que definen, siguiendo a Lather (1986 citado en Anderson
y Herr, 2007, p.55), como el “grado en que el proceso de investigación
reorienta y motiva a los participantes a analizar y entender la realidad
con el fin de transformarla”. Otros criterios postulados por estos autores
resultan también interesantes para abordar el tipo de saberes que nos
preocupan y son los de “validez democrática” y “validez dialógica”. De
acuerdo a ellos, la validez o legitimidad de un conocimiento podría estar
garantizada por un alto nivel de participación y colaboración de los
diversos sujetos interesados en un problema que dialogan, confrontan,
someten a crítica y reformulaciones los saberes que emergen en el proceso
de construcción compartida. En algún sentido, estos criterios replican,
a nivel de la comunidad de educadores, los procesos de evaluación y
revisión de pares ampliamente aceptados en el campo de la comunidad
científica como modo de validación de conocimientos. También en este
caso estos criterios se ajustan bien a otra de las características propias del
saber de experiencia que es el carácter social de su producción. Como
también nos señala Mortori (2004, p.157), este saber requiere para su
construcción “no sólo del pensamiento reflexivo que toma la forma de un
diálogo consigo mismo, sino también la confrontación con los demás” En tanto “saber que se estructura en el curso de razonamientos sociales
compartidos con otros y otras que están dentro de un tejido de relaciones
significativas” (Mortori, 2004, p.157), es un conocimiento que debe y
puede ser validado en el marco de esas relaciones.
Según han señalado diversos autores, como Gabriela Diker, el desarrollo
de las Ciencias de la Educación, la conformación de un campo
académico propio y autónomo, a partir especialmente del siglo XX,
produjo una monopolización de la producción del saber pedagógico que
desplazó a los docentes de su lugar en ese campo. Desde las jerarquías
instituidas por la racionalidad moderna, a las que ya hicimos referencia,
la legitimación excluyente del saber científico sobre la educación trazó una línea divisoria5 entre “productores y reproductores [de saber], sujetos
que hablan y sujetos que escriben, prácticos y teóricos, investigadores
y sujetos investigados” (Diker, 2006, p. 259). Estas divisiones entre la
concepción y la ejecución de la educación, entre quienes piensan y quienes
hacen, fueron profundizadas por los modelos tecnicistas y eficientistas6 que desplazaron definitivamente a los docentes del campo de la
producción del saber pedagógico. En estas concepciones se delimitaba,
sin ambigüedades, quién estaba de uno u otro lado de la línea que dividía
el campo de lo legítimo y lo ilegítimo en la producción de conocimiento
y se establecían, consecuentemente, claras jerarquías en las relaciones de
saber-poder.
La posición que hemos venido sosteniendo en este trabajo supone,
en cambio, una ruptura con esos paradigmas. Al colocar al docente
como legítimo productor de un saber legítimo, subvierte la estructura
inequitativa de distribución del conocimiento y del poder estableciendo
relaciones más horizontales entre los educadores y los profesionales de
las ciencias de la educación. Sostener esta postura supone instalar –como
señala Suárez (2011; 2014)– una “nueva política de conocimiento” que
habilite la posibilidad de ese interconocimiento, de esa ecología de
saberes a los que aludimos en un punto anterior.
Pero pensar a los docentes como productores de conocimiento permite
también concebir de otro modo su formación profesional. En tanto sujeto,
y no meros objetos de conocimiento, los docentes abandonan el lugar del
déficit, de la falta de saber que requiere la intervención experta, para
asumir un papel activo en los propios procesos de desarrollo y formación.
Molinari y Pesado (2011, p.7) han sostenido que
El desarrollo profesional se encarna en los sujetos cuando maestros y profesores producen conocimiento porque reflexionan sobre las prácticas institucionales y de aula, trabajan en comunidad, teorizan sobre su tarea cotidiana relacionándola con las dimensiones sociales, culturales y políticas de la función de educar.
En esos procesos de producción, de reflexión y teorización compartida
sobre las propias experiencias de educar, “de construcción y reconstrucción
de sentidos” los educadores no sólo transforman lo que saben
sino que se trans-forman a sí mismos, “dejan de ser lo que eran” (Suárez,
2011, p.19). En sus ya clásicas aseveraciones sobre los procesos de formación
profesional, Gilles Ferry (2004) sostenía que esa formación no
resulta tanto de la experiencia misma de trabajo como de la posibilidad
de reflexionar sobre ella. “Reflexionar - dice el autor - es al mismo tiempo
reflejar y tratar de comprender, y en ese momento sí hay formación” (Ferry, 2004, p.56). Ésta supone un trabajo sobre sí mismo7, un espacio
y un tiempo para “pensar, tener una reflexión sobre lo que se ha hecho,
buscar otras maneras de hacer…” (Ferry, 2004, p.55).
Esta forma de concebir la formación docente, que se hace presente
en experiencias como la que hemos presentado, implica nuevamente una
forma de subversión, en este caso, a los modelos clásicos de “capacitación”.
Aludimos con ello a los formatos de capacitación centrados en
la transmisión de saber experto que conciben al docente como sujeto
privado de conocimiento, una “tabula rasa” que debe ser “escrita” por
aquel que detenta el poder legítimo de “escribir” o de saber. También
aquí estamos apostando a la ruptura de relaciones jerárquicas instituidas,
para pensar en estrategias más participativas o cooperativas para la
formación y desarrollo profesional. Se trata de colocar al docente como
agente activo de su propia formación a través de procesos compartidos
con sus colegas y con aquellos que, desde otros campos, aportan saber
sobre la educación.
Una nota que distingue las posiciones que hemos venido sosteniendo
en este trabajo es la de su carácter revolucionario o disruptivo respecto
de ciertas concepciones hegemónicas sobre el saber y la formación de
los docentes. A lo largo de su desarrollo, se han puesto en consideración
nuevas maneras de entender el conocimiento pedagógico y sus formas de
producción y también nuevas formas de relación entre saberes procedentes
de diferentes campos que posibiliten la construcción de un saber más
plural sobre lo educativo, con más potencia y riqueza para transformar.
Estas miradas suponen también la atribución de nuevas posiciones para
el docente en las relaciones de saber-poder y nuevas estrategias para su
formación que colocan a los educadores como sujetos de aquella producción
y transformación y como protagonistas activos de su propio desarrollo
profesional.
Ahora bien, falta aún preguntarnos por las condiciones que hacen
posible que estas nuevas formas de pensar o mirar estas cuestiones generen
también nuevas prácticas. A esto dedicaremos los párrafos finales
de este escrito.
Tomando palabras de Larrosa, Contreras y Pérez de Lara (2011, p.36),
señalan que la producción de esas formas de saber que hemos llamado
saber de experiencia,
requiere un gesto de interrupción, requiere pararse a pensar, pararse a mirar, pararse a escuchar, pensar más despacio, mirar más despacio y escuchar más despacio (…), suspender la opinión, suspender el juicio (…) suspender el automatismo de la acción, (….), abrir los ojos y los oídos, charlar sobre lo que nos pasa…
Posibilitar la producción de conocimientos por parte de los docentes
supone, entonces, abrir un tiempo donde esa interrupción (interrupción
de la tarea diaria, interrupción de la atención a la urgencia) sea posible,
donde se pueda suspender la acción y también los saberes ya supuestos
sobre ella para someter esas acciones y esos saberes a esa interrogación
pensante de la que hablaba Mortori (2004). Pero además, se requiere un
espacio donde esos tiempos puedan ser compartidos con otros para que
esa puesta en cuestión, esta revisión de lo actuado, lo pensado y lo dicho
tenga lugar en un diálogo con aquellos preocupados u ocupados por
cuestiones semejantes.
La concreción de estos tiempos y estos espacios implica, obviamente,
ciertas decisiones institucionales, pero también nuevas políticas docentes.
Sabemos que en general las condiciones del trabajo en las instituciones
educativas han obstaculizado o dificultado las posibilidades de este
encuentro colectivo, de esos tiempos que permiten detener la acción para
pararse a pensar sobre ella, de ese espacio separado, aunque no desligado,
del andar cotidiano que posibilita mirarlo desde otro lado. Instalar
otras formas de producción de conocimientos pedagógicos y otras modalidades
para el desarrollo profesional de los docentes requiere, como
indica (Suárez, 2011, p.20), “definir nuevas reglas de juego político-educativas,
habilitaciones y autorizaciones” que lo permitan y legitimen. Se
trata de que esas posibilidades no sean ya sólo el resultado de iniciativas
auto-gestionadas8, introducidas como de “contrabando” en las lógicas del
sistema educativo, sino que alcancen condiciones de visibilidad, institucionalización
y reconocimiento. Esto permitiría además atender otra necesidad
como es la de orquestar mecanismos que faciliten la publicidad
de los saberes producidos por los docentes, que los pongan en circulación
haciéndolos participar en el debate público sobre la educación. La propuesta
consiste en generar, por estos medios, un verdadero encuentro entre
formas de saber y entre sujetos productores de conocimiento en donde
la comprensión y la producción de sentidos pueda complejizarse – como
diría Gadamer (1993) – a partir de la interpelación del otro, produciendo
un saber más rico sobre lo educativo.
Notas
1 No negamos por supuesto que algo de ello también pueda suceder.
2 Puede consultarse Flórez Miguel, C., “La tradición hermenéutica en el siglo XX”. Daimon Revista Internacional de Filosofía, Nº 50, 2010, 55-75. Disponible en http://revistas.um.es/daimon/article/view/147171/131221.
3 Véase Bachelard, G. (1979). La formación del espíritu científico. México: Siglo XXI
4 Es importante remarcar la especificidad con que se usa aquí este concepto de diálogo, rescatando la idea de dos logos, dos pensamientos, dos palabras que, con igual jerarquía, entran en relación para construir un nuevo pensamiento, una nueva palabra que resulta de esa relación.
5 Santos (2009, p.35) ha señalado que el conocimiento científico “fue diseñado originariamente para convertir este lado de la línea en un sujeto de conocimiento, y el otro lado en un objeto de conocimiento” generando una distribución social inequitativa del conocimiento.
6 Suárez ha señalado en varios escritos (2008; 2014) el modo en que estas lógicas fueron puestas en juego y enfatizadas en los procesos de reformas educativas desarrollados durante la década de 1990.
7 Esto no significa que sea un proceso solitario, por el contario, para Ferry (2004), la formación requiere siempre de ciertas mediaciones: la presencia de un formador, “las lecturas, las circunstancias, los accidentes de la vida, la relación con los otros…” (p.55).
8 Esta afirmación no va en desmedro de la valorización de este tipo de experiencias construidas por los docentes y/o las instituciones.
Bibliografía
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Fecha de recepción:
12/02/2016
Fecha de aceptación:
21/02/2017