DOI: http://dx.doi.org/10.19137/circe-2023-270108
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ARTÍCULOS
Del odio a la injusticia: la crítica a la práctica judicial ateniense en Sobre la verdad de Antifonte (fr. 44c)
From hatred to Injustice: The Critique to the Athenian Judicial Practice in Antiphonʼs On Truth (fr. 44c)
Eduardo Esteban Magoja [Universidad de Buenos Aires]
[magojaeduardo@gmail.com]
ORCID: 0000-0003-3182-5219.
Resumen: En el fragmento 44 de Sobre la verdad, Antifonte realiza una seria crítica a la ley y a la práctica judicial ateniense en cuanto medio que promueve el odio y la realización de injusticias. Esto ha llevado a una buena parte de los especialistas a calificarlo como un negador del valor de las instituciones jurídicas. A partir de una revisión del pensamiento de Antifonte, el propósito de este trabajo es examinar la posibilidad de que los espacios de resolución de conflictos, antes que cargar por completo con un sentido negativo vinculado al odio y la injusticia, puedan ser beneficiosos.
Palabras clave: Antifonte ; Odio ; Injusticia ; Práctica judicial ; Derecho
Abstract: In fragment 44 of On Truth, Antiphon seriously criticizes the law and the Athenian judicial practice as a means that promotes hatred and the commission of injustices. As a result, a large number of scholars consider that he rejects the value of legal institutions. Based on a review of Antiphonʼs thought, this paper aims to analyze the possibility that conflict resolution institutions may be beneficial rather than having a completely negative meaning linked to hatred and injustice.
Keywords: Antiphon ; Hate ; Injustice ; Judicial practice ; Law
Recibido: 27-12-2022 / Evaluado: 09-03-2023 / Aceptado: 17-03-2023
Introducción[1]
En su búsqueda por lograr la paz social, el derecho, además de establecer normas jurídicas generales que coordinen la conducta humana, instituye la figura de un tercero imparcial para que resuelva los problemas que eventualmente surjan entre los particulares. Una comunidad abandona la violencia si cuenta con esa figura autoritativa para que dirima las disputas y ponga, de este modo, un freno a la venganza ilimitada. Euménides de Esquilo ilustra muy bien este punto, en la escena en la que Atenea convence a las Erinias de que cesen su persecución contra Orestes por el asesinato de su madre y, en su lugar, sometan el caso a la autoridad de un tribunal de ciudadanos para que lo resuelva. El espacio de resolución de conflictos es tan importante que, por ejemplo, Platón (Lg. 766d3-4) decía: “sin duda toda pólis, en la que los tribunales de justicia no estuvieran instituidos convenientemente, se volvería ápolis” (πᾶσα δὲ δήπου πόλις ἄπολις ἂν γίγνοιτο, ἐν ᾗ δικαστήρια μὴ καθεστῶτα εἴη κατὰ τρόπον). O, si nos acercamos un poco más en el tiempo, Locke (2006 [1689)]: §87) sostenía que sólo forman una sociedad civil “aquellos que están unidos en un cuerpo y tienen una establecida ley común y una judicatura a la que apelar, con autoridad para decidir entre las controversias y castigar a los ofensores”.
Sin embargo, una mirada a la historia del pensamiento jurídico o incluso a la actualidad muestra que no todos están tan de acuerdo con semejante perspectiva[2]. Dentro del mundo griego antiguo, tal es el caso de Antifonte (sofista)[3], quien en el fragmento 44c del Περὶ Ἀληθείας (“Sobre la verdad”) critica con dureza distintas prácticas del sistema judicial ateniense[4]. Así, en primer lugar, niega que “el atestiguar cosas verdaderas el uno al otro es justo” (τὸ] μαρτυρεῖν ἀλ]λήλοις τἀληθῆ δίκαιο]ν […] εἶναι], col. I.3-6)[5]. En realidad, para el sofista lo que sucede es que el testigo, con esa conducta, comete una injusticia contra otro que no le ha hecho nada y se gana su odio (mîsos), dando lugar a un estado de enemistad permanente en el que sufre los riesgos de ser víctima de venganza (objeto de injusticia futura)[6]. En segundo término, Antifonte amplía esta mirada a otros casos del ámbito judicial y califica como injustas a las acciones de “procesar, juzgar y arbitrar” (τὸ δικάζειν καὶ τὸ κρίνειν καὶ τὸ διαιτᾶν, col. ΙΙ.26-28), básicamente porque “lo que beneficia a unos daña a otros” (τὸ γὰρ ἄ]λλους ὠφελοῦν ἄλλο]υς βλάπτει, col. II.30-32).
Este tipo de afirmaciones ha llevado a los especialistas a ver a Antifonte, no sin razón, como un crítico radical de las instituciones del derecho en general y de las instancias de resolución de conflicto en particular; Havelock (1957: 255-294). Incluso, no ha faltado quien, de forma quizá un poco exagerada, lo tildó de anarquista; Luria (1926: 343). Frente a este panorama, en el presente trabajo se realiza un examen de la crítica de Antifonte al ámbito judicial en cuanto espacio en el que el odio aparece como emoción motora para la producción de injusticias. El propósito es determinar si existe la posibilidad de salvar en alguna medida, y cómo, el valor y función de las cortes y el arbitraje como medios para la paz. Dicho de forma más precisa, lo que queremos indagar es si en el pensamiento de Antifonte tales instituciones, antes que cargar por completo con un sentido peyorativo (vinculado al odio y la injusticia), tienen la capacidad de generar situaciones favorables. El planteo, por cierto, es muy desafiante si consideramos la impronta bastante escéptica del pensador sobre la ley. Pero, con la ayuda de algunos autores que han demostrado que el enfoque de Antifonte no debe entenderse tan así –como Gagarin (2002) y Riesbeck (2011)–, y sobre la base de algunas ideas que se exponen en Περὶ ὁμονοίας (“Sobre la concordia”), veremos que no sólo se puede aceptar aquella posibilidad, sino que también es probable que el sofista haya querido precisamente dar cuenta de ello en su exposición.
El fragmento 44c de Sobre la verdad
Los papiros P.Oxy. 1364, P.Oxy. 1797 y P.Oxy. 3647, atribuidos a Antifonte, son los documentos más importantes que exhiben el pensamiento del famoso sofista, considerado como aquel que ofreció la “más larga” –Riesbeck (2011: 268)– exposición acerca de la oposición, tensión o distinción entre lo convencional (nómos) y lo natural (phýsis)[7].
Conocidos, a partir de la organización dada en la edición de Diels & Kranz (1960), como fragmento 44 (a, b y c)[8] del tratado Περὶ Ἀληθείας (“Sobre la verdad”) o simplemente Ἀλήθεια (“Verdad”), los textos constituyen una fuente directa y de incomparable valor para comprender, por un lado, parte del pensamiento político, jurídico y ético que caracterizó el universo intelectual de la Atenas clásica y, por el otro, la teorización de lo que Antifonte entendía sobre uno de los grandes temas que signó los debates filosóficos entre los pensadores griegos del siglo V a. C.
En cuanto al contenido, el fragmento 44a ofrece una crítica a la ley en general. Más precisamente, a partir de la distinción nómos/phýsis –la herramienta conceptual característica del llamado “movimiento sofístico”; Kerferd (1981)– el pensador impugna la idea de justicia entendida como “no transgredir las leyes de la ciudad en la que uno sea ciudadano” (τὰ τῆς πόλεως νόμιμα, ἐν ᾗ] ἂν πολιτεύ]ηταί τις, μὴ παρ]αβαίνειν, 44a, col. I.6-11). Básicamente, sostiene que esta tesis “legalista” de justicia valdría sólo cuando hay testigos, esto es, individuos que presencien la acción y puedan, por ello, motivar un castigo; sin embargo, en su ausencia —y esto es lo que quiere dar cuenta—, el hombre sigue “las cosas de la phýsis” (τὰ τῆς φύσεως, 44a, col. I.22-23). El fragmento 44b se ocupa de la igualdad natural entre griegos y bárbaros y, en lo que respecta al fragmento 44c, Antifonte realiza allí una crítica a ciertas prácticas en las cortes y a la institución del arbitraje. Este último, que constituye el objeto de estudio de nuestro trabajo, expone en su parte pertinente lo siguiente:
[col. I] […] τὸ] μαρτυρεῖν ἐν ἀλ]λήλοις τἀληθῆ δίκαιο]ν νομίζεται εἶναι] καὶ χρήσιμον οὐδὲν] ἧττον εἰς τὰ τῶν] ἀνθρώπων ἐπιτ]ηδεύματα. τοῦτο] τοίνυν οὐ δίκαιος] ἔσται ὁ ποιῶν, εἴπε]ρ τὸ μὴ ἀδικεῖν μηδ]ένα μὴ ἀδικού]μενον αὐτὸν δίκ]αιόν ἐστιν· ἀνάγκη] γὰρ τὸν μαρτυροῦ]ντα, κἂν ἀληθῆ μ]αρτυρῇ, ὅμως ἄλλον] πως ἀδικεῖν· αὐτὸν ἀδι]κεῖσθαι [ ]νενε[ ἐ]ν ᾧ διὰ τ[ὰ ὑπʼ ἐκείν]ου μαρτ[υρηθέντα ἁλίσκ[ε]ται ὁ καταμαρτυρούμενος καὶ ἀπόλλυσιν ἢ χρήματα ἢ αὑτὸν δ]ιὰ τοῦτον ὃν οὐδὲν ἀ]δικεῖ· […] [col. II] καὶ οὐ μόν[ον τῷ μίσει, ἀλλὰ κ[αὶ ὅτι δεῖ αὐτὸν τ[ὸν αἰῶνα πάντα φυλάττεσθαι τοῦτο[ν οὗ κατεμαρτύρ[ησεν, ὡς ὑπάρχε[ι γ᾿ αὐτῷ ἐχθρὸς τοιο[ῦτος, οἷος καὶ λέγειν καὶ δρᾶν εἴ τι δύν[αιτο κακὸν αὐτόν. […] οὐ γὰρ οἷόν τε ταῦτά τε δίκαια εἶναι καὶ τὸ μηδ]ὲν ἀδικεῖν μηδὲ] αὐτὸν ἀδικεῖσθαι, ἀλ]λ᾿ ἀνάγκη ἐστὶν ἢ] τὰ ἕτερα αὐτῶν δ]ίκαια εἶναι ἢ ἀμφότερα ἄδικα. φαίνεται δὲ καὶ τὸ δικάζειν καὶ τὸ κρίνειν καὶ τὸ διαι]τᾶν, ὅπως ἂν περαίνηται, οὐ δίκαια ὄντα· τὸ γὰρ ἄ]λλους ὠφελοῦν ἄλλο]υς βλάπτει· […]
[col. I] […] se considera que el atestiguar cosas verdaderas el uno al otro es justo y no menos útil para las actividades de los hombres. Ahora bien, el que hace tal cosa no será justo si realmente es justo el no cometer injusticia contra nadie, si uno mismo no es tratado con injusticia. Pues es inevitable que quien da testimonio, aun cuando atestiguara cosas verdaderas, no obstante cometa injusticia contra otro de algún modo… [y sea] él mismo tratado con injusticia…en cuanto que aquel contra quien atestigua es condenado a causa de las cosas atestiguadas por él y pierde los bienes o la vida a causa de este [hombre] a quien no le comete injusticia. […] [col. II] Y no sólo por su odio, sino también porque es necesario que él mismo se guarde durante todo el tiempo de su vida de este [hombre] contra el cual testificó. Ya que es para él un enemigo tal que es capaz, si pudiera, de decir y hacerle un mal. […] En efecto, no es posible que sean justas estas cosas y el no cometer injusticia ni ser uno mismo tratado con injusticia; al contrario, es necesario que sea justa una de las dos [posibilidades] o que las dos sean injustas. Y también parece evidente que procesar, juzgar y arbitrar, de cualquier manera que se lleven a término, no son [acciones] justas. Pues lo que beneficia a unos daña a otros.
De acuerdo con la lectura de Bignone (1974), en este fragmento Antifonte realiza un movimiento argumentativo que involucra dos grandes pasos. Lo que hace, a la luz del acto judicial de dar testimonio, es primero discutir el principio de justicia que dice “no cometer injusticia si uno no es tratado con injusticia”, y dar cuenta que presenta cierto grado de incoherencia. Esto le permite, luego, corregirlo y ofrecer adelante otro principio de justicia: “no cometer ni sufrir injusticia”[9]. Más adelante ofreceremos una explicación del rol de este estándar ético-normativo, con apoyo en el texto y en algunas interpretaciones sobre el tema dadas por los especialistas. Por lo pronto, nos interesa destacar tres puntos importantes del pasaje sobre los que apoyaremos el desarrollo de nuestras ideas de las próximas secciones. En primer lugar, Antifonte expresa una mirada muy crítica sobre la conducta de dar testimonio y los beneficios que ella reporta. El dar testimonio, ya sea pasado bajo el tamiz del estándar de justicia que dice “no cometer injusticia, si no se sufre injusticia” o del que establece “no comete ni sufrir injusticia”, no es justo. A lo sumo, sólo en la primera de estas dos definiciones de justicia habría justificación, pues ella admitiría la posibilidad de cometer injusticia a otro cuando uno previamente fue objeto de injusticia; pero en la otra variante, mucho más exigente, de ninguna forma hay lugar para ello.
En segundo lugar, el fragmento 44c no se trata sólo de una crítica a la conducta de dar testimonio en las cortes. Si bien es el tema que ocupa casi la totalidad del texto, lo cierto es que Antifonte, mediante un movimiento muy breve, amplía sus observaciones a otros supuestos del proceso judicial y, bajo los mismos criterios, les atribuye un sentido negativo. Así, dice que “también parece evidente que procesar, juzgar y arbitrar, de cualquier manera que se lleven a término, no son [acciones] justas” (φαίνεται δὲ καὶ τὸ δικάζειν καὶ τὸ κρίνειν καὶ τὸ διαιτᾶν, ὅπως ἂν περαίνηται, οὐ δίκαια ὄντα, col. II.25-30)[10]. Entonces, para el sofista, diversos actos que se dan en el ámbito judicial pueden ser injustos a la luz del estándar de justicia, derivado de una visión tradicional, que dice que la justicia supone no hacer daño. El proceso deja ganadores y perdedores, beneficiarios y perjudicados, y lo que quiere demostrar el autor es que esto no se ajusta a la máxima de justicia de “no cometer injusticia ni sufrirla”.
El tercer punto que nos interesa marcar —ya insinuado en la introducción— es que en el desarrollo argumentativo de Antifonte hay una fuerte calificación del sistema judicial en sus diversas prácticas (testificar, procesar, juzgar y arbitrar) como fuente de odio que promueve la venganza y la comisión de injusticias. Vale aclarar que, si bien Antifonte señala esta característica de modo expreso sólo con relación al dar testimonio, claramente se extiende a los otros casos. En efecto, en su lógica todos ellos se tratan de situaciones en las que alguien (sea magistrado, jurado o árbitro) genera con su decisión de procesar, juzgar o arbitrar un daño a alguna de las partes del litigio. Siempre hay perjudicados y el mîsos aparece en escena como una de las emociones privilegiadas de tal consecuencia.
Este último aspecto, muy poco explorado entre quienes han estudiado el fragmento 44 de Antifonte, puede ser aprovechado para, en combinación con los otros dos, investigar las razones concretas que explicarían por qué Antifonte tiene una visión tan negativa sobre el proceso judicial en general. Este movimiento, que afina el trazo hacia el contenido específico del fragmento ligado con el problema de la injusticia, nos permitirá, luego, abordar la cuestión acerca de si es posible encontrar una salida a la “supuesta” lógica destructiva del sofista, escéptica de las instituciones del derecho en su ámbito de determinación concreta, y a partir de allí avanzar hacia la formulación de una propuesta que rescate en algún punto un costado constructivo o positivo.
El juicio como fuente y dispositivo del mîsos
En una sociedad política y jurídicamente organizada, lo que el espacio institucional de resolución de conflictos trata de hacer, para decirlo de forma sencilla, es redefinir en términos pacíficos los problemas que tienen los ciudadanos entre sí y reinstalarlos en la comunidad de un modo que permita mantener una convivencia armónica. Euménides de Esquilo exhibe esta reconversión, cuando las Furias, tras celebrarse el juicio, calmaron su ira contra Orestes y recibieron por antífrasis el nombre de “Venerables” (Σεμναὶ, v. 1041) o, de acuerdo con el título de la tragedia, “Bondadosas” (Ἐυμενίδες). Bajo una lectura en clave jurídica, el sometimiento de las Furias a la jurisdicción del tribunal que propone establecer Atenea –tribunal que, por cierto, representa el Areópago– significa el abandono de una concepción de justicia ligada con la venganza y la emergencia de una justicia legal e institucionalizada. Esto supone, como explica Sommerstein (1989: 21), que la persona agraviada no es más quien castiga mediante la venganza al agresor, sino que tal potestad queda en manos de una autoridad legal independiente reconocida como tal que, sin caer en un impulso colérico de furia, adopta una decisión “racional” tras escuchar los argumentos de las partes. Hay, pues, un reemplazo de una retribución ciega por una justicia gobernada pura y exclusivamente por la razón, el lógos.
Ahora bien, Allen (2000: 20) advierte que, en este tipo de lectura expuesta brevemente, prima la idea de un claro “progreso desde una etapa primitiva de la política, vinculada a los conceptos de ira, vendetta, interés propio y autoayuda o acción privada, a una etapa más desarrollada de la política caracterizada por el ʻcastigoʼ vinculado a los conceptos de frío desapasionamiento, imparcialidad, legalidad, razón y a las formas judiciales públicas de acción penal”. Cabe preguntarse, junto a ese autor, si verdaderamente ello es así y si las cortes, más allá de su indudable valor, son espacios libres de todo tipo de violencia que pueda impulsar otras formas de agresión. Una respuesta realista no puede negar que en cierto sentido y bajo otro ropaje se dé tal nota. Así, por ejemplo, Cohen (1995: 188) sostiene que en Atenas el litigio implicaba la oportunidad de vengarse de los errores, de mostrar y validar las propias pretensiones ligadas al status, y disputar con el rival las propias pretensiones respecto al honor (timé) de uno mismo. Dicho con las palabras de Allen (2000: 21), “las instituciones políticas se desarrollaron precisamente para proporcionar medios públicos para llevar a cabo guerras privadas de vendetta”.
Las cortes o instituciones semejantes no solucionan el conflicto, si por solucionar se entiende retornar al estado anterior sin efecto negativo alguno. En realidad, lo que hacen es absorber los problemas para luego transformarlos en conflictos con mucho menor contenido de violencia; pero se trata al fin y al cabo de una violencia (institucionalizada) que se materializa en distintos actos avalados por el propio orden jurídico: el pleito que desarrollan los contrincantes y, como Antifonte advierte, las declaraciones testimoniales en perjuicio de otros, someter a proceso a una persona, juzgarla, castigarla o incluso emitir un laudo arbitral en contra de una de las partes.
En virtud de su carácter fuertemente agonístico, los espacios para dirimir los conflictos en Atenas constituían un fórum en el que los individuos disputaban, discutían, argumentaban y contraargumentaban. Ventilaban sus emociones, en especial su enojo, fomentaban el odio y expresaban el deseo de que la otra parte sea castigada. Lo emotivo (páthos) tenía un papel muy importante y ello, sin duda, se manifestaba en distintos aspectos del juicio o proceso. Si lo pensamos desde el lado de la argumentación, se lo utilizaba como medio de persuasión. En efecto, en un contexto donde las partes intentaban hacer todo lo posible para persuadir al jurado de que su posición era la más justa, aunque no lo fuera, ellas podían promover las emociones apropiadas para ganar el litigio; incluso, si ello no tuviera mucho que ver con el punto bajo examen judicial o implicaba destruir el honor del otro[11].
En los discursos de los grandes oradores es común que el rival sea retratado como un villano, como lo peor de la comunidad. Sin llegar al extremo de afirmar que se trataba, como ha dado cuenta Rubinstein (2004: 190), de un aspecto esencial de la dinámica de los juicios, la manipulación de las emociones y la generación de emociones hostiles, especialmente la ira (orgé) y odio (mîsos), se podía entender como parte del deber de los litigantes en la formulación de sus argumentos. Así, Carey (1994: 29), por ejemplo, explica que en la oratoria forense el demandado y el demandante tenían en común la necesidad de generar hostilidad contra el oponente; pero en particular, dicha estrategia se utilizaba en mayor medida en el discurso del demandante, quien alentaba al jurado a condenar y luego a imponer la pena deseada. Carey dice que el llamado a la ira es a menudo “sorprendentemente explícito, con el uso de palabras clave como orgé (ʻiraʼ), miseîn (ʻodioʼ), aganakteîn (ʻresentimientoʼ)”.
Sin ir más lejos, en lo que respecta a la importancia de lo emotivo en la argumentación, Aristóteles (Rh. 1356a3-16) sostiene que la habilidad de “disponer al oyente de alguna manera” (τὸν ἀκροατὴν διαθεῖναί πως), es decir, de mover al auditorio a una pasión por medio del discurso, constituye uno de los tres modos de persuasión junto con el razonamiento lógico (lógos) y los argumentos referidos al carácter (êthos). Claro que Aristóteles está pensando en emociones que influyen en la formulación del juicio del jurado y/o que puedan ser utilizadas por las partes en la construcción de sus argumentos persuasivos. Pero a esta mirada habría que añadir que las emociones también –y este es otro de los aspectos donde se presenta lo emocional– pueden generar en las propias partes, o los intervinientes, cambios de actitud con repercusiones negativas no sólo dentro del juicio, sino afuera. Que un testigo declare en contra de otro ciudadano, por más de que lo que se diga sea verdad, no es gratuito: su declaración tiene la fuerte capacidad de producir efectos indeseados o perjudiciales. Esto es lo que tiene en mente Antifonte, cuando dice que, quien da testimonio en perjuicio de otro, “él mismo es tratado con injusticia [en un futuro]” (α]ὐτὸν ἀδικεῖσθαι, col. I. 20-21), “es odiado” (μισεῖται, col. I.37-38) y, por eso, debe andar con mucho cuidado en su vida, pues se ha ganado un “enemigo tal que es capaz, si pudiera, de decir y hacerle un mal” (ἐχθρὸς τοιο[ῦτος, οἷος καὶ λέγειν καὶ δρᾶν εἴ τι δύν[αιτο κακὸν αὐτόν, col. II.9-13). Tampoco sería gratuito que el demandado o el demandante retratasen a la otra parte como lo peor de la comunidad. Antifonte no menciona expresamente este ejemplo, pero muy probablemente haya pensado en él, pues sus observaciones sobre el acto de dar testimonio tienen la misma lógica y son perfectamente trasladables a semejante supuesto.
En función de estas ideas que venimos desarrollando, se puede afirmar que lo que Antifonte estaría marcando con su crítica es que el espacio de resolución de conflictos no es lo suficientemente sólido como para contener dentro de sí la vendetta y las emociones que a partir del conflicto se generan. La disputa se traslada por fuera de las cortes; no queda ahí y, como si se tratara de un río cuya fuerza hace colapsar un dique que le impedía su paso, inunda con sus efectos negativos las relaciones humanas. Esto se debe, entre otras razones, a que la emoción del mîsos, que es aquella que pone de relieve Antifonte, se presenta como una suerte de motor que empuja a los hombres hacia la venganza, la enemistad y la producción de injusticias. Sin duda, el odio es una emoción muy negativa que desparrama sobre la sociedad sus efectos nocivos y destructivos. Aristóteles marca este punto en la explicación que ofrece sobre ella en Retórica (1382a). En efecto, ubica al odio como la emoción contraria de la amistad (philía) y la caracteriza como un deseo de hacer un mal a otro que no sólo puede darse contra alguien en particular, sino también hacia una categoría entera de personas. El odio, además, no se acompaña de ningún tipo de pesar y no admite posibilidad de que el que lo sufra se compadezca; de hecho, tal es su intensidad que Aristóteles (Rh. 1382a7-8) dice que es “incurable con el tiempo” (χρόνῳ, τὸ δ᾽ ἀνίατον).
Entonces, lo que interesa marcar del planteo aristotélico es que si, por un lado, la amistad es “el querer para alguien lo que se piensa que es bueno, así como poner en práctica tales cosas en la medida de lo posible” (ἔστω δὴ τὸ φιλεῖν τὸ βούλεσθαί τινι ἃ οἴεται ἀγαθά […] καὶ τὸ κατὰ δύναμιν πρακτικὸν εἶναι τούτων, Rh. 1380b35-1381a1) y, por el otro, el odio es un deseo de destrucción —una fuerza que le quita toda virtud a aquella emoción positiva—, sería difícil encontrar margen alguno para que los involucrados puedan alcanzar una mínima situación de concordia (homónoia) sobre puntos de convivencia básicos. El peor escenario sería que se dé la manifestación quizá más grave del odio: la enemistad (ékhthra). Aristóteles (Rh. 1381b37-1382a1) es muy escueto a la hora de determinar esta relación que trazamos, pues sólo se limita a introducir en su investigación la frase: “en lo que respecta a la enemistad y al odio, es claro que hay que considerarlos teóricamente a partir de sus contrarios” (περὶ δ᾽ ἔχθρας καὶ τοῦ μισεῖν φανερὸν ὡς ἐκ τῶν ἐναντίων ἔστι θεωρεῖν). Sin embargo, si seguimos la lectura de Konstan (2006: 194), que creemos correcta, nuestra afirmación adquiere sustento. En efecto, el especialista en emociones en la antigüedad griega explica que “odiar es la emoción simple, mientras que la enemistad representa el estado de cosas que se da cuando las personas se miran con odio mutuo”. La enemistad, además, es una situación duradera, pues ella se refuerza a sí misma y se reaviva constantemente a partir de la antipatía que presentan ambos individuos, junto con la creencia de que el otro posee los rasgos detestables de carácter típico de “cierta clase de persona” que merece ese odio. Se podría decir mucho más sobre la oposición philía/mîsos, con un especial tratamiento a nivel político, es decir, de la pólis; Bignone (1974). No obstante, las breves reflexiones que hemos hecho sobre el tema son suficientes para dar cuenta del empuje que tiene la emoción del odio para alimentar la venganza, la enemistad y la generación de injusticias.
El desarrollo sobre la cuestión del odio y sus consecuencias que marca Antifonte nos permite sacar algunas conclusiones valiosas. Se tiene, ante todo, un panorama más completo acerca de las razones que explicarían por qué el sofista es crítico del ámbito de administración de justicia. El problema puntual es que este no logra absorber el conflicto, contenerlo dentro del sistema y, luego, reinsertarlo en la comunidad tras apaciguarlo. Sucede todo lo contrario, pues se promueve un odio que se traduce en enemistad, con posibilidad de que ella se materialice en futuras acciones injustas entre los ciudadanos. Dicho a la luz de Esquilo, tales instituciones no logran que las Furias se conviertan en Euménides.
Además, se comprende de mejor forma el fracaso del estándar de justicia que dice “no cometer injusticia si uno no fue objeto de injusticia”. Sin atender a la cuestión emocional del odio y la enemistad, la forma de entender la incoherencia que Antifonte demuestra de ese estándar a la luz de la práctica del testimonio sería, como explica Nill (1985: 68), la siguiente: si alguien comete injusticia y luego, por ello, es víctima de una agresión, esta última injusticia, al estar amparada por la regla, no sería injusta: habría, entonces, algunos actos de injusticia que son justos. La incoherencia de esto radica en que no es posible que las injusticias que alguien cometa y sufra sean a la vez justas e injustas. En una noción coherente de justicia, las injusticias que uno comete y sufre deberían ser ambas injustas; de ahí que deba desecharse el estándar de justicia en cuestión. La lectura de Nill se trata, como se advierte, de una mirada que coloca el acento en el aspecto lógico y que trabaja con la identidad entre dañar (bláptein) y cometer injusticia (adikeîn).
Pero, si uno juzga aquel estándar de justicia a la luz de la cuestión del odio, se advierte que la crítica de Antifonte es todavía más profunda, no sólo ligada a una cuestión lógica, sino también a un aspecto sustantivo de las relaciones humanas. En efecto, la regla, como permite la venganza, tiene la capacidad de reproducir tal emoción negativa y destructiva entre los hombres y, de este modo, atenta contra las bases para generar un acuerdo comunitario pacífico. Tal sentimiento se opone a la homónoia y a la philía, que son en el pensamiento de Antifonte los principios fundamentales de la comunidad (fr. 44a de Sobre la concordia) y sobre los que se apoyaría en realidad una verdadera justicia entendida como “no cometer injusticia ni ser objeto de ella”; Bignone (1974: 98).
La justicia no puede admitir en modo alguno la enemistad, el odio y el daño; si los admite, como sucede con la fórmula “no cometer injusticia, si previamente no se la sufrió”, no se tratará, a la luz de la concepción de Antifonte, de una justicia genuina, ligada al valor de la concordia. Ya Platón decía en República (351d9) que “es obra de la injusticia infundir odio dondequiera que esté” (ἔργον ἀδικίας, μῖσος ἐμποιεῖν ὅπου ἂν ἐνῇ); y, en el mismo orden de ideas, Sócrates en Critón (49c10-11) afirmaba que “en efecto no se debe devolver injusticia por injusticia ni hacer mal a hombre alguno, no importa lo que se sufra por [obra] de ellos” (οὔτε ἄρα ἀνταδικεῖν δεῖ οὔτε κακῶς ποιεῖν οὐδένα ἀνθρώπων, οὐδ᾽ ἂν ὁτιοῦν πάσχῃ ὑπ᾽ αὐτῶν). Es probable que de este tipo de concepciones morales se vio influido Antifonte en la formulación de su tesis.
Antifonte y la cuestión del valor del nómos
Hemos visto que en la visión de Antifonte el sistema de administración de justicia cultiva el odio y promueve de este modo la venganza. Hay una mirada muy crítica, según la cual tal espacio institucional, lejos de recuperar cierta paz, exacerba la violencia. Son varias las preguntas que se pueden plantear frente a semejante situación, pero en función de la temática que estructura nuestro trabajo hay uno en particular muy importante: ¿existe forma alguna de que el odio, que nace del conflicto y se presenta en las cortes, no se materialice en injusticias? Dependiendo de la respuesta, se puede pasar a determinar si se trata de una posición por completo destructiva, que condena a los órganos jurisdiccionales, o en realidad hay un costado eventualmente positivo.
Creemos que se puede dar una respuesta positiva al interrogante formulado, cuya justificación involucra dos cuestiones: en primer lugar, el valor (positivo) de la ley en cuanto instrumento organizativo de la sociedad, potencialmente beneficioso, aun cuando Antifonte tiene una mirada muy pesimista sobre ella; y, en segundo término, la posibilidad cierta de clausurar, desde las propias leyes, la materialización del odio en injusticias tras ser ventilado en las cortes u otros espacios de resolución de disputas. De este segundo punto nos ocuparemos en la siguiente sección, luego de desarrollar aquí el primero.
En lo que respecta a la ley, Gagarin (2002 y 2007) y en especial Riesbeck (2011) han demostrado con buenos argumentos que ella presenta ciertos rasgos de positividad en la exposición de los fragmentos 44 a y b; no todo es, pues, tan negativo en ella. La forma en que arriban a semejante conclusión involucra tres movimientos argumentativos interconectados, que trataremos como tales: el primero, es de índole textual, es decir, vinculado con las menciones expresas que hace Antifonte sobre el nómos; el segundo, está ligado a la determinación de la semántica de la phýsis y la relación de esta con la ley; y, el último, gira en torno a la (posible) producción de beneficios genuinos desde lo convencional. En relación con el primero, varias son las afirmaciones de Antifonte de que, a pesar de su fuerte escepticismo hacia la ley, puede ser más ventajoso actuar de acuerdo con ella antes que con la phýsis. Esto sucede en particular cuando sostiene que, en el caso de que un hombre esté en presencia de testigos (44a, col. I.17-18), los beneficios que se obtienen de evitar la “vergüenza y el castigo” (αἰσχύνης και ζημίας, 44a, col. II.7-8) si se transgrediera el nómos, superan los beneficios que se derivan de seguir la phýsis. También cuando dice que no todas, sino “la mayoría de las cosas justas según el nómos se halla en guerra con la phýsis” (τὰ πολλὰ τῶν κατὰ νόμον δικαίων πολεμίως τῇ φύσ[ει] κεῖται, 44a, II.26-30); y al explicar que “las cosas de las que los nómoi alejan a los seres humanos no son más amistosas o afines a la phýsis que las cosas hacia las que se inclinan” [ἔστι]ν οὖν οὐδὲν τ[ῇ] φύσει φιλιώτ[ερ]α οὐδ᾿ οἰκειότε[ρα] ἀφ᾿ ὧν οἱ νόμο[ι ἀ]ποτρέπουσι τ[οὺς] ἀν[θ]ρώπ[ους] ἢ ἐφ᾿ ἃ [προ]τρέπουσ[ιν]; 44a, col. III.18-25).
Este tipo de pasajes, que exhibirían un aspecto positivo del nómos, muestran que no es tan cierto que para Antifonte todas las leyes deban ser rechazadas[12]. Sin embargo, dado que obedecer las leyes es ventajoso en la medida que ello evita sufrir vergüenza y castigo (un beneficio condicionado y dependiente), cabe preguntarse si, y cómo en tal caso, la obediencia al nómos podría producir beneficios genuinos por sí misma. Hay una afirmación del tratado que parecería cancelar esta posibilidad: “las cosas beneficiosas establecidas por el nómos son cadenas de la naturaleza, pero las [establecidas] por la naturaleza son libres” (τὰ δὲ ξυμφέρ[οντα τὰ μὲν ὑπ[ὸ τῶν νόμων κε[ίμενα δεσμ[οὶ τῆς φύσεώς ἐ[στι, τὰ δ᾿ ὑπὸ τῆς φύσεως ἐλεύθερα, 44а, col. IV.1-7). Según autores como Furley (1981: 90) y Pendrick (2002: 335), esta oposición entre libertad y esclavitud expresa una dicotomía entre términos positivos y negativos, lo cual daría cuenta de que las cosas beneficiosas establecidas por el nómos no son en realidad beneficiosas. En un sentido parecido, Bieda (2008: 40) interpreta que la utilidad del nómos es una utilidad eventual en el sentido de que se lo obedece para evitar un mal mayor al transgredirlo; se trata de una utilidad accesoria que se enmarca dentro del propio mandato de una naturaleza “encadenada”, esto es, sin posibilidad de desplegarse en su pureza o mejor expresión para alcanzar el mayor beneficio posible. En este enfoque, pues, se ve al nómos en términos negativos, como un claro ejercicio de la esclavitud. O, dicho de otra forma, lo beneficioso por ley tiene un grado de perjuicio; por esto jamás puede ser concebido como beneficio genuino.
En este punto, donde las críticas de Furley o Pendrick parecen clausurar la posibilidad de pensar cierta positividad genuina en el nómos, entra en juego la cuestión de la semántica del concepto de phýsis. Básicamente, lo que dice Gagarin (2002: 66) es que ella se debe entender como las capacidades básicas que el hombre tiene en función de su constitución física; no como un mandato que establece fines específicos, el cual se expresa como una suerte de principio utilitarista que ordena siempre la búsqueda del beneficio personal entendido en términos de generación de placer[13].
Sobre tales bases, y como tercera cuestión o movimiento de la argumentación, Riesbeck (2011: 279) sostiene que, si se lee el pasaje a la luz de la interpretación de Gagarin sobre el sentido de phýsis, surge “un sentido claro en el que los beneficios genuinos podrían ser establecidos por el nómos y, sin embargo, ser ʻcadenasʼ sobre la naturaleza”[14]. El argumento se expresa del siguiente modo: dado que la phýsis no establece restricción alguna (son capacidades físicas básicas, no mandatos acerca de cómo se debe actuar) y que son los nómoi los que la establecen con el fin de adoptar cursos de acción beneficiosos, se explica de este modo que Antifonte conciba tal regulación como una atadura o un lazo que impide a la naturaleza moverse libremente; pero ello no significa una opresión en un sentido negativo. El pasaje del fragmento 44a, col. V.25-VI.3 daría apoyo a la tesis del aspecto positivo genuino del nómos, pues allí se afirma que, “si en efecto llegaría a haber alguna protección de las leyes para los que se sometan a tales cosas […], no sería no beneficioso el obedecer a las leyes” (εἰ μὲν οὖν τις τ]οῖς τοιαῦτα προ〈σ〉ι]εμένοις ἐπικούρ]ησις ἐγίγνετο] παρὰ τῶν νόμ]ων […] οὐκ ἀν[ωφελὲς ἂν ἦν τ[ὸ τοῖς νόμοις πεί[θεσθαι). Esta concesión da cuenta incluso de que, si bien Antifonte se muestra muy crítico de las leyes actuales, aun así ve que un sistema legal apropiado podría establecer grandes beneficios.
En lo que respecta a esta posibilidad de que el nómos genere beneficios genuinos Antifonte no ofrece ningún ejemplo, lo cual hace difícil reconstruir en qué podría verdaderamente estar pensando. Sin embargo, para Riesbeck (2011: 284) no es muy difícil de imaginarlo. En efecto, en el pensamiento del sofista “si la presencia de testigos hace que sea más beneficioso para alguien observar el nómos y abstenerse de dañar a otros en presencia de testigos, entonces esos otros obviamente se benefician al no ser dañados cuando de otro modo podrían serlo”. Incluso, a esto hay que agregar, aun cuando no haya testigos, el efecto disuasor que puede tener la sanción penal, el cual, de ser efectivo, evitará sin duda que otros sufran el daño que conlleva la realización de ilícitos. Entonces, se puede decir que el nómos expresa un valor positivo en la medida que se presente como un instrumento capaz de contener los conflictos entre particulares y mantenga los acuerdos comunitarios de interacción social bajo cierto orden[15].
Esta faceta positiva del nómos cobra más sentido, según Riesbeck (2011: 285), si se la mira como una cuestión a largo plazo. En efecto, aunque Antifonte sostiene que los hombres actúan de manera más beneficiosa cuando persiguen la phýsis libre de obstáculos, también hay que reconocer que “perseguir este objetivo con éxito en el transcurso de toda una vida humana requiere participar en diversas formas de cooperación mutuamente beneficiosa con los demás y que una estrategia de beneficiarse uno mismo a expensas de los demás es probable que fracase”. Así pues, Riesbeck (2011: 285) ve que “una estimación alta de los riesgos y costos de tal estrategia podría justificar una política general de adhesión a los nómoi incluso en ausencia de testigos”.
El rol de las cortes de justicia: una propuesta desde la peitharkhía
No parece difícil encontrar el nexo para extender tal optimismo sobre el valor de la ley al desarrollo crítico que Antifonte realiza sobre el ámbito de aplicación concreta del derecho. La clave está en observar que la acción de prestar testimonio y los demás actos del proceso no son otra cosa que el cumplimiento de la primera definición de justicia que Antifonte analiza en el fragmento 44a, col. I.6-11: “la justicia es no transgredir las leyes de la ciudad en la que uno sea ciudadano” (δικα[ιοσ]ύνη δ᾿ οὖ]ν τὰ τῆς πόλεως νόμιμα, ἐν ᾗ] ἂν πολιτεύ]ηταί τις, μὴ παρ]αβαίνειν). En función de esta relación se puede pensar que Antifonte formula una crítica a aquellos actos del proceso judicial bajo la misma lógica que aquella crítica que realiza contra las leyes: instrumentos que no llevan socorro adecuado a quienes acuden a ellos ni tampoco les impone castigo alguno a quienes los transgreden. Sin embargo, la observación se esfumaría en parte si en realidad hubiera un sistema de leyes con semejantes capacidades. En este supuesto, quien declaró contra otro se podrá ganar un enemigo, pero lo cierto es que, si la ley lo puede proteger, aquel no tendrá incentivos en dañarlo, pues sería la peor opción que podría elegir (la que más daño le generaría). Se vislumbra aquí, entonces, que la mejor manera de contener la violencia que se ventila en las cortes u otros espacios de resolución de disputas es con la existencia de un sistema jurídico que sea eficaz y reconocido, cuya obediencia tenga una perspectiva tanto a corto como a largo plazo y que pueda poner freno, de este modo, a la venganza privada.
Las leyes que critica Antifonte en su texto –las leyes vigentes de Atenas, esto es, el nómos democrático; Decleva Caizzi (1986: 69)– no logran ese propósito. Lamentablemente, el sofista en ningún momento dice cómo se puede reformar la ley existente (no hay un proyecto jurídico o político en lo que disponemos de su obra), lo cual hace difícil reconstruir en qué podría verdaderamente estar pensando. Sin embargo, y en función de lo que venimos diciendo acerca de la (posible) positividad del nómos, se pueden identificar a lo largo del fragmento 44 algunas cualidades que este debería satisfacer. En particular, de dos afirmaciones del sofista surge la información: cuando afirma que “la mayoría de las cosas justas según el nómos se halla en guerra con la phýsis” (τὰ πολλὰ τῶν κατὰ νόμον δικαίων πολεμίως τῇ φύσ[ει] κεῖται; 44a, II.26-30) y, luego, al conceder que si las leyes pudieran llevar socorro adecuado a quienes acuden a ellas y, al contrario, a quienes las transgreden, les imponen un perjuicio, “no sería no beneficioso el obedecer a las leyes” (οὐκ ἀν[ωφελὲς ἂν ἦν τ[ὸ τοῖς νόμοις πεί[θεσθαι; 44a, col. VI.1-3). Según creemos, cada una de estas sentencias remite respectivamente a distintas notas jurídicas valiosas: la primera, a explotar la phýsis, mientras que la otra abarca al menos dos características: la efectividad y la obediencia al derecho sólidas.
En cuanto a la primera nota, Antifonte nos dice que las leyes vigentes son hostiles porque resultan perjudiciales, es decir, su cumplimiento implica menos placer o mayor dolor que lo necesario (44a, col. V.13-24). Esto nos permitiría decir, por contraste, que las leyes tendrían que ser ventajosas en el sentido de fomentar los mayores beneficios posibles: generar utilidad o realizar lo conveniente (tò xymphéron)[16], lo cual constituye, por cierto, “el único estándar definitivo de lo que está bien o está mal”; Ostwald (2009 [1990]: 170) o el “valor inequívocamente positivo asumido”; Gagarin (2001: 182)[17]. Dicho de otro modo, ellas deben promover la phýsis, la cual, recordemos, hace referencia a las capacidades básicas del hombre[18]. En esto estaba pensando Kerferd (1981: 129), cuando decía que Antifonte pedía “un reemplazo [de las leyes] por algo que fuera intelectualmente satisfactorio; en otras palabras, algo que fuera racional e internamente consistente, y que además tuviera en cuenta la verdadera naturaleza de los seres humanos”.
El nómos debe volver a la phýsis, anclándose en ella –Azevedo (2021: 247)–, y realizándola. Semejante propósito se puede aclarar un poco más si consideramos el fragmento 44a, col. III. 25-IV.1. En efecto, según la interpretación de Riesbeck (2011: 276), este pasaje muestra que todo aquello que promueva la vida (entendida como “desarrollo” y no mera “existencia”) será concebido como benéfico y lo que contribuya a la muerte será perjudicial. Bajo esta óptica, pues, a lo que deberían aspirar las leyes —lo cual define su corrección— es a asegurar las condiciones de realización de los hombres y a contribuir en el despliegue de sus capacidades naturales en un entorno que los favorezca. Se trata de atender a la fragilidad humana, porque “el vivir se parece a una vigilia efímera y la duración de la vida a un día, en el que, tras levantar la mirada hacia la luz, cedemos el puesto a otros que nos suceden” (τὸ ζῆν ἔοικε φρουρᾷ ἐφημέρῳ, τό τε μῆκος τοῦ βίου ἡμέρᾳ μιᾷ, […] ᾗ ἀναβλέψαντες πρὸς τὸ φῶς παρεγγυῶμεν τοῖς ἐπιγιγνομένοις ἑτέροις, fr. 50). Como explica Azevedo (2021: 249), “si la vida es por naturaleza frágil, efímera vigilia, si la naturaleza impone su ciclo, corresponde al hombre conocer y saber lidiar con sus límites en el sentido de vivir lo mejor posible según su propia naturaleza”.
En lo que respecta a la efectividad, la ley debería aplicarse con rigurosidad y en todo caso que sea posible. Si se contempla como delito una determinada conducta, a la que se la reprime con una sanción (negativa), todo aquel que la cometa debe sufrir el castigo. Quienes se encuentren gobernados por leyes eficaces, más allá de que puedan ser descubiertos o no atentando contra ellas (haya testigos o no), tendrán buenas razones para no transgredirlas ante la amenaza cierta de aplicarse el castigo[19]. Dicho de otro modo, ningún hombre racional violaría la ley allí donde hay enormes posibilidades de que se cumplan sus efectos con todo rigor. La ley efectiva, sin duda, desalienta a los hombres, aun autointeresados, a que dejen de cumplirla para satisfacer sus propios intereses. Muy probablemente sea imposible una efectividad plena, pero a eso debe apuntar la ley: debería poder lograr que su aplicación se sienta como si fuera automática o casi automática[20]. Según se dice en el fragmento 44a, col. II.10-23, sólo el daño sobre la phýsis genera perjuicio automático —por ejemplo, si alguien se lesiona su cuerpo, recibe un perjuicio o “pena” directa e inmediata—; pero esto debe tomar como modelo el nómos[21].
Finalmente, y muy en relación con la cualidad anterior, se esperaría que la ley disponga de una obediencia generalizada, casi absoluta, para mantener la autoridad del derecho y que ella, de esta forma, lleve socorro a los afectados y perjuicio a los que dañan al otro. La obediencia lo que hace es dotar de fuerza a la ley para que pueda cumplir con sus fines, y es una cualidad que todo aquel que cree en el derecho esperaría que tenga en la mayor medida de lo posible. Sin ella la ley sería una cáscara vacía, carente de fuerza alguna que la sustente. En cambio, la estricta sumisión a ella es lo que la erige como tal y mantiene su autoridad; es la que, como dice Creonte en Antígona (vv. 675-676), “salva a la mayoría de las vidas entre los que marchan en línea recta” (τῶν δ᾽ ὀρθουμένων / σῴζει τὰ πολλὰ σώμαθ᾽). En tal sentido, la desobediencia más mínima no se tolera porque tiene la capacidad, si se irradia, de descalabrar el sistema de derecho, al punto tal de convertirlo en una institución sin mucho sentido. Entonces, de lo que se trata es de que no haya casos de free riders. Claramente, Antifonte, en su crítica a la ley vigente, advierte que eso es una práctica común en Atenas, cuando dice: si se encuentra “apartado de testigos, [observa] las cosas de la naturaleza” (μονούμενος δὲ μαρτύρων τὰ τῆς φύσεως; 44a, col. I.20-23).
Si esto es así –la ley promueve la phýsis, es altamente efectiva y una obediencia sólida la hace fuerte (se dé la existencia de un gobierno de la peitharkhía)[22]– muy probablemente las cortes puedan contener el conflicto dentro de sí y que lo que se ve como una injusticia (en lo inmediato) no genere, por fuera de la institución, otra injusticia (en el mediano o largo plazo)[23]. Como hemos dicho, quien testifica en contra de otro genera un daño, pero el que lo recibió no procederá a ejecutar una venganza en virtud de las grandes posibilidades que tiene de que caiga el peso de la ley sobre él, con un fuerte castigo. Lo mismo podría decirse con respecto a quien fue perjudicado por ser sometido a proceso, u obtener una decisión judicial o un laudo arbitral desfavorable. Si el afectado avanza en aquella dirección y sufre una sanción penal, será doblemente perjudicado, que es el peor escenario que cualquier hombre prudente evitaría. El propio Antifonte formula esta clase de razonamiento en el fragmento 58.1-8 de Sobre la concordia, cuando dice que quien se abstiene de realizar un daño a su prójimo, ante la posibilidad de fracasar, es “más prudente” (σωφρονέστερος); quien, en cambio, se aventura a realizar dicha acción, “no es prudente” (οὐ σωφρονεῖ).
Queda por explicar, muy brevemente, qué papel juega en todo esto el principio de justicia que dice “no cometer injusticia ni ser objeto de ella”, el cual sería según nuestra lectura la idea de justicia que el propio Antifonte defiende. La respuesta en cierto punto ya fue adelantada: al pasar los actos de testificar, procesar, juzgar y arbitrar bajo el tamiz de ese principio el sofista demuestra que no pueden ser justos, pues generan daños o perjuicios. Pero esto no es todo lo que se puede decir al respecto. Antifonte sabe que una comunidad en la cual no haya en modo alguno injusticias no es una alternativa realista. Siempre habrá conflictos interpersonales, en los que algunos cometan injusticias y otros las sufran. El punto es que tal estándar moral, si se materializa, tiene la innegable capacidad de neutralizar tal acción negativa y evitar de este modo que se expanda en toda la comunidad. En efecto, si el perjudicado no se venga, se esfuma la generación de más injusticias y esto derivaría al final en que nadie cometa ninguna injusticia. Tomar esa iniciativa es la expresión de un gran valor moral práctico –Guthrie (1971: 112) y Bieda (2008: 38)–, pues con ello se realizaría la más alta concordia humana.
El estándar de justicia se trata, por supuesto, de un ideal a alcanzar: un modelo o parádeigma no realizable en su plenitud. Sin duda, el principio es muy exigente, pues no cometer injusticia depende de mí, pero que el otro no cometa injusticia, incluso sobre uno, no está en nuestro poder. Pero, por eso, el quid de la cuestión radica en la existencia de una disposición moral sólida, de notable bondad y nobleza. A esto sólo se llega con esfuerzo, experiencia y sabiduría. Tal aspecto es lo que marca Antifonte el fragmento 58.10-14 de Sobre la concordia, cuando dice que la sophrosýne (la virtud ideal de un hombre bien equilibrado) se da en aquel que “bloquea él mismo los placeres inmediatos del ánimo y es capaz de dominarse y vencerse a sí mismo” (τοῦ θυμοῦ ταῖς παραχρῆμα ἡδοναῖς ἐμφράσσει αὐτὸς ἑαυτὸν κρατεῖν τε καὶ νικᾶν ἠδυνήθη αὐτὸς ἑαυτόν); y especialmente en el fragmento 59 de esa misma obra, en donde el sofista sostiene que quien nunca experimentó “las cosas vergonzosas o malas no es prudente” (τῶν αἰσχρῶν ἢ τῶν κακῶν […], οὐκ ἔστι σώφρων), pues no tuvo que enfrentarse a vicio alguno para mostrarse, tras superar el problema, como un hombre “equilibrado” (κόσμιον). Se trata, como explica Bignone (1974: 75), de una disposición que, si bien apunta a buscar aquello que genera más beneficio o “lo verdaderamente beneficioso” (ἀλη[θε]ῖ ξυμφέρ[οντ]α, 44a, col. IV.19-20), no cae en la satisfacción desenfrenada de las pasiones.
Conclusiones
Desde un enfoque estrictamente jurídico, se puede decir que el fragmento 44 de Sobre la verdad de Antifonte constituye un examen critico (una sképsis, como se dice en la col. II.25-26) acerca de la justicia, a la luz de las categorías clásicas de la sofística del nómos y la phýsis. En ese examen, el pensador no sólo cuestiona el valor de la ley general en cuanto mecanismo que podría redundar en beneficios para el cuerpo de ciudadanos (fr. 44a), sino también, y muy especialmente, la instancia de resolución de conflictos particulares (fr. 44c).
Hemos visto, sin embargo, que la fuerte mirada escéptica que predomina en el texto acerca de lo jurídico –a lo cual se asocia con aquello que impide la promoción de lo conveniente, esto es, tò xymphéron– no cancela la posibilidad de encontrar un sesgo de positividad. El planteo de Antifonte no es destructivo; tampoco rechaza que el gobierno de la ley sea necesario dentro de la estructura de la comunidad política para gobernar las relaciones humanas. Sólo cuestiona que el vigente, de base democrática, no es el adecuado. Antifonte podrá ser muy crítico del derecho de la pólis, pero sería raro que, como todo buen griego, no creyera en las instituciones que lo alejaban del mundo incivilizado o la vida salvaje, los soportes y garantes de toda su vida política; Romilly (2004 [1971]: 9). Sin ir más lejos, acerca de la importancia de mantener un marco de politicidad y juridicidad, Antifonte expresa una gran preocupación sobre su contracara, la ausencia de orden institucionalmente organizado bajo un poder reconocido, cuando en el fragmento 61 dice que “nada es peor para los hombres que la anarquía” (ἀναρχίας δ᾿ οὐδὲν κάκιον ἀνθρώποις).
En el marco del ámbito de resolución de conflictos, el autor advierte que, a raíz de su carácter esencialmente conflictivo, el proceso en general y ciertos actos procesales en particular pueden generar odio y enemistad entre los ciudadanos, que a futuro se traduzcan en venganzas e injusticias. Sin duda, eso, que quizá no se daría en una sociedad de ángeles, es inevitable en toda sociedad de hombres. Pero lo que sí debería evitarse es que el propio sistema institucional permita que se propague o lo fomente, incentivando la producción de perjuicios. A esto es a donde se dirigen las observaciones de Antifonte. Si esta lectura es correcta, pues, no es difícil suponer una vía de solución según los principios que defiende el pensador griego: instaurar un esquema político que, bajo el horizonte de realizar en la mayor medida de lo posible el estándar de justicia que dice “no cometer injusticia ni sufrirla”, cuente con leyes y un aparato jurídico que verdaderamente redunde, tanto a corto como a largo plazo, en beneficio para los ciudadanos. El sofista trata de hacer patente y problematizar una realidad que constituía un obstáculo para establecer una ciudad armónica, apoyada en la philía y la homónoia (fr. 58).
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Veneciano, G. (2008). “Antifonte 44 D.-K.: Una investigación sobre el comportamiento humano”: Quaderni Urbinati di Cultura Classica 89/ 2; 87-115.
[1] Este trabajo se enmarca en el Proyecto de Investigación UBACYT “Representar el páthos. Dinámicas emocionales y regulaciones afectivas en los testimonios literarios e iconográficos de la antigua Grecia” (2020-2023), acreditado y financiado por la UBA, y dirigido por el Dr. Emiliano J. Buis y co-dirigido por la Dra. Elsa Rodríguez Cidre.
[2] En la visión marxista, por ejemplo, el derecho contribuye al mantenimiento y desarrollo de una forma de producción, sometiendo a la clase económicamente explotada y orientando su actividad a favor de las relaciones económicas existentes; Marx & Engels (1974 [1846]: 430). Esto se sigue afirmando hoy en día, aunque con muchos matices, por parte de los autores que se enmarcan dentro de las corrientes críticas del derecho.
[3] Las distintas apariciones del nombre Antifonte en las fuentes y la naturaleza diversa de las obras hicieron suponer a los especialistas, tanto actuales como de la antigüedad, que habría al menos tres Antifontes: Antifonte de Ramnunte, “orador” (rhétor) y político que participó en el golpe oligárquico de los Cuatrocientos en el 411 a. C. (Th. 8.68.1-2 y 8.90.1; Arist. Ath.32.2.); Antifonte “sofista” (sophistés), que discute con Sócrates en Memorabilia de Jenofonte (I.6.1-15); y Antifonte “poeta” (poietés), que es nombrado en varias ocasiones por Aristóteles (por ejemplo, Rh. 1385a9). Sin embargo, hay serias dudas acerca de si en el caso del orador y del sofista es un único autor o, en realidad, habría que mantener la distinción; respecto al tragediógrafo estaría claro que es alguien distinto; Gagarin (2002: 43); Pendrick (2002: 2). Esa controversia, denominada como “la cuestión antifontea”, se remonta tan lejos como a Hermógenes de Tarso (c. 160-225 d.C.), quien apoyándose en la autoridad del gramático Dídimo de Alejandría (c. 63 a. C.-10 d. C.) y basándose en razones estilísticas, sugería la tesis de la duplicidad de Antifontes (DK 87 A 2). En la actualidad, el problema de la identidad mantiene una notable fuerza en las discusiones académicas, al punto tal que parece estar lejos de ser superado. Hay dos enfoques: la visión unitaria, que identifica al Antifonte sofista con el orador (defendida, entre otros, por Morrison (1961); Decleva Caizzi (1986) y Gagarin (1990, 1997 y 2002); y la visión analítica (o separatista), que sostiene la existencia de dos Antifontes; Bignone (1938); Untersteiner (1962); Guthrie (1971) y Pendrick (1987 y 2002). En este trabajo, que se circunscribe a un corpus de obras muy acotado, no hace falta entrar en ese terreno de discusión.
[4] Es muy probable que Antifonte haya sido motivado en su crítica por la excesiva litigiosidad ateniense. El propio Tucídides (1.77) llamaba a los atenienses philódikoi (“amantes de los juicios”). Una figura central de tal rasgo fueron los sykophántai (sicofantas), chantajistas y denunciantes profesionales que, a raíz de la posibilidad de obtener un porcentaje de las multas impuestas por el tribunal al individuo denunciado, hacían un uso exagerado de la graphé (acción procesal pública que podía iniciar cualquier ciudadano) y, en consecuencia, fomentaban la celebración de juicios. Sobre el tema en general; Christ (1998) y Lanni (2006: 79).
[5] En lo que respecta al texto griego de los fragmentos seguimos la edición de Pendrick (2002). Todas las traducciones del griego al español son nuestras. En lo que respecta a la numeración de los fragmentos, sin embargo, seguimos a Diels & Kranz (1960).
[6] Sin duda, que un testigo, por testificar cosas verdaderas, se gane el odio del otro, debía ser algo muy grave para Antifonte, si consideramos el énfasis que coloca sobre la verdad en el fragmento 44a, col. II.23. Cfr. Moulton (1972: 349).
[7] Sobre este tema, muy estudiado, ver Heinimann (1945), Gigante (1956), Pohlenz (1953), Guthrie (1971: 55-134), Romilly (2004 [1971]: 55-69), Kerferd (1981: 111-138) y Ostwald (1986: 250 ss.), entre otros.
[8] En realidad, Diels & Kranz (1960) catalogan los dos fragmentos del P.Oxy.1364 en 44a y 44b respectivamente, y respecto al papiro P.Oxy.1797 se refieren a él simplemente por su nombre. Sólo recién en ediciones posteriores, como la de Pendrick (2002), este último fue designado como 44c. De todas maneras, esto es una cuestión de mero nomen, sin relevancia alguna. Sin embargo, otras dos cuestiones sí son importantes. En primer lugar, no está claro que ese sea el mejor orden de los fragmentos, respecto a lo cual no hay unanimidad (ver Veneciano, 2008: 87 n. 3). En segundo lugar, el fragmento 44b del papiro P.Oxy.1364 de la edición de Diels & Kranz se debe rectificar y completar con el papiro P.Oxy. 3647, descubierto más tarde. Según lo dicho, pues, la disposición del texto es la siguiente: P.Oxy.1364, fr. 1. (= fr. 44a); P.Oxy. 1364, fr. 2 + P.Oxy.3647 (= fr. 44b); y P.Oxy.1797 (=fr. 44c).
[9] El principio de justicia que dice “no cometer injusticia si uno no es tratado con injusticia” encuentra cierto paralelo en la fórmula tradicional, discutida en República de Platón (331e-336a), que dice “hacer el bien a los amigos y el mal a los enemigos” (τὸ τοὺς φίλους […] εὖ ποιεῖν καὶ τοὺς ἐχθροὺς κακῶς). Cfr. Bignone (1938: 106-107 y 1974: 95). En cambio, el otro principio de justicia (“no cometer ni sufrir injusticia”) parece ir más en la dirección de la tesis que Sócrates defiende en Critón (49c10-11), según la cual “en efecto no se debe devolver injusticia por injusticia ni hacer mal a hombre alguno, no importa lo que se sufra por [obra] de ellos” (οὔτε ἄρα ἀνταδικεῖν δεῖ οὔτε κακῶς ποιεῖν οὐδένα ἀνθρώπων, οὐδ᾽ ἂν ὁτιοῦν πάσχῃ ὑπ᾽ αὐτῶν).
[10] Llama un poco la atención que se incluya el arbitraje como institución que promueve la injusticia, en especial si consideramos la variante privada. En efecto, en tal caso la voluntad de someter el conflicto a la autoridad del árbitro era una decisión pura y exclusiva de los ciudadanos y el procedimiento comprendía, como explica Harris (2018: 214), dos pasos: en primer lugar, el árbitro, luego de que las partes fijaran las condiciones del arbitraje, intentaba reconciliarlas (dialláttein); y, si no se llegaba a una reconciliación, el árbitro tomaba una decisión, tras que ellas juraran sobre su aceptación. Su nota distintiva era el uso las normas de la amistad (philía) para acercar a las partes a un acuerdo común con el fin de llegar a una reconciliación en la cual ambas salgan ganando y no haya vencedores o perdedores. Se trataba, pues, de una institución que, según Scafuro (1997: 131), exhibía fuertemente una “ideología de la amistad” (the ideology of friendship).
[11] Tal como ha demostrado Lanni (2006 y 2017), en los tribunales populares atenienses no existía una regla de relevancia que limitara a los litigantes con respecto a la información y argumentos que podrían formular en el juicio. En realidad, su estrategia general consistía sobre todo en alcanzar una justicia discrecional e individualizada. Ello les permitía, pues, una mayor libertad que sin duda aprovechaban en sus alegatos. De hecho, en los discursos de los grandes oradores es común el uso del recurso a la ethopoiía o construcción de la personalidad, mediante el cual uno se identificaba como un ciudadano ejemplar, mientras al contrincante se lo describía de manera antitética, inspirando todo tipo de emociones negativas sobre el auditorio.
[12] En efecto, nada nos autoriza, como dice Levystone (2014: 283), a pensar que Antifonte quería o creía poder sustituir las convenciones humanas por normas superiores. En cuanto invención humana, el sistema de leyes puede tener sus fallas, pero de ahí a sostener que deba ser rechazado o que sea por completo inútil no parece ser lo que piensa el sofista; Azevedo (2021: 247).
[13] Vale aclarar que no hay unanimidad sobre esta cuestión. Antifonte es bastante impreciso, pues habla simplemente de “las cosas de la phýsis” (τὰ τῆς φύσεως, 44a, col. I.22-23). Los especialistas han sugerido numerosas propuestas. Así, por ejemplo, Croiset (1917: 4) cree que el sofista expresa con phýsis “las leyes de la naturaleza resultantes de la fuerza de las cosas y de una realidad soberana”; Heinimann (1945: 138-139), las exigencias biológicas del hombre; Kerferd (1956-1957: 32), la naturaleza humana; Romilly (1992: 125), “las tendencias que impulsan a los seres vivos a sobrevivir, prosperar y divertirse”; Barney (2006: 83), una naturaleza humana pleonéctica y egoísta, análoga a aquella que habrían expresado otros pensadores tales como Calicles, Trasímaco y Glaucón; y, Veneciano (2008: 89), “la naturaleza física del hombre, una naturaleza de relación causal que no presenta ninguna posibilidad de entender un ámbito normativo”. La lectura de Gagarin también es compartida por Riesbeck (2011: 272-273), quien, sin embargo, trata de encontrarle un sentido de normatividad.
[14] También otros autores entienden, aunque con diferentes estrategias, que el nómos tiene la capacidad de producir beneficios. Así, por ejemplo, Moulton (1972: 337), Saunders (1977-78: 222-223), Ostwald (2009 [1990]: 169) y Bieda (2008), entre otros.
[15] Un aire de familia de este tipo de idea, por lo general basada en una determinada concepción del ser humano de naturaleza pleonéctica (lo cual no es algo que parece claro que defienda Antifonte), aparece implícita, por ejemplo, en Licofrón (fr. 3) y también es desarrollada con un poco más de detalle por Glaucón (Pl. R. 358e-359c). Este último pensador sostiene, siguiendo la estructura de una teoría de corte contractualista, que para los hombres cometer injusticia es por naturaleza un bien y sufrirlo un mal, y dado que el perjuicio de cometer injusticia es mayor que el beneficio de ejercerla, ellos deciden mediante acuerdos mutuos no cometer ni padecer injusticias. Así, establecen leyes y celebran acuerdos a través de los cuales definen aquello que es justo y legal. Este es el origen y sentido de la justicia para Glaucón, la cual no es un bien en sí mismo, sino un instrumento que los débiles respetan tanto para no cometer injusticias como para defenderse de las injusticias que pudieran recibir por parte de otros. En la lectura de Antifonte, el problema de un planteo de este tipo es que las leyes vigentes y que han acordado instaurar los individuos no logran mantener la seguridad ni neutralizar las injusticias; al contrario, la promovería. Cfr. Bonazzi (2010: 104).
[16] Existe toda una discusión acerca de si en Antifonte lo genuinamente conveniente se identifica a secas con “lo que genera placer” (τ[ὰ ἥδοντ[α], 44a, col. IV.16-17). Autores como Niceforo (1972: 397) y Pendrick (2002: 338) trazan una identidad; pero Moulton (1972: 337-338), Ostwald (2009 [1990]: 167-168), Gagarin (2002: 70) y Riesbeck (2011: 281) consideran que pensar en tal equivalencia es desacertado. Al igual que esta segunda interpretación, creemos que Antifonte no defiende un hedonismo tan simple y exagerado, y que para él las cosas placenteras y las cosas dolorosas como tales tienen las mismas credenciales para ser útiles o dañinas.
[17] De ahí que Places (1947: 335) veía en Antifonte, no sin razones, una “ética del xymphéron”. Incluso, tal aspecto ha llevado a un buen número de autores a catalogarlo como un ferviente defensor de un utilitarismo hedonista fundado en la naturaleza; Guthrie (1971: 113); Niceforo (1972: 398); Bieda (2008). Esto es muy discutible, pues no está claro que la phýsis para este autor sea un principio normativo que ordena maximizar la utilidad ni que esta se identifique simplemente con el placer. Al respecto, ver nota 13 y en particular la crítica de Riesbeck (2011).
[18] En el pasaje 44a, col. IV.23-24, en donde Antifonte iba a referirse a lo ventajoso o beneficioso en relación con la phýsis –lamentablemente luego el papiro está roto–, dice: τῇ φύσει ξυμφέροντα. Hay quienes traducen la frase como “lo beneficioso por naturaleza”. Sin embargo, como vieron Diels & Kranz (1960: 349), hay otra posibilidad: “lo beneficioso para la naturaleza”. Esta segunda opción es la que tenemos en mente cuando nos referimos a explotar la naturaleza.
[19] La efectividad de la ley, que Antifonte introduce con la cuestión de la “ausencia” y la “presencia” de testigos (mártyres) en sentido amplio, es un tema clásico dentro de la sofística y otros pensadores de la época. En particular, la discusión gira en torno al problema de que los individuos, atendiendo a sus intereses particulares y egoístas, y siempre y cuando tengan la chance de no ser descubiertos, desobedecerán los mandatos de la ciudad. Sobre esto discute, por ejemplo, Glaucón, quien en República (360c) alega que un hombre dotado con el legendario anillo de Giges, que le permite volverse invisible, no haría otra cosa con esa capacidad que satisfacer todos sus deseos con impunidad. En lo que respecta a la falta de fuerza obligatoria de las leyes, encontramos otros testimonios interesantes: Critias (fr. 25, vv. 11-13) expresa que los hombres establecieron leyes para impedir que se cometan crímenes, pero como “a ocultas los cometían, entonces, me parece que, por primera vez un hombre sagaz y sabio en la forma de pensar inventó, para los mortales, el miedo a los dioses” (λάθρᾳ δ᾽ ἔπρασσον, τηνικαῦτά μοι δοκεῖ / 〈πρῶτον〉 πυκνός τις καὶ σοφὸς γνώμην ἀνήρ [γνῶναι]/ 〈θεῶν〉 δέος θνητοῖσιν ἐξευρεῖν); y Demócrito (fr. 181) afirma que a quien la ley incentiva a no cometer injusticia, tiende a actuar mal “ocultamente” (λάθρῃ). Incluso, Sócrates, en Memorabilia (IV.4.21) sostiene que, quienes transgreden las leyes de los dioses no pueden en forma alguna evitar un castigo, tal como lo hacen algunos con respecto a las leyes humanas, ya sea porque “pasan inadvertidos” (λανθάνοντες) o “emplean la violencia” (βιαζόμενοι) para librarse de ellas.
[20] Al respecto, es interesante la estrategia de Saunders (1977-1978: 227-228), quien cree que Antifonte estaría concibiendo una ley natural (no convencional) y social, de carácter innato en las relaciones humanas, que debería tener una creencia unánime (homónoia) acerca de su aplicación y cumplimiento. Sin embargo, por nuestra parte, creemos que, si bien el planteo va en la dirección correcta, no hace falta recurrir a la idea de “ley natural”, lo cual es un concepto por completo ausente en el texto.
[21] Esto se cumple, por ejemplo, en el caso de ciertos nómoi ágraphoi, según se expresa en la discusión que entablan Sócrates y Hipias en Memorabilia (4.4.19-21). En particular, se refieren a las leyes de venerar a los dioses, respetar a los padres y no cometer incesto.
[22] Tomamos el concepto de Antígona de Sófocles, en donde Creonte lo formula en el v. 676. Generalmente, se lo traduce como “obediencia” (Liddell & Scott [1996] y Bailly [2000]: s.v. πειθαρχία). Sin embargo, creemos que carga con un sentido político más fuerte. Su descomposición revela que está formado por el verbo peíthesthai, que significa “obedecer”, y el sustantivo arkhé, que en el campo político significa “poder”, “imperio” o “gobierno”. Literalmente, entonces, peitharkhía sería “el gobierno de la obediencia” y, por eso, cubre muy bien las notas que queremos destacar.
[23] La propuesta, sin embargo, adolece de un obstáculo, muy difícil de resolver y de especular qué podría decir Antifonte. En el fragmento 44a, col.VI.30-33 y VII, el sofista encuentra como una falla central del sistema jurídico la cuestión de la persuasión (peithó) en los tribunales de justicia. Así, los agresores, mediante una estrategia retórica eficaz, pueden convencer a los jurados de que no han hecho nada malo; de este modo, la víctima queda desprotegida en su reclamo; (Moulton 1972: 341-342). Entonces, aun cuando haya leyes fuertes, puede resultar difícil evitar tal situación. La solución hay que buscarla por otro lado, en los principios de la homónoia y la philía. La crítica, por cierto, muestra que Antifonte se pone del lado de las víctimas, antes que del agresor. Cfr. Moulton (1972: 343).