DOI: http://dx.doi.org/10.19137/circe-2018-220203
ARTÍCULOS
El Testimonio del Clérigo Anónimo sobre el Hospital San Juan de Dios en Jerusalén (1177-1187). Traducción, introducción y notas
The Testimony of the Anonymous Cleric about the Hospital of Saint John of God in Jerusalem (1177-1187)
Alfonso M. Hernández Rodríguez
[Conicet - Universidad Pedagógica Nacional]
[alfonsohernandez1974@gmail.com]
Esteban Greif
[Conicet - Universidad de Buenos Aires]
[estebangreif1184@gmail.com]
Resumen: Desde su origen, la tarea de cuidado y atención a los pobres y a los enfermos definió el sentido y el carácter particular de la Orden de los caballeros hospitalarios de Jerusalén. El emblema de dicha tarea fue el hospital que la orden construyó en Tierra Santa. El Testimonio del Clérigo Anónimo –escrito en algún momento entre los años 1177 y 1187– constituye la descripción in extenso más importante acerca de la tarea médica desarrollada en el Hospital de San Juan. Por tal motivo en este artículo presentamos la primera traducción al español del texto original latino, editado sobre la base del único manuscrito que se conserva de dicho texto (Clm 4620, fols. 132v°-139v°).
Palabras clave: Hospital; Jerusalén; Hospitalarios; Testimonio del Clérigo Anónimo; Traducción.
Abstract: Since its origins, the work of care and attention to the poor and the sick defined the sense and the particular character of the Order of the Knights Hospitallers of Jerusalem. The emblem of this work was the hospital that the Order built in the Holy Land. Indeed, the Testimony of the Anonymous Cleric –written sometime between the years 1177 and 1187– constitutes the most important description in extenso of the medical work developed in the Hospital of Saint John. For this reason, in this article we present the first translation into Spanish of the original Latin text, edited on the basis of the only manuscript that is preserved of this text (Clm 4620, fols. 132v°-139v°).
Keywords: Hospital; Jerusalem; Hospitallers; Testimony of the Anonymous Cleric; Translation.
El Testimonio del Clérigo
Anónimo constituye el
informe más rico y extenso
que conservamos
sobre la labor cotidiana
dentro del hospital en
Jerusalén de la orden
de los Hospitalarios. El texto latino del Clérigo Anónimo forma parte del
manuscrito Munich Stadts bibliothek
Clm 4620 del que ocupa los folios
132v a 139v. Dicho manuscrito está datado en el siglo XIII y es la única
copia que se conserva de ese texto, a
partir de la cual fueron realizadas dos
ediciones. La primera por Benjamin
Kedar (1998), mientras que la segunda–acompañada de una traducción
al francés–, por Alain Beltjens (2004).
Las diferencias entre una y otra sonínfimas, principalmente de puntuación.
Para realizar nuestra traducción
cotejamos las dos ediciones.
El autor de este relato –probablemente
un clérigo alemán– como
paciente que residió en el hospital
creado por Raimundo de Puy entre
los años 1153 y 1155 (Boas 2006: 44),
pudo observar el tipo de tareas que
desplegaron los diferentes profesionales,
así como los servicios dispensados
hacia las personas ingresadas
en el hospital. Este relato, escrito en
algún momento entre los años 1177
y 1187, se destaca al mismo tiempo
por la caridad cristiana asociada a la
labor desplegada por la orden hacia
los enfermos y necesitados1. Si bien
otros autores contemporáneos han
dejado también testimonio de la obra
del hospital de San Juan, ninguno fue
tan rico como la descripción anónima, que aquí traducimos al español,
sobre la tarea médica desplegada en
esta institución2. De tal modo, dicha
descripción resulta central para el
estudio de la tarea que definió desde
el comienzo el carisma particular
de estos caballeros, razón por la cual
esta fuente ha sido consultada en reiteradas
ocasiones por los especialistas
no solo del campo de la historia de la
orden del Hospital, sino también por
los historiadores de la medicina del
mundo medieval.
Conviene aclarar, por último,
que el texto en cuestión se organiza
en tres secciones. La primera es presentada
como un extenso exordio
que enaltece la caridad de Dios en
la tierra, en particular en la ciudad
de Jerusalén, lugar donde esa misma
caridad se expresó en la obra del hospital
de la orden. La segunda sección
describe el conjunto de los servicios
que eran dispensados a los pobres enfermos
por la domus Dei y la disposición
de recursos, la división por salas
según la condición de los pacientes y
su sexo, y los diversos profesionales
que atendían en el hospital. La tercera
y última constituye una descripción de la atención a los niños expósitos,
así como el servicio de cuidado a los
adultos mayores desarrollado por la
institución.
De la misma manera que es extremadamente
absurdo y, en
efecto, roza la profana locura
de la abominación, que quien esté en el error reproche en los milagros
de Dios la realización de algún mal,
así, incluso de este modo, consideramos
que es pernicioso callar las cosas
grandiosas que conocemos acerca de
la inmensidad de Nuestro Señor, porque
tan peligroso es que las alabanzas
a él sean silenciadas con terrible
silencio, como glorioso que estas sean
difundidas con piadosa alegría de
la voz. Así pues, Dios, quien anima
todas las cosas, a través del mundo
entero realizó infinitas obras de misericordia
junto con sus siervos, pero
en ningún lugar con más excelencia
ni de modo más manifiesto que en las regiones de Siria, en la cuales,
habiendo sido movido por la sola
caridad, misericordiosamente obró en función de la salvación de todo el
género humano. En efecto, como la
Caridad sufría por el hombre, a causa
de la falaz corrupción de su desobediencia
[producida] por la sugestión
diabólica, este, [el hombre] contaminado
por la persuasión de la mujer,
fue privado de los gozos del paraíso.
La Caridad movió a Dios hacia la Tierra
para que [el hombre], que era semejante
a Él por celestial resolución
de la bondad divina, participara de su
beatitud, lo alabara por la eternidad,
puesto que Dios carece de cualquier
forma de mala voluntad. Por lo tanto,
el Señor piadoso, atado con el fuerte
triple vínculo de la caridad, como
sintió un estímulo interior, descendió a la debilidad humana. En la ciudad
de Nazaret de Galilea, habiendo sido
precedido por el celeste arcángel Gabriel,
la Caridad llevó al espíritu santo
al útero inmaculado de la Virgen; el
Señor quiso así ser concebido. Encarnado
bajo el secreto, que solo Él
conocía, con la [misma] sustancia
de nuestra carne, se dignó nacer por
nosotros en Belén; sin embargo, su
principio no puede ser comprendido.
Así pues, luego de realizar numerosas
y admirables obras –a través de
las cuales era posible conocer a quien
es indudablemente verdadero Dios y
verdadero hombre– el pueblo de cuello
duro, la descendencia depravada,
el género perverso, el linaje judío en
Jerusalén, comenzó a golpearlo, pidió cosas horrendas para él, lo escupió, lo
coronó de espinas, lo adoró en burla, lo sujetó en la cruz, perforó sus manos
y pies con clavos, le dio a beber amargo
vinagre y después perforó su costado
con una lanza. Mas la Caridad lo
sometió a todas estas cosas por piedad
a nosotros y a los mismos que las habían
pedido. Si lo hubiese querido, el
poder de una multitud de ángeles habría
luchado por él, como dijo al beato
Pedro, cuando amputó la oreja del
siervo: “Acaso consideras que no puedo
pedir a mi Padre y él hará aparecer
más de doce legiones de ángeles para
mí” (Mt 26, 53). Pues, ¿qué violencia
del poder humano habría podido afectarlo? Él con sus pies calmó el mar, la
Tierra tembló por su agonía, la piedra
dura se destrozó, el templo rasgó sus
velos, el sol ocultó los rayos de su esplendor.
Cuando vieron estos acontecimientos,
que mostraban el testimonio
de la verdad, los que los presenciaron
dijeron: “verdaderamente, este
era el Hijo de Dios”. Entonces, la sola
Caridad empujó a Dios a las tantas tribulaciones
que debió padecer a causa
del hombre. A estas las engendró la
diabólica iniquidad en el hombre y debieron
ser soportadas por su creador.
Por cierto, ante la desmesura de tanta
maldad, la carne del Señor, desconocida
por el Padre, aterrorizada, debió ser sometida a causa de la maldad de
otros a manos de los inicuos; cuando
todavía no había sido arrestado por los
malvados, derramó el sudor como futuro
presagio sangriento de la pasión.
Entonces también dijo: “Mi alma está triste hasta el punto de morir” (Mt 26,
38). Tanta tristeza sintió que él mismo
por tercera vez oró postrado en tierra,
diciendo: “Padre, si fuera posible, aleja
de mí este cáliz”. Sin haber sido forzado
realmente por la fuerza de ningún
poder terreno, sino por algo que provino
de lo alto, dijo: “Si fuera posible”,
como aquello que dijo a Pilato: “Tú no
tendrías sobre mí ninguna autoridad,
si no la hubieras recibido de lo alto”.
Como se aterrorizó con el estrépito de
la locura humana, pudo ser tentado de
esta manera, [aunque] todas las cosas
han sido colocadas bajo su poder absoluto
y voluntad, él creó cada una de
las cosas con el Verbo solo, así como a
través del salmista fue dicho: “Dijo y
todas las cosas fueron hechas, mandó y fue creado el universo”.
Pero, sin que fuera necesario para él, sufrió por nosotros el Señor, cuyo
reino inestimablemente glorioso no
necesita de ninguna acción para ser
mejorado, de ningún auxilio para
ser fortificado, como aquella expresión: “lo que ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni al corazón del hombre llegó,
cuanto Dios preparó para los que lo
aman”. Dios, en efecto, tal como dice
el Apóstol, primero nos amó, para y
por nosotros vino, mas no habría sido
necesaria en nada nuestra participación,
aunque es causa de gran felicidad
por su inmensa bondad. Como
Judea, animada tanto por su bestial
sensualidad como por la soberbia
[que llevaba] sobre sí misma, tan incrédula
y desagradecida de los beneficios
celestes, rechazó a Dios, quien
llegó a sus habitantes, no creyó en el
que hacía los milagros y no reconoció al que estaba oculto en el hombre.
De allí el mismo Señor dijo: “Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se
rebelaron contra mí”. Y por medio el profeta con voz muy triste dijo: “Todos ustedes, los que pasan por el
camino”, etc. En efecto, ¿qué tristeza
hay más terrible? ¿Qué dolor es más
angustiante que no que la criatura
condene a una infame muerte al creador,
la obra al autor, el hijo al padre,
el cordero al pastor, el criminal al inocente,
el siervo al señor? Sin embargo,
habiendo sido persuadida por la caridad
celeste, la misericordia, que es
superior a la maldad puesto que perdona
todo, lo soportó. Por lo tanto, es
manifiesto que la sola caridad –como
yo dije audazmente– llevó a Dios a
descender desde el trono del cielo
para que el hombre se relacionara con
los ángeles y admirablemente llevó lo
más alto a lo más bajo para levantar al
hombre –caído de modo miserable– hacia las cosas superiores, atrayendo
a Dios; ella [la caridad] desea sacar
de lo profundo del infierno con un
abrazo al hombre que está atrapado.
Así la potestad celeste ha sido conducida
por la caridad a estas tierras,
de modo que ha sido elevada la debilidad
humana a los cielos. Gracias
a ella, Dios encarnado soportó con
humildad la compañía de los hombres
y magníficamente convirtió a estos
en conciudadanos de los ángeles.
Por esta [la caridad] la gloria del rey
excelso se hizo manifiesta en la tierra
y la paz fue dada a los hombres de
buena voluntad, y, habiendo llevado a
Dios, derramó la luz en las tinieblas
y humanamente convirtió su servil
condición en verdadera libertad.
¿Quién, en efecto, podría explicar
la grandeza de la caridad? Ella hizo salir
al rey de la gloria de un femenino
vientre en la forma de un siervo –al
que encerró en el seno joven e inocente– aunque sin desflorar la castidad
del útero virginal, para el cual la dimensión
de los cielos no sería suficiente.
Sus castos pechos amamantaron
al rey de los ángeles, quien está por encima del alimento de todo fruto
de la carne. Aquel al que la grandeza
de los cielos se somete, fue llevado al
vientre virginal por la caridad, y, por la
instigación de ésta, unos juveniles brazos
merecieron llevarlo, aunque de
uno solo de sus dedos dependiera toda
la masa de la tierra. Él es el orden que
las fuerzas angélicas cantan con incesantes
alabanzas y con celestes melodías;
con infinita y humilde caridad,
por nosotros se inclinó al pesebre. Así como la caridad por el hombre humilló a Dios en las tierras, del mismo
modo elevaría al hombre a los cielos
junto con él. ¡Oh, inefable poder de la
caridad, que sola comandó al omnipotente,
llevó tras de sí al inmutable,
unió al insuperable, vulneró al que no
puede sufrir, hizo eterno al mortal!
Realmente, aunque Dios sea omnipotente,
sin embargo, Él no pudo eliminar
los vínculos de la caridad, pues se
ató a sí mismo con un nudo cuádruplo.
Porque lo retuvo abrazada con los
brazos de la misericordia, con las manos
unidas de la piedad, [...]4. Estas
impregnarán las recompensas piadosas
con la dulzura de la caridad y mostrarán
su presencia con signo límpido.
Sin duda, este lejano camino de la justicia,
medida de la orientación, vía de
la rectitud, por la cual se acelera hacia Dios, por la cual se llega a Dios, es la
vía de Dios a los hombres y la vía de
los hombres a Dios. Es la vía del Señor
que desciende al hombre y que dirige
al hombre a Dios. Es la vía por la cual
Dios vino a la tierra, a través de la cual
probó los disgustos humanos, por la
cual cuando retornó a los cielos y
transportó nuestras injurias. Esta es la
vía por la cual los corazones de los humildes
son llevados a Dios y por la
cual las promesas de los rezos son presentadas
ante la vista de la divina majestad.
Esta es la vía que alcanza a los
caminos desviados y que conduce a
caminos correctos. Es la vía que con
camino fácil penetra directo a las cosas
celestes y corrige a los que se equivocan
por el tortuoso curso de las injusticias.
Acerca de esta misma vía el
apóstol dijo: “quisiera demostrarles un
camino que los supera a todos” (I Cor.
12, 31). Realmente habló acerca de la
caridad, acerca de su excelencia, cuya
fuerza contenida, cuyo renacido dulce
sabor había presentido cuando dijera: “¿Quién nos separara del amor de
Cristo? ¿Las pruebas, la aflicción, la
persecución, el hambre, la falta de
todo, la espada? (Rom. 8, 35) Cierto es
que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles,
ni las fuerzas del universo, ningún
poder, ni el presente, ni el futuro,
ni las fuerzas espirituales, ya sean del
cielo o de los abismos, ni ninguna otra
criatura podrán apartarnos del amor
de Dios” (Rom. 8, 38-39). Y la verdadera
vía es la caridad, cuyo camino es
el más excelso y eminente. Pues la más
excelsa virtud es la caridad; aquello
que no es comprometido con el sello
de la caridad, que no es atado con su
vínculo, desaparece. De allí el apóstol
dice: “Si yo hablara en las lenguas de
hombres y de ángeles y no tuviere caridad,
soy como bronce que suena o
címbalo que retiñe. Y si tuviere profecía
y supiere toda la ciencia y todas las
cosas en la ciencia y si tuviera toda la
fe, de manera que moviera los montes,
pero no tuviera la caridad, nada soy. Y
si distribuyere todos mis bienes en dar
de comer a los pobres, y si entregara
mi cuerpo para ser quemado, y no tuviere
caridad, nada me aprovecha” (I
Cor. 13, 1-3) y por esta razón [la caridad]
es lo más excelso. Es la más eminente
porque de ella todas las otras
virtudes tienen comienzo y surgen
desde la fuente de origen de su eminencia.
Por ello, en la sagrada elocuencia,
a través de [la palabra] aceite
se quiere decir [caridad] porque, así como el aceite puesto sobre cualquier
otro líquido queda por encima de este,
así la caridad de todas las otras es la
más excelsa de las virtudes para la elevación
celestial. De allí, ella misma
sola merece ser llamada incluso Dios,
y, también el beato Juan, quien se recostó sobre el pecho del maestro en la
cena, de modo que absorbió el secreto,
del cual bebió el sacramento de la divinidad, él mismo también, cuando más
tarde fue llevado en éxtasis y le fueron
revelados los secretos celestes, dijo: “Dios es amor” (I Jn. 4, 8). Y para que
se mostrara la expresa identidad de la
caridad con Dios para nosotros, agregó: “Y quien permanece en la caridad,
permanece en Dios, y Dios en él” (I Jn.
4, 16). Pero porque esta gran señora
[la caridad] con el mismo Dios previó muchos futuros presagios peligrosos, como sobre aquellos [de los que dice]
el sermón profético del evangelista: “Sobreabunda la injusticia, se enfría la
caridad de una multitud” (Mt 24, 12).
Cerca del sepulcro y del lugar del Calvario
de nuestro Señor, allí en Jerusalén,
[la caridad] puso el tálamo de su
ternura como muestra de su amor, de
modo que los pueblos de todas las naciones
confluyan a ella en peregrinación,
los hombres se reúnan [allí] por
voluntad de ella y manifieste sus obras
a través de la fe visible recibida por
quienes ama. Y por eso ha de expulsar
lejos de sí a lo irredentos y a los ímprobos
echados a la inmundicia de la despreciable
obscenidad [...] o los ha de
lanzar al tenebroso desvío de la terrible
ignorancia. En efecto, este tálamo
es llamado ‘Hospital de San Juan’ por
el uso habitual de la gente, porque no
falta razón para esto. Así pues, la más
grande de las virtudes es la caridad.
Esa casa [el Hospital] se construyó como si fuera su esposo, en la cual se
da testimonio de Cristo: “no surgió uno mayor entre los nacidos de mujeres” (Mt 11, 11), de manera que la caridad
feliz, habituada a estar junto a la
mayoría, realizará para el bien de esta
una unión matrimonial, como aquello
que dice el poeta pagano: “Si quieres
un buen matrimonio, cásate con tu
igual”. Fue digno también que la casa
que debía ser administrada en función
de todos se regocijara con aquel marido,
que es venerado como apóstol de
cada uno. En su interior, con veneración
Jacobo y Esau se encuentran reconciliados.
El pater familias fue competentemente
puesto al frente de
aquella casa, en la cual se hallan la
multiplicidad de casi de todas las lenguas.
Del mismo modo, la caridad de
aquel se unió convenientemente a este
establecimiento general de los pobres;
a él la pobreza lo enriqueció en los cielos
con grandeza espiritual. Y así pues
fue extremadamente conveniente que
la caridad, preámbulo de todas las virtudes,
acogiera al precursor del Señor
como patrono de su casa. Asimismo,
se señala que en esta casa la caridad es
doble: esta se eleva tanto por la gracia
precursora de su patrono como por el
testimonio de Cristo. Sin embargo, corresponde
que con excelsa alabanza
sea reverenciada, sea conocida con
digno encomio y gran fama a lo largo
y ancho del orbe de las tierras, mas yo
estimé digno darla a conocer a pesar
de mi pequeñez, sin el ornamento de
la retórica ni la graciosa elegancia.
Como yo estuve allí, describiré cuánta
santidad hay en ella y las manifestaciones
y obras de misericordia con el
peregrino, registrado en presencia de
la gracia divina contemplada con ojos
fieles del prefecto5. Y cómo se arraigó la vieja costumbre de los antiguos, que
no solamente los seguidores del mundo
sino también –¡qué lamentable!– los hombres religiosos con rostro de
cuervo exclamen, con discurso pomposo
y con exuberantes sermones desde
su garganta –son hombres espléndidos–,
que poseen vestimentas suntuosas
y preciosas. De tal modo, con la
frente lívida, con lengua áspera, con
sospechoso arreglo, irritan a los pobres.
Por eso, en verdad, con la pobreza,
observadora de la verdadera religión,
yo, desconocido para todos, cubierto
con disfraz plebeyo, me hice
pasar por un paciente. Habité la mencionada
casa un tiempo, de suerte que
no hubiera obstáculos ni módicos secretos
para mis ojos, y disfrazado entré más fácilmente y así pude más indagar
con más diligencia, cuidado
atento y secreta cautela en la unidad
de la casa de esa fraternidad. No desfiguraría
la explicación de esta verdadera
narración con la mezcla de la falsedad,
de modo que no me condene el
castigo de los que escuchan la tremebunda,
infame mentira: por lo tanto
de este modo concluimos la introducción de nuestro proyecto, como aconseja
la caridad, como desea el beato
Juan [...]6.
En primer lugar, los pobres enfermos
tienen la prioridad en el
mencionado hospital, sea cual
sea la enfermedad que tengan; solamente
la lepra está exceptuada, no sé por qué causa común es rechazada
como odiosa por todos los hombres,
es evitada y rechazada también su
presencia y compañía de otros, separada
y aislada en soledad7. Pero todos
los otros pobres, atormentados por el
sufrimiento o por cualquier otra enfermedad
que tengan (unos necesitan
ser servidos para poder comer, otros
ser ayudados para poder caminar),
por el contrario, aquellos que tanto
en todo su cuerpo o en alguna parte
estén privados de su capacidad natural,
a todos ellos piadosamente se los
provee de [auxilio] divino.
Y así como “Dios no hace excepción
de personas”, son recibidos en
esta casa los enfermos de cualquier
nación, de cualquier condición y de
uno y otro sexo. De modo que, con la misericordia del Señor, cuanto se
acumula la multitud de los enfermos,
tanto allí aumenta el número de los
señores8. Esta casa santa buenamente
comprende que el Señor invitó a la
salvación a todos, no quiere que ninguno
muera9. En esta [casa] reciben
también misericordia hombres de
profesión pagana, e incluso los judíos
si van, quienes lo maltrataban y por
los cuales el mismo señor oraba, diciendo “Padre perdónalos porque no
saben lo que hacen” (Lc. 23, 34). Por
lo cual, la beata casa virilmente abraza
la doctrina celeste que dice “amen
a vuestros enemigos y hagan el bien
a aquellos que los odiaron” (Lc. 6,
27), y en otro lugar: se debe amar a
los amigos en Dios y a los enemigos a
causa de Dios10. Del mismo modo, si
la naturaleza debilitada de los pobres
enfermos fuera tal que no pudieran
dirigirse al hospital de San Juan con
el uso de su propia fuerza, misericordiosamente
se los buscaría por la
ciudad y serían transportados con
humildad por los siervos del hospital.
Entonces una vez que los enfermos
llegaban al santo hospital, en primer
lugar, se les ponía ante los ojos el
divino remedio, pues allí mismo morarían
junto con sacerdotes, confesada
la úlcera de sus pecados y habiendo
recibido la medicina saludable de
la penitencia. Todos son alimentados
con ese alimento celeste y luego son
conducidos al palacio por uno de los hermanos. En efecto, hay un hermano
preparado para recibir a los enfermos
paciente y benignamente, de
acuerdo con lo que dice el apóstol: “Reciban a los enfermos, sean pacientes
con estos” (I Tes. 5, 14). En verdad,
son llevados al interior del palacio, se
los acuesta en camas sobre colchones
de plumas bien hechos, para que
no sufran con el frío o con la dureza
del suelo y son colocados en sábanas
blancas, almohadones cocidos y
mantas de lana para que no se lastimen
con la aspereza de otros paños
o no sufran frío; se traen del hospital
mantas sin pelos y pieles o cueros,
con las que son abrigados cuando se
levantan para satisfacer las necesidades
de la naturaleza, así como pantuflas
de seda para que no se adhiera la
suciedad a los pies del que se levanta
ni el frío marmóreo nocivo afecte las
plantas de sus pies.
En efecto, la gran casa de los enfermos
se divide en once salas.
Asimismo, el número se incrementa
a más del doble con otros
[espacios]. Pero sucede con frecuencia
que la amplitud del palacio no da
abasto para la multitud de los convalecientes,
(por lo que) el dormitorio
de los hermanos con sus camas es
ocupado por los enfermos, mientras
que los mismos hermanos han de
acostarse en la tierra por aquí y por
allá en la medida que puedan. Cada
una de las salas es puesta bajo la dirección
diligente de uno de los hermanos, que recibe humildemente a
quienes son llevados o llegan y los
acuesta de modo ordenado con antelación.
Cuida fielmente las pertenencias
de cada uno, reunidas en un lugar,
las cuales devuelve a los enfermos
convalecientes. Pero, como es natural
que un solo hombre no pueda ser
suficiente para tan diversa cantidad
de tareas –a causa de las limitaciones
humanas–, para cada uno de los
hermanos que se encarga de cada una
de las salas son admitidos doce ‘clientes’ aprobados; hay tantas salas como
hermanos maestres y tantos ‘clientes’.
Cada uno de los doce ‘clientes’ vive
de los bienes de la casa todo el tiempo
que haya servido en ella y en su retiro
es indemnizado con oro. El oficio de
estos consiste en velar con celoso cuidado
de sus enfermos; tanto así que
ninguno de aquellos [que se encuentra]
en el interior de la casa se retira
sin la licencia misma de su maestro.
Deben preparar las camas de los enfermos;
desde luego, deben ablandar
los colchones rotándolos para separar
las plumas, porque una vez aplastadas
se endurecen, pero separadas son más
blandas. Deben tender las camas con
sábanas limpias, acostar a los enfermos,
cubrirlos, alzarlos, conducir a
los más débiles a las sucesivas salas,
transportarlos entre los brazos y devolverlos
cuando y cuantas veces sea
necesario. Deben servir agua honorablemente
en las manos de los enfermos
con el manutergio, colocar servilletas
para los que han de comer, llevar
el pan en cestas, que es colocado por
los hermanos designados de la casa en
igual porción, a saber: dos [tipos] de
pan, uno común para los que habitan
en aquella casa en discreta comunión,
otro realizado con harina fina para el
uso de los enfermos.
Con este son alimentados todos
los días solo los enfermos, nadie lo
rechaza. Este es producido con consideración
de la misericordia. Efectivamente,
para que el enfermo no lo
rechace por ser casi insípido y, por lo
fastidioso de su repetición, se lo condimenta
con una pequeña variación
para engañar levemente al gusto; el
otro pan tiene el sabor que atrae a la
gula. También los hermanos dan vino
a estos [a los enfermos], a quienes es
servido en sus vasos, luego de haber
sido rebajado por los servidores, quienes
se ocupan también de preparar
sabrosas comidas en la cocina privada.
En efecto, los enfermos tienen
dos cocinas: una es común tanto para
los hombres enfermos como para las
mujeres, la otra privada. En la común
se preparan para estos sustanciosas
comidas como carnes de cerdo y también
de oveja; ciertamente, los domingos,
martes y jueves en todo momento
se alimentan con carnes con la indulgencia
de nuestra ley. Desde luego, los
otros días [se alimentan] con un gran
guiso preparado con harina de trigo
y garbanzos. Estas cosas son llevadas
de aquella cocina por los hermanos
y las hermanas de la casa a los nobles
peregrinos y a los enfermos, mientras
que los hermanos mencionados antes,
asignados a cada sala, deambulan
por sus salas con sus ‘clientes’ y diligentemente
anotan quiénes comen
con apetito famélico, quiénes comen
muy poco y quienes no prueban los alimentos antes mencionados. De
esta forma agregan de inmediato para
quienes comen poco o para quienes
no comen nada carnes de gallinas o
de pollos o de palomas o de perdices
o de corderos o de pan de trigo u otro
similar de la cocina privada, o según
la estación, huevos o peces. En efecto,
los hermanos elegidos mencionados
deben proporcionar estas cosas a las
salas, pues en cada uno de los días de
la semana reciben del tesorero de la
casa 30 sólidos o 25 o 20, según el aumento
o la disminución de la cantidad
de los enfermos, con lo cual compran
tales alimentos delicados para sus enfermos,
que deben ser buscados fuera
de la casa. Del mismo modo, además
de lo enumerado también completan
[sus compras] con frutas como la granada,
peras, ciruelas, castañas, almendras,
uvas, así como por temporada
higos secos y otras pasas similares,
lechugas, achicorias, raíces, verdolagas,
perejil, apio, pepinos, calabazas,
zapallo, melones palestinos y muchas
otras cosas, de las cuales se podría hablar
largamente11. Para que eliminen el fastidioso cólico por un tiempo,
cuando cada uno de estos alimentos
no puedan expulsarlo, o porque distintos [cólicos] produzcan diferentes
enfermedades, para ellos algunos de
los [alimentos] mencionados son eficaces.
Otros de los alimentos son nocivos
para los enfermos y por esta razón
les sirven una gran variedad, de
modo que puedan eliminar el daño
[producido] por un [alimento] probado
primero con otro servido después
o[puedan] temperar al medicamento.
Pero como [los hermanos], que desconocen la física inferior, pueden presentar ciegamente una combinación de muchos [alimentos] a los que comen, el santo convento del hospital encomendó con santidad y providencia sus enfermos a la pericia de los teóricos, al fiel cuidado de los [médicos] prácticos. “Santamente”, porque en aquella casa de Dios a los enfermos no les falta nada que la humana facultad pueda proveerles. “Providentemente”, para que los enfermos curables no se vuelvan incurables por los [alimentos] similares u opuestos y nocivos, y así el enfermo vea su enfermedad agravada y causas de su muerte en aquellos [alimentos], que espera que lo curen. Así pues, como debe evitarse el peligro de la mala fama, en verdad hay en el hospital cuatro médicos doctos en medicina. Son estipendiarios de la casa, para que no asuman una preocupación diferente a los enfermos del hospital. Ellos también son obligados por un juramento, del que no deben ser recordados ni disuadidos. Estos pocos –que esperan fuera del hospital hasta su hora– saben qué cosas son necesarias para la salud de sus enfermos, ya sea a través de electuarios o de otras medicinas. En efecto, los médicos no proporcionan ninguna de sus medicinas propias a los enfermos, sino todas aquellas que sean suministradas por la casa. Los médicos son distribuidos por las salas de suerte que cada uno conozca con sabia discreción a los enfermos a los que tiene que curar, de forma tal que ninguno rechace la fatigante multitud de una sala en favor de otra, ni asiduamente concurra a la misma sala por confusión y pase por alto alguna sala sin atenderla. En toda la jornada, tanto a la mañana como a la tarde, [los médicos] tienen que visitar a sus enfermos y controlar su orina y la condición justa de su pulso de acuerdo a las normas de su arte. Mas, cuando van a inspeccionar a los enfermos, llevan cada uno consigo a dos de sus ‘clientes’ de sala, que recorrerá; y habiendo visitado la primera, luego busca a otros dos de otra sala, y así sucesivamente. De modo que uno [de los ‘clientes’] lleva el jarabe, oximel, electuarios y otras medicinas destinadas a los enfermos, mientras el otro le muestra las orinas y, una vez estudiadas, las tira y limpia los urinales. El médico ordena diligentemente la dieta para cada uno a su ayudante, lleva el ‘minutor’ a sus enfermos o también lleva a sus enfermos al ‘minutor’.
Efectivamente, los enfermos tienen sus ‘minutores’, que se encargan de sangrarlos todos los días, a la hora que corresponda. Como los médicos, son estipendiarios de la santa casa. De este modo, entonces, se les sirve a los enfermos las comidas ya descriptas, pero también mucho más, siguiendo el consejo discreto de sus médicos. Debido a la prohibición general de estos, ciertas comidas nunca son presentadas [a los enfermos] en aquel hospital, como habas, lentejas, crustáceos, morenas, y tampoco puerca. Pues, como afirman en general los médicos, las carnes de los animales femeninos húmedos, comparados a los animales de género masculino, son consideradas más duras, gruesas, viscosas e indigestibles en su género. De allí que las carnes de este tipo sean servidas a los que están sanos, pero nunca sean dadas allí a los enfermos. De esta manera, todo esto tiene un perfume a divina misericordia.
Y como el glorioso hospital no
desistiera de exhibir toda forma
de gracia y de piedad a sus enfermos,
además de los teóricos mencionados
antes, mantiene cirujanos
como estipendiarios, para que curen
a los heridos que llegan a este. Y verdaderamente
estos llegan no solamente
de Jerusalén, sino de cualquier
lugar a donde la cristiana Jerusalén
haya partido en expedición contra
los paganos. Aquellos que volvieron
heridos durante esta, se refugian en
las tiendas del hospital, como si tuvieran
designado para ellos mismo
un refugio por derecho hereditario.
Allí serán curados por completo, sean
quienes sean.
Y de allí, quienes no están curados
son transportados sobre camellos,
caballos, mulas y asnos al hospital en
Jerusalén o a los refugios más cercanos
del hospital, donde son custodiados
del mismo modo que en el hospital.
Y si no son suficientes los animales
propios del hospital en los que son
transportados los heridos, los mismos
hospitalarios de hecho alquilan
otros; si estos aún no son suficientes,
los heridos suben a las monturas de
los mismos hermanos, y aunque estos
hermanos sean nobles, marchan a pie
frente a esta inevitable necesidad. De
esta manera, se demuestran a sí mismos
claramente que no poseen nada
propio, sino también que cada cosa
de ellos es de los enfermos. De este
modo, con esta piedad, con esta visión
de la caridad, allí el beato hospital
tiene contratados [médicos] teóricos
en actividad y también cirujanos y ‘minutores’. ¡Oh! ¡Qué santa casa, que
conoce cuántas beatas virtudes hay en
las piedras, cuántas fuerzas hay dentro
de las hierbas puestas misericordiosamente
por el Creador, de modo que
el hombre en su exilio pudo remediar
con ellas los daños de su naturaleza
corruptible, a causa del pecado del primer
padre!¡Oh! ¡Cuán feliz convento
en su organización, con la que fue hecho imitador del feliz Samaritano, que
trató de cuidar a los prójimos incluso
en el combate! Pues, de suerte que
atribuyamos cada cosa a cada uno, los
hombres ‘prójimos’ de este convento
son los peregrinos católicos de todas
las naciones, que cada día en aquellas
regiones caen en manos de los ladrones.
Así también [caen en] diversas
enfermedades graves o en el continuo
encuentro con los ataques de los paganos.
[A estos peregrinos] el convento
buenamente los envía para ser curados
a la casa. Junto a ellos pone médicos,
con los cuales acordó dos denarios,
cantidad suficiente, por la posada; por
esto gastó para ellos en atención cuidadosa
en sueldos y en administración.
Sin embargo, los médicos no reciben
nada de los enfermos; todos los medicamentos
prescritos por los mismos
médicos y útiles para la cura de los enfermos
son provistos por el tesoro de
la casa –como ya se ha dicho. He aquí de qué manera la feliz congregación
de los santos hermanos del hospital,
lanzando oro al estiércol, muestra una
obra piadosa y recogió el grano de la
inteligencia espiritual, el que la paja de
la historia sedienta marchitó12.
Pero, para ampliar, volvamos a
los frecuentemente mencionados ‘clientes’ a cargo de los
enfermos. Junto con estos se designa
con diligencia una vigilia nocturna para los enfermos que deben ser custodiados:
en todas las salas un compañero
se turna con el otro. A ellos
mismos también les corresponde encender
las lámparas, que arden ante
los enfermos habitual y permanentemente
desde el crepúsculo hasta que
el sol naciente con su rutilante aurora
haya irradiado la superficie de nuestro
hemisferio. Hay, en efecto, en cada
sala tres o cuatro lámparas colocadas
en farolas, que difunden una luz no
lánguida por todas las salas, de modo
que los enfermos no se alejen por
error a un lugar oscuro o tropiecen
con obstáculos sobresalientes no visibles
que les generen alguna otra lesión.
Los servidores tienen que visitar
juntos con asiduidad a sus enfermos
en cada una de las salas para vigilarlos,
cubrir a los que se destaparon
dormidos, acomodar a los que están
mal acostados, acercar a los sacerdotes
si están lejos, llevar a los muertos
al monasterio, ayudar a los débiles
con cualesquiera que sean sus molestias
y dar de beber a los sedientos.
Pues de los dos vigilantes en la sala,
uno de ellos primero visita sucesivamente
a los enfermos caminando con
lentitud, llevando una vela de cera,
una cruz en la izquierda y vino en la
derecha en una copa, y con continua
y piadosa voz proclama, diciendo: “Señores, vino de parte de Dios”, que
también ofrece con humildad a todo
el que lo solicita. De este modo, recorre
la sala en un sentido y el otro con
su compañero vigilante, que lleva una
vela y agua fría en un recipiente de
vidrio y bronce por cada sala, proclamando
de manera similar “Agua de parte Dios”. Cuando vuelve, ya sea él
mismo o su compañero, no lleva ninguna
de las dos [bebidas], sino que en
el camino de regreso transporta agua
cálida en una pequeña vasija o en
una copa, según su gusto, y también
se acerca clementemente ofreciendo
con cuidado y diciendo “Agua cálida
en nombre de Dios”. Y así va y vuelve
durante el curso de toda la noche
[...]13. Con las mismas funciones hay
otros dos en cada una de las salas.
Pero, para no dejar solos a los
empleados, dos siervos del humilde
convento deben entonces custodiar
durante la tranquilidad del silencio
nocturno, y luego de finalizadas completas,
[se] realiza por todas las salas
del palacio de los enfermos una agradable
procesión piadosa. Mientras
uno de los hermanos va adelante con
una luz, el resto [va] con una vela, de
modo que los hermanos vean bien si
hubiera algo fuera de lugar, algo indecente,
o si apareciera algo contrario a
la piedad. Y si el insulto, que siempre
se opone duramente a la unión de la
misericordia y de la paz cuando hay
un hacinamiento obligado, apareciera
allí con temeraria audacia, sea corregido
con el acuerdo de los hermanos.
Verdaderamente, habiendo terminado
esta procesión, se instituyó la
vigilia de la noche con dos [‘clientes’]
junto con dos hermanos, primero un
par y luego el otro, para que cada uno
de ellos vigile hasta la mañana [alternándose].
Ellos recorren las salas con
calma marcha, transportando en sus manos su vela, inspeccionan atentamente
si los que deben estar en vigilia
se han dormido o están despiertos, o
si alguno de aquellos hubieran faltado
con negligente descuido hacia los
enfermos. Y si encontraran a alguno
de los que deben estar en vigilia [haciendo]
algo que no le corresponda,
se le impondrán castigos que deberá cumplir al día siguiente: desnudo es
golpeado por todo el palacio. También,
si alguno de aquellos fuera ultrajante
en sus palabras contra los
enfermos o insolente en sus servicios,
de forma similar será castigado con
un látigo. Sin embargo, si comete faltas
asiduamente es privado de tal servicio
y será reemplazado en ese sitio
con otro en su lugar. El hermano obstinado
en la transgresión de la humildad
contra los enfermos [permanecerá]
sentado en la tierra por 40 días
o más sin ningún honor de la mesa,
hará penitencia a pan y agua, y si ni
el noble rigor de la justicia lo corrige,
será corregido con la intervención de
otro [castigo].
Uno de los hermanos es puesto
tanto por sobre los maestros de la
salas como sobre sus ‘clientes’ y médicos,
quien, por antonomasia, es
designado como ‘el hospitalario’ en
aquella casa. Pues sin dudas tiene el
cuidado específico y general de todas
las cosas pertinentes a los enfermos, y
de allí también debe disponer [todo]
junto con los servidores, de acuerdo
con el estatuto de la beata casa: enmendar
las transgresiones, imponer
las penas estatuidas a los que cometieron
las faltas, según sea la calidad
de lo que hicieron.
Hay también otro hermano que
tiene bajo su mando servidores, a los
cuales corresponde lavar las cabezas,
arreglar las barbas y cortar los excesos
de los cabellos de todos los hermanos.
Estos deben lavar, todas las
semanas (por cierto, los lunes y jueves),
los pies de todos los enfermos
con agua caliente. Con una piedra
pómez raspan de las plantas [de los
pies] la suciedad, los limpian con un
delicado manutergio. Y, además, el
hermano ya mencionado, con uno de
sus subordinados, deambula por cada
una de las salas todos los días, cuando
comen los enfermos, el hermano de
un lado y el subordinado del otro, y
llevan [en su mano] derecha incensarios
y en la izquierda pequeñas cestas
casi llenas con la fragancia del incienso
odorífero, que es ofrecida atentamente;
los bendice con agua, esforzándose
por llegar a todos con una
aspersión de agua salutífera.
Estas cosas [relatadas] se aplican
también para todas las mujeres
enfermas. En verdad, como tienen
allí para ellas su propio palacio
separado –similar al ya descripto– dividido en salas, también poseen su
cocina separada, así como sirvientas
asignadas para su servicio privado,
igual que aquello que señalamos
antes respecto de los siervos de los
hombres [enfermos]. Las embarazadas
confluyen al hospital para dar
a luz allí, al igual que todas las otras
[mujeres] que lo deseen. Pues allí son
cuidadas con sus pequeños con piadosa
vigilancia y confortadas con baños,
con lo cual habrán de convalecer
hasta recuperar la salud original. Las
cosas necesarias para la purificación,
como velas y cosas similares, son
provistas por la beata casa. Y si [una
mujer] no fuera capaz de alimentar al
pequeño por pobreza o por la enfermedad
que sufre o no se preocupara
porque es una mala madre, cuando
el [niño] que estaba encerrado en las
entrañas de la madre haya salido de
ellas, al instante es puesto al cuidado
de una matrona, ciertamente a cargo
de la piedad del convento. En efecto,
cada quincena completa, en las camas
tanto de enfermos hombres como de
mujeres, son colocadas sábanas limpias
y, más aún, todos los días, cada
vez que estas las hayan manchado,
[serán cambiadas] por otras para que
no deban soportar incomodidad, y
también, aunque hubiera que afrontar
el cambio [de sábanas] veinte veces
por día, si fuera necesario hacerlo
a causa de una enfermedad vergonzosa
que la hubiera atacado.
Esta es la misericordia del cuidado
mostrada a los peregrinos enfermos
en el Hospital de San Juan en
Jerusalén. Yo describo las cosas que vi
con Dios como testigo, a quien también
doy gracias de todas mis fuerzas
tanto como de las cosas gloriosas que
he visto en esa casa. Y, sin embargo,
también allí vi otras cosas provistas a
los sanos tanto pupilos como adultos,
tanto hombres como mujeres, que
son hermanos nuestros en la ciudad.
En efecto, tanto imprime la verdad
en el ánimo piadoso saludablemente al oído habituado a las obras divinas,
como la mezcla de narraciones frívolas
imprime más peligrosamente la
vanidad en la mente divagante. Y, así,
ni el veneno de la adulación ni la falsedad
han corrompido mis palabras
ni tampoco las cosas que he dicho, a
menos que mi conciencia haya sido
engañada en algo; sin embargo, mi
intención permanece pura. Fin de la
explicación acerca de los enfermos.
Así entonces, cualquier parturienta
que haya parido en algún
lugar fuera del hospital
por cualquier causa, no teniendo con
qué cubrir la desnudez del pequeño
que llora, una vez llevada con toda
prisa, el hospital compasivo la provee
de muchos paños. De ese modo
recuerda con piadosa memoria que, a
diferencia de todos los animales que
nacen provistos contra la inclemencia
del aire, las bestias con pieles, las aves
con plumas, los peces con escamas,
las tortugas con caparazones, solo el
hombre nace desnudo e indefenso.
Es por esto que la beata casa no debe
desoír los gemidos de la infancia y se
apresura velozmente a atemperar el
rigor de las dificultades de la primera
edad, de modo que la mano no rechace
morosa los dones tan agradables a
Dios, ni el niño sucumba a la intensa
austeridad de la desnudez, sino que
escape con discreción. Así, mientras
la clemencia ordena que los que somos
iguales nos compadezcamos de
los otros, también nos enseña a no
tener compasión con los engaños de
la propia carne.
Si verdaderamente las parturientas
o desoladas por el hambre o por el
imprevisto curso de la naturaleza se
olvidan de la piedad materna y abandonan
a sus hijos, estos son llevados
por los primeros que los encontraron
al hospital [donde] son recibidos con
humildad, y colocados allí con las
nodrizas para ser amamantados con
leche nutritiva; pero los que deben
ser fortalecidos con alimentos más
consistentes son servidos en la misma
casa. Pero ciertamente las madres
con sus rostros cubiertos abandonan
a escondidas allí a los niños, a causa
de la misericordia –ya conocida por
muchos– de aquella casa. Si alguna
hubiera parido gemelos, habiendo
conservado uno, al otro lo entregaba
para que fuera alimentado por el
beato Juan, que no se opone a esto; de
esta manera, ninguno queda abandonado.
No obstante, si una madre de
uno solo no alcanza a alimentarlo
por circunstancias desfavorables, ella
hace saber su decisión al maestro de
la casa. Por lo tanto, si la enfermedad
fuera la causa [del abandono], ese
hombre piadoso designará al niño
otra nodriza para su fiel y continua
custodia. Si verdaderamente la pobreza
hubiera sido la causa contra la
alimentación del niño, el maestro la
presenta a ella y al niño a la nodriza y,
al instante, algo [de dinero] es llevado
por él a modo de don, de beneficio
para su consuelo. Así pues las nodrizas
de tales niños abandonados, cada uno de ellos hijo adoptivo del beato
Juan, que podrían ser incluso mil, reciben
doce talentos por año y en toda
solemnidad son provistas de nueve
raciones de alimento de la casa, del
mismo modo que los hermanos mismos,
tanto en cantidades de porciones
como en las variedades de platos.
Sin embargo, para que las nodrizas
no sean negligentes –como sucede en
otros lugares–, mientras cuidan a los
pequeños, a quienes ha sido necesario
transportar hacia el hospital, las
hermanas de la casa entonces visitan
a cada uno con cuidado maternal y
entregan a los niños mal atendidos
a la atención de otras nodrizas. En
efecto, hay en el hospital hermanas
matronas que circulan durante el
día, viudas continentes, mujeres de
religiosa honestidad, que conocen el
cuidado propio a los niños mejor que
los varones. Por esto, a causa de su
santidad, les es permitido visitar a los
pequeños para que lleven una humilde
vigilancia sobre ellos. Y no injustamente
tales pupilos, huérfanos que
la naturaleza dio a padres que aún
están vivos, con misericordia por la
adopción de la piedad son llamados
en aquellos lugares con el nombre de “los hijos del beato Juan” y las niñas,
con edad suficiente, asumen algunas
de estas ocupaciones, siguiendo
el principio ciceroniano: rara vez se
puede defender al débil careciendo
de recursos.
Verdaderamente cuando llegan a
adultos por propia elección prefieren
servir a su beato Juan, que los alimentó,
antes que abrazar las seducciones
atrayentes del frívolo mundo. Algunos
nobles peregrinos, que conservan sus
propias pertenecías, ya sea que estén
debilitados para trabajar o les avergüence
mendigar, se refugian con honor
allí, luego de haber solicitado auxilio;
se comparte el mismo alimento
con ellos que con los hermanos, pero
ninguno de estos permanecerá allí bajo sujeción para realizar un servicio
durante mucho tiempo, si no quiere
dedicarse –por llamado divino espontáneamente
conducido por su voluntad– a los pobres de Cristo en la administración
del alimento y la bebida
de ellos. Pero muchos de aquellos, que
contemplan el mundo, se despojan a sí mismos de la estabilidad a causa de la
jactancia de sus propias ideas y luego
de haber sido seducidos con nauseabundo
desprecio se vuelven molestos;
han comprendido mal cuán peligroso
es, permaneciendo ocioso, comer el
pan en esta casa. Sin ninguna duda,
es inmensamente glorioso servir a las
casas que tiene el beato Juan dispersas
por distintas partes de Jerusalén.
Los hospitalarios consiguen satisfacer
gratuitamente a tales peregrinos con
la sola misericordia de la hospitalidad.
Y si pueden por un precio, en lugar de
gratis, conducen a estas casas a los comerciantes
[...]14.
Este libro es de nuestro monasterio
Benedictino15.
Notas
1 Tanto Benjamin Kedar, como Alains Beltjens consideraron que el autor anónimo fue un clérigo (probablemente alemán) debido a su consistente formación clásica, posible de identificar en las numerosas citas hacia autores como Ovidio, Horacio, Casiodoro y también del Antiguo y Nuevo Testamento. Cfr. Kedar (1998: 3-13); Beltjens (2004: 17-27).
2 El primero de estos testimonios es el Chronicon de Guillermo de Tiro (113-1186). Escrito entre los años 1170 y 1182, es el registro más antiguo sobre la historia del Hospital, y cubre los años que transcurren desde la prédica de la Primera Cruzada en el 1095 hasta el año 1184, momento en el que termina abruptamente su relato. Cfr. Huygens (1986). A este registro se suma el conjunto de datos que nos brindan los relatos de otros peregrinos que residieron en el Hospital y describieron aspectos del trabajo médico allí desarrollado, como Juan de Würzburg y Teodorico. Cfr. Huygens (1994).
3 Nuestra traducción al español respeta la estructura de enunciación general de la edición latina. Se introducen leves modificaciones gramaticales en la conjugación de los verbos, cuando resulta necesario para la correcta comprensión del sentido original del texto, o cuando no guardan coherencia con las reglas del idioma español. Agradecemos a la Dra. Luciana Cordo Russo por su revisión atenta e importantes sugerencias a la primera versión de este trabajo.
4 Laguna parcial y texto corrompido.
5 Las últimas cinco palabras del texto son, “prefectus oculis subiecta fidelibus adnotaturum” y se encuentran en una sección del texto que, según indica Beljtens, está corrompida. Sin embargo, este último como Benjamin Kedar, pudieron identificar los mismos términos (cfr. Beljtens 2004: 37; Kedar 1998: 17). Al mismo tiempo, indicaron la dificultad de entender este pasaje, que Beljtens directamente optó por no incorporar en su traducción al francés del texto latino (2004: 37, n°37). Sin embargo, en función de la fuerte formación clásica del Clérigo Anónimo, pudimos observar que los tres primeros términos corresponden a la Ars Poetica de Horacio (65 a. C.- 8 a. C.). En efecto, “oculis subiecta fidelibus” es una cita textual de la obra del poeta introducromano. Cfr. Horacio, Ars Poetica 464; 181. De tal modo, el problema de lo incomprensible del pasaje se resuelve si entendemos que el Clérigo Anónimo utilizó la cita para refrendar el valor de la presencia personal (ocular) en los hechos. En relación al término “adnotatarum”, tanto Kedar como Beljtens indican el error del autor en el término. De hecho, Beljtens lo corrige en su edición reemplazándolo por “adnotaturum” (2004: 37, n°37). Por último, “prefectus” puede hacer referencia al mismo Casiodoro (ca. 485- ca. 585), quien ejerció esa magistratura y fue un divulgador de la obra de Horacio en la Edad Media.
6 Imposible traducir “primiciavit fidelium”.
7 Las personas con lepra en el Reino Latino de Jerusalén podían dirigirse al hospicio para leprosos de la Orden de San Lázaro. Cfr. Cartulario General, T.3, N°3396: 229). Sobre esta enfermedad y el lugar social de quienes la padecían en Tierra Santa en la época de las cruzadas, cfr. Hyacinthe (2007).
8 Los “señores” son los enfermos mismos.
Cfr. Cartulario General, T.1, N°70: 62-70.
9 Cfr. Ez 18.23 y 32
10 Cfr. Mt 5.44 y Lc 6.27.
11 Conviene destacar sobre este pasaje en el original latino un error común en su interpretación que se repite en la historiografía sobre la tarea médica del hospital. Señalaba el Clérigo Anónimo en relación a las comidas suministradas: “Supplent etiam preter numerata, sicut poma granata, pira, pruna, castaneas, amigdalas, uvas et pro tempore eisdem passas ficus et eas similiter passas lactucas, cicoreas, radices, portulacas, petrosilinum, apium, cucumeres, cytroles, cucurbitas, melones palestinos et alia multa, de quibus longum esset enarrare per singula” (Beltjens 2004: 43-44; Kedar 1998: 20). De todos los alimentos descriptos, queremos llamar la atención sobre uno en particular: “passas lactucas”. Si seguimos la edición de los autores interpretamos como ellos que en el hospital se le entregaba a los pacientes “lechugas pasas” para comer. En efecto, así fue hecho por más un historiador de la orden. Por ejemplo, el mismo Riley- Smith, en el capítulo específico sobre la atención a los enfermos, dice a propósito de la alimentación de los mismos: “The brothers in charge of the wards purchased supplements to their patients´ diet, such as pomegranates, apples, pears, plums, (…) almonds,‘dried lettuce’ (…)” (2012: 74). Alains Beltjens también interpreta este pasaje en el mismo sentido (2004: 44). Ahora bien, observemos lo que ocurre si desplazamos la coma luego del término passas: “Supplent etiam preter numerata, sicut poma granata, pira, pruna, castaneas, amigdalas, uvas et pro tempore eisdem passas ficus et eas similiter passas[,] lactucas, cicoreas, radices, portulacas, petrosilinum, apium, cucumeres, cytroles, cucurbitas, melones palestinos et alia multa, de quibus longum esset enarrare per singula”. Al agregar la coma después de passas cobra sentido la traducción “otras pasas similares” que es más coherente que la de “lechugas pasas”. La coma antecediendo similiter permite la asociación de passas lactucas, ya que la primera podría funcionar como adjetivo de la segunda al coincidir en género, caso y número. Sin embargo, más allá de una apreciación de sentido común acerca de la imposibilidad de comer“lechugas pasas”, esta última traducción es errónea, ya que no existe ningún tratado sobre farmacopea o terapéutica medieval o antigua que refiera a “lechugas pasas” (Capuano 2017). Mencionamos este caso ya debido a que aparece en la bibliografía especializada de esta manera, repitiéndose de manera incorrecta en varios trabajos (Riley-Smith 2012: 74; Beltjens 2004: 44). De la misma forma, en las dos ediciones del texto, como se señaló al comienzo de esta nota, la coma se ubica después de“passas lactucas” (Beltjens 2004: 44; Kedar 1998: 20).
12 Texto confuso.
13 Fragmento del texto corrompido e intraducible.
14 El texto, del manuscrito de Munich Clm 4620 termina aquí.
15 Situado en Bade-Wurtemberg, en la Abadía de Saint-Martin de Beuron. Esta última fue un monasterio agustino desde el siglo XI hasta 1802. El edificio fue restaurado en 1863. Actualmente lo ocupan monjes benedictinos. Cfr. Beltjens 2004: 57.
Ediciones y traducciones
1. Beltjens, A. (ed. y trad.) (2004). “Le récit d’une journée au Grand Hôpital de Saint-Jean de Jérusalem sous le règne des derniers rois latins ayant résidéà Jérusalem ou le témoignage d’un clerc anonyme conservé dans le manuscrit Clm 4620 de Munich”. En Société de l’Histoire et du Patrimoine de l’Ordre de Malte. Numéro spécial 14; 1-79.
2. Delaville le Roulx, J. (ed.) (1895-1906). Cartulaire Général de l’Ordre des Hospitaliers de S. Jean de Jerusalem, 4 vols. Paris : Académie Royale des Inscriptions et Belle-Lettres.
3. Fairclough, H.R. (ed. y trad.) (1926). Horace. Satires; Epistles and Ars Poetica. Cambridge: Harvard University Press, Loeb Classical Library.
4. Huygens, R. (ed.) (1986). Guillaume du Tyr. Chronicon. Corpus Christianorum. Continuatio Medievalis, vols 63, 63A. Turnhout: Brepols.
5. Huygens, R. (ed.) (1994). Peregrinationes tres; Saewulf, John of Würzburg, Theodericus. Corpus Christianorum. Continuatio Medievali.139. Turnhout: Brepols.
6. Kedar, B. (ed.) (1998). “A twelfth-century description of the Jerusalem Hospital” en Nicholson, H. (ed.). The Military Orders: fighting for the faith and caring for the sick, vol. 2. London: Ashgate; 3-26.
Bibliografía citada
7. Boas, A. (2006). Archeology of the Military Orders. London: Routledge.
8. Capuano, T. (2017). Diccionario herbario de textos antiguos y premodernos. New York: Hispanic Seminary of Medieval Studies.
9. Hyacinthe, R. (2007). “De Domo Sancti Lazari milites leprosi: Knighthood and Leprosy in the Holy Land” en Bower, B. (ed.). The Medieval Hospital and Medical Practice. New York: Routledge; 209-224.
10. Riley-Smith, J. (2012). The Knights Hospitallers in the Levant, c. 1070-1309. Hampshire: Palgrave Macmillan.
Recibido: 10-09-2018
Evaluado: 18-09-2018
Aceptado: 20-09-2018