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León, Denise. “Una pequeña pluma indocta. Notas sobre misticismo y poesía en la correspondencia de Eunice Odio a Juan Liscano”. Anclajes, vol. XXIX, n.° 3 septiembre-diciembre 2025, pp. 37-56.
https://doi.org/10.19137/anclajes-2025-2933
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ARTÍCULOS
Una pequeña pluma indocta. Notas sobre misticismo y poesía en la correspondencia de Eunice Odio a Juan Liscano
A little ignorant pen. Notes on mysticism and poetry in the correspondence of Eunice Odio to Juan Liscano
Uma caneta pouco instruída. Notas sobre misticismo e poesia na correspondência de Eunice Odio a Juan Liscano
Denise León
CONICET/ Universidad Nacional de Tucumán/Universidad Nacional de Salta
Argentina
ORCID: 0000-0002-6215-0421
Fecha de recepción: 14/02/2024 | Fecha de aceptación: 17/09/2024
Resumen: Los textos que conforman el corpus de la escritura mística femenina sostienen una conversación o intercambio fluido y constante con lo divino que cada escritora entiende a su manera. Aunque no existe un registro escrito que recoja el diálogo que la poeta costarricense Eunice Odio sostuvo con Dios, es posible rastrear y recoger las huellas de ese diálogo en su correspondencia con el editor venezolano Juan Liscano, en la cual la experiencia de lo sobrenatural y lo divino pulula y atraviesa los comentarios personales y profesionales. Las cartas de Odio en las que se concentra este artículo se relacionan con una tradición que se remonta a las escritoras beguinas del siglo XIII, e insisten en que el lenguaje y la estética de la mística judeocristiana han funcionado y funcionan aún para algunas poetas latinoamericanas hambrientas como estrategias posibles para decir sobre sí mismas, sobre sus cuerpos y sus mundos.
Palabras clave: Eunice Odio; Literatura Centroamericana; Misticismo; Siglo XX
Abstract: The texts that constitute the corpus of feminine mystical writing maintain a fluid and constant conversation or exchange with the divine that each writer understands in her own way. Although there is no written record of the dialogue that the Costa Rican poet Eunice Odio had with God, it is possible to track and assemble the traces of those conversations through her correspondence with the Venezuelan editor Juan Liscano, where the experience of the supernatural and the divine runs through the personal and professional contents of the texts. Odio’s letters, which belong to a tradition that dates to the Beguine writers of the 13th century, insist that the language and aesthetics of Judeo-Christian mysticism have worked and still serve as strategies for some Latin American poets searching for new ways to discuss themselves, their bodies and their worlds.
Key words: Eunice Odio; Central American Literature; Mysticism; 20th Century
Resumo: Os textos que compõem o corpus da escrita mística feminina mantêm uma conversa ou troca fluida e constante com o divino que cada escritora compreende à sua maneira. Embora não exista nenhum registro escrito que revele o diálogo que a poetisa costarriquenha Eunice Odio teve com Deus, é possível rastrear e coletar os vestígios desse diálogo em sua correspondência com o editor venezuelano Juan Liscano, em que a experiência do sobrenatural e o divino fervilha e percorre comentários pessoais e profissionais. As cartas de Odio nas quais este artigo se concentra referem-se a uma tradição que remonta aos escritores beguinos do século XIII e insistem que a linguagem e a estética do misticismo judaico-cristão funcionaram e ainda funcionam para alguns poetas latino-americanos famintos como possíveis estratégias para dizer sobre si mesmos, sobre seus corpos e seus mundos.
Palavras-chave: Eunice Odio; Literatura Centroamericana; Misticismo; Século XX
Introducción
En “Urdir la trama rota”, el texto que funciona como pórtico de la muestra de arte visual sobre la producción de mujeres salvadoreñas entre 1921-2021, Elena Salamanca subraya que muchas artistas e intelectuales del período no tienen archivos propios y que, para encontrarlas y estudiarlas, debemos desplazarnos hacia los márgenes y, de algún modo, reconstruir ese tejido roto, para mostrar la producción de esas mujeres en clave propia: “en su propio tiempo, su propios hitos, sus propios procesos” (par. 5). Estas afirmaciones funcionan adecuadamente a la hora de abordar la trayectoria y la obra de Eunice Odio. Desconocida, visionaria, vanguardista, poeta itinerante y contundente, a los veinticinco años, se hizo famosa por obtener el premio de poesía más importante de Centroamérica entre cuyos jurados se encontraba Miguel Ángel Asturias. En menos de una década escribirá y publicará el tríptico que compone su poesía: Los elementos terrestres (Guatemala, 1948); Zona en territorio del alba (Argentina, 1953) y la que ella siempre consideró su obra más importante El tránsito del fuego, un poema de más de diez mil versos que se publicó en El Salvador en 1957.
Odio se instaló por temporadas en Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala y Cuba; ejerció el periodismo cultural, participó en recitales, publicó poemas en revistas e impartió conferencias. A partir de 1963, se establecerá definitivamente en México donde acumulará un importante capital cultural en términos de experiencias, contactos y conocimientos gracias a su labor como periodista cultural, traductora y colaboradora de la revista Zona Franca. Sus opiniones y su militancia en contra del comunismo, la Revolución Cubana y su órbita soviética, la convierten en una apestada para la generación comprometida, lo que la llevará a morir sola, sumida en el alcohol y la pobreza, en 1974. “Entremos/a no salir jamás/ a cumplir con nuestra obligación de latir, / de sollozar/ de morir/ en la sola compañía/ del último de nuestros huesos”, afirmó la poeta en “Este es el bosque”, un poema escrito en México en 1966.
La crítica feminista reciente ha alertado sobre “la estrategia de la anomalía o de la excepción” (Pérez Fontdevila 43) a la hora de la pensar las producciones de mujeres como una estrategia que garantiza su marginalidad permanente respecto del canon. Al tildar a las poetas de únicas, excepcionas o singulares, a menudo se la aísla, se las deshistoriza o se las desvincula de las obras de otras mujeres para pensarlas como desprovistas o desgajadas de una tradición. Por ejemplo, el reconocido cuentista Augusto Monterroso afirmó sobre Odio que “fue una mujer muy difícil, tuvo una vida muy difícil y escribió una poesía más difícil aún… Tránsito de fuego, el título de su mejor libro, define su trayectoria en este mundo” (citado en Soto, par. 4). Es posible afirmar que leer a Eunice Odio, su magnífica correspondencia, su poesía y sus ensayos parece, por momentos, una invitación a enfrentar el dictamen de algún oráculo porque se adivina, en sus textos, una transacción entre las palabras y algo que es distinto a ellas. Y siempre hay una parte que se resiste, una imagen que no logramos canjear, un centro incandescente que nos llama, pero que no es posible pronunciar sino a partir de intentos fallidos, de rodeos. Sin embargo, sus palabras hacen agujeros en el texto de la tradición literaria latinoamericana, agujeros que no pueden ser rellenados con las repetidas metáforas o los lugares comunes atribuidos a la escritura femenina. En este sentido, considero oportuno incluir y estudiar la obra de Odio a partir de las redes que articuló con sus contemporáneos, además de su obra personal.
Si, como sostiene la filósofa italiana Luisa Muraro, los textos de la escritura mística femenina “hacen sitio a lo Otro y lo hacen ser, junto a la que escribe” (28) en una especie de conversación o “intercambio fluido y constante” (45), es necesario señalar que aunque no disponemos de un registro escrito que recoja la conversación directa de Eunice Odio con Dios, sí es posible recoger las huellas de esa conversación en su correspondencia, donde la experiencia de lo sobrenatural y lo divino pulula y atraviesa los comentarios personales y profesionales que Odio dirige a amigos y colegas. Resulta oportuno señalar también que su correspondencia, además de construir las líneas centrales de un fragmentario relato autobiográfico que la poeta varió, hizo y deshizo, se escribe sobre el rescoldo de la poesía, en un sentido similar al que Gabriela Mistral le diera a esta expresión sobre sus propias cartas.
El objetivo del presente artículo consistirá, entonces, en rastrear y recoger las huellas de esa conversación, de ese diálogo con lo Otro, a efectos de iluminar los modos en que Eunice Odio registra sus experiencias con lo sobrenatural en su correspondencia con el poeta y editor venezolano Juan Liscano para vincularlas con una divinidad que jugará un rol fundamental en su oficio poético: “Entonces me hinco de rodillas a pedir perdón por ser tan tonta o sea tan pecaminosamente insensata, indigna de la poesía que Dios me dio nunca sabremos por qué: porque los designios del Altísimo son inescrutables” (Odio en Von Mayer 466-7). En este sentido, se trata de pensar esta estrategia o autofiguración a la que recurren los textos de Odio en relación con una tradición muy antigua que se remonta a las grandes escritoras beguinas del siglo XIII y que comienza, quizás, con Hildegarda von Bingen (1092-179) ya que, como ha señalado la crítica, con ella se inicia la escritura femenina mística y visionaria. Las beguinas entendieron que todo saber procedía de Dios y que era otorgado por él, de modo directo, a través de la iluminación. Tal como señala Elena Salamanca en el texto ya mencionado, si tenemos en cuenta la precariedad de las herramientas que han tenido y tienen las mujeres para expresarse, es posible iluminar la apropiación de lenguajes no académicos como el de la mística en muchas poetas latinoamericanas contemporáneas entre las que podría situarse la producción de la poeta objeto del presente estudio.
Eunice Odio entendió muy bien estas cuestiones. Quizás por eso abre su ensayo sobre la poesía de Alí Chumacero diciendo: “Un poema es la acción del Verbo” (y escribe verbo con mayúsculas para que pensemos también en el verbo de Dios, en su espíritu flotando sobre las aguas). Y luego continúa: “de ahí que sea imposible analizarlo, aislar hasta el último de los acordes. Siempre quedará un acorde impenetrable, indecible; ese acorde es, precisamente, el que hace de un conjunto de voces un orden substancial, un acto generador, un poema” (Von Mayer Peggy 99). A propósito del verbo y de la acción del verbo –escrito a propósito con mayúsculas como ya dijimos– sobre el poema, es oportuno hacer aquí algunas consideraciones que tal vez resultarán iluminadoras para avanzar en el presente artículo. La hipótesis que guiará el presente ensayo se apoya en los modos en los que la poesía del siglo XX escrita por mujeres en América Latina retoma o reescribe eso que alguna vez se llamó “la tradición del clamor”. Esta tradición establece la idea profética de que los secretos espirituales profundos no deben ser guardados, sino que deben ser dichos. “El profeta es aquel que no habla por sí mismo sino en nombre de Dios y proclama, es decir, expresa a viva voz lo que la misma sabiduría divina vocifera” (D´Amico 52). Eunice Odio, como muchas otras antes que ella, no solo ve, sino que se siente impelida a relatar y a escribir lo que ve.
Quizás no solo sea hora de pensar, como señala Javier Galarza en La noche sagrada, que “La muerte de Dios tiene como consecuencia el largo duelo de Dios” (20) en la literatura del siglo XX sino también que el lenguaje y la estética de la mística judeocristiana han funcionado y funcionan aún para algunas poetas latinoamericanas hambrientas –entre las que podemos mencionar a Eunice Odio, pero también a Olga Orozco, Clarice Lispector o Blanca Varela por nombrar solo algunas– como estrategias posibles para decir sobre sí mismas, sobre sus cuerpos y sus mundos.
No es posible saber si Eunice Odio leyó a Hildegarda von Bingen, pero, en una de las cartas enviadas a Juan Liscano que se analizará en este artículo, narra –no casualmente– una experiencia de “caída” en la que le ocurre “perder todo su peso” (437) y no recibir ningún daño, como si hubiera sido sostenida o protegida por alguna fuerza superior. Y entonces, se compara con una pluma que, despojada de su peso, de la gravedad, ha sido sostenida en el aire. En su carta al Papa Eugenio, Hildegarda von Bingen afirma: “Pero al rey [Dios] le agradó tocar una pequeña pluma para que volara en medio de esas maravillas, y un poderoso viento la sostuvo para que no cayera” (D´Amico 50). Conscientes de moverse en un mundo de saber y poder encarnado por hombres, estas “pequeñas plumas indoctas” tensaron la escritura desde otros lugares, desde otras vías.
Primera nota: la correspondencia es una relación entre fantasmas[1]
En un ensayo sobre La novia robada de Juan Carlos Onetti, Josefina Ludmer señala que toda carta –y toda escritura, por supuesto– es en realidad una carta robada. Para ella, la forma epistolar es ante todo “un diálogo escrito con lo que queda del otro (su palabra-voz, resonando) cuando se ausenta; en verdad exige del otro la desaparición elocutoria -el silencio: esa forma de la muerte- para incluirlo como destinatario y lector” (187). La bivocalidad del destinatario escinde y desposee al que escribe la carta “que resulta yo y tú, su palabra y la palabra del otro, voz propia y ajena” (187), lo que permite pensar el género epistolar más que como un gesto de comunicación, como un gesto de escritura contradictorio, siempre entre dos aguas, que obliga a abrir un espacio de diálogo ficticio con un ausente o un fantasma.
La correspondencia de Eunice Odio que se conoce hasta el momento fue recogida en los tomos III y IV de sus Obras Completas, publicadas en Costa Rica en 1996 y luego reeditadas en 2017. En el tomo III, al cuidado de Peggy von Mayer, junto a su obra en prosa se incluye un apartado final titulado “Epistolario” que recoge cartas de la poeta dirigidas a Carlos Pellicer, Juan Liscano, Alfonso Chase e Ítalo López Vallecillos. Las notas aclaratorias de la editora indican que estas fueron cedidas por quienes las recibieron en su momento y que se publicaron con sus respectivos consentimientos. En una de las misivas a Juan Liscano, se incluye, además, un fragmento de un texto que Eunice Odio dirigió a su colega y amiga la poeta salvadoreña Claudia Lars. A partir de ese fragmento, el lector sabrá que las poetas intercambiaron correspondencia, pero hasta el momento ese material permanece inaccesible o extraviado. Y, a partir de una advertencia del propio Liscano sobre la que se volverá más adelante en el presente ensayo, el lector sabrá también que lo que tiene en sus manos es una selección o recorte de fragmentos de las cartas que Eunice Odio le envió al editor venezolano. El tomo IV, por su parte, al cuidado de Jorge Chen Sham, incluye lo que se conserva de la correspondencia que Odio dirigió al artista plástico mexicano Rodolfo Zanabria, quien fue su pareja, entre 1964 y 1970. No se explicita, en ninguna zona de las Obras completas, el criterio que llevó a publicar en un tomo aparte esas misivas a Zanabria dejándolas por fuera del epistolario incluido en el tercer tomo, pero un explicación posible se fundamenta en el hecho de que Jorge Chen Sham difundió la correspondencia de Odio dirigida a Zanabria a principios de 2017 en un volumen titulado Cartas de Eunice Odio a Rodolfo publicado por la Editorial de Universidad de Costa Rica y solo más tarde estas fueron incluidas en el último volumen de las Obras completas.
Estos datos nos remiten a la idea de “tejido roto” propuesta por Salamanca a partir de las dificultades que enfrenta la crítica a la hora de estudiar los archivos de mujeres artistas latinoamericanas. Esta afirmación es legítima para pensar en la correspondencia de Odio no solo porque parte del material se encuentra perdido o disperso y fuera de los canales de circulación simbólica a pesar de los esfuerzos de Jorge Chen Sham, Rima de Vallbona, Peggy von Mayer, Asunción Lazcorreta, Juan Liscano, Tania Pleitez Vela y muchos otros, sino también porque los textos de las cartas que sí se han conservado insisten en lo que Felipe Cussen llama “poéticas negativas” (La oficina de la nada), materiales que trabajan a partir de una serie de experiencias que se sitúan en los límites del lenguaje, lo exceden, lo interrumpen o lo deshacen, tal como han señalado místicos y místicas de distintas confesiones. Las poéticas negativas “van en contra del lenguaje, lo violentan permanentemente tratando de extraer de él, justamente, lo indecible” (Cussen La oficina 21).
Tal como señala Chen Sham en la “Introducción” del tomo cuarto titulada “El valor de una correspondencia privada y sus avatares”, de las sesenta y un cartas que Rima de Valbona y Asunción Lazcoreta afirman haber recibido de Rodolfo Zanabria, veintitrés se encuentran hoy perdidas y una había sido contada dos veces. Es decir que la edición incluye cuarenta y siete cartas sin fechar por su autora y que, por lo tanto, han sido ordenadas según el criterio de Chen Sham, que, como dijimos, fue el editor del volumen. Tampoco disponemos de las cartas escritas por Zanabria que se mencionan en muchas de las cartas de Odio. Chen Sham se encarga de señalar el aspecto de “escritura desatada” (XXIV) de las cartas de Eunice, en las que proliferan posdatas interminables, apostillas, notas en los márgenes o dibujos que describe en las notas a pie, pero que nunca se reproducen en la edición de las Obras completas. Por su parte, el tercer volumen reproduce las cartas que Odio le envió a Juan Liscano, amigo personal y editor de la famosa revista Zona Franca, en las que se concentrará el presente artículo, tal como este las publicó poco tiempo después de la muerte de la poeta en 1975, en un volumen titulado Antología: Rescate de una gran poeta (1975).
En La escritura epistolar, Nora Bouvet subraya que las cartas privadas que se vuelven públicas a través de la recopilación, selección y edición son un fenómeno que tiene larga data. La publicación no solo “transgrede la privacidad, rompe el secreto de la correspondencia, hace del objeto individual objetos serializados” (112), sino que también las reintroduce en un nuevo circuito comunicativo donde “el autor se desdobla en las figuras ambiguas del autor, el que escribe las cartas que se publican y el editor, el que las publica y con ello se convierte en autor de la publicación (selección, compilación, antología o recopilación)” (113). Este es el caso de la correspondencia publicada por Liscano quien se ocupa de intervenir sobre los textos, ordenando, acotando o suprimiendo lo que considera oportuno, llenando algunas lagunas y huecos, pero al mismo tiempo creando otros nuevos, construyendo una imagen de Eunice Odio desde la que desea sea leída.
Resulta evidente que lo propio del archivo es su naturaleza agujereada y que, como afirmó Franz Kafka en sus cartas a Milena, las cartas siempre engañan. Sin embargo, no deja de ser relevante mencionar que nuestro precario conocimiento acerca de la red de vínculos y la labor de las escritoras latinoamericanas hasta entrado el siglo XX ha dependido de testimonios sesgados, escritos en la mayoría por hombres. Estos relatos recurren, por momentos, a estereotipos vinculados con el aspecto físico o la supuesta sensualidad de las escritoras y se ocupan más de agruparlas aplanando las diferencias de sus producciones que de analizarlas minuciosamente. Las convierten en lo que Tania Plaitez Vela denomina “Salomés tropicales”[2] en su artículo “Eunice Odio y Nueva York: impresiones y símbolos”. Al mismo tiempo que las cartas de Eunice Odio insistirán en lo que no se puede decir, en eso que interrumpe o deshace el discurso y que apenas se consigue sugerir o representar a partir del lenguaje o la duda, también existe una condición de pérdida o de silencio en su correspondencia en la medida en que esta no fue pensada para ser difundida, que se extravió, se dañó o fue intervenida o apropiada. “Este trabajo de apropiación y autoridad del editor exige un espacio discursivo que se incorpora al texto a modo de prefacios, prólogos, estudios preliminares, advertencias, introducciones y notas” (Bouvet 114).
Es posible preguntarse, entonces, a quién pertenecen los materiales de los que se ocupa el presente ensayo. Se ha señalado que la carta tiene un estatuto ambiguo entre lo privado y lo público y que se mueve, sobre todo, entre los límites de lo oral y lo escrito, la publicidad y el secreto, la presencia y la ausencia. Pedro Salinas ha insistido en el designio de intimidad de la carta, en su voluntad de pudor, de secreto, materializada en el sobre cerrado, el lacre o el hecho de destinarla a una única persona. Pero, tal como subraya Bouvet, ni el emisor ni el destinatario controlan el circuito comunicativo y el texto se vuelve desvío. De hecho, las prevenciones que registra Eunice Odio en sus cartas no serán atendidas y recuerdan, por momentos, a las de su colega norteamericana Flannery O´Connor en su Diario de Oración: “Tengo miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que manosean la oscuridad de mi alma. Por favor, sé mi guardián contra ellas” (25).
En distintos momentos de su correspondencia con Liscano, Odio le pide explícitamente (y reiterará también sus pedidos y aprensiones en la correspondencia con Zanabria) que no publique el material ni las experiencias que allí se narran o información sobre su vida privada, a fin de mantener lejos de sus páginas a posibles “manos insidiosas” que tanto perturbaron a otras escritoras místicas como Flannery O´Connor. En este sentido, en la pieza numerada como quince, según la edición de las Obras completas y fechada en abril de 1966, Liscano reproduce un fragmento de una carta de la poeta respondiendo con negativa vehemencia ante un pedido de su amiga Claudia Lars acerca de la posibilidad de publicar fragmentos referidos a sus visiones y experiencias místicas. En su respuesta, Eunice explica sus razones para mantener estos materiales dentro del círculo de quienes considera “creyentes” o “hermanados en espíritu”. Cito in extenso:
No se pueden publicar fragmentos de mi carta relatando los extraños hechos relacionados con el Arcángel Miguel. Y te voy a dar razones[3].
Pero es que, además de secretos, considero sagrados estos asuntos. Por lo tanto, ¿cómo podrían andar en brazos, ojos, lengua de todo el mundo? … Estas cosas las sabe muy poca gente, porque evito hablar de ellas. Cuando lo hago, es con motivos fundados. A Juan Liscano le conté los extraordinarios hechos, porque lo veía –y me lo dijo así–, en crisis de fe. A ti, te lo referí todo, porque sabes mucho de lo oculto, y creí que podrías darme alguna luz. (“Epistolario” 416-7)[4]
El fragmento citado es interesante en muchos sentidos. En primer lugar, tal como señala Nora Bouvet, la escritura epistolar, destinada a un otro por definición, también da lugar a la “escritura de sí”, en la que el emisor se convierte en una especie de artesano que construye una imagen de sí mismo que desea hacer presente ante los demás. Consciente de ser marginada por sus opiniones políticas en contra del comunismo y también por lo peculiar de su estética, Eunice Odio desarrolló una serie de estrategias para ser considerada por sus pares, intentando relacionarse con otros poetas y artistas a través de sus cartas y publicaciones para crear una especie de “hermandad artística”. De hecho, en la misiva dirigida a Lars se refiere a ella como “Hermanita del alma” (“Epistolario” 416) y firma sus cartas a Liscano como “tu hermana, tu amiga para todo” (“Epistolario” 443). Esta familia construida por Odio es, según ella misma refiere a Alfonso Chase, su “familia poética, la menos abundante de toda la poesía y la menos comprendida: la familia de los poetas metafísicos; es decir de los que no buscan en el exterior de las cosas sino su internidad misteriosa y, sobre todo, la profundidad del SER” (“Epistolario” 474).
Justamente porque se siente parte de un conjunto poco abundante y poco comprendido, Odio experimenta la necesidad de crear lazos, de crear comunidad, de tejer redes que la sostengan a ella y a su obra. En este sentido, su correspondencia y sus ensayos críticos serán una estrategia fundamental. Resulta de interés detenerse en las razones que ofrece la poeta para negarse a la publicación de fragmentos de sus cartas “relatando los extraños hechos relacionados con el Arcángel Miguel”. Si, como señala Victoria Cirlot en su ensayo sobre Juliana de Norwich Visión en rojo, durante la Edad Media era necesario descartar la procedencia demoníaca de las imágenes visionarias que pueblan los escritos de las místicas, en un momento histórico desacralizado como el que le tocó vivir a Odio, los peligros que acechan a las visionarias son otros: ser acusada de locura, de “chocheo” o demencia senil, de ser esquizoparanoide o, peor aún, ser catalogada como “interesante y fenomenal”. Odio persigue “la profundidad del ser” y no las vanas apariencias de lo fenoménico, desea ser juzgada por su obra, por su poesía y no por sus trayectorias vitales.
En cuanto a la segunda razón que ofrece para negarse, señala que estos “asuntos”, estos “extraordinarios hechos” son sagrados, es decir, que no pueden ser mirados, hablados o tocados por personas no iniciadas o profanas. Además de la cualidad inefable del hecho místico, señalada tanto por estudiosos como iluminados, es decir, que se trata de hechos indescriptibles e intransferibles a quienes no los hayan experimentado, otra de las características de estos hechos implica el secreto que rodea a todo misterio:
La palabra castellana “mística” es la transcripción de un término griego, el adjetivo mystikós, derivado de la raíz indoeuropea my, presente en myein: cerrar los ojos y la boca, de donde proceden miope, mudo y también “misterio”, que remite a algo oculto, no accesible a la vista, de lo que no puede hablarse. La palabra mystikós nos remonta a la Grecia clásica y, más propiamente, a las religiones de misterios, ta mystiká: las ceremonias en las que el mystes, el fiel, es iniciado (myeisthiai) en los grandes misterios. (Velasco 19)
Odio reconoce, para la floración de sucesos o visiones que describe en sus cartas, un origen que no puede proceder de la percepción física y que, por lo tanto, los sitúa en un plano otro, diferente al mundo natural o habitual en el que se desenvuelve la mayoría de los sujetos y, por ello, reserva la transmisión de esas experiencias a unos pocos iniciados. Así, tal como señala Michel de Certeau en La fábula mística “… el secreto ata con lazos ilocutorios a los personajes que lo cazan, lo guardan o lo revelan; es el centro de la telaraña” (118). Como se analizará en el siguiente apartado, el mundo visionario de Eunice Odio y su relación con lo sagrado se vinculan con su concepción del poeta como un ser alucinado “que anda buscando a Dios y sólo lo encuentra en el fondo de todos los hombres” (“Epistolario” 373) y con su concepción de la poesía, de la belleza “como una forma de Dios; la más próxima a su naturaleza” (445). No es casual que apenas unas líneas más abajo del fragmento anteriormente citado, Juan Martín Velasco señale a Platón como intermediario entre las religiones griegas del misterio y las apropiaciones cristianas del misticismo: sabemos que Ión, poeta y personaje de uno de los diálogos platónicos, será el demiurgo que sostendrá la obra poética capital de Eunice Odio: El tránsito del fuego, poesía viva e incendiada.
Segunda nota: la balada continua
Anota Odio en la posdata de la carta numerada como quinta por Juan Liscano y fechada en mayo de 1965:
Mucho se dice que Dios no nos responde, que no dice nada. Y yo he creído en eso hasta hace dos años, en que, un buen día, descubrí que Dios nos está cantando una balada continua; y que lo que sucede es que nosotros no la oímos… Pero…a veces, algo en nosotros, especialmente en los poetas, se desliga de los demás ruidos, y se pone en sintonía con la Gran Balada, y oye un fragmento azaroso, suelto y, no obstante, perfecto, coherente, porque era aquel que nos estaba destinado desde antes del principio. Esa Balada consiste en que vemos el éxtasis perpetuo de las cosas, casi siempre invisible. El éxtasis que se manifiesta, por ejemplo, en que una naranja, positivamente seca, se pone a florecer, o a frutecer, a delirar como un fruto de la tierra. (“Epistolario” 383-4)
La idea de la balada, es decir, de una pieza musical, pero también poética que tiene la particularidad de repetir un estribillo y que es, además, ejecutada por un Dios músico, evoca nuevamente el pensamiento de Hildegarda von Bingen, quien en su Libro de las obras divinas imagina a Dios ejecutando una sinfonía inaudible para el oído humano en la que participan el día y la noche, las estaciones y los ritmos de la naturaleza. La música funciona como puente entre lo material y lo espiritual, entre lo visible y lo invisible, y la caída, a causa del pecado, sería una especie de interferencia para escuchar a nivel espiritual esa armonía divina. Pero ¿qué fragmento de “la balada continua” cantada por Dios escucha Eunice Odio? ¿Cuál sería el fragmento que considera que le estaba destinado? Según afirma en el texto citado, la “Balada” consiste en “ver el éxtasis perpetuo de las cosas, casi siempre invisible”.
Victoria Cirlot apunta que “uno de los fenómenos propios de la experiencia mística es la visión, aunque no todos los místicos son visionarios” (13). Los textos de la correspondencia de Odio contienen –sobre todo– la descripción de sus visiones y también sus exégesis, es decir, las interpretaciones que la poeta propone en torno a dichas visiones. El universo visionario de la poeta según la reconstrucción y edición de Liscano se centra en dos tópicos: la visualización de cuerpos o fragmentos luminosos, y en relación con ellos, el milagro de los frutos y las verduras que retoñan. En la “puesta en libro” que Liscano hace de las cartas de Eunice, ya desde la “carta uno”, fechada en febrero de 1965, se señala que lo sobrenatural será el hilo que guiará la compilación y que, si bien es Odio a quien lo sobrenatural le sucede, ella se dirige a Liscano para contárselo “porque a lo mejor estás relacionado con alguien que sepa (o quién sabe si tú mismo podrías saber) o pueda averiguar por qué me sucede esto y qué es” (“Epistolario” 361).
En este sentido, tanto Odio como Liscano repiten el gesto de la relación asimétrica que se da entre las místicas medievales y sus confesores ya que, en general, las autoridades eclesiásticas enfrentaron con desconfianza la vía mística femenina considerándola en el filo de la herejía, la histeria o la locura. Así, conocemos los textos de muchas de estas mujeres a partir de la dirección espiritual, la transcripción, la edición y el control de sus confesores o alguna otra figura masculina en posesión de un saber o un lugar dentro de la sociedad que a las mujeres les había sido negado. Recordemos que durante siglos las mujeres tuvieron prohibido predicar o llevar adelante cualquier tipo de actividad relacionada con la enseñanza o la especulación teórica o teológica. Baste mencionar aquí el ejemplo de Sor Juana Inés de la Cruz y la encendida defensa que llevó a cabo en su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. En su importante estudio sobre la mística femenina en la Edad Media, La mirada interior Victoria Cirlot y Blanca Garí señalan que el IV Concilio de Letrán proclamó la confesión como una obligación que institucionaliza el “control” de las experiencias y pensamientos de las mujeres que se veían obligadas a narrar sus visiones a los confesores hombres para que estos pudieran depurarlas, aprobarlas, registrarlas y administrarlas de alguna manera.
Es importante señalar, sin embargo, que una “treta”[5] utilizada con frecuencia por las visionarias fue insistir en su condición de meros recipientes en los que se inscribían la voz y la voluntad divinas, es decir que ni sus visiones ni sus experiencias dependían de su voluntad sino de una fuerza incuestionable y superior a las suyas. Además, como recuerda Claudia D´Amico, siguiendo a Alois Haas, la mística visionaria femenina también puede considerarse una forma inteligente de protestar contra el comportamiento masculino que suponía tener el conocimiento en torno a la fe. Las místicas proponen un tipo de conocimiento ligado a la imaginación y a lo sensible que solo ciertos espíritus sutiles podían experimentar.
Leemos en la carta numerada como dos y fechada en “febrero o marzo de 1965”:
Me puse tensamente atenta; como quien dice, no sólo enderecé mi espina dorsal física sino la otra. Vi, entonces, joyas en el aire. Pequeños cuerpos luminosos que destellan; como diamantes en vuelo. Que se prenden en un instante y se apagan (desaparecen); y su fluir es constante; pero diurno. Desde que comencé a notarlos, en diciembre de 1964, sólo he llegado a verlos, en esa profusión y forma, durante la jornada luminosa de la tierra. Y, desde entonces, los veo a cualquier hora del día. Basta que “me ponga a verlos”. Con esto no quiero decir que tenga que hacer ningún esfuerzo. Quiero decir que “quiero” verlos. Es imposible no querer. Hasta es imposible resistirlos. Es imposible decir: no quiero verlos más. Son muy hechiceros, bellísimos… Por estos días puse en claro, entonces, que se trata de Ver. (“Epistolario” 363-4)
Fue en el mes de noviembre de 1964… Mientras esperaba que me trajera la gran taza de café negro que tomo al despertar, empezaron a salir, de mi cuerpo, una enorme cantidad de filamentos luminosos, que tendrían entre 6 y 8 cm de largo y el grueso de un cabello muy fino. Salieron de mí, como digo, en enormes cantidades y creo que más veloces que la luz misma. Eran plateados y resplandecientes. Aquello debe haber durado unos diez segundos. (“Epistolario” 362)
Esos grandes cometitas que vi ese domingo… tenían sonido. Mientras los estuve viendo también los oí. Era el suyo un sonido que no puedo explicar, era como “tener el oído en otra parte”. Lo más que puedo decir es que era un sonido parecido al de la música electrónica y muy tenue y, al mismo tiempo, muy fuerte; tal vez porque el “resto del mundo” no se oyó en ese momento. (“Epistolario” 368)
Hay varios elementos llamativos en los fragmentos citados. Por un lado, la alusión a una visión que solo es posible a través de lo que en la tradición mística se conoce como el ojo interior, o “el ojo salvaje”, tal como lo denomina André Breton (1), que permite hacer visible algo que hasta el momento permanecía oculto: la poeta no atiende con la espina dorsal física sino con “la otra”. También es posible percibir una certeza profunda acerca de que estas visiones no nacen del conocimiento racional sino de experiencias directas que la impelen, como a tantos otros y otras visionarias, a relatar y a escribir lo que ve a pesar de que el lenguaje resulte insuficiente. Es la tradición del clamor que mencionábamos más arriba. Como para Hidelgarda von Bingen, para Eunice Odio el contacto con la Divinidad se produce a partir de la “iluminación”; una iluminación que surge o sale de su cuerpo. En las mujeres, el cuerpo siempre ha sido lugar privilegiado de la circulación mística. Las místicas buscan con el cuerpo algo que está más allá del cuerpo y, a pesar de que este es descrito muchas veces como un obstáculo en la búsqueda espiritual, al mismo tiempo, la corporalidad es el medio en el que esas experiencias se producen.
Resulta significativo cómo Liscano y también Jorge Chen Sham, el editor del cuarto volumen dedicado a la correspondencia con Zanabria, e incluso el mismo Zanabria intentan reconvenir a Eunice Odio frente a sus experiencias, “tranquilizarla” y tranquilizarse de alguna manera[6]. Si bien un análisis minucioso del rol de Liscano como “confesor” respecto de la obra de Eunice Odio excede al desarrollo del presente trabajo, es importante mencionar que el editor venezolano se apropia de ese rol al menos en dos sentidos. En primer lugar, en la nota informativa que precede al apartado sobre la correspondencia justifica la censura que ha ejercido sobre el material señalando que:
Eunice tenía una naturaleza apasionada, extrema, no desprovista, sin embargo, de lucidez, y por eso excluí de esta correspondencia juicios políticos suyos saturados de vehemencia tras el desencanto sufrido en la militancia ideológica, así como opiniones agresivas contra personas, entre ellos artistas y escritores. En nada la perjudicarán esas omisiones. (Liscano 69-70)
En segundo lugar, además de administrar la palabra de Odio, en la única carta propia que Liscano incluye en su correspondencia, es decir, la carta cuatro[7], se ocupa de reconvenirla y de infantilizarla a partir del uso de diminutivos, desde una posición de conocimiento y superioridad. Al mismo tiempo que la llama “luminosa Eunice”, la compara con una “Santa Teresita”, así en diminutivo, “perdiendo y encontrando a Dios entre sus pucheros y actividades culinarias” (“Epistolario” 375). Todo el texto de la carta tiene un tono condescendiente a través del cual Liscano (que no ha vivido la experiencia) le explica a Odio (que sí la ha vivido) de qué se tratan en realidad sus visiones proponiéndole una interpretación: “Sucedió que despertaste de pronto” y le aconseja continuar así: “NO vuelvas a dormirte. Sigue, ahora, despierta, de modo que no necesites “despertar mañana, y que todo sea como continuar” (376). En conclusión, los tres interlocutores hombres de Odio le proponen alguna explicación “racional” a sus visiones y las atribuyen a su cansancio, a una posible anemia, a la soledad o al aislamiento, mientras que ella insiste en pensarse a sí misma como un sujeto o una sujeta extraordinaria.
Odio sabe lo que ve y lo que no ve. No le interesa “aislarse como los ocultistas” ni “el desapasionamiento del Nirvana” (“Epistolario” 372) porque para “… la poesía sirve la constitución que Dios me dio: intranquila y apasionada. No quiero el Nirvana sino la Poesía. Ten la seguridad de que ella me dará el conocimiento que necesito y me abrirá una “puerta” si es que “debe abrirse”, le escribe a Liscano. Podemos sospechar o descreer sobre las cualidades de estas experiencias que Eunice Odio se empeña en transmitir en sus cartas, pero no hay duda de que la poeta sintió una exigencia similar a la que experimentaron otras mujeres como Marguerite Porete o Juliana de Norwich, quienes dedicaron gran parte de su vida a elaborar o incluso justificar las experiencias que habían vivido.
Tal como apunta Gabriel Inzaurralde respecto de La novela luminosa de Mario Levrero, este tipo de experiencias místicas operan como “… un acontecimiento que acaece en el mundo, pero en incongruencia con él. Es un cortocircuito que interrumpe el continuo cotidiano normalmente cerrado sobre sí mismo y regido por el hábito y el consenso” (Cussen La oficina 96). La mística, una tradición humillada por el espíritu racionalista occidental, puede haber atraído a Odio del mismo modo que otras formas del conocimiento que sabemos que frecuentó como el yoga, la parapsicología o el ocultismo. Conviene subrayar que, por la descripción que hace la propia Eunice, sus visiones no resultan de un estado extático en el que ella se encuentra fuera sí, no son producto de un trance ni tampoco visiones oníricas. En la carta tres, señala que:
… es un hecho que no podría llegar a la santidad; pero es otro hecho que no aspiro a eso de ninguna manera. Se puede decir que lo único que quiero en este mundo, es realizarme humanamente, para lograr realizarme en la poesía tal como la entiendo. No sé por qué creo que en esto último está la clave. Siempre he creído que la poesía es “una puerta”. (“Epistolario” 372)
Odio tuvo una importante formación visual autodidacta. Como puede apreciarse a partir de la lectura de sus ensayos y reseñas, estableció estrechos vínculos con artistas plásticos mexicanos y ejerció la crítica de arte. Específicamente escribió sobre la luz en la obra de Rufino Tamayo en “Tamayo y el reino de la luz” (“Epistolario” 107), en la obra de Rodolfo Zanabria en “El tiempo luminoso de Rodolfo Zanabria” (“Epistolario” 31) y en su ensayo sobre el surrealismo en la pintura de México (“Epistolario” 159). En una carta enviada a Alfonso Chase, recogida también en el tercer tomo, anota: “Te digo todo esto porque, después de la poesía, estoy disciplinada en arte plástico. Esa es mi segunda pasión dominante… No estoy apegada a nada en la vida, como no sea a los libros y las obras de arte” (“Epistolario” 481). La relación entre pintura y visión también aparece en los tratados de diferentes místicos y, como señala Victoria Cirlot en su ensayo sobre Juliana de Norwich, “… las prácticas meditativas se apoyaron en imágenes, que debían ser interiorizadas y recreadas de tal como que en ocasiones pudieran desencadenar a su vez experiencias visionarias” (37). Si lo visual puede conducir a lo visionario, lo visionario puede ser el origen de la producción poética o artística. De hecho, muchos artistas surrealistas que se declaraban ateos como Marx Ernst, se pensaron a sí mismos como visionarios a la caza de imágenes que no provenían del mundo exterior fenoménico y racional sino de otros mundos posibles.
Tercera nota: los elementos terrestres
Ahora bien, en cuanto al tópico de los frutos y las verduras que retoñan milagrosamente, la poeta lo describe así en la carta dos:
Iba a tirar aquella cebolla que, según yo, debía ya pertenecer al mundo de los desechos. No señor! Tenía unos tallos de más de 12cm de largo y otros de media pulgada; todos de un verde tiernísimo; y unas grandes raíces inmaculadas. La cebolla me asustó, me sobrecogió; la volví a guardar volando ¿Qué era aquello? Como las zanahorias, una cebolla nunca hace eso. 8 o 10 días después de tenerla guardada, se empieza a pudrir y se acabó. Y unas hierbas de olor que también estaban en el refrigerador, desde hacía 4 o 5 semanas también, no sólo habían retoñado, sino crecido! Y estaban verdes y fragantes. (“Epistolario” 365)
Resulta significativo cómo el relato de las visiones y los milagros de los frutos aparecen en la correspondencia alternados con las descripciones de las dificultades económicas y materiales que tuvo que enfrentar la poeta, sumida en una situación de marginación y pobreza que se fue incrementando a lo largo de su vida. La epifanía surge de la cotidianidad más llana y también de la presencia de una preocupación por un tipo de gestación o fertilidad que no tiene que ver con la maternidad sino como otros caminos productivos o creativos. Agrega Odio en una carta dirigida a Zanabria:
Cuando yo hallé aquella cebolla llena de tallos, me poseyó un gran miedo, una especie de horror sagrado. Y, ese domingo mientras estaba tomando el café en mi cama pensé: Qué torpeza la mía! Pero si es una cebollita bellísima! Es la cebollita del Arcángel Miguel. …Sí, dijo el Arcángel. Es Mi Cebolla; todos tus frutos vienen de mí. Por eso no se mueren; no se desintegran en la descomposición. Eso quieren decir los lindísimos cometas que volaron y maravillaron mi espacio esa luminosa tarde. (“Epistolario” 27-8)
Y a partir de aquí el papel está cortado y ya no es posible continuar leyendo.
Es interesante deslizar aquí una última hipótesis y proponer una relación entre esta floración salvaje de los frutos en contacto con la poeta, eso que ella misma llama “la actitud de tierra prodigiosa” (108) y la posibilidad de crear con su cuerpo no hijos, según el mandato de la sociedad patriarcal, sino arte, poesía. En ese sentido, será pertinente recurrir a algunos fragmentos de Los elementos terrestres, el primer poemario de Odio, leído por la crítica como un poema esencialmente erótico en el que resuena el Cantar de los cantares. Es sabido que el Cantar funcionó durante siglos como fuente de palabras y sonidos que describen los modos en los que los amantes se hieren, se persiguen, se desean, tratan de alcanzar a costa del cuerpo algo que está más allá del cuerpo. Los distintos poemas que integran Los elementos terrestres funcionan como escenas oníricas y el libro todo se asemeja a un sueño. Amado y Amada se buscan revoloteando por lugares abiertos y cerrados, ciudades y campos, encontrándose y desencontrándose. De pronto, en el poema quinto, se produce un cambio y el poema da un viraje: luego del éxtasis que mencionábamos, se aparta de los asuntos amorosos y espirituales para plantear un tema que no parece del todo espiritual: la esterilidad. El poema está bañado por una luz muy diferente respecto a los anteriores. Hay una línea que conecta la voz del yo lírico con una “hermana” de los amantes que padece la soledad y la tristeza de ser carne sin continuidad, es decir, de no cumplir con la función que tradicionalmente la sociedad le atribuyó a las mujeres: la maternidad. “Tal como flor que sale/ y es cortada,/ Con la piel por donde huye la risa de los niños,/Y llena hasta los muslos/de tristeza; así es nuestra hermana/en cuyo umbral/ naufraga el cuerpo de uso eterno”(Odio Los elementos 24), afirma el yo lírico dialogando con Job y, de hecho, parece olvidar la presencia de los amantes justo después del poema cuarto para volver los reflectores hacia esa hermana que, en el poema sexto, titulado “Creación”, será ella misma:
Altas proposiciones de lo estéril
por cuyo rastro voy sangrando a media altura
y buscándome y palpándome,
por detrás de la rosa edificada,
sobre lo que tiene orilla ni regreso
y es, como lo descubierto recobrado
que acabe el que siga y me revele. (26)
El poema sexto es el más extenso de todo el libro. Tiene un subtítulo “Proposiciones de Prometeo” en el cual evidentemente alude al titán griego que funciona como una especie de intermediario entre los dioses y los hombres y que más tarde será castigado por Zeus por haber robado el fuego para compartirlo con los humanos. La anticipación de la herida y el sufrimiento por la opción de crear con la palabra y no con el cuerpo se reiteran en el poema: “altas proposiciones de lo estéril/ por cuyo rastro voy sangrando a media altura” (26); “la sangre ya está en marcha” (28); “sollozante y sangrante a media altura” (29); “al borde estoy de herirme y escucharme/ahora que le propongo al polvo una ecuación” (27). ¿En qué consiste, podríamos preguntarnos, la ecuación que el yo lírico le propone al polvo?
Se trata de una ecuación sutil, inserta en el interior del teatro del poema; una ecuación que se relaciona con el modo en que una poeta puede decir Dios en la década de 1940 en América Latina para hablar de sí misma. El sentido común sugiere que Los elementos terrestres es un poema erótico. ¿De qué otra cosa podrían hablar las mujeres sino de los cuerpos a los que fueron confinadas? Y, sin embargo, hay más. En el poema sexto, el yo lírico parece olvidar la presencia de los amantes de los primeros poemas para volver, brevemente y de forma velada, los reflectores hacia sí misma. Y lo que vemos bajo ese reflector es un espectáculo inesperado: no se trata de la habitual queja amorosa sino de la posibilidad de pensar y crear aún a costa de su cuerpo, aún a costa de sí misma. En el epígrafe tomado del Génesis que precede al poema, Eunice Odio anota:
Y la tierra estaba desordenada y vacía,
y las tinieblas estaban sobre la haz
del abismo, y el espíritu de Dios empollaba
sobre la haz de las aguas. (26)
¿Por qué la poeta se toma la libertad de poner a empollar al espíritu de Dios en lugar de hacerlo flotar o moverse sobre las aguas como afirman las versiones más convencionales? ¿Un espíritu podría empollar algo? Las escritoras místicas parten de su experiencia y trabajan para descartar y abrir pasajes, deshacen sin reemplazar el mundo deshecho, afirma Luisa Muraro en El Dios de las mujeres (27). Son textos de una escritura que no tenía curso legal ni autorización simbólica y que se apoyan en una relación libre y personal de las autoras con Dios, independiente de todo itinerario codificado y guiado por otros. De algún modo, podríamos pensar, el huevo funciona como la larva de la mariposa, que implica pasaje y transformación. Y si ese huevo es empollado nada menos que por el espíritu de Dios, es probable que el pasaje desde lo más bajo y despreciable hacia la elevación y la gracia, esté de algún modo garantizado. Los textos místicos le ofrecen a la poeta un modelo para salirse de eso que está destinado a ser cazado y supervisado por la razón y la sociedad patriarcal. La balada o la versión de la balada que Eunice Odio escucha le dice que “la Biblia le habla al poeta y, a la vez, habla de él” (“Epistolario” 389). La escritura avanza así como la excavación rudimentaria de un túnel: se excava con palabras en la masa de las palabras, para que pase el pensamiento y otras realidades sean posibles.
Algunas conclusiones
Numerosos estudios como los de Luisa Muraro, Victoria Cirlot, Luce López-Baralt o Felipe Cussen, entre otros, han insistido en establecer puentes entre poetas y artistas contemporáneos y las distintas tradiciones místicas, para iluminar de algún modo sus obras y descubrir en ellas ciertas recurrencias o “nudos de experiencias”. Es importante recordar que estos puentes no son pensados como una continuidad directa o influencias explicitas, sino más bien como ecos o sensibilidades compartidas ya que, en muchos casos, y como sucede con los textos de Eunice Odio que acabamos de analizar, no existen registros de un conocimiento directo de la tradición mística femenina. Lo que sí es posible establecer son algunas afinidades que merecen ser destacas y que pueden operar como resistencias críticas de ciertos artistas que van en contra de las tradiciones de su propio tiempo y encuentran en la mística una retórica y una opción estética.
Se ha seguido esta perspectiva de análisis en las páginas precedentes para analizar no solo las resonancias del misticismo en la correspondencia entre Eunice Odio y Juan Liscano sino también la presencia de dichas resonancias en la concepción de su actividad como poeta. Dicha hipótesis ha permitido, en palabras de Cussen “saltarnos muchas costumbres metodológicas (periodizaciones generacionales, historizaciones nacionales, distinciones entre los distintos géneros literarios) para acceder de manera más directa a las problemáticas esenciales que reclaman tanto los textos místicos como los de los poetas contemporáneos: la radicalidad de sus poéticas” (“Un ensayo” párr. 6). En un tiempo en el que los dioses parecen haberse ausentado, Odio persigue la comunión con un Dios que se aparta y entiende la poesía como un destino y, al mismo tiempo, como “el gran don carismático” (“Epistolario” 445).
En la correspondencia con Juan Liscano se rastrearon las huellas de una conversación en torno a lo sobrenatural, lo extraordinario y lo divino que expresan algo acerca de la relación libre y personal que la poeta mantuvo con la Divinidad a quien le atribuyó su obra y su destino. En esta conversación, presenta la idea del poeta como demiurgo, asumiendo el papel de creador de mundos que le corresponde a Dios. Para Odio la poesía, la belleza es el lugar donde ese Dios que parece haberse ausentado del mundo puede volver a manifestarse. El poema sería, entonces, una especie de camino de regreso, un diálogo muchas veces desesperado, hacia algo abierto, vacante, otro. En este sentido, se leyeron los textos de la poeta a la luz de una tradición antigua que se remonta a la línea profética y visionaria de las místicas beguinas y que comienza quizás con Hildegarda von Bingen y a sus ecos en la poesía escrita en América Latina durante los siglos XX y XXI. Tal recorrido vuelve una y otra vez a los subrayados en las cartas de Eunice Odio y vuelve a empezar: el poema como deriva infinita. La Sinfonía que intentamos escuchar. Para quién escribimos. Con los ojos de quién miramos cuando vemos. O cuando dejamos de ver.
Referencias bibliográficas
Notas
[1] Se trata de una afirmación de Franz Kafka en una carta dirigida a Milena Jesenska (205).
[2] En 1956, el escritor rumano Stefan Baciu conoce a Eunice en México y refiere: “Mirando desde arriba, vi en el salón, en medio de una rueda formada por los invitados, la cabellera de una mujer que bailaba, haciendo círculos y más círculos en un ritmo cada vez más endiablado, con los brazos extendidos y la cabeza vuelta para atrás, mirando hacia el piso de arriba o, mejor dicho, hacia el cielo. Mirando a la mujer que iba a conocer pocos instantes más tarde, con un vaso de highbal en la mano, sudando, casi transfigurada por el baile, hablando con varias personas al mismo tiempo, mirándonos con sus maravillosos ojos de euroasiática, me di cuenta que así sólo podía bailar la poesía, y la poesía llamábase Eunice Odio” (Cortés 104).
[3] Las cursivas y mayúsculas en el fragmento citado pertenecen al original.
[4] Cabe señalar aquí que Liscano reproduce el texto dirigido a Lars en forma parcial ya que considera que “el resto de la carta habla de otras cosas que no se relacionan con los misterios y por eso lo omito” (“Epistolario” 420).
[5] El concepto de treta es propuesto por Josefina Ludmer en su ensayo “Las tretas del débil”, en el cual analiza las estrategias de Sor Juana para desafiar los límites y las prohibiciones de la sociedad patriarcal y eclesiástica de su época.
[6]6 En su ensayo “Cisnes impuros. Rubén Darío y Delmira Agustini”, Sylvia Molloy detecta una actitud similar en Darío quien se dirige a Agustini aniñándola y sugiriéndole calma en un tono paternal (159).
[7] El texto incluye una nota a pie en la que el editor señala que “...la carta número 5 de Eunice Odio sería de difícil comprensión si no se publica una de Juan Liscano que dio origen a aquella respuesta de ella” (“Epistolario” 375).