Gómez Barranco, Salvador. “Refugios homosociales y el negocio de la masculinidad en El juguete rabioso de Roberto Arlt”. Anclajes, vol. XXIX, n.° 2, mayo-agosto 2025, pp. 135-147.

https://doi.org/10.19137/anclajes-2025-29210


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ARTÍCULOS

Refugios homosociales y el negocio de la masculinidad en El juguete rabioso de Roberto Arlt

Homosocial shelters and the business of masculinity in Roberto Arlt's El juguete rabioso

Abrigos homossociais e o negócio da masculinidade em El juguete rabioso de Roberto Arlt

Salvador Gómez Barranco

The Graduate Center, CUNY

Estados Unidos

sgomezbarranco@gradcenter.cuny.edu 

ORCID: 0000-0002-1377-6698 

Fecha de recepción: 16/11/2023 | Fecha de aceptación: 25/03/2024

Resumen: El origen social humilde y la difícil situación económica que padece Silvio Astier, protagonista de la novela El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt, le dificultan el acceso a la cultura y le mantienen al margen de ciertas prácticas y convenciones sociales. Entre ellas, destaca la incapacidad del joven para satisfacer los patrones de masculinidad impuestos por la sociedad heteropatriarcal de la época, a menudo ligados a la agencia que otorga el poder adquisitivo. Incapaz de constituirse simbólicamente como un “hombre”, Astier se estanca en una adolescencia-limbo que le provoca frustración y lo envuelve de cinismo. Para tratar de contrarrestar este estatus precario, el chico desarrolla fuertes lazos homosociales con otros personajes masculinos en los que busca refugio. El juguete rabioso de Roberto Arlt es objeto aquí de una relectura a partir de ejes articuladores comúnmente ignorados en las aproximaciones críticas a esta obra y, en especial, el referido a la intersección entre clase social y cuestiones de género.

Palabras clave: Roberto Arlt; Literatura argentina; Estudios de género; Homosocialidad; Siglo XX.

Abstract: The humble social origin and the difficult economic situation suffered by Silvio Astier, the protagonist of Roberto Arlt’s novel El juguete rabioso (1926), obstruct his access to culture and keep him on the margins of certain social practices and conventions. Among them is the young man's inability to satisfy the standards of masculinity imposed by the hetero-patriarchal society of the time, often linked to the agency granted by possessing purchasing power. Unable to symbolically constitute himself as a “man,” Astier stagnates in an adolescent limbo that brings him frustration and surrounds him with cynicism. To counteract this precarious status, the boy develops strong homosocial ties with other male characters in whom he seeks refuge. This article offers a rereading of Roberto Arlt’s El juguete rabioso based on compound articulating axes ignored in critical approaches to this work, especially dealing with the intersection between social class and gender issues.

Keywords: Roberto Arlt; Argentinean literature; Gender studies; Homosociality; 20th century.

Resumo: A origem social humilde e a difícil situação económica sofrida por Silvio Astier, protagonista do romance El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt, dificultam seu acesso à cultura e o mantêm à margem de certas práticas e convenções sociais. Dentre elas, destaca-se a incapacidade do joven em satisfazer os padrões de masculinidade impostos pela sociedade heteropatriarcal da época, muitas vezes vinculada ao agenciamento que concede o poder de compra. Incapaz de constituir-se simbolicamente como “homem”, Astier se encontra estagnado num limbo da adolescência que lhe causa frustração e o envolve de cinismo. Para tentar contrabalançar esta situação precária, o menino desenvolve fortes laços homossociais com outros personagens masculinos nos quais busca refúgio. El juguete rabioso de Roberto Arlt é aqui objeto de uma releitura a partir de eixos articuladores comumente ignorados nas abordagens críticas desta obra e, em particular, naquela referente à intersecção entre classe social e questões de gênero.

Palavras-chave: Roberto Arlt; Literatura argentina; Estudos de gênero; Homossocialidade; Século 20.

Un boxeador sin guantes de boxeo; un hombre sin hombría

En sus últimos años de vida, el pintor simbolista ruso Konstantin Somov (1869-1939) utilizó al adolescente Boris Snezhkovsky como modelo para las que hoy son consideradas algunas de sus más célebres obras, como “Naked Young Man” (1934), “A Reclining Man” (1936) o “The Boxer” (1932-1933). Este último se trata de un óleo sobre lienzo en el que el sexagenario artista homosexual retrató a Snezhkovsky desnudo, de la cabeza al pubis, que encarna a un boxeador, tal y como sugieren, además del título, los guantes de boxeo que cuelgan sobre la pared del fondo. En una entrada de su diario, Somov describió a Boris, al que apodaba Dafnis en sus escritos, como “my model, a Russian, 19 years old, turned out to be clever, well-educated and nice” (Christie’s s/p.), y destacaba así su refinamiento y delicadeza.

Marcelo Pombo, artista argentino que se vinculó en los años 80 y 90 del siglo XX al “grupo del Rojas”, parte de la obra original de Somov para realizar un interesante fotomontaje en el que sustituye el fondo del lienzo original –en el que, además de los guantes de boxeo, se ven un espejo y una cómoda con algunos objetos encima– por otro donde solo aparece un ajado papel pintado en la pared y el mismo mueble sobre el que, suponemos, se apoya el chico. La intervención de Pombo, expuesta en línea en el Museo Argentino de Arte Regional (MAAR), aparece catalogada con el texto “Konstantin Somov, Retrato de Silvio Astier, la noche de la pensión, conversando con su compañero de cuarto (1933)”, en clara alusión a uno de los pasajes más célebres de la novela El juguete rabioso (1926) de Roberto Arlt: el encuentro del protagonista con un joven queer –valga aquí el empleo anacrónico y abarcador del término, ya que, si bien la crítica lo ha referido a menudo como homosexual, podría interpretarse también como personaje transgénero o travesti–.

Este fotomontaje, en el que Pombo imagina al pintor ruso retratando al coetáneo protagonista de la novela de Arlt, pone en marcha un circuito de referencias relacionado con tensiones en torno a la masculinidad: al joven y delicado chico de “The Boxer” lo único que lo caracteriza como boxeador –una profesión asociada a un estereotipo de virilidad y rudeza– es el par de guantes que cuelga de la pared tras de sí; y justo ese elemento es suprimido por Pombo en su intervención. De este modo, Astier pasa a ser un “boxeador sin guantes de boxeo” –y, metafórica o simbólicamente, un hombre “poco hombre”– en compañía de su peculiar compañero de cuarto, al que situamos fuera de campo: un chico queer ante el que se muestra desnudo. El énfasis de Pombo sobre el carácter homoerótico del pasaje de la novela de Arlt entronca con el análisis aquí propuesto, que rastrea la codificación de Silvio Astier como personaje cuya falta de virilidad –con relación a unos patrones tradicionales de hombría y masculinidad– está directamente relacionada con su humilde condición socioeconómica.

Homosocialidad en el Club de los Caballeros de Media Noche

La primera novela de Roberto Arlt, El juguete rabioso, ha sido atendida ávidamente por la crítica literaria, consciente de la posición marginal que ocupa la obra desde el momento mismo de su escritura. Es bien conocido que el escritor no llegó a integrarse de manera cómoda en ninguno de los dos grandes grupos literarios de la Argentina de los años 20, Florida y Boedo, y que el manuscrito de La vida puerca –título con que concibió la historia de Silvio Astier– fue rechazado por la editorial Claridad, con Elías Castelnuovo al frente, para su colección “Los nuevos”, entre otras cuestiones, por sus “errores de ortografía y redacción” y por su mal uso de “palabras de alto voltaje etimológico” (Castelnuovo 133). Finalmente, se publicó en 1926 en la editorial Latina por mediación de Ricardo Güiraldes, quien le sugirió el cambio de título. La novela no tuvo un éxito inmediato, aunque con los años se perfiló de manera progresiva como un referente de la literatura argentina moderna, al igual que Arlt encajó, o fue encajado, tal vez siempre con cierta incomodidad, en el canon hispanoamericano.

Otros acercamientos críticos a la obra se vinculan con la idea de género: a veces en su acepción de categoría discursiva, se analiza el tipo de obras a las que accede el ávido lector Silvio Astier, especialmente el folletín (Prieto; Crespín Argañaraz), o la hibridación estilística propia de la escritura de Arlt, a caballo entre la narración picaresca o bandoleresca, la novela realista y la novela existencial (De Diego; Gnutzmann). En otras ocasiones, el género ha sido abordado en cuanto categoría identitaria o sexual (Avellaneda; Masotta; Hayes) e incluso en su acepción comercial, es decir, como mercancía (Jitrik; Laera).

La mayoría de las investigaciones que han contemplado el tema de género en relación con la identidad sexual se centra en un episodio muy concreto de la novela, anteriormente ya referido, en el que Silvio Astier comparte la habitación de una pensión con un innominado personaje queer. De ese particular encuentro, varios autores –como el pionero Christopher T. Leland en The Last Happy Men (1986)– dedujeron un componente homoerótico inusual en la literatura argentina de la época. Jorge Luis Peralta ha señalado que El juguete rabioso es una “referencia obligada en los repertorios de literatura argentina de temática homoerótica” (95) aunque, de manera coincidente con otros estudios, circunscribe esa condición solo a la escena mencionada, “a un episodio único y a un personaje secundario en el conjunto de la historia” (95). Sin duda, se trata de un momento clave de El juguete rabioso, en primer lugar, por la manera en que Silvio Astier se ve confrontado con sus prejuicios y miedos; y, en segundo lugar, porque Arlt trabaja con una temática tabú en la época. Su tratamiento de la escena ha sido objeto de polémicas: desde quien ve una prueba de la homofobia social interiorizada y reproducida por el autor (Barzani) hasta quien destaca más bien una sensación de curiosidad o extrañeza (y no necesariamente rechazo) que la temática despierta en el propio autor (Bazán 72). Ambas hipótesis, no obstante, pueden funcionar juntas: en la escritura de Arlt, suele adivinarse este tipo de tensión en que la atracción por lo “otro” y lo diferente se va trenzando con la precaución y la cautela.

En cualquier caso, la indiscutible fuerza de esta escena ha eclipsado la importancia de las representaciones de género e identidades sexuales, rastreables a partir de conceptos como masculinidad, homosocialidad, homosexualidad, homoerotismo, etc., que tal y como demostrará este análisis se extienden más allá de ese barato cuarto de pensión y de ese fascinante personaje que se cruza en la vida de Astier, que permea de manera más generalizada toda la novela.

Óscar Masotta, conocido por ser el introductor de las ideas lacanianas en Latinoamérica, señaló en su libro de 1965 Sexo y traición en Roberto Arlt que toda la obra de este autor “está plagada de escenas, de acontecimientos, de imágenes y de símbolos que implican o nombran directamente a lo sexual… [Aunque] habría que agregar, por lo mismo, que nada tiene aquí únicamente sentido sexual” (63-64). Resulta interesante esta idea acerca de la omnipresencia del sexo en las obras de Arlt al mismo tiempo que este funciona como elemento interconectado con otras variables de distinta índole, como morales, económicas o sociales.

Silvio Astier está atravesando los años centrales de la adolescencia. Al principio de la primera parte aclara que tiene catorce años, edad en la que se inició en “los deleites y afanes de la literatura bandoleresca” (Arlt 26): el placer lector, por tanto, le brota como un síntoma púber; en la segunda parte, tiene quince, cuando su madre le reclama que ha de ponerse a trabajar; en la tercera, dieciséis, edad en la que se enrola en la Escuela Militar de Aviación y tiene un intento de suicidio; y en la cuarta y última, no se especifica su edad, pero puede deducirse que la progresión ha sido proporcional a la de las otras partes, es decir, diecisiete. Es probable que la edad de Silvio haya influido en el hecho de que El juguete rabioso haya sido considerada, a menudo, como una “novela de formación” o bildungsroman (Shaw; De Diego), pues coincide con la etapa clave en la formación de la personalidad. El punto de vista del narrador en primera persona coincide con el de un Silvio Astier ya adulto que echa la vista atrás sobre esos años clave de su vida para escribir unas memorias, hecho que se menciona de manera explícita solo una vez, al principio de la novela: “Pero como los dioses son arteros de corazón, no me sorprende al escribir mis memorias enterarme de que Enrique se hospeda en uno de esos hoteles que el Estado dispone para los audaces y bribones” (Arlt 36). Si bien es cierto que esa mención condiciona el pacto de lectura, el efecto se pierde progresivamente por la ausencia de nuevas alusiones.

La distancia –emocional y temporal– que establecen entre sí narrador y personaje queda, por tanto, indefinida y ambigua. Esto se observa, por ejemplo, en la decisión de contar la historia de esos años como una sucesión de fracasos y desafortunados eventos, que acaba además con una inmoral actuación: la traición a Rengo. El hecho más notorio que diferencia a la voz narrativa del personaje es que el Silvio Astier que relata la historia se haya convertido en un talentoso escritor capaz de contar su propia vida y, al completar sus memorias, tener éxito –por vez primera– en un proyecto de su iniciativa.

El adolescente Silvio fracasa una y otra vez en la tarea de ser un hombre. No sabe ni puede cumplir las expectativas que se esperan de un muchacho de su edad. Silvio es huérfano de padre y vive con su hermana y su madre, quienes le instigan de manera constante para que asuma el rol de cabeza de familia: “Silvio, es necesario que trabajes” (Arlt 75), le dice su madre interrumpiéndolo en la lectura de un libro. Le explica que no puede seguir manteniéndolo y que su hermana Lila “para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la biblioteca” (76). Irritado y rabioso, le responde Silvio: “¿Trabajar, trabajar de qué? Por Dios ¿Qué quiere que haga? ¿que fabrique el empleo?” (76). Finalmente, le promete a su madre buscar trabajo, guardando consigo no obstante una “pena innominable: la certeza de la propia inutilidad” (76). Durante el violento cruce de acusaciones, Silvio es atraído por el canto de unos niños –la “melodía triste”– que se cuela a través de la ventana y que puede interpretarse como una nostalgia por el confort de la infancia, en tanto que época en la que uno no tiene que ser productivo y no tiene que ganar dinero; por eso suplica: “¡No hable de dinero, mamá, por favor! ¡No hable cállese!” (77). Se impone una urgencia: el papel de las hojas de los libros de Silvio ha de ser sustituido por el papel del dinero y, con ello, también urge cambiar la infancia por la adultez, el ocio por el trabajo, la ficción por la realidad, etc.

Silvio funda con sus amigos el Club de los Caballeros de la Media Noche, una suerte de asociación juvenil delictiva cuyos miembros se dedican a los pequeños hurtos. Ricardo Piglia, en su prólogo a una reedición de 1993 de El juguete rabioso, fue muy agudo al señalar el dinero como uno de los principales ejes articuladores de la novela de Arlt, en la que se evidencia que “[t]ener un texto es poder pagarlo” (Piglia 12). Para el protagonista, la principal ventaja de aquella actividad criminal no era ni obtener libros ni acceder a un mejor nivel de vida, sino cierto regocijo ante el hecho mismo de que la consecución del dinero proviniese de unos mecanismos ajenos al adulto mundo del mercado laboral: “No era el dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilísimo, una esfera de plata con dos piernas de gnomo y barba de enano…” (Arlt 52). Se trata de un dinero pueril, un juguete (rabioso) para pasar el tiempo: “Los billetes de banco parecían más significativos con sus imágenes coloreadas, las monedas de níquel tintineaban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares” (52). Un dinero improductivo y volátil que no se transformaba en un mayor patrimonio sino en efímeros momentos de goce: “un dinero truhanesco y bailarín cuyo aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas” (52). Los Caballeros de la Media Noche, de este modo, pretenden inmiscuirse en un mundo simbólico adulto relacionado con el delito y no con el trabajo, conscientes de que su masculinidad y su atractivo se ven potenciados de cara al público femenino: “un espanto delicioso nos apretaba el corazón al pensar con qué ojos nos mirarían las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros, tan atildados y jóvenes, éramos ladrones” (53).

Los Caballeros, no obstante, parecen tener poco o ningún éxito entre las chicas. El trío está formado, además de Silvio Astier, por Enrique Irzubeta, el “camarada en las aventuras de la primera edad” que vive en una casa “regida por la madre” (40); y por Lucio, un “majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse” (48) y que “[v]ivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él” (48), es decir, en el seno de una familia como la de Silvio, sin figura paterna y con una mayoría femenina. En ambos casos, la ausencia del padre podría interpretarse como una circunstancia vital que empuja a los muchachos a establecer entre ellos fuertes lazos homosociales. En el origen de la agrupación criminal está la idea que Silvio comparte con Enrique: “Tenemos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes”; a lo que este responde que “[l]a dificultad está en que pocos se nos parecen” (Arlt 47). Silvio y Enrique se saben inteligentes, y esa cualidad –confundida acaso con la idea de la “cultura general” aprendida en sus numerosas y variadas lecturas, y que aparece además como un patrimonio del sexo masculino– es algo que los singulariza y que los une de manera íntima y simbólica.

El concepto de “homosocialidad” no fue acuñado, pero sí popularizado, por Eve Kosofsky Sedgwick en su célebre obra Between Men, en la que problematiza las lógicas de la camaradería entre hombres (male bonding) que, a menudo, están enraizadas sobre una fuerte homofobia que asegura un marco patriarcal dominante (Sedgwick 707). La autora propone el concepto más cerrado de “deseo masculino homosocial”, donde “deseo” equivale al concepto psicoanalítico de “libido” y es, por tanto, potencialmente erótico; y donde “homosocial” remite al término “homosexual” al mismo tiempo que se distingue de él (Sedgwick 696). En otras palabras, lo innovador de la propuesta de esta autora es entender que hay un sólido, pero socialmente invisibilizado y penalizado contínuum entre homosocialidad y homosexualidad. El término resulta útil para aproximar el estudio de espacios muy masculinizados, como los centros educativos segregados por sexo (en este caso, los que admiten solo varones), las prisiones, los seminarios eclesiásticos o las hermandades universitarias.

Así, el Club de Silvio y sus amigos puede analizarse como un espacio idóneo para la expansión del deseo homosocial. Después de rememorar, con mucho detalle, el día en que conoció a Enrique Irzubeta, Silvio matiza su relato con un llamativo símil de la mitología griega: “Desde ese día hasta la noche del gran peligro, nuestra amistad fue comparable a la de Orestes y Pílades” (Arlt 40). No pasa por alto que el fuerte apego entre el hijo de Clitemnestra y el del rey Estrofio de Fócide haya sido interpretado y recreado numerosas veces en la historia del arte como una relación con connotaciones homoeróticas: destaca, tal vez, el diálogo Amores de Luciano, escrito en el siglo IV, en el que el autor defiende las ventajas del amor a los efebos frente al amor a las mujeres, y que también evoca a Orestes y Pílades como ejemplo de idílica relación homoerótica.

La tensión homosocial entre los amigos alcanza su clímax en una escena que habitualmente ha pasado inadvertida en los estudios críticos: después del asalto a la biblioteca, empapados por la lluvia, los Caballeros cargan su botín hasta la casa de Lucio, en cuya cama se dejan caer “extenuados”, custodiados por un Cristo Negro colgado en la cabecera que “extendía sus retorcidos brazos piadosos” (Arlt 69). Permanecen en silencio un momento, con la mirada perdida en las blancas paredes del cuarto, hasta que Lucio se levanta para guardar los paquetes en el ropero –deshaciendo el “culpable” trío– y luego Silvio y Enrique deciden marcharse a sus respectivas casas. Después de una pequeña elipsis temporal, marcada en el texto mediante tres asteriscos, el protagonista inicia la siguiente escena diciendo: “Terminaba de desnudarme, cuando tres golpes frenéticos repercutieron en la puerta de la calle, tres golpes urgentísimos que me erizaron el cabello” (Arlt 70). Por un instante, piensa que lo ha seguido la policía, pero tras repetirse los golpes, decide comprobar quién es: “Tomé el revólver y salí desnudo a la puerta. No terminé de abrir la hoja y Enrique se desplomó en mis brazos. Algunos libros rodaron por el pavimento” (70). Se trata de Irzubeta, quien busca refugio en la casa de Silvio para escapar de los vigilantes que tratan de atraparlo. Este momento recuerda al pasaje de la Metamorfosis de Ovidio en el que se ve truncada la relación entre Apolo y Jacinto tras un fatídico accidente de este último, atendido y socorrido por el primero, como reflejó Rubens en “La muerte de Jacinto” (1636-1637), con ambos personajes masculinos semidesnudos.

Irzubeta, por tanto, se mantiene escondido junto a Silvio, en un íntimo abrazo: “Enrique y yo en la oscuridad de la galería, temblorosos nos estrechábamos uno contra otro” (71). La desnudez física del “salvador” contrasta en esta escena con la desnudez moral del “salvado”, un desvalido Enrique al que le “castañeaban los dientes” (71), compañero fiel en la fabricación de explosivos y armas y en la ejecución de latrocinios. Silvio le da de beber para calmar su ansiedad: “Le alcancé una garrafa, y bebió ávidamente. En su garganta el agua cantaba. Un suspiro amplio le contrajo el pecho”, y a continuación, “sin apartar la inmóvil pupila de la pantalla sonrosada” le dice: “Gracias, Silvio –y aún sonreía, ilimitadamente anchurosa el alma en el inesperado prodigio de su salvación” (72). Las reacciones físicas de Enrique se asemejan a la de un cuerpo excitado –durante la relación sexual primero, y tras el orgasmo, después–, al tiempo que los silbatos policiales y los cascos de los caballos que se escuchan de forma insistente en el exterior parecen simbolizar la culpa del encuentro íntimo entre los dos muchachos.

A esta intensa escena le sigue otra de distensión, en la que los tres amigos están reunidos en la casa de Enrique, aunque en una composición triangular en la que destaca la separación que marcan entre ellos: este “reflexiona en su rincón”, mientras que Lucio “fuma recostado en montón de ropa sucia” y Silvio está “sentado en el suelo” observado esta vez por un “soldadito sin piernas, rojo y verde”, hasta que deciden, si bien no “disolver” el club, sí paralizar sus actividades por tiempo indeterminado. Así acaba el primer capítulo, “Los ladrones”. El segundo, “Los trabajos y los días”, empieza con una mención breve, sin mayores explicaciones, a cómo Silvio Astier perdió de vista a sus “camaradas”: “Como el dueño de la casa nos aumentara el alquiler, nos mudamos de barrio, cambiándonos a un siniestro caserón de la calle Cuenca, al fondo de Floresta. / Dejé de verlos a Lucio y Enrique, y una agria tiniebla de miseria se enseñoreó de mis días” (Arlt 75). La disolución de una fuerte amistad parece producirse por el traslado de Silvio Astier a un barrio más humilde. La falta de dinero lo separa de su camarada Enrique quien, no obstante, será recordado por el protagonista en un par de ocasiones más durante la novela: en la primera mención, la “sonrisa extraña” de Doña María –una sonrisa que era “casi una caricia que aliviaba el corazón del espectáculo de su crueldad” (Alrt 102)– le recuerda a Enrique Irzubeta “cuando se escurrió entre los agentes de policía” (Arlt 102); la segunda mención se produce durante un encuentro fortuito con Lucio quien, al contarle la suerte que corrió Enrique, le hace rememorar de nuevo a su antiguo amigo: “Recordaba a Enrique. Me parecía volver a estar con él, en la covacha de los títeres. En el muro rojo el rayo de sol iluminaba su demacrado perfil de adolescente soberbio” (156). En ambas ocasiones, Silvio se retrotrae a los momentos claves del pasado, de clímax y de distensión: la escena en que, estando desnudo, lo ampara y lo pone a salvo de la policía; y aquella en que los miembros del club decidieron parar sus actividades.

Inversión, desvío y desvarío

Silvio Astier es virgen o, al menos, no hace referencia a ninguna relación sexual a lo largo de la novela. Hay, no obstante, algunas –escasas– menciones a una chica llamada Eleonora, con la que tuvo un breve noviazgo de carácter infantil y de la que solo habla cuando sus amigos le interrogan sobre ella. En primer lugar, es Lucio quien le pregunta si sigue saliendo con la chica, a lo que Silvio responde parco en palabras: “No, ya cortamos. No quiere ser más mi novia” (Arlt 55). Aunque Lucio se muestra interesado en saber más sobre los porqués de la ruptura, Silvio ataja la conversación con un simple “Porque sí” (55), dando muestras de incomodidad o de desinterés al tratar el asunto. Más adelante será Enrique quien se interese sobre el mismo asunto:

—Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?

—Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.

—¿Y?

—Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé por qué yo hice lo mismo, pero en dirección contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alargó el brazo y me dio una carta. Tenía un vestido rosa té, y me acuerdo que muchos pájaros cantaban en lo verde.

—¿Qué te decía?

—Cosas tan sencillas. Que esperara ¿te das cuenta? Que esperara a ser más grande. (Arlt 63)

Silvio no parece tener muy claras las razones de la separación, aunque lo primero que apunta es que ella le regalaba flores y le escribía cartas. En ello se observa una inversión en los roles tradicionales del cortejo: Eleonora (sujeto activo) envía correspondencia y regalos a Silvio (sujeto pasivo), quien, por su parte, prefería gastar su escaso dinero en alquilar folletines, “invirtiendo” así en su propio placer. Poco después, reconoce que ella decidió poner fin al noviazgo alegando que debía esperar a “ser más grande”, haciendo evidente un problema de inmadurez, de falta de preparación: Silvio no era lo suficientemente hombre para tener una relación sentimental con la seria y discreta Eleonora. Enrique Irzubeta se da por satisfecho con el sucinto relato de su amigo y decide desviar la conversación hacia otro tema: “Así es la vida –dijo Enrique–, pero vamos a ver los libros” (Arlt 64). En otro momento de la novela, cuando el protagonista va a entregar un paquete de libros a un cliente, es atendido por una criada que le habla en francés y quien, ante la renuncia del muchacho a aceptar propinas, le da un beso en la boca “antes de que [Silvio] lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud” (Arlt 106). El beso aparece aquí como sustituto de la propina o como una suerte de propina no monetaria, con la que Silvio ocupa de nuevo una posición pasiva, al ser besado de forma involuntaria por una mujer.

El célebre encuentro con el personaje queer en la pensión podría prácticamente leerse como un sueño o una alucinación del joven Astier, pues el episodio queda enmarcado entre el momento en el que el joven se queda dormido –“y cubriéndome la cabeza con la almohada, rendido de fatiga, me dormí. Fue un sueño densísimo…” (Arlt 134)– y el momento en el que este despierta –“El ruido de una puerta cerrada violentamente me despertó” (Arlt 143)–. La única señal de que lo narrado no ha sido una fabulación onírica es que “[s]obre el ángulo de la mesa, extendidos, había dos billetes de cinco pesos” (143). El dinero aparece como un anclaje al mundo real y propone, además, un sentido específico al encuentro entre los adolescentes: lo que se ha producido es una transacción comercial en la que Silvio Astier ha sido monetariamente compensado, como si se hubiese prostituido para el muchacho. El protagonista no duda en aceptar el “pago”, ya que recoge los billetes “con avidez” y reafirma, así, el sentido propuesto por su compañero de cuarto.

Si Eleonora le daba flores y la criada le daba un beso, el prostituto le da billetes: la inversión de roles en los tres casos aparece como una amenaza para que Silvio pueda constituir su masculinidad según los patrones tradicionales y socialmente esperados en la época. Se vislumbra, entonces, como hipótesis plausible que, del mismo modo en que una falta de calcio afectaría a la formación de los huesos, así también la falta de dinero impide el desarrollo de la virilidad de Astier quien, no obstante, tiene una relación de atracción y rechazo hacia este.

El beso de Judas: de la traición a la homofobia

El episodio de la pensión conecta, asimismo, con la escena clave del final, cuando traiciona a Rengo frente al ingeniero Vitri y este le dice a Silvio con desprecio: “¿cuánto le debo…?, porque a usted solo se le puede pagar”, ante lo que el joven, “empalideciendo”, no tiene más remedio que darle la razón: “Cierto, a mí sólo se me puede pagar. Guárdese el dinero que no le he pedido” (Arlt 192). De manera llamativa, justo antes de avisarle de los planes de robo de Rengo y después de haber admirado su biblioteca llena de libros –e identificado la lectura como un placer compartido entre ambos–, Silvio se permite satisfacer una curiosidad que le suscita: “¿Me permite una pregunta quizá indiscreta? Usted no está casado, ¿no?”, a lo que Vitri responde con un escueto “no” (Arlt 186). Astier parece reproducir, a su forma, el interrogatorio al que a modo de “prueba de masculinidad” le habían sometido Lucio y Enrique acerca de su estatus sentimental con Eleonora, tal vez implicando en su pregunta la sospecha de que Vitri pudiera ser un hombre homosexual. Este último capítulo se titula, no en vano, “Judas Iscariote”, en alusión a la escena bíblica en que se narra el episodio en que el apóstol traiciona a Jesús de Nazaret besándole en público, para identificarlo ante sus captores. El hecho de que la traición se produjera mediante un beso –el beso entre hombres podría verse como un mecanismo de homosocialidad en la época– ha permitido que ese pasaje bíblico haya sido recreado en numerosas obras de arte en las que se percibe una tensión homoerótica.

En 2009, Susan Gubar publicaba Judas: A Biography, en la que, se apoya en el evangelio gnóstico de Judas para proponer una visión más positiva del apóstol que en los otros cuatro evangelios aparecía como “traidor”. Gubar también parte de algunas obras pictóricas para proponer su reinterpretación del personaje bíblico y, así, por ejemplo, toma “El beso de Judas” (1589-1590) de Ludovico Carraci, en el que ve una fuerte carga erótica: “It is Judas’s right hand that gives the picture its extraordinary poignancy, for the fingers hold Jesus’ neck with delicacy, the brush of Judas’s fingertips barely touching Jesus’ skin … I linger on the glamorous lassitude of the ephebe or androgyne and his rapt mate” (Gubar 199). Además, la autora hace hincapié en la vulnerabilidad de ambos personajes en ese momento, pues los dos son conscientes de los tormentos que les esperan, y se pregunta si acaso la representación bíblica de la traición en la forma del beso entre dos hombres haya podido contribuir a actitudes homófobas con respecto a las muestras públicas de afecto entre personas del mismo sexo: “did medieval and Renaissance depictions of Judas’s betrayal contribute to or reflect a homophobic suspicion or loathing of amorous gestures or kisses between men? Put another way, when we see two men kissing, do we think of Judas and treachery?” (Gubar 206). Siguiendo el argumento, por tanto, podría verse el arresto de Jesús de Nazaret, tras el beso, como un acto de homofobia policial, tal y como ha propuesto Joan Acocella en su artículo “Betrayal” para The New Yorker.

En una suerte de monólogo interior lleno de culpabilidad por la decisión de traicionar a su amigo, Silvio se consuela repitiéndose hasta tres veces “seré hermoso como Judas Iscariote” (Arlt 184). Llama poderosamente la atención que el protagonista utilice ese y no otro adjetivo calificativo: “hermoso”. ¿Cuál es la hermosura de Judas Iscariote que ansía poseer Silvio Astier? ¿La que, según sus razonamientos, vendría dada por el hecho mismo de traicionar? ¿O la hermosura del traidor depende de la hermosura del que es traicionado? Silvio llega a referirse a Rengo como “el hombre más noble que he conocido” (182), lo que en un plano simbólico lo asemeja a Jesús de Nazaret y reafirma la idoneidad del esquema comparativo con el “beso de Judas” que propone el narrador. También es significativo que Silvio Astier mencione que la memoria de este amigo “estará siempre en mi vida, será en mi espíritu como el recuerdo de un hijo que se ha perdido” (193), ya que, por un lado, parece sustituir la ausencia de su propio padre por la simbólica pérdida de un hijo, y por otro, establece una distancia generacional con respecto de Rengo, quien se supone de su misma edad. La traición de este personaje, por tanto, se dibuja como una compleja y contradictoria acción: por un lado, Silvio hace gala de su “poder”, al constatar que sus acciones pueden tener importantes efectos sobre los otros; por otro lado, las consecuencias de ese ejercicio de poder –gratuito e injustificado– no son beneficiosas para él, sino que acaban siendo más bien prueba y reafirmación de su megalomanía y de su inmadurez. Un inmaduro, eso sí, “hermoso”. Esa, además, no es la primera vez que Silvio muestra preocupación por la belleza propia: en su tentativa de suicidio, descarta dispararse en la sien “porque me afearía el rostro” y opta por el corazón (Arlt 147). Hay en ello un deseo último de permanecer bello, “hermoso”, incluso una vez muerto. En cualquier caso, todo queda en un intento fallido: cuando apoya el arma sobre el abrigo, Silvio sufre un desmayo que lo deja inconsciente. Una vez más, fracasa estrepitosamente, en una escena que, desde el prisma del psicoanálisis, podría interpretarse como una muestra de la impotencia o de falta de competencia sexual del muchacho: la penetración del arma sobre el cuerpo se interrumpe enseguida, sin consumarse. En la siguiente escena, este despierta en su cama, en el borde de la cual se encuentra su llorosa madre custodiándole y, así, lo que iba a ser una autoejecución acaba siendo una suerte de repetición del parto: Silvio “vuelve a nacer”, hecho que hace obvia la imposibilidad de emancipación con respecto de la figura materna, de la que otra vez más se muestra dependiente.

La teoría psicoanalítica permite rastrear, en el texto, otras marcas de la falta de virilidad del joven Astier. En su artículo de 1933, Freud propuso, de este modo la conexión entre el fuego y el miembro viril: “La calidez que el fuego irradia evoca la misma sensación que acompaña al estado de la excitación sexual, y la llama recuerda por su forma y movimientos al falo activo” (Freud 176). Una noche, en la librería de don Gaetano, Silvio no puede reprimir un impulso pirómano: “sin vacilar, cogiendo una brasa, la arrojé a un montón de papeles que estaba a la orilla de una estantería cargada de libros” (Arlt 110), un acto que en la noche le hará sentir “libre definitivamente libre, por la conciencia de hombría que me daba mi acto anterior” (Arlt 110). La hombría de Silvio, no obstante, se evidenciará fracasada de nuevo cuando por la mañana constate que la brasa se había extinguido sin causar daño alguno.

Un tiempo más tarde, justo después de su noche en la pensión, Silvio sale a dar un paseo por la ciudad, haciendo tiempo para no afrontar el vergonzoso regreso a la casa materna tras ser despedido del ejército y, en un momento, narra: “Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrojé la cerilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico; una pequeña llama onduló en los andrajos…” (Arlt 140). El odio que impulsa a Silvio a atentar contra una persona sin hogar procede, según la secuencia, de su “desagradable” experiencia con el personaje queer, lo que nos empujaría a leerlo como un acto homofóbico, aunque también incluye un repudio a “los dueños de esos comercios [que] dormirían tranquilamente en sus lujosos dormitorios” (144), alusión que permite interpretar el suceso también como un ataque anticapitalista.

La “pequeña llama” encoleriza al señor objeto del atentado, quien se “irguió” y puso a Silvio a “correr amenazado por su enorme puño” (Arlt 144). A continuación, en su vagar por la ciudad, el joven resuelve suicidarse, seducido por la teatralidad y el prestigio de los ritos fúnebres: “Envidiaba a los cadáveres en torno de cuyos féretros sollozaban las mujeres hermosas, y al verlas inclinadas al borde de los ataúdes se sobrecogía dolorosamente mi masculinidad” (146). Este pensamiento de Astier alberga un fuerte simbolismo: frustrados varios intentos por demostrar su hombría y de haber sido “recolocado” en numerosas ocasiones en un rol pasivo, Silvio decide asumir por voluntad propia el grado máximo de pasividad –la muerte–, enunciada mediante una paradoja “Yo no he de morir…, pero tengo que matarme” (146). En su fantasía necrófila se resuelve su deseo narcisista de ser hermoso –“ser adornado de flores y embellecido por el suave resplandor de los cirios” (146)–, al mismo tiempo que puede consumar un deseo erótico con mujeres en el que el intercambio de fluidos corporales no requiere del contacto físico –“[hubiera querido] recoger en mis ojos y en la frente las lágrimas que vierten enlutadas doncellas” (146)–.

El deseo de “retirarse de la circulación”, como una moneda en desuso, permanece en Silvio Astier más allá de su frustrado intento de suicidio y por eso le pide a Vitri que le ayude a irse al sur, “al Neuquén… allá donde hay hielos y nubes” (Arlt 197). Su exilio se antoja como la posibilidad última de maduración, alejado de la familia y de los amigos, alejado de la agresiva capital, en un lugar donde tal vez encuentre un momento para colgar los guantes de boxeo (recuperando la referencia a Pombo y Somov) y escribir las memorias de los años en los que no supo –o no pudo costearse– ser un hombre.

Cierre

En la relectura de El juguete rabioso aquí propuesta, se ha demostrado que la carga homoerótica de la novela va mucho más allá del encuentro de Silvio Astier con el joven queer en la pensión, sobre la cual se ha volcado la mayor parte de la atención crítica hasta ahora. Más allá del homoerotismo, el relato de Arlt se articula en torno a una serie de dinámicas homosociales y de una sucesión de performances de la masculinidad vinculadas a la condición socioeconómica de los jóvenes personajes masculinos implicados en la trama.

El personaje principal, como se ha expuesto, fracasa constantemente en su intento de configurarse como “hombre” de acuerdo a los valores asociados en la época a esta categoría de género, mostrándose incapaz de abandonar su posición subalterna en una sociedad heteropatriarcal en la que el poder adquisitivo –y no el capital cultural o intelectual– es la llave para el éxito social y para el éxito en las relaciones amorosas y sexuales. La única excepción, como ha quedado claro, en el análisis de distintos episodios, la constituyen las relaciones homosociales entre muchachos de la misma clase social, entre los cuales sí fluyen, no sin impedimentos, las distintas fuerzas libidinosas y afectivas. No cabe duda de que El juguete rabioso, un siglo después de su publicación, sigue apareciéndose ante los lectores como una novela asombrosa y “rara” –en el sentido etimológico que une este adjetivo con el término queer– que no agota, como lo hacen las novelas importantes, sus posibilidades interpretativas.

Referencias bibliográficas

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