https://doi.org/10.19137/anclajes-2021-2519

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ARTÍCULOS
La gran vida: La introducción de Rodolfo Fogwill
The Good Life: Rodolfo Fogwill’s La introducción
A boa vida: La introducción de Rodolfo Fogwill
Fermín A. Rodríguez
Universidad de  Buenos Aires
Consejo Nacional de  Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET
Argentina
ferminr00@gmail.com
ORCID:  0000-0003-3514-6571
Resumen: La literatura latinoamericana de los últimos treinta años está atravesada por desplazamientos de cuerpos por tramas que no tienen la estabilidad de las fronteras sociales y culturales que configuran el Estado-nación. En una sociedad donde el ideal de bienestar, felicidad y longevidad se vuelve parte de la vida política, la última novela de Rodolfo Fogwill, La introducción (2016) constituye una indagación formal de las nuevas espacializaciones de la cultura y los nuevos mecanismos de subjetivación y de control que emergen en la novela de nuestro fin de siglo como índices de transformaciones del poder y de las formas de explotación sin las cuales el capitalismo 24/7 no podría funcionar.
Palabras claves: Rodolfo Fogwill ; Literatura argentina ; Neoliberalismo ; Afectos ; Biopolítica
Abstract: The Latin American literature of the last thirty years is crossed by displacement of bodies through plots that do not have the stability of the social and cultural borders that shape the nation-state. In a society where the ideal of well-being, happiness and longevity acquires a political status, Rodolfo Fogwill's latest novel, La introducción (2016) constitutes a formal inquiry into the new spatializations of culture and new mechanisms of subjectivation and control that emerge in the novel of our turn of the century as indexes of transformations of power and forms of exploitation without which 24/7 capitalism could not function.
Keywords: Rodolfo Fogwill ; Argentine literature ; Neoliberalism ; Affects ; Biopolitics
Resumo: A literatura latino-americana dos últimos trinta anos é atravessada pelo deslocamento de corpos por tramas que não têm a estabilidade das fronteiras sociais e culturais que moldam o Estado-nação. Em uma sociedade onde o ideal biopolítico de bem-estar, felicidade e longevidade adquire um status político, o último romance de Fogwill, La introducción (2016), constitui uma investigação formal sobre as novas espacializações da cultura e de novos mecanismos de subjetivação e controle que emergem no romance de nossa virada do século como índices de transformações de poder e formas de exploração sem as quais o capitalismo 24/7 não poderia funcionar.
Palavras-chave: Rodolfo Fogwill ; Literatura argentina ; Neoliberalismo ; Afetos ; Biopolítica
La literatura de Fogwill  “tiene debilidad por las máquinas”, dice Sergio Chejfec (198). Sus personajes  saben de máquinas, de maquinarias, de artefactos técnicos, de procesos  maquínicos. Y saben también de mecanismos sociales y maquinaciones –máquinas  informativas, burocráticas, institucionales, empresariales, militar-policíacas,  hospitalarias. Saben moverse en ellas, sin perder nunca de vista las relaciones  de fuerza y los distintos tipos de poder que están actuando en una sociedad donde  las tecnologías de la vida –los dispositivos de control orientados sobre el  cuerpo biológico de las personas– hacen individuos y constituyen las  poblaciones.
La  máquina Fogwill registra y conecta todo con todo; un signo puede conectarse con  otro signo, pero eventualmente puede conectarse con un cuerpo político, técnico,  biológico, económico, científico, burocrático. Las relaciones están por encima  de cualquier interpretación: las relaciones son la vida misma, y se leen en el  cuerpo y con un cuerpo enlazado afectivamente con el mundo. Se trata de un  funcionamiento que hace jugar enunciados, actos perceptivos, modos de saber y prácticas  vitales sobre un mismo plano. Todo limita con todo, todo se aproxima y entra en  contacto mediante una lógica del pliegue que acerca lo que está alejado por el plegamiento  de una misma superficie. (Si plegamos o arrugamos una hoja de papel, se crean  ondulaciones y aristas que no son trazos sobre la hoja, sino un movimiento dela hoja misma).
Por  eso, no deberíamos confundir el afuera en el que viven los personajes de  Fogwill con un exterior: el afuera, para ellos, está adentro, según la lógica  del pliegue, el doblez y la invaginación. Vivir afuera –como en el título de la  novela de Fogwill del año 1998– es vivir en los pliegues, rodeados de dobleces  que permiten seguir viviendo, respirando y deseando en medio de fuerzas  inmensurables que agitan el mundo y actúan sobre el cuerpo sin pasar por el  discurso ni por las representaciones. No hay todavía palabra ni imagen para eso  que ondula afuera del sujeto, “fuerzas que actúan sobre uno mismo”[1],  activando una capacidad de registrar afectos e intensidades que se hace sentir  a través del discurso: la lengua anfibia del narrador, plegándose y  desplegándose para gustar, explorar y resignificar poéticamente un mundo hecho  de cuerpos resonando entre sí sobre un campo afectivo que elude el lenguaje y  los saberes normativos.
De un pliegue  así nacen, por ejemplo, Las Termas de Flores, el spa de super élite para  el aislamiento de los ricos que Fogwill se vio venir en La introducción,  una nouvelle publicada en 2016, de manera póstuma, en la que había  estado trabajando hasta su muerte en 2010. Construidas sobre un gran depósito  de aguas termales en la zona de Ezeiza, las Termas son otra de las formas de  ese vivir afuera que mantiene con el adentro –del sujeto, del lenguaje, de la  ciudad, de la sociedad, del trabajo, de la ley– una relación de límite pensado  como membrana porosa más que como muro. En el camino de una vida saludable, la  exterioridad se invierte en interioridad, lo social se hace cuerpo y el imperativo  categórico de un cuerpo sano y productivo, como “sentido de la vida”, tiende a  confundirse con las metas de una rutina de fitness.
En  serie con la cueva de Los Pichiciegos (1998), el pozo de aguas termales  que Fogwill abrió en La introducción es un recurso y un procedimiento de  las ficciones de vida por el que brotan materiales y sentidos. Un pozo es un  pliegue, un hueco excavado en el espacio y en el tiempo, en el que el  protagonista de la historia se introduce dos veces por semana para relajarse,  hacerse un cuerpo y darse lo que el chofer del taxi que lo traslada por la  autopista Oeste se representa como “la gran vida”: “¡Usted sí que sabe darse la  buena vida!” (I 21) –le dice el taxista, fantaseando con un pozo de  cuatro mil metros de profundidad (en realidad, son cuatrocientos), masajes y  una pileta calentita. Vida y calor se asocian en una imagen que reclama que la  gran vida tenga mucha profundidad, muchas torres, fosos, excavaciones, luces y  recintos. Una vida así, improductiva y ociosa, no puede sino estar situada en  un contra-espacio que se opone a todos los demás, muy por encima o muy por  debajo o muy lejos “de los límites de la normalidad de la pequeña vida” –se  trate de metros, inversión en dólares, grados de temperatura del agua, número  de flexiones de brazo o largos de pileta (I 32).
Entre  los pliegues de la gran vida y la pequeña vida se extiende el arte literario de  hacer leer y creer en la ficción, según un “pacto de bienestar, eternidad y  felicidad” que mantiene viva la relación de los personajes con los lectores (I 9). En una sociedad donde el ideal biopolítico de bienestar, felicidad y  longevidad “parece un artículo tácito de la constitución del Estado Moderno” (I 7), la literatura menor de Fogwill, con su régimen de sensibilidad y su  tratamiento específico del lenguaje, es una salud en disenso con un orden médico-científico  que administra tratamientos que no le brindan felicidad a nadie y que, sobre  todo, produce cuerpos biopolíticos sin los cuales el capitalismo 24/7 no podría  funcionar.
En el  frío de unas islas o de noche en una autopista, al volante de un auto desconocido,  tratando de hacer funcionar la calefacción, un cuerpo busca calor sobre un frío  de fondo que lo rodea y que lo envuelve: cada texto de Fogwill despliega una  serie de intercambios de materias y  energías entre el adentro y el afuera que en buena medida devuelven la  narración al fuego del que viene.
La  calefacción que se tapa y que termina con la vida de los pichiciegos en el frío  de las islas Malvinas, envenenados por respirar el aire contaminado de la  pichicera, reaparece en las primeras páginas de Vivir afuera, la novela  publicada en 1998 por Fogwill, cuando el dispositivo  neoliberal de dominación social subió del subsuelo de la guerra de Los  pichiciegos a la superficie de lo real público, para instalarse en el Estado  vestido ahora con ropajes democráticos. Guillermo “Gil” Wolff –anagrama de  Fogwill–, uno de los borrosos personajes de la novela con un pasado en el  Colegio Naval y un presente de traficante de armas, vuelve de La Plata  manejando un auto oficial prestado por la gobernación después de haber  compartido con sus ex camaradas una cena de egresados y, más temprano, haber  cerrado un contrato por un contingente de armas que una empresa privada  estadounidense, en la lógica militarizada del comercio global, le vende al  Gobierno de la Provincia.  Hace mucho frío, y Wolff no puede encender el sistema  de calefacción del Peugeot 505 que avanza a 150 kilómetros por hora por la  nueva autopista La Plata-Buenos Aires.
El Peugeot y la  autopista suburbana reaparecen al comienzo de La introducción. Un taxi  modelo Peugeot transporta por el Acceso Oeste a un pasajero que se parece mucho  al Wolff de Vivir afuera, si es que no es él, unos diez años más tarde.  Se dirigen hacia otra fuente artificial de calor: Las Termas de Flores, un  complejo turístico a gran escala emplazado entre enclaves de miseria en la zona  oeste de la ciudad, a contramano de los emprendimientos inmobiliarios que  desarrollan Buenos Aires hacia el norte y hacia el río (aunque a favor de un  rumbo o una tendencia de la literatura contemporánea: la “zona” Aira, evocada por  la mención al barrio de Flores). El calor en el caso de La introducción viene  de un pozo perforado a cuatrocientos metros de profundidad por el que brotan, a  altísima temperatura y presión, las aguas de Las Termas. Pero la anécdota de La  introducción es casi inexistente, tibia como el agua verde  esmeralda de las piletas del complejo.
Dos veces por semana, atravesando piquetes de trabajadores  desocupados, el protagonista sale de la ciudad para entregarse a la cálida “caricia  industrial” (I 62) que le proporcionan los masajes, las sesiones de  gimnasia, las distintas actividades deportivas y, sobre todo, los baños en las  balsámicas aguas de Las Termas. Un viaje en taxi por la autopista hasta las  termas, una serie de ejercicios físicos y un baño reparador en las piletas  termales. Después, la vuelta a casa, el cansancio de la jornada y un discreto fragmento  inconcluso de vida amorosa: darse una ducha, comer y beber una copa de vino, hacerse  compañía hasta dormirse, y tener sexo al amanecer, sin estridencias, con el  agua de las termas todavía tibia en la memoria. No es una historia: es la vida  que transcurre como sucesión de cosas producidas por el simple paso del tiempo,  sustraída de la Historia y de la autoridad de la trama, que dice que para que  haya una historia algo extraordinario tiene que pasar. Lo que le sucede diariamente  a la gente no es un relato, no es una historia, pero La introducción quiere  contar la vida sin dejar de contar una historia, como dice el escritor y crítico  Carlos Gamerro a propósito del Ulises de James Joyce, una de las novelas  que más lejos llevó la relación entre literatura y vida (Gamerro 18-19)[2].
“Banalidad”  es el término al que recurre Fogwill en el prólogo del texto para mostrar ese  mínimo de historia confundida con el fluir de la vida misma, que sale a la luz  como forma de vida. La banalidad, dice Fogwill, ronda “lo que hacen, piensan,  desean y padecen” sus personajes, “humanos del tercer milenio con deseos,  acciones, sufrimientos y pensamientos” que se han vuelto penetrables–agrego– para  técnicas de gobierno de lo vivo que actúan sobre el cuerpo e invisten sus  placeres (I 8). De todos modos, se trata de una banalidad narrada, y por  lo tanto “más digna de atención que la [banalidad] que cotidianamente habita al  lector”, porque permite, gracias a operaciones de marco, hacer emerger hasta la  superficie del discurso una napa política inmanente y corporal que funciona  directamente a través del cuerpo y sus afectos.
Puede entonces  que “el ciclo del aparente realismo anclado en la política argentina” haya terminado,  como dice Fogwill en un reportaje de 2006 donde pone la novela en la que está  trabajando afuera del orden literario organizado alrededor de la temporalidad  histórico-política de la nación (“Fogwill, en pose de combate”). Pero el hecho de que La  introducción no lleve los signos fuertes de la historia, la memoria y el  testimonio no significa que la novela deje de lado lo político. El declive de  la referencialidad ideológica no es el fin de la política, sino el paso a otra  política dominada por prácticas englobantes y dispositivos de control  orientados sobre el cuerpo biológico de las personas y sus afectos. En este  sentido, La introducción lleva la marca de la hegemonía de una vida  cotidiana invadida por el poder del hábito, que es básicamente un poder hecho  hábito y rutina que inscribe a los cuerpos en una forma de vida.
Un  poder con estas características pasa por lugares como Las Termas, burbujas  turísticas monitoreada por tecno-estéticas de escansión y control de cuerpos  que son tanto biológicos como colectivos y políticos. Estamos en un campo de fuerzas  específico donde las repeticiones del hábito dependen menos de la naturaleza de  los cuerpos que de una serie de micropolíticas inmanentes, marcadas por la  historia y por el tiempo, que impregnan cada poro de la existencia y que la  última invención de Fogwill, en el acto de nombrar y enmarcar, tienen el poder  de desplegar.
Envuelto  entre los pliegues del discurso indirecto libre, el personaje es una máquina de  registrar y especular acerca de lo que tiene frente a sus sentidos, en un  incesante fluir de ida y vuelta con el mundo en el que la tercera persona se  confunde con la primera. Exterior e interior al protagonista, el punto de vista  de la narración está lleno de dobleces que exponen lo que el personaje hace, lo  que siente, las palabras y los recuerdos que le vienen a la memoria, tanto como  lo que hacen y dicen los otros, los sonidos ambiente, las transformaciones de  la ciudad, los signos de la crisis. Pero nunca entendemos bien quién es o a qué  se dedica (nunca lo vemos trabajar), apenas sabemos que es soltero, que tiene  cuarenta y un años, que vive en Barrio Norte, que compra libros y que sabe de  cosas: de armas, de motores, de computación, de vigilancia, de etiquetas y jerarquías  sociales, del cuidado del cuerpo, de los matices del discurso, de los  engranajes del amor y los mecanismos invisibles de un poder que es organización  estadística (las cantidades numéricas, los conjuntos, los cálculos que insisten  en Fogwill) tanto como danza microscópica de átomos, y que para poder captarlo,  en el mundo de La introducción, hay que llegar hasta las moléculas de  gas metano disueltas en las aguas vagamente amarronadas de Las Termas. 
Porque  hay algo que huele mal en Las Termas de Flores. La historia transcurre en una  Buenos Aires de principios del tercer milenio donde el impulso histórico parece  haberse agotado y el conformismo neoliberal, eficiente y calculado, flota en un  aire saturado de afectos que corren entre los cuerpos y los impregnan del “olor  a napa” (I 84) que el personaje dice llevar adherido a la ropa y a las  fosas nasales. Ese “vago aroma de materias descompuestas” (I 36) que se  mete por los poros y que invade los espacios de La introducción abre al  personaje, en cuanto sujeto de un saber del cuerpo, a un registro de fuerzas  envolventes que actúan por debajo del ámbito del discurso y se inscriben, como  por ósmosis, en las corrientes profundas de los hábitos y las conductas.
En  este sentido, Las Termas, con sus máquinas, sus sistemas de bombeo de agua, sus  filtros y sus paneles de control camuflados en cubos de hormigón desparramados  por el predio, son una fábrica afectiva que hace surgir a partir de la  vitalidad de los cuerpos un exceso de vida abstraíble y apropiable en términos  de consenso, que no es el hecho de estar todos de acuerdo sino de ser llevados a  sentir las mismas cosas: quién no quiere, después de todo, desenchufarse un  rato y darse de vez en cuando la gran vida.
Sin  embargo, mezclado con esa mansa entrega al hedonismo y al placer consensuales, hay  algo inexpresado que no pasa por la forma y que la máquina de percibir de la  novela detecta al borde mismo del aparato sensorial, transmitiéndose como un hedor  ligeramente pestífero, sin forma asignable. No se trata de sentir, porque un sentimiento  es un estado consciente que tiene un objeto y un nombre establecido (amor,  odio, placer, disgusto). En cambio, eso que huele ligeramente mal y hace que el  personaje frunza involuntariamente la nariz no es del orden de la emoción  psicológica, en cuanto pasa por un cuerpo que se activa en relación con una  intensidad que flota por encima de la experiencia, sin contexto determinable y  sin palabras que la designen.
Ese  registro corporal y prelingüístico del mundo es la forma de conocimiento de un cuerpo  que ocupa un lugar en el mundo y sabe por el hecho de estar vivo –propiamente  hablando, una estética[3]. Porque además de saber  de cosas, el personaje de La introducción sabe lo que está pasando entre  los cuerpos; se lo huele, con el olfato que los personajes de Fogwill tienen para  los asuntos de poder. Sabemos bien que el poder no es una cosa que pueda ser  poseída por alguien. Nadie tiene “el” poder, porque para poder tenerlo debería  tener una forma, y lo que circula por las cañerías de Las Termas, irriga los  cuerpos y se filtra por los poros no tiene forma ni está estratificado[4].  Virtual más que actual, el poder se encuentra diluido en las transformaciones  del sentir, que están en el aire y que el personaje, con las antenas extendidas  hacia el mundo, reconoce como un aroma levemente amargo y sulfuroso que ninguno  de los desinfectantes de piso, los jabones o los desodorantes que abundan en  los vestuarios logran disipar.
En  este sentido, Las Termas son un laboratorio donde el poder ensaya por medios  completamente artificiales con la “sabiduría natural del cuerpo” (I 52)  y la naturalidad de un deseo que se ha vuelto penetrable para una serie de mecanismos  de control que tienen como blanco el ser viviente del hombre. Todo en Las  Termas apunta así a la fabricación de un cuerpo biopolítico, desde las formas  fantasmagóricas de sus diseños arquitectónicos, excavaciones, escenarios y  carteles, hasta las rutinas de entrenamiento físico y los ejercicios de  relajación que transcurren en recintos saturados de folletería publicitaria y  cháchara motivacional de profesores, supervisores, masajistas y vendedores del  complejo. Como se trata de un dispositivo, el paquete incluye discursos como el  de la medicina deportiva y la fisioterapia; consejos de belleza y de cuidado  del cuerpo; normas de conducta y proposiciones morales y filosóficas, ligadas a  los juegos de saber y de poder que politizan lo viviente.
En las  clases de gimnasia, por ejemplo, los ejercicios apuntan a mejorar las disposiciones  del cuerpo para realizar ejercicios de alta intensidad, de manera de entrenar  de forma disciplinada e incrementar lo que el personaje designa como su “capital  de rendimiento” (I 106). Músculos, tendones y articulaciones son  exigidos al máximo durante breves períodos de tiempo, buscando elevar las  reservas de un aminoácido –la creatina, la droga del aguante– que, a la manera  de una sustancia estimulante pero sin sus efectos depresivos, impulsa a “crear”  y ejecutar acciones cuya sola imaginación, en circunstancias normales, bastaría  para renunciar a cualquier iniciativa.
No se  trata del cuerpo forjado por las disciplinas, que separan el poder del cuerpo  después de haber aumentado sus fuerzas en términos económicos de utilidad. Porque  toda esa ganancia corporal que se produce ejercitando y haciendo deporte –“una  forma de la avaricia” (I 106)– no va a convertirse en la fuerza de  trabajo que el trabajador tradicional ponía en el mercado, sujeta a cronómetro  y explotable en su plusvalor, sino en el capital humano del “empresario de sí”  de las sociedades neoliberales, con sus capacidades y temporalidades intensivas  inseparables de un cuerpo-empresa que recibe una ganancia por sus performances[5].  Emprender una acción con los músculos inflados por la creatina, con la potencia  de actuar incrementada por la acumulación de ganancias a lo largo del  ejercicio, equivale en más de un aspecto a “viajar con una tarjeta corporativa  y con la certidumbre de que habría alguien, en algún lugar, dispuesto a pagar  todos los gastos sin discutir detalles” (I 38).
No es,  evidentemente, una concepción de la fuerza de trabajo, sino de una “acción” por  la que el cuerpo recibe un dividendo o una renta de capital, como si fuera un  activo que una empresa posee, y que debidamente codificada y explotada como  forma servil, hace también a la productividad de los recepcionistas,  administrativos, masajistas, instructores, asistentes médicos y operarios de  mantenimiento: los trabajadores de servicios que mantienen la máquina social de  Las Termas funcionando, sin olvidarnos del “raro servicio de narrar” (I 16)  que brindan los escritores, en una sociedad donde es difícil ponerse de acuerdo  sobre la finalidad los relatos.
Lo que más cansa,  predica uno de los gurúes del fitness de Las Termas, es todo lo que el  cuerpo “estuvo intentando no hacer” (I 31), consumiendo calorías que se derrochan en hacer lo  innecesario. Pero si el discípulo “aprende a querer hacer solamente lo que debe  hacer” (I 31) y se  desentiende del resto, la performance mejora, el stock de energía  psicofísica aumenta y la potencia necesaria para hacer algo “queda disponible  para un empleo más productivo” (I 31).
Blanco  predilecto de las nuevas gramáticas de la explotación, ese “querer hacer” que a  fuerza de entrenamiento se aprende y se incorpora en el gimnasio, es distinto  del “deber hacer” que imponen las disciplinas. En las disciplinas, la  vigilancia está puesta sobre las acciones y los movimientos, y lo que el  individuo hace con su querer o con sus deseos más íntimos no entra en el radar  de un tipo de poder que se ejerce básicamente sobre la repetición sin  diferencias de una serie de actos y movimientos minuciosamente codificados.
Pero  lo que parece estar ahora en juego es el control de un deseo que el propio  poder induce y fomenta, identificado con la libre iniciativa del empresario de  sí que se hace cargo de la vigilancia de su propio cuerpo e invierte en salud  como si fuera un bien de capital. Entrenándose para aguantar, superarse y  rendir más, para resistir los embates del tiempo y de la muerte, el  cuerpo-empresa “quiere” ahora la norma que le dicta lo que tiene que hacer para  volverse sano y deseable y, por consiguiente, valioso y productivo en un  mercado donde los afectos, debidamente codificados y neutralizados, son puestos  a trabajar, a producir y a competir.
El  poder gobierna colonizando la esfera del tiempo libre y el ocio improductivo, a  favor de un deseo que ya no se identifica con el exceso[6].  Porque en el agua tibia de las termas la llama de la transgresión se apaga y el  deseo, que vivió tantos años de enfrentarse al límite, goza ahora del  sometimiento a las metas del entrenamiento, instituidas como si fueran parte de  “los deberes ineludibles de la vida” (I 106). Frente a la transgresión como  reino del límite, ¿el imperativo de superar las metas fijadas  caprichosamente en el curso de un ejercicio de musculación, no constituye una  suerte de atrofia del deseo? Empobrecido y debilitado, el deseo se desplaza de la  fuerza magnética de lo prohibido hasta la regulación y control de las pasiones por  medio de técnicas biopolíticas que actúan sobre las potencialidades del cuerpo  manipulando, más allá del discurso, la dimensión corporal de los afectos.
Todo lo que distrae,  todo lo que no es necesario para poder cumplir con una meta de entrenamiento –una  patada al aire, por ejemplo–, debe ser apartado del foco de la atención. Para  eso sirven las rutinas de creatina: para alcanzar un punto de ofuscación en el  que el cuerpo-emprendedor de los sujetos activos, marcado por el deber de aguantar,  se deshace de “todo lo que hay que dejar de ver para poder hacer” (I 42).
A primera vista, la  ofuscación como condición para el éxito de un ejercicio pone en serie el  proceso con los grandes temas modernistas de la alienación, la fragmentación y la  soledad. “Con la vida humana debía ocurrir algo semejante a esa ofuscación” (I 42), sospecha  el personaje. Pero la ofuscación no remite a esa parte extrañada de uno mismo del  sujeto de la alienación, porque tratándose de un poder que se hace sentir en  nuestros cuerpos y en nuestras vidas, que controla directamente los deseos y  hasta se mete en los sueños, ya no queda nada que alienar. Los visitantes de  Las Termas son ciudadanos biológicos identificados con sus cuerpos, propensos a  interpretar su conducta y su rendimiento en términos de un aparato  neuropsíquico que no funciona sin manuales de autoayuda ni relatos de autorrealización  del yo. Son, ahora, los individuos neuro del capitalismo avanzado[7], sin ansiedad ni malestar de la  cultura del sujeto dividido del siglo veinte, modelados imaginariamente por  transformaciones bioquímicas inducidas por la creatina o la “sugestión del entrenamiento”  (I 38), tan adictivas como una droga euforizante pero sin los pesares  del bajón.
En un mundo  paradójicamente sin profundidad como el de Las Termas, esa euforia focalizada  en una actividad que hace desaparecer de la conciencia “todo lo demás” (I 42), tiende a estar alineada con un campo social dominado por la producción de  subjetividad, de “querer”, de “emprender”, de adquirir las tácticas del alto  rendimiento para subordinarlas a los cálculos y afectos que organizan la maquinaria  social. ¿Pero que sería, en esta reducción al cuerpo, “todo lo demás” –aquello  en lo que no habría que pensar, que en cuanto se resiste a ser nombrado, hace  intervenir al lenguaje? ¿Sería el trabajo que mantiene al “vibrante hormigueo  social” (I 43) de Las Termas en ebullición? ¿Sería “el amor, la guerra,  la música, la muerte, el cuerpo” (116), como plantea en algún momento el  personaje, de vuelta en su casa, después de haberse liberado, flotando en las  aguas termales, de la ansiedad que conllevan esas palabras amplias, densas,  cargadas de sentido?
Sin embargo, esas ideas  que en el régimen de Las Termas no deben ser pensadas, y a las que Fogwill,  como novelista y poeta, nunca le sacó el cuerpo, “pueden quedar escritas” (I 63), poniendo en juego la capacidad de la literatura de nombrar estados  corporales sin nombre que en cuanto eluden la vieja paleta sentimental del  modernismo (angustia, amor, odio, placer), reclaman lo que Fredric Jameson  describe como “un nuevo realismo del afecto” (The  Antinomies of Realism 4)[8]. Sin el impulso narrativo de la novela  tradicional ni la individualidad molar de sus cuerpos y sus significaciones,  textos como La introducción libera intensidades y singularidades  corporales desconocidas, flotando como un vapor en el eterno presente de un  nuevo tipo de temporalidad donde no hay oposición entre la acción y la vida,  entre las cosas prosaicas y las cosas poéticas.
“¡Déjese flotar!” (I 83), le pide ahora, en clave motivacional, el asistente de la sala de baños al  personaje, que flota a oscuras en su cubículo, con los ojos cerrados,  dormitando. Terminadas las sesiones de gimnasia, la caminata de cinco  kilómetros y la rutina de natación, y ya sin la euforia inducida por los  ejercicios creatinógenos, la jornada termina con nuestro personaje envuelto en  el calor de las aguas hipersalinizadas de las termas, que empujan hacia la  superficie un cuerpo sin profundidad, vaciado de voluntad, experimentando su  ser pasivo, su potencia de no actuar, su inactividad o su “ausencia de obra”.  Para eso iba a Las Termas, dos veces por semana: para apartarse de todo y vivir  afuera; para sacarse cosas de la cabeza y “eludir cualquier pensamiento” (I 45)[9].
  Pero esa flotación, ese  decantar hacia lo informe y lo inacabado de quien, sustrayéndose a su propia formalización,  crea un vacío de pensamiento, no es una evasión ni un entregarse momentáneo al dolce  far niente. Tampoco responde a ninguna épica de la negatividad o de la  resistencia. Lo suyo, a diferencia del resto de los clientes, pretende ser “un  plan, no una fuga” (I 80); el plan o la opción de vida de quien se  constituye a sí mismo como potencia de obrar abierta a un uso posible, sin  agotarse en un acto o en una práctica[10]. El vacío que  resulta de esta suspensión de la potencia es positivo, y por ende no es una  falta: es una opción o una forma de vida y de estar en el mundo que se sustrae  al gobierno de las conductas (el poder de hacer hacer “ejercicios”),  haciendo de la potencia de no pasar al acto una afirmación de la vida  como pura intensidad.
En este sentido, un plan  es una subjetivación, la fuerza de autoafección de alguien que en medio de las  relaciones de poder reintroduce la relación consigo mismo conforme a un no  hacer ni emprender nada que tenga la forma de una meta o de un objetivo. Alcanzado  ese punto en el que los sentidos se mantienen en un estado de tranquilidad,  libre de toda esclavitud interior respecto de cualquier interés, el sujeto  contempla, sin ofuscarla, la forma vacía que la máquina de poder de Las Termas  guarda en su centro, para encontrar allí, en el reverso de la supuesta desnudez  del cuerpo vivo, la potencia de no hacer como lado “positivo” de un proceso  que es algo más que el mero hecho de ser afectado por algo externo: todo sucede  en el interior del sujeto que, como analiza Agamben, es activo respecto a la propia  pasividad[11].
El sueño que el  protagonista tiene en el hall de la sala de baños mientras toma una breve  siesta tendido en una reposera resulta en este aspecto revelador. El  protagonista flota en el aire y en la luz de “un claro del mundo”, un paisaje  vacío aledaño al campo de golf que está allí desde hace miles de años, “antes de  que por allí anduviesen los humanos” (I 75-76). Se trata de una pequeña porción  de pampa que se insinúa en los bordes de la parquización, “un bosque plano de  luz y yuyos” (I 76) invadido por un enjambre de niños y niñas europeos vestidos  con sus delantales, ensayando juegos y danzas escolares. Según el relato del  sueño, eran los niños que “no nacerían en Europa” (I 76), poblando de  intensidades flotantes e impersonales ese resto de pampa contra la que fue  proyectado el complejo –si no la nación entera. Proliferando por un espacio  desterritorializado, afuera de la temporalidad de lo humano, la vida de lo que  todavía no es corre en paralelo al poder de invención del sueño, que no es  tanto la operación creativa de un sujeto soberano como la potencia del soñante  de estar a merced de la propia impotencia. Así, la experiencia de “flotar en  una atmósfera de sueño”, cambiando la perspectiva de la mirada, constituía para  el soñante una rara “experiencia de poder”, a saber, la experiencia “de ser un  cuerpo a la vez presente y ausente y atravesado por las imágenes que él mismo  va soñando” (I 77).
Dejarse flotar –o  “flotarse”– en la atmósfera del sueño o en la fosa de aguas termales del  complejo constituye entonces para el protagonista de La introducción una  auto-afección, un pliegue del poder en el que agente y paciente, potencia y  acto, presencia y ausencia, se vuelven indistinguibles[12]. Frente a un poder que separa la  vida de sí misma para ponerla al desnudo, el acto de dejarse flotar de alguien  que, al borde mismo de lo inexpresable, se reflexiona como ser vivo, produce una  zona de indistinción donde las divisiones biopolíticas fundamentales quedan  desactivadas. La vida en el hombre sube hasta la superficie del lenguaje  para dejar en el discurso la huella de la ausencia –una línea de desujetamiento  del hablante que se escurre entre los dispositivos de poder de Las Termas, y  que no quiere ser confundida con un simple gesto de evasión. Porque en Fogwill,  vivir afuera supone siempre el despliegue de un plan de hacer de la vida una  obra que presente ciertos valores estéticos y responda a ciertos criterios de  estilo orientados a producir buenos encuentros, buenas composiciones entre  cuerpos sobre un plano donde conviven grados, escalas y matices de diferencia.
Siguiendo la lógica  vertiginosa del pliegue, estamos de repente en la otra cara del poder de hacer  vivir, flotando sobre un plan(o) de invención de cierto estilo de vida que  remite a una construcción deliberada y sistemática de la experiencia. Frente al  hacer vivir del poder de acuerdo con valores trascendentes como los del  mercado, el hacerse vivir de acuerdo con una manera de ser y de afectar del  personaje de Fogwill es ya una disposición artística que no se contenta con  hacer obras, “una escritura en la vida, no una escritura de la  vida” —como observa Sandra Contreras a propósito de las ficciones de vida de  César Aira (Contreras 182).
Es paradójico que como  punto culminante de una jornada dominada por el uso del cuerpo, en el centro  mismo de la fábrica de sujetos biopolíticos, aparezca la utopía de un cuerpo  incorporal, sin órganos. No es el cuerpo agotado por el trabajo muscular,  dolorido por el esfuerzo al que fue sometido durante el entrenamiento; sino un  cuerpo hueco, liviano, transparente, diluyéndose en los flujos de calor, agua y  vapor de las termas. Envuelto en un aura de vapor azul verdoso, el cuerpo del  protagonista flota a oscuras, irreconocible, “convertido en una mera silueta  hueca, del mismo color del aire y de la superficie del agua” (I 83). Cavidad  adentro de otra cavidad, el cuerpo es ahora el agua tibia de las piletas del  complejo, que las serpentinas de los radiadores refrigerantes, omnipresentes en  la literatura de Fogwill, enfrían hasta los cuarenta y cuatro grados  centígrados.
  Pero el acento no  debería recaer sobre el cuerpo-cosa como unidad que el dolor trae hasta la  superficie de lo visible o sobre el cuerpo que la relajación y la respiración borran  bajo el agua. El cuerpo como materia manipulable por la persona propietaria de  su propia vida es en La introducción menos decisivo que el espacio donde  se produce la separación artificial del cuerpo orgánico y la persona que lo  habita: el spa de Las Termas, en serie con los shoppings, los casinos o  los grandes hoteles por los que pasan los personajes de Fogwill, fenómenos de  burbuja montados para gobernar, controlar y si se quiere orientar las conductas  y los pensamientos de los hombres[13].
  No hay naturaleza  humana, no hay ninguna concentración de aminoácidos ni núcleo alguno de  creatina a explotar económicamente sin ese cuerpo a cuerpo entre la persona  viviente que se sumerge semanalmente en el ambiente total del spa y los  dispositivos que capturan e inmovilizan la vida en los mecanismos de poder. Lo  que sí hay, en cambio, son procesos de subjetivación que en paraísos  artificiales como el de Las Termas separan la vida de sí misma y la oponen al  hombre como animal parlante, flotando en su cuerpo narcotizado por el entorno,  con la cabeza apenas afuera del agua.
Sin embargo, el personaje  de Fogwill es algo más que un animal condicionado lingüísticamente: es un  animal poético que se deja flotar en el umbral entre el ser vivo y la persona,  entre el viviente y el hablante, la vida y el lenguaje, y que en el acto de  nombrar, muestra el campo de fuerzas que nos recorren y configuran. Como  Baudelaire y sus baños de multitud, absorbió con el cuerpo los shocks de  creatina para transformarlos, en el lenguaje, en una forma de organización de  la experiencia del afuera, con su potencia de devenir y de alteración, que se  hace sentir sobre todo por lo verbal.
Se trata, en principio,  de una concepción poética del lenguaje que se opone a la concepción representativa,  instaurándose como experiencia de pasividad e indiferencia respecto del principio  de acción que quiere someter cualquier actividad a un cálculo de medios y fines.  Margen oscuro o silueta que rodea la toma de palabra, el cuerpo viviente se  muestra como acontecer en el lenguaje, escurriéndose del ámbito de la  representación, vaciándose de pensamientos, de signos y de órdenes, más allá de  la esfera del uso y del ámbito de lo productivo. Hay, ahora, solo cuerpo sin  órganos y lenguaje, con su poder de hacer vacío y de suspender el poder de la  forma sobre la materia viviente, con su indiferencia por los fines y las metas,  decantando hacia una inconclusión que aparta el texto de la narración y lo introduce  en la poesía.
Mojado, envuelto en el  vapor azul verdoso que satura el cubículo, el cuerpo con sus cavidades se abre  como una boca dentro de otra para dejar escapar su aliento en un espacio  básicamente acústico. La lengua del narrador de Fogwill se mueve en su cueva oscura  y se asoma para contemplar el mundo de cerca y nombrar las cosas con una  extraña emoción, lúcida y serena.  
Estancado como el agua  termal de los pozos, el tiempo deja de acumularse narrativamente porque el  espacio donde transcurre la captura de cuerpos se desfonda. El espacio en el  que flota el personaje “acaba de vaciarse” (I 83) y el tiempo se detuvo.  Nadie puede bañarse dos veces en un mismo río porque el agua que fluye y el  cuerpo que se hunde en ella están hechos de tiempo. El cuerpo es el río de  Heráclito, con su obsolescencia, su envejecimiento, su tiempo de uso, su “reloj  biológico” marcando inexorablemente “los hilos vitales de cada cosa viva” (I 123). Pero en el agua quieta de las piletas de Las Termas el tiempo dejó de correr,  y todo confluye en el eterno presente de una flotación extática en la que  desaparece toda preocupación por ponerse fines y tener que cumplirlos, todo  deseo, todo desarrollo temporal. Lo que queda es un pulso poético que desbarata  la posibilidad de contar la pequeña vida de alguien, porque cuando sólo hay  tiempo, “lo que le sucede a la gente no es un relato” (I 108).
Este debilitamiento del  tiempo lineal, que no puede medirse cronológicamente, aleja al texto de la  trama. Saliendo de Las Termas, al final de la jornada, la estructura novelesca se  diluye y el texto puede fluir a lo largo de líneas de diferenciación donde una vida  como vacío define un modo de existencia absolutamente positivo, hecho de encadenamientos  de percepciones y afectos que se independizan del cuerpo y de la psiquis y  pasan al lenguaje.
Cargada de valencias  abiertas, la palabra del narrador es ahora un átomo de poesía, libre para  entrar en combinaciones diversas y formar a partir de ellas nuevos enlaces verbales  que alteran la división entre lo prosaico y lo poético, lo ordinario y lo  extraordinario, la gran vida y la pequeña vida. El placer, la guerra, la  música, la muerte, la compañía de los amantes y los “enigmas perceptuales” del  amor (I 122) son condensaciones de intensidades que penetran los  pensamientos y los actos del personaje, atravesado por percepciones y afectos que  se suceden según una lógica que no es la de los encadenamientos temporales de  las acciones orientadas hacia un final. Porque estrictamente hablando, La  introducción no tiene final. Su inconclusión es definitiva. Podría seguir,  pero se interrumpe[14].
Como la vida y sus  pliegues, esas visiones son hitos vitales que estallan, brillan un instante y  cesan apenas son rozadas por la punta de una lengua que se propaga en ondas por  la superficie del discurso según un plan que funciona “más perfectamente en  tanto no hay un plan” (I 123). La lengua emerge de su cueva cálida y  húmeda, que se entreabre para dejar escapar un chorro tibio de aire sonoro que asciende  desde napas recónditas del cuerpo y la experiencia para remover el lenguaje y  poblarlo de visiones y audiciones. Como reflejos en el agua, aparecen, flotan  un instante y se deshacen en el devenir quieto de una escritura líquida que va  sin plan, desbordando la forma novela para convertir La introducción en  el movimiento de la subjetivación en general.
Referencias bibliográficas
1. Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, trad. Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia, Pre-Textos, 2000.
2. Agamben, Giorgio. “Obra e inoperosidad”, El uso de los cuerpos. Homo sacer, IV, 2. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2017, pp. 437-442.
3. Agamben, Giorgio. “La inmanencia absoluta”, Ensayos sobre biopolítica. Excesos de vida, editado y traducido por Gabriel Giorgi y Fermín Rodríguez. Buenos Aires, Paidós, 2007, pp. 35-40.
4. Aira, César. La Guerra de los gimnasios. Buenos Aires, Planeta, 1993.
5. Chejfec, Sergio. “Fogwill: En otro orden de cosas”, El visitante. Buenos Aires, Excursiones, 2017, pp. 97-99.
6. Contreras, Sandra. “César Aira. Realismo y documentación”, En torno al realismo y otros ensayos. Rosario, Nube Negra, 2018, pp. 181-190.
7. Deleuze, Gilles. El poder. Curso sobre Foucault. Tomo II. Buenos Aires, Cactus, 2015.
8. Eagleton, Terry. The Ideology of the Aesthetic. Malden, US, Blackwell, 1997.
9. Fogwill, Rodolfo Enrique. Los Pichy-cyegos. Visiones de una batalla subterránea. Buenos Aires, De la Flor, 1983.
10. Fogwill, Rodolfo Enrique. Vivir afuera. Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
11. Fogwill, Rodolfo Enrique. En otro orden de cosas. Barcelona, Mondadori, 2001.
12. Fogwill, Rodolfo Enrique. La experiencia sensible. Barcelona, Mondadori, 2001.
13. Fogwill, Rodolfo Enrique. “Fogwill, en pose de combate”. Entrevista de Martín Kohan. Revista Ñ (Clarín), n.° 25, marzo de 2006.
14. Fogwill, Rodolfo Enrique. La introducción. Buenos Aires, Alfaguara, 2016.
15. Foucault, Michel. Naissance de la biopolitique, Cours aux Collège de France, 1978-1979. Paris, Gallimard, 2004.
16. Gamerro, Carlos. Ulises. Claves de lectura. Buenos Aires, Interzona, 2016.
17. Jameson, Fredric. Ensayos sobre el posmodernismo. Buenos Aires, Imago Mundi, 1991.
18. Jameson, Fredric. The Antinomies of Realism. London, Verso, 2015.
19. Joyce, James. Ulises, traducido por Rolando Costa Picazo. Buenos Aires, Edhasa, 2017.
20. Reggiani, Federico. “La introducción”. Otra Parte, marzo 2016.
21. Rose, Nikolas. “Neurochemical Selves”. Society, n.°56, November/December 2003, pp. 46-59, https:/doi.org/10.1007/BF02688204
22. Virno, Paolo. Gramática de la multitud. Madrid, Traficantes de sueños, 2003.
Notas
[1] Rodolfo Fogwill, La introducción (12). De aquí en adelante, I.
[2] Dice Gamerro que “el Ulises quiere contar la vida sin renunciar a contar una historia” (18). Gamerro toma la pregunta que Ricardo Piglia, a propósito de Joyce, le hace decir a uno de los personajes de Respiración artificial –¿cómo narrar los hechos reales?– y, desde un nuevo modo de leer, la reformula en estos términos: ¿cómo contar la vida cotidiana? (Ulises 18-19).
[3] Acerca de la estética como forma de conocimiento del sensorium corporal, ver Terry Eagleton, The Ideology of the Aesthetic (13): “La estética”, dice Eagleton, “nace como un discurso del cuerpo […] La estética trata, por tanto, de los primeros impulsos de un materialismo primitivo, de esa larga rebelión del cuerpo que, desprovista de voz durante mucho tiempo, pasa a rebelarse ahora contra la tiranía de lo teórico” [la traducción es propia].
[4] Gilles Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault (2015). En cuanto práctica de manejo de lo no-estratificado--explica Deleuze a propósito de Foucault--, el poder es “una agitación molecular antes que una organización estadística”, y por consiguiente, “no tiene forma” (32, 71).
[5] Si la economía clásica separaba del cuerpo del trabajador su fuerza de trabajo, que entregaba por cierto tiempo a cambio de un salario, la “mano de obra” neoliberal es inseparable del cuerpo de un trabajador devenido “capital humano” (Foucault, Naissance de la biopolitique 227-233). Acerca del trabajo contemporáneo como ejecución virtuosa, véase Paolo Virno, Gramática de la multitud (50-54).
[6] Una década antes, en los inicios de la cultura del fitness, el joven protagonista de La guerra de los gimnasios, de César Aira, se inscribe en un gimnasio de barrio para perfeccionar su cuerpo y provocar “miedo a los hombres y deseo a las mujeres” (9). El cuerpo de Fredie es todavía una mercancía expuesta en el mercado, cuyo valor depende de la admiración que despierta en los demás.
[7] Nikolas Rose analiza la constitución de un nuevo paradigma piscofarmacológico de salud mental que vincula política, economía y bioética. Cualquier explicación de una patología mental debe “‘pasar por’ el cerebro y su neuroquímica –neuronas, sinapsis, membranas, receptores, canales iónicos, neurotransmisores, enzimas, etc.” (Rose 57).
[8] La neutralización de los sentimientos ya estaba en el centro de lo que Fredric Jameson, a principios de la década del 80, describía como el declive del afecto en la experiencia cultural del capitalismo tardío. Los sentimientos —aunque ya por ese entonces Jameson empezaba a hablar de “intensidades”— no desaparecían, pero ahora eran “impersonales y flotantes”, con la tendencia “a estar dominados por un tipo peculiar de euforia”, que Jameson asociaba al brillo enceguecedor de las superficies reflectantes de la arquitectura y las artes visuales del posmodernismo (Ensayos sobre el posmodernismo 32-33).
[9] Otro paralelo con el Ulises de James Joyce. El capítulo V, dedicado a las drogas y los narcóticos en general, termina con Leopold Bloom –que es publicista, como lo fue Fogwill–, flotando en la idea de relajarse y gozar de un baño turco (y tal vez, masturbarse): “Disfrutar de un baño ahora: limpia tina de agua, esmaltado fresco, el suave fluir tibio. Este es mi cuerpo. Vio anticipadamente su cuerpo pálido reclinado cuan largo era, desnudo, en su útero de tibieza, aceitado por su perfumado jabón derritiéndose, suavemente lavado” (Joyce 226).
[10] Para Agamben, la exhibición del vacío resulta central para las búsquedas del arte y la política contemporánea. “Si es una poesía”, dice Agamben, “expondrá en la poesía la potencia de la lengua; si es una pintura, expondrá en el lienzo la potencia de pintar (de la mirada), si es una acción, expondrá en el acto la potencia de obrar” (El uso de los cuerpos 437).
[11] “Llamaremos pasivo” –escribe Agamben a propósito de la pasividad como forma de subjetividad–“no a la mera receptividad, sino a aquello que por así decirlo experimenta activamente su ser pasivo”. Agamben encuentra en el testigo de los campos de concentración el polo “activamente pasivo” de un proceso que tiene en la otra cara el polo puramente receptivo del musulmán (Lo que queda de Auschwitz 115-116).
[12] Acerca de la gramática de los verbos reflexivos activos como expresión verbal de la causa inmanente, ver “La inmanencia absoluta”, el comentario de Agamben del texto de Deleuze “Inmanencia: una vida…“. En verbos como “pasearse” –o “flotarse”– se vuelve imposible distinguir no sólo el agente del paciente, sino también la potencia y el acto. El problema es gramatical tanto como filosófico, y remite a Spinoza y a los filósofos estoicos como Epicteto, que escribió lo que bien podría ser un epígrafe de La introducción: “los modos de ser ‘hacen la gimnasia’ (gýmnasai, donde hay que considerar etimológicamente también el adjetivo gymnós, ‘desnudo’) del ser” (“La inmanencia absoluta” 85).
[13] Ver, por ejemplo, la novela de Fogwill La experiencia sensible (2001).
[14] Acerca de La introducción como “última novela” de Fogwill y su sentido del final, dice Federico Reggiani que “toda la novela es finalmente una reflexión sobre los finales, de los relatos y de una vida”.
Fecha de recepción:  23/07/2020
 
    Fecha de aceptación: 31/08/2020