https://doi.org/10.19137/anclajes-2021-2517

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ARTÍCULOS
Herederos: Ponte, García Vega y Casal
Heirs: Ponte, García Vega and Casal
Herdeiros: Ponte, García Vega e Casal
Ignacio Iriarte
Universidad Nacional de Mar del Plata
  Centro de Letras Hispanoamericanas
  Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y  Técnicas, CONICET
  Argentina
  iriartelignacio@gmail.com
  ORCID: 0000-0002-4596-3164
Resumen: En este trabajo me propongo analizar un aspecto puntual en las relaciones literarias entre Antonio José Ponte y Lorenzo García Vega basándome en los ensayos que ambos le dedican a la obra de Julián del Casal. En la primera parte, repongo los principales argumentos del conocido “La opereta cubana en Julián del Casal”. En la segunda, deslindo las continuidades y las diferencias que establece Ponte en El libro perdido de los origenistas y abordo las imágenes que en ese texto compone sobre Martí y Casal. Al final, hago una reflexión sobre las formas de enunciación de García Vega y Ponte.
Palabras clave: Antonio José Ponte ; Lorenzo García Vega ; Julián del Casal ; Fin de siglo ; Ensayo
Abstract: In this article I examine a specific aspect of the literary relation between Antonio José Ponte and Lorenzo García Vega by analyzing their respective essays on the work of Julián del Casal. In the first part, I consider the main arguments of García Vega’s well-known “La opereta cubana en Julián del Casal”. In the second, I clarify the continuities and differences that Ponte establishes in El libro perdido de los origenistas, and analyze its depictions of Martí and Casal. Finally, I reflect on García Vega and Ponte’s forms of enunciation.
Keywords: Antonio José Ponte ; Lorenzo García Vega ; Julián del Casal ; End of century ; Essay
Resumo: Neste artigo, proponho analisar um aspecto específico das relações literárias entre Antonio José Ponte e Lorenzo García Vega, com base nos ensaios que ambos dedicam à obra de Julián del Casal. Na primeira parte, recupero os principais argumentos do conhecido ensaio “La opereta cubana en Julián del Casal”. Na segunda parte, descrevo as continuações e diferenças que Ponte estabelece em El libro perdido de los origenistas e analiso as imagens que ele compõe de Martí e Casal. No final, reflito sobre as formas de enunciação de García Vega e Ponte.
Palavras chave: Antonio José Ponte ; Lorenzo García Vega ; Julián del Casal ; Fim do século ; Ensaio
En El libro perdido de los origenistas, Antonio  José Ponte recoge nueve ensayos aparecidos en diferentes publicaciones  periódicas a lo largo de los años 1990. En ellos expone una serie de  reflexiones sobre el grupo liderado por José Lezama Lima y sobre las obras de José  Martí y Julián del Casal. A tono con un clima intelectual que no hará más que  acentuarse, Ponte propone en ese libro una revisión de la tradición literaria y  cultural, tomando como principales ejes a los escritores modernistas y al grupo  heterogéneo que lideró Lezama Lima.
Tanto en las lecturas que realiza como  en la concepción estructural del libro (la doble referencia al Modernismo y el Origenismo), El libro perdido de los origenistas sigue de cerca Los años de  Orígenes. En ese “ensayo autobiográfico” de 1979, Lorenzo García Vega elabora  una ruptura con sus antiguos compañeros y, más allá, con el ideario y la  estructura intelectual del origenismo por medio de una lectura crítica de la  obra de Casal.
Aunque un libro siempre puede abrirse  de diferentes maneras, creo que uno de los ejes de El libro perdido de los  origenistas se encuentra en la relación que mantiene con García Vega y, por  su intermedio, con Casal. En esa relación triangular se puede encontrar, en  efecto, una clave para la lectura de su obra. En un famoso texto sobre Lezama  Lima, Severo Sarduy desarrolló las nociones de heredero y herencia. Heredar,  decía en ese texto, es descifrar, apropiarse de una palabra y una pasión, pero  también es pensar la obra, en su caso la de Lezama, en el futuro, es entonces  “practicar esa escucha inédita, única, que escapa a la glosa y a la imitación”  (1412). Podemos agregar que el que hereda modifica, expande y reescribe,  continúa, va más allá. Heredar es cambiar y establecer diferencias. Eso es lo  que sucede con Ponte. Las diferencias con las que hereda a García Vega son  fundamentales para buena parte de su literatura. Para verlo, en este trabajo  voy a reponer las lecturas que ambos realizan sobre la obra de Julián del Casal.
La obra de García Vega ha sido muy comentada en los  últimos años. Esto se debe a que Los años de Orígenes se convirtió en  uno de los ejes alrededor del cual giraron buena parte de los debates sobre  literatura cubana a partir de los años ’90. Críticos e historiadores como  Ponte, Duanel Díaz, Jorge Luis Arcos y Rafael Rojas, sin acordar del todo e  incluso tomando distancias, como es el caso del segundo de los recién nombrados,  encontraron en ese libro una forma renovada de leer al grupo Orígenes y, más  allá, de pensar las tradiciones literarias de la Isla. Por otra parte, si se  hiciera una genealogía de la mirada crítica que tienen varios escritores  cubanos, entre ellos Carlos Aguilera, Iván de la Nuez y buena parte de los que  participaron en Diáspora(s), esa genealogía se tendría que remontar al  libro de García Vega[1].  O mejor dicho, tendría que llegar no a todo el libro, sino a “La opereta cubana  en Julián del Casal”.
  García Vega publicó el ensayo en 1963,  para el centenario por el nacimiento del poeta. En 1979 lo convirtió en el  tercer capítulo de Los años de Orígenes, de modo que aparece después de  “El portero de Gucci”, lo que invita a leer el ensayo como una puerta de  entrada para pensar al grupo Orígenes. Se trata de un texto muy comentado,  razón por la cual me contento con reponer los argumentos principales, como  antesala para pensar El libro perdido de los origenistas.
  En el ensayo, García Vega no lo dice  de manera explícita, pero es claro que en él rompe con la lectura que Lezama  Lima y Cintio Vitier habían desarrollado en el ensayo “Julián del Casal” y en  el capítulo que éste último le dedicó en Lo cubano en la poesía. En  ellos, ambos piensan al escritor dentro de los tópicos clásicos del origenismo:  la búsqueda de la Isla y la poesía, la sustancia y el conocimiento poéticos y  el sacrificio. Recordemos, al respecto, que en la Oda que le dedicó, Lezama  afirma: “La misión que te fue encomendada,/ descender a las profundidades con  nuestra chispa verde,/ la quisiste cumplir de inmediato y por eso escribiste:/ ansias  de aniquilarme sólo siento” (583).
  Contra el  esteticismo y la búsqueda de la poesía, contra la entrega y el sacrificio por  la poesía como claves de interpretación, García Vega sostiene que lo que motiva a Casal, lo que motiva al resto de los escritores de  la revista La Habana Elegante, lo que hace que tenga ese tono  melancólico, o más que melancólico, desgarrado y melodramático, es su condición  social. Fundamentando su lectura en Jean-Paul Sartre (un autor excluido por  Lezama), afirma que la escritura de Casal es una consecuencia de su condición  de pequeñoburgués, es decir, su estilo obedece a que se trata de un hombre que  necesita afrontar su actual modestia recordando que la familia tuvo un  esplendor perdido.
  García Vega presenta esta tesis a  partir de dos poemas de Hojas de hierba que cita sin nombrar, pero  sabemos que son “Vespertino” y “Todavía”. En el primer soneto, Casal presenta  una imagen nostálgica: “Pensativo, vagando entre las ruinas/ de las viejas  moradas señoriales” (65). García Vega se queda con estos versos, pero vale  agregar que poco después mira pasar “los rudos labradores”, figuras con las que  subraya la connotación señorial con la que rodea su figura. En “Todavía”, en  cambio, cuenta que de niño vio a un niño huérfano, y le preguntó a la madre,  anciana, “¿Qué hace el huérfano en el mundo?” (51). Luego su madre muere, y  entonces la pregunta vuelve sobre él.
  El escritor comienza señalando la  contradicción que hay entre estas dos imágenes, porque apuntan de manera  opuesta a la orfandad y a la atracción por la antigua nobleza. Pero enseguida  se da cuenta de que son sentimientos entrelazados, porque revelan “el enconado  apego al estilo de vida que su familia [la de Casal] había pretendido  representar” (41). Pequeño burgués, Casal está marcado por la idea de que  pertenece a una familia venida a menos, sentimiento que se encuentra diseminado  en Cuba desde el siglo XIX. García Vega comprende esta sensibilidad en términos  de melodrama e incluso de teleteatro y descubre como causa preponderante el  hecho de que Cuba es una factoría: las personas se mueven al ritmo de las alzas  y las bajas bruscas que sufre el precio del azúcar. La escritura de Casal está  profundamente imbuida por todo ese clima. Pequeñoburgués, hijo de un padre que  ha quebrado, compone escenas en las que los objetos se vuelven ruinas de un esplendor  perdido que siempre promete con volver. El sentimiento del venido a menos se  revela como la necesidad de imaginarse una procedencia aristocrática. De modo  que la poesía de Casal se transforma en un guardar las formas, remedo ruinoso  de una aristocracia de la que nunca participó en lo real.
  Duanel Díaz dice que García Vega es  implacable con Casal. Arcos agrega que es unilateral, porque se fija en el  síntoma de la grandeza perdida y lo agranda desmesuradamente, sin ponderar  otros matices[2].  En ningún momento se refleja de manera más clara la destrucción de su obra que  en el párrafo con el que concluye el ensayo:
Puede quedarnos como enseñanza para su Centenario: títeres, piezas funambulescas, enormes zonas del destartalo, quedan entre nosotros como restos de un pasado oprobioso y lamentable, sepamos, con la iluminación con que hemos podido reconocerlas con motivo de este Centenario, alejarlas también de nuestro vivir, aceptando con todos sus riesgos, que ellas no pueden formar parte de un fabuloso tapiz, ni de ningún juego mágico, y de que denunciando la elección que hagamos para conquistar la cristiana dignidad de la pobreza, dependerá el liberarnos definitivamente de esas fuerzas oscuras que han tenido para nosotros el rostro de lo desvencijado y roto. (59)
Arcos sostiene que, al incorporar el  ensayo en Los años de Orígenes,García Vega utiliza a Casal para minar  (ese el verbo que emplea) al grupo Orígenes (162). Podemos enfatizar la idea  diciendo que convierte al escritor modernista en un dispositivo crítico por  medio del cual leer al origenismo y al resto de la cultura cubana. Utilizo la  palabra “dispositivo” solo parcialmente en el sentido que le da Giorgio  Agamben. El filósofo italiano retoma esa palabra de una entrevista a Michel  Foucault, “El juego de Michel Foucault”, en el que dice que el dispositivo es  de naturaleza esencialmente estratégica y constituye una intervención racional  y convencida en las relaciones de fuerza, ya sea para desarrollarlas en una  dirección o para bloquearlas, estabilizarlas o utilizarlas de una determinada  manera. Aunque Agamben desarrolla esta idea, tiende a ver el dispositivo de una  manera negativa, porque sostiene que se trata de cualquier artefacto,  discursivo o material, que empuja e impone un proceso de subjetivación. Contra  este accionar, plantea la idea de la profanación, una fuerza que consiste en  destruir el poder del dispositivo por medio de una ruptura de su lugar  sacralizado. Si bien García Vega sigue una posición en este sentido  profanadora, porque saca a Casal del lugar modélico y hasta religioso que  tenía, comprendiéndolo como un pequeñoburgués, también habría que ver su  lectura como el diseño de un esquema interpretativo y por lo tanto como la  construcción de una forma de mirar, un dispositivo, aparato o mecanismo que se  puede lanzar en otras direcciones y poner al descubierto una red de poder[3].
  Al reeditarlo en Los años de  Orígenes,García Vega lanza su lectura de Casal hacia los  origenistas señalando que éstos heredan el sentimiento del venido a menos y por  consiguiente el juego de disfraces y acartonamientos que produce. Esto es  especialmente claro en la estética del ceremonial, ese conjunto de  celebraciones que tenían sus momentos centrales en las comidas en la Iglesia  que presidía el padre Ángel Gaztelu. Se trata de una forma de la opereta, que  prefijaba los papeles y convertía a los asistentes en máscaras, sin poder  comunicarse de verdad. A lo largo del libro, García Vega recuerda esa herencia  subrayando que los origenistas reivindicaron la Cuba de los primeros años  republicanos. Miraban las ruinas de la actualidad, ese vacío informe del que  habla Guy Pérez Cisneros en Verbum, como signos a partir de los cuales  podían imaginar el esplendor perdido, que en el caso de los origenistas estaba  marcado por el recuerdo de la alcurnia de los padres[4]. Paradiso es la summa de este sentimiento: es la novela de la gran familia cubana,  en la que Lezama recuerda la ascendencia social de sus padres y abuelos.
  A pesar de las discusiones e incluso  las limitaciones que encuentran Díaz y Arcos, cabe señalar que la tesis tiene  un enorme poder explicativo. El mismo año en que sale Los años de Orígenes (1979), Eloísa Lezama Lima publica varias de las cartas de su hermano. En la  introducción incurre en los remilgos pequeñoburgueses de los que habla García Vega.  Repone un árbol genealógico que se remonta a los abuelos del autor de Paradiso y llega a sus sobrinos. Recupera toda una imagen de la familia que aporta poco  al entendimiento de las cartas, pero contribuye a la idea de un antiguo  esplendor familiar. En el prólogo, añade las inevitables notas de la  aristocracia perdida. Recuerda que José María Andrés Fernando Lezama Lima (no  ahorra un solo nombre al futuro escritor) nace el 19 de diciembre de 1910 y es  “el segundo hijo de un matrimonio joven, feliz, de clase media alta. Mi padre,  ingeniero y arquitecto, coronel del ejército, un triunfador; mi madre, una  mujer fina con la cultura típica de una criolla de su época” (13). No es el  único momento en el que abusa de las etiquetas sociales. Cuando muere el padre,  “mi madre, una viuda de 31 años con dos hijos y embarazada de un tercero –yo–,  creyó prudente ir a vivir a casa de mi abuela en la calle Prado n° 9”, es  decir, presenta una descripción de la realidad, pero enseguida añade una  caracterización de clase: “La calle Prado era en aquel entonces una de las  avenidas donde vivían clase alta y media alta” (14-18).
  A Lezama, el recuerdo de este  esplendor parece haberlo rodeado, como si ése hubiera sido el ambiente en el  que se movía, amontonado en espacios reducidos. Una de las primeras cosas que  recuerda Fina García Marruz de su casa es la modestia: “Los muebles, demasiado  grandes para lo reducido de la sala, llena de objetos y estatuillas, daban la  idea de haber pertenecido a una casa mayor, de ser los restos de algún  bienestar familiar, desde hacía mucho perdido” (58-59). Posiblemente, la  afinidad de Lezama con Casal se encuentra en esos restos de un esplendor.  Lezama también se imaginó “vagando entre las ruinas/ de las viejas moradas  señoriales”.
Ponte retoma muchos de los temas y los argumentos de  García Vega. En El libro perdido de los origenistas también utiliza a Casal  como puerta de entrada para pensar al grupo de Lezama. Por otra parte, su  perspectiva críticase forma de desprendimientos y continuaciones de los  argumentos de García Vega, lo que es especialmente claro en lo que respecta a  las condenas sobre la teleología insular y la sustancia poética que formula en  su libro y su ataque a la articulación de parte del grupo con la revolución. Ciertamente,  Ponte se encuentra en una posición más nítida para mirar y por lo tanto para  enjuiciar las relaciones de los origenistas con el poder gubernamental. Desde  los años ’80, las instituciones culturales comenzaron a recuperar al grupo y en  los ’90 lo articularon en una planificación cultural o al menos en un  reordenamiento del canon literario. Aun así, García Vega ya había presentido esta  deriva y se había pronunciado en total desacuerdo, como se hace evidente en el  momento en el que reconstruye el diálogo entre Ernesto Cardenal y Cintio Vitier,  en el que elucubran el plan de trasladar la celebración de la navidad al 26 de  Julio, porque de últimas la fecha del 25 de diciembre también fue una decisión  de los romanos para hace coincidir el nacimiento de Cristo con el nacimiento  del Sol. En la misma línea de continuidades, Ponte rescata tanto a García Vega  como a Virgilio Piñera y todo aquello que de Lezama pueda leerse en línea con  esos escritores. Es decir, los convierte en lentes críticos que le permiten  espigar en el origenismo para levantar ciertos aspectos que la cultura oficial  ha silenciado y oscurecer aquellos otros que, al contrario, han sido puestos a  la luz. “Preferimos a los origenistas en el descampado –escribe Ponte–, a la  intemperie, arañando en la piedra del sinsentido y de la nada, angustiosamente  perdidos y boqueando, que en las calzadas improbables del panglossianismo” (115).  Esas palabras están dedicadas a García Vega. Inmediatamente agrega que se queda  con “lo hallado en Los años de Orígenes, páginas enfermizas que no  arriban a ninguna certidumbre, a la certidumbre que pueda darnos Ese sol del  mundo moral, por ejemplo” (115).
  A pesar de todas estas continuidades,  Ponte transforma, sin embargo, los argumentos de García Vega, de una manera que  es a la vez clara y sutil. Esta transformación se advierte en una serie de  operaciones, que van desde un leve cambio de foco a una completa  reconceptualización de Casal. El leve cambio de foco (o lo que en principio se  muestra solo como un leve cambio de foco) se encuentra plasmado en “La ópera y  la jaba”. En ese ensayo, publicado originalmente en Encuentro de la Cultura  Cubana en 1999, Ponte redirige la idea de la ópera, de tanta resonancia en  García Vega, sacándola del ámbito exclusivamente literario para pensar la  cuestión política general.
  El texto realiza esto por medio de un  comentario que realiza en el primer tramo: allí informa que la Ópera Nacional  de Cuba suele trasladarse a las montañas para realizar funciones. Ponte dice  que la ópera es el arte menos circense a causa de las dificultades de su  trasportación y desde esa extrañeza comenta que “viaja hasta los lugares más  recónditos de la isla y los cantantes de ópera hacen figuras tan extrañas como  la de aquella soprano de una novela de Verne que aparecía, aún después de  muerta, para cantar entre los picos de los Cáspatos” (115).
  Podemos presentir que la ópera se va a  transformar en circo. Pero antes recuerda un pasaje de El mundo de  Guermantes. En ese libro, Proust se pregunta sobre quién está en mejores  condiciones de apreciar una ópera, el joven estudiante que saca su localidad  barata o “la gente del gran mundo” que se “la pasa en sus palcos como en sus  propios salones” (140). Para Proust, estos últimos son los mejor preparados,  porque cuando se encuentra en el salón, el estudiante está demasiado  concentrado en cosas como no mancharse los guantes, sonreír a quien lo mire o  agradar al vecino. Pierde el tiempo, al fin y al cabo, porque no es un habitué,  porque es alguien que concurre a la ópera de manera esporádica y azarosa. La  gente que tiene palco, rodeada de oro y espejos, “son los únicos libres, según  Proust, para atender la pieza” (140). “Más que la diferencia entre dos clases  sociales, el episodio proustiano demuestra la diferencia existente entre la  ineditez y la costumbre” (140).
  Después de estos comentarios, vuelve a  la ópera de la montaña y hace un duro juicio sobre la política cultural de la  revolución:
Al prescindir de la parafernalia, una ópera en la sierra desprecia los hábitos del gran mundo que, luego de muchas funciones, se harán hábitos también del estudiante genial. Suena más en lengua muerta que en lengua extranjera.
Las empresas culturales de la revolución cubana resultan ser como esa ópera en la sierra. Una cultura vuelta gestos enormes, concentrada en libros y en cuadros y en música y en películas, olvida que también debería estar cifrada en hábitos más nimios: comer, vestir, habitar una casa elegida, estar placenteramente… No tiene en cuenta que sin esos hábitos se vuelve difícil, imposible casi, acceder del todo a libros, cuadros, músicas, películas.
Nadie llega a la ópera si no alcanza a creerse un tanto personaje de ella. La revolución cubana, capaz de tanta generosidad como la que impulsa a una compañía por montañas, impide que alguien vaya a suponerse personaje de ópera. Puede entregar una obra maestra que no ofrecerá consuelo porque se han desterrado pequeñas consolaciones, costumbres que casi nunca cuentan al hablarse de arte, pero sobre las que debería descansar una conversación así.
Una revolución en el poder niega a la vida su probable calidad de obra de arte y recluye esa calidad en un número de obras, en arte mayúsculo que vuelve difícil respirar. Es la gruta de Aladino con muy poco oxígeno. (141)
Si Ponte direcciona el dispositivo de  García Vega contra de la política cultural, se separa, asimismo, del concepto  de alienación que late debajo de los argumentos de García Vega. Para Ponte, la  ópera o la teatralidad no son necesariamente conceptos negativos, sino que lo  negativo es quién produce la ópera o el alcance totalizante que puede llegar a  tener. Por supuesto, hay una forma de la ópera que es totalizante, y esa forma  es la que se refleja en el viaje a la montaña. Si el argumento es simbólico, es  porque en algo tan ajeno a la ópera como la montaña pone en evidencia los  esfuerzos culturales por llevar a implantar un tipo de cultura, lo que en el  caso de la ópera y el teatro puede comprenderse por medio de esa forma tan  característica de dispositivo de ficcionalización que es la tramoya. De este  modo, sale a la luz no sólo una cierta exageración, sino también lo que García  Vega podía denominar el ceremonial, es decir, la construcción de una obra muy  rígida con papeles prefijados, que está controlada por la censura y la  autocensura, esa forma clave del totalitarismo.
  Por otra parte, toda esta concepción  negativa de la ópera recuerda la metáfora que utiliza Boris Groys para  calificar la cultura estalinista: obra de arte total, como dice en el título de  su libro, Obra de arte total Stalin. Se trata de una metáfora mediante  la cual muestra que Stalin se convierte en el artista total de la Unión  Soviética, porque obra de arte total es el modo en el que Richard Wagner  comprendía, precisamente, la ópera. Sin embargo, Ponte no deja de rescatar la  posibilidad de otras formas de pensar la ópera. De hecho, defiende a los  habitués, esa gente que Proust identifica en sus palcos, y que están rodeados  de toda una serie de comodidades. Como dice en el fragmento que acabo de citar,  para que exista la ópera es necesario que las personas se crean personajes de  ella. Contra la obra de arte total, Ponte concibe entonces, no una salida de la  alineación, a la manera de García Vega, sino la posibilidad de que las personas  y los artistas se conviertan ellos mismos en obras de arte.
Esta disyuntiva entre dos concepciones del arte, la estatal  y la artístico-individual, lleva a Ponte a comprender de una manera distinta de  García Vega la literatura del siglo XIX. Por una parte, es claro que Ponte  identifica la ópera total como una red de dispositivos o tramoyas articulados  entre el Estado y la referencia histórica de José Martí. En “El abrigo de  aire”, el célebre ensayo que le dedica, compone una lectura compleja que se  mueve entre la naturalización de su obra y la aparatosidad de sus gestos y  enunciados. Por una parte, Martí se convierte en lo que podemos llamar una koiné  cubana, es decir, una lengua común, y por lo tanto un código que nadie ve ni  distingue porque es el que todos utilizan. Ponte lo sugiere afirmando que es el  aire que todos los cubanos respiran. “Lo que es José Martí como ideología es lo  que lo convierte en aire. Al fin y al cabo, ideología y aire tienen esto en  común: que llenan cada vacío, que tratan de ocuparlo todo, de estar en todas  partes” (130). Martí “ha conseguido definitivamente aquella calidad que Rilke  apuntara a cuenta de Rodin: la de haberse hecho anónimo a la manera en que es  anónimo un mar o una pradera. Martí es elemental, es uno de los elementos, es  aire imprescindible” (125), de modo que “Martí se legitima en naturaleza” (125).
  Si García Vega miraba a Casal desde  una concepción de clase, Ponte mira a Martí colocándolo en un lugar tan extraño  como los cantantes de la ópera en medio de la montaña. Por eso, a pesar de que  se ha convertido en aire y naturaleza, logra descubrir, desde el extrañamiento,  que se trata de un sujeto que ha cimentado su fama y su obra gracias al  despliegue de una gestualidad vehemente e inusitada. “Muchas de sus páginas –escribe  Ponte– tienen la vehemencia que tienen las imágenes en el cine mudo” (127-128).  Es importante subrayar esta observación, porque si bien es cierto que los  gestos vehementes también pertenecen al drama (las películas de Fritz Lang,  David Griffith, Carl Dreyer e incluso las del japonés Yasujiro Ozu abundan en  gestos exagerados), la imagen nos remite casi de inmediato a la comedia,  especialmente a aquellas en las que lo ridículo aplasta la compostura seria que  los personajes intentan asumir. Martí es exagerado, porque es un personaje  chaplinesco: el “hombrecito (Martí es llamado como el personaje vagabundo de  Chaplin y lleva ropa tan sobretallada como la suya) gana menos interés en el  recuerdo que el abrigo, y hay un momento, mitología mediante, en que el abrigo  es quien parece arrastrar a su propietario” (120-121). Martí “padecía de estilismo  a ultranza”, lo que lo llevaba a creer “que cuanto escribiera –literatura más o  menos pura, periodismo neto, propaganda política–, toda esa disposición, iría a  concentrarse en un estilo, en el estilo de José Martí” (127). Todo en él es  deber y telos, escritura hecha para la posteridad, en la que se unen lo  individual y lo colectivo: “El tema de ese estilo estaba ya en las letras del  anillo de hierro que llevaba, es Cuba. Fundar Cuba y fundarse un estilo fueron  sus dos pasiones […]. Dos pasiones que cansan en él” (127). Si el gobierno  compone con Martí una ópera, una obra de arte total, es porque el mismo Martí  añoró desde el principio con ser el cantante principal de esa opereta:
Lo que escribió y su nación imaginada y su propia figura, presuponían la cita en los carteles, la recitación matutina junto a la bandera, la obligación escolar de leerlo y el servicio a cuanta política cubana aparezca. (El marxismo cubano se hizo, a propósito de él, la misma pregunta que Dante al colocar a Virgilio en la otra vida: ¿qué lugar dar al justo que antecede al Cristo Marx?). (128-129)
Contra esta ópera montada entre Martí  y el Estado, Ponte recupera la figura de Casal. Ponte se apoya en García Vega,  señalando que en “La opereta cubana en Julián del Casal” “tuvo la precaución de  considerar el doble rostro del equívoco pequeño burgués: si bien resulta ser  una de las figuras del destartalo nacional, es también camino a la poesía. Para  que exista ésta son necesarios equívocos y mixtificación” (84). En esta  afirmación hay una lectura más bien tensa, porque García Vega no salva nada de  él. Pero en los años ’90 cambian el sentido que pueden tener los equívocos y  las mixtificaciones. En “Casal contemporáneo”, título que constituye toda una  posición, Ponte toma como modelo la recuperación que la generación del ’27 hizo  de Góngora y sostiene que ellos están recuperando a Casal porque lo sienten  contemporáneo. La clave de esa contemporaneidad se encuentra en aquello que  tanto rechazo le causaba a García Vega. No, desde luego, su existencia  pequeñoburguesa, sino el hecho de que, con el sentimiento del venido a menos,  supo crear de sí mismo una obra de arte. Casal, dice Ponte, logró hacer lo que  Varona no creía posible: no sólo escribir poesía, sino también vivir como  poeta. Lo que nos devuelve a la ópera, dado que mientras el Estado construye  una obra total rígidamente controlada, Casal aparece como un modelo crítico  mediante el cual apartarse para que los escritores puedan pensarse como  personajes de una ópera propia e inasimilable por el Estado.
  En el ensayo de Ponte, esta separación  se manifiesta en parte (solo en parte) como una apuesta por la autonomía. Los  artilugios esteticistas del pequeño burgués, que encontramos en casi todo el  modernismo, desde Casal al Darío de Prosas profanas, pasando por José  Asunción Silva, vuelven en Ponte como la forma por medio de la cual estos  escritores cierran la poesía entre cuatro paredes. Si Casal puede funcionar en  la Cuba de los 90 de la misma forma que Góngora funcionó para la generación del  27, es en parte por la figura del dandy y la construcción de espacios  interiores, repletos de objetos reales o imaginados, para luchar por una  separación de la literatura respecto de una politización que invade todas las  hablas y los lenguajes sociales. Para Ponte, Casal fue “el primero de nosotros  en levantar interiores a su aire. Debió haber comprendido que cuatro paredes  podían ser extensión del poema, que dentro del poema podía vivirse” (39). Todos  los símbolos que maneja se dirigen a esa voluntad: especialmente los objetos  coleccionables y la ropa. En un momento, dice que “Charles Baudelaire vestía  paletó de paño negro para escapar del tipo de artista e inevitablemente creó un  tipo más de artista. Casal perseguía esas señas con que declarar a los transeúntes  una imagen” (38). Y enseguida añade que esos gestos se volvieron  contemporáneos: “El negro de la ropa de Casal tuvo que ser entonces el mismo  que Reina María Rodríguez encuentra actualmente en sus amigos, en muchos de  nosotros: la ropa negra, teñida y exprimida muchas veces, de neoyorkinos que  aparentan y tal vez parecemos” (38). Casal intentó hacer “coincidir vida y  poema, por tanto prodigó en sus poemas oposiciones entre el arte y la vida.  Adivinó que el poeta no sólo escribe poemas, sino que haciéndolos -para  hacerlos- se hace a sí mismo. Es poema y figura. Y también nosotros procuramos  seguir ese conocimiento” (40).
  Pero si bien es clara la voluntad de  autonomía, en esta recuperación de los objetos hay otra intención, que salta a  la vista al pensarla con las observaciones que realiza sobre la ópera. En la  cita que realicé de ese otro ensayo, dice que el arte también se basa en  hábitos mínimos: comer, vestir, habitar una casa elegida, estar  placenteramente. Luego habla de “pequeñas consolaciones, costumbres que casi  nunca cuentan al hablarse de arte, pero sobre las que debería descansar una  conversación así” (141). Por supuesto, sobrevuela en estas palabras las  estrecheces económicas que trajo la crisis de los años ’90. Pero también se  trata de pequeñas libertades (habitar una casa elegida, estar placenteramente).  Es una cuestión de preferencias, de pequeñas libertades para preferir, un  determinado estilo de ropa, un cierto sector de la ciudad, una librería e  incluso unos pocos libros, como muestra en Un seguidor de Montaigne mira La  Habana. No es solo la autonomía ni la separación del Estado, sino que esas  son consecuencias de algo que Ponte lee en lo operístico de Casal: es la  posibilidad de construir una poética de sí.[5]
  Aunque en El libro perdido de los  origenistas no hay un trabajo demasiado directo contra el control del  Estado, podemos ver ya, de una manera integrada a los debates sobre el grupo  Orígenes, una concepción de la crítica que luego pasa a primer plano en La  fiesta vigilada. Esa concepción de la crítica se puede comprender bajo los  términos de Foucault (1995): la crítica surge en el Renacimiento, y desde ese  momento, aunque con variantes importantes, desde luego, significa no querer ser  gobernado de una determinada manera. En El libro perdido de los origenistas,  esa posición crítica se encuentra conducida por medio de la vuelta al siglo  XIX. Es el rechazo del arte total que el Estado monta por medio de Martí y es  la recuperación de un escritor cuyo centenario, como dice en el prólogo del libro,  el mismo Estado no se ocupó de celebrar. Fueron los escritores independientes,  conducidos por Francisco Morán, quienes realizaron el homenaje, repitiendo el  homenaje también independiente que hicieron los de la generación del ’27 con  Góngora. Si hablo de la crítica, es porque ese no dejarse gobernar por las  instituciones culturales se funda en la poética de sí, en la construcción de sí  mismo como personaje de ópera, es decir, en la construcción de la propia vida  como arte.
  En sus últimos trabajos, Foucault  trató de acercarse a esta problemática por medio de la ética. En El uso de  los placeres reconstruye con los griegos una ética “entendida como  elaboración de una forma de relación consigo mismo que permite al individuo  constituirse como sujeto de una conducta moral” (228). Luego agrega que la  reflexión sobre el comportamiento sexual no fue entre ellos la búsqueda de  interiorización de un sistema de reglas, sino “una estética de la existencia”  (229). En La inquietud de sí cuenta que la decadencia de las  ciudades-estado en el siglo III a.c. provocó en el Imperio una transformación  en el poder, cuyas consecuencias más claras son que los hombres dejan de  identificarse tan fuertemente con el ejercicio del poder, pues los puestos pertenecen  a una administración compleja y extendida, de modo que hay todo un cambio en la  ética, que apunta a “reconocerse como sujeto de las propias acciones, no a  través de un sistema de signos que marque el poder sobre los demás, sino a  través de una relación tan independiente como sea posible del estatuto y de sus  formas exteriores” (83). La sexualidad no entra en las reflexiones de Ponte, ni  tampoco podemos comparar su situación con la de los romanos del siglo III a.c,  pero su lectura de Casal está cerca de esta comprensión del arte como poética  de la subjetividad. En esos dos tomos de Historia de la sexualidad,  Foucault buscaba pensar una subjetividad que estuviera fuera del juego de  poderes y resistencias que había caracterizado su obra anterior, buscaba  abordar lo nuevo que se avecinaba en ese pasado lejano que había creado la inquietud  de sí. En el momento en que ese otro imperio que es el soviético Ponte acomete  un proyecto parecido: una poética de la subjetividad.
Para cerrar este trabajo, quisiera volver a la lectura  que García Vega realiza de Casal y Lezama. Si miramos Los años de Orígenes a trasluz, podemos decir que uno de los descubrimientos que realiza es que Casal  y Lezama componen una mirada y por lo tanto una escritura bi-focal. Ninguno  mira de una manera inmediata el mundo, sino que detrás instalan una mirada que  los autoriza: los padres, los abuelos, o algún personaje encumbrado en la  escala social.
  En una de las Sucesivas o  coordenadas habaneras, Lezama se reivindica como un habanero de varias  generaciones y se coloca en un colectivo que presenta como “nosotros, los  patricios de La Habana”. Se trata de un lugar de enunciación que busca una  densidad histórica basada en un pasado imaginado. Constantemente que ese  habanero sabe apreciar tal o cual cuestión de la ciudad. No es necesariamente  el que nació en La Habana, sino que es el que asume ese legado en su escritura  y su forma de ver. Lo mismo sucede en Casal. Su escritura se basa en la  articulación de una mirada en tiempo presente y otra aristocrática, que García  Vega encuentra en esa colocación en las mansiones señoriales. Resultan  fundamentales los versos de “Vespertino” que García Vega no cita: “Pasan  después los rudos labradores,/ caído el hombro al peso de la azada/ en que dejó  la tierra impuras huellas” (65). Si los labradores se transforman en esta  imagen pulcra del agotamiento y la pobreza, es porque Casal no los mira como  iguales, sino que lo hace desde “las viejas moradas señoriales” (65).
  En estas construcciones literarias,  las ruinas cumplen un papel central. Casal no podría pasear por esas moradas si  no agregara en el mismo poema que se trata de ruinas, e incluso si no  profundizara todo un clima de abandono, que está representado por los “espesos  matorrales/ erizados de múltiples espinas” (65) que rodean la casa. La ruina  permite reponer la diferencia entre la realidad y el ideal, y permite remontar  la realidad económicamente desfavorable a un pasado que se ha ido pero que de  todos modos abriga en la memoria. Lo mismo vale para Lezama: los muebles de lo  casa, las estatuillas, los libros, los paseos por la ciudad, todo eso que  constituye su obra establece una diferencia temporal y subjetiva en la cual  Lezama sitúa la escritura.
  En Casal y Lezama, esta estructura de  enunciación está articulada a partir de una novela familiar. En “La novela  familiar del neurótico”, Sigmund Freud descubre sus elementos centrales. De  acuerdo con lo que señala en ese texto, el niño se inventa una serie de  fantasías sustitutivas (príncipes, reyes, héroes) mediante los cuales reemplaza  a los padres, cuando éstos empiezan a no estar a la altura de las  circunstancias. Freud agrega que el sujeto no elabora estas fantasías en contra  de los padres, sino a su favor, porque lo exalta sus figuras, tomando elementos  de lo real y colocándoselos a padres y madres imaginados o soñados. Inserto en  una trama familiar, la idea del venido a menos se puede comprender a partir de  este planteo teórico, en la medida en que pone en juego una escritura que busca  levantar la realidad actual por medio de una serie de recuerdos reales o  inventados sobre el lugar socialmente más alto que ocuparon los padres o los  abuelos. Los remilgos de Eloísa Lezama Lima son harto significativos: esa forma  de recordarnos que la familia pertenecía a la clase alta permite darle un  sentido noble a una situación económica poco favorable.
  Esta estructura permite comprender Los  años de Orígenes. No porque García Vega mantenga la herencia casaliana,  sino todo lo contrario, porque rompe con esta alienación. Pero en ese libro su  revuelta no se dirige contra los padres, sino contra esa figura también  paternal que fue Lezama. La escritura de Casal y la del autor de Paradiso mantienen las nostalgias de la ruina; García Vega se levanta contra eso,  componiendo un libro que deshace la mirada modélica y la nostalgia de un pasado  ideal. Al cuestionar los telones que supo poner Lezama sobre él y su  homosexualidad, por extensión sobre todos los que lo rodearon, al impugnar el  juego de máscaras y las formas de la imagen, que ocultan un secreto y que, al  ocultarlo, lo producen de una manera morbosa, al hacer todo eso, García Vega compone  una escritura que se sale de la novela familiar. Ponte subraya que en sus  libros se presenta como un no-escritor y construye algo que siempre está en la  antesala de la novela. La antesala, el más acá de esa cristalización, es la  mejor forma de romper con la novela familiar, como si al retroceder (García  Vega retrocede hacia la pasión vanguardista que Lezama y Vitier rechazaban)  avanzara fuera de ellos. Por eso, García Vega se acerca y se aleja, y en esos  movimientos, que son siempre activos, que nunca aparecen cristalizados, lo que  le da ese carácter sintomático y vivo al libro, suma admiración y críticas a la  figura de Lezama, descubriendo que ese marcador de certezas que había sido el  autor de Paradiso era un hombre fallido, porque no estaba a la altura de  lo que había propuesto. García Vega no abandona la estructura dual, sino que lo  que hace es mostrar que está corrompida, lo que significa que la ruina ya no es  el pivote para construir un ideal perdido, sino una fuerza que corrompe y  horada al mismo ideal. Porque en esos golpes de ariete que son los capítulos de Los años de Orígenes muestra que los escritores que giraron alrededor de  Lezama se congelaron en papeles falsos, ocultando la verdad. Si Lezama y Casal  se situaban en las ruinas actuales para mirarse desde un lugar aristocrático,  García Vega descubre que la ruina es la del ideal, como si Lezama y Casal  aparecieran como magos que de pronto dejan ver los trucos.
  Los años de Orígenes es un libro crítico, porque es un libro de crítica y de ruptura,  pero también porque pone en juego una crisis en lo personal: su ruptura con el  grupo es también una ruptura con algo con lo que él mismo estaba profundamente  comprometido. Anna O., una de las pacientes de Josef Breuer, dijo que el método  catártico que habían inventado con Freud era una talking cure, una cura  por la palabra, una cura por la verbalización (55). El libro de García Vega es  una writing cure: con ella abandona la novela familiar, descubriendo que  el autor de Paradiso era un farsante. Si es una crisis, es porque ese  descubrimiento se revela muy duro de realizar. A lo largo del libro vacila, piensa  si escribe o no la historia de aquellos años, da vueltas, avanza y retrocede, y  en todos esos movimientos muestra sentimientos complejos hacia Lezama, porque  si en ese relato descubre que era un farsante, no deja de reconocer que se  trataba de un escritor admirable, de la misma manera que encuentra que en los  años de Orígenes ellos, los del grupo, rozaron la verdad, la verdad de un  puñado de escritores marginados que se mantuvieron juntos porque creían en lo  que hacían, porque legítimamente creían en la poesía. Esos sentimientos  ambivalentes hacia el autor de Paradiso, entre el rechazo y la  admiración, aparecen luminosos en el largo reproche que le dedica a Lezama al  final del libro, porque es también uno los homenajes más extraordinarios que se  haya hecho alguna vez a un escritor. Esta ambivalencia muestra que la ruptura  con Lezama es también una ruptura subjetiva, que la salida de la forma  casaliana es una operación en la que está subjetivamente comprometido[6].
  Ponte hereda la obra de García Vega,  con todas las complejidades que acabo de señalar, y esto significa que sitúa su  escritura después de que aquel destruyera la estructura de la novela familiar.  Por eso, en su caso la búsqueda en el pasado no es la búsqueda de un fundamento  desde el cual escribir, sino la búsqueda de un fundamento que se borra, e  incluso de la borradura como fundamento, lo que hace que busque y reponga un  fantasma, el fantasma de Casal. Si en Los años de Orígenes García Vega  se libera de la figura totémica de Lezama, Ponte piensa la referencia al pasado  por medio de Casal, que, como ha notado Rocío Fernández, no se comporta ya como  una figura rígida que impone una escritura y una subjetividad, sino que aparece  como un espectro que está a punto de desaparecer. Escribe en “Casal  contemporáneo”: “Poeta aún sin estatua, es el mismo espíritu suelto por la  ciudad que fue en vida. Cuando los días son lloviznosos, la ciudad vieja de La  Habana se hace íntima y es cuando más sentimos a Casal en ella” (38).
  Si los sujetos fueron durante décadas  el resultado de un discurso marcado por un Otro dominante (el padre, la patria,  el partido, la revolución), ahora, después de García Vega, un después que señala  que Ponte viene después, pero también indica que se trata de un heredero, con  toda la carga de diferencia y transformación que ese concepto tiene, ahora,  entonces, en ese ahora que es el que se instaura en los años ’90, después de la  desaparición de la teleología moderna, en medio de ruinas que al mismo tiempo  son brumosas y nostálgicas, Casal se convierte en un foco que orienta porque desaparece.  En su disolución muestra la desaparición o la invalidación de las  interpelaciones subjetivas de la obra de arte total del Estado. Es el  fundamento que se borra, y que en ese fundar por borradura, etéreo y  nostálgico, hace posible la creación de una poética de sí.
  En esa herencia se percibe la  importancia que tiene la lectura que Ponte realiza de García Vega. Habla con un  escritor (Casal) que al desaparecer le permite una estética de sí, y con otro escritor  (García Vega) que impulsa una deconstrucción del poder. En La fiesta  vigilada esas figuras serán multitud: serán James Wormold, Georg Simmel,  Walter Benjamin, los héroes de John Le Carré, los músicos de salsa, las figuras  que bailan en PM y Timothy Garton Ash. Intercambiables y múltiples,  todos ellos conjugan las dos direcciones de El libro perdido de los  origenistas: la deconstrucción del poder y la poética de sí.
Referencias bibliográficas
1. Agamben, Giorgio. ¿Qué es un dispositivo? Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2014.
2. Aguilera, Carlos (compilador). La Patria Albina. Leiden, Almenara Press, 2016.
3. Arcos, Jorge Luis. La poética de Lorenzo García Vega. Madrid, Facultad de Filología, Universidad Complutense de Madrid, Tesis doctoral, 2011.
4. Basile, Teresa. “La ciudad, la urbe, el orbe, la novela”. Un seguidor de Montaigne mira La Habana, Antonio José Ponte, Buenos Aires, Corregidor, 2014, pp. 7-31.
5. Breuer, Josef y Freud, Sigmund. Estudios sobre la histeria. Buenos Aires, Amorrortu, 1992.
6. Casal, Julián del. Páginas de vida. Caracas, Ayacucho, 2007.
7. Díaz, Duanel. Los límites del origenismo. Madrid, Colibrí, 2005.
8. Fernández, Rocío. “Espectros de Cuba: imagen y anacronismo”, Celehis, n.° 37, 2019, pp. 18-25.
9. Foucault, Michel. “¿Qué es la crítica?”. Revista de Filosofía, n.° 8, 1995, pp. 5-25.
10. Foucault, Michel.. El uso de los placeres. Madrid, Siglo XXI, 1998.
11. Foucault, Michel.. La inquietud de sí. Madrid, Siglo XXI, 1998.
12. Freud. Sigmund. “La novela familiar del neurótico”. Obras Completas II. Madrid, Biblioteca Nueva, pp. 1361-1364.
13. García Marruz, Fina y Vitier, Cintio. “La amistad tranquila y alegre, en eco de mucho júbilo”. Cercanía de Lezama Lima, compilado por Carlos Espinosa, La Habana, Letras Cubanas, 1986, pp. 48-84.
14. García Vega, Lorenzo. Los años de Orígenes. Buenos Aires, Bajo La Luna, 2007.
15. Groys, Boris. Obra de arte total Stalin. Valencia, Pre-Textos, 2008.
16. Lezama Lima, José. “Julián del Casal”. Analecta del reloj. Obras Completas II. Madrid, Aguilar, 1977, pp. 65-99.
17. Lezama Lima, José. “Oda a Julián del Casal”. Poesía completa. La Habana, Letras Cubanas, 1985, 578-584.
18. Lezama Lima, José. Cartas (1939-1976). Madrid, Editorial Orígenes, 1979.
19. Lezama Lima, José. Tratados en La Habana. Obras Completas II, Madrid, Aguilar, 1977.
20. Pérez Cisneros, Guy. “Presencia de 8 pintores”. Verbum, n° 1, 1937, ed. fac. Sevilla, Editorial Renacimiento, 2001, pp. 116-127.
21. Ponte, Antonio José. El libro perdido de los origenistas. Sevilla, Renacimiento, 2004.
22. Ponte, Antonio José. La fiesta vigilada. Barcelona, Anagrama, 2007.
23. Sarduy, Severo. “El heredero”. Obra Completa II. Buenos Aires, Sudamericana/Colección Archivos, 1999, pp. 1405-1413.
24. Vitier, Cintio. Lo cubano en la poesía. La Habana, Letras Cubanas, 2002.
Notas
[1] Carlos Aguilera es preciso: Los años de Orígenes es “quizá el libro que mejor critique el artificio, la tapiña y el ‘secretico’ en el mundo cubano” (7).
[2] Es necesario aclarar que no hay un acuerdo entre ambos autores. Como destaca Arcos en su tesis doctoral (165 y ss.), en Los límites del origenismo Díaz se distancia de García Vega. Arcos atribuye esto a que se acerca de una manera racional a la literatura.
[3] La profanación es un concepto problemático para pensar el ensayo, porque, como se ve al final de esta cita, García Vega mantiene el tópico católico-origenista de la dignidad de la pobreza. Profana a Casal, pero mantiene una conceptualización sagrada. Es preferible, entonces, el concepto de dispositivo (o aparato o mecanismo) crítico, pues transforma a Casal en una especie de lente para mirar el conjunto de la sociedad.
[4] Me refiero a “Presencia de 8 pintores”. En él, Guy Párez sostiene que “nuestra época” (1973) representa “un vacío informe, irrespirable” (117).
[5] Para pensar esta confluencia entre la literatura y la vida, me apoyo en la lectura que Teresa Basile hace de Un seguidor de Montaigne, libro en el que Ponte recobra “una ciudad a la vez vivida por el sujeto y leída en los textos cubanos, dos instancias que terminan por confluir en la perspectiva del yo escritor para quien literatura y vida resultan inescindibles” (14).
[6] Como dice Arcos, García Vega “tuvo que matar simbólicamente al Padre [Lezama] para poder encontrarse a sí mismo”.
Fecha de recepción:  21/07/2020
Fecha de aceptación: 19/09/2020