https://doi.org/10.19137/anclajes-2021-2516

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ARTÍCULOS
Bazar, mercancía y decadencia: Antonio José Ponte y Julián del Casal
Bazaar, merchandise and decadence: Antonio José Ponte and Julián del Casal
Bazar, mercadorias e decadência: Antonio José Ponte e Julián del Casal
Rocío Fernández
Centro  de Letras Hispanoamericanas
  Universidad  Nacional de Mar del Plata
  Argentina
  rociofernandezunmdp@gmail.com
  ORCID:  0000-0001-9198-4145
Resumen: La fascinación del modernismo latinoamericano por las mercancías de la moda decimonónica francesa es un elemento que ha sido abordado ampliamente por la crítica literaria. Esos textos plagados de materiales, texturas y objetos culturales diversos configuraron una poética del bazar que formó parte de una serie de estrategias que la literatura latinoamericana de fines del siglo XIX desplegó para pensarse y definirse en relación con las estéticas hegemónicas de la época. Los poemas y las crónicas del escritor cubano Julián del Casal (1863-1893) no son una excepción; esta proliferación de mercancías permite reflexionar acerca de la configuración de la mirada y de las imágenes como ficciones vacías que son llenadas por el deseo cosmopolita. Es esta particularidad, vinculada con la función y la configuración de las imágenes en el modernismo cubano, la que ofrece la posibilidad de leer anacrónicamente la presencia de las mercancías del Estado en el otro fin de siglo cubano: el de la realidad decadente de Antonio José Ponte en la Cuba postsoviética.
Palabras clave: Modernismo ; Literatura cubana ; Siglo XXI ; Mercancía ; Decadencia
Abstract: The fascination of Latin American modernism for 19th century French fashion merchandise has been widely addressed in literary theory. Texts filled with diverse cultural materials, textures and objects configured a poetics of the bazaar that became part of a series of strategies through which Latin American literature defined and linked itself to hegemonic aesthetics of the 19th century. The poems and chronicles of Cuban writer Julián del Casal (1863-1893) are no exception; this proliferation of merchandise reveals how the gaze and the images become configured as empty fictions, filled by a cosmopolitan desire. This feature, tied to the function and configuration of images in Cuban modernism, makes possible an anachronical reading of the presence of State merchandise at the other end of the century: Antonio José Ponte’s decadent reality in post-Soviet Cuba.
Key-words: Latin-American modernism ; Cuban literature ; Merchandise ; Decadence
Resumo: O fascínio do modernismo hispano-americano pelas mercadorias da moda francesa do século XIX é um elemento que foi amplamente abordado pela teoria literária. Aqueles textos cheios de material, texturas e diversos objetos culturais configuraram uma poética de bazar que se tornou parte de uma série de estratégias que a literatura latino-americana usou para definir e vincular-se à estética hegemônica do século XIX. Os poemas e a crônica do escritor cubano Julián del Casal (1863-1893) não são exceção. Essa proliferação de itens de mercadorias permite refletir sobre a configuração do olhar e das imagens como ficções vazias preenchidas pelo desejo cosmopolita. Essa particularidade, vinculada à função e configuração das imagens no modernismo cubano, oferece a possibilidade de ler anacronicamente a presença de mercadorias do Estado no outro fim de século cubano: o da realidade decadente de Antonio José Ponte na Cuba pós-soviética.
Palavras-chave: Modernismo latino-americano ; Mercadorias ; Imagem ; Ruínas
En Celebración del modernismo (1976), Saúl Yurkievich afirma que los  modernistas “tienen alma de coleccionista, son los  más grandes recolectores, propician la poética del bazar. Todo lo acopian, todo  lo compilan, todo lo inscriben, todo lo exhiben como en un almacén de ramos  generales” (12). En 1994, Graciela Montaldo retoma esta noción, junto con el  concepto de patchwork cultural, para  hacer del espacio del bazar una sintaxis moderna en la que la yuxtaposición de  lo heterogéneo produce y reproduce un nuevo régimen de visibilidad. Según estas  lecturas, la sintaxis del Modernismo surge, entonces, o por lo menos en parte,  de la experiencia con/de la mercancía, o mejor dicho, de la experiencia con/de  los espacios plagados de mercancías.
  En La Habana de fin de siglo XIX, Julián del Casal visita “El  fénix”, uno de estos refinados almacenes, y  publica una crónica en el periódico La discusión en la que  describe tres secciones: la de joyería, la de objetos de arte y la de juguetes[1]. Antes  de la cuantiosa enumeración de objetos y el despliegue ornamental de  materiales, texturas y colores propios del estilo modernista, el cronista  repara en el impacto que genera entrar a 
dicho establecimiento, donde la vista se deslumbra, la fantasía retrocede acobardada y el deseo vacila en la elección, girando de un objeto a otro como luciérnaga errante, sin saber en qué punto detenerse; […] Cada vez que se entra en él, hay algo nuevo que admirar. Las mercancías se renuevan, en poco tiempo, con pasmosa facilidad, ya por ceder el puesto a otras más recientes, ya por el consumo que se hace de ellas. Algunas permanecen muy pocos momentos, hasta el extremo de haberse dado el caso de que muchas no han sido desempaquetadas más que para lucir un instante a los ojos de sus anticipados compradores. (Prosas. Tomo II 75)
Si  para Montaldo y para Yurkievich el espacio del bazar se constituye en una  sintaxis, es posible observar que, en el caso de Casal, la experiencia de/con  las mercancías acumuladas en la tienda configura una manera de mirar: la vista  se deslumbra, gira de un objeto a otro y, al igual que el deseo, vacila sin  saber en qué punto detenerse. La configuración de esa mirada sorprende por lo  actual, porque: ¿quién no ha sentido esta misma sensación en una librería, un  local de ropa o una casa de decoración?; pero también porque permite repensar  el Modernismo a partir de la dinámica que se genera entre el deseo por los  objetos y la vacilación. Esa vista que no logra anclar en un punto fijo es  también, en cierto sentido, el montaje de la sintaxis desbordada propuesta por  Yurkievich y Montaldo: no es entonces una enumeración de lo que hay, una lista,  en definitiva, de mercancías exóticas y diversas, sino una vacilación en la que  la vista no se controla y yuxtapone elementos. Frente a la mirada ordenada de  la clasificación, uno podría oponer la mirada modernista en la que pareciera  ser el deseo, como una luciérnaga errante, quien ilumina y escribe azarosa,  impulsivamente, los diferentes objetos. El deseo como motor de la mirada, pero  no ya como un timón que guía la vista, sino como una energía incontenible, un  desenfreno, que revoluciona y dispersa y que asimila la mirada con la lógica de  renovación constante de esos objetos que apenas duran en las vidrieras.
En  los tres tomos que conforman las crónicas completas de Julián del Casal, hay  varios pasajes en los que vuelve a aparecer este tipo de mirada[2], pero  quisiera detenerme en uno en particular: la reseña sobre Azul… (1888) y A.  de Gilbert (1889), conocidos libros de Darío. En esta, Casal escribe lo  siguiente: 
¿Qué es Azul? Un estudio de pintor, hecho a la pluma, donde las miradas, como mariposas inquietas, revolotean de un extremo a otro, sin acertar a detenerse. La fantasía, el hada bienhechora del artista, lo ha decorado de joyas artísticas. Trasponed la fachada blanca […]; cruzad el vestíbulo alfombrado, […] y penetrad luego, sin vacilación alguna en el férico interior (Prosas. Tomo II 172)
Lo primero que salta a la vista es esa misma experiencia de  la mirada que configuraba el bazar. Las luciérnagas ahora son mariposas  inquietas y las miradas revolotean de un extremo a otro sin detenerse[3].  La obra es definida como un estudio de pintor que, si bien puede remitir tranquilamente  a un espacio, también podría referirse al estudio como boceto, es decir, como  instancia preliminar de un cuadro; esa ambigüedad permite pensar también que  esas miradas que revolotean son tanto las del pintor –Darío, en este caso– como  las del lector –Casal. La analogía entre la mirada que diseña el espacio del  bazar y la que se constituye a partir del texto modernista reafirma no sólo la  idea de la sintaxis yuxtapuesta como un efecto y una construcción de la  experiencia moderna de las mercancías sino que, a su vez, establece una  experiencia común: tanto los sujetos que se enfrentan a la cantidad de objetos  en las tiendas como los lectores de la poesía modernista parecerían  experimentar la misma sensación de vacilación, revoloteo, deslumbramiento y errancia.
Sin embargo, si uno apela a las lecturas que se han hecho del  Modernismo, es posible observar que, si bien está presente esa proliferación y  ese desborde análogo a la multiplicación de mercancías de los almacenes,  también es verdad que la mirada, por momentos, encuentra puntos de anclaje.  Podríamos pensar esto a partir de dos poemas de Prosas profanas (1896)  del propio Darío: en “Divagación”, ejemplo predilecto del patchwork cultural, reconocemos fácilmente la mirada de la vacilación deseante que  revolotea sobre esos estereotipos femeninos pero que, al igual que en el bazar,  finalmente no se detiene en ninguno; no obstante, si vamos a un poema como “Del  campo” y recordamos esa imagen final del atardecer en el que aparece la silueta  del gaucho que cruza el poncho sobre su cara y  corta con la descripción de la ciudad cosmopolita, vemos que, por el contrario,  se construye una imagen que ancla fuertemente la mirada en una figura que, a punto  de desaparecer, se constituye en símbolo del pasado.
Podríamos decir, entonces, que la mirada modernista se  configura en esa ambivalencia, en ese vaivén entre la  vacilación y el anclaje, entre la modernidad y la tradición, entre el desborde de mercancías, materiales y  sensaciones, y el símbolo como una imagen que ataja esa vertiginosidad y  detiene el tiempo. En este sentido, si consideramos que hacia fin de  siglo XIX la producción en serie de productos de consumo fomentó e influyó en  la creación poética y en la producción en serie de productos publicitarios –con  el afiche y los carteles– es posible pensar que tanto el discurso literario  como el de la publicidad se construyen dialógicamente a partir de una  paradójica relación con las mercancías: si bien alimentan  y se sostienen en la proliferación de objetos y experiencias, también deben  buscar, al mismo tiempo, la manera de cautivar y anclar los ojos vacilantes del  consumidor.
Al respecto, en “Contrapublicidad & poesía” (2009),  Sebastián Bianchi expone una idea de Marshall McLuhan que rescata y reescribe Alberto  Borrini (1976) en la que se evidencia que estas similitudes están íntimamente  relacionadas con las maneras en que se utilizan las formas –ya sea el lenguaje  o las imágenes– para producir un determinado mensaje: [en la publicidad] “no se  comienza por crear el anuncio sino por estudiar el efecto que se desea  provocar. Se crea la causa después de haber encontrado el efecto. […] Los  poetas simbolistas, agrega, ya sabían esa regla: para escribir un poema,  decían, era necesario conocer el efecto que se deseaba provocar, determinando  el contenido” (s/n). Si la poesía y la publicidad se asemejan es por lo tanto  por el tratamiento y la concepción de los signos que diseñan ambos discursos.
En el capítulo XIII de “La sociedad de la Habana”[4], Julián del Casal visita el estudio del Sr. Collazo, uno de los pintores de retratos y paisajes más reconocidos de la ciudad. Luego de describir los cuadros y de enumerar, al igual que en el bazar, la enorme cantidad de objetos culturales que decoran el estudio, el cronista se centra en la experiencia traumática que implica dejar el interior burgués:
Al salir del estudio, para entrar de nuevo en el mundo, el ánimo se siente dolorosamente impresionado por la realidad. Tal parece que hemos descendido, desde un palacio italiano, poblado de maravillas artísticas hasta un subterráneo, lóbrego y húmedo, donde resuenan lamentaciones, de esos que se contemplan en las aguas fuertes de Piranése.[5] Pero el ánimo pronto se consuela, con el recuerdo de lo que ha visto y de lo que ha admirado, porque el arte proporciona todos los goces... ¡hasta el de olvidar! (Prosas. Tomo I, 153)
Ese párrafo final se repite años más tarde en la misma  crónica sobre la tienda “El fénix”que analizamos anteriormente; el  estudio es ahora un “magnífico establecimiento” y lo que impresiona ya no es la  realidad sino el “espectáculo de las calles”; el bazar es un antiguo palacio  italiano, al igual que la casa del pintor, pero esta vez la comparación del  exterior con las aguafuertes de Piranesi está reforzada por una descripción más detallada y  truculenta de ese descenso “hasta el fondo de inmundos subterráneos,  interminables y angostos, llenos de quejas, gritos y blasfemias” (Prosas.  Tomo II, 77). Frente a este escenario, el consuelo posterior ya no surge  del recuerdo de la obra de arte sino por la capacidad de prescindir de aquello  que vio: “experimenté una gran satisfacción porque no ambicionaba ninguno de  los objetos que habían deslumbrado momentáneamente mis ojos. Seguía prefiriendo  un buen soneto al diamante de más valía.” (Prosas. Tomo II, 77)
  El primer elemento que se destaca es que el contraste entre  esos espacios no se constituye a partir de la oposición entre el afuera y el adentro,  sino entre el arriba y el abajo; la metáfora espacial del ascenso y el  descenso es recurrente en toda la obra del cubano y, si bien el tema merecería  un análisis más exhaustivo, es posible señalar que el uso secularizado de esta  alegoría religiosa habilita la sacralización del estudio y el bazar –que eleva aún  más la aristocracia que construye a partir de la comparación con el palacio  italiano.[6] A pesar de esto, cabe destacar la distancia entre los interiores burgueses  propios del siglo XIX francés en los que se detuvo Walter Benjamin (1935) – y  que la crítica ha asociado a los interiores modernistas – y los interiores que  construye Casal en La Habana: si bien la decoración de esos espacios funciona  como un universo ilusorio que aísla al sujeto del exterior, no hay casa que se  oponga al despacho, ni universo privado que funcione como resguardo y  contracara del hombre público, sino que, por el contrario, los dos interiores  burgueses que se sacralizan en las crónicas son espacios ambiguos en los que el  afuera y el adentro, lo público y lo privado, se mezclan. Esta indeterminación  se acrecienta aún más cuando reparamos en que el exterior de las calles está  construido a partir de una imagen, la de las aguafuertes de Piranesi; así, al  igual que sucede con el diseño del interior burgués, la ciudad se representa a partir  de la descripción de un objeto cultural evidenciando el carácter semiótico del  mundo modernista[7].
  Esto  puede profundizarse a partir del concepto de  vitrina que desarrolla Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad  en América Latina (1989); allí el crítico señala que “la vitrina, en ese  sentido, es una figura privilegiada, una metáfora de la crónica misma como  mediación entre el sujeto privado y la ciudad. La vitrina es una figura de la  distancia entre ese sujeto y la heterogeneidad urbana que la mirada busca  dominar, conteniendo la ciudad tras el vidrio de la imagen y transformándola en  objeto de su consumo.” (235) Ramos no sólo afirma que la vitrina es una  metáfora de la crónica, sino que plantea la escritura como una forma de  conjurar esa complejidad urbana que supera al cronista. La mirada del sujeto desea dominar esa heterogeneidad que lo rodea y,  para eso, debe transformarlo en objeto de su consumo, debe poder colocar la  ciudad detrás de la vitrina/vidriera. Pero, ¿cómo? A partir de la imagen. Ramos  es claro, en este sentido, ya que para él la imagen no sólo permite incorporar  la heterogeneidad en el lenguaje, sino que funciona como un vidrio –“el vidrio  de la imagen” – que media entre el sujeto y los objetos. Eso no significa  simplemente incorporar descripciones que desplieguen una representación visual  de la ciudad sino efectivamente proyectar imágenes sobre esta: pensemos así en  las aguafuertes de Piranesi que le  permiten al cronista mostrar el espacio amenazador y mundano de la ciudad como  si fuera parte de ese estudio sagrado que acaba de abandonar.
  En  “Reliquias históricas”, una crónica publicada en el periódico La discusión el 28 de febrero de 1890, Julián del Casal visita la casa del coleccionista  Ernesto Retrepo Tirado, cónsul general de Colombia en San Francisco de  California, para ver un mantel que perteneció al emperador Maximiliano.
Durante los momentos que permanecí extático ante esta reliquia histórica de inestimable valor, dibujó mi fantasía, en la blancura de la tela, la imagen caballeresca, legendaria y antigua del gran Maximiliano; lo vi salir en la hora aciaga de su bello país; desembarcar ufano, con las ideas más grandiosas en la mente y los sentimientos más nobles en el corazón en las playas de México; regir los destinos de su pueblo, circundado del amor de sus vasallos; ensanchar los límites de su imperio. (Prosas. Tomo II 61)
Casal no se limita a  describir el mantel sino que lo “dibuja con su fantasía”; el objeto se  constituye como una hoja en blanco, un soporte, sobre el que el sujeto proyecta  imágenes. Si, como señala Ramos, la imagen funciona como un vidrio, sería  posible afirmar que esa proyección incorpora el mantel a la vitrina casaliana,  es decir, le permite hacerlo ingresar en su discurso. Sin embargo, si uno  repara en qué es lo que proyecta el cronista sobre el mantel, es evidente que  lo que hace no es simplemente apropiarse simbólicamente de él, sino desplegar  un sentido que ya está contenido en el objeto: el mantel es en efecto de  Maximiliano y lo que hace la imagen de Casal es restituir ese plus de valor que  hace que esa tela no sea un objeto cualquiera. De esta manera, el concepto de  vitrina de Ramos se extiende y cobra nuevos significados, porque esa imagen  proyectada que repone el valor simbólico es la que justamente sostiene el valor  de cambio. En una vidriera, el vidrio exhibe y separa, es decir, pone al  alcance y, a la vez, aleja; las imágenes modernistas actúan de una manera  similar: construyen objetos culturales y, o los sacralizan convirtiéndolos en  símbolos imposibles de alcanzar, o los apartan acrecentando y sosteniendo un  valor cultural que sólo puede adquirir una minoría adinerada[8].
En  este sentido, la imagen del gaucho del poema de Darío es comparable a la imagen  de Maximiliano que se construye en el mantel, ya que ambas se constituyen como  símbolos que reponen o congelan un pasado que se ha perdido[9]. Así  como la literatura busca conjurar esa desaparición con la consolidación de  emblemas que retienen aquello que está a punto de desvanecerse en el horizonte,  muchos de los objetos del modernismo parecen retener también algo de aquello  que ya no existe. Cuando esos objetos ingresan en la literatura se convierten  por tanto en soportes de sentido que la escritura modernista codifica y  decodifica: en la crónica de Casal el valor del mantel se diseña en la imagen  grandiosa del emperador que proyecta el cronista, pero también se vuelve  legible ante los ojos de aquellos lectores/consumidores que no podrían  distinguir la singularidad de esa pieza.
En  el volumen El sol en la nieve: Julián del Casal (1863-1893) (1999),  coordinado por Luisa Campuzano, Oscar Montero afirma que el autor de Nieve configura “una estética que aprende de la mercancía, vaciada de un valor que  sólo deslumbra fugazmente, [y] que por lo tanto hay que reactivar y recrear a  cada paso” (73). El Modernismo hace ingresar las mercancías a la literatura y  no imita sólo su sintaxis, sino que además copia su funcionamiento semiótico;  si el valor de esos objetos se funda en un vacío que es constantemente reactivado  por las imágenes de la literatura –Maximiliano inscribiéndose y sosteniendo el  mantel como mercancía–, la construcción de mundo del modernismo también será  una ficción que el cronista recrea a partir de signos universales[10] que  se proyectan sobre el vacío de la heterogeneidad urbana latinoamericana.
En el  apartado “Caja negra de la fiesta”, del ensayo La fiesta vigilada (2007), Antonio José Ponte se propone contar cómo volvió la fiesta a La Habana  en la década de los noventa. Para eso, se detiene en primera instancia en la  clausura de la fiesta que llevó adelante el gobierno revolucionario y que Ponte  fecha en 1961 con la prohibición de PM –el film  de Orlado Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante– por parte de la Comisión de  Estudio y Clasificación de Películas del ICAIC. Desde la técnica del free  cinema, este corto mostraba lo que en apariencia era un retrato inocente de la  vida nocturna popular: la música y el ritmo constante de las percusiones,  hombres y mujeres jóvenes bailando y cantando mientras beben alcohol y se  divierten; sin embargo, las autoridades no sólo consideraron que esa imagen no  era conveniente para representar el pueblo luego de haber sufrido una invasión  y a la espera de otras posibles amenazas, sino que además entendieron que el  ocio y el festejo eran actividades enemigas de la revolución en tanto no  colaboraban en la creación del hombre nuevo que con su compromiso y  productividad debía sostener y defender el socialismo[11]. Este episodio, junto con las famosas “Palabras  a los intelectuales” que días más tarde le dedica Castro al asunto[12], inician  para Ponte la clausura que se sostendría hasta la década de los 90, momento  crítico en el que la caída del comunismo mundial impactaría sobre la capacidad  de control social del estado cubano. La necesidad política de reconfigurar el  relato revolucionario nacionalista y la solución del turismo para sobrellevar  las dificultades económicas que se acentúan en 1994, hacen reingresar la fiesta  y la música popular a los bares de La Habana; Buena  Vista Social Club (1999), tanto  el disco producido por Ry Cooder como el documental de Wim Wenders que registra esa producción, se  constituirían así en síntomas claros de esa restitución.
  Ponte señala que, más allá de las entrevistas a los músicos y  la grabación del disco, más allá de la estancia de los cubanos  en New York y la noche en el Madison Square Garden, el film reflexiona sobre la  espera: en primer lugar, la espera circunstancial de la delegación de músicos  africanos que había tenido problemas en París y no iba a poder llegar a tiempo  para la grabación, y en segundo lugar, sobre la espera como dinámica del tiempo  estancado habanero. En ese período de tiempo muerto que registra Wenders se ve  el detenimiento y la decadencia de la ciudad en ruinas durante los recorridos  en auto que hace Compay Segundo buscando el antiguo club social en el que se  juntaban los músicos o incluso yendo al estudio de grabación, pero sobre todo  en las biografías de la mayoría de esos artistas que llevaban décadas sin  música y sin fiesta – Rubén González hacía 10 años que no tocaba, Ibrahim  Ferrer trabajaba como limpiabotas y tenía decidido no volver a cantar.
  El  escritor cubano ve el documental en 1999 en un cine vacío de Porto mientras  reside temporalmente por una beca en Portugal; él también atraviesa un tiempo  muerto en el que está y no está en Cuba, en el que el recuerdo y la tentación  de no volver se conjugan para suspenderlo en un lapsus de  indeterminación/indecisión. El documental es tan sólo una de las experiencias  que lo transportan y lo hacen viajar en el tiempo y en el espacio, ya que 1999  es también, según él, el año en el que la música cubana comienza a invadir los  comercios de música. En efecto, Ponte cuenta que se acerca a escuchar a una  tienda de discos contigua a una perfumería que repartía muestras gratis de  distintas fragancias
La música (lo supe entre una y otra tienda) era el perfume de un país, el recurso que quedaba a ese cuerpo emputrecido para hacerse presente de algún modo. […] Ry Cooder se había inventado una orquesta cubana inexistente de los años sesenta. […] La música, como el perfume, despertaba falsos recuerdos. (La fiesta 140)
Así como el productor  estadounidense se inventaba un objeto de nostalgia, la decadencia urbana que lograba  capturar Wenders al filmar las ruinas que había inventado el Estado, contribuía  a construir La Habana como el escenario de un fascinante y redituable tiempo  detenido. En Habana, nuevo arte de hacer ruinas (2006), el documental de  Florian Borchmeyer, Ponte se refiere a la perversidad de encontrar placer o  sacar provecho –político, estético y/o económico– de las ruinas; en este  sentido debe entenderse esa capacidad del Estado, ese cuerpo emputrecido, de  crear falsos recuerdos que contribuyen a transformar Cuba en un estereotipo  pintoresco altamente vendible en el mercado.
Si volvemos a  esas similitudes en el manejo de los signos que realizan el modernismo y la  publicidad, podríamos pensar con Ponte que tanto la música tradicional cubana  como las ruinas se constituyen en materiales que habilitan la creación de un  efecto en particular que es simbólico y comercial a la vez: las experiencias  son, por supuesto, parte de un mercado turístico dirigido al resto del mundo  pero, a su vez, y esto es, para el ensayista más peligroso aún, también le  permiten al Estado operar políticamente sobre la realidad cubana. El problema  no es necesariamente que Buena Vista Social Club sea un éxito en ventas  sino que esa música se constituya en una especie de muestra gratis que representa  una falsa y romantizada imagen de Cuba que busca hacer olvidar o borrar  aquellos años en los que la fiesta estaba prohibida.
En esta línea, Claudio Iglesias y Damián Selci (2007) afirman que  hacia fines de siglo XIX los objetos se revelan capaces de remitirse significacionalmente entre sí como valores de uso, es decir, como  signos, y no sólo como valores de cambio; [13] para  ejemplificar esto, los autores se detienen en el momento en  el que el personaje principal de A rebours (1884), la novela decadentista de Joris  Karl Huysmans, desea viajar a Londres para remediar –aunque sea temporalmente–  el hastío que le había producido el encierro en su palacio. Antes de  embarcarse, Des Esseintes decide parar a comer en un restaurante en el que oye  gente hablando en inglés, suena música irlandesa y le sirven un plato típico de  esas regiones que le hacen darse cuenta  que no es necesario pisar tierra  británica para estar en Londres; de esta manera, se inaugura la noción de  turismo cultural o parque temático al transformar un concepto –Londres, en este  caso– en una serie de experiencias/mercancías que pueden ser adquiridas por el  consumidor.
Algo similar sucede con las crónicas de Julián del Casal que  describen e incorporan las mercancías del bazar y que configuran una experiencia  de la mercancía. De esa manera, lo que el modernismo diseña no es sólo una  relación particular con determinados objetos exóticos y cosmopolitas sino  también una subjetividad moderna que se sostiene en esa experiencia; reúne así  bajo el concepto de modernidad una serie de objetos y sensaciones que se  constituyen como una especie de modelo o guía de qué consumir para ser un  sujeto refinado y moderno dentro de la sociedad latinoamericana finisecular. Ya  no es como en el caso de Des Esseintes un parque temático londinense sino un  parque temático de esa modernidad que tanto desean los latinoamericanos hacia  fin de siglo XIX.
En  el caso de Ponte, en cambio, y aquí radica su principal aporte, el ensayista  demuestra que quien actúa análogamente al discurso modernista y a la publicidad  y manipula los signos para proyectar imágenes sobre la realidad cubana es el  Estado revolucionario; este ha hecho del detenimiento y la decadencia  arquitectónica una experiencia del tiempo que no sólo es comparable a la  operación de mercado que realiza Ry Cooder con la música tradicional habanera  sino que, como dicen Iglesias y Selci, se relacionan y se complementan para  crear un concepto. De esta manera, el Estado se constituye como un productor de  ruinas que transforma el pasado revolucionario en un souvenir destinado al  consumo del turismo internacional; esta mercantilización nostálgica e  inofensiva de lo que en algún momento fue la épica castrista muestra a su vez  la forma que adquiere el comunismo luego de su caída. En esta línea, Ponte  entiende que la decadencia no es una consecuencia del  deterioro sino una decisión política y una poética que habilita la articulación  de un relato.
Ahora  bien, si a fin del siglo XIX, las mercancías modernistas empiezan a remitirse significacionalmente  entre sí para diseñar una manera de alcanzar la modernidad y hacer ingresar el  mundo a Cuba, es necesario notar que en el otro fin de siglo la construcción de  la experiencia revolucionaria en La Habana como parque temático permitirá, por  el contrario, hacer reingresar Cuba al mundo. Tras la caída de la utopía  soviética y la falta de un sostén político-económico, pareciera no quedar otra  opción que convertir la isla en una mercancía factible de ser incorporada al  flujo de productos que circulan en el sistema capitalista mundial. A partir de  esto, es posible afirmar que las ruinas no sólo son arquitectónicas sino  también simbólicas en tanto el relato revolucionario pierde su sentido para  transformarse en una pura forma vacía que es posible comercializar.
En “El abrigo de aire”, ensayo escrito el mismo año que  ve el documental de Wenders, Antonio José Ponte rastrea  el abrigo de paño que José Martí vistió en sus últimos años de vida y que, de  hecho, llevaba puesto justo antes de partir a la guerra en la que moriría.  Ponte extrae las noticias de su existencia de las memorias de Blanche Zacharie  de Baralt, en primer lugar, y luego de la narración que hace el mexicano  Artemio Del Valle Arizpe; según estos relatos, el abrigo que Martí olvida en la  casa de los Baralt en Nueva York, aparece luego en manos de Pedro Henríquez  Ureña que, estando en Madrid, se lo olvida en  casa de Alfonso Reyes. Tiempo después, este se lo presta a Del Valle Arizpe  quien, al atravesar un puente, queda en medio de una pelea de perros en la que  el saco se desgarra; acude inmediatamente al hotel en el que se aloja y lo da a  zurcir a una camarera que luego nunca encuentra.
La anécdota del saco es parte de la estrategia que Guadalupe  Silva (2015) señala que sigue Ponte en este artículo: según la crítica, el  escritor trabaja como un mitólogo que visibiliza el lenguaje naturalizado del Estado y, al mismo  tiempo, como un ruinólogo,[14] en tanto busca fracturar el  orden simbólico que había cristalizado la figura del poeta revolucionario.  Realiza, de esa manera, una doble operación: por un lado, denuncia la  utilización de la figura de Martí para fundar el origen mítico del régimen y,  por el otro, intenta destruir esa imagen monumentalizada evidenciando el vacío  que funda su presencia como encarnación de la nación. No es, entonces,  borrar a Martí, sino borrar, a partir de la risa, la burla y el choteo, la  lectura que el Estado hizo del poeta como un ser heroico y sacrificado y de su  literatura como solemne y pedagógica; eso le  permite no sólo disputarle el sentido al Estado sino abrir los significados,  disiparlos, dispersarlos, multiplicarlos.[15]
El objeto con el que trabaja Ponte es análogo al mantel de  Maximiliano del que se ocupa Julián del Casal; sin embargo, si seguimos el  absurdo itinerario, nos encontramos con una analogía trunca en tanto Ponte  rastrea pero no para encontrar el abrigo sino para dar exactamente con el  momento exacto en el que se pierde. [16] El Modernismo repone el origen del sentido que sostiene el valor de cambio de  las mercancías, Ponte en cambio se encarga de mostrar que ese origen es una  ficción. En esta línea, la pérdida del abrigo es también la contracara de otro  escrito del modernismo latinoamericano: la crónica “Historia de un sobretodo”  escrita por Rubén Darío en 1888, en la que se describe el itinerario que hace  la prenda desde la ciudad de Valparaíso en la que lo adquiere el nicaragüense,  pasando por las manos del joven Enrique Gómez Carrillo y del decadente  Alejandro Sawa, hasta llegar al viejo maestro Paul Verlaine. El relato de ese  abrigo migrante es una clara operación de autoafirmación/autovalidación que no  sólo le permite construir un linaje en el que Verlaine termina usando su mismo  abrigo sino que lo posiciona en el origen del sentido que sostiene esa prenda,  mostrando así y una vez más que es la escritura modernista la que efectivamente  construye y sostiene el valor de las mercancías del fin de siglo.
Por último, la narración que reconstruye Ponte nos enfrenta  también a la pregunta acerca de qué hubiera pasado si no se hubiera extraviado y nos lleva  a pensar que lo más probable es que, al igual que el mantel, estuviese en manos  de un coleccionista o un museo. En este sentido, sacarle el valor de reliquia  al abrigo no es simplemente una manera de desacralizar la figura de Martí sino  también una manera de transformarlo en un objeto común y corriente. El abrigo,  en definitiva, desaparece no sólo porque se pierda sino porque queda por fuera  de los circuitos que conservan su sentido, es decir, queda fuera del archivo;[17] incluso, si uno siguiese el ejercicio de imaginación de Ponte, podríamos pensar  que aquel o aquella que continuó usándolo lo hizo sin saber que perteneció al  escritor revolucionario, que es lo mismo que podría suceder si alguien heredara  o comprara años después ese mantel que describe Casal sin saber su procedencia.
Si el Modernismo en el fin de siglo XIX funcionaba como  vitrina que construía, resguardaba y exhibía el valor simbólico de esos objetos  culturales, la literatura de Ponte, en cambio, se encarga de narrar la  desaparición de ese sentido. Evidencia de esa manera que desarmar un símbolo,  en este caso, el símbolo martiano, implica también vaciar los objetos,  despojarlos de un sentido y un tiempo. De esta manera, Ponte no rompe sólo con  la construcción que el Estado hizo de Martí sino también con la configuración  de los objetos que inauguró el modernismo.
Referencias bibliográficas
1. Bianchi, Sebastián. “Contrapublicidad & poesía”. Manual Arandela,Buenos Aires, Macedonia, 2009, pp. 4-48.
2. Borchmeyer, Florian. Habana, un nuevo arte de hacer ruinas. Leipzig, Arthaus,2006.
3. Casal, Julián del. Prosas. Tomo I. La Habana, Consejo Nacional de Cultura, Edición del Centenario, 1963.
4. Casal, Julián del. Prosas. Tomo II. La Habana, Consejo Nacional de Cultura, Edición del Centenario, 1963.
5. Castro, Fidel. Discurso pronunciado por el comandante Fidel Castro Ruz, primer ministro del gobierno revolucionario y secretario del PURSC, como conclusión de las reuniones con los intelectuales cubanos, efectuadas en la biblioteca nacional el 16, 23 y 30 de junio de 1961. Departamento de versiones taquigráficas del gobierno revolucionario. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f300661e.html.
6. Darío, Rubén. Cuentos completos. México, Fondo de Cultura Económica, 1983, pp. 237-243.
7. Darío, Rubén. Poesía completa. Edición y prólogo de Ángel Rama. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1986.
8. Foffani, Enrique. “El poeta en el bazar”. Katatay, año II, n.° 3/4, mayo 2006, pp. 193-202.
9. Garbatzky, Irina. “La fiesta vigilada de Antonio José Ponte. El archivo bajo sospecha”. Cuadernos de Literatura, vol. XX, n.º 40, Julio-Diciembre 2016, pp. 69-88. https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl20-40.fvaj.
10. García Borrero, Juan Antonio. “Provocaciones en torno al cortometraje documental cubano en los años sesenta y setenta”, Imagofagia. Revista de la Asociación Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, n.° 12, 2015, pp. 1-16.
11. Iglesias, Claudio y Selci, Damián. “Merceología y campo trascendental: uso social y problemas de método”. Planta, n.° 1, noviembre 2007.
12. Jitrik, Noé. Las contradicciones del modernismo. Productividad poética y situación sociológica. México, El Colegio de México, 1978.
13. Montaldo, Graciela. La sensibilidad amenazada. Fin de siglo y modernismo. Rosario, Beatriz Viterbo, 1994.0.
14. Montero, Oscar. “Casal en la tienda habanera”. El sol en la nieve: Julián del Casal (1863-1893). La Habana, Casa de las Américas, 1999, pp. 69-73.
15. Ponte, Antonio José. El libro perdido de los origenistas. Sevilla, Renacimiento, 2004.
16. Ponte, Antonio José. La fiesta vigilada. Barcelona, Anagrama, 2007.
17. Rama, Ángel. Rubén Darío y el modernismo. Caracas, Ediciones de la Biblioteca, 1970.
18. Ramos, Julio. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. Caracas,Fundación Editorial El perro y la rana, Centro Simón Bolívar, 2009.
19. Silva, Guadalupe. “Por un Martí menor. Ensayo y crítica en Antonio José Ponte”. Zama, n.° 7, 2015, pp.55-66. https://doi.org/10.34096/zama.a7.n7.2187.
20. Siskind, Mariano. Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina. México, Fondo de Cultura Económica, 2016.
21. Yurkievich, Saúl. Celebración del modernismo. Barcelona, Tusquets, 1975.
Notas
[1] En la sección de objetos de arte es notable que se detiene en un orchestrión, es decir, un mueble-máquina que permite reproducir la música de una orquesta; el bazar no sólo cautiva –y aterroriza– por la cantidad de productos en serie que ofrece sino porque también evidencia la cada vez más cercana posibilidad de la reproducción en serie del arte. En Las contradicciones del modernismo: productividad poética y situación sociológica (1978), Noé Jitrik piensa el modernismo como un sistema o una máquina que permite producir poemas en serie; más allá de las características y el funcionamiento de ese sistema que Jitrik se propone describir, interesa esta analogía entre la máquina fabril como multiplicadora de objetos de consumo y la máquina modernista como multiplicadora de poemas ya que complejiza el estereotipo del poeta torremarfilista y aristocrático hastiado de la mercancía como síntoma de la invasión burguesa. En este sentido, Jitrik señala que Rubén Darío fabrica productos de consumo no sólo porque efectivamente produce una mercancía que tiene un valor determinado –un libro– sino porque fabrica también productos de sentido o productos semióticos que tienen que ver con una forma de ser, es decir, con una sensibilidad y una materialidad particular –vestimenta, decoración, accesorios, arte– que puede ser imitada/comprada. A partir de estas ideas, y de la importancia que tuvieron los modernistas en los periódicos de principios de siglo, el crítico afirma que estos escritores pueden ser pensados como los primeros publicistas en tanto construyen una máquina “que canaliza las fantasías productivas de la nueva sociedad” (80).
[2] Me refiero a las crónicas: “A través de la ciudad. La paleta dorada” (1890), “Croquis femenino. Derrochadora” (1890) y “Esbozo de mujer” (1893). Como se puede apreciar a partir de los nombres de las crónicas, esta mirada deslumbrada que provoca el bazar y la poesía se vincula fuertemente con la mirada femenina y adquiere, por momentos, un tamiz patológico. Hay, en esta línea, una relación paradójica con la mercancía en tanto se la muestra, se la describe, incluso se la publicita, y, al mismo tiempo, se condena y se advierte acerca de la excesiva afición de las derrochadoras; a su vez, esa adicción que provoca la mercancía se convierte en un material literario recurrente que permite reflexionar y problematizar las diversas experiencias de/con la mercancía que vive el sujeto latinoamericano.
[3] En “El poeta en el bazar” (2006), Enrique Foffani advierte que Casal también utiliza metáforas gastadas –la alusión a las mariposas y las luciérnagas como metáforas en serie ampliamente consumidas por el discurso literario– para presentar justamente la mirada frente a las mercancías: “son metáforas-clisé desde la perspectiva de las convenciones literarias, metáforas cristalizadas; sin embargo, a pesar de su previsible composición, acierta en el modo de describir por cuanto la referencia de la analogía cae de madura, como si para dar cuenta de esta experiencia de la mirada –capturada por la celeridad y el recambio– no hubiera más posibilidad que decirlo a partir de metáforas gastadas” (197).
[4] “La sociedad de la Habana. Ecos mundanos recogidos y publicados por el Conde de Camors” fue un ambicioso proyecto inspirado en el modelo de la escritora francesa Juliette Lambert que emprendió Casal en marzo de 1888 en el que se propuso describir la sociedad habanera finisecular. Si bien en total sólo llega a publicar cinco entregas –“El general Sabas Marín y su familia”, “La antigua nobleza”, “La prensa”, “Los antiguos nobles en el extranjero” y “Los pintores”–, la primera de sus crónicas, en la que se refería al Capitán General Sabas Marín, bastó para que el escritor sea separado de su puesto en el Ministerio de Hacienda y se censuren los números de la revista.
[5] Casal hace referencia al grabador italiano Giovanni Battista Piranesi (1720-1778). A pesar del error, decidí respetar la manera en que aparece escrito el nombre en el original.
[6] En esta línea, Foffani (2006) señala que los bazares “son los nuevos altares donde descansan las mercancías” y destaca que “las mercancías expuestas en los bazares de La Habana irrumpen, en calidad de extranjeras, en calidad de importadas, como lo que verdaderamente son: novedades; pero, además, en el ámbito colonial y burgués de la isla las mercancías acrecientan su tremenda novedad, son presencias inquietantes porque encarnan la primicia, ese fulgor de lo-nunca-visto, como si de pronto las cosas se invistieran de otro halo y lograran mantener viva su aura más por el impacto que provoca en el comprador que por lo que realmente materializan que es ser una mercancía, un objeto manufacturado en serie” (195,196). La carencia y las limitaciones del contexto periférico latinoamericano finisecular y la configuración de una subjetividad cosmopolita atravesada por el deseo de la modernidad (Siskind, 2016) complejizan aún más la encrucijada entre la poesía y el capitalismo que fundan los escritores modernistas.
[7] Esta operación puede vincularse, por un lado, con ese complejo de “inferioridad” al que hace referencia Ángel Rama (1970) y que conduce a los sujetos latinoamericanos a estetizar su realidad; por el otro, con la noción de cosmopolitismo que desarrolla Mariano Siskind (2016) y que propone pensar la realidad latinoamericana como una hoja en blanco sobre la que el modernismo proyecta imágenes y discursos que los acercan a la Modernidad.
[8] Casal describe el bazar como un espacio que cautiva a todos los habitantes de la ciudad, sin importar su clase social; en este sentido, el cronista capta con perspicacia el efecto paradójico de la mercancía que, si por un lado, integra e iguala –todos desean adquirir mercancías, algunos más caras, otros más baratas, pero nadie escapa al deseo de comprar–, por el otro, evidencia las diferencias según el valor de las mercancías que se consumen: “Desde la más opulenta dama que llega, en suntuoso carruaje, segura de obtener la inmediata satisfacción del capricho más raro que alberga en su fantasía; hasta la más humilde obrera que, al ir al taller, ha visto de paso en la vidriera un objeto de escaso valor pero que, en ninguna parte, lo adquirirá, por tan módico precio, de tan buena calidad; todos los habitantes de La Habana, sin distinción de jerarquía, acuden al magnífico bazar” (75).
[9] A pesar de la comparación, es interesante notar que ambos escritores detienen el tiempo con objetivos distintos: si en Darío el gaucho puede ser asociado a la tradición, lo nativo y/o el origen, en Casal, en cambio, lo que se recupera es la nobleza y lo aristocrático como elementos que permiten configurar el pasado como un momento de esplendor.
[10] En Deseos cosmopolitas. Modernidad global y literatura mundial en América Latina (2016), Mariano Siskind señala que la noción de universal que utiliza el Modernismo –y Rubén Darío en particular– está fuertemente atravesada por la centralidad que los escritores latinoamericanos cosmopolitas le dan a Paris como espacio que delimita la inclusión/exclusión de la modernidad; así, lo universal no tendría que ver con lo mundial sino con “lo francés” que se configura como el significante de lo universalmente moderno.
[11] Unos días antes del estreno de PM, entre el 17 y el 19 de abril de 1961, se produce la invasión de Bahía de Cochinos o Playa Girón, una operación militar encabezada por cubanos exiliados y apoyada por EEUU para derrocar al gobierno revolucionario. A raíz de esto, se vivió en el país un intenso pensamiento de “plaza sitiada”, debido a la radicalización de las medidas revolucionarias, y a la creciente hostilidad de la política norteamericana. La argumentación del ICAIC para prohibir el corto documental apunta en esta línea cuando explica “prohibir su exhibición, por ofrecer una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece, desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanki” (García Borrero 7-8).
[12] Este discurso se popularizó por el famoso lema que marcaría las políticas culturales revolucionarias de la década del ´60 y que permitiría, en algún punto, y teniendo en cuenta la vaguedad de la afirmación de Castro, explicar la proliferación de polémicas y la ausencia de un programa cultural: “Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro. ¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho” (s/n).
[13] Cito in extenso la lectura de Selci e Iglesias en tanto aporta una mirada novedosa sobre las mercancías y la subjetividad decadente: “Des Esseintes nos es presentado como un enfermo, víctima atávica y liminar de males consanguíneos, último ejemplar de una estirpe de nobles degenerada y endogámica. Por otra parte, su afición por lo artificioso, por la bizarrería ornamental y las morfologías enredadas (‘nerviosas’) comporta un tipo particular de gusto desviado, al revés (‘à rebours’) que lo normal, lo trivial, lo esperable; distinguir y relacionar estos dos núcleos diegéticos [interesa] porque convergen desde el punto de vista merceológico: en efecto, la salud endeble tanto como la misantropía de artista fuerzan al héroe a distinguir su estilo de vida de aquel prototípicamente aburrido de los gentlemen conservadores de su época, lo que equivale a decir que el personaje se particulariza en función de sus modos de consumo. La morada de Fontenay-au-Roses a la que se retira se convierte así en un nicho, no tanto por los tesoros que alberga sino en el sentido del market targeting: allí, en condiciones de pura aislación, con completo control sobre todas las variables, un noble desahuciado se dispone a consumir objetos de arte, bebidas, perfumes y libros que lo inundarán de melodías y emociones y le permitirán olvidar el tedioso whist de sus contemporáneos. (…) No es necesario insistir en la cuestión de las transposiciones y sinestesias modern style (…) para entender que aquí son las mismas mercancías las que se revelan capaces de remitirse significacionalmente entre sí; la ‘infinita semiosis’ de los valores de uso es en esta novela explotada a conciencia como un permanente upselling decorativo, que insistentemente recurre al catálogo, el inventario merceológico del que surgen finas combinatorias: la pintura simbolista y la literatura católica, las violetas acarameladas y las piedras preciosas, los grabados de Goya y los cuentos de Edgar Poe, a los ojos del protagonista, conviven, repercuten entre sí y plasman lo que en alemán se llama Gebrauchszusammenhang, es decir, algo así como un ‘contexto integral de uso’, un entorno de inserción en el que definen su papel remisionalmente” (s/p).
[14] Si bien Guadalupe Silva se encarga de desarrollar e interpreta el término, el neologismo es utilizado por el propio Ponte en La fiesta vigilada para referirse a sí mismo como un estudioso de las ruinas.
[15] Ponte recurre a una serie de escenas o imágenes que pertenecen a lo que él llama “la historia secreta de Cuba” y que le permiten rastrear maneras no oficiales de reaparecer de Martí, como el momento en el que dice “Cuba llora, hermanos” y se le cae en la cabeza un mapa de la isla o las deformaciones de su nombre –Pepito Ginebra por su afición al alcohol– o su literatura –al volver pornográficos sus poemas.
[16] En cierta medida, podría pensarse la operación de Ponte como la contracara del testimonio escritural y audiovisual cubano que intentar ir al encuentro de la Historia. Un ejemplo claro de ello es el documental Mi hermano Fidel (1977) de Santiago Álvarez en el que se entrevista al último hombre con vida que siendo niño vio el desembarco de José Martí por el oriente cubano para emprender la Guerra Necesaria en 1895.
[17] En esta línea, Irina Garbatzky sostiene que “el camino de configurar el archivo cubano hacia adentro de La fiesta vigilada se conforma como un proceso desmaterializador. [...] Como si volver a narrar el archivo cultural de La Habana, devorarlo o apropiarse de él, implicara su conversión a un formato aéreo, oral, liberado del peso de las carpetas, los volúmenes, las bibliotecas, los filmes” (85).
Fecha  de recepción: 06/07/2020
    Fecha de aceptación: 20/09/2020