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ARTÍCULOS
LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES Y NIÑAS INDÍGENAS: UN TEMA DE SALUD PÚBLICA. NOTAS EN CLAVE FEMINISTA
Violence against native women and girls: a public health issue. Notes in feminist key
Suyai García Gualda
CONICET/IPEHCS
Profesora Adjunta FADECS-UNComahue
CIEG-Universidad Nacional del Comahue
Resumen
La violencia contra las mujeres y niñas indígenas se imbrica con múltiples formas de discriminación y desigualdad estructural. Las violaciones a los derechos colectivos de los pueblos y naciones originarias constituyen una forma de desigualdad que afecta e impacta de forma diferenciada a varones, mujeres e identidades de género no binarias, sobre todo en contextos extractivistas. Entender el derecho a la salud desde una perspectiva interseccional e intercultural es todavía una tarea pendiente en la arena de las políticas públicas en Argentina; tarea de vital relevancia si se busca consolidar una sociedad democrática, igualitaria, justa y libre de violencias. En el presente artículo se parte de entender a la violencia por motivos de género como un tema de salud pública que requiere de un abordaje atento a las demandas específicas y a las experiencias vividas de las mujeres indígenas, en tanto sujetas de derecho. Para ello, se propone un trabajo de reflexión teórica en diálogo con datos construidos a partir de la observación in situ.
Palabras claves: extractivismo: mujeres indígenas; políticas públicas; salud; violencia
Abstract
Violence against indigenous women and girls is intertwined with multiple forms of discrimination and structural inequality. Violations of the collective rights of indigenous peoples and nations constitute a form of inequality that differentially affects and impacts men, women, and non-binary gender identities especially in extractivist contexts. Understanding the right to health from an intersectional and intercultural perspective is still a pending task in the public policy arena in Argentina; This is a vitally relevant task if we seek to consolidate a democratic, egalitarian, just, and violence-free society. This article starts by understanding gender-based violence as a public health issue that requires an attentive approach to the specific demands and lived experiences of native women, as subjects of rights. A theoretical reflection work is proposed in dialogue with data constructed from in situ observation.
Key words: extractivism; native women; public politics; health; violence
Recibido: 21/09/2023 | Aceptado: 02/11/2023
Sumario: Introducción. Sobre la estrategia metodológica. Algunas consideraciones teóricas. Notas sobre el marco normativo. Violencias en y sobre los cuerposterritorios. Reflexiones finales.
La desigualdad de géneros y la violencia contra las mujeres y niñas (y diversidades)
perpetúa relaciones asimétricas de poder y configura una forma de vulneración de los Derechos
Humanos. La violencia por motivos de géneros es resultado de la reproducción y transmisión de aprendizajes atravesados por estereotipos y prejuicios sobre la masculinidad y la feminidad.
Las múltiples formas de violencia y discriminación que afectan a las mujeres, niñas y personas LGBTIQ+ son un obstáculo para la igualdad real y el ejercicio de una ciudadanía plena. Por esta razón, la violencia de géneros es considerada un problema público que debe ser atendido e incorporado en la agenda política y de gestión con el ánimo de consolidar una sociedad justa e igualitaria. Pese a ello, al menos en Argentina, poco se sabe y se habla sobre la violencia que afecta a mujeres y niñas de pueblos y naciones originarias.
La racialización y discriminación étnica que padecen estas mujeres y niñas se respalda en estereotipos de género que las colocan en una situación de inferioridad. Frente a esto, consideramos pertinente reconocer que se trata de mujeres y niñas indígenas sujetas de derecho, las cuales se erigen en el escenario político con demandas y reivindicaciones propias y concretas. Es decir, creemos menester superar la idea de víctima (pasiva) y poner en valor la potencialidad política y transformadora de estas mujeres, en tanto actoras políticas que cuestionan el orden político, económico, cultural y de géneros establecido. En relación con esto es importante señalar que, si bien en este trabajo nos referimos a las mujeres y niñas de pueblos originarios en general, nuestra experiencia investigativa se centra fundamentalmente en el caso de las mapuce[1] en la provincia de Neuquén. Por tanto, nuestras reflexiones y aportes se nutren de la realidad de la región norte de la Patagonia argentina.
Nuestro punto de partida radica en entender a la violencia por motivos de género como un problema de salud pública debido a su alta prevalencia y a sus consecuencias en la salud. De hecho, durante la última década, la Organización Mundial de la Salud ha reconocido que la violencia física y sexual es un problema de salud pública que afecta a más de un tercio de las mujeres y niñas en el mundo (ONU, 2013). En Argentina, según la Encuesta de prevalencia de violencia contra las mujeres de 2022, sobre un total de 12.152 mujeres de entre 18 y 65 años residentes en hogares particulares de 25 aglomerados urbanos de 12 provincias, el 45% ha atravesado algún tipo de violencia de género en el ámbito doméstico. Este panorama se agrava si consideramos que desde 2015 a mayo de 2023 hubo 2200 femicidios, lo cual significa que cada 33hs una mujer es asesinada por motivos de género en el país (Observatorio Nacional Mumala, 2023). Ante esto es importante subrayar que a la fecha no se sabe cuántas mujeres indígenas han perdido la vida producto de la violencia sexista, ya que no hay cifras oficiales y los datos disponibles no están desagregados por pertenencia étnica.
Es apremiante abordar esta problemática desde una mirada interseccional e intercultural, de lo contrario corremos el riesgo de reproducir estereotipos y lecturas reduccionistas que no hacen más que revictimizar y obturar derechos, en este caso el acceso a la salud. El impacto del COVID-19 hizo visibles las terribles consecuencias de un modelo de desarrollo y acumulación depredatorio -y profundamente violento- sobre la vida humana y no humana. Es decir, la pandemia evidenció cómo el capitalismo y, en consecuencia, el modelo médico hegemónico mercantilizó la salud, la vida y los territorios. Entonces, ahondar y reflexionar sobre las razones de la presente crisis se hace indispensable para consolidar propuestas o proyectos superadores y, para ello, insistimos, es indispensable posicionarnos desde una perspectiva interseccional capaz de advertir las múltiples estructuras de poder que se imbrican y generan opresión y dominación.
Situadas en un territorio vapuleado por el avance del extractivismo e insertas en una coyuntura de crisis sistémica, ecosocietal y civilizatoria, nos preguntamos: ¿existe posibilidad alguna para las formas otras de pensar/entender y experimentar la salud-enfermedad-atención-cuidados-muerte, las relaciones humano-humano y humano-naturaleza? ¿Qué lugar tienen estos saberes, prácticas y cosmologías no occidentales en este escenario y, más aún, en las políticas públicas sanitarias? También nos surge la inquietud sobre si es el Estado (moderno) capaz de superar y erradicar las históricas asimetrías de poder que oprimen y violentan a numerosos sectores sociales, especialmente a las mujeres de los pueblos y naciones indígenas. De esta manera, con el ánimo de aproximar posibles respuestas a estos interrogantes, en las próximas líneas nos adentraremos en la problemática que nos convoca: la violencia contra las mujeres y niñas indígenas.
El presente artículo hace parte de un proyecto de investigación que se propone un trabajo teórico lo suficientemente flexible como para articular, en su metodología, características propias de la teoría fundamentada con entrevistas y observación. El desarrollo de este escrito partió de un exhaustivo proceso de revisión y sistematización bibliográfica de los debates sobre violencia por motivos de género contra las mujeres indígenas. Esto se complementa con reflexiones y lecturas realizadas en el marco de nuestra investigación postdoctoral sobre salud colectiva, en la cual indagamos en la noción de justicia de géneros y el dilema teórico redistribución-reconocimiento-representación a través de un abordaje crítico-interpretativo acentuando aspectos exegéticos y hermenéuticos.
En esta ocasión, a los fines de este artículo, hemos focalizado en aportes teóricos relevantes en el campo de los feminismos con el ánimo de establecer puntos comunes con el corpus teórico dedicado a la salud colectiva e intercultural. Las técnicas de recolección y construcción de datos se basaron en el análisis documental, centrado en las políticas sanitarias y en la promoción de la atención sanitaria intercultural, y en la observación de espacios de debate e intercambio de mujeres indígenas. Principalmente, recuperamos las discusiones y conclusiones a las que arribaron las mujeres que participaron del XIV Encuentro de Naciones y Pueblos Originarios (ENPO), realizado en octubre de 2022 en la sede central de la Universidad Nacional de Comahue.
Diferenciar los conceptos de sexo y género ha sido útil para desmontar las explicaciones sobre las “supuestas razones naturales de que unos [seres humanos] tuvieran una posición dominante sobre otros” (Tarducci, 2016). De modo que, con el tiempo, el sexo fue ligado a la “naturaleza” o, mejor dicho, a los aspectos genéticos, biológicos, físicos y fisiológicos del ser humano y el género, a lo “cultural”. En términos generales, las relaciones de género hacen referencia a los modos en que las culturas asignan las funciones y responsabilidades a varones y mujeres. Son, entonces, relaciones de poder que determinan funciones y mandatos: qué se espera, qué se permite, qué se valora de una mujer o de un hombre, en un contexto determinado. Estas relaciones de poder producen desigualdades y generan violencias por motivos de género.
La feminista norteamericana Nancy Fraser (1997; 2008a) sostiene que la desigualdad de géneros es una categoría bivalente en tanto requiere para su superación y erradicación de soluciones culturales y, también, económicas. Esto significa que, para hallar el origen (y la solución) de la desigualdad de géneros, de acuerdo con la lógica de la autora, hay que poner foco en la desigualdad distributiva producto de la división sexual del trabajo que distingue el trabajo productivo-remunerado del reproductivo (y de cuidados)-no remunerado y, al mismo tiempo, en el no reconocimiento o reconocimiento erróneo propio de un orden de géneros androcéntrico (y patriarcal) que reproduce prácticas discriminatorias que colocan a las mujeres (y diversidades) en una situación de inferioridad y subordinación.
La potencia del género al diferenciarlo de una condición biológica, y adoptar una concepción flexible y dinámica, radica en reconocer su capacidad de transformación. Esto, de alguna manera, facilita el trabajo para la eliminación de toda discriminación contra las mujeres, niñas y disidencias sexo-genéricas (Faur, 2014). En suma, cuando hablamos de género nos referimos a una construcción social, cultural e histórica que asigna características a las personas en base a un sistema sexo-género que es dominante y que organiza, desde una concepción binaria a la sociedad. Esta mirada en torno al género remite a una concepción dual-dicotómica del par varón-mujer, propia de la modernidad colonial capitalista que niega la diversidad humana. Por esta razón, en el presente documento, siguiendo la propuesta de la antropóloga Marcela Lagarde (1996), consideramos adecuado hablar de géneros en plural.
todas las culturas elaboran cosmovisiones sobre los géneros y, en ese sentido, cada sociedad, cada pueblo, cada grupo y todas las personas, tienen una particular concepción de género, basada en la de su propia cultura. Su fuerza radica en que es parte de su visión del mundo, de su historia y sus tradiciones nacionales, populares, comunitarias, generacionales y familiares […] cada etnia tiene su particular cosmovisión de género y la incorpora además a la identidad cultural y a la etnicidad, de la misma manera que sucede en otras configuraciones culturales (Lagarde, 1996, p. 2).
Poner en valor la diversidad y la diferencia es clave a los fines del presente artículo, ya que nos proponemos abordar la realidad de mujeres y niñas originarias. Por esta misma razón, entendemos de vital relevancia incorporar para el análisis una perspectiva intercultural crítica e interseccional, atenta a las múltiples formas de violencia y discriminación que afectan a mujeres y niñas de pueblos indígenas. Cabe señalar que la interseccionalidad permite “comprender las múltiples opresiones como parte de un entramado complejo en el que se establecen distintas relaciones de poder como producto del entrecruzamiento simultáneo de distintas estructuras de diferenciación social” (Busquier, Yáñez et al, 2021, p. 21); mientras que la interculturalidad hace foco en la posibilidad de establecer un diálogo de saberes atento y crítico de dichas relaciones asimétricas de poder (Walsh, 2008; Estermann, 2014; Tubino, 2019).
Por esto, como hemos dicho, en nuestro análisis buscamos emplear una perspectiva crítica de la interculturalidad que supere la lectura funcional que día a día se expande en espacios institucionales. Entendemos, como asevera Fidel Tubino (2019), que las políticas de interculturalidad funcional resultan contradictorias, ya que se limitan a promover la tolerancia y son “periféricas, tangenciales, no troncales” (p. 3). En los últimos años, el interculturalismo funcional se ha convertido en un discurso oficial útil para legitimar y visibilizar la diversidad cultural sin cuestionar las desigualdades estructurales que obturan derechos. Frente a esto, numerosas voces denuncian la imposibilidad de un diálogo intercultural en sociedades profundamente desiguales y, por ello, surge la necesidad de entender a la interculturalidad como un proyecto ético-político.
Entonces, la interculturalidad crítica emerge como un proyecto de justicia tridimensional: “las injusticias sociales son multidimensionales. La injusticia cultural es una de sus expresiones. Una política intercultural de reconocimiento tiene por esto que hallarse articulada desde el inicio con políticas redistributivas y participativas de carácter transformativo, y no solo afirmativo” (Tubino, 2019, p. 9).
La consolidación de sociedades democráticas, libre de violencias y justas requiere de la articulación de igualdad y reconocimiento de las diferencias. En efecto, como propone Lister (1997), es preciso debatir la igualdad diferenciada, o sea articular políticas capaces de reconocer las diferencias sin resignar el principio de la igualdad como meta. Y, para ello, las políticas públicas deben conjugar tres dimensiones claves de la justicia social: el reconocimiento de las diferencias, la redistribución de recursos y la representación en términos de paridad participativa (Fraser, 2008).
Al comienzo de este documento expresamos que la violencia contra las mujeres y niñas es una forma de vulneración de los Derechos Humanos. En ese sentido, es menester señalar que el derecho internacional de los derechos humanos, con el tiempo, ha ampliado el reconocimiento de los derechos de mujeres y niñas. Esto, como señala Vargas Araya (2018), implica una mirada específica hacia la violencia por motivos de géneros contra las mujeres y, también, supone poner en foco la responsabilidad de los Estados para prevenir, investigar, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. En palabras de la citada autora:
los Estados tienen obligaciones que cumplir para que los derechos humanos sean reconocidos, respetados y garantizados. Estas trascienden a la adopción de marcos legislativos. Se espera además un cambio estructural que debe transversalizar la perspectiva de género para que las mujeres, quienes históricamente han visto vulnerados sus derechos, cuenten con un adecuado acceso a los mismos a partir de su reconocimiento y respeto (Vargas Araya, 2018 p. 96).
En las diferentes sugerencias, estándares y fallos del sistema regional en materia de derechos de las mujeres se hace tangible la concepción trifocal de la justicia social y de géneros que propone Fraser (2008b), lo que algunas autoras han denominado las tres R: Reconocimiento-Redistribución-Representación. Como explica Vargas Araya (2018), es indispensable el reconocimiento de derechos de este grupo social históricamente desaventajado y, en consecuencia, reconocer las asimetrías a las que está expuesto; la redistribución de recursos para equiparar las brechas materiales y económicas existentes; y la representación -en términos de paridad participativa- en los procesos y ámbitos de toma de decisiones.
Existen dos instrumentos jurídicos internacionales que son pilares para abordar la problemática que nos convoca, ya que ambos obligan a los Estados parte a realizar una serie de acciones a nivel interno para garantizar el pleno goce de los derechos que reconocen.
La Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW), instrumento legal para la promoción y defensa de los Derechos Humanos de las Mujeres, aprobado en 1979 por la Asamblea de Naciones Unidas (ONU). Esta Convención realiza una conceptualización sobre qué se entiende por discriminación y establece cuándo se está frente a una discriminación por condición de ser mujer. Apunta a aquellas discriminaciones que ocurren de facto y de iure: discriminaciones que están presentes en el cuerpo de la ley, pero también aquellas que, no estando presentes en el texto de la ley, son resultado de una práctica estatal. Este instrumento ilumina y aborda distintos aspectos de la vida de las mujeres y, específicamente, sobre la violencia establece que los Estados parte:
tomarán todas las medidas apropiadas para: a) Modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres (artículo 5to.).
En 1992, mediante la Recomendación General 19 (en adelante RG 19), el Comité de la CEDAW (encargado de hacer interpretaciones generales respecto de los distintos artículos de la Convención) señaló que la violencia contra las mujeres es una forma de discriminación y que constituye un grave obstáculo para el logro de la igualdad sustantiva entre mujeres y hombres, así como para el disfrute por parte de la mujer de sus libertades y derechos humanos. En 2017 dicho órgano volvió a pronunciarse sobre esta problemática y mediante la Recomendación General 35 (en adelante RG 35) incorporó la expresión violencia por razón de género contra las mujeres y al respecto, explicitó: “la expresión refuerza aún más la noción de la violencia como problema social más que individual, que exige respuestas integrales, más allá de aquellas relativas a sucesos concretos, autores y víctimas y supervivientes” (RG 35). La RG 35 pone en relieve la necesidad de revisar la denominación del fenómeno y asume la importancia de considerar las violencias (en plural) como problema social estructural.
Al respecto, Zaikoski (2018, p. 113) dice que
Amorós (2008) recuerda que la conceptualización es un acto político. A partir de teorizar y conceptualizar la violencia contra la mujer, los movimientos y las teóricas feministas han podido hacer ver lo obvio: no es violencia sino violencias, no es contra la mujer sino contra las mujeres, en razón de su pertenencia a un grupos estructuralmente discriminado, oprimido (Young, 2000), sujeto a desigualdad estructural (Saba, 2016), que requiere por ser bivalente de políticas distributivas y de reconocimiento (Fraser, 2000) aunque, por supuesto, las violencias contra las mujeres se sufren en carne propia.
Como señala Mendoza Eskola (2016) la idea de que existe una mujer genérica ha sido discutida largamente por los feminismos, sobre todo a finales de los ochenta y principio de los noventa. En ese marco, la Convención Belem do Pará (1994) significó un importante avance en materia de violencia contra las mujeres, a la cual define como “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado” (art. 1). Esta Convención les indica a los Estados parte que deben tener en cuenta la heterogeneidad presente dentro del colectivo de mujeres y prestar especial atención a ciertos sectores de dicho colectivo. Y, si de grupos históricamente desaventajados y discriminaciones interseccionales en “carne propia” hablamos, es importante referir a la reciente Recomendación General 39 (en adelante RG 39) del Comité CEDAW. Esta RG, de 2022, trata específicamente sobre la violencia por razón de género contra las mujeres y niñas indígenas. La RG 39
aborda las diferentes formas de discriminación interseccional a las que se enfrentan las mujeres y las niñas indígenas, así como su papel clave como líderes, portadoras de conocimientos y transmisoras de cultura dentro de sus pueblos, comunidades, familias y de la sociedad en su conjunto (ONU Mujeres, 2022, p. 5).
En relación con esto, cabe agregar que existe un nutrido corpus normativo (instrumentos y compromisos internacionales) en materia de derechos humanos de los pueblos indígenas que también reconoce el derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencias. En Argentina, la Ley Nacional N° 26.485 de 2009 retoma la Convención de Belem do Pará y entiende por violencia contra las mujeres a toda conducta, por acción u omisión, basada en razones de género, que, de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, participación política, como así también su seguridad personal. Quedan comprendidas las perpetradas desde el Estado o por sus agentes. Se considera violencia indirecta, a los efectos de la presente ley, toda conducta, acción, omisión, disposición, criterio o práctica discriminatoria que ponga a la mujer en desventaja con respecto al varón (art. 4).
Esta norma supone tener en consideración los factores sociales y culturales que reproducen la matriz violenta, lo cual supone reconocer el androcentrismo que se institucionaliza y normaliza en las actuaciones del Estado y sus diferentes organismos. En nuestro país como en el resto de América Latina, la violencia por razón de género afecta de forma desproporcionada a las mujeres y las niñas indígenas. Pese a ello, todavía prima un sujeto universal en las políticas públicas que surgen de la norma. Por esto, es indispensable que el Estado incorpore y adopte la perspectiva de géneros en clave interseccional, intercultural y multidisciplinaria (RG 39, art. 42a). La perspectiva de géneros es un mecanismo fundamental para lograr la igualdad sustantiva de las mujeres (y LGBTIQ+), por ende, debe ser entendida en el marco de los DD. HH, pero además con un enfoque transformador de las prácticas racistas, androcéntricas y sexistas dominantes.
Las mujeres indígenas mayores, adultas, jóvenes y niñas enfrentamos múltiples violencias en nuestros territorios, cuerpos y espíritus. Hablamos de “violencias”, en plural, porque las violencias que vivimos no son únicamente físicas; sino también, políticas, sociales, económicas, ambientales, epistémicas, simbólicas, psicológicas, sexuales, obstétricas y espirituales. Estas violencias son sistémicas, históricas y estructurales; y sus principales causas incluyen el racismo, el patriarcado, el colonialismo y el modelo económico basado en la explotación.
(CHIRAPAQ y ECMIA, 2023)
En este apartado, tomamos para el análisis de las violencias contra las mujeres y niñas indígenas el modelo ecológico propuesto en el informe Prácticas prometedoras y modelos interculturales replicables para prevenir y responder a las violencias contra las mujeres, jóvenes y niñas indígenas en América Latina y el Caribe elaborado por Iniciativa Spotlight, UNFPA y CHIRAPAQ (2021, p. 40)[2]. Por tanto, consideramos necesario realizar un abordaje integral atento a seis niveles o dimensiones de esta problemática: a. Histórico; b. Contexto Global; c. Pueblo Indígena; d. Comunitario; e. Familiar; y f. Individual. Y, claramente, en este último nivel es “donde las mujeres, jóvenes y niñas indígenas experimentan en sus cuerpos y seres la violencia sexual, física, psicológica, gineco-obstétrica, espiritual, económica, y en el más cruel de los casos, el etnofeminicidio [feminicidio o femigenocidio]”[3] (Iniciativa Spotlight, UNFPA y CHIRAPAQ, 2021, p. 7). Las reflexiones que aproximamos a continuación tienen como fin interrelacionar estas dimensiones para comprender la multicausalidad de la problemática que nos interpela.
La violencia contra y sobre los territorios-tierra y cuerpos-territorios femeninos (y feminizados) y sus culturas han sido cimientos fundamentales para el desarrollo y la reproducción del modo de producción capitalista a lo largo del tiempo (Mies, 2019), sobre todo en la región que hoy conocemos como América Latina y El Caribe. Desde su fundación, los Estados modernos (monoculturales y uninacionales) -en complicidad con sectores privados- han violentado sistemáticamente y de múltiples formas los cuerpos-territorios de las mujeres indígenas (García Gualda, 2022). En el caso de Argentina, los procesos de conquista y colonización datan de hace menos de dos siglos y suponen, entre otras cosas, la memoria dolorosa del genocidio indígena y la violencia sexista. Como dice Mariana Berlanga Gayón (2015), la penetración colonial comenzó en los territorios del cuerpo de las mujeres: “el cuerpo de las mujeres alegoriza el cuerpo social y la dominación sobre el mismo simboliza el poder jurisdiccional de un territorio” (Segato, 2016, p. 2). Los cuerposterritorios de las mujeres y niñas han sido fundamentales en la disputa por el control territorial (García Torres et al., 2020, p. 28).
En efecto, los cuerpos femeninos son aquellos que por su capacidad reproductiva pueden perpetuar un pueblo, una nación, por lo que no es casualidad que la violencia genocida recaiga con mayor vigor sobre ellos (Berlanga Gayón, 2015, p. 17). Y, justamente, se trata de cuerpos que sirven como engranaje indispensable para la reproducción de la fuerza del trabajo (y las tareas de cuidado), función clave para el sostenimiento de toda la estructura económica capitalista. En este sentido, es importante señalar que la división sexual del trabajo que distingue entre trabajo remunerado (productivo) y no remunerado (reproductivo y de cuidados); y las diferencias de estatus que se entrelazan en términos simbólicos e identitarios en una sociedad androcéntrica (y racista), dan lugar a la desigualdad distributiva y al reconocimiento erróneo de las mujeres y niñas indígenas al no considerarlas ciudadanas plenas capaces de interactuar en pie de igualdad en la vida social.
En una coyuntura marcada por al avance del modelo neoextractivista, los territorios-tierra y cuerpos-territorios de estas mujeres sufren una nueva embestida. En la actual etapa de acumulación de capital, signada por la desposesión, el despojo y la depredación ambiental, el terror étnico (Segato, 2002) y el terror de género resultan, al igual que siglos atrás, indispensables para la expansión constante de rentabilidad (García Gualda, 2021). Esto incrementa la desigualdad e injusticia social ambiental y de géneros, desconoce la diversidad de matrices culturales e impone un modelo que no hace más que replicar recetas asimilacionistas de antaño y, sobre todo, pone en riesgo a la naturaleza y, por tanto, a la vida humana y no humana. La precariedad de la salud y el empobrecimiento de comunidades y pueblos no solo erosiona la calidad de vida de las personas, sino que destruye y contamina sus hábitats. En este marco de lucha hegemónica por el poder mundial se acelera la crisis sistémica contemporánea.
La pandemia COVID-19 fue una fábrica global de pobreza y pauperización social que dejó al descubierto las brechas de inequidad social existentes en un país como Argentina. Las medidas de aislamiento y el confinamiento obligatorio expusieron a las mujeres y niñas a situaciones de violencia y peligro que profundizaron las mencionadas brechas de desigualdad:
Esto ha quedado duramente expuesto tras el avance del COVID-19, virus que ha generado una enorme crisis sanitaria mundial y que ha agravado la situación económica del país [Argentina]. En este marco, las mujeres configuran un sector que presenta no sólo mayores desventajas frente a los varones, sino que enfrenta formas de discriminación que empeoran su situación de pobreza. Los conocidos pisos pegajosos obstaculizan el ingreso de estas mujeres al mercado laboral; y, en muchos casos, la única opción suele ser trasladarse a los parajes colindantes e ingresar a trabajos en sectores no registrados e informales, los cuales han sido duramente afectados por las medidas dispuestas producto de la pandemia (García Gualda, 2021).
Tal como hemos señalado en trabajos anteriores, durante los años de pandemia pudimos corroborar la ausencia de políticas de estado que aborden las necesidades específicas de este sector de la población. En el caso de la violencia por razón de género es preciso señalar que en muchos casos existen impedimentos para trasladarse en busca de ayuda y/o realizar las denuncias pertinentes. Las participantes del XIV ENPO denunciaron que: “padecemos violaciones, abusos sexuales, violencia física, psicológica y económica. También somos víctimas de femicidios y suicidios”. Y, sobre este tema, agregaron: “las mujeres originarias necesitamos acceso a la salud, tener herramientas.
Los centros de salud están lejos, estamos aisladas. Hay pocos agentes sanitarios en los territorios, hay ausencia de intérpretes bilingües […] nos encontramos sobrecargadas de trabajo no pago. Priorizamos el cuidado de otros y muchas veces nos descuidamos a nosotras mismas” (ENPO, 2022). Claramente, todas estas barreras tienen impacto sobre la salud de las mujeres indígenas: infecciones y enfermedades, altas tasas de mortalidad materna y violaciones masivas de los derechos sexuales reproductivos y no reproductivos: “nuestras mujeres también mueren en los territorios por abortos clandestinos […]” (ENPO, 2022).
A todo esto, añadieron:
necesitamos poder denunciar y que se nos escuche. Carecemos de instancias específicas para hacerlo. Además de la ausencia de comisarías de la mujer o delegaciones municipales dedicadas a género que nos afecta a todas, están aún más lejos de incorporar la perspectiva y cosmovisión de las mujeres originarias (ENPO, 2022).
Como hemos dicho, el reconocimiento de las diferencias identitarias y culturales es clave para pensar políticas para la igualdad de género; por ende, la perspectiva interseccional se convierte en una tarea todavía pendiente. También queda por delante tejer lazos, puentes y formas otras de articulación entre las agendas propias de los feminismos y las mujeres originarias. Las palabras antes citadas confirman que las reivindicaciones, demandas y necesidades de las indígenas no pueden ser pensadas desde una lente unifocal, se requiere de un abordaje complejo, intercultural e interseccional capaz de superar toda visión sectaria condenada al fracaso. Con esto, se afirma que superar la injusticia que padecen las mujeres indígenas en Patagonia (y el resto del país) requiere no solo de políticas capaces de reconocer las diferencias identitarias, culturales y cosmológicas sino, también, del cuestionamiento profundo de las estructuras económicas capitalistas y de las instituciones políticas democráticas, erosionadas por una profunda crisis de representatividad.
En un momento en el que la criminalización, la violencia política y los discursos de odio se imponen en el escenario nacional, urge delinear políticas capaces de articular la redistribución de recursos, el reconocimiento de las diferencias y la participación política (representación) de los pueblos indígenas, especialmente de las mujeres: las mujeres indígenas tienen derecho a participar en los espacios donde se decide sobre sus vidas (Rivera Zea, s.f). En consecuencia, como hemos dicho en otras publicaciones, la toma de la palabra no solo supone apalabrar las múltiples violencias, sino también recuperar sus lenguas tradicionales, cuestión vital y estratégica en términos de la lucha identitaria y comunitaria. La palabra posiciona a las mujeres en espacios de toma de decisiones, pues el silencio ha sido un arma de dominación sumamente eficaz a lo largo del tiempo. La voz propia, es un instrumento político clave tanto para denunciar la violencia como para superar las barreras que dificultan la participación (Bidaseca en Sciortino, 2021): “algunas pudimos decir basta a que nos violenten, las que nos organizamos y entendemos que nuestras voces se pueden escuchar. Nos estamos acompañando y fortaleciendo con nuestra propia organización como mujeres” (ENPO, 2022).
La participación social, política y comunitaria es primordial si nos posicionamos desde una perspectiva o enfoque de derechos que considere a los-as sujetos-as como titulares de derechos, capaces de participar democráticamente en la elaboración y ejecución de las políticas de estado. Por consiguiente, transversalizar la perspectiva de géneros desde una mirada interseccional, intercultural, antirracista e intergeneracional debe ser un compromiso activo y colectivo que evite cristalizar enfoques y que favorezca el diálogo/debate político en pos de una sociedad justa, equitativa y democrática. Resumidamente, para prevenir, erradicar y sanar las violencias contra las mujeres y niñas indígenas es crucial fortalecer las propias instituciones, comunidades y familias indígenas. Todo esto sin perder de vista los variados aspectos que promueven la discriminación y prácticas sexistas, incluso al interior de las propias comunidades y organizaciones supracomunitarias indígenas. Por todo esto, es menester poner en valor los saberes y las prácticas que contribuyen a una vida libre de violencias, aquellos conocimientos que promueven el buen vivir y el buen trato.
Reflexiones finales
Es necesario poner en valor la diversidad, reconocer las diferencias cosmológicas, filosóficas, culturales y simbólicas al abordar las violencias por razón de géneros y esto, irreparablemente, requiere de la redistribución de bienes comunes, como el territorio. Las mujeres indígenas son territorio, es imposible que puedan proyectar sus saberes y conocimientos tradicionales sin una base material que las contenga y abrace como parte del colectivo: “la defensa del territorio y de todo lo que contiene es vital y fundamental para la proyección de la vida, para el cultivo tradicional y el resguardo de las semillas. Para fortalecer el sistema de salud ancestral […] sin territorio no es posible el conocimiento ancestral, la recuperación territorial es un derecho, así como la defensa de los distintos espacios territoriales y comunitarios sagrados como cementerios y espacios ceremoniales” (ENPO, 2022). No es dable dar lugar a la diversidad en un marco de expropiación y saqueo territorial. En efecto, cuando el Estado entorpece los derechos colectivos de los pueblos y naciones indígenas, por caso el derecho al territorio comunitario y/o a desarrollar sus propios sistemas de salud como expresión de libre determinación, no solo incumple la normativa vigente, sino que expone a múltiples formas de violencia a las mujeres en tanto garantes de la cultura y defensoras del conocimiento ancestral y los bienes comunes de la naturaleza.
Por lo antes dicho, entendemos necesario abonar propuestas alternativas capaces de poner en valor los principios del buen vivir propios de los pueblos y naciones de estas latitudes. Esto también implica fortalecer y recuperar la memoria e historicidad de las luchas indígenas, a fin de apostar a procesos de democratización y desmercantilización de las medicinas y de los alimentos. La soberanía alimentaria y la práctica de la medicina tradicional son estrategias de lucha y resistencia política llevadas adelante principalmente por las mujeres. Fortalecer los procesos autónomos y colectivos, la libre asociación de productores-as para la creación de espacio comunitarios y solidarios de producción para la salud integral y colectiva en base a la propia cosmología y cultura es y debe ser una apuesta fuerte de las propuestas alternativas. En ese sentido, el resguardo de las semillas emerge como clave para el sostenimiento de la vida, ya que los monocultivos de variedades de alto rendimiento también son una causa de deficiencia alimentaria y desequilibrios en la nutrición. La diversidad de cultivos es fundamental para el resguardo de la fertilidad de los suelos. Además, hay que decirlo, las semillas comercializadas desplazan a las mujeres de los procesos de toma de decisiones y sus saberes ancestrales son opacados, quedando en el lugar de fuerza de trabajo o mano de obra no cualificada.
Las múltiples formas de violencia que afectan a mujeres y niñas indígenas deben ser atendidas y resueltas a partir de políticas (redistributivas, de reconocimiento y participación) sensibles a la diversidad cosmológica y cultural. Por ello, estas mujeres proponen la elaboración de protocolos de acción e intervención que partan de entender que la violencia es un problema de salud pública que tiene múltiples consecuencias como la depresión, los suicidios, femicidios, etcétera. Y, para que esto se sustancie se requieren de transformaciones estructurales orientadas a regular la propiedad comunitaria de los territorios, pues la proyección de la vida -de las mujeres y sus comunidades- está sujeta a la defensa del territorio y otros bienes comunes estratégicos. En la mayoría de sus culturas y cosmovisiones el territorio no se acota al recurso tierra, en tanto mera materialidad, sino que supone un concepto complejo e integral que refiere a todo el universo o mejor dicho al pluriverso, en tanto involucra a la vida humana y no humana. Se trata de concepciones que rompen con la racionalidad occidental propia de la modernidad capitalista y que, como ya dijimos, promueven formas diferentes de entender los procesos de salud-enfermedad-atención-cuidados y muerte.
Las ontologías relacionales o formas relacionales de ser, hacer y conocer proponen nuevas prácticas. Los mundos relacionales se apartan de la idea de Un Mundo que todos-as compartimos -y que muchas culturas construyen de determinada manera- y suponen la posibilidad de pensar en muchos mundos que de manera interrelacionada mantienen su diferencia como mundos. De este modo, el espacio de lo común y las prácticas de lo colectivo, la relacionalidad y el pluriverso son herramientas para la lucha, son formas que facilitan o permiten visualizar y construir otros mundos posibles. Se trata de propuestas que ponen en jaque al modelo de desarrollo capitalista porque cuestionan la noción misma de propiedad privada porque colocan el acento en otras relaciones (no mercantiles), propuestas o alternativas que sirven como utopía, en tanto permiten cuestionarnos el orden establecido y se presentan como meta-objetivo que guía la acción política. La resistencia y lucha de las mujeres indígenas por la preservación de los bienes comunes de la naturaleza hace que no duden en manifestarse contra los intereses estatales y corporativos. Por ello, en un contexto en el que la militarización, los desplazamientos forzosos, la judicialización, criminalización y persecución mediática se tornan moneda corriente, son percibidas como una amenaza para los sectores aventajados de la sociedad capitalista. Esto explica, de algún modo, el aberrante hecho que aconteció hace menos de un año en Río Negro: la detención arbitraria de mujeres mapuce e infancias que tuvo como resultado el nacimiento de un niño mapuce en cautiverio.
Todo esto permite observar que más allá de ciertos esfuerzos gubernamentales en materia de violencia por razón de géneros, existe un vacío en relación con las mujeres y niñas indígenas que las coloca en un lugar de extrema desprotección y vulnerabilidad. En buena parte esto se debe a la falta de partidas presupuestarias acordes a la complejidad de la problemática y, también, a que se trata de violencias que anudan desigualdades estructurales que desafían el orden y la estructura estatal y económica dominante. Como se afirma en el informe elaborado por Iniciativa Spotlight, UNFPA y CHIRAPAQ: “la implementación y la transversalización de los enfoques de género, antirracista, intercultural, interseccional e intergeneracional siguen siendo un reto a nivel gubernamental e intergubernamental […] la interseccionalidad, la pertinencia cultural, el desarrollo de procesos consultivos y participativos y el fortalecimiento de liderazgos, organizaciones y estructuras propias son criterios todavía débiles” (2021, p. 23). Con relación a esto, insistimos en que la toma de la palabra por parte de las mujeres supone la recuperación de saberes ancestrales, la visibilización de múltiples formas de violencias y, fundamentalmente, la participación en los procesos deliberativos. Y, en este sentido, en la arena de las políticas públicas de salud aún hoy esto es una deuda pendiente.
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Notas
[1] En este documento se utiliza el término “mapuce”, igual en plural y singular (y sin h intermedia), según el grafemario Ragileo.
[2] Para acceder al esquema de análisis propuesto se sugiere visitar: https://serviciosesencialesviolencia.org/wp-content/ uploads/2022/11/MI_Resumen_Ejecutivo.pdf
[3] Para profundizar sobre este tema, sugerimos ver: García Gualda (2020; 2021).