DOI: https://doi.org/10.19137/la-aljaba-v271-2023-5
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REPRESENTACIONES FEMENINAS EN LA OBRA DE CARMEN ROSA SAN MIGUEL DE ARANDA
Female Representations in the work of Carmen Rosa San Miguel de Aranda
Víctor Enrique Quinteros
Doctor en Historia por la Universidad Nacional de Córdoba
Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades (ICSOH)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Salta
Resumen : El objetivo de este trabajo es analizar las imágenes y representaciones femeninas esbozadas en “Mi niñez”, autobiografía de la artista salteña Carmen Rosa San Miguel de Aranda. Daremos cuenta de los valores que la escritora atribuye a las mujeres de su narrativa y de la relación de este repertorio moral con el contexto de producción de su obra. Partimos de la premisa de que esta historia de vida contribuye a la definición de la identidad de quien escribe, al tiempo que pone en evidencia los acuerdos y tensiones entre esta última y los canonizados modelos femeninos constitutivos de la cultura salteña de principios del siglo XX.
Palabras claves: Autobiografía, Mujer, Representaciones
Abstract : The aim of this paper is to analyze the female images and representations outlined in “Mi niñez”, an autobiography by the Salta artist Carmen Rosa San Miguel de Aranda. We will account for the values that the writer attributes to the women in her narrative and the relationship of this moral repertoire with the context of production of her work. We start from the premise that this life story contributes to the definition of the writer’s identity, while highlighting the agreements and tensions between the latter and the canonized female models that constituted the Salta culture of the early twentieth century.
Key words: Autobiography, Women, Representations
Sumario: Introducción. El legado de la memoria. El hogar y sus mujeres. Lejos del hogar. Consideraciones finales
Recibido: 21/11/2022 Aceptado: 03/07/2023
Carmen Rosa San Miguel de Aranda nació en la ciudad de Salta (Argentina) el 13 de julio de 1898. Hija de Adolfo San Miguel Ovejero y de Carmen Aranda Arias, perteneció a una familia que concentraba considerable fortuna a fines del siglo XIX y principios del XX (Bonicatto, 2012). Pasó parte de su niñez entre Salta, Buenos Aires y Nápoles (Italia). A los 19 años de edad, ya establecida nuevamente en su ciudad natal, se formó como retratista de la mano del pintor italiano Ignacio Cavicchia. Al día de hoy, algunas de sus obras se encuentran resguardadas en diversos museos salteños.
A los 40 años sintió “la intensa necesidad” de encontrar su “verdadera raíz histórica” (Bonicatto, 2012, p.12) pues el mundo que la rodeaba, según sostenía, no era ya el de su infancia. Sin embargo, debieron pasar varios lustros más para concretar por fin esta empresa. Recién en 1959 empezó a escribir sus recuerdos de niña y adolescente, como una suerte de ejercicio “mental y espiritual”, invadida de “presentimientos y nostalgias” (Bonicatto, 2012, p.12). Este propósito tuvo para Carmen Rosa un fin trascendental. Desandar la tradición de su familia fue, según ella misma lo concibió, su último logro personal y un aporte crucial para sus descendientes.
Para cuando falleció en el año de 1986 su proyecto se hallaba inconcluso. Sus sobrinos, Adolfo, Elena y Carmen, fueron quienes encontraron sus escritos. Esta última, sobre todo, asumió el compromiso de hacerlas públicas pues, tal como lo afirmó, tuvo la intuición de que la misma artista la eligió “subconscientemente” (Bonicatto, 2012, p.7) para que así lo hiciera.
El objetivo de este trabajo es analizar las imágenes y representaciones femeninas esbozadas en “Mi niñez”, autobiografía de la artista Carmen Rosa San Miguel de Aranda. Nos interesa dar cuenta de los ejes temáticos de su narrativa, del proceso de definición de un repertorio valorativo y de la construcción dialéctica que se despliega entre su historia de vida y su identidad personal. Este análisis nos permitirá además abordar la subjetividad y la propia experiencia de nuestra autobiógrafa y desentrañar los acuerdos y tensiones entre estos componentes y los canonizados modelos femeninos constitutivos de la cultura salteña de principios del siglo XX.
“Mi niñez” de Carmen Rosa San Miguel de Aranda es una obra que consta de tres elementos. Uno de ellos, sus recuerdos de infancia y adolescencia, de los diversos lugares y escenarios en los que vivió junto a su familia durante esas etapas de vida. Otro, las cartas que remitió en diversas oportunidades a su sobrina, Carmen San Miguel de Morano, durante la década de 1960 y 1970 en las que se expresaba sobre distintos actores y acontecimientos históricos de Salta y sobre el sentido de la historia y las tradiciones locales. Por último, el registro genealógico de sus antepasados paternos y maternos.
La obra como tal, publicada a fines de la década de 1990, a 13 años de la muerte de su escritora, tomó forma de la mano de su ya mencionada sobrina, Carmen San Miguel de Morano, encargada además de la recopilación y complementación de la misma. No es este un dato menor por cuanto nada parece indicar que nuestra autobiógrafa cobijara el propósito de hacer públicos los escritos de sus vivencias.
Cabe destacar además que el proyecto de escritura de la referida artista no formó parte de una empresa literaria mayor. Sus escritos responden más, como ella misma lo afirmó, a la necesidad de dar testimonio de un tiempo perdido, al deseo de transmitir sus saberes a las futuras generaciones de su familia.
Es posible encontrar en la obra analizada algunos de los principales elementos que definen al género autobiográfico, pues se trata de un “relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual y, en particular, en la historia de su personalidad” (Lejeune, 1991, p. 48). En Carmen Rosa confluyen, además, las figuras del autor, del narrador y del personaje, otra de las variables indispensables para definir a su obra como tal. La escritura de una autobiografía, cabe destacar, supone dar cuenta de las experiencias subjetivas y de las vivencias de quien toma la pluma y escribe, tal como lo intenta Carmen Rosa siempre centrada en los sentimientos e ideas que nutren su personalidad y a las de quienes la rodean, elementos que hacen de la esfera íntima su principal escenario.
Antes de avanzar conviene esgrimir algunas precisiones conceptuales. Primero. Es posible leer la obra de Carmen Rosa en clave de género. De hecho es su propia condición de mujer la que se expresa a través del contenido de sus recuerdos y su forma de narrarlos (Bertaux Viame, 1993, pp. 267-281; Stanley, 2002, pp. 141-142; Jelin, 2021, pp. 117-132). A través de sus líneas, la autora da cuenta de su lugar en el mundo y las relaciones de género y de poder constitutivas de este. Escribe, en este sentido, acerca de una experiencia femenina que es a la vez singular y colectiva por cuanto contempla las particularidades de su trayectoria individual como los efectos de las restricciones sistémicas de la estructura social (Mc Phail Fanger, 2006, p. 104). Su lectura del pasado nos permite así apreciar “la irrepetible originalidad del individuo como aquellas características que, inevitablemente, hacen a ese mismo individuo similar a los otros, inscrito en la cultura de su tiempo y ligado a su lugar” (Hernández Sandoica, 2017, 22).
La autobiografía de Carmen Rosa supone, además, el esfuerzo de dotar de sentido a su pasado, construyendo a partir de este proceso auto-reflexivo una propia identidad (Gusdorf, 1991). La narrativa de Carmen Rosa no recupera necesariamente la sensibilidad de cuando niña. Se trata más bien de una lectura realizada desde un nuevo horizonte de sentido. Y he aquí uno de sus principales atractivos, por cuanto nos interesa abordar la construcción de una representación, de un “personaje” (Piña, 1991), propósito siempre dirigido a un “otro” (Loureiro, 2001, 136).
Siguiendo las consideraciones esbozadas por André Gattaz, las historias de vida, como la de Carmen Rosa, no pueden concebirse como un simple producto de la “trayectoria de vida” y de “la identidad” de quienes reconstruyen su pasado, sino más bien como un reflejo activo de estas dos “fuerzas”, que actúa sobre ellas, modelándolas (1999, pp. 67-70).
En las últimas décadas, las investigaciones centradas en el análisis de biografías, autobiografías y memorias de mujeres han ganado terreno en el campo académico. Estas fuentes, a la luz de nuevos postulados teóricos y metodológicos, resultaron de vital importancia para el estudio de las experiencias femeninas de vida, las relaciones y tensiones entre lo público y lo privado, los procesos de construcción y reconstrucción identitaria y las dimensiones subjetivas de los agentes sociales, entre otros ejes temáticos/problemáticos (Ramos y Ortega, 2019; Chassen-López, 2018; Araújo, 1997; Bolufer, 2014; Mc Phail Fanger, 2006).
En líneas generales estos estudios coinciden en señalar la importancia de recuperar las voces de quienes, desde tiempo atrás, han permanecido marginados/as por los discursos historiográficos y la contribución de la denominada “vuelta biográfica” (Chassen-López, 2018) como un medio para poner a prueba “las grandes narrativas de estructuras, instituciones y abstracciones” (Renders, De Haan y Harmsma, 2017, p. 10).
Como hicimos referencia, “Mi niñez” contiene algunas de las cartas que Carmen Rosa le escribió a su sobrina entre 1966 y 1973, es decir apenas unos pocos años después de iniciar su empresa escrituraria en 1959. Creemos que estas son de suma importancia para comprender su contexto de producción y algunas de las ideas que la llevaron a escribir.
Primeramente nos interesa destacar que, según sostiene en las referidas correspondencias, su obra puede concebirse como un intento de conocerse a sí misma. Ese conocimiento de las profundidades del ser, afirma, no es materia de la ciencia. Se trata, por el contrario, de una disposición del alma, de una empresa anímica que se remite al pasado para desentrañar allí la “herencia ancestral” (p.136). Esta tarea, según sostiene, es tanto más necesaria por cuanto la humanidad atraviesa un periodo de grandes cambios tecnológicos y morales que amenazan a la cultura.
Este es su contexto de producción. En este marco cree necesario mirar el pasado a fin de “buscar la savia más honda” (p.136), como si el tiempo pretérito fuese reservorio de moral. Al hacerlo, algo parece claro. La religiosidad que aprendió por tradición familiar es una de las mayores riquezas que una persona puede tener. De esta manera, si se trata de salvar la cultura, resulta indispensable empezar por la religiosidad.
La religiosidad a la que se refiere constituye el componente central de una moral antigua resguardada en la historia por una línea patricia que, insiste, está ahora interrumpida. Una moral que se forjó en parte, según su percepción, en el proceso mismo de conquista y colonización. Empresa imposible de llevar a cabo sin fe y sin el auxilio de Dios. Son diversos los pasajes de sus cartas en los que se refiere a los pesares de los conquistadores en su lucha por no ser absorbidos por el indio, representante de la barbarie, y por la soledad de las inmensas tierras americanas, lo que hizo de estos aventureros una “hechura rígida, autoritaria, sin sutilezas ni matices, el último representante del hombre medieval” (p.11).
Desde su perspectiva, la religiosidad y otros valores a esta adosados, constituyen componentes insoslayables en el devenir de la humanidad. Por ello, lo que cuenta en sus cartas acerca del pasado salteño y de algunas de sus figuras como Martín Miguel de Güemes revisten un claro tenor romántico. Se trata, según sostiene, de una historia emotiva, vivida, en oposición a una historia más intelectual, propia de hombres historiadores. Nuestra escritora relata sucesos atravesados por el sacrificio, el honor y la abnegación de los que los beneméritos españoles y los líderes de la independencia rioplatense fueron claros exponentes. En cada uno de esos pasajes históricos se destacan ciertas personalidades con los cuáles, aduce, su familia mantiene vínculos consanguíneos e incorruptibles lazos morales.
Según Carmen Rosa la práctica de transmitir esos saberes es una tarea femenina que ella misma aprendió de otras mujeres que bien podían considerarse como “verdaderos archivos” (p.11). Esas historias, como reservorios de moral, constituyen en su narrativa una suerte de legado. Por ello Carmen Rosa le escribe a su sobrina, Carmen San Miguel de Morano, al objeto de que asuma el compromiso de continuar con la tradición de atesorar esos relatos.
Un último elemento se destaca en las cartas de nuestra autora, la constante alusión a Dios como entidad activa en el curso de la historia de la humanidad. Carmen Rosa esboza así algunos de los caracteres que definen a la autobiografía espiritual: la providencia como principio explicativo y de inteligibilidad que somete el curso de la vida a un propósito que le da forma y sentido (DeloryMomberger, 2009).
El punto de partida de la autobiografía de Carmen Rosa es el recuerdo de sus primeros años de infancia que transcurren en la finca de la Merced ubicada al interior de la provincia de Salta. Allí, según sostiene, palpó un estilo de vida basado en la integridad moral y religiosa, el culto a lo divino y lo espiritual. En este escenario, recuerda, fue inmensamente feliz, protegida y educada por su abuela Vicenta Arias, su tía abuela Jesús Aranda y su tía Lola, mujeres de marcado temperamento.
Es precisamente en este lugar donde Carmen Rosa aprehende buena parte de los valores que pretende perpetuar. Un escenario donde, según su relato, todo transcurría armónicamente y a contrapelo de las innovaciones que por entonces, en los albores del siglo XX, auguraba la modernidad. La finca es para Carmen Rosa un espacio resguardado en el tiempo, el último bastión de un universo colonial (y hasta medieval) y de su casta conquistadora que se resistía, con sus valores como estandarte, a las transformaciones que traía el cambio de centuria.
Es este su hogar, en el sentido empleado por Anna Caballé (2017), es decir ese gran espacio del mundo donde Carmen Rosa cree encontrar las claves interpretativas de su ser. Allí, una figura sobresale por sobre las demás, la de su abuela Vicenta
Ella era sencilla, natural y espontáneamente aristocrática, casi sin querer ni pretenderlo. Su vida era simple, doméstica y laboriosa (…). Había en su personalidad algo hondamente auténtico que yo sentía en su religiosidad y en sus sentimientos (p. 16).
A tono con lo señorial y lo aristocrático, virtudes propias de la “raza” europea a la que Carmen Rosa le atribuye una suerte de superioridad moral y un principio de autoridad de carácter “irrenunciable” (p.11), Vicenta es definida como una mujer profundamente religiosa, un atributo que bien se corresponde con los estereotipos de género que se impusieron con fuerza ya desde el siglo XIX sancionando una estrecha relación simbólica entre mujeres y religión (Mínguez Blasco, 2015; Blasco Herranz, 2005)
Mi abuela era beata y tenía arraigadísimos hábitos religiosos. Era terciaria franciscana y yo la veía ponerse todos los días sobre las enaguas el cordón de San Francisco. Sobre su heladera había un pila de agua bendita, de su cama colgaban relicarios de Tierra Santa, sobre la cómoda una urna con santos y muchos libros religiosos, rosarios, escapularios (…), en fin tenía a su alrededor todo lo que el catolicismo pone a mano de los devotos (p. 21)
La aducida religiosidad de Vicenta comprendía además un conjunto de saberes y deberes que desplegaba en la finca de la Merced. Según recuerda Carmen Rosa, de ella aprendió varios quehaceres referidos al culto religioso
Yo me deleitaba cuando se trataba de hacer el arreglo del oratorio, vestir santos, hacer flores o velas. Mi abuela sabía tejer cabelleras para la Virgen, hacer ostias y ornamentos, pues su madre Micaela Cornejo Torino de Arias Zuviría también había tenido oratorio en la finca de la Cañada y había visto desde niña todo lo referente al culto (p. 21)
De acuerdo al pasaje transcripto, las obligaciones cultuales se trasmitían generacionalmente entre las mujeres de familia en el seno del recinto doméstico. En este sentido Carmen Rosa establece una línea de continuidad con sus antepasados, una genealogía moral por tanto la religiosidad femenina se concibe en términos de virtud.
“La profunda religiosidad” (p.19) de Vicenta no es, en el relato autobiográfico analizado, un valor más, sino más bien una marca de género y la piedra angular de un estilo de vida signado por la espiritualidad y “la integridad moral” (p.19). Estos son los valores que, según nuestra escritora, Vicenta se esforzaba por trasmitir a los suyos y a toda la servidumbre, desde el hogar y, sobre todo, desde el oratorio de la finca (un espacio cuyo arreglo y decoro dependía de las destrezas de las mujeres) donde “todas las tardes al anochecer” debían reunirse los patrones y la peonada para rezar el rosario.
Al modo de ser que encarnaba Vicenta se le oponía, en algunos aspectos, la figura de su tía abuela, Jesús Aranda.
Era de carácter vivaz, astuta y simpática. Se entendía con el tejemaneje de las familias que vivían mal y era necesario hacer casar. Con infinidad de ahijados era ducha para estos trances (…). Era una beata activa y actuante; en cambio mi abuela era de tendencia monacal, su religiosidad era íntima y profunda. Debido a ello dominaba su carácter fuerte y sufría silenciosa y resignadamente. Nada en común había entre su modo de ser y el de su cuñada Jesús (...). Con ninguno de sus hijos tenía tampoco gran afinidad. Ella un remoto tipo de godo, de carácter fuerte y alma mística, fina y elevada en sus sentimientos (p. 21)
De esta manera Carmen Rosa contrapone las diferencias en la similitud de ambos personajes. Es probable incluso vislumbrar en la cita transcripta algunos de los elementos de dos posibles formas de religiosidad en tensión a fines del siglo XIX y principios del XX (Bianchi, 2015, pp. 170-175) que parecen así expresarse también en el recinto doméstico. Vicenta representa un modelo tradicional de religiosidad de carácter monacal y contemplativo. Una mujer replegada sobre sí misma, distante incluso de sus propios hijos. Su cuñada, una religiosidad activa más acorde con los principios del catolicismo finisecular que exigía de su laicado un mayor dinamismo y el despliegue de diversas obras piadosas y asistenciales (Quinteros, 2022).
Para Carmen Rosa, sin embargo, existía un denominador común entre ellas pues ambas eran “beatas” (p.21) una figura que a fines del siglo XIX se había convertido en el blanco de la crítica pública por su exceso de religiosidad, falsa piedad, irracionalidad y su estrecho vínculo con el clero (Quinteros, 2020). Tomando distancia de estos estigmas, Carmen Rosa presenta a Vicenta y Jesús como mujeres ejemplares, consagradas a Dios y a sus principios.
Según la narrativa analizada, Vicenta siempre se había destacado por su marcada religiosidad. No obstante, fue la muerte de su esposo, Rudecindo Aranda, lo que la llevó a dedicar su vida a la iglesia. Esta elección la hizo omitir ciertas obligaciones sociales como acompañar a sus hijas a fiestas y bailes tal como señalaba la costumbre. Por ello mismo nuestra escritora también se refiere a su abuela en términos de “beatona” para remarcar las tensiones que observaba entre un modelo de vida consagrado a Dios y las exigencias de género y etiqueta. Vicenta obviaba de esta manera una de las obligaciones de toda madre con “hijas casanderas” (Usandivaras de Torino, 2002, p. 26) para dedicarse a una vida contemplativa.
Además de los quehaceres espirituales, el gobierno de la finca comprendía la organización de la mano de obra. Una tarea que, según Carmen Rosa, ejecutaba su tía Lola, una mujer “desmedidamente trabajadora, terca y desafiante, excelente administradora del hogar que comandaba con autoridad y equidad una hueste de sirvientes y criados de la casa, en forma justa y ecuánime” (p.17-18). Las cualidades de Lola la oponen a otros dos personajes. Primero, a la propia madre de nuestra escritora que “prefería los salones, las fiestas y los bailes” (p.18). Segundo, a su tío Rudecindo, uno de los administradores de la referida unidad productiva, un “derrochón” (p.17) con quien Lola mantenía una tensa relación.
Además de organizar a la mano de obra de la finca, las mujeres se encargaban de otra labor crucial para el sostenimiento del orden: el control, moralización y disciplinamiento de la servidumbre. Eran ellas las responsables de impartirles el catecismo, de enseñarles a leer, rezar, cocer, servir, de estimular su piedad religiosa y hacer casar a las parejas que vivían en concubinato. Atribuciones que se fundamentaban, según Carmen Rosa, en las diferencias que mediaban entre “la aristocracia provinciana” (p.11) y los sectores subalternos. Los primeros definidos por su europea superioridad moral, “su espíritu protector” (p.26) y el principio de autoridad que llevaban en su sangre. Los segundos, por su carácter sufrido y humilde y sus “resabios de sumisión y esclavitud” (p.26).
Estos principios de clasificación, exaltados por Carmen Rosa, eran compartidos por la misma élite salteña a la que pertenecía (Justiniano, 2010, pp. 101-137): principios que durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del siglo XX constituyeron el fundamento de un sistema de instituciones consagradas al ejercicio de la beneficencia (Quinteros, 2017). Este dominio sobre la servidumbre tiene para nuestra escritora un carácter espiritual, un tenor moral, que tiende a hacer de los efectivos vínculos de poder afectivas relaciones de familiaridad paternal y/o maternal.
Según nuestra narradora, en la finca de la Merced, las matronas se encargaban también de brindar asistencia a los enfermos. Sabían “curar heridos, atender partos y hacer remedios caseros de emergencia” (p.22). Estos saberes terapéuticos que Carmen Rosa rescata son también los que otros relatos históricos describen, según los cuales las mujeres fungían de “médicos de familia” pues “conocían las enfermedades por su apariencia y allá iban los remedios, las averiguaciones y los consejos” (Frías, 2013, p. 574).
Lola, Vicenta y Jesús componen la tríada femenina protagonista de la finca de la Merced, de su sostenimiento y progreso, por encima incluso de Rudecindo limitado, en el relato analizado, a la tarea de pagar los jornales de los trabajadores.
En 1905 yo tenía siete años. Era una niña que no llamaba la atención por nada, pero puedo decir que había almacenado felicidad por la niñez inocente y tranquila que había pasado al lado de mi abuela, de quien había llegado el momento de separarme (p.79)
Con estas palabras Carmen Rosa da inicio al relato de una nueva etapa de su vida que es también un nuevo capítulo de su obra. A los siete años de edad, se traslada junto a sus padres a Buenos Aires dejando atrás la finca de su infancia y a las personas que la rodeaban. En la ciudad puerto permaneció tan sólo tres años.
Los recuerdos de esta breve estadía versan, entre otros ejes, en la imagen de su padre, Adolfo San Miguel, y su madre, Carmen Aranda. De esta última, Carmen Rosa recupera algunas virtudes en correspondencia con las precedentes figuras femeninas de su obra
Mi madre era una mujer esencialmente maternal, sólidamente cristiana y de moral estricta aunque con ciertas dotes mundanas pues brillaba en sociedad (…). Su porte y su tipo eran totalmente señoriales, además sabía vestir con perfecto acierto y moverse con gracia y oportunidad condiciones todas ellas que dan encanto y realce a una mujer. Pero su vida no era mundana, no podía ni debía serlo, primero por sus hijos todos pequeños y después porque mi padre no se lo hubiera permitido. Sabía que es lo conveniente y decoroso para la vida de una señora cuya fama y honor debían ser respetados (p. 63)
Lo cristiano y lo señorial vuelven a consagrarse como valores definitorios de las mujeres de su familia. Sin embargo, lejos de la finca, los roles femeninos parecen ser otros. Carmen Aranda debe así lidiar con exigencias diferentes a las de Vicenta. El lujo de la nueva vivienda de la familia de Carmen Rosa, suntuosa, patricia y decorada al estilo francés, le exigen a su madre mantener un frágil equilibrio entre sus dotes mundanos y sus virtudes espirituales.
La vida de Carmen Aranda, según los recuerdos analizados, sufriría un primer revés, “una feroz prueba” (p.70), a partir de la muerte de uno de sus hijos menores. Este duro episodio, sostiene Carmen Rosa, le significó un mayor acercamiento con su madre, la que empezó a parecerle, desde entonces, más interesante y dulce, una mujer de esplendorosa naturaleza, llena de gracia. La muerte viene así a generar mayor empatía entre ambas mujeres y a señalar un hito en la historia de Carmen Aranda a la que la vida le depararía aun nuevos infortunios.
En esta etapa de la obra de nuestra autora, la figura de su padre empieza también a tener mayor relevancia. Las características de Adolfo son, en parte, similares a las de su tío Rudecindo, aquel derrochón sin “sentido práctico” (p.28) que vivía en la finca de la Merced.
Mi padre a pesar de ser galante tenía un alto concepto de honor (…) sus fallas eran la falta de eficiencia para la lucha y la poca importancia que le daba a la parte práctica y positiva de la vida. Siendo inteligente, sensible e imaginativo, no se orientaba hacia un esfuerzo que estuviera en proporción con sus dotes. Amaba la vida pero el triunfo personal no le interesaba, eso era quizás lo que más la hacía sufrir a mi madre que era ambiciosa y de corazón valiente (…).
Recuerda nuestra escritora, además, que ya por aquellos años, Adolfo empezaría a darle serios disgustos a Carmen Aranda por sus infidelidades.
En las memorias analizadas, Buenos Aires representa una primera ruptura respecto del universo idealizado de los primeros años de infancia. La modernidad de la ciudad puerto, la moda francesa de la arquitectura porteña, la suntuosidad de sus detalles, la opulencia de una urbe en franco crecimiento, se contraponen al estilo colonial y a la quietud de la finca de la Merced. A esa ruptura contribuye también la tragedia de la pérdida de un miembro de la familia y las tensiones que afloran entre sus progenitores. Es por ello que cada tanto Carmen Rosa recuerda con nostalgia a su viejo hogar, la finca. Es por ello también que, como afirma, nunca sintió plenitud total en aquella gran ciudad.
En 1909 la familia San Miguel se radica en Nápoles (Italia). Esta etapa de la vida y obra de Carmen Rosa se encuentra signada por nuevas revelaciones, por la cristalización de los rasgos que definen su identidad y por el redescubrimiento de sus progenitores.
Dos son las mujeres que ocupan buena parte del recorrido que Carmen Rosa realiza de su estadía en Nápoles, su madre, a quien ya nos referimos, y su abuela paterna, Carolina Ovejero. En este tramo de su obra nuevamente insiste en recuperar aquellas virtudes espirituales que más destacan a las mujeres de su familia: la religiosidad y la piedad.
En sus recuerdos, sin embargo, la figura de Carolina Ovejero se encuentra atravesada por diversas tensiones. Y es que, a diferencia de Vicenta Arias, su abuela paterna optó por rehacer su vida luego del fallecimiento de su primer esposo, desafiando así la costumbre de mantener el luto de por vida. Esta decisión le costó la reprobación de sus hijos sobre todo porque Carolina contrajo nuevo matrimonio con un hombre considerablemente menor que ella con el que finalmente se trasladó a Nápoles, alejándose así de sus vástagos cuando algunos de estos eran aún apenas unos infantes.
Amén de esta controvertida decisión, nada parece apartar a Carolina de sus deberes de mujer cristiana
Vivía muy apaciblemente su vida de anciana sin más preocupación que Salvatti, la comida de Salvatti y todo lo que a Salvatti pudiera gradarle. Tocaba el piano casi todos los días. Se arreglaba con coquetería, era feliz, vivía su vida. Lo mejor que tenía era su actitud piadosa, le gustaba hablar de Dios y de los santos, era modesta y caritativa (p. 88)
La religiosidad vuelve así a presentarse como un valor incólume que se combina, sin tensiones aparentes, con el lujo, las diversiones y la coquetería que signó la nueva vida de Carolina en Europa.
Carolina, como también Vicenta, constituye otro caso ejemplar de la mentada religiosidad femenina a pesar de su diferente trayectoria de vida. Ambas son mujeres que representan y condensan un cúmulo de virtudes perpetuadas generación tras generación. Dos viudas que rehacen sus vidas, a su manera, conservando siempre el sentimiento de religiosidad.
Un elemento más las asemeja. Ambas son descriptas como mujeres distantes de sus respectivos hijos. Vicenta, como ya expresamos, no tuvo “gran afinidad” (p.21) con ninguno de ellos. Carolina se separó de los suyos para instalarse en Italia. En este punto el relato de Carmen Rosa tensiona el modelo del “ángel del hogar” y la supuesta sensibilidad maternal que a éste se le atribuye.
Cabe destacar, sin embargo, que en la vida de Carolina no es el luto (la ausencia de un hombre) el principal problema con el que ésta debe lidiar, sino las constantes infidelidades de su joven esposo Salvatti. En este sentido, su historia encuentra un denominador común con la de la madre de nuestra autobiógrafa. Nápoles es un lugar de ensueño para el animado espíritu de su padre, Adolfo, y su inclinación a mantener amoríos extramatrimoniales.
Tenía mamá en esa época 32 años, comenzaba a engordar y a perder su aspecto juvenil, y por otra parte, no creía tal vez necesario retenerlo a papá que solo le llevaba un año de edad y estaba en la plenitud de su vigor físico y de su interés. Era atrayente, simpático y vivaz; se había casado demasiado joven y probablemente anhelaba aventuras donjuanescas o románticas que sin perjudicar su vida matrimonial le permitiera saborear frutos prohibidos como tantos hombres lo hacen (…). Estoy segura que lo hacía no porque no la quisiera a mamá sino porque no tenía carácter para evitar tanta provocación (pp. 84-85)
Los “flirts” (p.84) de Adolfo eran recurrentes. Recuerda Carmen Rosa que ella misma los presenciaba cuando con él paseaban por las calles de Nápoles. Según sostiene, de niña, no le parecía esto algo tan grave sino más bien natural. En su relato, estos amoríos, más que un engaño, parecen constituir una prueba para el matrimonio: un escollo finalmente sorteado por “la profundidad moral y religiosa” de su madre, por la “bondad de su corazón” (p.98). Aparece aquí nuevamente la religiosidad femenina dotando de sentido una amarga experiencia que, según ella misma recuerda, hacía llorar a su madre
Mi pobre mamá tenía que soportarle muchas cosas a papá que no disimulaba sus andanzas y sus infidelidades (…). Deseando tener un buen confesor, le averiguo a la directora donde podía encontrarlo y a quien debía dirigirse. La madre le recomendó un jesuita que vivía en Capo di Monte. Mamá se fue hasta allí y tuvo una larga consulta y confesión con este sacerdote. (…) le dijo que mantuviera en todo momento su dignidad de esposa y madre, que no desfalleciera pues es por la virtud que las personas se salvan y se imponen (p. 98)
Carmen Rosa recupera, en este pasaje, una figura muy cercana a las mujeres piadosas, el cura confesor. Es éste el que anima a su madre a mantener su matrimonio hasta imponerse, por virtud y abnegación, a la indisciplina de su esposo. El clero es representado, al igual que en otras narrativas femeninas, como apoyo moral y espiritual de las mujeres (Usandivaras de Torino, 2002, pp. 19-20).
En este punto del relato, además, es posible observar con mayor claridad otros valores que Carmen Rosa asigna a las mujeres de su familia: la abnegación y el sufrimiento ante la ausencia de sus cónyuges, la muerte y las infidelidades. Ella misma confiesa haber comprendido prematuramente que “sólo siendo fuerte, sufrida y piadosa se podía soportar la vida” (p.121). Tal revelación es producto de la definición de sí misma como un ser “desvalido” (p.121), lo que parece finalmente ponerla en mayor contacto con la sensibilidad, la espiritualidad y el sufrimiento, propio y ajeno. Así, la fragilidad de su existencia anima a la fortaleza de sobreponerse a los infortunios de la vida. No es casual entonces que tomara conciencia de tales virtudes ante la enfermedad de su padre, su compañero de aventura
¿Por qué comprendí o presentí eso mientras caminábamos por la vereda de una gran edificio próximo al Sean? Tuve la impresión de que papá y yo éramos seres desvalidos que tendríamos que hacer un largo camino juntos. El estaba enfermo, en ese instante en que se agarraba de mí y al muro de rojizo granito. La calle solitaria, solo a lo lejos se veía algunos árboles, suspirábamos por un auto o un coche que nos condujera al hotel. Por primera vez estudié la lívida demarcación de un semblante querido, sin tener más que cariño para auxiliarlo (p. 121)
Es en Nápoles también donde la religiosidad de las mujeres de su familia se vuelve carne para nuestra autobiógrafa
El silencio del lugar me emocionaba y sabía que podía conversar con el Santísimo. Un día con el corazón hinchado de emoción le confesé a Sara Giraldi que le había pedido al Señor que me hiciera morir y ella enseguida me rebatió que eso era malo y tonto, que lo que le debía haber pedido era que me diera martirio y fuerza para luchar. Sentía que si entonces hubiera muerto tenía un alma limpia e inocente y que después no sería así. Nunca he estado más cerca de Dios y de la eucaristía que en ese momento de infancia que antecedió a mi primera comunión (p. 95)
La religiosidad, y con ella la abnegación y el sufrimiento, se convierten así en una experiencia propia en el relato de Carmen Rosa, lo que le permite percibirse ya como parte de una genealogía moral, de una larga tradición femenina. A partir de esta definición es que también puede, desde la palabra escrita, convertirse en trasmisora de esos mismos valores y hacer de la escritura un acto de memoria (Salem, 2022, p. 24).
Compartimos la premisa de que “no es el sujeto (ya preexistente) el que construye relatos del yo, sino el que se construye a través del relato” (Bolufer, 2014, p. 113). Por ello, esta operación supone un nuevo vínculo con el pasado: implica ponerlo en orden, imprimirle inteligibilidad, dotarlo de sentido para volverlo comprensible y hacerse comprensible. Esa misma relación puede cursar distintos caminos: se podría marcar un antes y un ahora en términos lineales y de contrastes, o, por el contrario, como lo hace Carmen Rosa, señalar una línea de continuidad en forma de eterno retorno a un punto de partida que es también de llegada. Ese punto nodal para nuestra artista es el hogar, esa “gran cuna” que simboliza un verdadero cosmos (Bachelard, 2000, pp. 28-30). La casa y sus valores son presentados como reservorios de moral en un tiempo de profundas modificaciones.
Para hacer frente a la amenaza de cambio, representada por los avances tecnológicos y el declive espiritual, resulta menester remontarse al pasado a través de la memoria a fin de recuperar aquellos valores que persistieron a través del tiempo y que constituyen los pilares de una moral anclada en lo colonial, en la herencia española y en la religiosidad. En función de tal propósito elabora una suerte de genealogía de esos mismos valores forjados a sangre y fuego durante la conquista y colonización pero también durante el proceso de la independencia rioplatense. La lectura que hace del pasado posee un claro sesgo romántico que se opone al cientificismo de otras interpretaciones escritas con “entero sabor porteño” (p.129). Leer de esta manera el pasado implica reconocer a las grandes figuras que jalonaron la historia y que, de esta forma, cumplieron, aún sin saberlo, con los designios divinos.
Desde su percepción, dar cuenta de esa historia moral es una prerrogativa femenina, una disposición de género que se trasmite generacionalmente, desde el seno mismo del hogar como otros tantos saberes. En este sentido, su tarea de conservar determinados valores garantes del progreso de la humanidad y su resguardo ante el embate de los nuevos tiempos constituye una suerte de legado que ha recibido de otras mujeres de su familia y que debe ahora delegar. Un mandato que puede comprenderse como tal en el marco de una historia familiar y de las estructuras de distribución sexual del trabajo social.
La labor de conservar lo inmemorial y los recuerdos, y la tónica que le da forma a este proyecto, encuentran así un nuevo agente de transmisión y reproducción, una mujer nuevamente, como muchas de sus antecesoras. La misma Carmen San Miguel de Morano reconoce incluso que su tía la ha designado como “depositaria de sus conocimientos” (p.7). Carmen Rosa es para su sobrina, lo que Vicenta fue para ella, un modelo femenino de ejemplaridad.
A diferencia de otras obras autobiográficas femeninas (González Heras, 2018), la de Carmen Rosa no se pronuncia sobre las desigualdades de género en términos de denuncia. Ninguno de los atributos que esboza sobre si misma nos permite pensarla como “una mujer híbrida” (Burguera, 2018, p. 58). Las fronteras entre lo masculino y lo femenino, sin embargo, no son tan nítidas en sus relatos. Así por ejemplo, “el sentido práctico” que parece otorgarles a algunos de los hombres de su genealogía, se vuelve ausencia en la figura de su padre, más inclinado “al goce de la vida, sin carácter para la lucha” (p.63).
Amén de los detalles que hacen a la vida cotidiana, las memorias de Carmen Rosa desvelan las relaciones y tensiones que existen entre lo individual y lo colectivo. Por eso mismo sus recuerdos de infancia corroboran en buena medida el influjo de los modelos hegemónicos, de grupo y de género, al tiempo que les restituye a los personajes de su relato sus márgenes de acción y agencia. Las mujeres que recuerda se deslizan, en su escritura, entre ambos polos.
Muchas son las mujeres que recorren las páginas de las memorias de Carmen Rosa. Muchas también reafirman y ponen en entredicho, de forma simultánea, la feminidad hegemónica. Sus retazos de vida contribuyen a matizar y a enriquecer las representaciones consagradas. Como pudimos observar, amén de sus diferencias, todas ellas, según Carmen Rosa, se caracterizan por su religiosidad. Tarde o temprano dan sobradas muestras de esta virtud. Incluso aquellas que en una primera instancia del relato parecen dedicarse al ocio y a la vida social, finalmente representan el papel de buenas madres y devotas, garantes de la moralidad de su hogar.
Carmen Rosa nos permite comprender que la consabida religiosidad decimonónica de las mujeres de la élite salteña no puede concebirse simplemente en términos de valor impuesto. Se trata más bien de una virtud asumida que dota de sentido sus experiencias. En otros términos. La exaltada religiosidad, podemos pensar, es quizás expresión del esfuerzo de Carmen Rosa por hacer encajar su historia con los modelos femeninos y las expectativas sociales de género. Es quizás también, sin embargo, reflejo de una identidad femenina asumida como tal, apropiada, a partir de la cual revalida la condición de mujer aunque mas no sea retomando las tradicionales diferencias de género.
Ella misma se define como tal, como una mujer piadosa, se consagra a Dios, y es a partir de esta definición que escribe sus memorias. En este sentido su relato es causa y efecto de su autorepresentación y de la representación del linaje femenino de su familia, y por ello también el cariz emotivo, afectivo e íntimo de su narrativa, un carácter común en las memorias femeninas (Jelin, 2021, p. 125).
De acuerdo con las apreciaciones esbozadas por Elizabeth Jelin e Isabelle Bertaux Viame (1993, pp. 273-275), podemos reconocer algunas distinguidas marcas de género en las líneas de nuestra memorialista. En efecto, su historia de vida privilegia las historias de vida de sus allegados y de las relaciones que los unen. En líneas generales, las mujeres de su relato viven para otros, sus esposos, sus hijos, sus nietos, Dios. La niñez de Carmen Rosa se encuentra signada por el influjo de las experiencias, los saberes y las enseñanzas de sus antepasados y de quienes habitan el recinto doméstico, de su abuela Vicenta sobre todo. Los oratorios, las capillas, el hogar y sus valores, las relaciones familiares y las obras piadosas y espirituales que hilvanan su memoria son producto de una específica selección entre un cúmulo posible de hechos del pasado. Una selección, cabe destacar, que da forma a su historia y que refleja la forma de su vida real, es decir su condición femenina.
Carmen Rosa construye una identidad atravesada por los valores católicos, por las tradicionales atribuciones que este le confiere a la mujer. Su inclinación espiritual es parte de ese universo y aún más, su misma actividad artística es concebida como la disposición propia de un alma sensible para la que Dios, belleza y bondad constituyen “una unidad” (p.113).
En las memorias analizadas es posible reconocer diversas oposiciones simbólicas que le imprimen sentido a los lugares y a los personajes que los habitan: a) la finca, como espacio de intimidad sujeto al gobierno de las mujeres, se opone al espacio público al que Carmen Rosa accede de la mano de su padre en sus paseos diarios por Nápoles: b) lo colonial, como reservorio moral de carácter hispanófilo, se opone a la modernidad representada por el intelectualismo francés y las modas y arquitecturas galas y el industrialismo inglés: c) el sentido práctico de los hombres se opone a la espiritualidad femenina: e) las élites, como actores privilegiados de la historia, se oponen a los sectores subalternos expuestos incluso como propios culpables de sus desgracias.
Coincidimos con la prologuista de la obra analizada, Adriana Zignoni, en que los trabajos de la memoria se asemejan a la actividad del tejido, “tarea delicada y ancestral de las mujeres” (p.6). Las memorias de Carmen Rosa, al igual que otros tipos de registros como el fotográfico, tienen la funcionalidad de reforzar la unidad del grupo (Bourdieu, 2011, pp. 51-63), por tal motivo, como ella misma lo afirma, “los asuntos genealógicos no son tilinguería” (p.13). Así lo confirma también Carmen San Miguel de Morano, cuando reconoce que, por efecto de las historias de su tía, sus antepasados -a los que no conoció- no son para ella “una mera fotografía olvidada en un cajón, sino personas vivas” (p.7) a las que llegó a amar. Cada personaje de una genealogía deviene así en el punto de un tejido que lo contiene, que se enlaza con otros, más o menos distantes. Nuestra escritora entreteje las vidas de los suyos en una nueva trama, en una red de relaciones y de significados. Esta labor que contribuye al sostenimiento de las relaciones grupales ha sido tradicionalmente percibida como una prerrogativa femenina. Por ello también, ha permanecido generalmente invisibilizada, circunscripta a la esfera íntima, al ámbito de la reproducción, como las tareas de las moiras, las diosas tejedoras de la mitología griega (Fernández Guerrero, 2012).
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