DOI: http://dx.doi.org/10.19137/aljaba-2019-230111
ARTÍCULOS
EL MOVIMIENTO FEMINISTA MEXICANO Y LOS ESTUDIOS DE GÉNERO EN LA ACADEMIA
The Mexican feminist movement and gender studies in the academia
Marta W. Torres Falcón
Profesora investigadora.
Universidad Autónoma Metropolitana
unidad Azcapotzalco. México
Resumen: Los estudios sobre la mujer y las relaciones de género realizados en instituciones académicas tienen una historia relativamente reciente. Los primeros esfuerzos cristalizan a principios de los años 1980. El objetivo de este artículo es analizar esa trayectoria, a partir del vínculo con el movimiento feminista de la segunda ola. En un primer apartado, se analizan algunos antecedentes y se mencionan organizaciones que, desde principios del siglo XX, colocaron en el centro del debate político la obtención del voto y el reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres. En un segundo momento, se analiza el llamado neofeminismo: sus principales demandas y la interlocución con el Estado. Finalmente, se describe la trayectoria de los estudios de género en tres espacios académicos importantes: El Colegio de México, la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma Metropolitana unidad Xochimilco. La creación de espacios ad hoc y la institucionalización de los estudios de género fueron posible porque el movimiento feminista ya había alcanzado la suficiente solidez para ser un actor social reconocido.
Palabras clave: Movimiento feminista; Estudios de género; Feminismo mexicano.
Abstract: Women and gender studies in academic institutions have a recent history (herstory). The first efforts took place in the early 1980’s. The objective of this article is to analyze that trajectory, from the link with the feminist movement. In the first place, some background is analyzed. The organisations that, at the begining of the 20th century, placed at the centre of the political debate the sufrage and the recognition of women’s citizenship are mentioned. In a second moment, the so-called feminist movement of the second wave is analyzed: its main demands and the dialogue with the State. Finally, three academic experiences are described: El Colegio de México (The College of Mexico), the Universidad Nacional Autónoma de México (National Autonomous University of Mexico) and the Universidad Autónoma Metropolitana unidad Xochimilco (Metropolitan Autonomous University campus Xochimilco). The creation of ad hoc spaces was posible because the feminist movement had reached enough strength to be a recognised social actor.
Key words: Feminist movement; Gender studies; Mexican feminism.
Sumario: Introducción. Las primeras voces. El neofeminismo. Principales demandas. Interlocución con el Estado. Feminismo y academia. Reflexiones finales.
Los estudios sobre la condición de las mujeres y las relaciones de género, realizados en instituciones académicas, tienen una historia reciente. Los primeros esfuerzos cristalizan a principios de los años 1980. El objetivo de este artículo es analizar esa trayectoria, a partir del vínculo con el movimiento feminista. En un primer apartado, se analizan algunos antecedentes y se mencionan organizaciones que, desde principios del siglo XX, colocaron en el centro del debate político, la obtención del voto y el reconocimiento de la ciudadanía. En un segundo momento, se analiza el llamado neofeminismo: sus principales demandas y la interlocución con el Estado. Finalmente, se analiza la trayectoria de los estudios de género en tres espacios académicos: El Colegio de México, la Universidad Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma Metropolitana unidad Xochimilco. La creación de espacios ad hoc y la institucionalización de los estudios de género fue posible porque el movimiento feminista ya había alcanzado la suficiente solidez para ser un actor social reconocido.
El primer derecho que reclamaron las mujeres fue la educación. En 1405, Christine
de Pizan tomó la pluma para señalar, enfáticamente, que las mujeres debían tener acceso al conocimiento1. En el contexto mexicano, destaca la figura de Sor
Juana Inés de la Cruz; en el siglo XVII, desde el claustro, escribió numerosos textos
entre los que destacan la “Respuesta a Sor Filotea” y “Redondillas”2. Sor Juana defendió
abiertamente el derecho de las mujeres a la educación y denunció la hipocresía y
doble moral de muchos hombres. A varios siglos de distancia, esos postulados siguen
vigentes. Sin duda, ha habido avances notables en todos los ámbitos, que coexisten
con el acceso restringido o nulo a las aulas para muchas mujeres, sea como alumnas
o como docentes. En México, el proceso ha registrado numerosos claroscuros. En
este apartado, se ofrece un panorama general de las demandas iniciales de distintas
organizaciones de mujeres, que darían paso al movimiento feminista de la segunda
ola, que emerge en la década de 1970.
A inicios del siglo XX, México vivió una de las dos grandes revoluciones que
sacudieron al mundo y que culminó en 1917 con una nueva constitución3. Si bien
el propósito inicial fue derrocar la dictadura de Porfirio Díaz, cuyo gobierno se había
extendido por treinta años, las demandas sociales se abrieron paso en varios frentes
importantes: reforma agraria, condiciones laborales adecuadas (jornada máxima
de ocho horas, descanso dominical, vacaciones, salario mínimo), educación básica
gratuita y obligatoria. Las mujeres participaron de distintas formas en ese gran movimiento
que fue la Revolución Mexicana; aunque no se les ha reconocido ampliamente
el papel que desempeñaron en la gesta revolucionaria, algunas historiadoras
han rescatado su presencia como “soldados”, propagandistas, enfermeras, agentes
confidenciales y también soldaderas o acompañantes (Rocha, 2016). Una figura importante
es Hermila Galindo. En 1916, participó en el Primer Congreso Feminista
de Yucatán4 con la ponencia “La mujer del porvenir”; ese mismo año, presentó una
propuesta, al Congreso Constituyente, para otorgar a las mujeres el voto, aunque
fuera restringido; logró influir en la llamada Ley del divorcio, expedida por el presidente
Carranza también en 1916 (Lau, 2011).
Aunque la petición de Galindo no fue atendida por el Constituyente –sólo dos
de 219 diputados votaron a favor-, la lucha por el voto ganaba terreno (Macías,
2002). En 1919, se conformó el Consejo Feminista Mexicano y en 1935, surge el
Frente Único por los Derechos de la Mujer, después de los congresos nacionales de
obreras y campesinas de 1931, 1933 y 1934 (Tuñón, 1992). Estaba conformado por
25 organizaciones de varios sectores. Un año después de su fundación, el Frente contaba
con cincuenta mil mujeres y se convirtió en el Consejo Nacional del Sufragio
Femenino. Sus voces eran importantes y su trabajo, claramente orientado a la obtención
del voto, tenía que ser mediatizado. El Partido de la Revolución Mexicana,
predominante y casi único, incorporó al Consejo a sus filas, como el ala femenil de
ese organismo político5 (Tuñón, 1997).
Paralelamente, las mujeres de la Unión Nacional Sinarquista emprendieron la
lucha por el voto. Era una organización de derecha que reivindicaba los roles tradicionales
de las mujeres y se manifestaba abiertamente por el derecho al voto, ya
que con ello –decían- se agregaría “un toque femenino” a la política (Fernández,
2004). A partir de los años 1940, las sufragistas interpelaron directamente a las
autoridades con esa demanda básica: votar y ser electas. Las mujeres pelearon con
tal vigor el derecho de acudir a las urnas, que hoy en día persiste la identificación
del feminismo con el sufragismo, casi de manera inconsciente. Sin duda alguna, las
enconadas luchas libradas por las sufragistas en todo el mundo han sido un componente
fundamental en la construcción de relaciones igualitarias. En México, la
batalla duró más de medio siglo. Al iniciarse la década de los cincuenta, las presiones
internacionales eran suficientemente fuertes: casi la totalidad de los países europeos
y un buen número de naciones latinoamericanas habían reconocido ya el sufragio
femenino. El decreto presidencial que reconoció ese derecho básico en México fue
emitido en octubre de 1953 (Espinosa y Lau, 2011). Desde entonces, la presencia
de las mujeres en los órganos legislativos –tanto federal como local- ha sido constante.
Las presidentas municipales o alcaldesas, así como gobernadoras de los estados
siguen siendo una clara minoría.6
Con el reconocimiento formal de la ciudadanía en los mismos términos que los
varones, para muchos el tema estaba saldado. Para muchas mujeres, la lucha apenas
comenzaba.
En la efervescencia de la década de 1960, miles de mujeres en diferentes latitudes
salieron a las calles a protestar por las condiciones de subordinación y opresión que
las mantenían atadas a tradiciones injustificadas. Tanto en Europa como en Norteamérica,
se dieron protestas multitudinarias. Las pioneras del llamado feminismo de
la segunda ola o neofeminismo expresaron con claridad que las diferencias no tenían
por qué traducirse en desigualdades. Una vez identificado el problema, las demandas
de igualdad se formularon en distintos terrenos: legal, de oportunidades, acceso a
bienes y servicios, salarial, entre otras (Bartra, Fernández y Lau, 2002).
México fue sede de la Primera Conferencia de Naciones Unidas para la Mujer,
realizada en 1975. En preparación de tal evento, se modificó el artículo 4º de la
Constitución del país para establecer la igualdad ante la ley del varón y la mujer,
matizada en la siguiente línea con la protección legal a la familia. Se dice también
que toda persona debe decidir de manera libre, responsable e informada el número
y el espaciamiento entre sus hijos. En otras palabras, el artículo 4º se convierte en
receptáculo de distintas prerrogativas, que reflejan la asociación cultural de las mujeres
con la familia y el énfasis en la función reproductora. Así, cuando se habla de
mujeres, se subraya la maternidad y enseguida se les atribuye la función de proteger
a la familia, aun a costa de sus propios derechos individuales.
El tema central de esa Primera Conferencia fue precisamente la igualdad jurídica.
El informe final –redactado en un lenguaje androcéntrico- subraya la necesidad de
incluir la igualdad en los textos constitucionales. Además, se inaugura el Decenio de
Naciones Unidas para la Mujer, con el lema “Igualdad, desarrollo y paz”.
En México, en los primeros años de la década de 1970, se formaron los grupos
pioneros en el trabajo feminista. Algunos ejemplos son el Movimiento Nacional de
Mujeres, el Colectivo La Revuelta, Lucha Feminista, Movimiento por la Liberación
de la Mujer. Cuando se realizó en México la conferencia internacional organizada
por Naciones Unidas, los grupos llevaron a cabo un contra congreso. Durante dos
días, tuvieron mesas de discusión sobre diversos temas: igualdad, violencia, sexualidad.
Se declaraban totalmente en contra de la postura oficial: reivindicaban la diferencia,
rechazaban un desarrollo capitalista opresivo y, finalmente, se definían como
un movimiento en lucha constante. Tal era el escenario a mediados de ese decenio.
El tema de la condición de las mujeres había logrado una convocatoria internacional
y mostraba múltiples formas de abordar e incluso de identificar la problemática.
Frente a las posturas asistencialistas, la visión de las mujeres únicamente como
madres y la vinculación inevitable con la familia –así, en singular-, se sostenía la
afirmación como sujetos y la exigencia de igualdad.
En esa nueva ola del feminismo, la historiadora Ana Lau (2016) identifica tres
períodos. En la década de los setenta, mujeres urbanas, universitarias de clase media,
formaron pequeños grupos para discutir los temas que les producían escozor: doble
jornada, hostigamiento sexual, violación, brechas salariales, sexualidad, entre otros.
Al compartir vivencias que se pensaban como propias e individuales, era posible advertir
que el malestar era compartido. Los pequeños grupos fueron una modalidad
organizativa que cumplía también una función terapéutica: hablar de la opresión
para hacerla consciente y darle la visibilidad que merecía. Ahí se acuña el lema que
identificaría al movimiento por muchos años: lo personal es político.
En una segunda etapa, ya en los ochenta, la actividad feminista se extiende por
todo el país (Espinosa, 2009). Además, el terremoto que cimbró a la capital de la
república en 1985 puso de manifiesto las condiciones en que vivían y laboraban
muchas mujeres de sectores populares. En el llamado movimiento urbano popular,
las mujeres incorporaron demandas de género (Massolo, 1995). En esa década, la
palabra ‘feminista’ ya estaba suficientemente estigmatizada y el significado real de
búsqueda de igualdad era casi incomprensible. Se habla entonces del movimiento
amplio de mujeres; el acento se desplaza del contenido ideológico a las protagonistas.
Finalmente, el último decenio del siglo pasado planteó el reto, para el feminismo,
de constituirse como una fuerza política capaz de establecer interlocución
fructífera con el Estado.
En cada una de estas tres etapas, las acciones y demandas del movimiento varían
sensiblemente.
Desde inicios de los años setenta, los grupos plantearon el combate a la violencia
contra las mujeres como un tema prioritario. Las primeras acciones estuvieron
dirigidas a víctimas de violación, considerada una expresión paradigmática de la
desigualdad genérica. Se brindaba a las mujeres apoyo terapéutico y asesoría legal
especializada. Además, se hicieron algunos análisis del discurso legal y los nudos,
frecuentemente insalvables, en el proceso penal (Torres, 2013).
En realidad, la lucha contra la violencia ha sido eje de cohesión del movimiento
feminista durante más de cuatro décadas. En los años 80, varias organizaciones empezaron a trabajar con mujeres golpeadas7: se proporcionaba apoyo terapéutico
para ellas y sus hijas e hijos, se daba alguna orientación legal y se insistía en la necesidad
de contar con refugios para garantizar la seguridad de las mujeres.
También en los 80, se discute en diversos foros y se emprenden acciones concretas
contra el hostigamiento sexual. El trabajo se da en una suerte de sumatoria:
violación, maltrato doméstico, hostigamiento sexual. Si a principios de los setenta,
cuando empezaba a hablarse de violencia contra las mujeres, alguien hubiera sospechado
los niveles que alcanzaría al finalizar el siglo XX, la habrían tachado de loca y
pesimista. Como hecho, los crímenes de odio definidos como feminicidios y la trata
de personas para explotación sexual rebasaron cualquier expectativa (Torres, 2013).
En 1994, se registró el primer caso de feminicidio en Ciudad Juárez, Chihuahua,
urbe fronteriza con El Paso, Texas. Una mujer fue secuestrada, violada por varios
sujetos, torturada y asesinada (Ravelo, 2004). La violación a las mujeres ha sido una
práctica sistemática a lo largo de la historia. El caso que se comenta resulta significativo
porque inauguró un patrón de criminalidad. No constituía un hecho aislado
sino una secuencia delictiva con una crueldad desbordante: privación de la libertad,
violencia sexual reiterada, tortura y asesinato. Además, los cuerpos eran desmembrados
y arrojados en distintos sitios, lacerando esa última dignidad de permanecer
completos. Estos casos se afianzaron en la localidad mencionada, al grado que le
dieron fama internacional8, y luego se extendieron a otros lugares. En la actualidad,
persisten como una cruel realidad en el Estado de México y la capital del país.
Otra demanda importante del feminismo, surgida también desde sus inicios, fue
la lucha por el aborto libre y gratuito. Ha sido un proceso desgastante y con magros
resultados (Lamas, 1992). El aborto es delito desde 1934, pero hay algunas causales
que eximen de responsabilidad penal: peligro para la salud o la vida de la madre,
malformaciones genéticas y, de manera destacada, que el embarazo sea resultado
de una violación. En la Ciudad de México, los primeros logros respondieron a esa
causal. El Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE) llevó a cabo una
campaña, apoyada por autoridades del gobierno capitalino, que rezaba: “el aborto por violación es legal”. En 2007, el código penal de la Ciudad de México legalizó la
interrupción del embarazo hasta la décima segunda semana de gestación. El hecho
fue celebrado como un éxito de la articulación del movimiento feminista con un
gobierno local de izquierda. Sin embargo, las reacciones de la derecha no se hicieron
esperar: en la actualidad, 17 estados del país “protegen la vida desde el momento de
la concepción”.
En la última década del siglo pasado, el movimiento feminista, aun con altibajos
y contratiempos, había logrado consolidarse y crecer. En la década de los 70, los
llamados pequeños grupos funcionaban en un esquema más bien informal. En los
1980, algunos grupos se constituyeron legalmente como asociaciones civiles, figura
legal que reconoce un trabajo sin fines de lucro. Esta forma organizativa permitió
a varias organizaciones recibir financiamiento de fundaciones extranjeras, como la
Ford o la McArthur. Se había pasado de un esquema de militancia voluntaria a un
trabajo remunerado con grados crecientes de especialización.
La relación con el Estado ha sido objeto de grandes debates en el interior del
movimiento. Por una parte, la postura predominante hasta fines de los ochenta era
de autonomía. En cualquier contacto con agentes estatales se veía el peligro de la
cooptación.
En el interior del movimiento feminista mexicano, se han producido discusiones
que han llegado a la confrontación entre las institucionales y las autónomas. El
proceso no ha sido sencillo ni mucho menos lineal. A más de cuatro décadas del surgimiento
de los primeros grupos, es posible afirmar que el feminismo es ya un actor
social reconocido. Con ese carácter, ha entablado un diálogo –a veces complicado,
pero casi siempre fructífero- con algunas agencias estatales.
En los inicios del movimiento, la autonomía era un valor incuestionable, que se
defendía a capa y espada. Cualquier contacto con alguna institución se consideraba
una traición a la causa. Las acciones de los grupos estaban encaminadas, fundamentalmente,
a denunciar las áreas que el Estado estaba desatendiendo y a señalar la
necesidad de que asumiera el compromiso de garantizar, a la mitad de la población,
la igualdad real –no sólo formal- en todos los ámbitos de la vida social. Específicamente,
se demandaba al Estado la atención a víctimas de violencia.
En ese terreno, de combate a la violencia, se dan las primeras experiencias exitosas
de interacción entre el feminismo y el Estado. En 1986, se crea el Centro
de Orientación y Apoyo a Personas Violadas (COAPEVI), inserto en la Secretaría
de Protección y Vialidad –la policía capitalina, para decirlo coloquialmente-, financiado por el gobierno de la Ciudad y operado por varios grupos feministas. En
esa misma década, se crean las agencias especializadas en delitos sexuales –integradas
exclusivamente por personal femenino- y el Centro de terapia de poyo a víctimas
de violación (CTA). Al iniciarse la década de los 90, ve la luz una serie de reformas
legislativas en materia de violencia sexual, que aumentaban la penalidad y daban un
peso específico a la declaración de la víctima. Esto último fue posible por la alianza
estratégica del movimiento feminista con legisladoras y mujeres de los medios de
comunicación (Torres, 2019).
Con respecto a la despenalización del aborto, como se comentó en el inciso anterior,
el primer paso fue garantizar la interrupción del embarazo por violación. Posteriormente,
se modificó el código penal de la capital del país para que tal interrupción
no fuera punible, en ningún caso, si se producía antes de la semana 12 del embarazo.
El nuevo siglo trajo consigo un proceso de institucionalización que operó en
dos vías: las cuotas de participación en los órganos legislativos y la creación de institutos
de la mujer. En relación con las cuotas, desde fines de los 1980, se abre el
debate sobre la representación política de las mujeres: se discuten los porcentajes y
los mecanismos para lograr la meta. Había argumentos a favor, que subrayaban la
representación de todos los grupos para fortalecer la democracia y lograr una masa
crítica que diera cauce a sus demandas, y argumentos en contra, que sostenían que
“cuerpo de mujer no garantizaba conciencia de género” (Castro, 2001). El proceso
ha sido arduo y se han tenido que librar numerosos escollos, pero en la actualidad
puede hablarse, por fin, de una integración casi paritaria del Congreso de la Unión:
49,2% de senadoras y 48,3% de diputadas.
El Instituto Nacional de las Mujeres fue creado en 2001 por el primer presidente
de la alternancia: Vicente Fox, candidato del conservador Partido Acción Nacional
(PAN). El proceso remite a lo que Nancy Fraser (1999) llama ‘necesidades fugitivas’.
De las numerosas necesidades que existen en la arena social, solamente algunas
logran llamar la atención de las autoridades y la correspondiente asignación de recursos
materiales y humanos. Entre esas necesidades que logran ‘fugarse’ y llegar al
área institucional, está la igualdad de derechos políticos entre mujeres y hombres. El
feminismo había logrado un sitio en los partidos políticos y, de ser un movimiento
contra cultural, había pasado a la institucionalización (Riquer, 2005). De manera no
sorprendente, tanto el instituto nacional como los locales tienen sus propias características
y su funcionamiento varía de acuerdo con las características del partido que
gobierna la entidad federativa y, de manera destacada para nuestro análisis, la presencia
de organizaciones feministas (Tarrés, 2011). En algunos casos, los institutos se convirtieron en una suerte de sustituto del voluntariado, formado por las esposas
de los funcionarios; en otros, recogieron demandas específicas del movimiento.
Para consolidar el proceso de institucionalización, en el primer decenio del siglo
XXI, se promulgaron la Ley general de igualdad de mujeres y hombres y la Ley general
de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia. Ambos ordenamientos dan testimonio
de que la problemática de género ha avanzado en el terreno institucional y
que el combate a la violencia se considera, por lo menos en el terreno discursivo y la
formalidad legal, un asunto prioritario.
Para finalizar este apartado, es importante señalar que la madurez del movimiento
feminista tuvo impacto en otros movimientos –por ejemplo, el urbano popular
o el movimiento de liberación gay-, en las instituciones y también en la academia.
El proceso se inicia a fines de los años 70 y hoy por hoy, es posible advertir cambios
sustantivos.
Como se señaló en páginas anteriores, el derecho a la educación no sólo fue el
primer reclamo de las mujeres, sino una constante en las demandas feministas. A
fines del siglo XIX, las mexicanas logran acceso formal a las aulas en distintos niveles.
Muchas de ellas, por distintos motivos vinculados con la cultura predominante,
optan por el magisterio. Por ello los congresos feministas de Yucatán (1916) son
protagonizados fundamentalmente por maestras de educación básica. Las primeras
profesionistas obtienen sus títulos en el primer decenio del siglo XX, cuando se estaba
gestando la rebelión contra la dictadura.
Entre 1960 y 1982, la presencia de mujeres universitarias tuvo un auge notorio.
La matrícula aumentó diez veces (Barquet, 2011). El hecho coincide con el surgimiento
y efervescencia del movimiento por la liberación de la mujer, que si bien
nunca fue un movimiento de masas, sí logró ser escuchado en diferentes medios
(Bartra, 1999). Ya en esa época, hay intentos de llevar la reflexión y la protesta
social a las aulas. Se imparten cursos aislados en distintas licenciaturas en universidades
públicas: Marcela Lagarde9 ofreció el curso “Antropología de la mujer” en la Universidad de Puebla (1976 – 1977), Elianor Bartra10 impartió “Ideología y formación
social” en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (1976), entre otros
ejemplos (Barquet, 2011). Durante varios años, las académicas comprometidas con
los temas vinculados con la condición de las mujeres y la discriminación de género
realizaron actividades de investigación y de docencia de manera casi clandestina. Ese
trabajo no era bien visto en el ámbito académico y se les acusaba de realizar actividades
de militancia en un recinto que debería estar dedicado a la reflexión teórica.
La relación entre el feminismo y la academia ortodoxa estuvo marcada, sobre todo
en sus inicios, por suspicacia mutua. En universidades y centros de investigación,
frecuentemente hemos enfrentado la acusación de que los estudios de género son
poco serios, que la condición de las mujeres es un tema de militancia política pero
no de investigación, o incluso de que sería mejor buscar un espacio psicoterapéutico
para desahogar nuestra frustración. Estos “argumentos” pocas veces se señalaban de
manera directa; la mayoría de las veces eran comentarios aislados o descalificaciones
que se escondían en bromas aparentemente inofensivas.
En 1977, se realizó el I Simposio Mexicano Centroamericano de Investigación
sobre la Mujer, organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México, El
Colegio de México y el Instituto Nacional de Bellas Artes. Entre 1981 y 1983, se
realizaron tres simposios nacionales de estudios e investigación de la mujer. Esta
experiencias tuvieron el mérito de colocar en la agenda académica la problemática de
la subordinación y discriminación de las mujeres en los distintos ámbitos y abrieron
brecha para la institucionalización de varios programas. Esto fue posible por varios
factores: los debates sobre el crecimiento de la población y el papel de las mujeres
del Tercer Mundo en el desarrollo, el auge de la teoría de la dependencia y el estudio
de la marginalidad como un fenómeno en el que se identificaba claramente a
las mujeres y, de manera destacada, la presencia sólida de un movimiento feminista
(Barquet, 2011). A principios de los años 1980, se dan los primeros ejemplos de institucionalización
de los estudios de la mujer, que después se denominarían estudios
de género. Revisaremos brevemente tres experiencias: El Colegio de México, la Universidad
Nacional Autónoma de México y la Universidad Autónoma Metropolitana
unidad Xochimilco.
En 1983, se crea el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer (PIEM)
en El Colegio de México, prestigiada institución académica dedicada fundamentalmente
a la investigación y a impartir cursos de posgrado. A lo largo de más de 35 años, el Programa –ahora denominado de Estudios de Género- ha realizado labores
consistentes de investigación, docencia y difusión de la cultura.
En sus primeros años de funcionamiento, el PIEM se dedicó básicamente a tareas
de investigación y difusión de la cultura. El Colegio de México es una institución
que recibe distintos apoyos, tanto nacionales como internacionales. La Fundación
Ford otorgó recursos para diseñar y poner en marcha un programa de financiamiento
a tesis y trabajos de investigación, que convocó a académicas de distintas
instituciones11. Se realizaron foros bianuales de discusión y análisis. Los trabajos
fueron publicados tanto en libros de autoría individual como en compilaciones que
abordaron diversas temáticas: historia de las mujeres, antropología rural, mujeres
en las cárceles, participación política, gobiernos locales, salud reproductiva, entre
otras. Los primeros títulos publicados por el PIEM son los siguientes: Presencia y
transparencia: la mujer en la historia de México, de Carmen Ramos et al. (1987), La
investigación sobre la mujer: informes en sus primeras versiones, de Vania Salles y Elsie
McPhail (comp.) (1988), Mujer y literatura mexicana y chicana: culturas en contacto,
de Ana Rosa Domenela y Nora Pasternac (ed.) (1991), Trabajo, poder y sexualidad,
de Orlandina de Oliveira (coord.) (1991), Por amor y coraje: mujeres en movimientos
urbanos de la Ciudad de México, de Alejandra Massolo (1992).
En el ámbito de la docencia, la primera experiencia fueron los cursos de verano.
Durante seis semanas, participantes de varios estados de la república así como de
otros países tenían un espacio de aprendizaje e interlocución. En 1991, se abrió la
convocatoria para un Curso de Especialización en Estudios de la Mujer, con una
duración de tres semestres y exigencia de dedicación de tiempo completo. En la
segunda promoción, se amplió la duración a cuatro semestres. El Curso se impartió
durante cinco promociones. Finalmente, en 2003, se lanzó la convocatoria para la
Maestría en estudios de género y políticas públicas. Es importante señalar que los
obstáculos para el reconocimiento formal de la Maestría no fueron académicos sino
de otra índole. Al igual que en otras instituciones, en El Colegio de México había
una gran resistencia para aceptar el tema como fuente de conocimiento y reflexión
académica. La institución tenía sus propios procedimientos que, por lo menos en
esa época, eran muy verticales. La presidencia de El Colegio de México no rechazaba
frontalmente la solicitud ni mucho menos daba una carta con una respuesta fundada
y motivada. Simplemente la ignoraba. Durante años -1991 a 2000- El Colegio
de México ofreció un Curso de Especialización que, si bien tenía un alto nivel de exigencia, no lograba el status y reconocimiento de una maestría. Fue necesaria la
presión externa de otras instituciones, que ya ofrecían la Maestría en estudios de
la mujer, para que El Colegio de México hiciera lo propio. Al otorgar el reconocimiento,
el PIEM perdió su autonomía y fue incorporado al Centro de Estudios
Sociológicos. Al cabo del tiempo, se modificó el nombre y “mujer” fue sustituido
por “género”.
En la actualidad, el PIEG continúa sus tareas de investigación y docencia mediante
seminarios y la Maestría en estudios de género. Ha publicado más de sesenta
libros y edita la Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género.
En 1992, se crea en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM),
el Programa Universitario de Estudios de Género (PUEG). Desde sus inicios, el
PUEG ha impartido diversos cursos, talleres, seminarios y diplomados. Por su carácter
de Programa y, a partir de 2016, Centro de Investigaciones y Estudios de Género
(CIEG), no ofrece formalmente posgrados, pero sí participa en los programas de
maestría y doctorado de las distintas facultades de la propia Universidad. Su tarea
fundamental es la investigación, es decir, la producción de conocimiento teórico
y aplicado en el área de los estudios de género. La planta académica se ha consolidado
con investigadoras reconocidas y académicas jóvenes que realizan estancias
posdoctorales.
Un área fundamental es la de publicaciones, que a la fecha lleva más de un centenar
de libros, tanto en papel como digitales. Además, editan la revista Debate
Feminista, referencia obligada en los estudios de género. El CIEG desempeña un
papel fundamental en la construcción de relaciones igualitarias dentro del ámbito
universitario. Entre los documentos institucionales que ha elaborado, destacan el
Protocolo para casos de violencia y los Lineamientos para la igualdad en la UNAM.
También a principios de los años 80, se crea el Programa de la Mujer en la unidad
Xochimilco de la Universidad Autónoma Metropolitana, que en 1984 se convertiría
en Área de investigación “Mujer, Identidad y Poder”. Desde entonces, ha sido pionera
en la investigación y docencia sobre la condición de la mujer y las relaciones
de género. Entre sus integrantes, hay varias destacadas militantes del movimiento
feminista. Por ello, han mantenido una visión clara de la problemática y una notoria
resistencia al cambio de nomenclatura. En sus propuestas, está claramente el objeto
de estudio: las mujeres. Es importante conservar la visibilidad que fue tan difícil y
llevó tanto tiempo rescatar. No basta con nombrar a las mujeres, hay que subrayar
la opresión e inferioridad social a la que han sido sometidas, analizar con rigor las
causas de la subordinación, para finalmente apuntar algunas soluciones. Desde su
integración, el Área ha ofrecido diversos cursos: actualización, Especialización en Estudios de la Mujer, Maestría en Estudios de la Mujer y Doctorado en Estudios
Feministas.
La organización de la Universidad Autónoma Metropolitana exige que toda propuesta
académica –licenciatura, especialización, maestría o doctorado- sea aprobada
por el Colegio académico12. Hay que seguir un proceso escalonado por diversas instancias
internas: consejo divisional, consejo académico, colegio académico. En cada
uno de estos espacios, hay que hacer una ardua labor de convencimiento, porque
la problemática de las mujeres y las relaciones de género, en el mejor de los casos es
ignorada y en el peor rechazada. Sobre todo en los inicios, era un trabajo de picar
piedra, para decirlo coloquialmente. Actualmente, cada vez hay más profesoras –y
algunos profesores- que comparten esta visión, que apunta a la necesidad de análisis
rigurosos para comprender una realidad social que debe ser modificada.
La Especialización en Estudios de la Mujer tenía una duración de tres trimestres
(un año). En 1999, se autorizó la impartición de la Maestría y la Especialización se
ofreció como una salida intermedia. Las estudiantes cursaban tres trimestres y decidían
si querían ser especialistas o continuar para ser maestras. Finalmente, en 2017
se abrió la primera convocatoria para el Doctorado en Estudios Feministas. Aunque
el nombre llamaba la atención, en la discusión que se llevó a cabo en la Comisión
respectiva del propio colegio académico, fuera por convicción, por indiferencia o
aun por timidez, nadie lo cuestionó. Quedaba claro, desde la justificación del programa,
que no se trataba de una mera descripción de la situación de las mujeres en
distintos ámbitos, sino que se cuestionaba la desigualdad inherente a tal situación.
Al cabo de tantos años de picar piedra, las feministas han logrado vencer las capas
del rechazo y la reticencia institucional. Significa también que la Universidad Autónoma
Metropolitana sigue ofreciendo nuevas propuestas.
En algunas entidades federativas –Morelos, Veracruz, Chiapas, Zacatecas, entre
otras-, también se han creado espacios académicos de discusión y análisis de la condición
de las mujeres y las relaciones de género, principalmente en universidades públicas,
pero también en algunas privadas. No cabe duda que los estudios de género
han ganado legitimidad y arraigo en el ámbito académico.
Las mujeres estamos en las universidades y centros de investigación. Es un hecho. Como estudiantes, docentes o funcionarias, las mujeres nos hemos apropiado de un espacio destinado, por definición, a la producción de conocimiento y a la formación
de profesionales en distintas áreas. El proceso ha sido arduo y desde luego no exento
de dificultades. Si las primeras profesionistas obtuvieron sus títulos a inicios del siglo
XX, ahora hemos logrado institucionalizar los estudios sobre la condición de las
mujeres y las relaciones de género.
En el terreno de la docencia, los estudios de género han estado definidos por su
carácter multidisciplinario y su impartición en posgrado. La experiencia de varias
décadas plantea algunos retos. En primer lugar, buscar la transversalización de la
perspectiva de género en la currícula universitaria, es decir, en todas las carreras. Es
importante que tanto en ciencias básicas como en ciencias sociales, en ciencias biológicas,
artes y humanidades, las y los estudiantes conozcan una problemática que
los involucra de manera directa. La desigualdad de género debe ser identificada con
claridad para que cada estudiante y posteriormente cada profesionista pueda aportar
su granito de arena a la solución. En segundo término, en los cursos de posgrado
dedicados exclusivamente a los estudios de género, es necesario mantener la exigencia
y el rigor académico, tanto en los requisitos de ingreso como de permanencia
y, sobre todo, en las evaluaciones. Finalmente, hay que desterrar sin concesiones
cualquier comentario misógino o discriminatorio. Parece obvio, pero en las aulas
es frecuente escuchar bromas o chistes con un contenido sexista que, incluso en ese
espacio, acaba por naturalizarse. En el terreno de la investigación, es importante
mantener la visión crítica y, sobre todo, la profundidad teórica en los análisis de
distintas problemáticas.
El reto final es que la visión de género permee la producción de todo tipo de
conocimiento y la impartición de todos los cursos. Entonces los estudios de género
habrán cumplido su cometido y podrán, exitosamente, desaparecer.
Notas
1 En La ciudad de las damas, Christine de Pizan reúne a ilustres mujeres de tiempos pasados. En 1406, da continuidad a esa obra con El libro de las tres virtudes: razón, rectitud y justicia.
2 “Redondillas” es quizás el poema más conocido: “Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis”.
3 La otra fue la Revolución rusa, que derrocó al régimen zarista e inauguró el comunismo.
4 Yucatán es un estado muy alejado de la capital del país; está más cerca de Florida, Estados Unidos, que de la Ciudad de México. A principios del siglo XX, el gobierno socialista de Salvador Alvarado impulsó y financió el Primer Congreso Feminista, al que asistieron fundamentalmente maestras de educación primaria. Se discutió la participación social y política de las mujeres. Desde distintas posturas ideológicas, se debatió el sufragio femenino.
5 Al término de la revolución mexicana, las fuerzas políticas estaban dispersas y desorganizadas. En 1929, se forma el Partido Nacional Revolucionario, conformado por tres sectores: campesino, obrero y organizaciones populares. En 1938, cambia de nombre a Partido de la Revolución Mexicana y diez años más tarde a Partido Revolucionario Institucional. En su emblema están los colores de la bandera y en su discurso la propia revolución. Este partido tuvo la presidencia del país y la mayoría del Congreso desde su fundación en 1929 hasta el año 2000.
6 La primera gobernadora fue Griselda Álvarez (Colima, 1979 – 1985). Otras ocho mujeres han sido titulares del ejecutivo en sus estados: Beatriz Paredes (Tlaxcala, 1987 – 1992), Dulce María Sauri (Yucatán, 1991 - 1993), Rosario Robles (Ciudad de México, 1999 - 2000), Amalia García (Zacatecas, 2004 – 2010), Ivonne Ortega Pacheco (Yucatán, 2007 - 2012), Claudia Pavlovich (Sonora, 2015 – actual) y Claudia Sheinbaum (Ciudad de México, 2018 – actual). El porcentaje de presidentas municipales sigue siendo inferior al 15%.
7 Al iniciar el trabajo contra la violencia, se hablaba de mujeres golpeadas; después se habló de mujeres maltratadas, porque la violencia no se agotaba con los golpes. Posteriormente, la denominación fue ‘violencia doméstica’, para subrayar el entorno y las condiciones de vulnerabilidad. Cuando la problemática es atendida por instituciones gubernamentales, se habla de violencia intrafamiliar, para subrayar el parentesco y la importancia del grupo primario.
8 Los crímenes contra mujeres cometidos en Ciudad Juárez fueron materia de numerosas investigaciones. En el ámbito de la justicia internacional, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia conocida como Campo Algodonero (2009), condenó al Estado mexicano por falta de protección a tres jóvenes que habían sido asesinadas. Ordenó también una nueva investigación, un monumento en su memoria y una indemnización a las familias de las víctimas.
9 Marcela Lagarde es una figura importante en el feminismo en México. Además de ser una investigadora reconocida, se desempeñó como diputada y promovió la Ley general de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia. Su libro Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas es considerado una obra monumental. Algunos otros títulos son: Género y feminismo, Identidad de género y derechos humanos, La multidimensionalidad de la categoría género y el feminismo.
10 Eli Bartra fue militante del movimiento feminista desde sus inicios en los años 70. Además, como académica, impulsó la creación de la Especialidad y Maestría en Estudios de la Mujer y, más recientemente, el Doctorado en Estudios Feministas, todos ellos en la Universidad Autónoma Metropolitana. Algunas de sus publicaciones son Mujeres, feminismo y arte popular, Debates en torno a una metodología feminista.
11 El tema de los financiamientos ha sido también muy debatido en el interior del movimiento feminista. Se sabe que establecen prioridades y jerarquías. En el caso del PIEM, programa académico inserto en El Colegio de México, fue posible mantener la autonomía con respecto a las decisiones de los temas, requisitos y contenidos de cada convocatoria.
12 El Colegio académico está integrado por el rector general, rectores de cada una de las cinco unidades, 15 directores de división, 15 representantes del personal académico, 15 representantes del alumnado y 5 representantes de trabajadores administrativos. 56 personas en total.
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Recibido: 02/06/2019
Aceptado: 30/08/2019