DOI: http://dx.doi.org/10.19137/aljaba-2019-230103
ARTÍCULOS
LA QUEERIZACIÓN POSTFEMINISTA: DEL CONSTRUCTIVISMO TRANS/GENÉRICO A LA ELIMINACIÓN DE LAS MUJERES
The postfeminist Queerization: From trans/gender Constructivism to the Elimination of Women
María Binetti
Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género,
Facultad de Filosofía y Letras UBA
CONICET
Resumen: Las teorías queer emergen del constructivismo nominalista posmoderno bajo los supuestos de que todas las cosas son ficciones discursivas, toda ontología, un relato sustancialista y dualista, y no hay realidad alguna fuera de las construcciones y deconstrucciones socio-lingüísticas que cada cultura se de a sí misma. En el caso específico de la diferencia sexual, las teorías queer la asimilan a los significantes hetero-normativos del viejo régimen bio-político y en consecuencia la eliminan junto con este, en una operatoria ideológica que hoy nos deja el resultado de un post-feminismo sin mujeres, donde les sujetes parlantes tecno-producen arbitrariamente sus cuerpos y sexualidades. Asumiendo algunos supuestos filosóficos de los nuevos realismos materiales, el presente artículo se propone visibilizar el esencialismo socio-discursivo encubierto de los constructivismos postmodernos, su apenas disimulada feminofobia y la violencia efectiva –simbólica y no simbólica– que ella supone para las mujeres –reales– y la agenda feminista.
Palabras clave: Lingüisticismo; Performatividad; Indecidibilidad; Diferencia sexual; Ontology.
Abstract: Queer theories emerge from postmodern nominalist constructivism under the assumption that all things are discursive fictions, all ontology, a substantialist and dualistic narrative, and there is nothing real outside of socio-linguistic constructions and deconstructions. In the case of sexual difference, queer theories assimilate it to the hetero-normative signifiers of the old bio-political regime, and consequently abolished it by means of an ideological operative that brings us today to a post-feminism without women, where the speaking subjects arbitrarily techno-produce their bodies and sexualities. Assuming some philosophical assumptions of new material realisms, the present article aims at making visible the hidden essentialism of postmodern constructivism, its barely disguised femino-phobia and the effective violence—symbolic and non-symbolic— that it implies for actual women, and feminist agenda.
Key-words: Linguisticism; Performativity; Undecidability; Sexual difference; Ontology.
Sumario: Introducción. Los equívocos del significante (trans)genérico. Mujeres, Lesbianas, Transexuales y Travestis. De la autoconciencia material a la autopercepción imaginaria. Sujetes neutres, voluntad de poder y mercado transhumanista.
“El mundo real se ha convertido ciertamente en discurso o, más bien –como veremos–
se convirtió en un reality show; el resultado fue el populismo mediático, a
saber, un sistema en el cual (si se tiene poder) se puede reclamar que la gente crea
cualquier cosa. En los noticieros televisivos y los talk shows hemos sido testigos
del reino del «no hay hechos, solo interpretaciones» que –respecto de aquello que
desafortunadamente es un hecho, no una interpretación– mostró su verdadero
sentido: «el argumento del más fuerte es siempre el mejor». Por lo tanto, ahora
tenemos que vernos con una circunstancia peculiar. La postmodernidad está retrocediendo,
tanto filosófica como ideológicamente, no porque haya errado sus
objetivos sino, por el contrario, precisamente porque ha dado en el blanco de
todos ellos demasiado bien. El fenómeno de masas –y, yo diría, la causa principal
del giro– fue precisamente su completa y perversa realización que ahora parece
estar cerca de la implosión. Los sueños de la postmodernidad fueron realizados
por populistas y, en el pasaje del sueño a la realidad, nos hemos dado cuenta verdaderamente
de que se trataba” (Ferraris, 2014: 3).
Con estas palabras, Maurizio Ferraris sentaba las bases de lo que se
ha dado en llamar el nuevo realismo del siglo XXI a la vez que denunciaba
la pasada hegemonía antirrealista, postmoderna y relativista
de finales del siglo XX, abocada a la construcción y deconstrucción
de significantes socio-políticos, discursos, textos y representaciones abstractas sin
más efectividad que sus propias repeticiones y relaciones lingüísticas. El diagnóstico
filosófico de Ferraris nos retrotrae al desenlace de la vieja historia nominalista,
inevitablemente resuelta en el escepticismo y nihilismo radical de los flatus vocis,
políticamente funcional a los establishments de turno.
El universo ficcional de los puros significantes auto-significados, las interpretaciones
sin hechos y los simulacros sin original ni copia muestra su excepcional alcance
en las performances transgenéricas, emancipadas de toda impostura orgánica,
límite material o fábula naturalista. Sobre el escenario de un nominalismo radical
hacen hoy su aparición las multitudes queer (Preciado, 2003), estrictamente inclasificables,
indecidibles y en permanente desplazamiento. Bigéneros, trigéneros, pangéneros,
agéneros, tercer sexo, pansexuales, asexuales, cross-dressings, drag kings,
drag queens, femme queens, FTM, MTF, género fluido, dudoso, no-ops, hijras,
intersexuales, transexuales, persona trans, mujer, varón, butch, femme, two-spirit,
no binario, persona de experiencia transgénero, gender gifted, gender blender, internet-
drag, identidad ciber+, representan algunas de las tantas posibilidades de invención
contrasexual (Preciado, 2002). Todas ellas –mujeres, varones, travestis, intersexuales,
etc.– responden a la propuesta de “construirse como ficciones” (Preciado,
2019, 215) y se ubican al mismo nivel y plano ficcional (Žižek, 2017: 135; Preciado,
2002), con la salvedad de que varones y mujeres obedecen a la ficción bio-política
patriarcal, mientras que el resto ha logrado emanciparse de aquella apelando a innovadoras
técnicas de hormonación, implantación protésica y extirpación de órganos
entre muchas otras prácticas tecno-genéricas, como veremos a continuación.
Lo que Braidotti denomina “el imaginario tecnoteratológico de la postmodernidad”
(2005: 318) –que desde una perspectiva radicalmente escéptica cuenta con
el vacío de lo real– dispone además –desde la perspectiva tecno-científica del capital–
de los recursos protésicos, hormonales, cibernéticos, farmarco- y neuro-constructivistas
del capitalismo postindustrial, a través de los cuales explora las siempre
novedosas vías de subjetivación transgenérica. Cuerpos protésicos, hormonados, inyectados,
alucinados, envenenados, extirpados, etc. (Preciado, 2008) nos invitan al
viaje queer por un universo de simulacros sin más medida que su propia gestión tecno-
sexual. Ellos fabrican sus sexualidades y transexualidades mediante sofisticadas
tecnologías del placer, básicamente homocentradas en auto-dildajes y erotizaciones del ano (Preciado, 2002; Sáez, 2004). Sado-masoquismo, fetichismo, fist-fucking,
travestismo, contra-pornografía, voyerismo, exhibicionismo, coprofilia, coprofagia
(Preciado 2019, 94-95) y otras tantas parafilias reivindicadas por las culturas
queer despliegan continuamente sus fantasías creadoras en el teatro de lo transreal
y transhumano.
En tal contexto cultural, el presente artículo se propone una crítica filosófico-política
de los postfeminismos postmodernos a partir de lo que podríamos llamar –siguiendo
el giro ontológico del siglo XXI– un nuevo realismo feminista de la diferencia
sexual. Las críticas que esgrimiremos en estas páginas podrían resumirse en la
desontologización de las posmujeres, es decir, en la reducción de las mujeres ficciones
bio-políticas y de la diferencia sexual a hetero-normatividad socio-lingüística. Dado
que las mujeres, según el constructivismo queer, nos reducimos a prácticas discursivas
normalizadas por el régimen hetero-cis-bio-patriarcal, lo esperable es entonces
nuestra eliminación y sustitución por identificaciones transgenéricas, entre las cuales
lo femenino reaparece como la norma hetero del emancipador sistema trans.
Valga aclarar que las siguientes páginas no pretenden poner en cuestión la efectiva
afirmación de las personas transexuales, libres de ejercer su identidad genérica
del modo que elijan, ni tampoco cuestionar legítimos derechos alcanzados por ellas.
Estas páginas no se dirigen a problematizar personas, ni libertades, ni derechos, que
por supuesto reconocemos. Por el contrario, lo que pondremos en cuestión son teorías
y conceptos, y concretamente cuestionaremos los así llamados postfeminismos
postmodernos. En este punto debemos ser muy claras y cuidadosas: una cosa son las
libertades y los derechos individuales, otra cosa son las teorías desde las cuales se los
justifica. Tales teorías pueden ser realistas, idealistas, nominalistas, constructivistas,
universalistas, relativistas, etc. etc.
En este sentido, los postfeminismos postmodernos que hoy ocupan los lugares
hegemónicos de la política institucional y la academia son en rigor constructivismos
nominalistas, antirrealistas y relativistas, que además de reducir la realidad a relaciones
de poder socio-lingüísticas –como totalidad omniabarcante más allá o más
acá de la cual no hay nada– y la filosofía a estudios culturales, intentan disciplinar
cualquier otra alternativa teórico-política bajo las acusaciones de «transfobia», «biologicismo
» y «esencialismo», «TERF», cuando no de fascismo y nazismo. Tales acusaciones
surgen de una ideología que, lejos de garantizar la sana discusión teórica,
el debate filosófico, el pluralismo de ideas y la libre expresión, intenta imponer sus
supuestos constructivistas, descalificar a quienes no los compartimos, sembrar un
discurso de odio y eliminar la radicalidad que el feminismo supone como filosofía y
praxis política universal.
Asimismo, debemos ser muy claras y cuidadosas en distinguir la indiscutible
incidencia socio-cultural en la construcción de los estereotipos y roles de sexo, del
reduccionismo socio-lingüisticista según el cual no hay nada fuera de las identificaciones
socio-culturales. En este sentido, entendemos que afirmar la transversalidad
de lo socio-cultural en todo proceso de subjetivación no es lo mismo que reducir
este último a identificaciones de socio-culturales. Dicho de otro modo, no es lo
mismo afirmar que cualquier mujer es también una construcción cultural, que afirmar
que es solo y exclusivamente una construcción cultural, como es el caso de las
teorías queer. Por eso para estos últimos las mujeres no existen; lo que existe son,
por el contrario, los estereotipos femeninos y masculinos con los cuales les sujetes
parlantes se identifican o des-identifican. Mientras que el feminismo histórico ha
buscado afirmar una sujeta mujer fuerte, emancipada de los estereotipos y significantes
«femeninos» tradicionalmente hegemónicos, en cambio los postfeminismos
queer eliminan a la sujeta mujer, la sustituyen por sujetes parlantes neutres, y ponen
en circulación los estereotipos y significantes femeninos y masculinos a fin de reproducirlos
indistintamente por sujetes hablantes. De este modo, en lugar de superar
el sistema hegemónico, se opera solapadamente una esencialización socio-discursiva
de los mismos.
En síntesis, podríamos decir que intentaremos aquí una crítica feminista, material
y realista de los postfeminismos queer, nominalistas, constructivistas y neoliberales.
Los postfeminismos postmodernos descienden del norte anglo-hegemónico alimentados
por tres grandes núcleos teórico-políticos: el constructivismo de los géneros,
el posestructuralismo francés, y cierta extraña síntesis de materialismo marxista
e individualismo liberal, todos ellos amparados por el giro lingüisticista según el cual
lo real es resultado de relaciones socio-discursivas. En el caso específico del «género
», su noción fue importada por la segunda ola feminista de la práctica clínica de
John Money a fin de desagregar la construcción socio-política determinante de las
relaciones diferenciales entre los sexos (Nash y Amelang, 1990: 44). En palabras de
Teresa de Lauretis, “el género no es propiamente de los cuerpos o algo originalmente
existente en los cuerpos, sino el conjunto de efectos, conductas y relaciones sociales
producidos en los cuerpos por el despliegue de una tecnología política compleja”
(1987: 3). La categoría socio-política del género se articuló entonces en correlación
directa con la categoría biológica del cuerpo, ambas reunidas en lo que Gayle
Rubin denominó el sistema sexo-género (1975) inspirándose en una doble fuente conceptual, a saber, el materialismo marxista –según el cual la materia se construye
a partir de un modelo de trabajo androcéntrico, industrializado y capitalista– y el
posestructuralismo francés –según el cual la praxis androcéntrica opera por relaciones
de poder microdiferenciales–, ambos acogidos en suelo anglo-americano por el
individualismos liberal de los colectivos queer con sede en California y New York.
Más allá de las ventajas metodológicas que la categoría de género pueda aportar
a los estudios culturales, históricos y sociológicos, lo cierto es que desde el punto de
vista filosófico el sistema sexo-género comporta un esquema dualista escindido entre
un sustrato material pasivo, indeterminado, amorfo, receptivo y mudo, y un elemento
socio-político activo, formador e inteligible. Este tipo de dualismo –calco fiel
del viejo hilemorfismo operado en este caso por un sujeto parlante omni-formador–
resulta conceptualmente muy inestable y tiende por su propio peso a una resolución
unilateral, tal como la historia postfeminista demuestra. En efecto, Judith Butler dio
el gran paso hacia una resolución monista y lingüisticista del sistema sexo-género
con la eliminación de la materialidad sexuada en tanto que sustrato preexistente
a la performatividad socio-política, y la afirmación de un constructivismo radical,
operado por agentes discursivos.
A partir de Butler, el dualismo sexo biológico vs. género cultural es sustituido
por un constructivismo absoluto más allá de cuyos discursos no hay nada, ni materia,
ni naturaleza, ni cuerpo. Cuerpos, sexos, sexualidades, energía libidinal, afectos,
deseos etc. pasan así a designar organizaciones históricas y contingentes del poder
político, articulado él mismo socio-discursivamente. Eso significa que la materia
es estrictamente materializada a través del discurso, es decir, que materia, cuerpos,
deseo, sexos y sexualidades son resultado de praxis significantes (Butler, 1993: XI;
1990: 142-145), coagulaciones del lenguaje sin más consistencia ontológica que los
flatus vocis de su aparecer. En palabras de Paul-Beatriz Preciado, “el cuerpo es un
texto socialmente construido” (2002: 23), esto es, pasivamente materializado por el
lenguaje y no existe fuera de él.
Preciado da todavía un paso más allá que Butler al declarar la ficcionalidad de
todas las cosas, su desontologización radical y la conversión indecidible ente verdad
y representación, naturaleza y artificio, referente y referido. Según él, en “el principio
era el dildo” (2002: 20), esto es, el simulacro transmasculinizante, el truco, la ficción
autoimpuesta como última palabra de una operatoria de control y construcción que
intenta desplazar a mujeres y varones a la instancia normatizada del caleidoscopio
ficcional, mientras que el resto de les sujetes se elevarían a la instancia emancipada
del juego contrasexual. Las políticas de las multitudes queer emergen “de una desontologización
del sujeto de la política de identidades: no hay más base natural (mujer, gay, etc.) que pueda legitimar la acción política” (Preciado, 2003: 24). Mujeres y
travestis, transexuales, varones, intersexuales, gays, etc. etc., todos son igualmente
ficciones desontologizadas, con la salvedad de que varones y mujeres serían la ficción
cis-normativa del viejo régimen político. “Hombres y mujeres existen como normas
sociales” (Butler, 2004: 210), o bien, como “categorías pasadas de moda” (Halberstam,
2005: 41) respecto de las vanguardias queer: verdaderas innovadoras en materia
sexual y reproductiva.
Dado que todo cuerpo no es sino construcción cultural y todo sexo, algo que
la sociedad impone extrínsecamente a les sujetes, ser varón o mujer es tan convencional
y arbitrario como ser transexual o transgénero, con la particularidad de que
lo primero obedece al bio-régimen patriarcal mientras que lo segundo propicia la
emancipación y autonomía creadora. Butler y todavía más Preciado nos invitan entonces
a la diseminación de identificaciones genéricas inventando nuevos cuerpos o
más bien, en términos de Preciado, nuevos somatecas tecno-fármaco-intervenidos.
Entre cambiar de cuerpo, de sexo y de ropa no hay más diferencia que la que se
quiera imaginar.
Lo paradójico del caso es que la eliminación de la diferencia sexual como realidad
material irreductible y su sustitución por el género como constructo cultural hetero-
normativo hoy concluye en el esencialismo de los (trans)géneros en tanto que categorías
del deseo y la elección individual. Dicho de otro modo, los mismos géneros
denunciados por el feminismo como estructuras jerárquicas de poder que oprimían
a las mujeres y debían ser abolidas, son hoy restablecidos por el postfeminismo queer
como derechos identificatorios de les sujetes parlantes no binaries, con los cuales
retorna la vieja estereotipia femenina y masculina, esta vez travestida de posmujeres
y transmasculinidades, pero tan falocéntrica como antes.
Toda vez que los agentes de las ficciones postmodernas serían les sujetes discursives
a-sexuades o neutres, el Manifiesto contrasexual de Preciado propone que “se
borren las denominaciones masculino y femenino correspondientes a las categorías
biológicas (varón/mujer, macho/hembra) del carnet de identidad, así como de todos
los formularios administrativos y legales de carácter estatal. Los códigos de la
masculinidad y de la feminidad se convierten en registros abiertos a disposición de
los cuerpos parlantes en el marco de contratos consensuados temporales” (2002:
29). Masculinidad y feminidad pasan a ser así significantes discursivos de cuerpos
neutros, materialmente construibles. La reducción de lo real al discurso y de la diferencia
sexual a la hetero-normatividad se resuelve así en la indecidibilidad de una
cultura desconoce todo principio de realidad, inteligibilidad y orden por fuera de las disposiciones parlantes, auto-percipientes y sensitivas de los individuos, cada uno de
los cuales viviría su propia ficción.
La ideología queer se preocupa incluso por defender los derechos y garantías de
las personas por nacer, bebes o niñes sexualmente indeterminades para les cuales se
propone la así llamada crianza de género abierto, la documentación civil asexuada
y el uso del pronombre neutro «elle» a fin de no encasillar a les niñes en un sistema
de adscripción binaria. Siguiendo las ficciones contrasexuales de Preciado, tenemos
que “los cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres o mujeres, sino como
cuerpos parlantes, y reconocen a los otros como cuerpos parlantes” (2002: 18), y de
allí la importancia de nombrar desde la más tierna infancia su neutralización asexuada.
Cada sujete naciente es así una suerte de mónada cerrada en estado de libertad
absoluta, sin sedimentación cultural ni vínculo social; una suerte de tabula rasa que
escribirá ex nihilo su ficción.
Sed contra, desde el punto de vista de un realismo material y feminista, es necesario
comenzar a desandar los equívocos y falsos supuestos de esta ideología omni-
constructivista, cuyo precio es la caída en una suerte de psicosis cultural para la
cual todo es posible. Primero y principal, la operación ideológica de la queerness,
madre de todos los errores, se basa en el equívoco de un lingüisticismo desontologizante
que identifica ontología con esencialismo, naturalismo y biologicismo, como
si toda concepción ontológica se redujera al sustancialismo de la cosa-en-sí, clara y
distinta, o al naturalismo ingenuo de las esencias eternas y trascendentes. La operatoria
queer consiste entonces en equiparar ontología con dualismo sustancialista;
esencia con forma eterna e inmutable; sujeto con res cogitans; identidad con lógica
representativa; diferencia sexual con oposición abstracta. Tal simplificación podría
atribuirse a una completa ignorancia en materia filosófica, si no fuera atribuible en
verdad a una operatoria ideológico-política que solo puede sostenerse como contrapunto
del dualismo sustancialista que ella misma funge. Al totalitarismo de la sustancia
eterna e inmutable se le opone de este modo, como única posibilidad teórica,
el solapado totalitarismo de la pura ficción socio-discursiva.
Ignorando los profundos desarrollos conceptuales a través de los cuales la historia
de la filosofía ha superado tanto el sustancialismo abstracto como la sofística
nominalista, el constructivismo postmoderno prefiere confrontarse con la vieja metafísica
sustancialista –que hace pasar por la única ontología posible– a los efectos de
afirmar la alternativa excluyente de un relativismo socio-lingüisticista, disolvente de
toda realidad, identidad y subjetividad. De este modo, al esencialismo sociologista
le sigue el doble equívoco de identificar diferencia sexual con dualismo esencialista
varón-mujer, según el modelo hetero-normativo del bio-régimen androcéntrico.
La reducción de la diferencia sexual a la hetero-normatividad desliza multitud de
equívocos. Ante todo, el fragrante error no ya filosófico sino meramente empírico
de equiparar patriarcado con cis-hetero-normatividad, como si no fuese posible un
patriarcado homonormativo o transnormativo, es decir, pretender ignorar que la hetero-
normatividad fue en verdad la pantalla de la homorrealidad falogocéntrica, muchas
veces también homosexual. En rigor, el patriarcado es un sistema homosexual,
donde las mujeres nunca existieron como diferentes u otras, sino exclusivamente
como subalternas. Janice G. Raymond ha puesto en claro el modo en el cual la
hetero-normatividad apenas disimula el trasfondo de la homorrealidad y homorrelacionalidad
masculinas, acaso también homosexual, como cuando era la pederastia
griega, los eunucos, los mancebos, etc. todas instituciones reconocidas por la cultura
patriarcal. “La normativa y el poder real de las relaciones homomasculinas –afirma
Raymond– se disfraza por el hecho de que tal relación de hombre-a-hombre es
institucionalizada en cada aspecto de una cultura aparentemente hetero-relacional.
Son las mujeres las que cargan con el peso de vivir un imperativo hetero-relacional”
(2001: 11). Un nuevo encubrimiento queer parecería volver a disimular la vieja
homorrelacionalidad masculina, donde las mujeres performan su conocido lugar de
explotación sexual y reproductiva.
Por otra parte, identificar la diferencia sexual con la hetero-norma varón-mujer
comete el error de ignorar o absorber otros tantos elementos constitutivos del sexo
y las sexualidades femeninas o masculinas como son lo inconsciente, los afectos, el
genoma, el cuerpo viviente, las disposiciones pulsionales, la subjetividad existencial,
etc. Tal reduccionismo obliga a la homologación de las categorías de sexo y género,
por una parte, y de diferencia sexual e identidad de género, por otra parte. El hecho
de equipar la diferencia sexual femenina con la identidad de género autopercibida
o sentida termina con toda una historia de garantías y libertades alcanzadas por las
mujeres en función de su diferencia sexual, claramente distinguible de los estereotipos
y roles de género autopercibidos y sentidos. Más aún, la equiparación de ambas
cosas termina por reificar los estereotipos sexuales que el feminismo lucha desde
hace siglos por abolir.
Si nos decidimos a desempacar la queerness y revisar su agenda política, el sesgo
antifeminista resulta abrumador. Valga repasar a modo de ejemplo algunos de sus
proyectos que buscan hacer agenda común con el (post)feminismo hegemónico.
Primero, alquiler de úteros y compra de niños y niñas bajo los supuestos del libre
comercio entre las partes, la construcción cultural de la relación materna, el modelo
de la mujer-recipiente-vacío y el derecho de toda persona a transmitir su información
genética (Preciado, 2019, 79). Retomando a Preciado, se debe entender que la reproducción no es natural -aunque al parecer sí genética-, sino contractual (2002:
32), de manera que la esclavitud reproductora de las mujeres puede ser libremente
usufructuada por quien necesite legar al mundo su genoma. Segundo, prostitución,
denominada trabajo sexual o trabajo del ano, como prefiere Preciado, donde el modelo
de mujer-cosa es promocionado bajo el auspicio de las libertades individuales
y contractuales. Tercero, parafílica promoción del sado-masoquismo, fetichismo,
fist-fucking, contra-pornografía, coprofilia, coprofagia y otras tantas tecnologías
del placer, expandidas gracias al mercado posporno. En cuarto y último lugar, libre
mercado de cirugías, extirpaciones, hormonas, siliconas, prótesis y otras tantas
innovaciones tecno-genéricas, bajo el supuesto transhumanismo de un poscuerpo
auto-construible, cuya materialidad es incluso más pasiva, muda y dúctil que la
materia-recipiente del falo-logocentrismo clásico.
La queerness aparenta transgredirlo todo para que los estereotipos de género
permanezcan y, en particular, para que no cambie el estatuto subordinado de las
pos-mujeres y sus feminidades en libre circulación, las cuales mediante un supuesto
libre contrato consientan vender sus úteros, vaginas, anos, bocas, orejas, etc. sosteniendo,
por supuesto, las grandes estructuras desiguales de poder. Tales multitudes
son en verdad, para decirlo con Elizabeth Grosz, “una categoría reactiva que se ve a
sí misma en oposición a la norma establecida” (1995: 219) y que necesita reificar la
norma a fin de performar sus transgresiones ficcionales.
Para sintetizar, la desontologización de lo real en general, la reducción de las
mujeres a hetero-normas discursivas y la eliminación de la diferencia sexual significa,
en términos de Catherine Malabou (2011: 99), un acto de violencia conceptual
y práctica contra las mujeres, que viene a confirmar con su abolición como sujetas
ontológico-políticas una historia de negaciones y sometimiento. La mera reducción
de las mujeres a la clase dominada por la hetero-normatividad expresa la última verdad
de la queerness, a saber, su “feminofobia” encubierta (Braidotti, 2005: 71), que
apenas disimula la voluntad de mantener lo femenino en los límites de las burdas
representaciones estereotipadas. Y en esa implosión de infinitas identificaciones imaginarias,
el postfeminismo realiza su proyecto de liberarse de las, ahora, posmujeres
(Preciado, 2019, 114).
Todes somos mujerxs: «M, L y T»; mujerxs unidxs por las ficciones transgenéricas.
Al unísono nos aclaman y convocan los encuentros de trans-mujerxs, los
discursos trans-feministas, los periódicos, las revistas, etc. Todes unidxs: mujerxs, lesbianxs, transexuales y travestis. Detengámonos a analizar someramente lo que
significan, no ya las cosas, sino las relaciones diferenciales de su enunciación.
Las «mujeres» de la enumeración M, L, T son determinadas en función del ejercicio
de la hetero-genitalidad, cosa que las distingue de las L. Vale decir que M y
L son definidas por la elección del objeto extrínseco de sus prácticas genitales. La
susodicha enumeración reproduce el vicio falogocéntrico de definir a las mujeres
por la falta-deseo del pene y a las lesbianas por la ausencia del mismo, cosa que a la
vez confina a las mujeres dentro del modelo falogocéntrico de complementariedad,
oposición y descarga pulsional mientras les niega el derecho a la diversidad sexual.
Las mujeres, en una palabra, no pueden desear más que el pene según la norma «hetero
» de la genitalidad. Vale aclarar que ni Freud llegó tan lejos en la reificación de la
sexualidad femenina cuando reconoció la homosexualidad y el polimorfismo primarios
de la sexualidad femenina, cosa que el postfeminismo desconoce por completo.
Definir a la mujer por el deseo del pene que le falta supone además convalidar la
construcción edípica sobre la que asientan los procesos de subjetivación falogocéntricos,
construcción que teóricas feministas como Luce Irigaray, Jessica Benjamin o
Luisa Muraro –por nombrar algunas– han cuestionado y superado eliminando, no
a las mujeres, sino al mito de su envidia fálica.
La mujer es asumida así como una categoría normativa en lugar de ser asumida
como una realidad fluida y nomádica, en sí misma disidente respecto de las normas
y roles sociales impuestas. Sin embargo, la ideología queer necesita esencializar a las
mujeres para poner la disidencia afuera de ellas; necesita normalizarlas para invisibilizar
la potencia creadora de su sexualidad en el amplio sentido de una múltiple pulsión
vital irreductible al mero ejercicio de la genitalidad. Todas aquellas sexualidades
que el feminismo ha liberado, resignificado y multiplicado en las mujeres, las ignora
por completo el transfeminismo queer de las M, L y B, el cual además de desmentir
que las mujeres sean lesbianas o bisexuales, vuelve a separarnos en virtud del amor
fali, falo que por cierto parecería entredecir la última posverdad del culto queer.
A la separación de M, L, B, se le suma además la taxonomía de mujeres «cis»
–las nacidas sin pene o bien castradas– y mujeres «trans» –las nacidas con pene–.
Mujeres cis y trans tiene en común el sentimiento y la percepción imaginaria de
ser algo –no se sabe concretamente qué– a lo que llamamos «mujer» y que al fin de
cuentas no sería sino el estereotipo socio-cultural con el cual las mujeres trans se
identifican y muchas cis se des-identifican. Llámese entonces mujer a ciertes sujetes
feminizades acorde a lo que la cultura dice se denomina mujer: unes bio-gestantes,
menstruantes, uterines, vaginales, y otres bio-eyaculantes, testiculares, prostáticos, estes últimes, por cierto, mujeres más transgresores y vanguardistas que les otres.
Dicho brevemente, la categoría mujer no significa nada en absoluto más que lo que
el sistema hegemónico indica, y este vaciamiento de contenido y significación repite
una historia tan larga como aquella cuando lo femenino era una mera materialidad
pasiva y amorfa, carente de toda actualidad per se y necesitada de un falo que le
conceda significación.
Si quisiéramos disentir con el registro ficcional socio-lingüisticista y plantear la
posición de las personas transexuales en relación con su propio cuerpo sido y a la
vez desmentido por su auto-percepción identificatoria, entonces podríamos coincidir
con Irigaray en que “lo femenino en el hombre no equivale a lo femenino de
la mujer, ni lo masculino en la mujer a lo masculino del hombre. Un sistema de
identificaciones no se confunde jamás con una realidad corporal” (1985: 21-22). Tal
planteamiento es válido para un feminismo realista y material, pero no vale para el
postfeminismo postmoderno, porque según este no hay hombres ni mujeres ni cuerpos
sexuados, sino solo sujetes parlantes neutres que se ajustan o desajustan a la estereotipia
extrínseca de feminidades y masculinidades asignadas socio-culturalmente.
De este modo, se nos niega a las mujeres la posibilidad de definirnos a partir de
nuestra propia experiencia, cuerpo e identidad sexuada, y se nos fuerza a denominarnos
«cis» según el criterio extrínseco «trans». En caso de osar definirnos por nuestra
identidad bio-psico-socio-existencial como totalidad sintética y realidad irreductible,
entonces seremos tachadas de transfóbicas, TERF, esencialistas, biologicistas,
naturalistas, nazis y fascistas. Lejos de osar tal cosa, debemos definirnos en función
del efecto que podríamos causar las personas trans, y gestionar en los mismos términos
nuestros espacios y derechos sexuados. La privacidad y seguridad de baños,
vestuarios, cárceles, hospitales, refugios, hostels, servicios médicos, premios, becas,
cupos, competiciones deportivas, etc., todo lo que la ley nos garantiza en función
de nuestra diferencia sexual con el fin de proteger nuestras libertades y dignidad, y
asegurarnos la igualdad de oportunidades y trato con los varones, es hoy gestionado
en función las identificaciones del sexo masculino. Poner a mujeres y niñas al servicio
de los demás es una vieja estrategia patriarcal, solo que para el postfeminismo
postmoderno no existen siquiera mujeres o niñas. Ser tales ya no es nuestro asunto,
sino mera gestión cultural.
La separación M, L, B, sumada a la homologación M y T ignora, por un lado,
la posibilidad de que las mujeres puedan ejercer libremente su genitalidad hetero,
homo, bi o la que fuese, en tanto que mujeres. Por el otro lado, entrega su identidad
a un significante vacío que termina resuelto, como sabemos, por el falo simbólico,
sea éste real o imaginario. Tal enumeración niega lisa y llanamente la puesta en juego
una diferencia sexual femenina libre y creadora, emancipada de los estereotipos y roles culturales, y potenciada por su propio sentido inmanente. Ser mujer no se
define ni por el pene –habido o en falta–, ni por un código de comportamiento
socio-lingüístico, ni por representaciones extrínsecas, autosentimientos privados o
innovadores cánones estéticos. Ni nuestra sexualidad se reduce a genitalidad, ni lo
genital constituye la única o la gran causa de emancipación política, ni las desigualdades
estructurales de las mujeres se basan en autopercepciones identificatorias.
Tampoco somos bio-mujeres, porque tal cosa no existe. Ser mujeres implica una totalidad
bio-psico-socio-espiritual, una síntesis de múltiples elementos, una potencia
de realización y transformación irreductible a roles sociales o imaginarios subjetivos.
Por lo demás, obligar a las identidades transexuales y travestis a incluirse en las
categorías de mujer o varón supone reforzar el binarismo que justamente se quiere
superar. Al respecto, el mantra no-binario de la queerness demuestra una vez más
su efectiva reificación estereotípica, y el supuesto pluralismo transgenérico termina
acusando una voluntad de disciplinamiento tan totalitaria como la atribuida al
sustancialismo metafísico. Índice de tal voluntad es la confusión conceptual entre
dualidad y dualismo, diferencia y oposición excluyente, identidad y esencia eterna.
Porque dualidad no es lo mismo que dualismo, ni diferencia es igual a oposición
excluyente, resulta que la diferencia e identidad sexual de las mujeres es en sí múltiple,
diversa, heterogénea, nomádica, fluida. Sin embargo, el postfeminismo queer es
incapaz de reconocerlo y exige identificar a las mujeres con la norma hetero porque
permanece anclado a la misma lógica esencialista que pretende superar.
Valga añadir que, en concomitancia con la eliminación de la diferencia sexual en
un sinnúmero de identificaciones transgenéricas, el postfeminismo opera igualmente
la licuación del constructo mujer en los innumerables constructos interseccionados
de la clase, la raza, la etnia, la religión, la ocupación, la nación, el peso, las capacidades
cognitivas, verbales, auditivas, visuales, ambulatorias, físicas de todo tipo, la
edad, la filiación++, recíprocamente actuantes y finalmente indiscernibles las unas
de las otras, ya que todas son igualmente construidas por el socio-lingüisticismo
hegemónico. Así como el sociologismo constructivista carece de elementos conceptuales
para distinguir la diferencia sexual de la praxis hetero-normativa, tampoco los
tiene para distinguir la opresión hetero-cis-bio-patriarcal de otras tantas opresiones
en las cuales les sujetes se autoperciben. El postfeminismo disemina de este modo las
demandas sociales en demandas de grupos identitarios, cuyos reclamos son siempre
situables en las coordenadas de las respectivas identificaciones colectivas o guetos,
fuera de los cuales sería difícil plantear la universidad de derechos y garantías de las
mujeres.
Y así nos encontramos hoy con un postfeminismo sin mujeres, de travestis y
transmasculinidades, donde todes devenimos persones transgenéricas más o menos
feminizades, hormonades, deconstruides, posmodernes e infinitamente interseccionades
según nuestro autosentir individual, que es siempre lo que prima cuando el
marco de garantías universales ha sido pulverizado por un relativismo individualista
de libre mercado y circulación.
A lo largo de su praxis histórica, el feminismo se ha valido del principio de la
autoconciencia material a fin de poner en acción la diferencia sexual como fuerza
transformadora de la subjetividad y la cultura. Durante la segunda ola feminista, la
praxis de la autoconciencia fue asumida como método de emancipación y propició
el florecimiento de los así llamados grupos de autoconciencia de mujeres –consciousnessraising– bajo la consigna del mutuo reconocimiento intersubjetivo, devenida en
potenciación individual y praxis política colectiva.
Desde el punto de vista filosófico, se debe precisar que la autoconciencia es uno
de los grandes principios ontológicos –no meramente psicológico o sociológico– de
la modernidad, que le permitió superar el rígido sustancialismo dualista de la cosa en
sí en función del dinamismo reflexivo y auto-diferencial de la subjetividad humana.
Por autoconciencia entendemos aquí, siguiendo la Fenomenología del espíritu (Hegel,
1966: 107-139) el movimiento inmanente y reflexivo por el cual la conciencia inmediata,
material y sensible se transparenta en su propia acción libre, subjetiva y singular,
no sin antes haberse arriesgado a un proceso interior mediado por la alteridad,
las diferencias y contradicciones. Valga aclarar que la autoconciencia no pertenece al
orden abstracto de las representaciones, las fantasías o el imaginario simbólico, sino
al orden efectivo de la acción libre, y es por eso que los grupos de autoconciencia
basan en ella su puesta en acto emancipador.
El feminismo se ha valido del principio de la autoconciencia como praxis liberadora
de las subjetividades femeninas, reconocidas y recreadas por su propia reflexión,
diálogo y determinación. El punto de partida de tal praxis reside en el propio cuerpo
sexuado y situado, causa de la dominación patriarcal y, por lo mismo, llave de toda
transformación. El objetivo de la praxis autoconsciente es en última instancia derogar
los estereotipos socio-culturales que han operado la alienación a través de acciones
potenciadoras que resignifiquen y liberen el devenir-mujer de cada una y todas.
Para el constructivismo socio-lingüisticista, sin embargo, las cosas funcionan de
otro modo. Para este, la autopercepción imaginaria y la autoidentificación de tipo decisionista y arbitraria con los significantes que fuesen, definen la construcción de
las identidades transgenéricas sin más soporte que su libre voluntad individual. La
subjetividad y sexualidad producida a partir de tales identificaciones es discursiva e
individualista, vale decir, le pertenece a un sujeto hablante o parlêtre que se materializa,
sexualiza y libidiniza a través de las ficciones lingüísticas. El principio de la
autopercepción imaginaria es solidario con el constructivismo socio-lingüístico de
manera tal que el viejo mantra subjetivista esse est percipi –ser es percibir– retorna
hoy aggiornado por las vanguardias queer y lo hace de manera radicalizada, porque
ahora ya no se trata siquiera de percepción sino de auto-percepción y auto-sentir,
cosa que por su propia coherencia interna deriva en un solipsismo e individualismo
inevitable, socialmente construido según las fantasías narcisistas de cada cual. Individualismo,
claro está, completamente funcional al libre mercado.
La ecuación posmoderna y poscuerpo “esse es auto-percipi” garantiza la univocidad
transgenérica de todo sexo, diferencia sexual u orientación sexual, en la medida
en que no hay otra realidad más que la individualmente percibida y sentida, y en tal
sentido, cualquiera de ellas es igualmente construida. De aquí la multiplicación potencialmente
infinita de identidades transgenérica, porque en rigor cada individuo
es un trasngénero distinto e inconmensurable, diferente tanto de los otros como de
sí mismo a cada instante de su devenir indecidible. El último y radical criterio divisorio
entre las autopercepciones reside en la norma socio-cultural, que las convierte
en cis o trans.
La así llamada “disforia de género”, que Paul Preciado prefiere denominar “disidencia
corporal” (Preciado, 2019, 40) en alusión a la disrrelación psíquica con el
propio cuerpo sexuado, se convierte en una mera cuestión de ajuste o desajuste a la
pauta cultural hegemónica, en función de la cual deben ser intervenidos médica y
farmacológicamente los cuerpos desajustados a ella e implícitamente patologizados.
No cabe aquí ningún espacio para la pregunta por la estructuración psíquica o los
vínculos intersubjetivos de los sujetos disidentes respecto de sus propios cuerpos
sexuados, porque su disidencia no se mide en función de éstos últimos sino de estereotipos
extrínsecos. No vale tampoco en tal caso lo que Elizabeth Grosz distingue
en estos términos: “cada sexo tiene la capacidad de jugar con, de devenir diferentes
sexualidades, pero no de tomar el cuerpo y sexo de otro” (1995: 77). Dado que
para el auto-percepcionismo no hay otro cuerpo más que el imaginario, entonces
hormonarse o no hormonarse, extirparse o no extirparse órganos, construirse este o
aquel somateca resultan modos igualmente válidos de materialización performativa.
Tales identificaciones transgenéricas, por disidentes que se quieran, son incapaces
de producir la transformación inmanente de las jerarquías de poder entre los sexos y, lejos de ello, las identidades de género han sancionado el derecho a su
estereotipia y desigualdad. No hay razón alguna para la resignificación interna de
mujeres y varones, ni para la eliminación del disciplinamiento político que domina
el comportamiento de los sexos, porque no existen sujetas mujeres ni sujetos varones
a los cuales liberar –como bien recuerda Halberstam (2005)–, sino meras feminidades
y masculinidades culturalmente normadas, imaginariamente autopercibidas y
tecno-protésicamente construidas on demand.
Según el registro de la autoconciencia material, sería un absurdo sostener que las
mujeres nos masculinizamos por liberar el potencial de nuestra sexualidad y romper
viejos estereotipos sociales. En otras palabras, según tal feminismo, las mujeres no
nos masculinizamos por usar pantalones o traje, jugar al futbol, ejercer un oficio, trabajo,
profesión, o mantenernos con nuestro propio salario. Por el contrario, lo que
hacemos en tales casos es resignificar nuestra propia identidad femenina y devenir
las mujeres que queremos ser. Según el registro de la autopercepción imaginaria, en
cambio, les sujetes asignades como femenines al nacer se masculinizan o feminizan
conforme asuman los estereotipos hegemónicos, que siguen siendo la medida extrínseca
de toda identificación. Ahora bien, cuando la norma de medida identitaria
permanece afuera, esencializada en una mera convención socio-cultural, entonces lo
que se tiene propiamente no es identidad ni subjetividad, sino «alienación» y toda
identificación extrínseca que etiquete y clasifique, lo es.
Cuando la autopercepción imaginaria se desanuda de la materialidad autoconsciente
y el propio cuerpo sexuado, entonces la subjetividad pierde la posibilidad
de concebirse y medirse consigo misma para ser medida desde afuera por el régimen
dominante. En el mismo sentido, cuando el orden simbólico se desanuda
de la materialidad de los cuerpos y comienza a reproducirse en el vacío de meras
relaciones significantes que materializan extrínsecamente subjetividades, libidos y
corporalidades neutres, de ello resulta inexorablemente la violencia del totalitarismo
tecno-genérico. Si la única objeción a un sistema de ficciones abstractas es la realidad
de la cosa, la única objeción a la ideología postfeminista es la fuerza significante de
la materialidad sexuada, el dinamismo inmanente de los cuerpos y esa inevitable
conciencia de la falta, capaz de quebrar la omnipotencia narcisista de la imaginación
y reencontrarnos en nuestra finitud, su deseo y su imposibilidad.
A modo cuasi-conclusivo quisiéramos insistir en la operación ideológica mediante
la cual la posmodernidad postfeminista pretende, en palabras de Rosi Braidotti, “erosionar las bases para la afirmación y la capacitación de los sujetos políticos feministas
integrados y corporizados” (2009: 77-78), mientras reedita subrepticiamente
el orden falogocéntrico en una nueva versión diseminada, travestida y dadaísta, donde
lo hegemónico ha dejado de ser el androcentrismo sustancialista de la metafísica
clásica, para adaptarse a una trans-masculinización ficcional e indecidible, tan disciplinaria
como aquel. La histórica abolición de las mujeres como sujetas ontológicas,
políticas y jurídicas reaparece hoy no ya conforme con la lógica de la cosa-en-sí
clara, autoidéntica y distinta, sino bajo la licuación transgenérica, poligenitalizada y
tecno-fármaco-construida de indecidibles individuos contrasexuales. El neutro «e»
se impone así como la corrección política de tales sujetes discursives, sexualizados on demand.
Las multitudes queer repiten religiosamente su mántrico descreimiento en
lo binario femenino-masculino, al cual opone la –falsa– alternativa de una diseminación
insustancial e indecidible, mágicamente construida en el acto performativo de
la voluntad privada. Sujetes neutres y lingüísticos, performades ya así, ya asá, ya de
todas las maneras posibles, se parecen demasiado al viejo ánthropos controlador de la
materia, los cuerpos y los significantes. Una clasificación transgénerica interminable
aplana toda realidad y campo epistémico, como si sexualidad, genitalidad, género o
cuerpo fuesen unívocamente ficciones socio-lingüísticas, y como si además fuesen
igualmente construibles la intersexualidad biológica, la diferencia sexual, las identificaciones
imaginarias, las elecciones de objeto de genital, las relaciones de género,
disforia de género, etc.
Curiosamente, las multitudes queer denominan sexualidad a prácticas, tendencias
o estructuras psíquicas difícilmente equiparables con lo que Freud y el psicoanálisis
en general denominan libido sexual o pulsiones de vida. A saber, sado-masoquismo,
fetichismo, coprofilia, fist-fucking, travestismo, voyerismo, exhibicionismo
y coprofagia, entre otras parafilias parafilias reivindicadas por los rituales queer. A
juzgar por las lecturas foucaultianas de Sade (Foucault, 2015: 93-146), es justamente
el sadismo lo que parece aportar la medida de la sexualidad postfeministas. En efecto
según Foucault, Sade logró revelarnos la verdad inmanente de un deseo que, como
lo hace explícito la obra del Marqués, consagra las prácticas disidentes de la tortura,
la violación, el abuso infantil, la brutalidad y la crueldad, legitimándolas socialmente
como “un lenguaje transformador de desafío, discontinuidad y transgresión” (Raymond,
2001: 46). En una palabra, el sadismo es lo que queermente debe entenderse
por sexualidad o mejor, en términos de Preciado, por una contrasexualidad cuya
constitución pulsional debería, por lo menos, elaborarse con mayor precisión.
Detrás de la indecidible diseminación queer hay más voluntad de goce, control
y poder que deseo, libido sexual o erotismo creador. Su sexualidad no tiene que ver
con la energía vital, sino con las construcciones de poder que Foucault describe en lo
que él llamó una Historia de la sexualidad (Zupančič, 2016: 49-64), y que son trasladadas
ahora al ámbito de la gestión individual. Hay en la queerness postfeminista
–para decirlo con Braidotti– una “fantasía de omnipotencia” narcisista aliada a “las
fantasías de huida del cuerpo” (2005: 322). Preciado afirma en este sentido “el fin
del cuerpo” (2002: 20) mientras que Javier Sáez performa en la idea de “sujetos parlantes
poscuerpo” (Sáez, 2004: 149). Tales sujetos son consumidores de los cuerpos
que no tienen, y que ellos compran y arman como si se tratase de un ropaje exterior.
En su materialidad discursiva, los sujetos poscuerpo sueñan con que “pronto existirá
la posibilidad de imprimir nuestros órganos sexuales con una bioimpresora 3D”
(Preciado, 2019, 248).
En términos de Rita Segato, podríamos hablar de un sujeto “egócrata” (2010,
175), cuya utopía de autoinscripción elimina toda alteridad, terceridad y diferencia
para mirarse infinitamente en su propia imagen percibida. El sujeto queer se nombra
a sí mismo y exige ser nombrado según su voluntad. Más aun, él busca extender su
designio nominalista a toda alteridad. El gran problema ontológico-político de este
tipo de individualismo constructivista es que donde no hay terceridad y realidad
efectiva que medie, una y constituya, el vínculo social se hace imposible. Cuando el
ser por-otro y en-otro se reduce a ser en sí y por sí conforme con un decisionismo
ficcional identitario, la conclusión inevitable es el retorno de la ley del más fuerte en
una Babel incomunicable.
El transgenerismo es un transhumanismo, cuyas fantasías omniconstructivistas
cuentan hoy con el soporte tecno-capitalista de la era postindustrial. Detrás de la
utopía transhumanista se esconde el mercado high tech y la big pharma de cuerpos
y almas, mucho más voraz e indetenible que el imaginario individual. La producción
de singularidades cibernéticas constituye el nuevo imperativo neoliberal, que
hoy opera en alianza con la agenda cultural queer. De aquí que Preciado aconseje a
“quien quiera ser sujeto de lo político, que empiece por ser rata de su propio laboratorio”
(Preciado, 2008: 248), con el corolario de que quien no esté dispuesto a hormonarse
o fármaco-pornografiarse, quedará fuera del mercado emancipatorio queer.
Dado que solo hay sujetes neutres que se masculinizan o feminizan on demand por vía tecno-farmaco-pornográfica, resulta inadmisible para la queerness la decisión
de las mujeres por reivindicarse sujetas ontológicas, políticas y jurídicas de la agenda
feminista. Preciado no lo admite, ni lo comprende: “lo que no es explicable hoy,
en una situación en la que la inferioridad política de las mujeres se oculta tras una aparente igualdad legal, es por qué no hay una masa de bio-mujeres que trafican y
consuman testosterona para acceder a la posición hegemónica. Quizá, simplemente,
las bio-mujeres, no quieren el poder, prefieren seguir teniendo excusas para no triunfar,
para no ganar dinero, para no tomar decisiones por sí mismas, para no dirigir
los países que habitan, para no ser las únicas responsables de su placer sexual, de su
mediocridad o su éxito” (2008: 154). La sugerencia revela un fetichismo testosterónico
desconcertante para quienes aún no hemos adherido a su mística hormonal.
No obstante, aun concediendo la fe en la fuerza mágica y milagrosa de las hormonas,
nos permitiremos el impío acto de desacreditar la omnipotencia fálica.
Entre el dadaísmo posmoderno, la ciencia ficción transhumanista y la futurología
de Silicon Valley, la queerness sueña con el control androcéntrico absoluto de
post-identidades transgenéricas, transhumanas y cibernéticametne inmortales. Ya lo
había anticipado Luce Irigaray: una sociedad sexualmente neutra inevitablemente
pierde la diferencia entre la vida y la muerte (2000: 37) porque vacía de sentido su
materialidad constitutiva, que es de manera inexorable siempre incompleta, precaria,
finita y a la postre, imposible. La eliminación de diferencia sexual no solo
esencializa el bio-régimen-hetero-cis-patriarcal, sino que además elimina la propia
condición humana, su estatuto de realidad dependiente, relacional y recíproca.
En última instancia, la utopía de los infinitos viajes hormonales y los posibles
ciborgs omnisexuados ni siquiera logra a disimular aquellos otros cuerpos de la diferencia
sexual, esos “cuerpos mal pagados y explotados, principalmente de mujeres
y niños de las plantas de producción off-shore” (Braidotti, 2009: 52). Mientras el
reality show de las ficciones transgenéricas continúa su indecidible expansión, en el
mundo real impera el argumento del más fuerte, del establishment, del individualismo
liberal y los intereses de grupo. En una palabra, vence el argumento del falo, que
es siempre el mejor y el más deseado.
Ahora que ya sabemos de qué se trata, ahora que hemos traído a la memoria
aquel viejo mantra feminista según el cual lo neutro nunca es tan neutro, ahora
entonces lo que resta pensar y hacer es la diferencia sexual:
“El cuerpo sexual contemporáneo parece marcado por una profunda herida que le hace parecer ‘una drag queen perturbada mostrando las cicatrices supurantes de una operación fallida de cambio de sexo’. El gótico posmoderno y las sexualidades posgénero planea sobre el imaginario de las sociedades posmodernas. Sin dejar de reconocer este fenómeno, deseo manifestar que, a mi juicio, lejos de borrar la diferencia sexual, la convierten en una cuestión más urgente que nunca” (Braidotti, 2005: 79).
Su urgencia clama por la potencia liberadora de las mujeres, su ginérgia de transformación, esa autoconciencia subjetiva e intersubjetiva que convierte al feminismo en un proyecto universal.
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Recibido: 30/05/2019
Aceptado: 20/09/2019