DOI: http://dx.doi.org/10.19137/aljaba-2019-230103

ARTÍCULOS

 

LA QUEERIZACIÓN POSTFEMINISTA: DEL CONSTRUCTIVISMO TRANS/GENÉRICO A LA ELIMINACIÓN DE LAS MUJERES

The postfeminist Queerization: From trans/gender Constructivism to the Elimination of Women

 

María Binetti
Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género,
Facultad de Filosofía y Letras UBA
CONICET

 

Resumen: Las teorías queer emergen del constructivismo nominalista posmoderno bajo los supuestos de que todas las cosas son ficciones discursivas, toda ontología, un relato sustancialista y dualista, y no hay realidad alguna fuera de las construcciones y deconstrucciones socio-lingüísticas que cada cultura se de a sí misma. En el caso específico de la diferencia sexual, las teorías queer la asimilan a los significantes hetero-normativos del viejo régimen bio-político y en consecuencia la eliminan junto con este, en una operatoria ideológica que hoy nos deja el resultado de un post-feminismo sin mujeres, donde les sujetes parlantes tecno-producen arbitrariamente sus cuerpos y sexualidades. Asumiendo algunos supuestos filosóficos de los nuevos realismos materiales, el presente artículo se propone visibilizar el esencialismo socio-discursivo encubierto de los constructivismos postmodernos, su apenas disimulada feminofobia y la violencia efectiva –simbólica y no simbólica– que ella supone para las mujeres –reales– y la agenda feminista.

Palabras clave: Lingüisticismo; Performatividad; Indecidibilidad; Diferencia sexual; Ontology.

Abstract: Queer theories emerge from postmodern nominalist constructivism under the assumption that all things are discursive fictions, all ontology, a substantialist and dualistic narrative, and there is nothing real outside of socio-linguistic constructions and deconstructions. In the case of sexual difference, queer theories assimilate it to the hetero-normative signifiers of the old bio-political regime, and consequently abolished it by means of an ideological operative that brings us today to a post-feminism without women, where the speaking subjects arbitrarily techno-produce their bodies and sexualities. Assuming some philosophical assumptions of new material realisms, the present article aims at making visible the hidden essentialism of postmodern constructivism, its barely disguised femino-phobia and the effective violence—symbolic and non-symbolic— that it implies for actual women, and feminist agenda.

Key-words: Linguisticism; Performativity; Undecidability; Sexual difference; Ontology.

Sumario: Introducción. Los equívocos del significante (trans)genérico. Mujeres, Lesbianas, Transexuales y Travestis. De la autoconciencia material a la autopercepción imaginaria. Sujetes neutres, voluntad de poder y mercado transhumanista.

 

Introducción

“El mundo real se ha convertido ciertamente en discurso o, más bien –como veremos– se convirtió en un reality show; el resultado fue el populismo mediático, a saber, un sistema en el cual (si se tiene poder) se puede reclamar que la gente crea cualquier cosa. En los noticieros televisivos y los talk shows hemos sido testigos del reino del «no hay hechos, solo interpretaciones» que –respecto de aquello que desafortunadamente es un hecho, no una interpretación– mostró su verdadero sentido: «el argumento del más fuerte es siempre el mejor». Por lo tanto, ahora tenemos que vernos con una circunstancia peculiar. La postmodernidad está retrocediendo, tanto filosófica como ideológicamente, no porque haya errado sus objetivos sino, por el contrario, precisamente porque ha dado en el blanco de todos ellos demasiado bien. El fenómeno de masas –y, yo diría, la causa principal del giro– fue precisamente su completa y perversa realización que ahora parece estar cerca de la implosión. Los sueños de la postmodernidad fueron realizados por populistas y, en el pasaje del sueño a la realidad, nos hemos dado cuenta verdaderamente de que se trataba” (Ferraris, 2014: 3).
Con estas palabras, Maurizio Ferraris sentaba las bases de lo que se ha dado en llamar el nuevo realismo del siglo XXI a la vez que denunciaba la pasada hegemonía antirrealista, postmoderna y relativista de finales del siglo XX, abocada a la construcción y deconstrucción de significantes socio-políticos, discursos, textos y representaciones abstractas sin más efectividad que sus propias repeticiones y relaciones lingüísticas. El diagnóstico filosófico de Ferraris nos retrotrae al desenlace de la vieja historia nominalista, inevitablemente resuelta en el escepticismo y nihilismo radical de los flatus vocis, políticamente funcional a los establishments de turno.
El universo ficcional de los puros significantes auto-significados, las interpretaciones sin hechos y los simulacros sin original ni copia muestra su excepcional alcance en las performances transgenéricas, emancipadas de toda impostura orgánica, límite material o fábula naturalista. Sobre el escenario de un nominalismo radical hacen hoy su aparición las multitudes queer (Preciado, 2003), estrictamente inclasificables, indecidibles y en permanente desplazamiento. Bigéneros, trigéneros, pangéneros, agéneros, tercer sexo, pansexuales, asexuales, cross-dressings, drag kings, drag queens, femme queens, FTM, MTF, género fluido, dudoso, no-ops, hijras, intersexuales, transexuales, persona trans, mujer, varón, butch, femme, two-spirit, no binario, persona de experiencia transgénero, gender gifted, gender blender, internet- drag, identidad ciber+, representan algunas de las tantas posibilidades de invención contrasexual (Preciado, 2002). Todas ellas –mujeres, varones, travestis, intersexuales, etc.– responden a la propuesta de “construirse como ficciones” (Preciado, 2019, 215) y se ubican al mismo nivel y plano ficcional (Žižek, 2017: 135; Preciado, 2002), con la salvedad de que varones y mujeres obedecen a la ficción bio-política patriarcal, mientras que el resto ha logrado emanciparse de aquella apelando a innovadoras técnicas de hormonación, implantación protésica y extirpación de órganos entre muchas otras prácticas tecno-genéricas, como veremos a continuación.
Lo que Braidotti denomina “el imaginario tecnoteratológico de la postmodernidad” (2005: 318) –que desde una perspectiva radicalmente escéptica cuenta con el vacío de lo real– dispone además –desde la perspectiva tecno-científica del capital– de los recursos protésicos, hormonales, cibernéticos, farmarco- y neuro-constructivistas del capitalismo postindustrial, a través de los cuales explora las siempre novedosas vías de subjetivación transgenérica. Cuerpos protésicos, hormonados, inyectados, alucinados, envenenados, extirpados, etc. (Preciado, 2008) nos invitan al viaje queer por un universo de simulacros sin más medida que su propia gestión tecno- sexual. Ellos fabrican sus sexualidades y transexualidades mediante sofisticadas tecnologías del placer, básicamente homocentradas en auto-dildajes y erotizaciones del ano (Preciado, 2002; Sáez, 2004). Sado-masoquismo, fetichismo, fist-fucking,
travestismo, contra-pornografía, voyerismo, exhibicionismo, coprofilia, coprofagia (Preciado 2019, 94-95) y otras tantas parafilias reivindicadas por las culturas queer despliegan continuamente sus fantasías creadoras en el teatro de lo transreal y transhumano.
En tal contexto cultural, el presente artículo se propone una crítica filosófico-política de los postfeminismos postmodernos a partir de lo que podríamos llamar –siguiendo el giro ontológico del siglo XXI– un nuevo realismo feminista de la diferencia sexual. Las críticas que esgrimiremos en estas páginas podrían resumirse en la desontologización de las posmujeres, es decir, en la reducción de las mujeres ficciones bio-políticas y de la diferencia sexual a hetero-normatividad socio-lingüística. Dado que las mujeres, según el constructivismo queer, nos reducimos a prácticas discursivas normalizadas por el régimen hetero-cis-bio-patriarcal, lo esperable es entonces nuestra eliminación y sustitución por identificaciones transgenéricas, entre las cuales lo femenino reaparece como la norma hetero del emancipador sistema trans.
Valga aclarar que las siguientes páginas no pretenden poner en cuestión la efectiva afirmación de las personas transexuales, libres de ejercer su identidad genérica del modo que elijan, ni tampoco cuestionar legítimos derechos alcanzados por ellas. Estas páginas no se dirigen a problematizar personas, ni libertades, ni derechos, que por supuesto reconocemos. Por el contrario, lo que pondremos en cuestión son teorías y conceptos, y concretamente cuestionaremos los así llamados postfeminismos postmodernos. En este punto debemos ser muy claras y cuidadosas: una cosa son las libertades y los derechos individuales, otra cosa son las teorías desde las cuales se los justifica. Tales teorías pueden ser realistas, idealistas, nominalistas, constructivistas, universalistas, relativistas, etc. etc.
En este sentido, los postfeminismos postmodernos que hoy ocupan los lugares hegemónicos de la política institucional y la academia son en rigor constructivismos nominalistas, antirrealistas y relativistas, que además de reducir la realidad a relaciones de poder socio-lingüísticas –como totalidad omniabarcante más allá o más acá de la cual no hay nada– y la filosofía a estudios culturales, intentan disciplinar cualquier otra alternativa teórico-política bajo las acusaciones de «transfobia», «biologicismo » y «esencialismo», «TERF», cuando no de fascismo y nazismo. Tales acusaciones surgen de una ideología que, lejos de garantizar la sana discusión teórica, el debate filosófico, el pluralismo de ideas y la libre expresión, intenta imponer sus supuestos constructivistas, descalificar a quienes no los compartimos, sembrar un discurso de odio y eliminar la radicalidad que el feminismo supone como filosofía y praxis política universal.
Asimismo, debemos ser muy claras y cuidadosas en distinguir la indiscutible incidencia socio-cultural en la construcción de los estereotipos y roles de sexo, del reduccionismo socio-lingüisticista según el cual no hay nada fuera de las identificaciones
socio-culturales. En este sentido, entendemos que afirmar la transversalidad de lo socio-cultural en todo proceso de subjetivación no es lo mismo que reducir este último a identificaciones de socio-culturales. Dicho de otro modo, no es lo mismo afirmar que cualquier mujer es también una construcción cultural, que afirmar que es solo y exclusivamente una construcción cultural, como es el caso de las teorías queer. Por eso para estos últimos las mujeres no existen; lo que existe son, por el contrario, los estereotipos femeninos y masculinos con los cuales les sujetes parlantes se identifican o des-identifican. Mientras que el feminismo histórico ha buscado afirmar una sujeta mujer fuerte, emancipada de los estereotipos y significantes «femeninos» tradicionalmente hegemónicos, en cambio los postfeminismos queer eliminan a la sujeta mujer, la sustituyen por sujetes parlantes neutres, y ponen en circulación los estereotipos y significantes femeninos y masculinos a fin de reproducirlos indistintamente por sujetes hablantes. De este modo, en lugar de superar el sistema hegemónico, se opera solapadamente una esencialización socio-discursiva de los mismos.
En síntesis, podríamos decir que intentaremos aquí una crítica feminista, material y realista de los postfeminismos queer, nominalistas, constructivistas y neoliberales.

Los equívocos del significante (trans)genérico

Los postfeminismos postmodernos descienden del norte anglo-hegemónico alimentados por tres grandes núcleos teórico-políticos: el constructivismo de los géneros, el posestructuralismo francés, y cierta extraña síntesis de materialismo marxista e individualismo liberal, todos ellos amparados por el giro lingüisticista según el cual lo real es resultado de relaciones socio-discursivas. En el caso específico del «género », su noción fue importada por la segunda ola feminista de la práctica clínica de John Money a fin de desagregar la construcción socio-política determinante de las relaciones diferenciales entre los sexos (Nash y Amelang, 1990: 44). En palabras de Teresa de Lauretis, “el género no es propiamente de los cuerpos o algo originalmente existente en los cuerpos, sino el conjunto de efectos, conductas y relaciones sociales producidos en los cuerpos por el despliegue de una tecnología política compleja” (1987: 3). La categoría socio-política del género se articuló entonces en correlación directa con la categoría biológica del cuerpo, ambas reunidas en lo que Gayle Rubin denominó el sistema sexo-género (1975) inspirándose en una doble fuente conceptual, a saber, el materialismo marxista –según el cual la materia se construye a partir de un modelo de trabajo androcéntrico, industrializado y capitalista– y el posestructuralismo francés –según el cual la praxis androcéntrica opera por relaciones de poder microdiferenciales–, ambos acogidos en suelo anglo-americano por el individualismos liberal de los colectivos queer con sede en California y New York.
Más allá de las ventajas metodológicas que la categoría de género pueda aportar a los estudios culturales, históricos y sociológicos, lo cierto es que desde el punto de vista filosófico el sistema sexo-género comporta un esquema dualista escindido entre un sustrato material pasivo, indeterminado, amorfo, receptivo y mudo, y un elemento socio-político activo, formador e inteligible. Este tipo de dualismo –calco fiel del viejo hilemorfismo operado en este caso por un sujeto parlante omni-formador– resulta conceptualmente muy inestable y tiende por su propio peso a una resolución unilateral, tal como la historia postfeminista demuestra. En efecto, Judith Butler dio el gran paso hacia una resolución monista y lingüisticista del sistema sexo-género con la eliminación de la materialidad sexuada en tanto que sustrato preexistente a la performatividad socio-política, y la afirmación de un constructivismo radical, operado por agentes discursivos.
A partir de Butler, el dualismo sexo biológico vs. género cultural es sustituido por un constructivismo absoluto más allá de cuyos discursos no hay nada, ni materia, ni naturaleza, ni cuerpo. Cuerpos, sexos, sexualidades, energía libidinal, afectos, deseos etc. pasan así a designar organizaciones históricas y contingentes del poder político, articulado él mismo socio-discursivamente. Eso significa que la materia es estrictamente materializada a través del discurso, es decir, que materia, cuerpos, deseo, sexos y sexualidades son resultado de praxis significantes (Butler, 1993: XI; 1990: 142-145), coagulaciones del lenguaje sin más consistencia ontológica que los flatus vocis de su aparecer. En palabras de Paul-Beatriz Preciado, “el cuerpo es un texto socialmente construido” (2002: 23), esto es, pasivamente materializado por el lenguaje y no existe fuera de él.
Preciado da todavía un paso más allá que Butler al declarar la ficcionalidad de todas las cosas, su desontologización radical y la conversión indecidible ente verdad y representación, naturaleza y artificio, referente y referido. Según él, en “el principio era el dildo” (2002: 20), esto es, el simulacro transmasculinizante, el truco, la ficción autoimpuesta como última palabra de una operatoria de control y construcción que intenta desplazar a mujeres y varones a la instancia normatizada del caleidoscopio ficcional, mientras que el resto de les sujetes se elevarían a la instancia emancipada del juego contrasexual. Las políticas de las multitudes queer emergen “de una desontologización del sujeto de la política de identidades: no hay más base natural (mujer, gay, etc.) que pueda legitimar la acción política” (Preciado, 2003: 24). Mujeres y travestis, transexuales, varones, intersexuales, gays, etc. etc., todos son igualmente ficciones desontologizadas, con la salvedad de que varones y mujeres serían la ficción cis-normativa del viejo régimen político. “Hombres y mujeres existen como normas sociales” (Butler, 2004: 210), o bien, como “categorías pasadas de moda” (Halberstam, 2005: 41) respecto de las vanguardias queer: verdaderas innovadoras en materia sexual y reproductiva.
Dado que todo cuerpo no es sino construcción cultural y todo sexo, algo que la sociedad impone extrínsecamente a les sujetes, ser varón o mujer es tan convencional y arbitrario como ser transexual o transgénero, con la particularidad de que lo primero obedece al bio-régimen patriarcal mientras que lo segundo propicia la emancipación y autonomía creadora. Butler y todavía más Preciado nos invitan entonces a la diseminación de identificaciones genéricas inventando nuevos cuerpos o más bien, en términos de Preciado, nuevos somatecas tecno-fármaco-intervenidos. Entre cambiar de cuerpo, de sexo y de ropa no hay más diferencia que la que se quiera imaginar.
Lo paradójico del caso es que la eliminación de la diferencia sexual como realidad material irreductible y su sustitución por el género como constructo cultural hetero- normativo hoy concluye en el esencialismo de los (trans)géneros en tanto que categorías del deseo y la elección individual. Dicho de otro modo, los mismos géneros denunciados por el feminismo como estructuras jerárquicas de poder que oprimían a las mujeres y debían ser abolidas, son hoy restablecidos por el postfeminismo queer como derechos identificatorios de les sujetes parlantes no binaries, con los cuales retorna la vieja estereotipia femenina y masculina, esta vez travestida de posmujeres y transmasculinidades, pero tan falocéntrica como antes.
Toda vez que los agentes de las ficciones postmodernas serían les sujetes discursives a-sexuades o neutres, el Manifiesto contrasexual de Preciado propone que “se borren las denominaciones masculino y femenino correspondientes a las categorías biológicas (varón/mujer, macho/hembra) del carnet de identidad, así como de todos los formularios administrativos y legales de carácter estatal. Los códigos de la masculinidad y de la feminidad se convierten en registros abiertos a disposición de los cuerpos parlantes en el marco de contratos consensuados temporales” (2002: 29). Masculinidad y feminidad pasan a ser así significantes discursivos de cuerpos neutros, materialmente construibles. La reducción de lo real al discurso y de la diferencia sexual a la hetero-normatividad se resuelve así en la indecidibilidad de una cultura desconoce todo principio de realidad, inteligibilidad y orden por fuera de las disposiciones parlantes, auto-percipientes y sensitivas de los individuos, cada uno de los cuales viviría su propia ficción.
La ideología queer se preocupa incluso por defender los derechos y garantías de las personas por nacer, bebes o niñes sexualmente indeterminades para les cuales se propone la así llamada crianza de género abierto, la documentación civil asexuada y el uso del pronombre neutro «elle» a fin de no encasillar a les niñes en un sistema de adscripción binaria. Siguiendo las ficciones contrasexuales de Preciado, tenemos que “los cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres o mujeres, sino como cuerpos parlantes, y reconocen a los otros como cuerpos parlantes” (2002: 18), y de allí la importancia de nombrar desde la más tierna infancia su neutralización asexuada. Cada sujete naciente es así una suerte de mónada cerrada en estado de libertad absoluta, sin sedimentación cultural ni vínculo social; una suerte de tabula rasa que escribirá ex nihilo su ficción.
Sed contra, desde el punto de vista de un realismo material y feminista, es necesario comenzar a desandar los equívocos y falsos supuestos de esta ideología omni- constructivista, cuyo precio es la caída en una suerte de psicosis cultural para la cual todo es posible. Primero y principal, la operación ideológica de la queerness, madre de todos los errores, se basa en el equívoco de un lingüisticismo desontologizante que identifica ontología con esencialismo, naturalismo y biologicismo, como si toda concepción ontológica se redujera al sustancialismo de la cosa-en-sí, clara y distinta, o al naturalismo ingenuo de las esencias eternas y trascendentes. La operatoria queer consiste entonces en equiparar ontología con dualismo sustancialista; esencia con forma eterna e inmutable; sujeto con res cogitans; identidad con lógica representativa; diferencia sexual con oposición abstracta. Tal simplificación podría atribuirse a una completa ignorancia en materia filosófica, si no fuera atribuible en verdad a una operatoria ideológico-política que solo puede sostenerse como contrapunto del dualismo sustancialista que ella misma funge. Al totalitarismo de la sustancia eterna e inmutable se le opone de este modo, como única posibilidad teórica, el solapado totalitarismo de la pura ficción socio-discursiva.
Ignorando los profundos desarrollos conceptuales a través de los cuales la historia de la filosofía ha superado tanto el sustancialismo abstracto como la sofística nominalista, el constructivismo postmoderno prefiere confrontarse con la vieja metafísica sustancialista –que hace pasar por la única ontología posible– a los efectos de afirmar la alternativa excluyente de un relativismo socio-lingüisticista, disolvente de toda realidad, identidad y subjetividad. De este modo, al esencialismo sociologista le sigue el doble equívoco de identificar diferencia sexual con dualismo esencialista varón-mujer, según el modelo hetero-normativo del bio-régimen androcéntrico.
La reducción de la diferencia sexual a la hetero-normatividad desliza multitud de equívocos. Ante todo, el fragrante error no ya filosófico sino meramente empírico de equiparar patriarcado con cis-hetero-normatividad, como si no fuese posible un patriarcado homonormativo o transnormativo, es decir, pretender ignorar que la hetero- normatividad fue en verdad la pantalla de la homorrealidad falogocéntrica, muchas veces también homosexual. En rigor, el patriarcado es un sistema homosexual, donde las mujeres nunca existieron como diferentes u otras, sino exclusivamente como subalternas. Janice G. Raymond ha puesto en claro el modo en el cual la hetero-normatividad apenas disimula el trasfondo de la homorrealidad y homorrelacionalidad masculinas, acaso también homosexual, como cuando era la pederastia griega, los eunucos, los mancebos, etc. todas instituciones reconocidas por la cultura patriarcal. “La normativa y el poder real de las relaciones homomasculinas –afirma Raymond– se disfraza por el hecho de que tal relación de hombre-a-hombre es institucionalizada en cada aspecto de una cultura aparentemente hetero-relacional. Son las mujeres las que cargan con el peso de vivir un imperativo hetero-relacional” (2001: 11). Un nuevo encubrimiento queer parecería volver a disimular la vieja homorrelacionalidad masculina, donde las mujeres performan su conocido lugar de explotación sexual y reproductiva.
Por otra parte, identificar la diferencia sexual con la hetero-norma varón-mujer comete el error de ignorar o absorber otros tantos elementos constitutivos del sexo y las sexualidades femeninas o masculinas como son lo inconsciente, los afectos, el genoma, el cuerpo viviente, las disposiciones pulsionales, la subjetividad existencial, etc. Tal reduccionismo obliga a la homologación de las categorías de sexo y género, por una parte, y de diferencia sexual e identidad de género, por otra parte. El hecho de equipar la diferencia sexual femenina con la identidad de género autopercibida o sentida termina con toda una historia de garantías y libertades alcanzadas por las mujeres en función de su diferencia sexual, claramente distinguible de los estereotipos y roles de género autopercibidos y sentidos. Más aún, la equiparación de ambas cosas termina por reificar los estereotipos sexuales que el feminismo lucha desde hace siglos por abolir.
Si nos decidimos a desempacar la queerness y revisar su agenda política, el sesgo antifeminista resulta abrumador. Valga repasar a modo de ejemplo algunos de sus proyectos que buscan hacer agenda común con el (post)feminismo hegemónico. Primero, alquiler de úteros y compra de niños y niñas bajo los supuestos del libre comercio entre las partes, la construcción cultural de la relación materna, el modelo de la mujer-recipiente-vacío y el derecho de toda persona a transmitir su información genética (Preciado, 2019, 79). Retomando a Preciado, se debe entender que la reproducción no es natural -aunque al parecer sí genética-, sino contractual (2002: 32), de manera que la esclavitud reproductora de las mujeres puede ser libremente usufructuada por quien necesite legar al mundo su genoma. Segundo, prostitución, denominada trabajo sexual o trabajo del ano, como prefiere Preciado, donde el modelo de mujer-cosa es promocionado bajo el auspicio de las libertades individuales y contractuales. Tercero, parafílica promoción del sado-masoquismo, fetichismo, fist-fucking, contra-pornografía, coprofilia, coprofagia y otras tantas tecnologías del placer, expandidas gracias al mercado posporno. En cuarto y último lugar, libre mercado de cirugías, extirpaciones, hormonas, siliconas, prótesis y otras tantas innovaciones tecno-genéricas, bajo el supuesto transhumanismo de un poscuerpo auto-construible, cuya materialidad es incluso más pasiva, muda y dúctil que la materia-recipiente del falo-logocentrismo clásico.
La queerness aparenta transgredirlo todo para que los estereotipos de género
permanezcan y, en particular, para que no cambie el estatuto subordinado de las pos-mujeres y sus feminidades en libre circulación, las cuales mediante un supuesto libre contrato consientan vender sus úteros, vaginas, anos, bocas, orejas, etc. sosteniendo, por supuesto, las grandes estructuras desiguales de poder. Tales multitudes son en verdad, para decirlo con Elizabeth Grosz, “una categoría reactiva que se ve a sí misma en oposición a la norma establecida” (1995: 219) y que necesita reificar la norma a fin de performar sus transgresiones ficcionales.
Para sintetizar, la desontologización de lo real en general, la reducción de las mujeres a hetero-normas discursivas y la eliminación de la diferencia sexual significa, en términos de Catherine Malabou (2011: 99), un acto de violencia conceptual y práctica contra las mujeres, que viene a confirmar con su abolición como sujetas ontológico-políticas una historia de negaciones y sometimiento. La mera reducción de las mujeres a la clase dominada por la hetero-normatividad expresa la última verdad de la queerness, a saber, su “feminofobia” encubierta (Braidotti, 2005: 71), que apenas disimula la voluntad de mantener lo femenino en los límites de las burdas representaciones estereotipadas. Y en esa implosión de infinitas identificaciones imaginarias, el postfeminismo realiza su proyecto de liberarse de las, ahora, posmujeres (Preciado, 2019, 114).

Mujeres, Lesbianas, Transexuales y Travestis

Todes somos mujerxs: «M, L y T»; mujerxs unidxs por las ficciones transgenéricas. Al unísono nos aclaman y convocan los encuentros de trans-mujerxs, los discursos trans-feministas, los periódicos, las revistas, etc. Todes unidxs: mujerxs, lesbianxs, transexuales y travestis. Detengámonos a analizar someramente lo que significan, no ya las cosas, sino las relaciones diferenciales de su enunciación.
Las «mujeres» de la enumeración M, L, T son determinadas en función del ejercicio de la hetero-genitalidad, cosa que las distingue de las L. Vale decir que M y L son definidas por la elección del objeto extrínseco de sus prácticas genitales. La susodicha enumeración reproduce el vicio falogocéntrico de definir a las mujeres por la falta-deseo del pene y a las lesbianas por la ausencia del mismo, cosa que a la vez confina a las mujeres dentro del modelo falogocéntrico de complementariedad, oposición y descarga pulsional mientras les niega el derecho a la diversidad sexual. Las mujeres, en una palabra, no pueden desear más que el pene según la norma «hetero » de la genitalidad. Vale aclarar que ni Freud llegó tan lejos en la reificación de la sexualidad femenina cuando reconoció la homosexualidad y el polimorfismo primarios de la sexualidad femenina, cosa que el postfeminismo desconoce por completo. Definir a la mujer por el deseo del pene que le falta supone además convalidar la construcción edípica sobre la que asientan los procesos de subjetivación falogocéntricos, construcción que teóricas feministas como Luce Irigaray, Jessica Benjamin o Luisa Muraro –por nombrar algunas– han cuestionado y superado eliminando, no a las mujeres, sino al mito de su envidia fálica.
La mujer es asumida así como una categoría normativa en lugar de ser asumida como una realidad fluida y nomádica, en sí misma disidente respecto de las normas y roles sociales impuestas. Sin embargo, la ideología queer necesita esencializar a las mujeres para poner la disidencia afuera de ellas; necesita normalizarlas para invisibilizar la potencia creadora de su sexualidad en el amplio sentido de una múltiple pulsión vital irreductible al mero ejercicio de la genitalidad. Todas aquellas sexualidades que el feminismo ha liberado, resignificado y multiplicado en las mujeres, las ignora por completo el transfeminismo queer de las M, L y B, el cual además de desmentir que las mujeres sean lesbianas o bisexuales, vuelve a separarnos en virtud del amor fali, falo que por cierto parecería entredecir la última posverdad del culto queer.
A la separación de M, L, B, se le suma además la taxonomía de mujeres «cis» –las nacidas sin pene o bien castradas– y mujeres «trans» –las nacidas con pene–. Mujeres cis y trans tiene en común el sentimiento y la percepción imaginaria de ser algo –no se sabe concretamente qué– a lo que llamamos «mujer» y que al fin de cuentas no sería sino el estereotipo socio-cultural con el cual las mujeres trans se identifican y muchas cis se des-identifican. Llámese entonces mujer a ciertes sujetes feminizades acorde a lo que la cultura dice se denomina mujer: unes bio-gestantes, menstruantes, uterines, vaginales, y otres bio-eyaculantes, testiculares, prostáticos, estes últimes, por cierto, mujeres más transgresores y vanguardistas que les otres.
Dicho brevemente, la categoría mujer no significa nada en absoluto más que lo que el sistema hegemónico indica, y este vaciamiento de contenido y significación repite una historia tan larga como aquella cuando lo femenino era una mera materialidad pasiva y amorfa, carente de toda actualidad per se y necesitada de un falo que le conceda significación.
Si quisiéramos disentir con el registro ficcional socio-lingüisticista y plantear la posición de las personas transexuales en relación con su propio cuerpo sido y a la vez desmentido por su auto-percepción identificatoria, entonces podríamos coincidir con Irigaray en que “lo femenino en el hombre no equivale a lo femenino de la mujer, ni lo masculino en la mujer a lo masculino del hombre. Un sistema de identificaciones no se confunde jamás con una realidad corporal” (1985: 21-22). Tal planteamiento es válido para un feminismo realista y material, pero no vale para el postfeminismo postmoderno, porque según este no hay hombres ni mujeres ni cuerpos sexuados, sino solo sujetes parlantes neutres que se ajustan o desajustan a la estereotipia extrínseca de feminidades y masculinidades asignadas socio-culturalmente.
De este modo, se nos niega a las mujeres la posibilidad de definirnos a partir de nuestra propia experiencia, cuerpo e identidad sexuada, y se nos fuerza a denominarnos «cis» según el criterio extrínseco «trans». En caso de osar definirnos por nuestra identidad bio-psico-socio-existencial como totalidad sintética y realidad irreductible, entonces seremos tachadas de transfóbicas, TERF, esencialistas, biologicistas, naturalistas, nazis y fascistas. Lejos de osar tal cosa, debemos definirnos en función del efecto que podríamos causar las personas trans, y gestionar en los mismos términos nuestros espacios y derechos sexuados. La privacidad y seguridad de baños, vestuarios, cárceles, hospitales, refugios, hostels, servicios médicos, premios, becas, cupos, competiciones deportivas, etc., todo lo que la ley nos garantiza en función de nuestra diferencia sexual con el fin de proteger nuestras libertades y dignidad, y asegurarnos la igualdad de oportunidades y trato con los varones, es hoy gestionado en función las identificaciones del sexo masculino. Poner a mujeres y niñas al servicio de los demás es una vieja estrategia patriarcal, solo que para el postfeminismo postmoderno no existen siquiera mujeres o niñas. Ser tales ya no es nuestro asunto, sino mera gestión cultural.
La separación M, L, B, sumada a la homologación M y T ignora, por un lado, la posibilidad de que las mujeres puedan ejercer libremente su genitalidad hetero, homo, bi o la que fuese, en tanto que mujeres. Por el otro lado, entrega su identidad a un significante vacío que termina resuelto, como sabemos, por el falo simbólico, sea éste real o imaginario. Tal enumeración niega lisa y llanamente la puesta en juego una diferencia sexual femenina libre y creadora, emancipada de los estereotipos y roles culturales, y potenciada por su propio sentido inmanente. Ser mujer no se
define ni por el pene –habido o en falta–, ni por un código de comportamiento socio-lingüístico, ni por representaciones extrínsecas, autosentimientos privados o innovadores cánones estéticos. Ni nuestra sexualidad se reduce a genitalidad, ni lo genital constituye la única o la gran causa de emancipación política, ni las desigualdades estructurales de las mujeres se basan en autopercepciones identificatorias. Tampoco somos bio-mujeres, porque tal cosa no existe. Ser mujeres implica una totalidad bio-psico-socio-espiritual, una síntesis de múltiples elementos, una potencia de realización y transformación irreductible a roles sociales o imaginarios subjetivos.
Por lo demás, obligar a las identidades transexuales y travestis a incluirse en las categorías de mujer o varón supone reforzar el binarismo que justamente se quiere superar. Al respecto, el mantra no-binario de la queerness demuestra una vez más su efectiva reificación estereotípica, y el supuesto pluralismo transgenérico termina acusando una voluntad de disciplinamiento tan totalitaria como la atribuida al sustancialismo metafísico. Índice de tal voluntad es la confusión conceptual entre dualidad y dualismo, diferencia y oposición excluyente, identidad y esencia eterna. Porque dualidad no es lo mismo que dualismo, ni diferencia es igual a oposición excluyente, resulta que la diferencia e identidad sexual de las mujeres es en sí múltiple, diversa, heterogénea, nomádica, fluida. Sin embargo, el postfeminismo queer es incapaz de reconocerlo y exige identificar a las mujeres con la norma hetero porque permanece anclado a la misma lógica esencialista que pretende superar.
Valga añadir que, en concomitancia con la eliminación de la diferencia sexual en un sinnúmero de identificaciones transgenéricas, el postfeminismo opera igualmente la licuación del constructo mujer en los innumerables constructos interseccionados de la clase, la raza, la etnia, la religión, la ocupación, la nación, el peso, las capacidades cognitivas, verbales, auditivas, visuales, ambulatorias, físicas de todo tipo, la edad, la filiación++, recíprocamente actuantes y finalmente indiscernibles las unas de las otras, ya que todas son igualmente construidas por el socio-lingüisticismo hegemónico. Así como el sociologismo constructivista carece de elementos conceptuales para distinguir la diferencia sexual de la praxis hetero-normativa, tampoco los tiene para distinguir la opresión hetero-cis-bio-patriarcal de otras tantas opresiones en las cuales les sujetes se autoperciben. El postfeminismo disemina de este modo las demandas sociales en demandas de grupos identitarios, cuyos reclamos son siempre situables en las coordenadas de las respectivas identificaciones colectivas o guetos, fuera de los cuales sería difícil plantear la universidad de derechos y garantías de las mujeres.
Y así nos encontramos hoy con un postfeminismo sin mujeres, de travestis y transmasculinidades, donde todes devenimos persones transgenéricas más o menos feminizades, hormonades, deconstruides, posmodernes e infinitamente interseccionades según nuestro autosentir individual, que es siempre lo que prima cuando el marco de garantías universales ha sido pulverizado por un relativismo individualista de libre mercado y circulación.

De la autoconciencia material a la autopercepción imaginaria

A lo largo de su praxis histórica, el feminismo se ha valido del principio de la autoconciencia material a fin de poner en acción la diferencia sexual como fuerza transformadora de la subjetividad y la cultura. Durante la segunda ola feminista, la praxis de la autoconciencia fue asumida como método de emancipación y propició el florecimiento de los así llamados grupos de autoconciencia de mujeres –consciousnessraising– bajo la consigna del mutuo reconocimiento intersubjetivo, devenida en potenciación individual y praxis política colectiva.
Desde el punto de vista filosófico, se debe precisar que la autoconciencia es uno de los grandes principios ontológicos –no meramente psicológico o sociológico– de la modernidad, que le permitió superar el rígido sustancialismo dualista de la cosa en sí en función del dinamismo reflexivo y auto-diferencial de la subjetividad humana. Por autoconciencia entendemos aquí, siguiendo la Fenomenología del espíritu (Hegel, 1966: 107-139) el movimiento inmanente y reflexivo por el cual la conciencia inmediata, material y sensible se transparenta en su propia acción libre, subjetiva y singular, no sin antes haberse arriesgado a un proceso interior mediado por la alteridad, las diferencias y contradicciones. Valga aclarar que la autoconciencia no pertenece al orden abstracto de las representaciones, las fantasías o el imaginario simbólico, sino al orden efectivo de la acción libre, y es por eso que los grupos de autoconciencia basan en ella su puesta en acto emancipador.
El feminismo se ha valido del principio de la autoconciencia como praxis liberadora de las subjetividades femeninas, reconocidas y recreadas por su propia reflexión, diálogo y determinación. El punto de partida de tal praxis reside en el propio cuerpo sexuado y situado, causa de la dominación patriarcal y, por lo mismo, llave de toda transformación. El objetivo de la praxis autoconsciente es en última instancia derogar los estereotipos socio-culturales que han operado la alienación a través de acciones potenciadoras que resignifiquen y liberen el devenir-mujer de cada una y todas. Para el constructivismo socio-lingüisticista, sin embargo, las cosas funcionan de otro modo. Para este, la autopercepción imaginaria y la autoidentificación de tipo decisionista y arbitraria con los significantes que fuesen, definen la construcción de las identidades transgenéricas sin más soporte que su libre voluntad individual. La subjetividad y sexualidad producida a partir de tales identificaciones es discursiva e individualista, vale decir, le pertenece a un sujeto hablante o parlêtre que se materializa, sexualiza y libidiniza a través de las ficciones lingüísticas. El principio de la autopercepción imaginaria es solidario con el constructivismo socio-lingüístico de manera tal que el viejo mantra subjetivista esse est percipi –ser es percibir– retorna hoy aggiornado por las vanguardias queer y lo hace de manera radicalizada, porque ahora ya no se trata siquiera de percepción sino de auto-percepción y auto-sentir, cosa que por su propia coherencia interna deriva en un solipsismo e individualismo inevitable, socialmente construido según las fantasías narcisistas de cada cual. Individualismo, claro está, completamente funcional al libre mercado.
La ecuación posmoderna y poscuerpo “esse es auto-percipi” garantiza la univocidad transgenérica de todo sexo, diferencia sexual u orientación sexual, en la medida en que no hay otra realidad más que la individualmente percibida y sentida, y en tal sentido, cualquiera de ellas es igualmente construida. De aquí la multiplicación potencialmente infinita de identidades transgenérica, porque en rigor cada individuo es un trasngénero distinto e inconmensurable, diferente tanto de los otros como de sí mismo a cada instante de su devenir indecidible. El último y radical criterio divisorio entre las autopercepciones reside en la norma socio-cultural, que las convierte en cis o trans.
La así llamada “disforia de género”, que Paul Preciado prefiere denominar “disidencia corporal” (Preciado, 2019, 40) en alusión a la disrrelación psíquica con el propio cuerpo sexuado, se convierte en una mera cuestión de ajuste o desajuste a la pauta cultural hegemónica, en función de la cual deben ser intervenidos médica y farmacológicamente los cuerpos desajustados a ella e implícitamente patologizados. No cabe aquí ningún espacio para la pregunta por la estructuración psíquica o los vínculos intersubjetivos de los sujetos disidentes respecto de sus propios cuerpos sexuados, porque su disidencia no se mide en función de éstos últimos sino de estereotipos extrínsecos. No vale tampoco en tal caso lo que Elizabeth Grosz distingue en estos términos: “cada sexo tiene la capacidad de jugar con, de devenir diferentes sexualidades, pero no de tomar el cuerpo y sexo de otro” (1995: 77). Dado que para el auto-percepcionismo no hay otro cuerpo más que el imaginario, entonces hormonarse o no hormonarse, extirparse o no extirparse órganos, construirse este o aquel somateca resultan modos igualmente válidos de materialización performativa.
Tales identificaciones transgenéricas, por disidentes que se quieran, son incapaces de producir la transformación inmanente de las jerarquías de poder entre los sexos y, lejos de ello, las identidades de género han sancionado el derecho a su estereotipia y desigualdad. No hay razón alguna para la resignificación interna de mujeres y varones, ni para la eliminación del disciplinamiento político que domina el comportamiento de los sexos, porque no existen sujetas mujeres ni sujetos varones a los cuales liberar –como bien recuerda Halberstam (2005)–, sino meras feminidades y masculinidades culturalmente normadas, imaginariamente autopercibidas y tecno-protésicamente construidas on demand.
Según el registro de la autoconciencia material, sería un absurdo sostener que las mujeres nos masculinizamos por liberar el potencial de nuestra sexualidad y romper viejos estereotipos sociales. En otras palabras, según tal feminismo, las mujeres no nos masculinizamos por usar pantalones o traje, jugar al futbol, ejercer un oficio, trabajo, profesión, o mantenernos con nuestro propio salario. Por el contrario, lo que hacemos en tales casos es resignificar nuestra propia identidad femenina y devenir las mujeres que queremos ser. Según el registro de la autopercepción imaginaria, en cambio, les sujetes asignades como femenines al nacer se masculinizan o feminizan conforme asuman los estereotipos hegemónicos, que siguen siendo la medida extrínseca de toda identificación. Ahora bien, cuando la norma de medida identitaria permanece afuera, esencializada en una mera convención socio-cultural, entonces lo que se tiene propiamente no es identidad ni subjetividad, sino «alienación» y toda identificación extrínseca que etiquete y clasifique, lo es.
Cuando la autopercepción imaginaria se desanuda de la materialidad autoconsciente y el propio cuerpo sexuado, entonces la subjetividad pierde la posibilidad de concebirse y medirse consigo misma para ser medida desde afuera por el régimen dominante. En el mismo sentido, cuando el orden simbólico se desanuda de la materialidad de los cuerpos y comienza a reproducirse en el vacío de meras relaciones significantes que materializan extrínsecamente subjetividades, libidos y corporalidades neutres, de ello resulta inexorablemente la violencia del totalitarismo tecno-genérico. Si la única objeción a un sistema de ficciones abstractas es la realidad de la cosa, la única objeción a la ideología postfeminista es la fuerza significante de la materialidad sexuada, el dinamismo inmanente de los cuerpos y esa inevitable conciencia de la falta, capaz de quebrar la omnipotencia narcisista de la imaginación y reencontrarnos en nuestra finitud, su deseo y su imposibilidad.

Sujetes neutres, voluntad de poder y mercado transhumanista

A modo cuasi-conclusivo quisiéramos insistir en la operación ideológica mediante la cual la posmodernidad postfeminista pretende, en palabras de Rosi Braidotti, “erosionar las bases para la afirmación y la capacitación de los sujetos políticos feministas
integrados y corporizados” (2009: 77-78), mientras reedita subrepticiamente el orden falogocéntrico en una nueva versión diseminada, travestida y dadaísta, donde lo hegemónico ha dejado de ser el androcentrismo sustancialista de la metafísica clásica, para adaptarse a una trans-masculinización ficcional e indecidible, tan disciplinaria como aquel. La histórica abolición de las mujeres como sujetas ontológicas, políticas y jurídicas reaparece hoy no ya conforme con la lógica de la cosa-en-sí clara, autoidéntica y distinta, sino bajo la licuación transgenérica, poligenitalizada y tecno-fármaco-construida de indecidibles individuos contrasexuales. El neutro «e» se impone así como la corrección política de tales sujetes discursives, sexualizados on demand.
Las multitudes queer repiten religiosamente su mántrico descreimiento en lo binario femenino-masculino, al cual opone la –falsa– alternativa de una diseminación insustancial e indecidible, mágicamente construida en el acto performativo de la voluntad privada. Sujetes neutres y lingüísticos, performades ya así, ya asá, ya de todas las maneras posibles, se parecen demasiado al viejo ánthropos controlador de la materia, los cuerpos y los significantes. Una clasificación transgénerica interminable aplana toda realidad y campo epistémico, como si sexualidad, genitalidad, género o cuerpo fuesen unívocamente ficciones socio-lingüísticas, y como si además fuesen igualmente construibles la intersexualidad biológica, la diferencia sexual, las identificaciones imaginarias, las elecciones de objeto de genital, las relaciones de género, disforia de género, etc.
Curiosamente, las multitudes queer denominan sexualidad a prácticas, tendencias o estructuras psíquicas difícilmente equiparables con lo que Freud y el psicoanálisis en general denominan libido sexual o pulsiones de vida. A saber, sado-masoquismo, fetichismo, coprofilia, fist-fucking, travestismo, voyerismo, exhibicionismo y coprofagia, entre otras parafilias parafilias reivindicadas por los rituales queer. A juzgar por las lecturas foucaultianas de Sade (Foucault, 2015: 93-146), es justamente el sadismo lo que parece aportar la medida de la sexualidad postfeministas. En efecto según Foucault, Sade logró revelarnos la verdad inmanente de un deseo que, como lo hace explícito la obra del Marqués, consagra las prácticas disidentes de la tortura, la violación, el abuso infantil, la brutalidad y la crueldad, legitimándolas socialmente como “un lenguaje transformador de desafío, discontinuidad y transgresión” (Raymond, 2001: 46). En una palabra, el sadismo es lo que queermente debe entenderse por sexualidad o mejor, en términos de Preciado, por una contrasexualidad cuya constitución pulsional debería, por lo menos, elaborarse con mayor precisión.
Detrás de la indecidible diseminación queer hay más voluntad de goce, control y poder que deseo, libido sexual o erotismo creador. Su sexualidad no tiene que ver con la energía vital, sino con las construcciones de poder que Foucault describe en lo que él llamó una Historia de la sexualidad (Zupančič, 2016: 49-64), y que son trasladadas ahora al ámbito de la gestión individual. Hay en la queerness postfeminista –para decirlo con Braidotti– una “fantasía de omnipotencia” narcisista aliada a “las fantasías de huida del cuerpo” (2005: 322). Preciado afirma en este sentido “el fin del cuerpo” (2002: 20) mientras que Javier Sáez performa en la idea de “sujetos parlantes poscuerpo” (Sáez, 2004: 149). Tales sujetos son consumidores de los cuerpos que no tienen, y que ellos compran y arman como si se tratase de un ropaje exterior. En su materialidad discursiva, los sujetos poscuerpo sueñan con que “pronto existirá la posibilidad de imprimir nuestros órganos sexuales con una bioimpresora 3D” (Preciado, 2019, 248).
En términos de Rita Segato, podríamos hablar de un sujeto “egócrata” (2010, 175), cuya utopía de autoinscripción elimina toda alteridad, terceridad y diferencia para mirarse infinitamente en su propia imagen percibida. El sujeto queer se nombra a sí mismo y exige ser nombrado según su voluntad. Más aun, él busca extender su designio nominalista a toda alteridad. El gran problema ontológico-político de este tipo de individualismo constructivista es que donde no hay terceridad y realidad efectiva que medie, una y constituya, el vínculo social se hace imposible. Cuando el ser por-otro y en-otro se reduce a ser en sí y por sí conforme con un decisionismo ficcional identitario, la conclusión inevitable es el retorno de la ley del más fuerte en una Babel incomunicable.
El transgenerismo es un transhumanismo, cuyas fantasías omniconstructivistas cuentan hoy con el soporte tecno-capitalista de la era postindustrial. Detrás de la utopía transhumanista se esconde el mercado high tech y la big pharma de cuerpos y almas, mucho más voraz e indetenible que el imaginario individual. La producción de singularidades cibernéticas constituye el nuevo imperativo neoliberal, que hoy opera en alianza con la agenda cultural queer. De aquí que Preciado aconseje a “quien quiera ser sujeto de lo político, que empiece por ser rata de su propio laboratorio” (Preciado, 2008: 248), con el corolario de que quien no esté dispuesto a hormonarse o fármaco-pornografiarse, quedará fuera del mercado emancipatorio queer.
Dado que solo hay sujetes neutres que se masculinizan o feminizan on demand por vía tecno-farmaco-pornográfica, resulta inadmisible para la queerness la decisión de las mujeres por reivindicarse sujetas ontológicas, políticas y jurídicas de la agenda feminista. Preciado no lo admite, ni lo comprende: “lo que no es explicable hoy, en una situación en la que la inferioridad política de las mujeres se oculta tras una aparente igualdad legal, es por qué no hay una masa de bio-mujeres que trafican y consuman testosterona para acceder a la posición hegemónica. Quizá, simplemente, las bio-mujeres, no quieren el poder, prefieren seguir teniendo excusas para no triunfar, para no ganar dinero, para no tomar decisiones por sí mismas, para no dirigir los países que habitan, para no ser las únicas responsables de su placer sexual, de su mediocridad o su éxito” (2008: 154). La sugerencia revela un fetichismo testosterónico desconcertante para quienes aún no hemos adherido a su mística hormonal. No obstante, aun concediendo la fe en la fuerza mágica y milagrosa de las hormonas, nos permitiremos el impío acto de desacreditar la omnipotencia fálica.
Entre el dadaísmo posmoderno, la ciencia ficción transhumanista y la futurología de Silicon Valley, la queerness sueña con el control androcéntrico absoluto de post-identidades transgenéricas, transhumanas y cibernéticametne inmortales. Ya lo había anticipado Luce Irigaray: una sociedad sexualmente neutra inevitablemente pierde la diferencia entre la vida y la muerte (2000: 37) porque vacía de sentido su materialidad constitutiva, que es de manera inexorable siempre incompleta, precaria, finita y a la postre, imposible. La eliminación de diferencia sexual no solo esencializa el bio-régimen-hetero-cis-patriarcal, sino que además elimina la propia condición humana, su estatuto de realidad dependiente, relacional y recíproca.
En última instancia, la utopía de los infinitos viajes hormonales y los posibles ciborgs omnisexuados ni siquiera logra a disimular aquellos otros cuerpos de la diferencia sexual, esos “cuerpos mal pagados y explotados, principalmente de mujeres y niños de las plantas de producción off-shore” (Braidotti, 2009: 52). Mientras el reality show de las ficciones transgenéricas continúa su indecidible expansión, en el mundo real impera el argumento del más fuerte, del establishment, del individualismo liberal y los intereses de grupo. En una palabra, vence el argumento del falo, que es siempre el mejor y el más deseado.
Ahora que ya sabemos de qué se trata, ahora que hemos traído a la memoria aquel viejo mantra feminista según el cual lo neutro nunca es tan neutro, ahora entonces lo que resta pensar y hacer es la diferencia sexual:

“El cuerpo sexual contemporáneo parece marcado por una profunda herida que le hace parecer ‘una drag queen perturbada mostrando las cicatrices supurantes de una operación fallida de cambio de sexo’. El gótico posmoderno y las sexualidades posgénero planea sobre el imaginario de las sociedades posmodernas. Sin dejar de reconocer este fenómeno, deseo manifestar que, a mi juicio, lejos de borrar la diferencia sexual, la convierten en una cuestión más urgente que nunca” (Braidotti, 2005: 79).

Su urgencia clama por la potencia liberadora de las mujeres, su ginérgia de transformación, esa autoconciencia subjetiva e intersubjetiva que convierte al feminismo en un proyecto universal.

 

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Recibido: 30/05/2019
Aceptado: 20/09/2019