ARTÍCULOS
MARCAS Y DESMARCAS DE LA GRAN MADRE NEOLITICA EN EL ORIGEN DEL PENSAMIENTO GRIEGO
Marks and Unmarkings of the Neolithic Great Mother at the origin of Greek Philosophy
María José Binetti
Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género –
Universidad de Buenos Aires / CONICET
Resumen: El objetivo de este artículo consiste en revisar algunos supuestos (pre-)históricos del pensamiento clásico griego, que se remontan a la Gran Madre frigia, irradian desde allí sobre la Creta minoica y alcanzan la Grecia continental en particular a través de la institución de los misterios eleusinos. La Gran Diosa es el símbolo de una concepción ontológica, ética y religiosa que ha dejado sus marcas a lo largo de toda la cuenca mediterránea en elementos tales como la caverna, el hacha de doble filo, la psiqué-mariposa, la iniciación mistérica, el renacimiento sacramental, las danzas extáticas, etc. A pesar de haber sido salvajemente destruida por la avanzada del patriarcado indoeuropeo, tales marcas permanecen en el sustrato oculto de la cultura hegemónica.
Palabras clave: Nacimiento; Deméter; Misterio; Materia; Psyché.
Abstract: The purpose of this paper is to review some (pre-)historical assumptions beneath the classical Greek philosophy, that go back to the phrygian Great Mother, from which radiate over Minoan Crete, and reach continental Greece particularly through the institution of Eleusinian mysteries. The Great Goddess symbolizes an ontological, ethical and religious conception that has left its marks throughout the Mediterranean watershed, in elements such as the cavern, double-edged ax, butterfly-psyche, mystery initiation, sacramental renaissance, ecstatic dances, etc. Despite being savagely destroyed by the invasion of Indo-European patriarchy, such marks remain in the hidden substrate of hegemonic culture.
Key-words: Birth; Demeter; Mystery; Matter; Psyché.
Sumario: Introducción. Algunos rasgos de la Gran Madre minoica. Muerte y renacimiento en la iniciación a Deméter. De la psiqué-mariposa al alma espiritual. A modo de conclusión.
Cuando Platón y a continuación Aristóteles, y antes que ambos el orfismo, fundaron la filosofía clásica griega sobre el hallazgo del pensamiento puramente inteligible, auto-activo e inmaterial, entonces el dominio solar y refulgente de la especulación se elevó victorioso sobre las oscuridades materiales y sensibles de la caverna. La caverna platónica –que Luce Irigaray ha contribuido a deconstruir (Irigaray, 2007:219ss)– no es solo la metáfora de la inmediatez sensible superada por el espíritu, sino también la de un pasado (pre-)histórico vencido y una diferencia sexual suprimida.
La caverna conserva los restos la Gran Madre de los dioses, perdida en la Frigia neolítica. Ella es la caverna minoica, donde sus hijas/os celebran el renacimiento universal. A ella regresa la psiqué-mariposa de todas las transformaciones y en su seno, Eleusis ve nacer la vida eterna de otoño en otoño. Este pasado histórico es el que sostiene ocultamente la victoria del logos clásico y vuelve hoy a la conciencia a fin de revisar la hegemonía de aquel.
El objetivo de las siguientes páginas consiste en visibilizar y conceptualizar algunos símbolos de la Gran Madre neolítica pre-indoeuropea, cuyos rastros pueden constatarse desde la cultura dominante en Creta minoica hasta el inicio de la filosofía griega, pasando por los misterios eleusinos de la fertilidad. La propuesta consiste entonces en hacer explícita la continuidad histórica o, si se prefiere, la continuidad prehistórica del pensamiento occidental, cuyos supuestos matriciales fueron luego estratégicamente eliminados de la historiografía falogocéntrica hegemónica y su idealidad des-mater-rializante.
Tomamos como punto de partida la tesis arqueológica de Marija Gimbutas según la cual la civilización neolítica de la cuenca mediterránea expresa una concepción de la realidad aglutinada en torno al arquetipo de la Gran Diosa y fundamentalmente heterogénea respecto de su progresiva indoeuropeización a partir del 5000 a.C. Con esto coincide la tesis histórica de Bernard Clive Dietrich según la cual el origen de la religión griega hay que buscarlo en el neolítico del oriente próximo y sus cultos de la fertilidad. Siendo este el caso, nos proponemos indagar algunos de los principales elementos matriciales que llegan a la Grecia clásica para quedar luego sepultados en su caverna.
Valgan aquí dos precisiones. La primera es que no pretendemos ser exhaustivos en la reconstrucción histórica o arqueológica de la cuestión, sino más bien recabar aquellos elementos claves que nos permitan conceptualizar en términos filosóficos la transición entre dos civilizaciones, esencialmente marcadas y desmarcadas por el significado de la diferencia sexual. La segunda precisión es que no mentamos aquí una Gran Madre como entelequia sustancialista, personal y trascendente, al modo de la metafísica y la religión clásicas, sino como una energía universal, impersonal e inmanente en el sentido de la divinidad primitiva.
Si bien las marcas simbólicas de la madre en su función apotropaica atraviesan el paleolítico superior para perderse en la memoria atávica de la humidad, es recién en el neolítico cuando, explica Ina Wunn, “aparecen por primera vez en Anatolia los rasgos de una figura todopoderosa: la Gran Madre primordial” (Wunn, 2012:501). La presencia de la Gran Madre frigia domina la escena arqueológica de los emplazamientos de Hacilar o Çatal Hüyük y da cuenta de una concepción ontológico-religiosa que irradiará sobre la cuenca mediterránea de la vieja Europa. El neolítico de la vieja Europa y Asia Menor estará entonces gobernado por la figura de la Gran Madre como primera representación de un poder divino creador.
Entre el neolítico asiático, y la edad de hierro de la nueva Europa indoeuropea se ubican los casi 2000 años de las comunidades agrícolas de las costas egeas y mediterráneas, entre las cuales emerge la Creta minoica como el último bastión de la Gran Madre, a través de la cual el legado matricial pre-indoeuropeo alcanza a la Grecia clásica. Los rastros de la civilización cretense se remontan al 5000 a.C. y cristalizan entre el 3000 y el 1450 a.C. con la cultura minoica -antigua, media y reciente. A través de su civilización, “Creta elaboró las tradiciones religiosas de la Edad de Bronce en el Egeo occidental en armonía con las formas orientales” (Dietrich, 1995:69), es decir y fundamentalmente, con aquella Gran Madre frigia en la cual se plasma la conciencia neolítica agraria, sedentaria y vitalista.
La Gran Madre se presenta como la divinidad central de la Creta minoica, si no la única, y no hay allí evidencias de un dios masculino adulto y todopoderoso (Wunn, 2012:328; Eliade, 1999:183), excepto figuras que representan al hijo de aquella. La imagen de la diosa expresa un poder impersonal, cuyos diversos nombres, atributos o invocaciones respondían a sus diferentes ámbitos o modos de actuación. Así era llamada Santa, Ariadna, Diosa invisible y en especial Señora –Pótnia– de árboles, piedras, montañas, o de la serpiente, el toro, el pájaro, el pilar, palacio o laberinto. La diosa no representa una sustancia personal sino una fuerza inmanente e impersonal, cuya acción en la realidad es inmediatas. Su invocación constituye una presentación efectiva y directa, y por eso el ritual minoico, explica B. Dietrich, “estaba dirigido a invitar a los dioses a aparecer a través de la oración, la música y la danza extática” (Dietrich, 1995:82-83). Sin re-presentaciones ni mediaciones, la divinidad era presencia activa en todas las cosas y su culto estaba dominado por la idea de nacimiento o re-nacimiento. En torno al nacimiento se concentraba toda la potencia divina matricial, sus símbolos y ritos, y en particular la muerte ritual como renovación de la vida. Con este renacimiento se relacionaba el calendario litúrgico anual, basado en la sucesión de las estaciones.
La cultura minoica se transparenta en sus prácticas religiosas, que empezaron con el culto privado a los muertos de la familia o el clan, y adquirieron luego las dimensiones públicas del palacio o los espacios naturales abiertos. El culto se celebra en santuarios de diversos tipos: cuevas, montañas, espacios domésticos, naturales o instalaciones palaciegas. La caverna es el típico lugar de culto minoico, cuya intimidad oscura funciona tanto como tumba de los muertos, cripta del pilar o seno del nacimiento sacramental. La cueva minoica de Psychro, en la llanura de Lasithi, ha sido identificada con la legendaria caverna del monte Dicte en la que nació Zeus (Dietrich, 1995:71), en referencia simbólica a las entrañas de la Gran Madre.
También las montañas son lugares de culto minoico, ya que sus cimas estaban habitadas por el alma de difuntos y diosas. En esas cimas, durante la noche, tenían lugar las danzas extáticas, lideradas por mujeres. El frenesí de la danza, dispuesta en forma de ronda e inmersa en una oscuridad tronante, realizaba la manifestación de la Diosa en medio del círculo de sus cultoras. Danza, éxtasis y epifanía formaban parte de un ritual común, compartido por las tradiciones religiosas frigias y tracias (Scarpi, 2002: XXXIV-XXXV), en las cuales lo orgiástico se consumaba en lo mistérico. Típico lugar de celebración minoica fueron también los laberintos, cuyo trayecto representa el camino de la iniciación, con su muerte y renacimiento rituales. Algunos remiten el término laberinto al vocablo labrys –hacha de doble filo– de donde su significado etimológico sería «la casa de la doble hacha», es decir, el templo de la Diosa, de cuyo seno el iniciado renace (Baring y Cashford, 2005:165).
Entre los principales símbolos religiosos minoicos se encuentran “la doble hacha, el pájaro y el toro” (Dietrich, 1995:72). También la serpiente, los anillos, el árbol de la vida y la mariposa son símbolos minoicos, cuyo pasado se remonta al neolítico agrícola y lunar, y desde este, al paleolítico superior. Cualquiera de ellos simboliza el eterno renacimiento de lo real, la identidad medial y cíclica de los contrarios, y la fuerza transformadora del principio vital. La figura dual del hacha de doble filo, los cuernos del toro, el pájaro o la mariposa supone una unidad central, a partir de la cual es posible sostener la alternancia cíclica de los opuestos y la continuidad de su devenir. Al respecto Anne Baring y Jules Cashford explican que “las imágenes dobles colocadas en un equilibrio tan preciso como para plasmar una experiencia no de dualidad sino de unidad son el sello del arte minoico. El mismo motivo se encuentra no sólo en las dos serpientes unificadas en la figura de la diosa, sino también en el hacha de doble filo que emerge de su larga empuñadura y en los cuernos curvados del toro” (Baring y Cashford, 2005:140). La unidad medial de los opuestos habilita justamente la permanente renovación de la vida a partir de la muerte.
El sacrificio del toro constituye el rito minoico por antonomasia, donde se concentra el sentido de la muerte como instancia regeneradora de vida. El hacha doble del sacrificio –cuya empuñadura es representada siempre por mujeres, a diferencia del hacha indoeuropea– actualizaba, en una misma acción dialéctica y circular, la muerte y el renacimiento. La figura del toro aparece también en recipientes para libaciones y votos, como expresión de su fuerza vital y sacramental. La misma dualidad medial y dinámica se encuentra en la serpiente, símbolo de la divinidad matricial por sus ciclos de regeneración y su penetración en las entrañas de la tierra. Figuras de serpientes y diosas-serpiente se han hallado en las habitaciones del culto doméstico y palaciego, y se relacionan con el culto a los muertos, cuyo destino era el inframundo, seno-tumba de la tierra, y por lo tanto lugar de muerte, transformación y renacimiento. La creencia griega en el inframundo y en divinidades subterráneas tendría su origen en Creta (Rohde, 1925:97).
La figura del árbol sagrado –adorado también en Medio Oriente y Egipto, y plasmado incluso en el célebre mito de Adán y Eva– representa en Creta la regeneración continua de la vida a partir de una materialidad auto-activa, que casualmente legará su nombre a la hyle griega. La misma intuición vitalista domina la imagen de la psyché-mariposa (Chantraine, 1974; Bremmer, 1983:82; Eliade, 1999:187), etimológicamente equivalentes y semánticamente identificadas con la renovación periódica de la vida a partir de la muerte. El símbolo de la mariposa se remonta al paleolítico –a juzgar por la caverna de Chauvet– y aparece en las pinturas murales de los santuarios de Çatal Hüyük. Tanto Gimbutas como Dietrich relacionan su fuerza de transformación con el hacha doble, la polilla y hasta la abeja micénica.
Estos pocos rasgos de la simbólica minoica habilitan la conclusión de una conciencia vitalista, sostenida por la inmediatez de la divinidad y alimentada por su regeneración continua, a través de ciclos de nacimiento y muerte La Creta minoica celebra la plenitud de la vida y la exuberancia de una naturaleza, cuyas imágenes saturan el arte cretense. Ella confía en la metra –seno y medida– de todas las cosas y en la justicia de un universo que restituye siempre el término medio de toda oposición. Su confianza responde a la inmanencia auto-activa de la divinidad, capaz de un eterno renacimiento. Daría la impresión que la armonía y el equilibrio a los cuales se entrega el espíritu clásico hunden sus raíces en la Creta matricial.
En líneas generales, la historiografía antigua coincide en identificar a Deméter –madre de los alimentos– con la Gran Madre de la tradición neolítica y particularmente minoica, y en remitir a Creta el origen de los misterios eleusinos, que por carácter transitivo serían herederos de la pareja madre-hija de la vieja Anatolia, con réplicas también en Egipto (Wunn, 2012:282, 288). Lo cierto es que los misterios de iniciación a Deméter nacen en el seno de la cultura neolítica agraria y fueron introducidos, junto con la agricultura, desde Asia Menor. En el caso específico de Eleusis, una inscripción del oráculo de Delfos –etimológicamente seno materno– declaraba que gracias a ellos la humanidad había pasado de la barbarie a la civilización (Baring y Cashford, 2005:471), aludiendo al hecho de que Deméter, que era tanto la creadora de la agricultura como la legisladora universal, logró que los pueblos nómades se convirtieran en comunidades sedentarias, ordenadas por la metra –matriz y medida– y la ley.
Los misterios eleusinos se basan en el mito ctónico y lunar de Deméter y su hija Core, es decir, la tierra y la semilla (Scarpi, 2002:143). Así como la luna se recupera a sí misma luego de 3 días de desaparición, así también la tierra da frutos antes escondidos en sus profundidades y Core renace anualmente del fondo de la vida. La novedad de tal renacimiento resulta en rigor pura reminiscencia, vale decir, eterna renovación de lo sido por la constante repetición del origen.
La celebración de los misterios eleusinos responde al calendario lunar y su entramado simbólico vuelve a privilegiar el nacimiento como instancia de culto. Se ha especulado incluso con que el nombre de la ciudad, lo mismo que el Elíseo, procediera etimológicamente de Eilithya, diosa minoica del nacimiento (Dietrich, 1995:82). Los misterios se introdujeron en Grecia continental alrededor del siglo XV y pervivieron durante casi 2000 años. Constituían celebraciones públicas anuales, entre septiembre y octubre, precedidas en primavera por los pequeños misterios purificatorios de Agra. La celebración se realizaba en un recinto cerrado, en el cual tenía lugar un rito iniciático y secreto del cual podían participar mujeres, esclavos e incluso extranjeros, con la única excepción de quien hubiese manchado sus manos con sangre humana.
La iniciación eleusina era obra de Deméter y su hija Core, se realizaba de una vez y para siempre, y aseguraba la felicidad del iniciado tanto en la vida como en la muerte por una suerte de renacimiento divino, análogo al nacimiento de Core y a la renovación cósmica anual. El iniciado volvía a nacer, en analogía con el grano de trigo que muere para renacer de las entrañas de la tierra. A tal efecto, los misterios contaban con una simbólica propia, compuesta entre otros elementos por el baño ritual, una procesión entre Atenas y Eleusis, el sacrificio del cerdo, la siega del trigo, el banquete y la boda sagrada con la diosa, y el nacimiento. El momento culminante de la celebración consistía en el nacimiento de un niño y tenía lugar en un espacio subterráneo que rememoraba la caverna minoica (Dietrich, 1995:75; Bianchi, 1995:270). Los mystes tenían buenas esperanzas para la vida y también para la muerte, convertida en un destino familiar y acogedor (Bianchi, 1995:270), y sujeta a la ley del renacimiento.
Los misterios eleusinos reúnen una triple dimensión simbólica (Bianchi, 1995:266-70). A saber, la dimensión cósmico-natural, correspondiente con la renovación de los ciclos vitales; la dimensión cívico-agraria, tendiente a producir un modelo de ciudadanía y, concretamente, una ciudadanía inclusiva de todos/as que borraba las diferencias entre seres humanos y divinidades, y refundaba periódicamente la ciudad. Y por último la función individual-soteriológica, en la cual cristaliza la consistencia mistérica del culto.
En Eleusis nace la conciencia del misterio, lo misterioso y místico (Scarpi, 2002:XI-XII; Bremmer, 1994:84) como experiencia específica e irreductible de participación en la vida divina. El término misterio –del verbo μυω: cerrar boca y ojos, y sus derivados mystes: el iniciado y mystikón– se aplica primero a esta forma ritual y luego a la experiencia de contacto con la divinidad. La diosa de los misterios, la diosa mística o en trance –Deméter/Core– se distingue claramente del dios personal, sustancial y dualistamente separado del mundo humano que dominará el panteón clásico. Ella expresa una fuerza impersonal e inmanente, cuya actualidad presencial el rito realiza. Lo que Ugo Bianchi denomina “dios en trance” (Bianchi, 1995:254) significa en rigor el dinamismo activamente fecundo y transformador de la diosa en su dualidad autocreadora Deméter/Core. Sobre esta potencia se instituye tanto Eleusis como los cultos neolíticos de la fecundidad.
No es un dato menor distinguir aquí el sentido originario del misterio como experiencia integral de fusión divina, esto es, experiencia física y psíquica, sensual, emocional y extática, de lo que será luego el misterio en sentido órfico-pitagórico y su versión filosófico-contemplativa. En el primer caso, el misterio emerge en el seno de rituales extáticos e incluso orgiásticos que buscan la unión psíquica con la divinidad apelando a los sentidos y la sensualidad (Rohde, 1925:344); en el segundo caso, el misterio pierde su dimensión física para convertirse en la contemplación espiritual de la inteligibilidad pura. En el primer sentido, el misterio es una experiencia participada de manera pública por todo/a quien lo desee; en el segundo sentido, es la visión contemplativa del sabio, el filósofo o el dios. Entre ambas concepciones media, como veremos, el vaciamiento del principio vital material y la introducción de una culpa o crimen original.
Varios autores asimilan la experiencia mística-individual eleusina a la renovación de bios –la vida biológica, contingente y temporal– por zen, la vida plena y eterna (Bianchi, 1995:263; Baring y Cashford, 2005:434ss.). Esta experiencia de identidad vital le daba al iniciado la certeza de un continuo cíclico vida-muerte-regeneración, sostenido por la inmanencia eterna del origen. La conciencia del misterio y la confianza en un hades feliz, simiente de vida, desconoce el dualismo tanto del sombrío Hades homérico como del infernal castigo por un mal originario. Ajena a todo dualismo, esta conciencia ignora también el interés escatológico por la inmortalidad del alma individual. Su interés reside más bien en la fundación o re-fundación mítica de la existencia terrena, junto con la significación positiva de la muerte ganada para la vida. Paolo Scarpi comenta al respecto que en Eleusis “se renovaba el acontecimiento mítico que conducía a domesticar la muerte convirtiéndola en un instrumento de refundación periódica de la presencia, un modo de conferir sentido al ser-en-el-mundo” (Scarpi, 2002:9). Ganar la muerte para la vida, incorporarla a su dinamismo de transformación y nacimiento determina la acción constitutiva de la conciencia mística.
En una palabra, bajo el signo de la Gran Madre nace la conciencia religiosa y mística que marca, en especial a través de Eleusis, el origen del pensamiento griego. Sin embargo, entre aquella primera y este último se produce la progresiva introducción de elementos indoeuropeos, operativos incluso sobre la misma institución eleusina. Al respecto, Marija Gimbutas ha advertido sobre el riesgo de confundir la tradición neolítica de la Gran Madre “con la madre-tierra indoeuropea, que es el sagrado e impalpable espíritu de la tierra y no es en sí mismo un principio creador, sino solo a través de la interacción del dios-cielo que la embaraza” (Gimbutas, 1996:196) Tal confusión parece haber intervenido entre el mito neolítico y lunar de la Gran Madre y su hija, y el mito solar de Core, hija de Zeus y violada por Hades, que nos llega de la época clásica.
En efecto, la versión que nos llega a partir de los tiempos históricos está atravesada por el panteón olímpico, donde Zeus -padre de Core- y Hades -su violador- representan los dos dominios independientes y excluyentes de la vida y la muerte, repartidos entre ambos tras la victoria sobre los titanes y las titánides. El esquema Zeus-Hades, superpuesto al esquema Deméter-Core, introduce en el vitalismo cíclico de este último el dualismo lineal entre el origen y el fin, la vida y la muerte, el cielo y el infierno, dualismo en función del cual Walter Burkert considera que no hay evidencias de que los griegos de los tiempos históricos hayan concebido el carácter cíclico de la vida y la muerte (Burkert, 1983:261). Con tal dualismo coincide también el creciente interés escatológico individual que fueron adquiriendo los misterios eleusinos (Bianchi, 1995:267), en detrimento de su dimensión cómico-natural y su eudaimonía celebratoria.
La preocupación escatológico-individual –que cristalizará luego en los misterios órfico-pitagóricos, como veremos– resulta subsidiaria de lo que Paolo Scarpi llama “una transfiguración progresiva de la muerte en el seno de un futuro entendido siempre más como meta a la cual tender” (Scarpi, 2002:XXIX). Esta transfiguración de la muerte asumida como destino último de una historia lineal es consistente con su reificación ontológica, establecida en sintonía con el sustancialismo de los nuevos tiempos históricos y esa ancestral tabla de los opuestos pitagórica que sancionará el dualismo del pensamiento clásico griego. Todo esto resulta inconcebible respecto de la inmanencia cíclica –Deméter/Core– de la conciencia primitiva.
Reconstruir histórica y exhaustivamente el avance de tal transfiguración es una tarea imposible para la brevedad de estas y quizás lo sea incluso para la historiografía misma, la mayor parte de cuyos testimonios se han perdido en el pasado. No obstante, sí es viable visibilizar los rastros y marcas de ese progreso.
A partir del 2000 a.C., los indoeuropeos invaden Grecia e introducen en ella sus dioses solares, su civilización heroica y su sociedad patriarcal. Ellos adoraban una familia divina encabezada por el Padre Cielo y secundada por la Diosa Tierra, una hija del Cielo y unos hijos mellizos del Cielo (Bremmer, 1983:98s.). El dios –del indoeuropeo deiwos: cielo– del cielo se asimiló al clásico Zeus, dios guerrero del rayo y la tormenta, padre de dioses y hombres promovido a la cabeza del panteón olímpico.
Entre la religiosidad ctónica-mística de la Gran Madre y el olimpo oficial del Zeus celeste hay, siguiendo a Gimbutas, un quiebre cultural, donde la diferencia sexual juega un rol clave. Entre ambas cambia –entre otras cosas– el concepto mismo de divinidad, antes intuida como fuerza inmanente impersonal y ahora personificada como una sustancia trascendente; antes potencia oscura y fecunda, ahora ser luminoso e impasible del cielo. Entre ambas se da también una transformación ontológica que va desde la inmanencia vitalista y mater-real de la conciencia primitiva al dualismo espiritualista falogocéntrico. Los misterios celebrados ya por la una, ya por la otra, son esencialmente distintos, porque entre ellos se transforma el concepto mismo de psiqué y la concepción misma de la existencia.
El concepto de psiqué constituye una de las claves que permite visibilizar la conversión operada en el inicio del pensamiento clásico, determinante a nivel religioso, ético, antropológico y ontológico. En líneas generales, el concepto de psiqué manifiesta una progresiva desmaterialización, que concluye en su reducción a una entelequia puramente inmaterial, inteligible y autosubsistente. Entre la psiqué-mariposa minoica y el alma caída al mundo de naturaleza órfico-pitagórica, la transformación es radical y concierne a una creciente individualización, moralización y judicialización ontológicas, como intentaremos mostrar.
En el algún momento de la (pre-)historia, el continuo matricial vida-muerte, origen-fin, supramundo-inframundo, Deméter-Core, garante del eterno nacimiento de lo mismo, ese continuo ontológico se quiebra. Y el concepto habilitante de una tal ruptura es justamente el concepto de alma, independizada del cuerpo por una suerte de reificación espiritualista, que rematará con la sustancialización meta-física de un origen y fin trascendentes. Las marcas de esa ruptura comienzan a visibilizarse en esa suerte de escepticismo heroico respecto del destino post-mortem de la existencia, representado por la psiqué homérica en la apariencia de una vaga sombra espectral (Rohde, 1925:3ss). Para la tradición heroica que la figura de Homero representa, el alma parte de este mundo hacia un Hades sombrío y errático, donde los hombres habitan descarnados y sin fuerzas. A juzgar por la Ilíada –y lo mismo se aplicaría, por ejemplo, al heroico canto del Gilgamesh–, el pesimismo escatológico parece un rasgo característico de la épica indoeuropea, cuyo escepticismo post-mortem solo se resolverá mediante lo que Bruno Snell califica de gran descubrimiento (Snell, 1953:16) y Jan Bremmer considera una concepción revolucionaria (Bremmer, 1983:25), a saber, la inmaterialidad, auto-subsistencia e inmortalidad del alma individual.
La historiografía coincide en remitir el origen de la espiritualidad del alma a la tradición griega mística o chamánica, vinculada a su vez con el viejo culto de la Gran Madre. Erwin Rohde (1925:354ss) lo vincula con la celebración traciana de los misterios de Dioniso, dios lunar, nocturno y extático, hijo de la Gran Madre de la cual procede su iniciación. Eric Doods (1951:146), por su parte, lo remonta al chamanismo escita de Siberia y Tracia, combinado con ciertos remanentes de la tradición minoica de la Diosa. Jan Bremmer (1994:99; 1983:25-28,42) recuerda al respecto la influencia de chamanismo oriental sobre la Grecia heroica, aunque duda si el nuevo concepto del alma proviene de los chamanes orientales o más bien constituye una creación autóctona del mundo griego. Ugo Bianchi (1995:275) insiste en el mundo tracio y septentrional como procedencia del alma espiritual, acostumbrada allí a ser sujeto de experiencias chamánicas.
En una palabra, estos autores ven en la experiencia de éxtasis o trance místico el sustrato a partir del cual se pensó una especie de alter ego separable del cuerpo, y en este sentido el origen del alma se remite al culto orgiástico y extático de la Gran Madre celebrado en el neolítico mediterráneo, del cual nace tanto la idea de psiqué como la de misterio. En efecto, la imagen de esa psiqué-mariposa que emerge del cuerpo en descomposición de animales muertos para ir transformándose en oruga, crisálida y mariposa (Gimbutas, 1996:91), manifiesta ya la capacidad del alma de sobreponerse a la pesantez de los cuerpos como su propio principio vital. Así el alma renace del cuerpo muerto, como renace de la tierra en cada primavera, o del seno de Deméter, o de la iniciación eleusina.
No obstante, una es la concepción del alma como principio de vida en continua regeneración, relativamente diferenciable del cuerpo durante los sueños, las visiones, los éxtasis o incluso la muerte misma, en calidad de alter ego, desdoblamiento subjetivo o yo reduplicado; y otra es la concepción de un alma espiritual auto-subsistente, opuesta a la materialidad y caída accidentalmente en un cuerpo como castigo de una culpa original. Esta última concepción del alma presupone un dualismo espiritualista, moralizador de la existencia y el ser en general, y preocupado por el destino final del espíritu como de una metal última y lineal. Esta concepción es la que cristalizará en el orfismo, que no es una iglesia ni una escuela unívoca, sino un conjunto de ideas y prácticas unificadas por el común denominador de un alma inmortal, en el sentido en el cual veremos.
La inflexión conceptual manifestada por el orfismo acusa la incorporación a la vieja tradición chamánica de la mítica solar indoeuropea y sus presupuestos dualistas, bajo el imaginario de una batalla divina contra el mal. El orfismo asimila la mítica lucha de Zeus –gran padre celestial– contra los titanes y las titánides, representantes del poder del mal. La teogonía órfica utiliza la figura de titanes y titánides, de cuyas cenizas nacieron los hombres, para instalar y justificar la presencia de un principio de mal en el hombre, a saber, su cuerpo, opuesto a la bondad de su alma. Si se tiene en cuenta que entre las titánides se encuentra Tetis, heredera de la babilónica Tiamat (Bremmer, 1994:7), no es difícil conjeturar la presencia del cuerpo despedazado de la madre, convertida en principio de mal y vencida por la bondad luminosa del padre de los hombres, en el origen de la desmaterialización del alma. La consecuencia de esta mítica lucha es el dualismo antropológico entre una dimensión dionisíaca y buena, y otra titánica y perversa, de la cual se deriva un estado de culpabilidad originaria (Bianchi, 1995:272).
El dualismo antropológico bien-mal corresponde al dualismo alma-cuerpo, y se extiende a la corrupción del mundo material, moralmente juzgado como degeneración original y caída. En estos términos se instaló esa “cultura de la culpa” (Dodds, 1951:152) de la cual habla Dodds, sostenida por un crimen constitutivo y productora de la progresiva moralización penal de la existencia y la religión. Si Rohde tiene razón en considerar que esa conciencia moralista y punitiva no tiene su origen en las creencias autóctonas (Rohde, 1925:239), entonces Gimbutas está en lo cierto al señalar su ascendencia indoeuropea.
La nueva concepción del alma aglutina a los diversos autores influidos por el movimiento órfico, entre ellos Empédocles, Pitágoras y Platón, seguidos por el neopitagorismo y neoplatonismo. El testimonio de los antiguos atribuye la fundación de dicho movimiento al chamán tracio Orfeo, cuyos misterios se refieren a Dioniso, aunque se trata de un Dioniso al uso griego clásico, depurado de todo rasgo ctónico u orgiástico, y ajustado al ideal de purificación ascética. La matriz conceptual del orfismo hay que buscarla en el dualismo espíritu-materia, el origen divino del alma, su encarcelación en un cuerpo a causa de una culpa originaria, y su final reintegración al mundo divino luego de una serie de metempsícosis o metensomatosis (Bianchi, 1995:271).
En comparación con los misterios de las religiones ctónicas y su fusión integral –física y psíquica– con una divinidad inmanente, el orfismo convierte la experiencia del misterio en sabiduría o gnosis de carácter contemplativo, cuya fruición es independiente del cuerpo, o mejor, exige la extinción del goce corporal, alineado con el mal. En comparación también con aquellos, el destino del alma no es aquí su renacimiento cíclico a partir de la muerte, sino la vida inmortal, una vez liberada del cuerpo por la ascesis y la contemplación. La linealidad de este destino final apenas conserva de la conciencia cíclica primitiva una serie de transmigraciones, cuyo soporte material ha sido vaciado de cualquier consistencia propia –a no ser la de la corrupción– y convertido en el recipiente vacío de sucesivas metempsícosis.
Si bien la historia de la filosofía griega da cuenta de un hilozoísmo inicial, donde hyle –madera, bosque o materia– y psiqué se identificaban con un arché auto-activo, del cual todo nace y al cual todo retorna para renacer según ciclos de renovación periódica, lo cierto es que el progreso de la filosofía griega pronto quebrará tal identidad dinámica. Lo que Peter Sloterdijk describe como la “vieja ontología de la esfera” (Sloterdijk, 2003:106) –esfera que es seno, caverna, templo y materia divina–, cuya sabiduría reclamaba la Diosa del poema parmenideo como única visión verdadera, todo eso termina con Platón y la institución del reino ideal del pensamiento puro, esto es, purificado de la mater-realidad.
Con Platón, y luego Aristóteles, filosofía y religión instituyen su reinado puramente espiritual, de espaldas al cavernoso mundo material. Platón sistematizará la nueva interpretación órfica del cuerpo “prisión” (19992:62b), “cárcel” (19991:400c) o “tumba” (19991:493a), inhumado bajo el cielo inteligible de mundo ideal. La materia abandonó su ancestral consistencia de arché auto-activo para convertirse en esa chora vacía, indeterminada y meramente receptiva de la cual habla el Timeo (19993:49e; 50d) en analogía con la madre. Aristóteles, por su parte, después de descartar que la materia pudiera ser causa metafísica de lo real, diseñará la filosofía primera y suprema conforme con el estudio de entidades eternas, inmóviles y separadas (1994:1025b-1026a), que por excluir de su identidad el principio material resultan pura energía motora. La metafísica girará desde entonces en torno a tales realidades inmateriales, perfectamente actuales e inteligibles, pura energía, vida y conocimiento divino. De este modo, el origen de la filosofía clásica griega confirma y continua la novedad de un orden espiritual autosubsistente y eterno, objeto de la sabiduría contemplativa.
El celestial deiwos indoeuropeo instituyó entonces su reinado en la tierra, tanto en el sentido religioso de la ascesis moral, como en el sentido filosófico de la contemplación pura. El gran descubrimiento griego del alma autosubsistente e inmortal convirtió el círculo del tiempo en línea recta y la celebración de la vida material en culpabilidad caída. Entonces la caverna se hizo infierno, su nacimiento, degeneración y los/as hijos/as de su seno se convirtieron en espectros. Pero valga recordar otra vez, si acaso la historia lo hubiese desmarcado, que no ha muerto todo lo que está enterrado, o mejor aún, que todo lo enterrado está llamado a renacer.
La Gran Madre neolítica simboliza una concepción de lo real que ha dejado sus marcas a lo largo de toda la cuenca mediterránea. La difícil reconstrucción histórica de estos signos, en gran medida borrados por el paso del tiempo y en otra gran medida, distorsionados o resignificados por la progresiva indoeuropeización de las culturas autóctonas, no impide sin embargo la conceptualización de ciertos elementos que se imponen a la conciencia filosófica con un valor disruptivo del pensamiento hegemónico posterior.
Tal es el caso, por ejemplo, de la caverna minoica, el hacha de doble filo, la psiqué-mariposa, la serpiente, la iniciación mistérica, el renacimiento sacramental en su doble significado cósmico e individual, éxtasis y trances, la danza, la oscuridad, la esfera y en todas partes esa sabiduría esférica de rondas, anillos, vientres y ciclos fecundos. Para esta conciencia esférica primitiva, comenta Sloterdijk, “ser y abundancia son solo dos palabras para lo mismo: en el horizonte de la ontología clásica lo real es siempre lo no-expoliado, lo completo, envolvente, desbordante. Es lo no-roto, no-castrado” (Sloterdijk, 2003:28). De esta realidad saturada de vida, que nace y vuelve a nacer infinitamente, se alimenta la conciencia arcaica, una conciencia para la cual todo está lleno de diosas y las cosas irradian sacralidad.
El hecho de que esta conciencia llegara a convertirse con el correr de los siglos en una caverna de sombras y espectros, que su energía material deviniera pasividad receptiva y corruptora, que su mística sensual se hiciera ascesis punitoria, todo esto resulta no menos milagroso que el milagro griego, ni menos misterioso que el silencio de la simbólica matricial. Sobre ese silencio asegura Gimbutas: “la civilización europea más temprana fue salvajemente destruida por los elementos patriarcales y nunca recuperada, pero su herencia permanece en el sustrato que nutre la vieja Europa y sus desarrollos culturales” (Gimbutas, 1996:238). Entre la vieja Europa matricial y la nueva Europa falogocéntrica hay por cierto elementos de transición y continuidad, como también rupturas y discontinuidades. Ambas cosas se dan sobre un sustrato fundacional indiscutiblemente vencido.
En última instancia, lo que el símbolo de la Gran Madre viene a cuestionar, es esa clara y distinta conciencia patriarcal, convencida de la tan “profunda e indivisible unidad de la historia del espíritu humano” (Eliade, 1999:21). A menos que esta afirmación se refiera al espíritu abstracto y trascendente de la nueva lógica indoeuropea, no parece haber en la historia humana una tal unidad y menos parece haberla en el origen el pensamiento griego. Lo que se muestra es más bien una profunda e indivisible derrota, junto a una lenta gestación, en la caverna, de algo que está a punto de renacer.
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Recibido: 15/06/17
Aceptado: 14/07/17