ARTÍCULOS
LOS ESTILOS DE GÉNERO Y LA TIRANÍA DEL BINARISMO: DE POR QUÉ NECESITAMOS EL CONCEPTO DE GENEROLECTO
Gender styles and tyranny of binarism: Why we need the concept of genderlect
Gabriela Castellanos Llanos
Centro de Estudios de Género, Mujer y Sociedad,
Universidad del Valle, Colombia.
Resumen: En el presente artículo se analiza la cuestión de la relación entre género
y lenguaje, en especial el concepto de generolecto, arguyendo que puede
servirnos para acercarnos a la comprensión de cómo se construyen
las identidades femeninas y masculinas.
¿Qué es eso que llamamos femenino, y qué lo que denominamos masculino?
En la vida cotidiana todos y todas en algún momento describimos
una acción corporal o un acto de habla de alguien como femenino
o masculino, pero ni en las ciencias sociales ni en el análisis del discurso
se ha llegado a caracterizar estos estilos. La exploración de los
generolectos permitirá indagar sobre ellos, es decir, sobre lo que en un
contexto sociocultural específico se considera masculino y femenino,
como estereotipos que sirven para sancionar aquellos actos (y aquellas
personas) que se aparten de lo culturalmente esperado.
El trabajo se propone revisar una serie de definiciones básicas para
delimitar el alcance del concepto de generolecto, con base en algunos
hitos importantes de la literatura feminista y/o sobre género y lenguaje,
y finalmente examinar la importancia de este concepto para los estudios
de género.
Palabras claves: Generolecto; Femenino; Masculino; Literatura feminista
Abstract: In this article the question of the relationship between gender and language
is analyzed, specifically the concept of genderlect, arguing that it
can help us to get closer to understanding how feminine and masculine
identities are constructed.
What is it we call feminine, and what masculine? In everyday life everyone
at some point has described someone’s bodily action or speech act
as feminine or masculine, but neither in the social sciences nor in discourse
analysis have these styles been characterized. The exploration
of genderlects will allow us to discover what in a specific cultural context
is considered masculine and feminine, and how these stereotypes
are used to sanction those acts (and people) who do not meet cultural
expectations.
The work aims to review a number of basic definitions to define the
scope of the concept of genderlect, based on some important milestones
in feminist literature and in studies about gender and language,
and finally to examine the importance of this concept for gender studies.
Keywords: Genderlect; Feminine; Masculine; Feminist literature
Sumario: Introducción. Definiciones y precisiones. Género y lenguaje: los generolectos. Los generolectos y el binarismo. Generolectos y postmodernismo. Caracterización de los generolectos. A modo de conclusión. Bibliografía.
La cuestión de la relación entre género y lenguaje se ha venido debatiendo en
la sociolingüística desde que en 1975 Robin Lakoff publicó su libro Language
and Woman’s Place1. En esa obra la autora exploró las diferencias en el
habla de hombres y mujeres, tanto las formas como el lenguaje (en su caso,
el inglés) trata a las mujeres, como las formas como las mujeres usan el lenguaje. Las
manifestaciones en el lenguaje de la subordinación sociocultural de las mujeres era
una consideración importante para esta autora. Desde entonces han corrido ríos de
tinta sobre el tema; sin embargo, la labor de presentar un estado de la cuestión de
las relaciones entre género y lenguaje está más allá de los alcances de este texto2. Lo
que me propongo hacer aquí es centrarme en el concepto de generolecto, arguyendo que puede servirnos para acercarnos a la comprensión de cómo se construyen las
identidades femeninas y masculinas.
Ya en 1990 Judith Butler presentó su tesis de que las identidades de género se
construyen performativamente, es decir, por medio de la repetición ritualizada de
estilos de gestos y de posturas corporales, a la vez que de actos de lenguaje. Pero no
hemos avanzado en la definición de cuál es el contenido específico de esos estilos, en
qué consisten, cuáles son sus características. ¿Qué es eso que llamamos femenino, y
qué lo que denominamos masculino? En la vida cotidiana todos parecemos saberlo;
todos y todas en algún momento describimos una acción corporal o un acto de
habla de alguien como femenino o masculino, pero ni en las ciencias sociales ni en
el análisis del discurso hemos llegado a caracterizar estos estilos. Lo que arguyo aquí es que es la exploración de los generolectos lo que nos permitirá indagar sobre estos
estilos, es decir, sobre lo que en un contexto sociocultural específico se considera
masculino y femenino.
En este trabajo me propongo revisar una serie de definiciones básicas para delimitar
el alcance del concepto de generolecto, con base en algunos hitos importantes
de la literatura feminista y/o sobre género y lenguaje, y finalmente examinar la importancia
de este concepto para los estudios de género.
Género y discurso
El punto de partida del estudio de los generolectos lo constituye la articulación
entre dos campos relativamente nuevos del trabajo académico: la teoría del discurso
y la teoría de género. Por una parte, el lenguaje ha dejado de ser visto solamente
desde la perspectiva de las estructuras de la lengua, y se estudia hoy también como
discurso, es decir, como lenguaje en acto, o lenguaje en uso, lo cual implica atender
a “la forma como los significados se producen cuando se usa el lenguaje en contextos
particulares para propósitos particulares” (Cameron y Kulick, 2007:93). Al mismo
tiempo, para los teóricos críticos, sobre todo para Michel Foucault, quien definió el
“discurso” como “las prácticas que sistemáticamente forman los objetos de los cuales
hablan” (1972:149), los “discursos” son parte de las prácticas sociales (Cameron y
Kulick, 2007:93-94). Mientras los analistas del discurso lo definen como el lenguaje
en contexto, en acto, “para los teóricos críticos, los ‘discursos’ son un conjunto de
proposiciones en circulación acerca de un fenómeno particular, que constituyen lo
que la gente toma por la realidad de ese fenómeno” (Cameron y Kulick, 2007:93).
Sin embargo, como señalan, de nuevo, Cameron y Kulick, “los dos sentidos del término ‘discurso’… se implican mutuamente en el proceso… [de] la construcción
y de la ‘realidad’ del sexo” (2007:93-94), y por supuesto, de las realidades culturales
de género. Por otra parte, es importante recordar que discurso no sólo designa el
lenguaje hablado y escrito, sino otros sistemas de significación relacionados, que
incluyen la gestualidad, las posturas y movimientos corporales, y otras formas de
relación entre los cuerpos de los interlocutores.
Sexo y género
Por otro lado, el campo de los estudios de género se ha formado a partir de la
indagación sobre las diferencias sociales y culturales entre los sexos. Partiendo de las
primeras definiciones del “sistema sexo/género” (Rubin, 1975), que nos remitían a
las interpretaciones culturales de las diferencias biológicas, y pasando por la discusión
de Joan Scott sobre el género como “un elemento de las relaciones sociales que
se basa en las diferencias entre los sexos” (Scott, 1990 [1986]:14), podemos hoy
definir el género como “el sistema de saberes, discursos, prácticas sociales y relaciones
de poder que les da contenido específico al cuerpo sexuado, a la sexualidad y a
las diferencias físicas, socioeconómicas, culturales y políticas entre los sexos en una
época y en un contexto determinados” (Castellanos, 2006:27). A partir de esta definición,
el sexo aparece ya contenido en el género; es decir, se postula la construcción
socio-cultural de la sexualidad. Esta postura proviene de dos fuentes: por una parte,
las indagaciones de Michel Foucault (1980 [1976]) sobre el carácter histórico de la
sexualidad, y por la otra, las posiciones de algunas teóricas feministas sobre las relaciones
entre biología y cultura.
La necesidad de las feministas de refutar el determinismo biologicista que milenariamente
había condenado a las mujeres al rol reproductivo como su función
social exclusiva, llevó a muchas teóricas a buscar formas nuevas de plantear las relaciones
entre biología y cultura. Algunas feministas radicales de los años 70, como
Shulamith Firestone (1970), apelaron a la tecnología reproductiva como un modo
de trascender la esclavitud de la mujer a la reproducción, pero no llegaron a superar
la idea de que las mujeres recibían mayor influjo de la naturaleza que los hombres. Ya
en 1983, sin embargo, Alison Jaggar, en su influyente libro Feminist Politics and Human
Nature, y siguiendo planteamientos de otras autoras feministas, como Andrea
Dworkin and Dorothy Dinnerstein, iba a afirmar que “la constitución biológica
humana… es un resultado a la vez que una causa de nuestro sistema de organización
social” (Jaggar, 1983:109)3.
Para Jaggar, los aspectos biológicos y los sociales de la vida humana interactúan
a lo largo de su evolución en distintos medios, de tal modo que las características
físicas mismas se desarrollan dialécticamente: biología, ambiente y desarrollo tecnológico
como factor social entran en un juego de influencias mutuas que llega a dar
forma a nuestros cuerpos, tanto como a nuestras sociedades:
Como se concibe generalmente, el sexo aparece como un conjunto de características biológicas fijas, mientras que el género se construye como un conjunto de normas sociales variables… Si, por el contrario, reconocemos que la biología humana, incluyendo la sexual, se crea parcialmente en la sociedad, y si reconocemos que la sociedad humana responde a la biología humana, perdemos la claridad de la distinción entre sexo y género (Jaggar, 1983:112).
A partir de esta idea, en 1987 dos etnometodólogos estadounidenses, Candace
West y Don Zimmerman, definieron el sexo como “una determinación hecha a
través de la aplicación de criterios biológicos acordados socialmente para clasificar
las personas como mujeres o varones” ( West y Zimmerman, 1987:127). Tres años
antes de la famosa declaración de Judith Butler de que “el sexo ya es género”, West
y Zimmerman concebían el sexo como una característica que se decide con base en“acuerdos sociales” sobre cómo clasificar a los individuos. Estos dos autores propusieron
otras dos categorías complementarias de la de sexo: la “categoría sexual”, que
tiene que ver con “las demostraciones identificatorias exigidas socialmente que proclaman
que pertenecemos a una categoría o la otra”, y la de género, definido como “la actividad de manejar la conducta situada a la luz de concepciones normativas… [consideradas] apropiadas para la categoría sexual de una persona” (West y Zimmerman,
1987:127).
Por otra parte, debemos fundamentalmente a Judith Butler, influida por Foucault,
el planteamiento del género como la base cultural sobre la cual se produce
performativamente tanto la identidad de género como la sexualidad misma (2001
[1990]). Y reconocemos que tanto él como ella han postulado la interacción fundamental
entre el discurso y la construcción de las subjetividades, lo cual tiene especial
relevancia para el estudio tanto de las sexualidades como de los géneros femeninos y
masculinos, en toda su diversidad sociocultural.
A pesar de que estas posiciones teóricas han tenido una fuerte influencia en las
ciencias sociales y en las humanidades, no debe pensarse que exista unanimidad
sobre su validez. En ciertos contextos, sobre todo en agencias internacionales cuyo
trabajo se basa en una cierta concepción del desarrollo, género ha venido apareciendo “como un término inocuo, a menudo un simple sustituto para ‘mujeres’” (Scott, 2010:10). En la vida cotidiana también se generaliza ese sentido, ya incapaz de producir
controversia, pero también estéril en cuanto a su uso para reclamar y producir
cambios sociales y culturales profundos.
La diferencia entre una definición del concepto que lo puede convertir en una
herramienta revolucionaria de análisis e intervención, y otra que le da un sentido
ya neutralizado, yermo, estriba, según Scott, en si simplemente se emplea para señalar
diferencias de roles sociales, pero conservando la concepción del sexo como
algo “natural”, o si se va más allá, para cuestionar la idea de que ser hombre o ser
mujer es estar dotado de una identidad fija, invariable. Para esta autora, el género
está condenado a perder su capacidad transformadora si no se adopta la posición
desconstruccionista, que sostiene que “ni el sexo ni el género [son] producto de la
naturaleza sino de la cultura” y que el sexo no es “un fenómeno transparente”, sino
que adquiere su estatus “natural” sólo “de modo retrospectivo, como justificación
para la asignación de roles de género” (Scott, 2010:10). Apoyándose en la investigadora
feminista Denise Riley (1988), Scott afirma que el cuerpo, ese sustrato supuestamente
natural en el cual se basa la diferencia sexual, no es “un punto de origen
ni un término, es un resultado o un efecto”; es decir, un producto cultural. En ese
sentido, “género”, tal como se concibió en la literatura feminista en la década de los
80, nos advierte Scott, “era un llamado a trastornar el poderoso influjo de la biología
al abrir todo aspecto de la identidad sexuada al cuestionamiento” (Scott, 2010:11).
El tiempo pasado del verbo (“era”) en la oración anterior nos muestra que Scott
se está refiriendo a un movimiento de décadas pasadas, ahora gravemente amenazado
por la ola homogeneizante, neutralizadora, del uso globalizado del término “género”.
Del mismo modo que el de género, el concepto de “mujeres” y de “hombres” debe relativizarse, pensarse en términos de los flujos de la historia y de los cambios
culturales, y no suponer que “nuestros cuerpos” “nos” definen (Scott, 2010:12).
Es de vital importancia, entonces, que mantengamos la pregunta abierta sobre
cómo se viven y se conciben el cuerpo, el sexo, las masculinidades y las feminidades
en contextos precisos:
Son precisamente [los] significados particulares [de masculino o femenino, varón o hembra] los que necesitan ser extraídos de los materiales que examinamos. Cuando el género es una pregunta abierta sobre cómo se establecen estos significados, qué implican, y en qué contextos, entonces sigue siendo una categoría útil para el análisis, por ser crítica (Scott, 2010:14).
Para que la categoría de género sea profundizada y refinada en los estudios feministas, debemos alejarnos, desde el punto de vista teórico, de sus usos globalizados y acríticos.
Generolectos: identidades y estilos
Con base en todas las anteriores consideraciones, defino el concepto de generolecto4 como el dialecto discursivo de género, es decir, las diferencias de estilo entre el discurso
femenino y el masculino, culturalmente concebidos. Los generolectos, en mi
definición, no son adscribibles a hombres o a mujeres como grupos biológicamente
determinados, sino que corresponden a la caracterización cultural de qué tipos de
expresiones y actitudes se consideran femeninos o masculinos en un contexto sociocultural
específico, y por lo tanto qué tipos de conducta se esperan de hombres o de
mujeres.
Se trata por tanto de estereotipos culturales, que se emplean para juzgar el comportamiento
de las personas como femenino y masculino, esperando que exista “coherencia” entre sexo biológico y estilo de género, alentando de diversos modos a los
sujetos y sujetas a comportarse de una manera considerada “coherente”. En aras de
lograr esta coherencia, se llega en algunos casos a conminar a los sujetos y sujetas
a comportarse del modo esperado, sancionando negativamente a quienes sean vistos
como “incoherentes”, o “desviados” de la conducta esperada. En otras palabras, “sexualidad y género tienen una ‘relación especial’, una forma particular de dependencia
mutua” (Cameron y Kulick, 2003:7), y el uso de los discursos por hombres
y mujeres es juzgado a partir de esta relación. Es esta normatividad estilística, profundamente
dicotómica y en muchos casos homofóbica, la que podemos explorar
mediante el uso del concepto de generolecto.
Por otra parte, en este punto se hace necesario discutir las diferencias entre los
conceptos de identidad de género, orientación sexual, identidad sexual, y estilos
de género. Se trata de una nomenclatura relativamente nueva; no hace tanto que
todos estos términos hubieran resultado superfluos, ya que las discusiones a las que
sirven de base se suponían resueltas simplemente recurriendo a la diferencia sexual
anatómica.
El tema de la identidad5 nos remite a la discusión política sobre multiculturalismo,
que tuvo sus raíces en la protesta contra el feminismo llamado de “la segunda
ola” por mujeres como Audre Lorde (1984) y Gloria Anzaldúa (1990), y de la cual
se han ocupado brillantemente, entre muchas otras, Nancy Fraser (1997:229-250),
Iris Marion Young (2000), Celia Amorós (2005). Al mismo tiempo, nos llevaría
también a la discusión sobre postcolonialismo y descolonialismo que han debatido
desde Gayatri Spivak (2011) hasta María Luisa Femenías (2005), pasando por María
Lugones (2010), y un largo y continuamente creciente etcétera.
Sin embargo, no nos ocuparemos a fondo aquí de las dimensiones políticas
que evoca el término desde la perspectiva de la lucha feminista en general, sino que
nos centraremos en los aspectos de la identidad de género que se relacionan más
estrechamente con la diversidad. Aunque, por supuesto, los conceptos de identidad
de género e identidad sexual no sólo son pertinentes para los no –heterosexuales, el
tema se ha puesto en discusión en gran parte en la medida en que se ha llegado a
aceptar la posibilidad y la validez ética de la transexualidad, o sea la transformación
de las características sexuales de una persona, y en la medida en que se ha elaborado
sobre el concepto de transgénero.
El término transgénero ha sido definido recientemente por la American Psychological
Association como aquel fenómeno en el cual la identidad, el estilo o la
conducta de una persona no coinciden con el sexo asignado desde su nacimiento
(LGBT Concerns Office, APA, 2006). Aunque el término se emplea por lo general
para referirse a quienes reclaman una identidad de género no coincidente con
su sexo asignado, tal definición de “transgénero”, al incluir no sólo la identidad,
sino también el estilo y la conducta en general, nos permite emplearlo en un sentido
más amplio. Todos y todas, en algunas ocasiones, tenemos comportamientos
y empleamos estilos de habla o de movimiento corporal que no corresponden a los
estilos convencionalmente asociados a nuestro sexo. Por lo tanto podemos concluir
que esta definición de “transgénero” ubica en un mismo plano, en primer lugar, la
identidad femenina en una persona considerada biológicamente masculina (“mujer
trans”) o la identidad masculina en una persona considerada biológicamente femenina
(“hombre trans”); en segundo lugar, las características más agudas de “amaneramientos” y presencia de estilos culturalmente considerados propios del género
opuesto; y finalmente, las consecuencias de lo que Freud llamó a lo largo de su obra
la “bisexualidad psíquica”6, como un rasgo común a todos los individuos.
De este modo, la coexistencia de estilos culturalmente considerados femeninos y
masculinos en la conducta y los discursos de todos los sujetos y sujetas, como un rasgo
a la vez universal y que muchas veces se manifiesta solamente de modo ocasional,
no se diferenciaría en lo básico de los casos de “afeminamiento” en algunos hombres
o de talantes “hombruno” en algunas mujeres, o finalmente, de los “cambios” de
identidad. La distinción entre estos tres tipos de casos sería de grado, de ubicación a
lo largo de una misma gama, no de naturalezas distintas de todos estos tipos de fenómenos.
Las consecuencias políticas de este concepto, entonces, pueden llegar a ser
importantes para quienes defienden el derecho a la diversidad sexual y de géneros.
Pasemos ahora a definir la identidad de género como el sentido de sí mismo/a o
del yo en lo que respecta a, o bien sentirse hombre o mujer, o bien sentirse incapaz
de optar por “pertenecer” a uno de los dos sexos, o fluctuar entre ambos. En cuanto
al estilo de género, éste corresponde a lo que se espera culturalmente de una persona
en cuanto a su manera de pensar, moverse, y expresarse, así como otras conductas
relacionadas con la apariencia (vestido, peinado, uso de accesorios, etc.) con base en
si se le considera hombre o mujer7.
En cuanto a la identidad sexual, recurro nuevamente a Cameron y Kulick, quienes
definen el término como “un estatus social basado en la auto-definición del
individuo como heterosexual, gay, lesbiana, bisexual, etc.” (2003:3). Como lo señala
Jules Falquet, esta “auto-definición” no siempre ha sido necesaria; de hecho, “Apenas
recientemente, y en el pensamiento occidental, es que se empieza a atribuir a la gente
una personalidad e identidad sexual específica y (relativamente) fija, con base en
sus prácticas sexuales” (Jules Falquet, 2006:19). Ya Foucault había señalado que fue
apenas en la modernidad, específicamente en el siglo diecinueve, cuando lo que había
sido considerado una conducta “antinatural”, un pecado habitual (la sodomía),
pasó a convertirse en una “naturaleza singular” (el homosexual): “El sodomita había
sido una aberración temporal; el homosexual era ahora una especie” (Foucault,
1980:43). Ahora bien, si bien el surgimiento de las categorías de “homosexual” y
“heterosexual” es reciente, y si se debe a una tendencia histórica de la “biopolítica” a
controlar la sexualidad, esta misma categorización ha sido adoptada por quienes se
resisten a este control, enarbolando un término que apareció originalmente como
instrumento de dominación política, ahora como una bandera de emancipación.
Como ya se dijo, todas estas definiciones se derivan en gran parte de la tendencia
en los últimos tiempos a una mayor conciencia de la gran diversidad que presenta
la sexualidad humana, y de la variedad de elementos que intervienen en sus consecuencias
para el comportamiento de las personas. ¿Qué falta en todo este catálogo
de componentes del género, en este sondeo de las facetas, de los modos como nos
construimos en seres sexuados? Falta el contenido simbólico de lo femenino y lo
masculino; faltan los modelos cambiantes, diversos, pero que al mismo tiempo nos
brindan el espejismo de una sustancia natural, de una regularidad binaria, de una
norma sólida, de un más y un menos, de un hombre y una mujer. Faltan los metros
con los cuales verificamos el alto, el ancho, el grosor, de cada gesto, de cada palabra
de cada individuo, para intentar encajarlos en los moldes imaginarios donde nunca
cabrán. Faltan los generolectos.
Según Deborah Cameron, en las últimas décadas ha habido, en los estudios sobre
género y lenguaje, una tendencia a alejarse de generalizaciones globales sobre el
lenguaje de las mujeres que eran comunes en los primeros estudios sobre el tema: “El enfoque ahora se centra en la especificidad (mirar a las mujeres y los hombres
particulares en contextos particulares) y en complejidad (mirar las interacciones de
género con otros tipos de categorías de identidad y de relaciones de poder)” (Cameron,
1998:946). En estas categorías y en estas especificidades, debemos incluir las
distintas identidades sexuales y de género, además de la clase, la etnia, la raza y las
generaciones o los grupos etarios, entre otros parámetros.
Por otra parte, nos recuerda Cameron, la actuación lingüística es profundamente
intersubjetiva; es decir, se basa en las relaciones entre interlocutores, de modo que
los enunciados de un/a hablante llevan la impronta de lo que se dijo antes en esa
conversación, de múltiples maneras, y se les da forma en anticipación de lo que
vendrá después: “Muchos analistas hoy enfatizan que los “selves”8 [sí mismos, “yos” o identidades] que se producen en la interacción lingüística son ‘co-construidos’ o ‘logrados conjuntamente’” (Cameron, 1998:952).
Por todas estas razones, no podemos continuar identificando el lenguaje empleado
por una persona de determinado género con el lenguaje de ese género. En
el primer caso, estamos ante una categoría empírica del lenguaje, el discurso de
este hombre, o de esta mujer, mientras que en el segundo se trata de una categoría simbólica, una construcción cultural (Gal, 1995:171). Es aquí donde entra en juego
el concepto de generolecto.
Los generolectos, entonces, son códigos que deben verse como herramientas culturales
simbólicas, compuestas por prototipos dotados de eficacia para producir conductas
culturalmente esperadas, y que fundamentalmente sirven para clasificar los
actos discursivos, así como los corporales (gestos, posturas, marcha, etc.), como más
o menos femeninos o masculinos. En suma, en una cultura determinada, los modos
en que sujetos reales, hombres y mujeres, usan el lenguaje, y los repertorios de gestos
y de actitudes, son interpretados o “indizados” como femeninos o masculinos a partir
de los generolectos como códigos culturales. Se hace necesario, en primer lugar,
distinguir entre las prácticas discursivas reales de los sujetos y la ideología sobre esas
prácticas, pues si bien en la vida cotidiana los individuos de uno y otro sexo tienden
a exhibir en su discurso características del generolecto de signo opuesto a su identidad
de género, ya sea ocasional o habitualmente, ideológicamente encontramos la
suposición generalizada de que los hombres emplean el generolecto masculino y las
mujeres el femenino.
No se trata, además, de una mera suposición, sino de una verdadera imposición,
ya que el hombre que no siga consistentemente esta norma será considerado sospechoso
en su virilidad, y por lo tanto será estigmatizado como “afeminado” y sancionado
negativamente. Igualmente, la mujer que no se exprese, se vista y se mueva,
en general, de acuerdo con la norma cultural del estilo femenino, es decir, aquella
que no actúe de modo “femenino”, según la definición ideológica de la feminidad,
será tildada de “marimacha” y recibirá el peso de la censura de su medio. Estamos
entonces ante un sistema binario y hegemónico, que se supone universal y natural,
cuando en realidad tiene como uno de sus fines el encubrir y eliminar desviaciones
y diferencias, en la medida en que los individuos que se apartan de encajar en él sufren
no sólo reprobación, sino fuertes sanciones de variados tipos. Además, estamos
refiriéndonos a estereotipos culturales que tienen un gran poder, no sólo represivo,
sino probablemente también productivo de las mismas identidades y los estilos de
género, en la medida en que los individuos se apropien performativamente de las
normas culturales.
Existen múltiples estudios sobre “cómo las identidades de género se logran mediante
el uso del lenguaje” (Cameron, 1998:950). En un volumen titulado Gender
Articulated. Language and the Socially Constructed Self (1995), las editoras, Kira Hall y Mary Bucholtz recogen 19 artículos que informan sobre investigaciones encaminadas
a identificar las ideologías dominantes de género. Aunque no emplean el
término “generolecto”, muchos de estos ensayos examinan el papel que juega el lenguaje
en el control social que busca mantener las ideologías hegemónicas de género.
Ahora bien, en la introducción, Hall y Bucholz (1995) nos cuentan que entre
los más intensos consumidores de libros de las diferencias de los estilos de habla
femeninos frente a los masculinos encontramos a los individuos “transgenerizados” que buscan orientación para actuar de manera más acorde con la identidad de género
que han escogido, o que de hecho tienen, en contra de lo asignado al momento
de su nacimiento. Efectivamente, en una investigación sobre los “expertos” que se
dedican a asesorar a mujeres trans sobre cómo feminizar sus estilos de conversación,
se encontró que éstos “entrenan a sus clientes para producir las características de lo
que Lakoff [llamó] ‘lenguaje de las mujeres’” (Cameron, 2005:492). Sin embargo,
en un artículo sobre los estilos de habla de trabajadoras de “sexo por teléfono”, Kira
Hall (1995) reporta que en su trabajo ellas usan un registro lingüístico indicativo
de sumisión, típico del habla femenina que Robin Lakoff (1981 [1975]) describió como una demostración de falta de poder. En una situación donde sólo la voz puede
usarse para exhibir características de género, estas trabajadoras sexuales emplean el
estilo de feminidad que los clientes desean comprar, a pesar de estar conscientes de
que están desempeñando (performing) un rol ficticio, operando como “actrices”.
Podría pensarse que estas mujeres en su trabajo están exagerando unas características
que posiblemente estén presentes, aunque con menor intensidad, en otros tipos de
actuaciones lingüísticas de muchas otras mujeres.
Como puede apreciarse, los generolectos parecen tener como fin último la defensa
o la intensificación del binarismo sexual y de género. Se trata de una división
binaria que ha sido y es cuestionada por muchas lingüistas feministas. En el mencionado
artículo donde hace una revisión de la literatura sobre el tema de lenguaje,
discurso y género, Cameron (1998) informa sobre las investigadoras e investigadores
que, una y otra vez, se pronuncian en contra del binarismo. Particularmente interesante
es el caso de las autoras de uno de los artículos contenidos en la compilación
titulada Rethinking Language and Gender Research (1996). En el artículo, titulado
“The Question of Questions: Beyond Binary Thinking” (“La cuestión de las preguntas:
Más allá del pensamiento binario”), las autoras afirman que “quienes contribuyen
a este volumen cuestionan la división del habla sobre la base de una división
binaria por género o sexo” (Bing y Bergvall, 1996:3, citado en Cameron, 1998:952).
Sin embargo, Cameron observa que esta posición teórica de rechazo del dualismo de género como una postura simplista, contrasta con lo encontrado en muchos de los
estudios empíricos que la siguen:
Lo que es impactante sobre [estos estudios empíricos] es la evidencia que suministran de que el dualismo de género, a pesar de que sus formas son variables y culturalmente específicas, sigue siendo una fuente potente de significados que continúa dándole forma a las creencias y la conducta de los usuarios del lenguaje. Las [investigadoras] sí enfocan el binarismo hombre-mujer de manera crítica, pero en la mayoría de los casos sus datos las obligan a reconocer la importancia de este binarismo para los hablantes que estudian….
Aunque el abandono de concepciones ingenuas y esencialistas sobre género en la sociolingüística es sin duda bienvenido, ello no necesita, y con base en la evidencia, no debería, implicar que desconstruyamos los dualismos de género hasta hacerlos desaparecer [de las investigaciones]. Puede argüirse que lo que las feministas necesitamos explicar es más bien el poder que siguen teniendo [estos dualismos] en las comunidades de habla del mundo— aunque sin perder de vista la diversidad de formas que toman… (Cameron, 1998:953).
Por ejemplo, en estudio tras estudio encontramos referencias a la feminidad y la
masculinidad “convencionales”, o a lo que Cameron (2005:491-493) en un artículo
posterior, llama lo “simbólicamente femenino” o masculino, no como formas de
conducta usuales en todos los hombres o todas las mujeres, sino como herramientas
lingüísticas empleadas de diversos modos para dar una impresión de feminidad
o de masculinidad, o para poner en juego cualidades femeninas o masculinas en
una determinada situación donde se piensa que sería ventajoso hacerlo. Lo interesante
aquí es que no encontramos que esas cualidades aparezcan siempre como las
convenciones parecerían demandarlo, sino que los hablantes en ocasiones aparecen
actuando conforme a los estereotipos, mientras que en otros momentos negocian su
masculinidad y su feminidad buscando evitar extremos de excesiva masculinidad o
feminidad, de modo que inclusive los mismos sujetos exhiben “una gama de actuaciones
(performances) generizadas”.
Sin embargo, tanto los sujetos como las investigadoras en algunos de los estudios
feministas sobre lenguaje y género que reseña la autora mencionada en el párrafo anterior,
parecen estar conscientes de esos estilos discursivos de género convencionales
que hemos llamado generolectos, y emplean esa feminidad o masculinidad simbólicas
en sus interacciones y en sus análisis. Por ejemplo, en un estudio sobre discusiones
en clases de Inglés en colegios mixtos, se vio que aquellos estudiantes que pueden
calificarse como “contestatarios respecto al género”, porque ignoran o van en contra
de las expectativas de estilos correspondientes a su género (estudiantes varones feminizados o estudiantes masculinas), son rechazados por su grupo de pares, “lo
cual limita la efectividad de sus contribuciones” a las discusiones en grupo. En otros
casos, encontramos que el ingreso de mujeres a profesiones tradicionalmente masculinas,
como las mujeres sacerdotes ordenadas en la religión anglicana, va aunado
a la expectativa de que sus cualidades “femeninas” produzcan cambios positivos en
la comunicación en la institución, en este caso la Iglesia Anglicana. Desafortunadamente,
en vez de que las mujeres cambiaran las normas de los discursos eclesiásticos,
lo que sucedió entre los anglicanos fue que los varones “se especializaron en las tareas
lingüísticas que requerían actuación pública de autoridad, como predicar o dirigir
reuniones, mientras que las mujeres se especializaron en las tareas asociadas con el
cuidado, como atender a los familiares de los difuntos o a parroquianos con problemas”
(Cameron, 2005:497). O sea que nuevamente se impusieron los estereotipos,
lo cual demuestra la inercia cultural, la eficacia simbólica de los generolectos.
En suma, el rechazo feminista al pensamiento binario no puede conducirnos a
creer que aquello que rechazamos por razones teóricas ha desaparecido en la práctica
de los comportamientos de género, o que ha perdido su eficacia. Por el contrario,
es precisamente ese binarismo lo que debemos estudiar, y para ello, es importante
recuperar el concepto de generolecto.
Tal vez por razones muy similares a las que acabo de resumir, un sociolingüista, Heiko Motschenbacher, ha planteado “una redefinición postmodernista” del término generolecto.
La sociolingüística podría ser una de las disciplinas que proporcione… la conexión entre el pensamiento postmodernista de Butler y sus consecuencias para las prácticas generizadas reales. En el corazón mismo de la lingüística postmodernista sobre género, entonces, estaría la meta de mostrar cómo el binarismo de género se construye lingüísticamente y cómo lucirían las alternativas al binarismo normativo (Motschenbacher, 2007:259).
A partir de la recomendación de que se considere la concepción performativa de género en relación con la interpretación de la variación generizada de lenguaje como registro o como estilo, Motschenbacher revisa la literatura sobre estilos de habla y género y concluye que, en general, “los estilos pueden entenderse como formas de actuación [performance]. Los estilos de generolectos, entonces, son las maneras variables como las personas actúan [o realizan] el género lingüísticamente” (2007:262). Después de resumir su propia investigación sobre generización lingüística en discursos publicitarios, este autor plantea la necesidad de “estudiar el rol que juega la estilización por medio de generolectos en la formación discursiva de las identidades generizadas” (2007: 268). Esto lo conduce a una re-definición de la noción de generolecto:
Los generolectos… no son índices o síntomas de identidades de género pre-existentes. Más bien representan puntos de referencia que a lo largo del tiempo se han materializado en su conexión performativa con el género. Los generolectos, por lo tanto, proporcionan recursos para las actuaciones [performances] de identidades de género que pueden ser explotados estratégicamente (por ejemplo, en la publicidad) o usados como una forma de práctica ritualizada en las comunidades cotidianas (Motschenbacher, 2007:268).
El autor concluye sugiriendo que la diversidad de condicionamientos sociales conduciría a “un número infinito de generolectos correspondientes a grupos específicos de mujeres/hombres u hombres/mujeres en ciertas comunidades y contextos” (Motschenbacher, 2007:269). En mi opinión, la idea de “un número infinito de generolectos” debe ser reconsiderada, en la medida en que los generolectos pudieran ser vistos más bien como tendencias estilísticas que interactúan de diversos modos con condiciones de etnia, clase, raza, generación, etc., en vez de como entidades discretas; sin embargo, los planteamientos del autor en torno a las relaciones entre performatividad, estilos y generolectos representan aportes conceptuales importantes.
¿Cómo son, entonces, los generolectos? ¿Cómo podemos describirlos? Las características
de los generolectos femeninos y masculinos difieren, como ya hemos
dicho, entre culturas y subculturas; también varían de acuerdo con otras dimensiones
identitarias como la clase, la etnia, la raza, la ocupación, la generación, etc., y
cambian a lo largo del tiempo. Pero parecen existir ciertas tendencias predominantes
en lo que llamamos feminidad o masculinidad. Inclusive, podemos encontrar similitudes
en la descripción de lo femenino y lo masculino en dos autoras en otros puntos
muy disímiles como son Deborah Tannen (1990) y Deborah Cameron (2005).
Es cierto que la teoría esbozada por Tannen sobre la formación de los generolectos
difiere en muchos puntos de la recomendada por Cameron para el estudio de
las relaciones entre lenguaje, género y sexualidad. La primera autora postula diferencias
en los procesos de socialización de hombres y mujeres que supone producen
características de género en la infancia, que luego permanecen relativamente fijas,
y aunque asegura que los dos generolectos pueden ser empleados por ambos sexos, generalmente cae en generalizaciones que parecen remitirla a diferencias entre hombres
y mujeres como sujetos empíricos, en vez de referirse a diferencias culturales
simbólicas, además sin atender a otras dimensiones identitarias, a la vez que supone
que el sexo es algo natural9. Cameron, en cambio, en lo que llama el nuevo “enfoque
postmoderno” al estudio de lenguaje y género, suscribe la idea de la performatividad,
según la cual el género es algo que se hace, no que se es, y que se produce a lo
largo de la vida; adicionalmente recomienda para el estudio de los discursos partir de
la diversidad entre diferentes grupos, y cuestiona la naturalidad del sexo.
A pesar de estas diferencias, los contenidos de lo que llamamos lo femenino y
lo masculino no difieren mucho en las dos autoras. En la revisión de la literatura
sobre “Lenguaje, género y sexualidad” que hace Deborah Cameron, encontramos
una y otra vez que tanto las sujetas y los sujetos estudiados, como las investigadoras,
demuestran que existe una especie de sustrato ideológico, de corriente subterránea
en los intercambios discursivos, a partir del cual lo femenino y lo masculino tienen
una serie de características más o menos claras. Aunque Cameron no reúne en una
caracterización generalizante los distintos rasgos encontrados, por efecto acumulativo
podemos decir que del lado de lo simbólicamente (o convencionalmente)
masculino, aparece la idea de que priman actitudes de poder y autoridad, deseo de
competir, interés por la superioridad jerárquica, distancia emocional y el uso ocasional
o habitual de lenguaje grosero o vulgar; mientras que del lado de lo simbólicamente
femenino aparecen la falta de poder, la sumisión, las relaciones horizontales,
el interés por las relaciones interpersonales, por establecer conexiones, la capacidad
para escuchar con sensibilidad y empatía, y el lenguaje cortés y refinado.
Ahora bien, esta caracterización que emerge de las investigaciones revisadas por
Cameron, es en líneas generales muy similar a la hecha por Deborah Tannen con
base en múltiples investigaciones realizadas en Estados Unidos y en algunos otros
países. Para Tannen, el generolecto femenino aparecía caracterizado por una visión
del mundo como una red de relaciones, un interés por entablar y mantener relaciones
interpersonales, las cuales eran altamente apreciadas, y la aspiración a lograr
conexiones, compañía, intimidad. Según la misma autora, el generolecto masculino
se basa en ver el mundo como una jerarquía, una actitud hacia la comunicación
como un modo de impartir y recibir información, aprecio por la independencia y
la libertad, e interés por el éxito, más que por formar y mantener relaciones. Como
puede verse, los dos cuadros que emergen tienen muchos rasgos en común.
Falta mucho, evidentemente para que podamos decidir los contenidos de los
generolectos como estereotipos, como orientaciones ideológicas, en su diversidad y en sus tendencias comunes. Necesitamos muchos estudios empíricos sobre grupos
diversos para poder establecer propensiones, estilos, y necesitamos también hacer
avanzar la teoría en torno al concepto de generolecto. Pero no me queda duda de la
conveniencia y la importancia de estos propósitos.
Debemos proponernos, entonces, caracterizar los lineamientos generales de los
dos generolectos, y mostrar la necesidad política de reconocer la existencia del sistema
a fin de combatir la ideología que trata de imponer el generolecto masculino a
los hombres y el femenino a las mujeres, con graves consecuencias para quienes no
correspondan a los estereotipos; al mismo tiempo, debemos admitir la necesidad de
aceptar tanto a los sujetos que se adecúen a la norma como a quienes se aparten de
ella.
Se hace necesario explorar también algunos aspectos de los procesos mediante
los cuales los generolectos contribuyen a la construcción performativa de las identidades
femeninas y masculinas. En otras palabras, el concepto de generolecto nos
permite develar, y por lo tanto nos pone en camino de rechazar, los modos en los
cuales en nuestra cultura se tiende a exigir un estilo de comportamiento y discurso
femenino a las mujeres y masculino a los hombres, con la consecuente sanción social
negativa a quienes no cumplan con esta exigencia. Al mismo tiempo, en el plano ético, considero importante aceptar tanto a quienes no cumplen con ella, como a
quienes sí lo hacen; es decir, no estigmatizar ni a aquellos y aquellas que podrían ser
acusados, por quienes quieren imponer la hegemonía heterosexual, de incoherencia
por su falta de alineación entre su sexo asignado y su estilo de género, ni a aquellos
y aquellas que podrían ser criticados, por quienes luchan contra esa hegemonía,
debido a su adherencia a la coherencia culturalmente esperada.
Notas
1 Existe una versión en español de 1981: El lenguaje y el lugar de las mujeres (Barcelona: Hacer).
2 Dos ensayos relativamente recientes que revisaron la literatura sobre el tema fueron escritos por Deborah Cameron (1998, 2005).
3 Todos los textos citados que provienen de obras en inglés, han sido traducidos por mí.
4 El término “generolecto”(en inglés “genderlect”) fue acuñado por Cheris Kramer (1974) originalmente, y discutido extensamente por la sociolingüista estadounidense Deborah Tannen (1990), así como por otros autores, y redefinido por mí (Castellanos, 2010). En ese trabajo elaboré una crítica de la concepción de poder y de la tendencia esencialista de algunos de los planteamientos de Tannen, y replanteé el uso del término para al análisis del discurso.
5 Para una revisión del tema de la evolución filosófica del término “identidad” y su uso en las ciencias sociales, véase Castellanos, Grueso y Rodríguez (2010). Véase también Castellanos (2008, 2010a y 2010b).
6 El término fue acuñado por Freud desde su obra temprana, en Tres ensayos de teoría sexual (1993 [1905]).
7 Mi definición de “estilo de género” corresponde en líneas generales a lo que la Oficina de Asuntos LGBT de la APA llama “expresión de género”: “la expresión de género se refiere al modo en que una persona comunica su identidad de género a otras a través de conductas, su manera de vestir, peinados, voz o características corporales” (LGBT Concerns Office, APA, 2006). Por otra parte, se asemeja también a la definición de “categoría sexual” por parte de West y Zimmerman (1987) a la cual ya nos referimos.
8 Plural de “self” en inglés.
9 Para un resumen de las principales críticas a Tannen (1990), véase Castellanos, 2010a.
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Recibido: 14-04-2016
Aceptado: 24-04-2016