DOI: http://dx.doi.org/10.19137/qs.v21i3.2113
DEBATES, ENSAYOS Y CONFERENCIAS
Ante todo muchas gracias por invitarme a compartir mis experiencias con ustedes. Muchas gracias a los organizadores y a todos los que después de estas largas jornadas de trabajo se han reunido para escuchar las pocas palabras que, a esta altura de mi vida, puedo hacerles llegar. Quiero comenzar esta charla citando una frase de mi admirado Carlo Ginzburg (2009):
“Ante todo, quiero disculparme por el espacio indebido que el pronombre “yo” tomará en mi exposición. Es cierto, el “yo” que habla aquí es, desde el título, un yo que cuenta lo que ha aprendido (digo a menudo que enseñar me gusta, pero aprender me gusta mucho más). Pero quien se presenta en calidad de testigo a menudo corre el riesgo de caer en el narcisismo” (p. 131).
En esta frase Ginzburg se refiere a lo que ha aprendido como historiador
de los antropólogos; hoy yo me referiré aquí a lo que he aprendido de otros
cientistas sociales, en particular de los historiadores.
También quiero expresar un homenaje a mis discípulos por lo mucho
que he aprendido de ellos. A mis discípulos, a los discípulos de mis discípulos,
y a los discípulos de los discípulos de mis discípulos. Si en su momento pude
trasmitirles algunos conocimientos y métodos de trabajo a los primeros que se
acercaron para colaborar con mis investigaciones, ellos me han devuelto con
creces esos conocimientos y enriquecieron mi experiencia como docente e
investigadora. Lo mismo puedo decir de mis colegas y de sus respectivos discípulos.
Puedo asegurar que todavía soy una buena alumna, aplicada, y siempre
dispuesta a aprender de lo que otros puedan enseñarme. Muchas gracias por el “valor agregado” que han aportado a mi pobre capital intelectual.
Unas semanas atrás escuché los comentarios de una jurado respecto
a una tesis de Etnohistoria, quien se preguntaba por qué la tesista había
privilegiado en sus citas teóricas a historiadores, o historiadores del
derecho, a filósofos o sociólogos, siendo que la tesis estaba explícitamente
enfocada en un tema de Etnohistoria o Antropología histórica. Además,
añadió que era notaria la ausencia de citas de referentes de la Antropología
propiamente dicha, o reconocidos como tales en el acervo bibliográfico.
Esos comentarios me retrotrajeron a las dudas que aparecen cada vez que
realizo una investigación donde los principales sujetos de análisis son los
comportamientos socioculturales de la comunidad hispana o hispano-criolla –colonial o republicana–, dado que mi propósito explícito es presentar ese
análisis desde una perspectiva de Antropología histórica o Etnohistoria ¿Por qué me asaltan las mismas dudas, una y otra vez? ¿Por qué la literatura típicamente
etnográfica o antropológica no siempre me resulta pertinente cuando abordo la
interacción entre actores e instituciones hispanas o hispano-criollas? ¿Por qué en vez de recurrir a las observaciones o interpretaciones de los antropólogos
sobre la cultura de los “otros” terminó por privilegiar lo que los historiadores
me cuentan, analizan y/o interpretan sobre el pasado de “nuestra” cultura? ¿Significa que estoy ignorando la presencia de los “otros” –o sea los “nativos”– porque mi lupa está enfocada en “nosotros”? De ninguna manera, porque así como hay historiadores, también hay sociólogos o antropólogos que se ocupan
de “nuestro” pasado. De todas maneras, lo más importante, es no olvidar jamás
la compleja constitución demográfica de la población que habita el suelo
americano y adaptar los aportes bibliográficos a la información que estemos
procesando.
Debemos admitir que en los últimos años los límites disciplinares
resultan muy permeables y es más operativo recurrir a las ciencias sociales,
como la Historia o la Sociología, que a los clásicos de la Etnografía en un caso
como el que estoy discutiendo, sobre todo porque la Antropología ha ganado
una partida no reconocida –o poco reconocida– en la producción de otros
cientistas sociales. La Antropología impregnó con sus categorías y sus conceptos
a las restantes disciplinas y, aunque pocos lo admiten, estamos ganando la
partida de la integración disciplinar. Ahora podemos leer a historiadores que
se ocupan del parentesco o de los rituales de la sociedad republicana, por
ejemplo. Existen historiadores y sociólogos que hablan del poder simbólico de
las representaciones, de las emociones que impregnan la acción política, entre
ellas el temor, el odio, la ansiedad de la paz. Valga un ejemplo: hacia 1820, el
temor a la anarquía provocada por las autonomías provinciales en el territorio
de lo que años después conformará la Argentina, se refleja sin pudor en todos
los documentos de la época, especialmente en las cartas. Esto dio lugar a
desacuerdos que se prolongaron por decenios en toda Hispanoamérica y los
historiadores actuales lo reconocen, lo desarrollan y analizan sus implicancias
en la cultura de la población. Pero en la mayoría de los casos, sobre todo
entre los historiadores argentinos, esta problemática es abordada sin hablar
de Antropología; la usan sin admitirlo.2
Cuando realizo mi investigación, para calmar la culpa generada por estas
dudas, solo encuentro una respuesta simple y obvia: si el objetivo central de
la Antropología es estudiar la sociedad y la cultura de la población –cualquiera
que sea– lo que estamos haciendo en ese caso es estudiar la cultura de un
sector determinado con los instrumentos conceptuales que cada uno de esos
sectores nos puede ofrecer; o combinándolos de acuerdo al recorte espaciotemporal
de cada temática específica.
Pero esta respuesta es demasiado simple. Tradicionalmente, y muy sintéticamente,
la Antropología se desarrolló estudiando a pueblos no occidentales,
a esos “otros” que eran extraños. Los antropólogos hicieron –o hacen– un esfuerzo
por desentrañar, a veces por comprender y a veces para que los Estados
colonizadores pudieran controlar o dominar actitudes o patrones culturales diferentes
a los del observador. La extrañeza ante el otro cultural se replica cuando
los actores o agentes sociales, aún participando en la cultura occidental,
comparten instituciones y/o patrones culturales desplazados del “observador”,
no solo en el espacio sino también en el tiempo.
En suma, estudiar el pasado de nuestra propia sociedad occidental
presenta los mismos desafíos que se le presentan a un antropólogo occidental
cuando estudia tanto pueblos aislados en la Amazonía o el centro de África,
como a los chinos o los islandeses contemporáneos. Reitero, ya sea que las
diferencias resulten notorias o que se trate de matices, lo cierto es que cada
sociedad trae al presente ciertos comportamientos cuyas raíces se pueden
remontar a algunos decenios, o a miles de años. Toda cultura es la suma de
comportamientos cotidianos o extraordinarios reflejados en el lenguaje, las
instituciones, los rituales, las normas o su legislación. Ahora sabemos que todas
las culturas comparten, en mayor o menor medida, una característica común:
son dinámicas. Es así, aún cuando los ritmos de cambio fluctúen afectando a la
mayoría del campo sociocultural o a parte de él, a la vida pública o la privada,
al sistema político o a las recetas culinarias.
Ninguna de estas disquisiciones tiene validez si no aclaramos previamente
QUÉ estamos estudiando. Si estamos analizando los procesos en torno
a la “conquista del desierto”, nuestros sujetos y los autores que pueden acudir
en nuestra ayuda no serán los mismos que si analizamos los conflictos entre
miembros del cabildo, los gobernadores y el virrey, considerados actos de la
cultura “americana”, que podemos calificar como occidental y mestiza. En
el primer caso, es fundamental conocer la etnografía de la sociedad nativa
y también la de la hispano-criolla; en el segundo, puede ser más importante
conocer la historia del derecho y sus nuevas interpretaciones –como su aplicación
teórica y práctica en suelo americano– y con ello las subjetividades y las
emociones que empapan y articulan la acción política. Por eso es fundamental
definir el QUÉ, así como el tipo de fuentes utilizadas –por elección o disponibilidad– al momento de buscar ayuda o inspiración para anclar las propias
interpretaciones.
Habitualmente, cuando todavía ejercía la docencia activa, comentaba
en mis clases el magnífico libro de Emmanuel Le Roy Ladurie Montaillou, village
occitan de 1294 a 1324. Trata de campesinos medievales acusados de participar
en la herejía de los cátaros. Los obispos de la Inquisición que investigaban la
herejía indagaron sobre los mínimos detalles de la vida pública y privada de
esas comunidades. El objetivo del autor, como lo propone en el prólogo, es ir
de la Inquisición a la Etnografía, por lo tanto, los capítulos del libro podrían
haber sido escritos por un etnógrafo. Menciono algunos de los capítulos a título
de ejemplo: la casa y la familia, la estructura productiva, la mentalidad pastoral,
el gesto y el sexo, los juegos de matrimonio y el amor, la crianza de los niños, la
muerte, las estructuras sociales, mujeres, hombres, niños, pobreza y trabajo, el
parentesco, y continúa con temas semejantes. Ni qué decir del tan difundido El
queso y los gusanos de Carlo Ginzgburg. Las ideas que circulan por la cabeza
del molinero Menocchio forman parte de la trayectoria del conocimiento, tanto
del pueblo ilustrado como del iletrado, de la cultura dominante y de la cultura
subalterna. También en su conferencia Ginzburg menciona especialmente sus
estudios sobre la brujería y los benandanti, que sin la antropología de Ernesto
De Martino o Claude Levi Strauss no hubiese podido interpretar a pesar de ser
sujetos medievales de cultura occidental.
Por ende, en nuestra sociedad, ya sea colonial, republicana o
contemporánea, estas trayectorias son similares. Si las instituciones o los
conflictos afectan directamente a un segmento de la sociedad, los otros
segmentos también –directa o indirectamente– participan de ellos. En América
no pueden comprenderse las ideas ni las prácticas “occidentales” sin poner
en juego sus efectos, ni tampoco la “agencia” de esos “otros” integrantes de
la sociedad nativa. La razón de esto es sustancial pues, aún cuando cada
investigación no se focalice específicamente en los mencionados efectos sobre
esos “otros” –los nativos–, debemos tener presente que las instituciones y la
cultura “occidental” importada en estas tierras americanas tuvieron la expresa
intención de insertarse entre poblaciones “extrañas”. Desde las instituciones
laicas y religiosas, la legislación a la economía, desde las prácticas de la elite
a las del resto de la población, todas reflejan una adaptación a este dualismo
básico, “nosotros” y los “otros” o, mejor dicho, “nosotros” con los “otros” o,
aun más, los “otros” pese a “nosotros”. En otras palabras, sin la antropología –ya sea de los occidentales o de los nativos– no entendemos nada. Y sin su
historia y su filosofía –incluyendo sus mitos–, tampoco. He aquí la paradoja.
La transposición cultural con todo lo que ello implicaba exigió y exige
múltiples adaptaciones. Se trata, como han titulado los franceses a su revista
electrónica, de un Nuevo Mundo, Mundos Nuevos. Fue necesario construir Nuevos Mundos en un Mundo Nuevo. Y esos Nuevos Mundos necesitaron no
solo una adaptación al nuevo paisaje natural, sino que tuvieron que adaptar –sobre todo a los nuevos paisajes sociales– las instituciones importadas. Los
propios europeos tuvieron que adaptar su “mismidad” ante los desafíos que
la aventura les imponía y, en definitiva, también se transformaron en “otros” desde la perspectiva de aquellos que quedaron allende el Atlántico. Fue
necesario construir la totalidad del sistema a partir de la particularización y
articulación interna de sus propias instituciones, y de las instituciones con las
que se pusieron en contacto. La presencia de los “otros” provocó cambios en
ese “nosotros”; y esa “mismidad” mutó de ser europeo en Europa a la de ser un
europeo en América, en tierras ajenas pero no vacías –no despobladas–. Esto
ocurrió no solo porque había “otros”, sino porque al aflojarse los lazos de unión
con sus raíces culturales los europeos pudieron dedicarse a elaborar una cultura
nueva, mestiza o readaptada a situaciones y coyunturas diferentes de las que
habían vivido hasta el momento. No solo para explotar a los más débiles, sino
para desatar sus anhelos de poder con respecto a sus propios compatriotas de
origen. El cambio se observa principalmente en las instituciones pero también
en la ética y la moral de los hombres, pues se tomaron licencia para relajar
los principios sobre las que habían sido construidas. De allí se comprende la
importancia de la historia del derecho y sus nuevos enfoques, porque revisa
simultáneamente la norma y las modalidades y variaciones de su aplicación en
un contexto sociocultural situado en tiempo y espacio.
Repito, eso se produce debido a un principio básico de toda cultura: su
dinamismo. El cambio cultural, no solo de un lugar a otro sino de un tiempo
al otro, es un tema caro a la antropología. A modo de ejemplo, existe algo más
antropológico que estudiar el cambio producido entre los siglos XVI y XVIII
en los principios y prácticas de algunas instituciones importadas a América. ¿Cómo se comportaron todos aquellos que participaron como agentes activos
o pasivos de esos cambios?
Es sobre esta base, de lineamientos obvios y bien conocidos, que debemos
reflexionar y preguntarnos: ¿por qué usamos, o por qué a veces eludimos
bibliografía etnográfica cuando trabajamos temas de [nuestra] historia? Si se
pueden plantear esas preguntas a papeles que datan de casi ocho siglos –los
ejemplos de Le Roy Ladurie y Ginsburg son medievales–, ¿por qué no podemos
hacerlo con nuestros papeles coloniales o de solo 200 años atrás?
Una vez más el problema no es simple. ¿La bibliografía y los conceptos
que vierten los textos de los historiadores occidentales –tanto los contemporáneos
del momento histórico, como los de la actualidad– son siempre pertinentes?
Por otra parte, ¿cómo leemos las fuentes históricas? El asunto puede
desplegarse en grandes interrogantes: ¿es siempre pertinente la bibliografía
usada como referente “teórico”? ¿Tiene el lenguaje, siempre y en todo lugar,
los mismos significados o refiere a las mismas o similares prácticas de manera
inmutable? Como dice Patrick Boucheron (2015) “las palabras tienen historia”.
Vayamos por parte.
Lo que a veces identificamos, o se nos pide que identifiquemos, con el
absurdo título –al menos en ciencias sociales– de “marco teórico”, ¿es realmente
teoría? ¿O son interpretaciones que los autores hacen de sus propios
universos empíricos? ¿Cuál es la experiencia intelectual que se refleja en esas
interpretaciones? ¿Cuánta intertextualidad encierran? ¿Hasta qué punto los podemos
utilizar y cómo los incorporamos a las coyunturas que estamos analizando? ¿Qué formación y objetivos tienen los autores, qué influencia tiene
el origen o el tema que abordan? ¿Cómo puede un antropólogo “leer” textos
escritos por historiadores, sociólogos o filósofos, en su mayoría occidentales
y contemporáneos nuestros? ¿Cuáles son las barreras que deben atravesarse,
tanto para discutir los comportamientos de los hispanoamericanos, de los nativos
o para abordar las relaciones entre ambos? En cualquiera de estos casos
es necesario cernir los conceptos a través de varias mallas. Hay que hacer una
estratigrafía de los conceptos y del lenguaje, capa por capa.
Entonces, hay varias barreras que se deben atravesar. Una de ellas es la
base empírica de la cual parten los análisis de los diferentes autores. Una es la
intertextualidad que cada uno de ellos encierra; otra, las barreras disciplinares
propias de la tiranía académica, con frecuencia minusvalorada. Aunque esto es
general para cualquier espacio y tiempo, en todos los casos en regiones colonizadas
por occidentales es necesario aplicar especial atención al grado y formas
de articulación de sociedades originalmente diferentes. Siempre debemos
preguntarnos qué y cuánto de lo nativo permea el paisaje cultural formado, o
en vías de formación, y qué y cuánto de adaptación de estos nuevos componentes
demográficos se produce en las nuevas coyunturas históricas. En este
sentido, es necesario evaluar el espesor histórico y social de las culturas y de
sus representaciones, cómo se reproducen, expanden y diseminan en ritmos y
direcciones con frecuencia muy diferentes.
En todo esto incide, por un lado, la estructura de los grupos sociales y
los acontecimientos que ellos mismos provocan, o bien los externos que puedan
afectarlos. Los agentes sociales que, activa o pasivamente, intervienen en
los acontecimientos en una determinada población, también están atravesados
por subjetividades y emociones (Boucheron, 2013) colectivas o individuales
que pueden resultar decisivas en el devenir de los acontecimientos, las instituciones
y/o modalidades de comportamiento que diseñan o provocan. En otros
términos, en las prácticas en general y en la acción que, en alguna medida,
siempre es política.
Es por ello que el lenguaje que encontramos en los textos de los
historiadores y el lenguaje que nos aportan los documentos que consultamos,
están cargados de significaciones que debemos decodificar en relación con el
tiempo y el lugar. A esto agregaría que se trata de significaciones adaptadas
a cada micro tiempo y micro espacialidad. Por eso el lenguaje ocupa un
lugar central en las investigaciones actuales. El discurso es de por sí un
acontecimiento, y muchas veces tiende a ser propositivo: enuncia, anuncia,
predice o es acción en sí mismo. En especial cuando analizamos la estructura
y los acontecimientos a lo largo de la historia, la atención a los conceptos-interpretaciones
que utilizamos y, con igual razón, la lectura de las fuentes
exige una precaución extrema, localizada en tiempo y lugar, es decir, “situada” según el término de moda. Eso no quiere decir que debemos desaprovechar la
experiencia ajena o desconfiar de lo que trasmiten los documentos. Como decía
Michel Foucault, necesitamos hacer una “arqueología del saber” y del hacer,
dado que los discursos deben ser articulados con las prácticas. En particular,
la Antropología histórica en las poblaciones americanas debe enfocarse en las
relaciones de poder, tan heterogéneas y variables como el tiempo y el espacio
que se aborda y los actores que intervienen. También son heterogéneas y
variables las redes por donde circula el poder, así como los instrumentos o
recursos utilizados para ejercerlo. Por eso corresponde hablar de los lenguajes.
En cuestiones vinculadas con el análisis político, entre otros, la palabra no es
neutra, los discursos no son neutros, las categorías sociales no son neutras. Las
categorías tales como: indios, salvajes, rústicos, simples, ignorantes, infelices,
miserables, ¿siempre se usan con el mismo matiz? Por ejemplo ¿amo y señor
tienen el mismo significado cuando definen una situación de subordinación
que cuando encabezan una carta entre personas estrechamente vinculadas por
afecto? La expresión “Su amigo devoto”, ¿refiere a devoción religiosa? Y qué hay respecto a padres de la república; u otros vocablos como: república, jefe,
dignidad, patrón, magistrado, autoridad, tiranía, justicia, injusticia. Se pueden
llenar páginas y páginas con estas categorías y calificativos cuya connotación
negativa o positiva se fue cargando de significados, a veces solo cuestiones de énfasis, de usos del habla en distintos momentos –usos diplomáticos, prácticas
de cortesía, regionales o sectoriales–. El manejo de las emociones como acción
política es casi universal: expandir el temor si no podemos convencer; seducir
para dominar; ritualizar o conmemorar para incentivar o forzar la integración.
Los mecanismos de control de las emociones individuales y colectivas son
infinitos. Consideramos que cada segmento social, o aún cada micro segmento
social, puede apelar a los recursos disponibles –propios, ajenos, inventados,
novedosos o tradicionales– en sus discursos, en sus representaciones y en sus
prácticas. Como lo señaló Quentin Skinner (2007) en Los fundamentos del
pensamiento político moderno, es un error tomar las finalidades u objetivos
de cada autor como un eterno presente. Eso afecta tanto a los conceptos, a
las categorías, como al esquema relacional de la acción política. Por ello la
proyección al presente real y concreto del lector o autor corre el riesgo de caer
en un anacronismo y eso sucede con los tan controversiales “revisionismos
históricos”. Buena parte de la historia que transcurre en el Nuevo Mundo,
desde su inserción planetaria hasta nuestros días, ha sido parcialmente contada
e interpretada desde la perspectiva de quien la expone, analiza o narra.
Un ejemplo de ello refiere a categorías tales como Estado, Rey, soberanía,
ciudadano o ciudadanía que sufrieron múltiples mutaciones a lo largo del
tiempo y del espacio, plenas de matices, incluso de cambios bruscos o trampas
tendidas por la “retórica de la paradiástole” (Ostrensky, 2012, p. 24).
Del discurso del historiador –sociólogos, ensayistas y afines– y de
las precauciones con las que deben leerse y/o utilizarse pasemos a la gran
masa de corpus legislativo, administrativo, de delimitaciones territoriales y
jurisdiccionales cuyo material se superpone para organizar la vida política y
relacional de las poblaciones, algo que se refleja en la documentación que
consultamos. Nuevamente, incluye tanto la vida cotidiana como los sucesos
extraordinarios, la esfera civil y la religiosa y sus porosos límites. El manejo,
análisis e interpretación de ese corpus, exige las mismas precauciones que
los textos producidos por los modernos cientistas sociales. En verdad son aún
más peligrosos y nos tienden trampas si estamos “distraídos” y no prestamos
atención a sus significaciones espacio-temporales, situacionales en suma. Al
tratarse de un material “en bruto” que no tiene filtros suponen un riesgo mayor,
pues puede inducirnos a interpretaciones vinculadas a hechos o discursos del
presente o pasado inmediato. En definitiva, a anacronismos.
Concluyendo, las mismidades y otredades se entrecruzan con un sinnúmero
de variables: coordenadas espacio-temporales, culturas, lenguajes, intertextualidades,
intereses políticos y económicos, subjetividades, violencias –físicas
o discursivas–, creencias, ritualidades y ceremoniales, redes de circulación,
institucionalidades, jurisdicciones y, sobre todo, poderes. No sé si me olvido
alguna, pero lo cierto es que la interdisciplina domina el panorama e impone
el paradigma. No somos antropólogos, historiadores o sociólogos, somos cientistas
sociales.
Notas
1 Esta conferencia magistral se dictó en el marco del II Congreso Internacional Los pueblos indígenas de América Latina, siglos XIX-XXI. Avances, perspectivas y retos, el 22 de septiembre de 2016, en la Universidad Nacional de La Pampa, Santa Rosa, La Pampa, Argentina. En esa ocasión le solicitamos a la Dra Lorandi la posibilidad de publicarla y ella accedió, aunque no pudo enviar la versión corregida, tarea que realizaron colegas y familiares, a quienes agradecemos esta gestión. Valga esta publicación como reconocimiento a su valiosa contribución al campo de las ciencias sociales. La conferencia fue editada por el Centro de Producción Audiovisual de UNLPam TV y está disponible en http://www.unlpam.edu.ar/CPA/?s=Lorandi&Search=.
2 Se han respetado los resaltados en negrita que estaban en la versión original del texto de la conferencia.
Referencias bibliográficas
1. Boucheron, P. (2013). Conjurer la peur, Sienne 1338. Essai sur la force politique des images. Paris, Francia: Seuil.
2. Bourcheron, P. y Corey, R. (2015). L´exercice de la peur. Usage politiques d´une émotion. Débat présenté par Renard Peyre. Lyon, Francia: Press Universitaire de Lyon.
3. Ginsburg, C. (2009). Qué he aprendido de los antropólogos. Alteridades, 19 (38), 131-139. Permalink: http://ref.scielo.org/6sxby5
4. Ginsburg, C. (1999) [1976 edición original]. El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI. Barcelona, España: Península.
5. Le Roy Ladurie, E. (1982) [1975 edición original]. Montaillou, village occitan de 1294 á 1324. París, Francia: Gallimard.
6. Ostrensky, E. (2012). Estudio Preliminar. En Q. Skinner El nacimiento del Estado. Buenos Aires, Argentina: Gorla.
7. Skinner, Q. (2007). Fundamentos del pensamiento político moderno. Buenos Aires, Argentina: Prometeo.