“Los ropajes del cuidado” y sus derivas pedagógicas: aproximación desde autoetnografías colaborativas en la formación del trabajo social. Artículo de Jorge Sánchez-Maldonado, Gina Lorena Aya Hincapié, Yeris Ximena Cabrera Tabaco y Betsy Magaly Cordoba. Praxis educativa, Vol. 29, N° 2 mayo - agosto 2025. E -ISSN 2313-934X. pp. 1-20. 3https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2025-290208
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ARTÍCULOS
“Los ropajes del cuidado” y sus derivas pedagógicas: aproximación desde autoetnografías colaborativas en la formación del trabajo social
“The garments of care” and their pedagogical implications: an approach from collaborative autoethnographies in social work training
“As vestes do cuidado” e suas implicações pedagógicas: uma abordagem a partir de autoetnografias colaborativas na formação em serviço social
Jorge Sánchez-Maldonado
Corporación Universitaria del Meta, Colombia
ORCID 0000-0001-9200-7821
Gina Lorena Aya Hincapié
Corporación Universitaria del Meta, Colombia
gina.ayahincapie@academia.unimeta.edu.co
ORCID 0009-0003-2956-3341
Yeris Ximena Cabrera Tabaco
Corporación Universitaria del Meta, Colombia
ORCID 0009-0008-4573-7184
Betsy Magaly Cordoba
Corporación Universitaria del Meta, Colombia
ORCID 0009-0002-5519-2276
Recibido: 2024-12-10 | Revisado: 2025-03-26 | Aceptado: 2025-04-01
Resumen
El trabajo aborda las consecuencias pedagógicas para la formación en la profesión de Trabajo Social. A través de un ejercicio denominado “autoetnografías colaborativas”, se aborda el cuidado como objeto de reflexión e intervención. Se descubre con las historias donadas por los autores, que el cuidado es un agente que toma diferentes ropajes de acuerdo con las circunstancias vividas y que el acto educativo en la universidad implica, en sí mismo, una forma particular de cuidado. Se sugiere que el cuidado toma diferentes ropajes y que es preciso identificarlos de manera que no se convierta en un ejercicio arbitrario desde la perspectiva profesional, sino que requiere de una habilidad ética para identificar sus formas concretas.
Palabras clave: acto educativo, auto etnografías colaborativas, cuidado, ética del cuidado, derivas pedagógicas,
Abstract
The work addresses the pedagogical implications for professional training in Social Work. Through an exercise called "collaborative autoethnographies," care is examined as an object of reflection and intervention. Drawing from the stories shared by the authors, it is revealed that care acts as an agent that takes on different forms depending on the circumstances experienced. Furthermore, the educational act within the university inherently involves a particular form of care. It is suggested that care adopts various guises and that identifying these is essential to avoid arbitrary practices from a professional perspective. This requires an ethical skill to discern its concrete forms.
Keywords: educational act, collaborative autoethnographies, care, ethics of care, pedagogical derivations
Resumo
O trabalho aborda as implicações pedagógicas para a formação profissional em Serviço Social. Por meio de um exercício denominado "autoetnografias colaborativas", o cuidado é examinado como objeto de reflexão e intervenção. A partir das histórias compartilhadas pelos autores, revela-se que o cuidado atua como um agente que assume diferentes formas dependendo das circunstâncias vividas. Além disso, o ato educativo na universidade implica, em si, uma forma particular de cuidado. Sugere-se que o cuidado adote várias manifestações e que identificá-las seja essencial para evitar práticas arbitrárias sob a perspectiva profissional, exigindo, assim, uma habilidade ética para reconhecer suas formas concretas.
Palavras-chave: ato educativo, autoetnografias colaborativas, cuidado, ética do cuidado, derivações pedagógicas
Introducción
En este trabajo, abordamos las posibilidades pedagógicas que quedan abiertas tras la reflexión interdisciplinar sobre el cuidado en una clase llamada “Etnografía para trabajo social”. Se trata de una electiva de profundización que se cursa en el noveno semestre de la carrera de Trabajo Social en la Corporación Universitaria del Meta (en adelante, Unimeta), ubicada en los llanos orientales colombianos. Se tejieron cuatro autoetnografías en las que nos vemos implicados debido a un giro que dio el curso, llevándonos a reflexionar en torno a lo que llamamos “los ropajes del cuidado”, desde el diálogo entre la antropología y el trabajo social.
La reflexión interdisciplinar sobre el cuidado es un asunto al que deontológicamente está asociado el ejercicio profesional del trabajador social. La región desde la que escribimos es conocida como Orinoquia colombiana y, en el imaginario nacional, se mantiene como una región que, hasta hace solo 31 años, dejó de ser considerada como “territorios nacionales” y “sin gente”. El acto educativo se constituyó en un acontecimiento en la medida en que, momentos muy específicos de la clase, terminaron por cambiar el curso del proceso formativo, derivando de ello el presente artículo. Una conversación y la construcción de una autoetnografía a cuatro voces que da cuenta de experiencias, trayectorias y reflexiones situadas de los autores en los que “el cuidado” emerge como objeto de estudio tanto para el antropólogo como para trabajadoras sociales que confluyen en un modo de existencia interdisciplinar (Sánchez-Maldonado, 2023).
Por “lugares del cuidado”, nos referimos a todas aquellas situaciones y lugares en los cuales nos hemos confrontado como seres humanos frente al otro, y donde este otro es entendido como aquel sujeto con los que se realiza intervención desde el trabajo social. Adicionalmente, estos lugares del cuidado exigen de nosotros lo que entendemos con Varela como una habilidad ética (Varela, 2003). En esos “lugares del cuidado”, este toma diferentes formas y, como se verá más adelante, es posible advertir sus mutaciones en virtud de las situaciones que propician su aparición o ausencia.
A partir de la visión autoetnográfica que ofrecemos, hemos advertido que el cuidado puede ser o no rechazado en virtud de sus ropajes. El cuidado puede implicar daño, arbitrariedad, excesividad o puede constituir una disposición ético-afectiva y política que redunda en un bienestar para la vida de los demás. En todo caso, el ropaje que toma de los relacionamientos y de las situaciones en los que nos encontramos comprometidos.
Este ejercicio vinculó a tres trabajadoras sociales y un antropólogo. Durante el curso, más allá de comprender los elementos básicos que permiten perfilar a la etnografía como texto, método y como herramienta, nos concentramos en abordar desde experiencias de cada uno de nosotros la potencia de la autoetnografía.
Tuvimos cuatro lecturas. Se inició con el cuento de Jorge Luis Borges “El etnógrafo”, se continuó con el texto del profesor Eduardo Restrepo Etnografía. Alcances, técnicas y éticas (Restrepo, 2018), después se trabajó Puntos de partida. Etnografías colaborativas y comprometidas (Katzer et al., 2022) y, luego, abordamos el texto de la profesora María Puig de la Bellacasa (2011), Matters of care in technoscience: Assembling neglected things. Fue cuando abordamos el trabajo de Alejandra Martínez, titulado La crisis del héroe: una autoetnografía de la pérdida de la masculinidad hegemónica (Martínez, 2019), que decidimos elaborar una autoetnografía centrados en el cuidado.
Los textos sirvieron como una provocación para pensar colectivamente lo que denominamos “los lugares del cuidado en las prácticas y políticas del conocimiento del trabajo social”. Con ello, referimos los espacios en los que el cuidado aparece tanto como algo que se reclama, como cuando es algo que se ofrece, como algo que se niega, se impone o se rechaza. Las situaciones en las que el cuidado toma tales formas refieren a una serie de relacionamientos que son expresados en fragmentos autoetnográficos, que ofrecen una evidencia del cuidado/no-cuidado/des-cuidado en contextos particulares, pero que articulan la reflexión que aquí ofrecemos. Debemos decir también que, en el mismo proceso de construcción de este trabajo, la construcción de las autoetnografías que atravesaban nuestras singularidades, nos estábamos cuidando, cuestión que abordaremos más adelante.
Debemos decir que no nos interesa ser simplemente protagonistas de los relatos autoetnográficos que aquí se presentan, aunque tocan asuntos íntimos que, de alguna manera, fueron motivo de reflexión tanto individual como colectiva, que se tratan más adelante. Tales relatos se asumen como una posibilidad para andar un camino comprometido en el trabajo social, que cuestiona la articulación entre etnografía e intervención en varios sentidos: primero, recogemos la crítica sobre la “autoridad etnográfica” en el sentido de que no hay nadie autorizado para representar a un otro con el pretexto de producir conocimientos científicos desde sus privilegios académicos. Segundo, asumimos que nos encontramos en un periodo de la historia de América Latina en el que la intervención debe consolidarse como intervención para la transformación y no meramente en términos de adecuación de “anomalías sociales” representadas por sujetos que sufren las vulneraciones de sus derechos.
En la primera parte, describimos el proceso que nos puso en contacto a los cuatro, resaltando cómo la etnografía nos permitió tejer las historias. Nos interesa narrar cómo, para la carrera de trabajo social, el proceso que iniciamos nos permitió llegar a lo colaborativo y a lo autoetnográfico. En la segunda parte, abordamos los hilos que juntan las historias, evidenciando las formas en que el cuidado aparece con sus distintos ropajes a través de relatos que son considerados por nosotros insumo de una “autoetnografía colaborativa”. Esto nos lleva a reconocer que sus apariciones se dan en medio de situaciones, ecologías humanas y territorios particulares en los cuales nuestras vidas transcurrieron. En la tercera parte, arriesgamos unas ideas para la consideración y reflexión en el ámbito del trabajo social con el objetivo de proponer una discusión de largo aliento, que nos permita vincular la autoetnografía colaborativa como forma de intervención en escenarios de formación para los profesionales del trabajo social.
El curso de etnografía para trabajo social: la experiencia que nos llevó a la autoetnografía colaborativa
Gina, Jorge, Yeris y Betsy somos miembros de la comunidad académica de la Corporación Universitaria del Meta. Unimeta es una institución de educación superior ubicada en los llanos orientales colombianos. Coincidimos durante el proceso formativo en trabajo social en varias asignaturas que, en Colombia, se denominan “espacios académicos” por lineamientos del Ministerio de Educación Nacional.
El hecho de estar juntas en este último curso nos permitió conectar las experiencias que habíamos vivido, pues Jorge había sido profesor de varias asignaturas, entre ellas Epistemología de las ciencias sociales, Antropología social y cultural, además de liderar el Semillero de Investigación en Ecologías Humanas y Estudios Biopolíticos ÜRÜTA desde 2018. Estos escenarios nos permitieron llegar a este último tramo de la carrera conociéndonos y evidenciando la confianza construida a lo largo de los años, elaborando este artículo.
El espacio académico Etnografía para trabajo social es una oportunidad para que el trabajador social se apropie de herramientas, métodos y conceptos que le permitan comprender el sentido que, para los actores sociales (o sujetos de intervención), tiene su propia existencia. La etnografía, tal como la definen varios autores, consiste en develar sentidos e interpretar las interpretaciones de la gente sobre sus mundos de vida (Geertz, 2003; Restrepo, 2018).
Por esta razón, en su último tramo, los estudiantes exploran estas formas de aproximación a terreno. Es en este contexto que nos volvemos a encontrar y en una conversación particular, en medio de café y pizarra, nos decidimos a pensar el cuidado como objeto de conocimiento. Es por esta razón que, después de abordar particularmente el texto autoetnográfico de Martínez sobre la pérdida de masculinidad hegemónica, terminamos escribiendo algo que no conocíamos: una “autoetnografía colaborativa” entre las cuatro personas que estábamos en el curso.
Para construirla, fue preciso alojar “en la nube” un documento que trabajaríamos online y designarnos colores para ir avanzando en la construcción de nuestras respectivas autoetnografías, al tiempo que nos podíamos ir leyendo. Al principio, parecía que cada una de nosotras estaría haciendo un trabajo muy personal e individual, pero el hilo que nos conectaba era la pregunta sobre el cuidado, como disposición ético-política-afectiva.
Es ético en tanto que puedo cuidar de aquel sobre el que, en virtud de mi posición, tengo una suerte de privilegio y responsabilidad (Solé, 2015); es política, porque nuestras acciones tienen una consecuencia en las vidas de los sujetos con quienes trabajamos y, finalmente, es afectiva, porque entendemos que nuestra labor está emparentada con afectos, sentimientos y fundamentalmente con el amor como categoría central para la intervención y transformación de realidades que viven los sujetos vulnerados en sus derechos. A continuación, desarrollamos la autoetnografía colaborativa con la esperanza de animar una conversación reflexiva y crítica sobre lo que hemos entendido históricamente en la disciplina como cuidado. No vamos a enunciar a qué autor pertenece cada fragmento. Como hemos indicado al principio, no es cuestión de figurar, sino de presentar fragmentos y retazos de vidas de carne y hueso que toman como interés el cuidado, mostrarlo con sus diversos ropajes, como un insumo para pensar de forma crítica las maneras en que nos formamos como trabajadores sociales y las transformaciones que podemos tener cara-a-cara (Dussel, 1980) maestros y estudiantes en el proceso de formación.
“Hermanos en la sombra”: ¿somos modelos de referencia o espejos que cargan un legado?
La familia es, ante el mundo, el núcleo principal que mueve la sociedad, forja los lazos de afecto e impone los límites que posteriormente serán tomados por las leyes de la socialización secundaria (la sociedad misma) para la garantía del orden y la sana convivencia. Hasta este punto, todo está bien, las dinámicas dentro de un hogar y una familia dependen de muchos factores y cada una funciona de manera diferente en cuanto a sus pautas de crianza.
Mi contexto y la forma en que mi familia ha afrontado todo lo que la vida ha traído a nosotros me tuvo pensando por varios días si escribir o no sobre nuestras experiencias. Lo hago desde mi posición y el cuestionamiento no viene porque creyera que no tenía mucho qué contar, sino porque, sabiendo que es tanto, solo iniciar o cerrar el tema no abarcaría nuestras historias, que son mías. Por ello, decidí hacer esta autoetnografía, ubicándome cómo miembro de una pequeña parte de mi familia: como primera hija y hermana mayor.
El desarrollo de esta historia inicia en Vista Hermosa, un municipio del departamento del Meta que, a mi percepción, se hizo invisible para el resto del país por un tiempo y vivió una de las peores olas de violencia por el conflicto armado interno. Mi familia vivía en una vereda llamada Jericó, allí se me concibieron, por allá en 1999. Una niña que no tenía, para ese entonces, ni la conciencia ni la idea de lo que pasaría después y, en menos de 3 años, ya mamá tenía una barriga grande y dolores en los pies al caminar, por lo que la ilusión de un hermanito para ese entonces era eso, un anhelo fuera de responsabilidad o cuestionamiento, porque, finalmente y a percepción de todo el mundo, era “lindo un hermanito para jugar y tener compañía”. Era una niña y estaba lejos de pensar que el orden de nacimiento implicaría tanta responsabilidad con el otro y con uno mismo.
El preámbulo del cuidado
Vivimos situaciones muy difíciles como familia, sin embargo, el escudo de dos pequeños que apenas se llevaban 4 años era única y exclusivamente tarea de papá y mamá. Luego de varios sucesos y un viaje con pocas maletas y mucho miedo, iniciamos nuestra vida en otro lugar, con otra perspectiva, en la que la transición entre la niñez y la adolescencia transcurrió en un contexto bastante oscuro, pero feliz. Hubo momentos de risas, de miedo y momentos en los que estábamos en peligro sin saberlo. ¿Lo importante?, estábamos juntos, tenía un hermanito y la vida cargaba de responsabilidad a mis padres de la protección de sus hijos y la superación de adversidades sin que los niños siquiera pudieran notarlo.
La cuadra era grande, hicimos varios amiguitos y mi función, hasta ese punto, era proteger a mi hermanito durante los juegos, estando presente para evitar trampas e injusticias. Efectivamente, era mi primer rol y yo me sentía feliz de desempeñar el papel de mis papis, pero, afuera y frente a otras personitas, claramente estaba lejos de imaginar que, más adelante, con más edad y más problemas, la carga sería más difícil de manejar.
El cuidado se vestía de diferentes prendas, se ponía diferentes caras y exigía hacerse bien. Yo, una niña de apenas 9 años, empezaba a montar bici sin rueditas de ayuda y, a la vez, cuidaba a mi hermanito. Mientras, mamá hacía lo posible por buscar un trabajo y mantenernos a salvo porque, por cosas del destino y de un pasado que se había venido a escondidas entre nuestras maletas, mi papá tenía que permanecer lejos del pueblo al que habíamos llegado hacía unos años.
Mis funciones empezaron a cambiar al igual que mis percepciones de la realidad que nos rodeaba y, de ser la protectora durante los juegos, pasé a ser la compañía mientras sufrimos bullying en la escuela. Claramente yo lo sufría, pero fueron mis inicios de fortaleza interior para poder brindar esa protección que hoy asumo el preámbulo del cuidado. La mamá nos entraba a casa antes de un “toque de queda”[1], creería que fue un cambio bastante drástico para una niña como yo, sin embargo, es el contexto de quien juega con las formas en que las cosas se dieran lo que empezaba a dificultar y poner más seria la función de aquellos que nacemos primero y de quienes nuestros padres esperan mucha responsabilidad y fuerza. También, encarné aquello que los hermanos menores ven como ejemplo, quien tiene un legado en su espalda y el cerebro revuelto porque los vaivenes de la vida, en estas zonas, hacían pensar permanentemente: ¿y entonces?, ¿quién soy?, ¿a dónde voy? Pidiendo a Dios que no fuera tan lejos de mi hermanito.
Un “cuidado sin nombre”
Me ahorraré la anécdota de la separación de mis padres, que ocurrió cuando yo tenía 11 años y mi hermano 7. La separación es un evento bastante traumático en la vida de los niños, no en la proporción que le dan los adultos, pero sí. Durante ese tiempo, parecíamos pelotas que rodaban de un lado a otro entre papi y mami. Mi situación no era tan complicada, todo vino después, repito, el contexto juega con nosotros, el cambio lo condiciona y el cuidado puede ser bueno, pero también puede llegar a un punto de dañar.
Nuestra vida se transformó cuando tuve que irme a estudiar lejos (a un internado, sin tener ni idea de lo que era la independencia y dormir con alguien que no fuera mi hermanito), mientras mi padre toma la decisión de irse muy lejos y mi hermano quedaba, sentía yo, muy desamparado: perdía dos figuras de protección, ¿qué iba a hacer solito? Ese era mi pensamiento mientras me encontraba a los 12 años realmente sola, en un lugar rodeado de adolescentes, con sus propios problemas, sus propias etapas y viniendo de sus propios contextos.
Mi mente, durante 3 años, sonó así: ¿quién lo cuida cuando mi mamá trabaja?, ¿quién lo cuidará en el colegio?, ¿quién estará pendiente en la calle de él?, pero la respuesta siempre era la misma, quizá nadie, quizá a veces y entonces, aunque sin nombre, el cuidado empezaba a tocar las puertas de mis pensamientos. Pero, lejos de ser ausencia de enfermedad, lejos de simplemente decir “me preocupa el bienestar físico”, el deseo de protección que yo tenía trascendía el cuidado propio, trascendía mis problemas y finalmente me atravesaba el corazón.
Cada vez que salía de allí y podía tener unos pocos días al lado de mami y mi hermano, mi vida personal era un poco más amena, sin embargo, sentía que debía adelantar todo ese trabajo que no hacía mientras estaba lejos. Entonces, trataba también, en ese momento y sin darme cuenta, de apoyar a mamá y preguntarle cómo iba todo con quien ahora hacía parte de mi familia: mi padrastro. Preguntaba qué tal estaba el trabajo, cómo se sentía y cosas así. Mis preocupaciones dejaron de ser únicamente las de una hermana mayor, sino también las de una hija que quizá sentía haber abandonado ―aunque involuntariamente― a su familia.
Pasaba esos días hostigando a mi hermano con preguntas, cuestionando sobre sus acciones e incluso caí muchas veces en el juicio de sus sentires. Mi posición trazaba una línea entre “lo que él quería vivir” y “lo que para mí estaba bien que hiciera”. Ahora lo comprendo, nació el cuidado sin nombre y con mucha fuerza, incluso con las consecuencias de ser un cuidado excesivo, la “acción con daño” que llamamos los trabajadores sociales y en las que el cuidado, como era de esperarse, ya se vestía de otra forma, pero ahora imponía límites y medidas que no siempre eran las más adecuadas porque violentaban el ser del otro, lo negaban, lo desconocían.
Los daños del “cuidado sin nombre”
Qué difícil cuestión la de hasta qué punto somos ayuda o hacemos zancadilla, que acaso hasta lo cualitativo e “inmedible” debe medirse porque, si no lo hacemos, sus consecuencias son más nocivas. Las preguntas y las acciones sin medida me abrumaban, pero aún con buena intención resultaban no mejorar las cosas.
Volví a vivir en el pueblo, llegué con la cabeza revuelta. No tenía amigos y con un hermano un grado escolar antes que yo. Sentía la presión de ser mejor siempre para darle un muy buen ejemplo. Me involucré siempre en actividades institucionales, como consejos escolares, obtuve los mejores promedios, hice todo lo que pude para llevar lo que, a mi parecer, era ser el modelo de referencia perfecto para mi hermano, después de todo, ¿qué mejor cuidado que ese?
Hoy, veo que la respuesta es no. No estaba mal lo que yo hacía, simplemente el exceso resultó perjudicial. Sus compañeros y maestros empezaron a compararlo conmigo. Empezaron a juzgar sus capacidades y a pretender una versión mía de él. Un año después de graduarme, me enteré de que un profesor le dijo “usted nunca va a ser como su hermana”. Hoy, tengo preguntas fundamentales ante el cuidado que ofrecí sin saber: ¿cuántas veces mis acciones “demasiado buenas” ardieron en los pensamientos de mi hermanito?, ¿hasta qué punto el no medirme hizo daño a su autoestima y su autodeterminación a la hora de tomar decisiones? Me involucré a tal punto de ir al colegio a cumplir funciones que eran de mamá. Me movía por mis percepciones de lo que eso significaba para él, pero, en realidad, estaba actuando yo desde lo que para mí estaba bien.
En el ámbito personal, hasta con mujeres me enfrenté porque percibía que se acercaron a él con mala intención. Me volví una hermana sobreprotectora. No permitía que por sí mismo experimentara los tipos de personas que se iba a encontrar en la vida. Hoy, sé también que mucho de eso pudo influir en que, hoy en día, mi hermano sea muy cerrado, solitario y, algunas veces, muy dependiente.
“Quería hacerle la vida más fácil”, alejarlo de “todo lo malo” y “protegerlo de las cosas que pudieran dañarlo”. Sin embargo, el daño aparece antes del nombre que damos hoy a esa “disposición ético-afectivo-política” que llamamos cuidado, porque, cuando no sé lo que significan e implican las acciones que estoy llevando a cabo, es muy probable que me equivoque y, en lugar de encontrarme con un refugio perfecto creado por mí, me doy cuenta, hoy, que en dicho refugio solo quepo yo con mis ideas de cuidar al otro, mientras que el resto está incendiándose allá afuera.
El cuidado no toca puertas. Ellas deben permanecer abiertas
El ciudadano no tiene una secuencia lineal, no te levantas todos los días con la motivación de cuidarte, ni con la intención de cuidar a otros. Es más complejo el asunto cuando no reconoces los ropajes del cuidado, pues ni siquiera eres consciente del momento en que tu orientación, escucha y acción protegieron física o emocionalmente a alguien. Se trata de un proceso que varía dependiendo del punto en que te encuentres, de los contextos y de las decisiones que tomas. Como he querido mostrar, esas decisiones no tienen que ser malintencionadas para hacer daño y no tienen que ir cargadas de conceptos personales para ayudar.
Desde muy pequeña, tuve una pasión muy grande por comprender el mundo, por entender las sociedades y explicar los comportamientos de los seres humanos. Pasaba días preguntándome el porqué de ciertas acciones que incluso yo realizaba. Así que, desde que tengo memoria, me he inclinado por las ciencias sociales y la salud mental de las personas. En el segundo semestre de 2020, inicié mi aventura universitaria. Siento que escogí la mejor carrera de todas, teniendo en cuenta mis pasiones.
Mis primeros semestres fueron virtuales porque todos conocemos la experiencia de la pandemia del COVID-19. Después, tuve que mudarme sola a otra ciudad. Ya era una joven de 21 años que en su vida había vivido sola. Recuerdo que estuve en un internado, pero allí vivía con personas y que yo me sintiera sola, eso era otra cosa. No había estado lejos de mis padres y sobre todo no había dejado a mi hermano solo ni un momento. Sin embargo, también era joven que quería motivarlo a estudiar una carrera universitaria y salir adelante.
Podría volver este escrito infinito contando las veces que lloré, las veces que fracasé, las veces que sentí miedo. Tuve un ángel todo el tiempo que me recibió en su casa y me trató como una madre, me acompañó en mi proceso. Es un ángel porque esa buena mujer vivió una serie de experiencias que aún desconoce mi familia. De ninguna de esas experiencias se enteraron ni mi hermano ni mis papás. Yo tenía que convencer a todo el mundo de que todo estaba bien y, a mi hermano, de que el camino sería fácil. Estaba prácticamente siendo la referencia por seguir y el espejo que cargaba el legado familiar, la presión de ser la primera profesional de la familia, pero la responsabilidad autoimpuesta de no ser la única.
En el fondo, me enriquecía con cada clase, después de todo era mi sueño hecho realidad y, aunque fuera difícil, yo me sentía orgullosa de lo que lograba cada día. Además, empecé semestre tras semestre a identificar todas aquellas acciones y traumas que los seres humanos tenemos y a partir de los cuales actuamos. Comprendí cómo los contextos condicionan cosas y por qué es tan importante la concepción de autonomía en los individuos. Interactué desde las prácticas con diferentes grupos poblacionales y conocí el cuidado como quién ve a alguien y siente que ya lo conoce de antes.
El cuidado que traspasó al autocuidado
Ni siquiera he empezado a escribir y las lágrimas solo caen por mis mejillas. He pasado por tantas cosas y me he preocupado tanto porque nadie de los que amo sufra, que quizá me he olvidado un poco del autocuidado, de esa disposición de protegerme y sostenerme a mí misma, de desahogarme y gritar cuánto me duele la ausencia, la distancia y cuánto miedo le tengo al olvido.
He aprendido mucho en el transcurrir de mi carrera, he tenido a mi lado a personas muy valiosas y con mucho conocimiento. Me enfrenté a la ciudad a la que tanto le temía y, cuando finalmente tuve en mis manos (creía yo) el poder de ser una “super hermana e hija”, la más fuerte de todas, la más entregada, pero, sobre todo, la más preparada para cuidar y guiar a mis padres y hermanos a sanar cosas de nuestro pasado, me tropecé con la muerte. La vi a los ojos, la sentí en lo más profundo de mi corazón y su mensaje para mí fue “¿Creías que tu amor podría salvarlos? No hay fuerza en el mundo que pueda desafiar lo inevitable”.
En la madrugada, mientras hacía frío en la sala de espera de un hospital, un doctor me explicaba las razones por las cuales mis seres amados habían abandonado este mundo. Tuve tres pérdidas: mi abuelo paterno en 2021, mi tía querida en agosto de 2023 y mi abuela materna, también en agosto de 2023. Jamás me había sentido tan sola en la vida, jamás le había pedido tantas veces a Dios por no enloquecerme y poder mantenerme en la realidad. Efectivamente, la vida me puso en cada ocasión ahí, sola, para recibir la noticia y para darla tres veces.
Al ver llegar a mi hermano y mi papá a mi encuentro, intenté ser fuerte, pero el dolor que sentía traspasaba cualquier barrera que yo pudiera poner. Entonces, me sentí fracasada, débil y lloré desde el fondo de mi alma. Papá, aunque había perdido a su hermana y antes a su padre, llegó a tranquilizarme. Él se mantuvo fuerte, pero, al final, fue mi hermano quien terminó siendo el bastón de los dos. Hoy, me doy cuenta de cómo del cuidado no son solo sus ropajes, sino que debajo de él está quién los usa. El muy llamado autocuidado y la delgada línea que existe entre cuidar/descuidarse/cuidarse implica soltar un poquito al otro.
Cuando empecé a escribir, idealicé una reflexión desde lo profesional de las nociones del cuidado. Realmente, esto no es más que un conjunto de retazos que son constitutivos de la vida de Gina. No soy una experta en el cuidado y esto no es un ejemplo de cómo hacer las cosas, son simplemente las reflexiones que hice después de las muchas veces que me senté a intentarlo; después de llorar mucho, pude escribir. Nos planteamos en clase dejar ser al Yo escritor para que se desahogara y dar después paso al Yo editor, para que arreglara y lo escribiera mejor. Sin embargo, no reviviré al editor, no “escribiré mejor” lo que ya dije y no como obligación de tienen que leerlo así, sino por respeto a mi yo de cada sesión, mi yo de cada risa y de cada lágrima que me salió del alma y el corazón y a la historia tal y como la viví, o más bien como la reviví.
“Lazos invisibles”. Navegando la vida sin tu súper héroe
Cuando eres una niña y estás realizando tus estudios de primaria, te hablan o escuchas de un superhéroe que tienes en casa y se llama papá. Ese hombre, esa figura masculina del hogar con la que sabes que entre sus brazos nada ni nadie te hará daño, el que te enseña a pedalear una bicicleta, el que te lee un cuento en las noches, simplemente tu héroe. Al lado de él, una mujer maravilla, con un escudo grande para protegerte incondicionalmente y entregada a que absolutamente nada te falte, desde que te recoge, cada vez que estás aprendiendo a caminar, hasta que ya caminas sola, pero te sigues tropezando. Yo me quedé con esa mujer maravilla, porque mi héroe tuvo que cumplir otras misiones.
Infancia: el no cuidado, una niña sin respuestas
Soy Yeris Ximena, nací en un pueblo llanero llamado La Primavera, donde las tradiciones y la vida cotidiana gira en torno a la familia, con papá y mamá juntos. Según estudios y otros artículos revisados en mi vida de estudiante, para los niños, crecer con una figura paterna ―y presente― fortalece la autoestima y la confianza. Esto permite, como hijo o hija, afrontar las realidades, desde que te enseña a montar en bicicleta, desde que te lee un libro en las noches. Por razones del destino, la mujer maravilla con la que yo me había quedado decidió continuar su camino sola.
Con el pasar de los días, vas cumpliendo tus primeros años y te empiezas a cuestionar ¿dónde estará?, ¿por qué no vendrá a mis fiestas? Te cuestionas, pero te sientes extraña porque no sientes tristeza dentro de ti, sino que te invaden las preguntas y no tienes el coraje para preguntarle a esa mujer maravilla que te cuida. Si pudiera volver a ser esa niña, preguntaría ¿dónde está mi héroe?
Pasan 13 años y aquel superhéroe llama a tu mujer maravilla. Tú, detrás de una puerta, escondida, escuchas que una voz de hombre pregunta: ¿dónde está la niña? Sientes el alivio de que está ahí, que el que está preguntando por ti es tu papá, que después de todo quiere saber de ti. Tu mamá habla contigo y te pregunta que si quieres verlo. Tú, sin pensarlo, dices que sí, que por favor sí. Ellos planean una cita para que te puedas encontrar con él y que ese superhéroe te pueda ver y conocer.
Viajas con la mujer maravilla hacia ese lugar y, cuando lo ves, sientes como una sensación de tener mariposas en el estómago. Es así porque te dan nervios y mucha felicidad de verlo frente a ti, de abrazarlo y decirle cuánto te ha hecho falta, sientes coraje, porque, a pesar de esos 13 años que tienes, aunque no sabías qué era sentir rencor, podías percibir que no era de total agrado. De repente, se invaden tus ojos de lágrimas y le pides a tu mamá que ya no quieres estar allí. Le dices que no quieres volver a verlo. Entonces, regresan a tu casa y le suplicas a tu mamá que no vuelva a hablar con él.
En aquella niña, se han generado vacíos, preguntas. El cuestionamiento y constante sentir de estar sola, sin la compañía de aquel “superhéroe”, se ha convertido en tener la actitud de ser selectiva al dar cariño, pues ahora todo te da miedo. El sentir rechazo y anhelar el amor de alguien que, según lo que la sociedad predica, debe estar a tu lado siempre.
Adolescencia: una joven “con resentimiento”
Así llegan a tus 15 años, no anhelas esa fecha. Pero descubres que es algo importante para tu mamá y tu familia. Solo pides una pequeña reunión con las personas que tú quieres y el último IPhone que está de moda. Ese señor que conociste como papá vuelve a aparecer, pero no quieres ni escucharle la voz. No quieres que sea más tu superhéroe, no quieres que tenga nada que ver contigo. Sin embargo, te da la gran noticia de que llegará a trabajar en el pueblo donde tu vives y que quiere compartir tiempo contigo.
Llega y vaya sorpresa… Lo acompañan un niño y una mujer: su esposa y su hijo. Solo respiras, te haces la pregunta acerca de por qué con él sí y contigo no; por qué sí pudo estar con él y esa mujer mientras trabajó esos 3 años. Ahí, lo evadiste todo el tiempo y no quisiste que asistiera a ninguno de tus cumpleaños ni a tu fiesta de grado. Se ha transformado aquella niña en una joven que, de sentir amor y su necesidad, solo quiere evadir su realidad, pues, sabe que puede dar amor, pero solo siente rabia.
La universidad: una mujer sobrepasando sus miedos
“El estudio y superarse es una motivación para darle a aquella mujer maravilla una recompensa a todo el cuidado que ha brindado con tanto amor, es una nueva etapa llena de retos, pero de aquella madre luchadora, trabajadora, decidida y arriesgada a sacar adelante a una hija sola… ha dado fruto de una mujer que ahora se siente muy capaz y empieza a afrontar nuevos retos por cumplir sueños”
Diario personal. 2024. Yeris Ximena Cabrera Tabaco.
Creces. Entras a estudiar una carrera que sentías que no era para ti, una carrera que fue una lucha contra la duda de no sentirte capaz, pero nunca dejaba de existir esa motivación: tu mujer maravilla por la que estabas dispuesta a todo con tal de que siempre se sintiera orgullosa de ti. El vivir en un entorno muy diferente de aquel en el que habías pasado toda tu niñez, llegar a la ciudad a enfrentar retos que te harían más valiente y consciente de que hay muchas realidades que debes afrontar, brindan ahora un espacio a la madurez que vas adquiriendo a través de los años.
Te esfuerzas, aceptas que, de pasar todos tus días junto a aquella mujer maravilla, ahora le debes contar tu día a día desde muy lejos. Vas creando relaciones con otras personas, quienes, como tú, tienen miedo de no poder alcanzar aquel sueño por el que también han dejado sus hogares. Entonces, te vuelves más fuerte porque sabes que el único miedo no es fallar en los estudios, sino también la inseguridad de aquel lugar que antes era un entorno desconocido para ti.
Entre la frustración, el adquirir nuevas experiencias que compartes con aquellas personas que conociste, te das cuenta de que, al crear un enlace de confianza y hablar de tu sentir frente a aquel suceso que era tan relevante en tu vida, vas descubriendo la realidad. Tienes un choque y muchos sentimientos encontrados. Aquella ausencia que te hacía sentir una niña incompleta es algo que no solo te ha pasado a ti, sino también a algunos de los que ahora son parte de tu círculo social y día a día. Te das cuenta de que no eras la única que “se sentía diferente” a todos los niños porque en sus cumpleaños solo le acompañó su “mujer maravilla”. Te das cuenta de que no solo a ti te abundaban las dudas en torno a por qué no estaba. Empiezas a salir de aquella burbuja en la que estuviste atrapada, que te invadía y lo empiezas a “normalizar”, empiezas a ver como algo innecesario aquella compañía que anhelabas y se convierte para ti en un “fenómeno” la idealización de familia perfecta con las figuras de papá y mamá a tu lado siempre.
Con el pasar del tiempo en tus estudios, el aprendizaje que adquieres, vas entendiendo que muchas personas viven esto a diario y, en cierta forma, “nos tenemos que cuidar solos”. Te aferras a la idea de tenerlo todo, aunque nunca una familia, como dicta la sociedad. En cierto modo, se convierte en el escape de tu realidad y dolor. Valoras el haber tenido la única compañía de tu “mujer maravilla”, porque siempre fue todo lo que necesitabas, aunque aquel vacío se hiciera presente y no lo entendieras, porque siempre creíste ser la única que pasaba por este suceso.
Etapa final
Es de las experiencias que adquirimos de donde viene la madurez que tenemos. Por muy siniestro que haya sido y por mucho que nos haya comido por dentro, por lo que se pasa y recordar cada momento en los que te habitó la tristeza, no puedes anclar tu vida en el pasado. Hay que avanzar, florecer, responder con el mismo amor y cuidado de quien te lo ha dado, pues entendemos que todo debe ser recíproco y, aquello que no se tiene, no se puede forzar a que esté presente. Así, del mismo modo como nunca pude forzar a mi figura paterna a que estuviera a mi lado, cuidándome y amándome incondicionalmente.
Tienes 21 años y eres ya una mujer que está a punto de graduarse, ¿desearías en esta fecha que las cosas hubieran sido diferentes?, ¿lo extrañas?, claro que sí, demasiado, pero no se puede extrañar algo que nunca se ha tenido. Dejaste de ser una niña con ilusiones de papá y mamá, para ser alguien que aceptó y entendió que la felicidad es tu familia solo de dos y regresamos… Aquella persona que ya no ves como un “un superhéroe” aparece para interesarse por tu vida, aquel ¿cómo estás?, ¿cómo te va?, ¿qué necesitas?, ¿en qué te puedo ayudar?, lo aceptas, porque sabes la responsabilidad económica que tiene aquel que siempre fue ausencia.
Esta vez no te afecta, no sientes el miedo de que en cualquier momento vuelvas a sentir que nada de ti le importa. Entiendes que también tiene una familia propia en la que hay dos hermanos. Ellos dos tal vez en el futuro se relacionen contigo y, aunque no suela ser una como aquella niña que idealizaba antes, podría llegar a ser un apoyo mutuo porque esa persona nunca fue un “superhéroe”, sino siempre un padre ausente.
La vida es de constantes cambios y adaptación, ahora luchas por dar todo lo que se merece “tu mujer maravilla”, pues, eres alguien que valora lo que tienes justo ahora, eres capaz de saber y aceptar que, aunque tu padre ausente ahora supla necesidades en lo económico, nunca está de más saber que aquella mujer que tanto te ha cuidado se sienta más aliviada con un apoyo en ese campo. Ahora, la gran misión es lograr metas, los sueños que una niña, adolescente y mujer ha venido sembrando en sus propósitos a lo largo de sus años vividos.
Un gran interrogante de vida siempre se hará presente: ¿he merecido todo esto? Ante ello, siempre estará el agradecimiento por la madurez que brindan los años y experiencias. Es de mujer el ser amor y dar amor, cuidar y ¿ser cuidado? Ahora, solo esperas ser una buena profesional y, así como te ha pasado a ti, algún día ser un ejemplo del que se puede salir adelante y que, como lo fue para ti con aquella mujer que te dio la vida, puedes luchar, soñar y, poco a poco, alcanzar cada meta.
Así como fuiste aquella niña que tuvo su familia solo de dos, también viste a tu “mujer maravilla” convertirse en alguien capaz de ser todo para ti. El amor transforma, vuelve capaz a las personas. Eres ahora una mujer que admira y lucharás siempre por aquella a quien le agradeces la vida y el poder aprender a vivirla. Nunca se puede reclamar cuidado a quien no le ha nacido darlo.
Una joven aprendiendo a ser mamá
A mis 17 años, en julio del 2011, entré a estudiar Enfermería en una universidad de Villavicencio, capital del departamento del Meta, Colombia. Tenía una relación sentimental con un joven de 18 años. No era una relación formal. Mis padres, como eran tan estrictos, no me brindaban la confianza suficiente para decirles que estaba saliendo con el hijo de una compañera del trabajo de mi padre.
Nuestros encuentros eran solo cuando yo iba a la universidad. No entraba a clases por verme con él y, la mayoría de las veces, esos encuentros eran a escondidas. No teníamos esos momentos que realmente suelen tener las parejas, que comparten y hacen diferentes actividades. Vivíamos nuestro amor escondidos. Al pasar los meses, la relación se iba fracturando porque no podía hacer planes con él. No podíamos salir a bailar y demás actividades propias de una pareja.
Yo tenía padres radicales y tenía las salidas limitadas. Con el paso del tiempo, se presentó la semana cultural de la universidad, son días en los que se organizan espacios de recreación, diversión y fiestas. En esa semana, tuvimos la oportunidad de escaparnos para poder pasar más tiempo juntos, escapé de un cuidado excesivo de mis padres que, hoy, puedo ver como un rígido control sobre mí.
Después, empezaron los problemas y él decidió alejarse. Era mi primer novio y, para mí, todo lo que pasara me afectaba emocionalmente a tal punto de olvidarme de todo. No me interesaba lo que estaba estudiando. Empecé a sentirme rara, me di cuenta de que algo estaba cambiando en mí cuerpo y yo ya había terminado mi relación con él. Entonces tomé la iniciativa de hablarle y comentarle lo que estaba pasando.
Esto le generó interés y me acompañó a que me hicieran una prueba de embarazo “para salir de dudas”, decíamos. En ese momento, fue cuando todo cambió para mí. Me acuerdo de que guardaba la esperanza por un resultado negativo. Yo no estaba lista para enfrentarme a tan grande responsabilidad de estar embarazada y, sobre todo, pensaba en cómo le iba a dar la noticia a mis padres: iban a ser abuelos.
Hacerlo no fue nada fácil, mi mamá lo tomó de una manera más tranquila, pero mi papá inicialmente quería que me fuera de la casa. Para él, fue muy fuerte la noticia, porque no esperaba que a mi corta edad quedara embarazada. Él y ella, sus expectativas como padres eran las de verme como una profesional, ubicada laboralmente y luego, sí, conformando un hogar.
Ellos sabían a lo que yo me iba enfrentar siendo madre soltera y sin ninguna estabilidad. Recuerdo que mi novio enfrentó la situación con mi papá. Fue algo tensionante porque él era un joven de 18 años. Aún dependía completamente de la mamá, era estudiante cursando tercer semestre y, aun así, desde el primer momento, se mostró interesado en asumir la responsabilidad de nuestros actos.
No fue nada fácil porque mi padre estaba muy disgustado, pero llegaron a un acuerdo para apoyarme durante el embarazo. Iban a estar pendientes de mí y del bebé que venía en camino. A partir de ese momento, cambió todo. Fue un choque emocional muy fuerte para mí, en consecuencia, yo no aceptaba la realidad, sentía muchos miedos y al final entré en depresión y desespero.
Me encerraba en la habitación a llorar, me daban ataques de ansiedad y llegué a dudar de si realmente quería que el bebé naciera. Encerrada, sin que nadie me viera, pujaba y me daba golpes en el estómago. En ese momento, no era fácil aceptarlo y, además, mis padres no sabían por lo que yo estaba pasando, debido a que, en ese tiempo, no se hablaba de depresión y tampoco podían ayudarme con acceso a un psicólogo. Lo único que yo escuchaba era que “yo me lo había buscado” y siempre recalcaban mi falta de responsabilidad con mis actos.
Esas situaciones hacían que de nada me sirviera llorar, porque ya debía asumir todo lo que se venía para mi vida. Entonces, dejé a un lado lo que estaba estudiando, me di cuenta de que no era lo que me gustaba, que lo estaba haciendo solo por invertir mi tiempo. Realmente, lo que quería estudiar no se podía por razones económicas. Otra razón de mi desespero era que no quería que me vieran en embarazo.
Hoy, sé que es algo que a primera vista parece ilógico, pero llegué a ese extremo por temor a lo que me fueran a decir, le dije a mi padre que no quería continuar. Con todo, él me preguntó si estaba segura de dejar de estudiar porque “ya después no había oportunidad”. Mis hermanas estaban por terminar la secundaria y debían continuar sus estudios y no había la capacidad económica para cubrir todos los gastos universitarios. Nosotros somos una familia extensa y el único que trabajaba en ese momento era mi papá, mientras que mi mamá se encargaba de las labores de la casa. Aceptar los diferentes cambios no fue nada fácil, porque siento que todo en mí cambió.
Octubre 30 de 2024. Solemnizando la ausencia y trascendencia de mi padre
Estoy revisitando mis recuerdos.
La casa, a papá llegar de su trabajo, los recibimientos.
Estoy revisitando recuerdos.
La familia, la comida, las risas y los momentos solo y triste
…callado, pensando siempre.
Estoy revisitando tu recuerdo
Hablabas con la mirada, entregabas tu alma con tus caricias
Estoy revisitando su recuerdo, sus consejos y comprensión eterna
Estoy solemnizando su no-presencia, extrañando y trayendo sus caras, sus voces.
Estoy pensando en el futuro y veo que no hay futuro ahora, solo presente.
Estoy pensando en el ahora y en el ahora no están aquí.
Estoy evaluando los pasos, recogiendo algunos, tachando otros que no se pueden borrar.
Estoy limpiando las huellas, las que me dejaron
Intento adivinar las que yo pude dejar
¿Cuáles huellas dejé en ustedes?
Estoy regalándome un momento. Limpio mi alma, la curo, cuido a aquel niño.
Estoy entendiendo el ciclo, aprehendiéndolo con el sentimiento vivo.
Estoy aquí, listo para seguir el camino.
Yo recuerdo que papá fue una persona que nos acompañaba poco. En su día a día, el trabajo era la prioridad. Ahora, pienso que no era “trabajo por trabajo”, sino la actividad que le permitía mantenernos con todo lo necesario, éramos cinco hijos, una esposa, de cuanto animalito se nos antojara tener en casa y más y más cosas que cuidar y mantener.
No tengo recuerdos de tenerlo en casa durante el día. Me descubro ahora, que escribo, diciendo “no recuerdo tenerlo”, como si fuera algo mío, mi objeto. Mi objeto de amor y cuidado, mi objeto por amar y cuidar, mi objeto que me cuida y me ama. ¿Somos de alguien? ¿Otras personas son nuestras por importantes que sean en nuestra vida?
Si algo recuerdo de estar con él durante el día, fue cuando teníamos una panadería en la casa grande. Sin embargo, estando él en casa, casi no estaba para nosotros (o para mí), estaba concentrado en su trabajo, mientras yo jugaba con mis hermanos. Hasta que, un día, la panadería más grande y famosa del pueblo quebró y mi padre tuvo que buscar otra forma de ganarse nuestras vidas. Hoy, entiendo que él no se ganaba la vida, él se ganaba nuestras vidas, porque trabajaba para nosotros, no para él.
Papá daba el tiempo de su vida para cambiarlo por el dinero que llevaba a casa y distribuía en los gastos familiares: colegios, meriendas, mercado, alacena, transportes, deudas y servicios públicos. Tenía que ganarse nuestras vidas con el sudor de su frente, poniendo el amor que tenía por nosotros delante siempre, aunque nosotros no nos diéramos cuenta en ese tiempo, aunque no lo viéramos en aquel momento tanto como quisiéramos haberlo visto, porque ahora sí lo vemos, pudimos estar más con él.
Papá nos cuidaba como podía, era el proveedor. Nunca hizo un curso para saber cómo hacerlo. Papá se rompía el lomo. Él salía temprano y regresaba tarde al laburo. Mis días y los de mis hermanos transcurrían así. Tuve un hermano que, cuando falleció en un accidente de moto, con su partida, regresó a mi padre a mi mundo, porque yo había dejado de contar con papá para contar con mi hermano mayor. Eso fue hace 24 años. Lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora.
Papá, algunas noches, llegaba borracho, pero eran pocas. Eran poquísimos los días en los que llegaba así. Parecían parrandas[2] que salían de emergencia, servían pa’ sanar el dolor o la soledad que callaba, porque nadie sabía lo que pasaba en su vida, se dedicaba a trabajar duro, tenía solo un amigo que daba la vida por él y, como ya murió, estoy seguro de que se llevó no solo sus recuerdos, sino también aquellos dolores de Jaimito que seguro a él sí le contaba. Le decían Jaimito a mi padre, de cariño.
Poniéndome a contar nuevamente, cuando papá llegaba así, no había mamá que lo esperara ―más bien, no había esposa que lo esperara―, mamá se enojaba, pero no había reclamos después. Entonces, cuando él tardaba en llegar, todos dormían, mientras yo lo esperaba viendo la televisión. Otras veces, llegaba sudado, como si estuviera pidiendo a gritos una buena ducha y una cama, apagar el mundo y poder descansar. No se podía bañar porque todo su día laboral era recibiendo el sol en Santa Marta, una ciudad que es la capital del departamento del Magdalena, al norte de Colombia. Los colombianos sabemos lo que significa decir “el sol de Santa Marta”. Papá caminaba mucho en su trabajo.
Al ser mesero de un restaurante en El Rodadero, un sitio turístico, no solo estaba en el espacio físico, sino que debía recorrer a pleno sol las carpas dispuestas en la playa frente al mar para los turistas. El recorrido era de extremo a extremo para ofrecer almuerzos. En esos recorridos ofrecía los platos de la carta del restaurante, y fuera donde se los pidieran, tenía que caminar desde el restaurante en un extremo hasta el otro, trayendo y llevando pedidos, calentándose los pies, recibiendo el sol frente al cual una gorra parecía ser insuficiente. Lo hacía él y lo hacían sus compañeros de trabajo, a quienes alcanzó a ver desplomarse por un infarto o alguna crisis cardiovascular.
Papá terminaba su jornada y no tenía que caminar mucho desde el lugar en el que lo dejaba el bus hasta la casa. Recuerdo que el camino de aquel paradero hasta el lugar donde vivíamos era como de 15 minutos. Ese camino también se cruzaba con el camino que yo siempre recorría, bañadito y perfumadito, hasta la casa de una noviecita que tenía. Algunas veces nos tropezamos y no puedo olvidar el rostro de un hombre de edad que regresaba cansado, pero poniendo el pecho al camino, mirando sus pasos y andando en silencio, concentrado profundamente en su andar. Lo vi venir con su gorra y su camisa manga larga remangada y aquellos zapatos que podrían haber quedado mejor con un traje de paño, como él soñaba su futuro tal vez.
Él, con un gesto de reparo, levantó la cabeza cuando vio que se paraban en frente de él para no dejarlo pasar. Su rostro pasó del reclamo a la alegría, pasaron milésimas de segundo, creo que fue el tiempo necesario para reconocerme, como si estuviera volviendo de algún viaje en el que venía, para encontrarse en el presente, ese presente que ya es pasado y recuerdo, con su hijo. Nunca olvidaré su mirada al levantar la cabeza, lo que para mí era algo chistoso, para él, en ese momento, era sin duda algo violento, siendo yo un adolescente que actuaba con amor y alegría por ver a su padre.
Cuando llegaba borracho a casa, llegaba tan borracho que me divertía mucho viendo sus gestos. Padre nunca fue violento ni conmigo ni con nadie de la casa, ni borracho, ni sobrio. Me daba mucha risa porque, cuando estaba tomado, ponía su boca como si fuera a lanzar un beso, pero no era un beso, era la cara de borracho que ponía cuando estaba así. Nosotros le decimos “parar el hocico”. También recuerdo haberme reído mucho porque, cuando estaba sobrio, se le daba por sentarse cruzando una de sus piernas con gestos de elegancia, pero, cuando estaba borracho, para poderlo hacer, debía tomar con sus dos manos la rodilla, ayudarse poniendo la pierna donde quería dejarla y se veía ridículamente exagerado.
Papá regresaba y yo podía suspirar dándole gracias a Dios por su regreso. Vivíamos en Ciénaga, Magdalena, su trabajo era en Santa Marta como mesero en El Rodadero, ya lo dije. Allí, se enfermó, la comida que le daban eran las sopas congeladas que no se vendían durante la semana y que se guardaban en una nevera. Era como una bodega de comida para darle a los trabajadores. Comidas de semanas anteriores congeladas era la carta.
Hoy, ya no tiene caso pensarlo con dolor o resentimiento, pero no lo olvidaré. Padre tuvo que hacerse una serie de procedimientos del corazón, entre cateterismos y cateterismos llegamos finalmente a lo que llaman una “operación a corazón abierto”, la operación tardó más de la cuenta, dicen que durante la cirugía su corazón se detuvo, pero lograron revivirlo. Cuando escucho una canción de la época, que se llama No me doy por vencido, recuerdo el inconmensurable amor que papá tenía por la vieja. Ahí no fue, le dijo a la muerte.
No voy a hacer una disertación sobre delirium postoperatorio, pero diré que, después de salir de la cirugía, papá amaba a “la muchachita esa, que era un ángel de Dios y lo cuidaba amablemente”. Despertó en una camilla, conectado a varios monitores que debían ayudar a darle seguimiento a su corazón y demás órganos. En una Unidad de Cuidados Intensivos, después de casi 12 horas de estar sedado por anestesia general, despertó y solo vio figuras antropomorfas con lentes, batas, ojos detrás de los lentes. No había nada de humano, le resultó perturbador. Así se llama: delirium postoperatorio.
Después, el Alzheimer y el cáncer. Combinación gravosa para su vida. La red de apoyo: la familia. Solo los hijos, mamá había trascendido y, al momento de irse, solo se había enterado de la existencia del primero de los males que aquejaban a papá. Peleaban mucho porque ella le repetía las cosas que recién le había tenido que decir. Cuando crecí y me enfrenté a las consecuencias de mis actos, eran pocas las ocasiones en las que estuve con él.
Ahora, era yo quien parecía no estar siempre a su lado y ello genera no solo un descubrimiento en el momento en el que escribo esto, sino también una forma de entender que la vida es compleja y que no hay tal cosa como una voluntad de no estar a secas, cuando tienes que estar de otra forma. Partí joven de casa para ganarme la vida y para sostener a mis hijos. Yo siempre me dije en tono de reclamo: perdí los últimos años de vida de mi padre y de mi madre. Me recriminé siempre haberme alejado. Hoy, conscientemente, no puedo asumir mi ausencia como un asunto de mala voluntad o abandono, sino como una situación en la cual el cuidado se manifestó de diversas maneras sin comprenderlo, ni yo, ni los míos lo comprendimos, y se nos hace difícil comprenderlo aún hoy.
Me fui a trabajar para sostener la vida de Jorge Andrés, mi primer hijo, nacido en 2010. Porque, allá en Santa Marta, tendré que confesar que, para el tiempo en que transcurrió tempranamente mi historia, no era posible conseguir un trabajo estable. Desarrollé mi maestría con lo que el sueldo de arqueólogo me permitía y, así, me habilité para ser profesor universitario hasta el día de hoy.
Conclusiones
Este trabajo es un esfuerzo por tejer a cuatro voces una autoetnografía colaborativa. No tenemos certeza de que este intento exista, sabemos que hay etnografías colaborativas y comprometidas (Katzer et al., 2022; Segovia et al., 2021), por un lado, y autoetnografías (Martínez, 2019; Restrepo, 2018), por el otro, como derivaciones del ejercicio etnográfico. Esta autoetnografía colaborativa fue en función de la práctica educativa en el contexto universitario y el acto educativo se asume como un acontecimiento, en la medida en que, a partir de las discusiones, nos dejamos tentar para intentar el texto que hemos presentado. El hilo que los une es el cuidado con sus múltiples apariciones y no-presencias, con sus ropajes y con aquellas situaciones en las cuales emerge como reclamado, negado, arbitrario, incomprendido en las relaciones sociales en las que nos encontramos.
Deontológicamente, el trabajo social es al cuidado de los otros como el propósito de salvar vidas es a la medicina. De este modo, la reflexión sobre el cuidado en nuestro trabajo no está centrada a verlo como un concepto, sino como un actor que media en nuestros relacionamientos y llega a coconstruir mundos, afectando nuestras trayectorias de vida, que nos conectan con otros a quienes debemos escuchar, antes de cuidar a secas. En cada mundo que habita y configura, el cuidado asume diferentes ropajes. Lo anterior complejiza de manera muy clara el ejercicio del trabajo social y nos compromete a deconstruir la forma en que lo hemos entendido con el fin de reconstruir las posibles formas de asirlo, para hacer intervención en los distintos campos en que actuamos.
Lo anterior es fundamental para consolidar una ética del cuidado en el marco de una profesión crítica que se piensa desde nuestro lugar de enunciación. Este lugar de enunciación son nuestras historias, lo que somos con otros. Esta forma de comprender que el cuidado está actuando ―ya sea escondiéndose o apareciendo― entre nosotros, y entre nosotros y los otros, nos lleva a comprender las dimensiones ontológicas y las derivas pedagógicas de una profesión que se abre camino en una región que ha sido de las más golpeadas por múltiples formas de violencia en el país.
En medio de este proceso, ese de construir eso que llamamos “autoetnografía colaborativa”, también apareció el cuidado como actor. Nos cuidamos entre las cuatro. Fue preciso plantearnos este ejercicio y, como en un movimiento natural, cada una de nosotras se dejó ver vulnerable ante los demás.
Nos cuidamos porque nos escuchamos. Con todo esto, hay que reconocer que por estos días hay una discusión en el barrio: dicen que ÜRÜTA, que es una palabra tomada del Sikuani, que significa “oír los sonidos característicos de un lugar” y es el nombre de nuestro semillero de investigación[3], puede ser un principio no solo de investigación, sino también un principio de trabajo, enseñanza-aprendizaje e intervención para la formación de profesionales en trabajo social. Eso hicimos en este acto educativo que nos formó a profesor y estudiantes.
Hoy, somos otros hablándole a lo que fuimos antes. La educación en trabajo social, al menos como un fenómeno bien concreto ubicado en la Orinoquia colombiana, transforma no solo a los seres humanos que intervienen en el acto educativo, sino la universidad misma en la que nos estamos formando. Este trabajo es una invitación al diálogo entre pedagogía, trabajo social y antropología en torno al cuidado, como elemento que nos junta en diversos escenarios. Esperamos que pueda ser un pretexto de conversación transnacional en América Latina para buscar las fuerzas que nos permitan pensar críticamente la pedagogía en el ámbito de la formación de profesionales que están comprometidos con la vida de los demás.
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S/T, acuarela. María José Pérez María José Pérez |
Referencias bibliográficas
Dussel, E. (1980). La Pedagógica Latinoamericana. Editorial Nueva América.
Geertz, C. (2003). La interpretación de las culturas. Gedisa.
Katzer, L., Álvarez Veinguer, A., Dietz, G. y Segovia, Y. (2022). Puntos de partida: etnografías colaborativas y comprometidas. Tabula Rasa, 43, 11-28. https://doi.org/10.25058/20112742.n43.01
Martínez, A. (2019). La crisis del héroe una autoetnografía sobre la pérdida de la masculinidad hegemónica. Aposta: Revista de Ciencias Sociales, 80, 98-108. http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/amartinez3.pdf
Puig de la Bellacasa, M. (2011). Matters of care in technoscience: Assembling neglected things. Social Studies of Science, 41(1), 85-106. https://doi.org/10.1177/0306312710380301
Restrepo, E. (s.f.). Etnografia: alcances, técnicas y éticas. Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Sánchez-Maldonado, J. (2023). Ecologías humanas: camino teórico-metodológico para comprender/transformar tensiones interculturales a través de la educación en los Llanos Orientales colombianos. En Orinoquía interdisciplinar diversos abordajes desde el patrimonio cultural, las ciencias sociales y el arte (pp. 17-28). Corporación Universitaria del Meta-UNIMETA.
Segovia, Y., Escobar, D., Sánchez-Maldonado, J., Rosillo, C., Brandão, C., Grimson, A., Katzer, L., Romero, J., Rea, C., Mejías, A., Morales, J., Plessman, F., Hernández, R., Solazzi, J. y Hack, F. (2021). Etnografías irreverentes y comprometidas: pensando otras formas de investigación y escritura antropológica. Uniedusul Editora. https://doi.org/10.51324/80277506
Solé, J. (2015). Levinas. La ética del otro. Batiscafo.
Varela, F. (2003). La habilidad ética. Debate.
Notas
[1] Así se llama al régimen que, en contextos de guerra, se vive en las comunidades. Todos deben estar en casa desde una hora específica del día, hasta que se dé la orden de que la gente puede volver a salir.
[2] El término parranda se emplea para designar una reunión en la que hombres y mujeres se entregan a tomar alcohol. Generalmente, se hace entre los mejores amigos. Una parranda no se hace con cualquier persona, no es una fiesta, no es un evento público.
[3] Semillero de Investigación Interdisciplinaria en Ecologías Humanas y Estudios Biopolíticos-ÜRÜTA. Escuela de Ciencias Sociales y Periodismo de la Corporación Universitaria del Meta.