https://dx.doi.org/10.19137/praxiseducativa-2021-250116

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ARTÍCULOS

 

¿Qué perspectiva? ¿Cuál género? De la educación sexual integral al estrés de minorías

What perspective? Which gender? From comprehensive sex education to minority stress

Que perspectiva? Que género? Da educação sexual abrangente ao stress das minorias

 

Blas Radi
Universidad de Buenos Aires. IIF Sociedad Argentina de Análisis Filosófico
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET, Argentina
blasradi@filo.uba.ar
ORCID 0000-0002-1990-3600

Constanza Pagani
Universidad de Buenos Aires, Argentina
maconstanzapagani@gmail.com
ORCID 0000-0002-7343-6484

 

Resumen: La “perspectiva de género” parece ser la clave de bóveda para resolver una serie de problemas acuciantes sobre los temas más variados. Todas las expectativas proyectadas sobre ella la convierten en una referencia ineludible en ciertos contextos académicos y políticos. No pasa lo mismo con el trabajo crítico acerca de sus supuestos ontológicos, su entramado epistemológico y sus implicancias prácticas, ejes centrales de este trabajo, a partir de los cuales buscamos plantear algunos problemas de esta particular perspectiva ―tal como se expresa en nuestro contexto― y desarrollar su alcance. Siguiendo estos ejes, en el presente artículo, aplicaremos nuestras consideraciones sobre las propuestas de Educación Sexual Integral (ESI). La tesis que defendemos es que cuando nos enfocamos en las experiencias de las personas trans*, con demasiada frecuencia, la perspectiva de género es parte de los problemas a resolver y no la solución.

Palabras claves: Género; Diferencia sexual; Cisexismo; Cisnormatividad; Estrés de minorías

Abstract: The “gender perspective” seems to be the key to solve a series of pressing problems on the most varied issues. All the expectations projected on it make it an unavoidable reference in certain academic and political contexts. On the other hand, its ontological assumptions, epistemological framework, and practical implications, which are the central themes of this work, have been scarce. Our aim is to raise some problems of this perspective -as expressed in our context- and develop its scope. Following these axes, we will apply our considerations on the proposals of Comprehensive Sexual Education (ESI in Spanish). Our contention is that when we focus on the experiences of trans* people, the so-called “gender perspective” is all too often part of the problem to be solved, rather than its solution.

Key Words: Gender; Sexual difference; Cisexism; Cisnormativity; Minority stress

Resumo: A “perspectiva de gênero” parece ser a chave para resolver uma série de problemas prementes sobre as mais variadas questões. Todas as expectativas nelas projetadas fazem dela uma referência ineludível em certos contextos académicos e políticos. Não acontece o mesmo, porém, com o trabalho crítico sobre os seus pressupostos ontológicos, o seu enquadramento epistemológico e as suas implicações práticas, eixos centrais deste trabalho, a partir dos quais procuramos expressar alguns problemas desta perspectiva particular - tal como o formulado no contexto - e desenvolver o seu alcance. Sob a base destes eixos é que, no presente artigo, aplicaremos as nossas considerações sobre as propostas de Educação Sexual Integral (ESI). A hipótese que defendemos é que quando nos concentramos nas experiências das pessoas trans*, muitas vezes a perspectiva de gênero faz parte dos problemas a serem resolvidos e não da solução.

Palavras-chave: Gênero; Diferença sexual; Cisexismo; Cisnormatividad; Estresse das minorias

 

La “perspectiva de género” parece ser la clave de bóveda para resolver una serie de problemas acuciantes sobre los temas más variados (medio ambiente, economía, violencia, urbanismo, migración, salud y deporte, por nombrar algunos). Todas las expectativas proyectadas sobre ella la convierten en una referencia ineludible en ciertos contextos académicos y políticos. No pasa lo mismo con el trabajo crítico acerca de sus supuestos ontológicos, su entramado epistemológico y sus implicancias prácticas, ejes centrales de este trabajo, a partir de los cuales buscamos plantear algunos problemas de esta particular perspectiva ―tal como se expresa en nuestro contexto― y desarrollar su alcance.
Conviene aclarar que nuestro objetivo no es desacreditar la perspectiva de género ni tampoco impugnar el trabajo académico, las iniciativas activistas ni las políticas públicas que la adoptan, sino señalar sus límites y poner de manifiesto cuáles son los problemas que ella no solamente no soluciona, sino que profundiza. Con otras palabras: no hay aquí ímpetus denunciativos, sino una crítica programática. Se trata de problemas graves que ameritan ajustes profundos, pero, si no registramos los problemas, difícilmente podremos resolverlos.
La tesis que defendemos es que cuando nos enfocamos en las experiencias de las personas trans*, con demasiada frecuencia, la perspectiva de género es parte de los problemas a resolver y no la solución. Aplicamos nuestras consideraciones sobre la Educación Sexual Integral (ESI) porque es el tema de la jornada que dio origen a este trabajo, pero el mismo ejercicio podría replicarse con otros objetos.
La estructura de esta comunicación tiene cuatro secciones. En la primera, reconstruimos a vuelo de pájaro las derivas del concepto de género, poniendo sobre la mesa sus variaciones semánticas y las de su dominio discursivo. En la segunda sección, destacamos cómo la concepción sustancial del género y sus compromisos con la diferencia sexual se expresan en los materiales de la ESI. A continuación, introducimos el marco del estrés de minorías, relevante para analizar el impacto que ello tiene en la salud mental de las personas trans*. Finalmente, destacamos que la perspectiva de género, tal como se presenta en los contenidos relevados de la ESI, contribuye a que las personas trans* internalicen actitudes sociales negativas sobre su propia identidad.
Los pormenores de la biografía del concepto de género nos permiten examinar los procesos de variación semántica que este ha experimentado. Un rastreo cronológico revela que el primer traslado del concepto se produjo desde la lingüística hacia la medicina en los años 50 del siglo pasado. John Money utilizó el concepto “rol de género” en el marco de sus investigaciones sobre pacientes intersex para referirse a un aspecto de la identidad subjetiva de los individuos (Money, 1955). Con posterioridad, Robert Stoller desarrolló una teoría muy influyente sobre las causas de la transexualidad. En este contexto, acuñó la expresión “identidad de género”, que apareció por primera vez en Sex and gender: On the development of masculinity and femininity (1968), trabajo por el que se lo ha reconocido como la persona que estableció ampliamente la diferencia entre sexo y género. En sus palabras:

Género es un término que tiene connotaciones psicológicas y culturales más que biológicas; si los términos adecuados para el sexo son varón y hembra, los correspondientes al género son masculino y femenino y estos últimos pueden ser bastante independientes del sexo biológico (Stoller, 1968: 187).

En la década del 70, el término se trasladó a los estudios feministas, que encontraron en el conocimiento biomédico una herramienta útil para desnaturalizar los roles de género y poner en cuestión la traducción de la “diferencia sexual” en desigualdad entre mujeres y varones. Así, las teóricas feministas apelaron de manera explícita a las investigaciones y al vocabulario introducido por Money y Stoller en la literatura científica. Por ejemplo, en Sex, Gender and Society (1972), Ann Oakley afirma la distinción entre el sexo, que:

Se refiere a las diferencias biológicas entre macho y hembra [male and female]: las diferencias visibles en los genitales, y la consiguiente diferencia en la función procreadora”, y género, entendido como “una cuestión cultural referida a la clasificación social en 'masculino' y 'femenino' [masculine and feminine] (Oakley, 1972, p. 16).

Si bien la apropiación feminista mantuvo en gran medida los compromisos teóricos del modelo biomédico:

Esa conservación adoptó la forma performativa de una sutura ―invisible pero aún así palpable: la que cose, ontológica y normativamente, género(s) y diferencia sexual binaria. El género renació, en ese entonces, como condición predicable sólo de mujeres y hombres (en tanto “construcción social del sexo”) y de la relación de desigualdad entre mujeres y hombres (como “categoría relacional”) (Cabral, 2006: 3).

Esta fluctuación en el universo de discurso implicó el borramiento de las personas trans*1 e intersex del campo visual de la perspectiva de género, que, en consecuencia, solo es capaz de percibir personas cis y endosex ―esto es: personas que no son trans* y no son intersex―.2
A la fecha, el concepto de género ha experimentado otras transformaciones, debidas fundamentalmente a los estudios y las políticas queer y trans*. Estas han impactado, por ejemplo, en el derecho. En Argentina, sin ir más lejos, la Ley N° 26.743 define “identidad de género” como:

La vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la vivencia personal del cuerpo. Esto puede involucrar la modificación de la apariencia o la función corporal a través de medios farmacológicos, quirúrgicos o de otra índole, siempre que ello sea libremente escogido. También incluye otras expresiones de género, como la vestimenta, el modo de hablar y los modales (2012, Art. 2).

Esta definición supone el abandono de la concepción materialista que asume que existe una base física que es el dato duro de la realidad que el género refleja y, por consiguiente, desmantela la articulación normativa del binario de género y la diferencia sexual. Reformulamos para hacerlo más explícito: de la definición se sigue que la identidad de género (de todas las personas, no solo de quienes se identifican con un género distinto al asignado al nacer) es una experiencia subjetiva. Esto quiere decir que la identidad de género no está determinada por ningún elemento objetivo, sean ciertas características físicas, el sexo asignado al nacer o los datos consignados en el documento de identidad.
A pesar de ello, todavía, en nuestras instituciones tanto como en nuestra imaginación política, la identidad de género está supeditada a la encarnación de un determinado cuerpo sexuado. Este diagnóstico alcanza también a las iniciativas con “perspectiva de género”, entre las que se cuenta la Educación Sexual Integral.
La Educación Sexual Integral es un programa que se ha mostrado necesario y eficaz para desmantelar los estereotipos vinculados con los roles de género. También ha probado su relevancia con relación a los problemas de abuso. Por poner un ejemplo cercano, el año pasado, el Ministerio de Educación de la provincia de Santa Fe reveló que a partir de los testimonios de les estudiantes en las clases de ESI se realizaron más de 370 denuncias.
Pero la ESI es también una tecnología al servicio de la reproducción del régimen que produce y reifica las categorías de género. En general, sus materiales nos invitan a pensar “más allá de las diferencias de sexo biológico” (Marina, 2009: 40), que se toman como dato inapelable. En sus cuadernillos, leemos que “sabemos que varones y mujeres somos distintos. Nacemos con características corporales diferentes, que son biológicas” (Marina, Hurrel, Lavari y Zelarrallán, 2011, p.33). Y ante la pregunta incisiva de les niñes, somos alentades a explicarles que “tienen diferencias corporales. Algunas están adentro del cuerpo y otras se ven a simple vista; estas últimas son los órganos genitales externos. En los nenes, se ven el pene y el escroto... y, en las chicas, la vulva” (Marina et al., 2011, p.6). Las diferencias anatómicas son detalladas gráficamente en láminas para trabajar en el aula (Ministerio de Educación, s.f.) con la idea de que “el cuerpo, en su aspecto anatómico observable, ayuda a diferenciar los géneros” (Ministerio de Educación, 2009, p.15). Se destaca el clítoris como “un órgano eréctil que participa en la excitación de la mujer” (Ministerio de Educación, 2010, p.43), solo de la mujer ―como afirma Liliana Felipe en uno de los recursos para estudiantes de profesorado―. Las relaciones sexuales tienen lugar cuando “la pareja une el pene del hombre con la vagina de la mujer y ambos disfrutan de ello” (Marina et al., 2011, p.22). Las recomendaciones para prevenir el contagio del VIH y otras ITS en prácticas de sexo oral indican usar preservativo si se hace sexo oral a un varón y usar un campo de látex si se le hace sexo oral a una mujer (Ministerio de Salud, 2014).3 Ante un embarazo, se explica que “es la vida de la mujer la que recibe el mayor impacto, (…) porque es ella quien [lo] lleva en su cuerpo” (Ministerio de Salud, s.f., p.8). Y las personas travestis son mencionadas solo para permanecer afuera: afuera de la escuela, afuera de la humanidad propiamente generizada, de la familia, y del universo de lectores para el que se diseñan los materiales. Así, los cuadernillos para leer en familia las presentan como personas que:

Se visten de manera distinta a la habitual de su sexo biológico, son discriminadas de múltiples maneras: las echan de sus casas, no pueden terminar de estudiar, no son aceptadas en muchos trabajos y a veces son motivo de burla y de agresión (Marina et al., 2011, p.36).

Es decir: no están en nuestra escuela, no son de nuestra familia, no somos nosotres que escribimos ni tampoco la gente que esperamos que nos lea.
Iniciativas no oficiales que buscan instalar temas relevantes de educación sexual, por su parte, parecen apostar a la lógica de “agregar personas trans* y batir” (parafraseando a Evelyn Fox Keller). Es el caso de los documentos sobre salud sexual y reproductiva que, después de haber repetido hasta el hartazgo que ciertos fenómenos son “femeninos” o que “corresponden a las mujeres”, en la sección de tareas formulan la pregunta a les estudiantes: “¿sólo las mujeres?”. De esta manera, les transfieren a elles la responsabilidad de hacer un ejercicio que las personas que diseñaron los materiales no fueron capaces de hacer, abandonar el cisexismo, en primer lugar.
“Cisexismo” es un concepto que alude al “sistema de exclusiones y privilegios simbólicos y materiales vertebrado por el prejuicio de que las personas cis son mejores, más importantes, más auténticas que las personas trans” (Radi, 2015: s/p). Se trata de un fenómeno muy extendido cuyo desmontaje no es performativo, es decir, no se alcanza con solo enunciarlo. Y la lógica de la agregación tampoco funciona. Por un lado, porque de hecho las personas trans* son difícilmente incluidas en espacios de interlocución. Por el otro, porque tampoco es suficiente con una mera ampliación del universo de sujetos, sino también, sobre todo, se trata de poner en cuestión la matriz misma de subjetivación que constituye a “mujeres”, “hombres” y al “resto”. La caracterización del cisexismo justamente busca interrogar la lógica interna y los regímenes epistémicos y ontológicos que instituye esta “jerarquización entre identidades ´propiamente generizadas´ y un resto”. En la medida que esto no ocurra, incluso las propuestas que busquen garantizar derechos tendrán consecuencias negativas en la vida de las personas trans*. El marco del estrés de minorías, que introducimos a continuación, es pertinente para desarrollar estas consecuencias específicamente en el terreno de la salud mental.
En los años 90, el psicólogo Ilan Meyer desarrolló el concepto de “estrés de minorías”, que desafía las teorías sobre la fragilidad psíquica de personas gays, lesbianas y bisexuales (derivadas de la teoría del desarrollo evolutivo del psicoanálisis, derivada de la teoría sexual del psicoanálisis)4 y pone el acento en las condiciones sociales que impactan de manera negativa sobre su salud mental (Meyer, 1995). En sus palabras:

El estrés puede ser definido como cualquier condición que tiene el potencial de despertar la maquinaria adaptativa de una persona. Utilizando el análisis de la ingeniería, el estrés puede ser descripto como una carga respecto a una superficie de apoyo. Al igual que una superficie se puede romper cuando el peso excede su capacidad para soportar la carga, el estrés psicológico ha sido descripto como un punto de ruptura a partir del cual un organismo puede llegar al agotamiento e incluso la muerte (Meyer, 2011, p. 09).

Según Meyer, las personas gays, lesbianas y bisexuales están sometidas a un estrés psicosocial que (1) es único, es aditivo a otros tipos de estrés experimentados por las personas y requiere un esfuerzo adicional para hacerle frente; (2) crónico, las posiciones sociales derivadas de estas categorías tienden a ser permanentes; y (3) tiene una base social, es producto de una desventaja social derivada de una serie de condiciones estructurales de estigma, prejuicios y discriminación (Meyer, 2003). Los factores estresantes abarcan tanto experiencias efectivas de rechazo y discriminación como la anticipación de las mismas y la internalización de la homofobia (Meyer, 1995).
Las investigaciones de Meyer concluyen que, aunque las personas pertenecientes a grupos minoritarios se encuentran motivadas a detectar la discriminación como una medida de autoprotección, esto suele funcionar como un arma de doble filo en dos sentidos. En primer lugar, puede provocar estrés como consecuencia del sostenimiento de estados de hipervigilancia. Dichos estados suelen ser crónicos puesto que se activan de forma repetitiva y continua en la vida diaria de las personas que forman parte de minorías. Ello supone un alto gasto de energía en la medida en que involucra el despliegue de estrategias de afrontamiento, como por ejemplo el monitoreo constante de propio comportamiento, involucrando aspectos como la vestimenta, la forma de hablar y de caminar, con el fin de esconder expresiones asociadas a la estigmatización social. Como consecuencia, las situaciones cotidianas que involucran interacciones dentro de la cultura dominante se producen bajo un marco sostenido de temor y desconfianza.
En segundo lugar, y de manera paradójica, los altos niveles de estrés generados por la puesta en marcha de estos mecanismos producen que las personas que pertenecen a grupos minoritarios se encuentren intensamente motivadas a ignorar evidencias de discriminación con el fin de evitar “falsas alarmas” capaces de conflictuar intercambios sociales (Meyer, 2003, p.263). En algunas ocasiones, las diferentes formas de discriminación ligadas a las personas gays y lesbianas no solo son pasadas por alto, sino que son autodireccionadas por las mismas personas que las padecen debido a la internalización de la homofobia que se produce mucho tiempo antes de que elles mismes se reconozcan como gays o lesbianas (Meyer, 1995).
Teniendo estos puntos en consideración, es fundamental comprender que el estrés de minorías es un fenómeno que tiende a pasar desapercibido. En primer lugar, porque es difícil de detectar en el nivel individual, ya que la discriminación estructural en la que se sostiene pone en juego una serie de operaciones que dificultan que el impacto del prejuicio y la discriminación sea plausible de ser identificado por todes aquelles que lo padecen (Meyer, 2003). Por otro lado, porque, al no estar ligado necesariamente a un evento particular que logra destacarse, es fácilmente ignorado. En este sentido, Meyer resalta que la capacidad de impacto de los eventos que logran ser registrados reside principalmente en las “profundas significaciones culturales que activan” y, en menor medida, en las derivaciones del evento en sí mismo (Meyer, 1995). Las experiencias de discriminación que surgen en la vida cotidiana y son marcadas como mínimas o menores tienen un carácter penetrante que afecta las distintas esferas de la vida de las personas y son una fuente activa de estrés dado que generan el impacto necesario para evocar una serie de recuerdos dolorosos ligados a una historia personal y comunitaria de prejuicios (Meyer, 2003).
Adicionalmente, es necesario considerar que las barreras estructurales de discriminación sobre las que se asienta este fenómeno son difícilmente conmovibles porque se sostienen en prejuicios y prácticas discriminatorias extendidas que, en ocasiones, incluso cuentan con un aval legal (Meyer, 2003). Sumado a ello, las discriminaciones y prejuicios que producen el estrés de minorías no necesariamente tienen un carácter evidente para la comunidad. Ejemplos claros de esto pueden hallarse en el diseño de políticas públicas y en los diferentes programas de investigación, prevención o intervención que son insensibles a la existencia y necesidades de las comunidades LGBT (Meyer, 1995). Dicho desentendimiento descansa en las estructuras sociales que definen los asuntos LGBT como ajenos y menores en relación con las preocupaciones generales de la población hetero y cis. En pos de conservar esta distinción, los problemas señalados por la población LGBT son marcados como “exóticos o difíciles de estudiar (…) demasiado politizados o sensibles” (Meyer, 2001, p.857). En consonancia, los campos de estudio que podrían abordar satisfactoriamente estos problemas son forzosamente mantenidos por fuera del mainstream en términos de relevancia y asignación de recursos (Meyer, 2001).
Si bien el trabajo de Meyer se ha concentrado especialmente en las experiencias de gays y lesbianas, él se ha referido también a las personas trans*, que “son estigmatizadas, discriminadas y ridiculizadas incluso por aquell*s a los que se les ha confiado su cuidado” (Meyer, 2001, p.856). En los últimos años, distintes teóriques han continuado su línea de trabajo enfocándose en las experiencias de las personas trans* (Testa et al., 2015; Marshall et al., 2016; Bockting et al., 2016; Tan et al., 2019).
 La reciente investigación de Tan et al. (2019) incorpora la lente crítica de la cisnormatividad, concepto que hace referencia al conjunto de expectativas generalizadas que estructuran las prácticas e instituciones sociales sobre el supuesto de que todas las personas son “cis” ―es decir, que son personas que se identifican con el género que les fue asignado al nacer―, suponiendo una alineación entre características físicas e identidad de género (Bauer et al., 2009). Con este enfoque, su investigación identifica y analiza los estresores que afectan de manera específica a las personas trans* en entornos donde “se construyen las identidades cisgénero como la norma social ideal” (Tan et al. 2019, p.14). Entre ellos, se destaca la transfobia internalizada, que describen como la “internalización de actitudes sociales negativas sobre la propia identidad” y ejemplifican con experiencias de vergüenza o baja autoestima surgidas de la exposición generalizada a la cisnormatividad (Tan et al., 2019, p.9). La internalización de la transfobia se produce a fuerza de imprimirle a las personas que su cuerpo o su manera de identificarse no es normal, mensaje que en las escuelas es transmitido y reforzado de muchas maneras, entre otras, por medio de la ESI.
La transfobia internalizada es el efecto de un encadenamiento de circunstancias que redundan en un desgaste estructural, algo que Laurent Berlant ha llamado “muerte lenta” (2007) y que, en el ámbito de la educación, alcanza a una multiplicidad de fenómenos que son parte del currículum (explícito y oculto) de la mayoría de las instituciones educativas. En este trabajo, nos hemos enfocado en uno de ellos: el modo particular en que los materiales de la ESI perpetúan y refuerzan definiciones cis de la feminidad y la masculinidad, pero la muerte lenta comprende también la falta de modelos positivos de identificación, la ausencia de docentes trans*, la desacreditación, el extractivismo epistémico, el plagio, la objetificación y la fetichización, por poner algunos ejemplos. En cada caso, se trata de fenómenos que con la potencia y el disimulo de lo implícito intervienen en la formación de la subjetividad presentando como “naturales”, “normales” o “accidentales” relaciones de poder asimétricas e injustas, vertebradas por la violencia y la discriminación.


Viaje interior, lápices sobre papel. Romina Solange Fiks

 

La cisnormatividad y el cisexismo son problemas ambientales que, a través de una cantidad infinita y permanente de eventos olvidables, entretejidos con nuestra vida diaria, producen un desgaste cotidiano en la vida de las personas trans* cuyo correlato es un mayor riesgo de experimentar disparidades en su salud (Su et al., 2016; Tan et al., 2019).5 Estos problemas ambientales son parte de la ESI, de su particular perspectiva y de su manera de entender el género. Esperamos que haberlos puesto sobre la mesa incite e invite a expandir los límites de la creatividad para ponerlos en agenda y no tratar de resolverlos con las causas que los producen. 6

Bibliografía

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Notas

1 En el presente trabajo utilizamos el hiperónimo “trans*” para hacer referencia a las distintas experiencias posibles del género incluyendo a las personas que se identifican como mujeres trans, hombres trans, travestis, no binaries, entre otras. El uso del asterisco responde a las estrategias semánticas y políticas para evitar tanto la universalidad abstracta como las particularidades hegemónicas del lenguaje y sus usos comunitarios (Cabral, 2009ª; Tomkins, 2014; Stryker, Currah y Moore, 2018).

2 Estos términos fueron acuñados por comunidades trans* e intersex para balancear el campo simbólico. Como señala Moira Pérez “‘cis’, ‘endosex’ (…) fueron propuestas por comunidades que históricamente han padecido las imposiciones unilaterales de la medicina, para denominar a aquellos ‘otros’ que históricamente les habían etiquetado, nomenclado y normalizado” (2019, p. 45).

3 Esta guía sostiene que es posible prevenir el VIH e ITS utilizando un campo de látex que puede realizarse con papel film. Sobre este punto, Marina Elichiry (en prensa) ha señalado que el film no está diseñado para evitar el pasaje de microorganismos y que no hay evidencia de que evite la transmisión del virus del VIH, hepatitis, las bacterias de la sífilis y otras ITS.

4 Agradecemos al Mg. Paribanú Freitas por sus reflexiones sobre este punto.

5 La evidencia empírica se presenta bajo la forma de estadísticas desgarradoras de auto lesiones, ideación suicida y suicidio. De acuerdo con la evidencia provista por 25 investigaciones relevadas de distintos países, el 17% de la población cis presenta trastornos de ansiedad, mientras esta cifra asciende a 68% en la población trans*. Los trastornos más comunes registrados fueron fobias específicas, fobias sociales, ataques de pánico y trastornos obsesivos compulsivos. La mayoría de las investigaciones con muestras amplias sugieren que hay mayores niveles de síntomas de ansiedad en varones trans en comparación con mujeres trans, aunque se identifican variaciones considerables (Millet, Longworth y Arcelus, 2017). Un estudio realizado en Argentina mostró que, de una muestra de 482 personas trans*, el 55.8% manifestó modalidades de transfobia internalizada. A su vez, del total de la muestra, el 33% expresó tener un historial de intentos de suicidio, siendo el promedio de inicio de los mismos a los 17 años (Marshall et al., 2016). En concordancia, la “Encuesta-T” aplicada un año después en Chile mostró que, de un total de 315 personas trans*, el 55,2% declaró haber tenido intentos de suicidio, siendo el 83,6 % entre los 11 y 18 años (Organizando Trans Diversidades, 2017). Más recientemente, Toomey, Syvertsen y Shramko (2018) detectaron niveles alarmantes de intentos de suicidio entre jóvenes trans*, con las tasas más altas entre los niños trans y no binarios: de una muestra compuesta por 120.617 adolescentes de entre 11 a 19 años, más de la mitad de los varones trans y el 41% de les no binaries informaron haber intentado suicidarse en algún momento.

6 Este trabajo se enriqueció con los aportes del Grupo de Filosofía Aplicada y Políticas Queer, coordinado por Moira Pérez e integrado por Belén Arribalzaga, César Bisutti, Fran Fabre, Luciana Wisky, Marianna Rutigliano, Lautaro Leani y Esteban Ortiz.

Recibido: 2020-09-30
Revisado: 2020-12-02
Aceptado: 2020-12-14