http://dx.doi.org/10.19137/perspectivas-2022-v12n1a04
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ARTÍCULOS
El binomio soberanía/derecho internacional. Análisis desde los planteos deconstructivos de Jacques Derrida
The sovereignty/international law binomial. Analysis from the deconstructive approaches of Jacques Derrida
O binomio soberania / direito internacional. Análise a partir das abordagens desconstructivas de Jacques Derrida
Yamila Eliana Juri
Conicet; Universidad de Mendoza
Resumen: La soberanía es una categoría central del pensamiento político moderno. Sin embargo, esta aparente naturalización no es tan estable como parece. Presionada por las fuerzas de la globalización, la soberanía moderna enfrenta hoy una crisis que los debates contemporáneos no han dejado de analizar desde campos tan diversos como la teoría política, la filosofía continental y las relaciones internacionales. Buscamos demostrar cómo en la filosofía política se ha producido un proceso de deconstrucción que afecta a algunos binomios conceptuales centrales del modelo jurídico tradicional de base metafísica, tal como el binomio soberanía/derecho internacional, esto desde la propuesta de Jacques Derrida.
Palabras claves: Teología política; Deconstrucción; Incondicionalidad; Poder político.
Abstract: Sovereignty is a central category of modern political thought. However, this apparent naturalization is not as stable as it seems. Pressured by the forces of globalization, modern sovereignty today faces a crisis that contemporary debates have not ceased to analyze from fields as diverse as political theory, continental philosophy and international relations. We seek to demonstrate how a process of deconstruction has taken place in political philosophy, affecting some central conceptual binomials of the traditional metaphysically based legal model, such as the sovereignty/international law binomial, starting with Jacques Derrida’s proposal.
Keywords: Political theology; Deconstruction; Unconditionality; Political power.
Resumo: Soberania é uma categoria central do pensamento político moderno. No entanto, esta naturalização aparente não é tão estável como parece. Pressionada pelas forças da globalização, a soberania moderna enfrenta hoje uma crise que os debates contemporâneos não cessaram de analisar a partir de campos tão diversos como a teoria política, a filosofia continental e as relações internacionais. Procuramos demonstrar como em filosofia política um processo de desconstrução tem tido lugar, afectando alguns binômios conceptuais centrais do modelo jurídico tradicional metafísico, tais como o binómio soberania/ direito internacional, a partir da proposta de Jacques Derrida.
Palavras-chave: Teologia política; Desconstrução; Incondicionalidade; Poder político
Fecha de recepción: 01/06/2021 – Fecha de aceptación: 19/09/2021
1. Introducción
Al continuar informando tanto al Estado-Nación como al actual marco de relaciones internacionales, la idea moderna de soberanía ha ganado una moneda tan universal que hoy en día se ha convertido en algo casi natural para nuestra vida política. Sin embargo, esta aparente naturalización no es tan estable como parece. En relación con los procesos de integración y globalización, la soberanía moderna enfrenta una crisis que los debates contemporáneos no han dejado de analizar desde diversos campos. Entre ellos, está la cuestión referente a la revisión de su naturaleza, lo cual ayuda a comprender cómo se articula y qué aporta el derecho constitucional al derecho internacional y viceversa.
He probado en una obra publicada recientemente (Juri, 2020) que una revisión histórica del concepto de soberanía, desde el pensamiento genuino de Jean Bodin, puede lograr un armisticio entre soberanistas e internacionalistas. El aporte está dado por las comunidades políticas que conforman la comunidad de Naciones, así, por ejemplo, la renuncia del derecho a la guerra que realizan los Estados que se incorporan a la Organización de las Naciones Unidas no implica perder su soberanía desde el momento en que, según la experiencia habida, pueden retirarse discrecionalmente de tal entidad. Ahora bien, la cuestión está en dilucidar quién es el último árbitro e intérprete de la legitimidad, y en esto es donde generalmente se acentúa la divisoria de aguas.
Según argumenta Marchart (2009), el pensamiento posfundacional pretende dar cuenta del problema de la fundación del orden renunciando a la existencia de un fundamento último de lo social: “lo que se vuelve problemático a partir de entonces no es la existencia de fundamentos, sino su estatus ontológico, que ahora pasa a ser exclusivamente contingente” (p. 63). Incluso cuando la deconstrucción era una herramienta útil para el análisis político, en sí misma no era “política” y ciertamente no era “ética”, sino que era:
... un insuperable instrumento de dominio cognitivo, el enfoque teórico por excelencia para desmitificar, “ver a través” las afirmaciones y suposiciones metafísicas que acechan subrepticiamente debajo de cada discurso de política, ética o valores en general, incluido el discurso de la cognición en sí. (Thurschwell, 2008, p. 153)
Este trabajo busca reflexionar sobre este complejo nudo de relaciones y luego analizar si, efectivamente, cabe hablar de deconstrucción de la soberanía, en los términos de Derrida, y ya en vistas de la praxis efectiva de la misma.1
2. La crítica derridiana a la teología política
Como afirma Schmitt (2009), pareciera que los conceptos políticos modernos son conceptos teológicos secularizados, pues provienen históricamente de la teología y ocupan un lugar análogo a estos en la estructuración de lo social. En este sentido, “la teología política tiene como objeto analizar la correspondencia entre los conceptos jurídico-políticos de una época determinada con los conceptos metafísicos que esa misma época tiene por evidentes” (Schmitt, 2009, p. 16).
Schmitt piensa en la soberanía como un concepto que se ha desarrollado histórica y sistemáticamente a partir de una tradición teológica y utiliza, aunque sea ambiguamente, una analogía teológica para describir el derecho excepcional soberano de (re)establecer o suspender la ley. Schmitt (2009) define al soberano como “quien decide sobre la excepción” y concibe esta última como “análoga al milagro en teología” (p. 36). La soberanía reside en determinar definitivamente lo que constituye el orden público y el marco normal de la vida cotidiana que exige la norma general. Como tal, la soberanía siempre involucra a un soberano que decide sobre qué constituye un estado de excepción y sobre las medidas para superarlo y restablecer el orden, medidas que incluyen la suspensión de la ley vigente y la “normalidad”.2 De esta manera, la decisión soberana es una “decisión pura”, una “decisión absoluta creada de la nada” que distingue la normalidad de la excepción y en última instancia amigo y enemigo (Schmitt, 2009).
Schmitt sostiene que no hay política sin afirmación de soberanía, que la forma privilegiada de esa soberanía política es el Estado y que semejante soberanía política de forma estatal supone la determinación de un enemigo; ahora bien, esa determinación no puede en ningún caso producirse, por definición, en nombre de la humanidad. El concepto de esta soberanía que necesita del enemigo para ser lo que es no está necesariamente vinculado o limitado a esta o aquella estructura estatal (monárquica, oligárquica, democrática o republicana).
En oposición a esta teología política, hay otra postura que la niega y en el marco de la cual se busca deconstruir el concepto de soberanía, vaciándola primero de todo contenido teológico. En este sentido, desacralizar los conceptos políticos significa deconstruirlos de tal forma que no sigan albergando estos restos teológicos que podían tener en la Edad Media o, incluso, en la época moderna. Es así como el concepto de soberanía política se emancipa completamente del esquema teológico que en un principio le había servido de modelo: la potentia absoluta Dei.3
La soberanía es relativizada y reducida a una existencia histórica y factual, a su vez la democracia es un régimen real que se inventa a sí mismo en la historicidad. Es en esta ruptura del pensamiento donde resulta relevante analizar el pensamiento del francés Jacques Derrida (1930-2004), uno de los filósofos más relevantes del siglo XX y XXI, perteneciente a esa generación de pensadores franceses que, junto a Michel Foucault, Emmanuel Levinas y Claude Lévi-Strauss, irrumpió con una originalidad y un poder de crítica radical a partir de los años 60. El concepto de soberanía, señala Derrida (2004, p. 91), en la que está en juego la deconstrucción, tiene un origen teológico, siendo el verdadero soberano Dios. Desde el punto de vista histórico, esta autoridad se le concedió primero al monarca y después al pueblo o la nación, con los mismos atributos teológicos de Dios y del monarca.
Derrida adopta inicialmente la definición de Carl Schmitt (2009, p. 5) del soberano como aquel que decide la excepción, “que puede suspender los derechos y la ley, es decir, que está por encima de la ley y puede hacer la ley” (de Ville, 2011, p. 67). La significativa atención que los debates contemporáneos en teología política desde Schmitt han dedicado a la soberanía indica que la sombra de los temas teológicos podría estar todavía presente, aunque de manera opaca, en nuestra comprensión de la política. Derrida muestra que la soberanía ha sido entendida como un poder incondicional e indivisible de autodeterminación que conserva rasgos religiosos. En particular, se muestra que esta comprensión oscurece las condiciones (tiempo y lenguaje) a través de las cuales la soberanía se afirma necesariamente, condiciones estas que, sin embargo, debilitan tanto la indivisibilidad como la incondicionalidad y la abre a la diferencia y la compartibilidad.4
La mirada de Derrida, por un lado, expone la fragilidad de las determinaciones filosóficas y prácticas que buscan establecer límites indivisibles entre el hombre y el animal, lo político y lo no político. Por otro lado, cambia el enfoque de la investigación de la soberanía como concepto puro a nociones impuras como división y diferencia, que están involucradas en el funcionamiento de la soberanía misma. Incluso, el modelo de soberanía de Hobbes tampoco está claramente emancipado de la teología política; pues si los pensadores modernos no emancipan completamente sus teorías acerca de la soberanía de la teología política tradicional, los posteriores tampoco. Para Derrida, Schmitt representa al pensador paradigmático contemporáneo que sigue esta línea de pensamiento; soberano proviene etimológicamente de “superanus”, “superans”, esto significa en principio la omnipotencia y superioridad de Dios, por tanto, del monarca absoluto por derecho divino. Este concepto de soberanía sigue estando marcado por una ascendencia religiosa y sacra, incluso cuando es transferido al pueblo y al ciudadano. El contrato social (1762) de Rousseau marca un gran momento en esta mutación cuya fractura no afectó la solidez teológico-política de la semántica de la soberanía.
3. Derrida y el proceso de deconstrucción
Si a Derrida le interesa el concepto de decisión es para deconstruirlo, “sugiriéndose con ello que el olvido de lo que decidir quisiera decir habría marcado el destino de esa palabra hasta el punto de borrarse su significado más íntimo” (Aragón González, 2011, p. 55). Derrida nota estas raíces y las denuncia como una “analogía preocupante, seductora pero engañosa” (Derrida, 2009a, p. 125). Su antipatía hacia la soberanía teológico-política se expresaba claramente en su caracterización como un principio fantasma arcaico que, sin embargo, continuó informando la política de los nacionalismos estatales étnicos y religiosos. La soberanía divina o monárquica fue transferida al pueblo, como república o como democracia supuestamente secularizada, libre y autodeterminada. El pueblo se vuelve soberano, uno, inviolable e indivisible, fuente absoluta del poder y del derecho. Esto muestra que la visión derridiana del poder es filosófica y políticamente significativa, pensando razón y fuerza como rasgos no opuestos. Derrida despeja un espacio analítico para pensar en la soberanía más allá de la teología política tradicional sin eliminarla por completo.
La ya clásica obra de Bennington (1994) presenta a la deconstrucción como el movimiento intelectual más importante de nuestro tiempo destacando su dimensión política en base a su apertura a la alteridad. Sin embargo, nos parece importante el análisis de estas nociones (deconstrucción, derecho, soberanía) desde el punto de vista metodológicamente unitario. En el ámbito anglosajón, la bibliografía sobre el tema del derecho y la deconstrucción es abundante, aunque orientada a otros aspectos; además de la compilación Derrida and Law (2017), hace un tiempo se publicó una recopilación de ensayos titulada Derrida and legal philosophy (2008) que tiene por objeto abordar el impacto de la deconstrucción en los estudios jurídicos.
Primero, se debe aclarar que cuando se habla de deconstruir se quiere significar la puesta en manifiesto de lo que circula implícitamente y no se percibe para, luego, ver cuáles son los supuestos y, en consecuencia, ampliar las perspectivas. Con ese método, Derrida “descompuso” las oposiciones binarias en vigor en toda la filosofía occidental desde Platón: afuera/adentro, escritura/palabra, hombre/animal, esencia/apariencia, etc. Es decir, que con esto busca revertir las polaridades y privilegiar un término que tradicionalmente ha sido secundario, es decir, “cualquier inversión de términos binarios también debe ir acompañada de un segundo movimiento que desplace al sistema que mantuvo el binario en su primer lugar” (Matthews, 2015, p. 3).
En el caso específico de la deconstrucción de la soberanía del Estado, el autor señala que es un proceso que ha estado en marcha al menos desde las conferencias de paz en La Haya de 1899 y 1907, continuó con el establecimiento de la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas y prosiguió activamente en el presente a través de medidas como el establecimiento de una Corte Penal Internacional, ante la cual los jefes de Estado y funcionarios públicos podrían ser llamados a rendir cuentas (Derrida, 2009). La tarea del pensamiento deconstructivo desde esta perspectiva, por lo tanto, es cuestionar el principio de soberanía o, más bien, pensar la puesta en cuestión histórica, actualmente en curso, de este principio. En este tema, como en muchos otros, la deconstrucción filosófica acompañó y buscó reforzar lo que ya estaba sucediendo.
La teoría constitucional no tiene más remedio que comprometerse con la estructura del lenguaje que es su propia condición de posibilidad. Como ha afirmado Derrida a propósito de la Declaración de los Derechos del Hombre, esta “implica una filosofía, pero también una filosofía de la filosofía, un concepto de verdad y sus relaciones con el lenguaje” (de Ville, 2008, p. 108). La soberanía tiene que apoyarse en el lenguaje (en el modelo de la escritura), tiene que justificarse por medio de la ley, como por ejemplo con la Declaración de la Independencia, lo que nos lleva a pensar que “no se puede decir que exista una soberanía pura” (de Ville, 2011, p. 70). La invocación del pueblo y de Dios debe entenderse en el contexto del deseo metafísico de la presencia, y al mismo tiempo, como expresión de la ontoteología política de la soberanía. Al señalar al pueblo (de Estados Unidos) y, en última instancia, a Dios, la Declaración de la Independencia trata de invocar una presencia y una base para detener el juego de la significación; “las nociones del pueblo y democracia en sus manifestaciones actuales están ligadas a la soberanía, la libertad como poder, la igualdad calculable y la razón del más fuerte” (de Ville, 2008, p. 106). Se considera así un acto de habla performativo, una declaración que parece estar directamente vinculada a la noción de soberanía y, por tanto, a Dios.
La deconstrucción del concepto de soberanía incondicional es, para Derrida, necesaria y está en marcha, pues es la herencia de una teología apenas secularizada. En el caso más visible de la supuesta soberanía de los Estados-Nación, pero también en otros lugares (en los conceptos de sujeto, ciudadano libertad, responsabilidad, pueblo, etc.), “el valor de la soberanía está hoy en plena descomposición” (Derrida, 2002b, p. 203). Ahora bien, esta deconstrucción del concepto de soberanía afectaría no solo al derecho internacional y a los límites del Estado-Nación, sino también al uso que se hace de ellos en los discursos jurídico-políticos sobre el sujeto o el ciudadano en general, que siempre se presume soberano en cuanto tal (libre, responsable, etc.) y, por tanto, de las relaciones hoy llamadas “de género”.
4. La idea derridiana de soberanía
La soberanía juega un papel central en los escritos políticos de Derrida, sobre todo, en Rogues (dos conferencias pronunciadas en el verano de 2002) y The beast and the sovereign (2009). En Rogues comienza su investigación de la soberanía analizando la naturaleza de la autoridad y señala que es “tener el poder de decidir, ser decisivo, prevalecer, tener razón o vencer y dar fuerza a la ley” (2002, 13). Aquí encontramos los dos rasgos esenciales de la soberanía que nos interesan: un tipo de egoísmo (ipseidad) que despliega la fuente suprema de la autoridad y un tipo de razón que, sostenida por la fuerza, funda el derecho o la ley. Conectado a una larga tradición que la concibe como teológica e ipsocéntrica, pero no siempre autoconsciente, la soberanía es para el autor un poder de autodeterminación que impone fuerza animal y, a través de una comprensión particular de la razón, límites semánticos, legales y políticos.
Situado por encima de la ley, este poder no solo hace y suspende la norma, sino que también conserva la prerrogativa exclusiva de decidir sobre las cuestiones de la vida y la muerte, y qué es lo que le corresponde al hombre. La perspectiva política cosmopolita de Derrida exige el desmantelamiento de la soberanía en su forma moderna y clásica, “encuentra una exigencia central de disociación entre soberanía e incondicionalidad” (Balcarce, 2015, p. 32). Así, para el filósofo francés, pensar en la soberanía de manera diferente, y particularmente en soberanía democrática, es pensar en la incondicionalidad sin indivisibilidad. Este pensamiento requiere reconocer que este problema “no es la de soberanía o no soberanía sino la de las modalidades de transferencia y división de una soberanía que se dice indivisible pero siempre es divisible” (Derrida, 2009b, p. 291).
Este movimiento de deconstrucción no tomará la forma de una supresión del Estado soberano, sino que pasará por una larga serie de convulsiones y de transformaciones aún imprevisibles, por formas aún inéditas de compartir y limitar la soberanía. Ahora bien, una soberanía divisible o compartida es ya contradictoria con el concepto puro de soberanía la cual debería permanecer siempre indivisible (Derrida, 2003, p. 41). El funcionamiento de la soberanía del Estado-Nación debe ser limitado en la práctica y su principio subyacente debe ser cuestionado. Esto implica erosionar tanto “su principio de indivisibilidad como su derecho a la excepción, a suspender los derechos y la ley” (Derrida, 2009b, p. 157). Se busca de alguna manera “cuestionar el principio de soberanía” (Derrida, 2009a, p. 12), o pensar el cuestionamiento histórico de este principio que inspira también la política de todos los nacionalismos.
La soberanía es, a la vez, absoluta e indivisible, pero es el producto de una artificialidad mecánica, un producto del hombre y, por eso, su animalidad es la de un monstruo artificial, un producto de laboratorio. Al mismo tiempo, si la soberanía como animal artificial, como monstruosidad protética, como Leviatán, “es un artefacto humano, si no es natural es entonces deconstruible, es histórica; y en cuanto que es histórica está sometida a una transformación infinita, es a la vez precaria, mortal y perfectible” (Derrida, 2009b, p. 48). Esa discusión también ilustra que el soberano es como la bestia porque usa la fuerza para afirmar (su) razón. Este es “el problema de la soberanía”, que atraviesa toda la tradición del pensamiento político en todas aquellas discusiones que asocian la justicia o el derecho a la fuerza según el cual el soberano da razón de antemano a la fuerza” (Derrida, 2005).
Lo que se busca es una deconstrucción prudente, lenta y diferenciada de esa lógica y del concepto dominante clásico de soberanía “sin desembocar en una despolitización, en una neutralización de lo político, que caiga en los mismos carriles de la ficción deshonesta” (Derrida, 2009b, p. 73). Derrida ensaya la analogía entre la soberanía del rey fundada en lo divino y la articulación y reformulación de la soberanía en la Revolución Francesa. Es en esta analogía que el autor se basa para poder advertir una continuidad de tipo estructural:
Si la muerte del rey constituye un traspaso de la soberanía –en la medida en que esta permanece indivisible e inalterable gracias a su corpus mysticum–, la decapitación del rey sería uno de esos traspasos a la vez ficcional, narrativo, teatral y representacional. (Balcarce, 2015, p. 35)
Derrida (2005) se centra en la excepcionalidad de la soberanía en el ámbito internacional, contexto en el que la noción necesita ser entendida y afirma:
Los Estados que pueden o están en condiciones de hacer la guerra contra estados rebeldes son ellos mismos, en su forma más legítima, estados canallas que abusan de su poder. Tan pronto como hay soberanía hay abuso de poder y un estado canalla. (p. 102)
En otras palabras, el abuso de poder es la lógica que caracteriza a la soberanía legítima que solo puede reinar si no se comparte. Al hablar de este asunto sostiene que lo que está en juego “entre la bestia y el soberano, es meramente una cuestión de límites, y saber si un límite es divisible o indivisible, lo que implica saber qué límite es y la forma en la que se origina” (Derrida, 2009b, p. 298).
5. La fuerza de la ley como fundamento del poder
En un trabajo publicado hace unos años hacía referencia a la nota característica que Jean Bodin pone en su obra para distinguir al soberano: el poder de dictar la ley (Juri, 2015). Así lo reconoce el mismo Derrida que comienza con la cita de un pasaje del capítulo ocho del Primer Libro de la República: “Porque si la justicia es el fin de la ley, la ley de la obra del príncipe, el príncipe la imagen de Dios; luego, por este razonamiento, la ley del príncipe debe ser modelada en la ley de Dios” (Bodin, 1986, p. 48). Aquí el Angevino usa las palabras “modelo” e “imagen” para definir la soberanía del Estado y considera como “marcas de soberanía” la idea de que quien gobierna “no reconozca a nadie después de Dios” y “solo responda ante Dios, de esta manera estamos ante un soberano absoluto (Bodin, 1986). Al ver al monarca como una imagen de Dios, Bodin representa para Derrida una visión de la soberanía humana que es teológica e ipsocéntrica y que no salva la autonomía de lo político, sino que reafirma su dependencia de lo teológico. En un sentido similar, Derrida (1992) se pregunta:
¿Cómo distinguir entre la fuerza de ley de un poder legítimo y la violencia pretendidamente originaria que ha debido instaurar esta autoridad y que no pudo, ella misma, haber sido autorizada por una legitimidad anterior, si bien dicha violencia no es en ese momento inicial, ni legal ni ilegal o, como otros se apresurarían a decir, ni justa ni injusta? (p. 132)
La estructura que describe es una en la cual el derecho es esencialmente deconstruible, bien porque está fundado, “construido sobre capas interpretables y transformables (y esto es la historia del derecho, la posible y necesaria transformación, o en ocasiones la mejora del derecho), o bien porque su último fundamento, por definición, no está fundado” (Derrida, 1992, p. 141). En este sentido, el peligro para una tarea de deconstrucción sería más bien la posibilidad de convertirla en un conjunto disponible de procedimientos reglados, de prácticas metódicas, de caminos accesibles: “... el interés de la deconstrucción, de su fuerza y de su deseo, si los tiene, es una cierta experiencia de lo imposible” (Derrida, 1987, p. 26). El poder dictar la ley pero asimismo suspenderla, o bien el derecho excepcional de situarse por encima de la ley, el derecho al no-derecho, si puede decirse,
... lo que a la vez corre el riesgo de llevar al soberano humano por encima de lo humano, hacia la omnipotencia divina (que, por lo demás, habrá fundado muy a menudo el principio de soberanía en su origen sagrado y teológico) y a la vez, debido a esa arbitraria suspensión o ruptura del derecho, corre el riesgo justamente de hacer que el soberano se parezca a la bestia más brutal que ya no respeta nada, desprecia la ley, se sitúa de entrada fuera de la ley, a distancia de la ley. Para la representación corriente, a la que nos referimos para empezar, el soberano y la bestia parecen tener en común que su ser es estar-fuera-de-la ley. (Derrida, 2009b, p. 35)
El principio de soberanía se relaciona con el hecho de que cada Estado, por su propia naturaleza como soberano, tiene el potencial de abusar de su poder y violar las leyes y convenciones internacionales: “... hay una especie de Estado canalla en todos los Estados” (Derrida, 2005, p. 156). Esto se debe a que, en términos de la concepción clásica de la soberanía, la naturaleza misma de un soberano es ser incondicionado, no depender de ningún otro para su fuerza o su legitimidad, y estar investido en una sola instancia que sea o que aspira a ser más fuerte que “todas las demás fuerzas del mundo” (Derrida, 2005, p. 100). En realidad, pocos Estados alcanzan la soberanía en su total sentido de la palabra: su capacidad de actuar tiende a verse comprometida por alianzas externas y por otros Estados, y en el ámbito federal, por sus propias constituciones, los poderes están divididos internamente.
6. Los espacios internacionales, la soberanía y la incondicionalidad
Toda esta deconstrucción se produce mediante la creación de espacios jurídico-políticos internacionales que, sin suprimir de toda referencia a la soberanía, “no dejen de innovar e inventar nuevas distribuciones y formas de compartir divisiones de la misma” (Derrida, 2005, p. 75). En el caso del discurso sobre la Nueva Internacional en Espectros de Marx (1993), el autor intentaba apuntar en esta dirección. La renovada Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue siendo una referencia democrática esencial para las instituciones del derecho internacional, especialmente las Naciones Unidas, por medio de la cual se intenta, la mayoría de las veces, imponer límites a la soberanía de los Estados-Nación. Esta referencia está prácticamente en contradicción, un ejemplo de ello, entre tantos, sería la laboriosa creación de un Tribunal Penal Internacional. También el Consejo de Seguridad, que como afirma Derrida (2005),
... [d]etermina aquello que amenaza o interrumpe la paz, todo acto de agresión y hace recomendaciones o decide las medidas que deban adoptarse de conformidad con los artículos 41 y 42, los cuales prevén diferentes tipos de recurso o sanción: preferentemente sin el uso de la fuerza armada, pero con esa fuerza. (p. 98)
Luego viene la excepción para confirmar que es siempre lo que decide la soberanía o, a la inversa –parafraseando a Schmitt–, que el soberano es el que determina la excepción y decide con respecto a ella. La única excepción en la Carta de las Naciones Unidas es el art. 51, el cual reconoce el derecho individual o colectivo a defenderse de un ataque armado “hasta que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales” (Derrida, 2005, p. 99).
Según la misma lógica de Derrida, es necesario pensar una política diferente de los derechos humanos, cuya efectividad no quede restringida al principio de nacionalidad/ciudadanía. Pero para ello es preciso rediseñar la estructura supuestamente inerte de la comunidad política enraizada en la soberanía, el territorio y la Nación: “... los derechos humanos son la otra cara, necesaria y complementaria del estadocentrismo; muestran el límite de los sistemas políticos, el punto en el que estos fracasan en la integración de sus partes” (Penchaszadeh, 2016, p. 141).
Los derechos humanos como remedio prometen un respeto incondicional frente al carácter condicionado y limitado de un mundo político estadocéntrico, y como veneno, enmascaran bajo su supuesta universalidad un orden internacional anárquico donde prima la ley del más fuerte.5 Por ello se insiste en creer que la filiación teológica de la soberanía se mantiene, incluso cuando hablamos de libertad y de autodeterminación popular. Lejos de ver en ello una amenaza para la ley, todas estas instituciones han señalado que la limitación de la soberanía es la condición de la paz, e incluso, de la ley en general.
Es cierto que la soberanía compartida sigue siendo una soberanía, y esta es la ambigüedad de todo el discurso jurídico-político que regula las instituciones internacionales y las relaciones tan equívocas, dudosas y criticables entre los Estados más poderosos y las instituciones internacionales, en igual medida indispensables e imperfectas o perfectibles. El concepto de una democracia venidera implica:
... una extensión de la democracia ideal más allá de la soberanía del Estado-nación y que esto se produce mediante la creación de un espacio jurídico-político internacional que, sin acabar con toda referencia a la soberanía, nunca cesa innovando e inventando nuevas distribuciones y formas de compartir, nuevas divisiones de soberanía. (Derrida 2005, p. 87)
Los análisis deconstructivos de Derrida de conceptos como el derecho, el perdón, la hospitalidad y la democracia invariablemente apelaban a una idea o concepto incondicional como base para la crítica de las realizaciones o institucionalizaciones condicionales existentes de la idea en cuestión (Patton, 2017). En La fuerza de la ley (1992), por ejemplo, la identificación de la deconstrucción con la justicia trata de distinguir entre la ley, que es siempre histórica y condicionada, y una idea incondicional de justicia, que es a la vez un ideal imposible y una exigencia que siempre puede hacerse en relación con cualquier situación o cuerpo jurídico. Como tal, la justicia ofrece un punto de vista desde el que se pueden criticar siempre las leyes existentes.
La política que desde la deconstrucción pueda enunciarse se hará cargo de este imposible que dicta al mismo tiempo órdenes incompatibles: una hospitalidad que acoge a cualquier otro y una hospitalidad que pone condiciones a la llegada del visitante; una decisión que implica el saber, el conocimiento y un momento de ruptura. La justicia entiende que allí donde hay deconstrucción está lo otro: huella, différance, hospitalidad, responsabilidad. La différance como movimiento de producción de sentido se escapa, resiste, sobrevive al intento de homogeneización y totalización.
La mutua necesidad entre soberanía e incondicionalidad subyace a la base de este planteo. El venir de la democracia no puede responder a la pregunta por la realización o no realización de un ideal. La democracia por venir, esta extraña modalidad, irreductible, incondicional, no realizable, posee una eficacia en el aquí y ahora, en comparecencia con su debilidad: “la fuerza del demos,” (Derrida, 2005, p. 170).
La frase “Dios ha muerto” significa la ruptura no solamente de la omnipotencia divina, sino también de la pertinencia de su analogía con el sujeto soberano. Con la muerte de Dios se cierra un gran sueño de Occidente, un sueño devenido pesadilla, “el lugar de la incondicionalidad no puede ser pensado en términos de inclusividad social” (Derrida, 2005, p. 170). En estos términos, una soberanía dependiente o dividida ya no sería una soberanía digna de ese nombre, es decir, pura e incondicional. Entonces, ¿se deconstruye esta institución dado que la soberanía ya reclama para sí misma la condición de incondicionado? No puede ser que los conceptos históricos de soberanía sean deconstruibles en la forma en que versiones particulares de hospitalidad o perdón lo son por referencia a un polo incondicionado del concepto. La soberanía tampoco es deconstruible por referencia a un incondicional en la forma en que el derecho es deconstruible por referencia a la justicia. Por el contrario, señala Derrida (2005), siempre es por referencia a otra soberanía que limite la soberanía de los Estados nacionales, es decir, “deconstruir el incondicional concepto de soberanía se basa en establecer una distinción entre soberanía e incondicionalidad” (p. 84).
En la práctica, la crítica a la soberanía política es
típicamente llevada a cabo en nombre de otra soberanía: hay “diferentes formas de
soberanía, a veces antagónicas, y siempre está en el nombre de uno que ataca a
otro”. Esto sugiere para Derrida (2005) que “el abuso de poder es constitutivo de la
soberanía ella misma”, ya que “la soberanía solo puede tender, por un tiempo
limitado, a reinar sin compartir” (p. 102). La hospitalidad tiene necesariamente importantes
implicaciones para la soberanía del Estado. En concreto, se trata de una paz preoriginaria,
anárquica, que va más allá de lo político. Esta paz no implica simplemente el
cese de las hostilidades. El concepto de paz, como señala
Derrida (1999), implica en sí
mismo la eternidad: una paz eterna, por lo que “[c]ualquier amenaza de guerra, ya sea consciente o
inconsciente, destruiría esta paz” (p. 88).
La hospitalidad implica, pues, que “el sujeto sea a la vez anfitrión y rehén” (Derrida, 1999, pp. 54-55). En consecuencia, no hay un “yo”, en sentido individual o colectivo, que tenga la capacidad o poder de dar cabida al otro. El “yo” ya está en su estructura habitado por una alteridad (Derrida, 2001). Es desde este no lugar de la hospitalidad absoluta que hay que repensar la economía restringida del derecho y la política. La deconstrucción no implica un método neutral que sea apropiable tanto por la izquierda como por la derecha, sería más exacto decir que el pensamiento de Derrida podría servir de “base” para el pensamiento de la izquierda crítica en el ámbito político-jurídico (de Ville, 2011, p. 197). Así lo demuestran sus propias reflexiones sobre, entre otras cosas, la pena de muerte (2004, p. 139), la inmigración/ciudadanía (2000), la noción de familia (2000, pp. 33-46), el terrorismo (2003) y los conceptos de igualdad y libertad (2004, pp. 47- 61).
La incondicionalidad de la soberanía política es de un orden diferente. Aquí lo importante es que el soberano esté dotado con el poder y el derecho de determinar leyes, tomar decisiones y determinar el destino de individuos o naciones. Es incondicional en el sentir que sus determinaciones, juicios o decisiones no son responsables ante cualquier autoridad superior; no hay recurso contra ellos. En este sentido, en cualquier forma que adopte, el soberano se distingue o se mantiene más allá de la condición civil que abraza a los súbditos o ciudadanos del poder soberano en cuestión (Derrida, 2009b).
7. Conclusiones
Hay una determinación filosófica de la política porque la configuración conceptual e institucional que constituyen el universo político está atravesada inevitablemente por filosofemas. Derrida cuestiona toda posición que ubique la filosofía en un lugar de pureza incontaminada que excluya hacia el exterior la institucionalidad, la facticidad, la lengua, etc., “de este modo, las dimensiones políticas que parecían ubicarse en un afuera que no contaminaba la filosofía se consideran centrales en su constitución, esto es, son centrales a ella” (Biset, 2013, pp. 54-55).
Esta referencia trascendente abre e informa la propia aporía de lo político, haciéndolo siempre un hecho teológico-político. Siguiendo la obra de Derrida, se podría decir que la propia religión es política, siempre informa de lo político como tal. Además, esta lectura muestra que lo político y la política se relacionan de manera no arbitraria con lo teológico, “lo que se funda siempre tiene en sí mismo una dimensión religiosa” (Horwitz, 2002, p. 174). Una soberanía pura es indivisible o no lo es, como han reconocido con razón todos los teóricos de la soberanía, y eso es lo que la une a la excepcionalidad decisionista de la que habla Schmitt. Siempre nos vemos llevados de nuevo a la misma aporía: ¿cómo decidir entre, de una parte, el papel positivo y saludable de la soberanía del Estado-Nación y, por consiguiente, de la ciudadanía democrática, como protección contra las violencias internacionales (el mercado, la concentración mundial de capitales, así como la violencia terrorista y la diseminación de armamentos), y, de otra parte, los efectos negativos o limitativos de un Estado cuya soberanía sigue siendo una herencia teológica, que cierra sus fronteras a los no ciudadanos, monopoliza la violencia, controla sus fronteras, excluye o reprime a los no ciudadanos, etc.? ¿Cómo conciliar la autonomía incondicional y la heteronomía, a propósito de la cual se imponía a toda hospitalidad incondicional digna de ese nombre, a toda recepción del otro en tanto otro? La decisión, si es que la hay, es siempre decisión del otro. (Derrida, 2003).
Derrida (2005) concluye que es imperativo disociar la democracia del principio de soberanía. Contrasta la incondicionalidad de la soberanía con la incondicionalidad de la “democracia venidera” para defender los límites a la soberanía, por ejemplo mediante medidas constitucionales que pueda garantizar que se comparta entre diferentes partes y regular la forma en que se puede emplear. Por ello, en conclusión, no hay para el autor soberanía ni soberano o la bestia y el soberano, sino formas diferentes y a veces antagónicas de soberanía; y siempre se ataca a una de ellas en nombre de la otra. Esta es menos que nunca el equivalente de una destrucción. Pero reconocer que la soberanía es divisible, que se parte y reparte, incluso ahí donde queda algo de ella, es haber comenzado ya a deconstruir un concepto puro de soberanía que supone la indivisibilidad. Una soberanía divisible ya no es una soberanía digna de ese nombre, es decir, pura e incondicional.
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Notas1 No implica desconocer una discusión mucho más amplia, de la cual no nos ocuparemos aquí, sobre la naturaleza de la política y la deconstrucción de las características lógico-formales de los sistemas jurídicos nacionales. Al respecto ver Beardsworth (1996), Cornell (1992) y Gasché (2016).
2 Hay una apropiación de Bodin por parte de Schmitt, quien ve en él al primer teórico decisionista de la soberanía, el primer teórico de la excepción que autoriza al soberano a suspender el derecho, y a situarse por encima de la ley que él encarna.
3 Ver trabajos que refieren a ello como Bertelloni (2019) y Rivera García (2001).
4 Sobre la deconstrucción de Derrida de los conceptos schmittianos, cfr. Chun (2014).
5 Derrida (2009a) lo describe con la declaración de Javier Solana en 1999, en ese momento secretario general de la OTAN: “Estamos entrando en un sistema de relaciones internacionales en el cual los derechos humanos y los derechos de las minorías son cada vez más importantes, incluso más importantes que la soberanía” (p. 115).