DOI: http://dx.doi.org/10.19137/perspectivas-2019-v9n1a03
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Internacional (CC BY-NC-SA 4.0)
INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA
La autonomía de la voluntad en las relaciones afectivas de pareja1
Autonomy of de will in couple’s affective relationships
Ivana Cajigal Cánepa
Universidad Nacional de La Pampa,
Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas. Santa Rosa, Argentina
ivanacajigal@yahoo.com.ar
María Gabriela Manera
Poder Judicial. Santa Rosa, Argentina
gabimanera@hotmail.com
Cómo citar este artículo: Cajigal Cánepa, I. & Manera, M. G. (2019). La autonomía de la voluntad en las relaciones afectivas de pareja. Revista Perspectivas de las Ciencias Económicas y Jurídicas, Vol. 9, N° 1 (enero-junio). Santa Rosa: FCEyJ (UNLPam); EdUNLPam; ISSN 2250-4087, e-ISSN 2445- 8566. DOI: http://dx.doi.org/10.19137/perspectivas-2019-v9n1a03
Resumen: Si existe una rama dentro del derecho privado en general y del civil en particular donde en mayor medida sus institutos ha sido considerados predominantemente de orden público, ha sido el derecho de familia, o –si se prefiere y en reconocimiento de las diversas formas familiares– de “las familias”. Fiel reflejo de ello, en los códigos decimonónicos –del que nuestro Código Civil de Vélez Sarsfield no fue la excepción– y aun tras sus sucesivas reformas, las normas del derecho de familia se encontraban fuera del alcance de la autonomía de la voluntad, y por tanto, de la posibilidad de las partes de autorregular sus relaciones. Pero la sociedad ha ido mutando, exigiendo el reconocimiento de “otras formas de vivir en familia”, generando un cambio de paradigma que se traduce en una tendencia hacia la “privacidad y/o autonomía”, y por tanto, a un retroceso del orden público, donde las cuestiones familiares son en definitiva más privadas que públicas. Sobre este punto de partida, nos interesa en esta oportunidad analizar la relación entre dichos principios en las relaciones afectivas de pareja, en el entendimiento de que en ambos se refleja con una prevalencia cada vez mayor de la autonomía de la voluntad.
Palabras clave: Autonomía de la voluntad; Orden público; Familia; Pareja.
Abstract: If there is a branch within Private Law in general and Civil Law in particular where their institutions has been foremost considered to be of Public Order, it has been Family Law, or –if preferred and in recognition of the diverse family forms– of “Families’ Law”. True reflection of this, in the nineteenth-century codes –of which Vélez Sarsfield’s Civil Code was not an exception– and even after its successive reforms, rules of Family Law were beyond the scope of the autonomy of the will, and therefore, of the possibility of the parties to self-regulate their relationships. Nevertheless, society has been mutating, demanding recognition of “other ways of living as a family”, forging a change of paradigm that results in a tendency towards “privacy and/or autonomy”, and therefore, a step backwards from Public Order, where family issues are eventually more private than public. From this starting point, this time we are interested in analyzing the relationship between these principles in a couple’s affective relationship, on the understanding that in both is reflected, with an increasing prevalence, the autonomy of the will.
Keywords: Autonomy of the will; Public order; Family; Couple.
El Código Civil Velezano de 1869, fiel reflejo de su época, contenía un conjunto
de normas relativas al derecho “familiar” como institutos de orden público, quedando
fuera del alcance de los integrantes de la familia su configuración. Así,
el reconocimiento solo de la familia matrimonial, el matrimonio entre personas
del mismo sexo2 y su indisolubilidad, en virtud de la cual los futuros cónyuges
podían optar por casarse o no, pero si lo hacían les estaba impedido disolverlo voluntariamente;3 la ganancialidad como único sistema patrimonial del matrimonio
y la ausencia total de regulación de las uniones afectivas de hecho;4 la
patria potestad ejercida únicamente por el cónyuge hombre; la consideración
de la mujer casada como incapaz relativa de hecho; la distinción entre hijos
matrimoniales y extramatrimoniales y el otorgamiento de mayores derechos
a los primeros son ejemplos que evidenciaban la ideología del codificador del
siglo XIX.
Con el devenir del tiempo, la sociedad en general y la familia en particular han
ido mutando, volviéndose necesario reconocer otras formas de configuración
familiar, las que también merecen la protección del ordenamiento jurídico.
Lo expuesto no implica desconocer la importancia que la familia posee, la que
incluso es consagrada por tratados internacionales que componen entre nosotros
–tras la reforma de la Constitución Nacional de 1994– el denominado “bloque
de constitucionalidad”. Entre ellos, la Declaración Universal de los Derechos
Humanos señala que “... la familia es el elemento natural y fundamental de la
sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado;”5 principio
reiterado por el Preámbulo de la Convención de los Derechos del Niño6 que dispone:
Convencidos de que la familia, como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños, debe recibir la protección y asistencia necesarias para poder asumir plenamente sus responsabilidades dentro de la comunidad.
Se trata, pues, de proteger a la familia. Pero no a un único tipo de familia querido
por el Estado, sino a “las familias”; en el respeto a las diversas formas de vivir
“en familia” que en el ejercicio de su autonomía individual y familiar las personas
han elegido.
La contraposición entre orden público y autonomía de la voluntad es un clásico
que ha dado lugar a arduos debates doctrinarios. Para un mejor análisis de la
cuestión creemos conveniente esbozar una noción de cada uno de ellos.
A pesar de las dificultades que pone de manifiesto Borda (1999) para elaborar
el concepto de orden público, sostiene que “las palabras mismas están dando la
solución: una cuestión es de orden público cuando responde a un interés general, colectivo por oposición a las cuestiones de orden privado en las que solo juega
un interés particular” (p. 61).
Ahora bien, ¿qué entendemos por orden público? Se trata, pues, de un conjunto
de principios y valores que requieren especial tutela por parte del ordenamiento
por corresponderse con intereses generales y fundamentales de la sociedad;
razones que justifican una limitación de la autonomía de la voluntad protegida
por parte de la norma jurídica para poder así hacer prevalecer dichos
intereses por sobre los particulares.
De allí que las leyes de orden público son irrenunciables e imperativas, estando
vedado a las personas por acuerdo de voluntades dejar sin efecto las leyes en
cuya observancia aquel se encuentre interesado.
Ahora bien, la dificultad mayor se plantea en cuanto que las leyes, generalmente,
no señalan si se tratan de disposiciones de orden público o no, y por ende,
ello implica que la naturaleza de la norma deba ser interpretada por la doctrina
y la jurisprudencia.
Por otra parte, y sin perjuicio de lo expresado respecto a que el orden público
procura proteger el interés general de la sociedad, no debe olvidarse que este,
al igual que todos los demás principios generales que informan al ordenamiento
jurídico,
(...) se caracteriza por su variabilidad, mutabilidad y actualidad; por ello debe rechazarse toda tentativa de encerrarlo en un catálogo rígido. El conjunto de principios fundamentales que lo integran debe ser apreciado (…) en cada Estado, en cada caso concreto (…) en el momento de decidir (…) (Kaller de Orchansky, 1994: 142).
También es de resaltar que tradicionalmente ha sido criterio mayoritario el hecho
de que una de las características propias del derecho de familia esté representada
por el orden imperativo de casi todas sus disposiciones, razón por la cual en
principio existiría una mayor restricción al principio de autonomía de la voluntad.
No obstante ello, la jurisprudencia ha ido sentado una posición menos rígida.
Por ejemplo, en el año 1980, podemos citar el caso “Saguir y Dib”,7 en el que
dos progenitores solicitan la autorización para que su hija menor de edad pudiera
donar un riñón a su hermano que padecía una insuficiencia renal crónica.
En este caso se contraponía el derecho a la vida del receptor con el derecho a
la integridad corporal de la dadora, y por ende el quid del problema residía en
optar por una apreciación meramente teórica, literal y rígida de la ley que se
desinteresaba del aspecto axiológico de sus resultados prácticos concretos, o
bien una interpretación que contemplara las particularidades del caso, el orden
jurídico en su armónica totalidad, los fines que la ley persigue, los principios
fundamentales del derecho, las garantías y los derechos constitucionales, y el
logro de resultados concretos jurídicamente valiosos.
Las excepcionales particularidades de la causa comprometieron a nuestro Máximo
Tribunal a velar por la vigencia real y efectiva de los principios constitucionales,
a ponderar cuidadosamente aquellas circunstancias a fin de evitar que
la aplicación mecánica e indiscriminada de la norma conduzca a vulnerar derechos
fundamentales de las personas y a prescindir de la preocupación por
arribar a una decisión objetivamente justa en el caso concreto, lo cual podría ir
en desmedro del propósito de “afianzar justicia” enunciado en el Preámbulo de
la Constitución Nacional. Es que, en definitiva, los jueces no pueden prescindir
de la ratio legis y del espíritu de la norma.
Actualmente, como hemos expresado en las palabras introductorias, el principio
de orden público en las relaciones de familia le va cediendo espacio al
principio de la autonomía privada. Es que en definitiva no se trata de ponderar
un principio por sobre el otro, sino de encontrar una adecuada armonización
de ambos, que conlleve a una protección efectiva de los derechos de todas las
personas.
La autonomía de la voluntad es el poder de autodeterminación de la persona,
comprendiendo toda la esfera de libertad de cada persona. Es, pues, el ámbito
de libertad que le pertenece a cada una en tanto sujeto de derechos, tanto para
crear reglas de conducta para sí misma como así también en los diversos vínculos
que se constituyen con los demás, con la consiguiente responsabilidad que
ello implica en la vida social, como ámbito de ejercicio de sus facultades en la
solución de los conflictos familiares (De Castro y Bravo, 1971).
Asimismo, Zannoni (1990) ha expresado que la existencia de un ámbito reconocido
por la ley de “autonomía” en orden a los efectos atinentes a situaciones
que el conflicto familiar determina, se ha impuesto y sigue afianzándose como
directiva de las legislaciones más modernas.
El conflicto familiar implica diferentes controversias generadas por las partes,
que mayormente se solucionan de una manera más adecuada si son dichas partes
quienes aportan las soluciones en el ámbito de la autonomía privada. Y ello
da muchos mejores resultados que el que generaría una solución decidida por
un tercero por imperio de la ley como podría ser el juez.
No podemos dejar de observar que el mejor modo de efectivizar los intereses
familiares es a través de acuerdos razonablemente negociados por los interesados
en resolver el conflicto.
Prueba de ellos es el resultado altamente positivo de los acuerdos sobre ejercicio
de la responsabilidad familiar, el cuidado personal, los regímenes comunicacionales,
las prestaciones alimentarias que se celebran al momento de la
disolución del vínculo matrimonial, consiguiendo un fin más saludable para el
futuro de las personas involucradas en el conflicto ya sea directa o indirectamente
(adultos, niños, etc.).
Desde una perspectiva amplia la autonomía se identifica con la libertad y en
este sentido la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho que:
El concepto de libertad y la posibilidad de todo ser humano de autodeterminarse y escoger libremente las opciones y circunstancias que le dan sentido a su existencia, conforme a sus propias opciones y convicciones, es un derecho humano básico, propio de los atributos de la persona, que se proyecta en toda la Convención Americana.8
La incidencia de la autonomía de los sujetos en materia de derecho de familia,
y por ende su contractualización, es, como dijimos anteriormente, un fenómeno
actual reconocido por la doctrina y la jurisprudencia, con el que acordamos
plenamente.
Por contractualización9 de la familia se entiende el hecho de otorgar relevancia
cada vez mayor a los acuerdos de voluntad en la organización de las relaciones
familiares, incluyendo las cuestiones que tienen contenido patrimonial y las
que revisten carácter extrapatrimonial.
No existe uniformidad doctrinaria respecto a la utilización de la palabra “contractualización”;
siendo que muchos autores prefieren utilizar otra terminología
como autoregulación. En definitiva todos los términos encierran el mismo significado.
Ahora bien, si la autonomía se vincula a la libertad, no cabe extrañarse respecto
a que el fenómeno mencionado se vincule necesariamente con el proceso de
constitucionalización del derecho de familia. “En efecto se ha sostenido que
el presupuesto del paso de la concepción de la familia institucionalizada a la
constitucionalizada es la negociabilidad en el ámbito de la familia” (Barbalucca
y Gallucci, 2012: 3, citado por Kemelmajer de Carlucci, 2014: 7).
En el estado actual de la evolución del derecho, no cabe ya sostener una autonomía
absoluta de las diversas ramas del derecho, en el caso civil de familia
y constitucional, sino que por el contrario todo el derecho privado no puede
mirarse sino a través de los lentes de la Constitución Nacional, o si se prefiere
de la convencionalidad. Desde esta visión, puede concluirse que todo el derecho
se encuentra impregnado de derecho constitucional, surgiendo de allí sus
principios generales.
Ello ha generado la aparición de nuevos principios, entre los que podemos
mencionar, reproduciendo el texto de los Fundamentos con los que los
Dres. Lorenzetti, Kemelmajer y Highton (2012) acompañaron la Elevación al Poder Ejecutivo en marzo de ese año del Anteproyecto de Código Civil y Comercial
de la Nación:
(...) el de “democratización de la familia”, de tanto peso que algunos autores entienden que se ha pasado del derecho de la familia al derecho de las familias, ello se sustenta, entre otras razones en la amplitud de los términos del art. 14 bis de la Constitución Nacional que se refiere de manera general a la “protección integral de la familia”.
Como es sabido, la autonomía privada está sometida a los principios que
emanan de la Constitución, de allí que en todo caso, dentro o fuera del ámbito
familiar, toda vez que se menciona la protección constitucional de la autonomía
individual se hace referencia a los derechos de los que se puede disponer.
Es que, en definitiva, la autonomía es una faceta del derecho a la intimidad,
cuyo punto de partida es el artículo 19 de nuestra Carta Magna, que si bien
reconoce su origen en las relaciones personales surgidas del contrato,10 se
ha ido expandiendo hacia otras ramas del derecho, como es el caso de las
relaciones familiares.
Este proceso de internacionalización y “humanización” del derecho de familia,
que, como hemos expresado, se ha profundizado a partir de la reforma constitucional
de 1994, nos conduce a repensar los institutos propios de esta rama del
derecho privado de acuerdo a los principios sentados por la doctrina internacional
de los derechos humanos. Rey Galindo (2012), en opinión que compartimos,
expresa que:
(...) los postulados constitucionales de los arts. 33 y 75 inc. 22 y 23, han obligado a los operadores del derecho a releer y repasar las normas del derecho interno a la luz de los nuevos arquetipos, siempre con una actitud positiva a todo aquello que nos asegure los beneficios de la libertad y la autonomía de la voluntad, teniendo como límite el respecto a los derechos humanos (p. 126).
Así, en materia de disponibilidad de derechos fundamentales y de la personalidad ha habido una gran evolución que ha sido acompañada por la jurisprudencia. A modo de ejemplo, uno de los innumerables que podemos citar se encuentra en el fallo que indica:
Aún resuelta la procedencia de la acción de impugnación del reconocimiento de la paternidad, corresponde hacer lugar a la petición de uno de los menores oportunamente reconocidos, en el sentido de conservar el apellido de quien había efectuado el reconocimiento ahora impugnado, por ser así conocido en toda su vida de relación, circunstancia que justifica que lo mantenga (…).11
Como se advierte en el extracto transcripto, un atributo de la personalidad en
principio indisponible, como lo es el nombre, aparece dominado por la voluntad
de conservarlo, basado en un derecho fundamental cual es el derecho a la identidad
en la perspectiva de su faz dinámica.
Quizás uno de los ámbitos donde con más claridad se observa la mayor apertura
del Código a la autonomía de la voluntad a la que venimos refiriendo es el relativo
a las relaciones afectivas de pareja. De allí que en los párrafos que siguen
nos avocaremos a analizar cómo se conjuga en ellas la aludida “tensión” entre
los principios indisponibles de orden público y la autonomía de la voluntad.
Hemos anticipado que durante los más de ciento cincuenta años de vigencia del
Código de Vélez Sarsfield, el margen de autonomía de la voluntad con que las
personas desenvolvían su vida diaria se encontraba significativamente limitado,
circunstancia particularmente palmaria en el ámbito del derecho de familia.
Recordemos que en su redacción original el Código Civil (ley 340) de 1869 no
regulaba el régimen jurídico del matrimonio, institución que se mantuvo en el
ámbito exclusivamente religioso, debiendo por tanto los cónyuges contraer matrimonio
dentro de aquel. El matrimonio civil fue recién incorporado en 1888 por
la ley 2393, luego abrogada por ley 23.515 de 1987. En todas ellas, solo se reconocía
efectos jurídicos al vínculo matrimonial celebrado entre dos personas de
diferente sexo; admitiéndose luego, tras la reforma introducida por la ley 26.618
de 2010, que los contrayentes pudieran serlo también del mismo sexo.
De todos modos y más allá de esta y otras reformas que aunque importantes habían
sido parciales, insistimos, no fue hasta el 1º de agosto de 2015 cuando nuestra
norma de fondo dio paso al reconocimiento de un mayor margen de libertad
al momento de elegir la forma en la que cada uno decidiera vivir en familia.
Seguidamente, nos introduciremos en la impronta que en nuestra opinión impregna
toda la legislación relativa al derecho de las familias cada vez más inclinada
hacia el reconocimiento de la autonomía de la voluntad, analizando
comparativamente la regulación del matrimonio y de las uniones convivenciales
antes y después de 2015.
a) Autonomía y matrimonio
Sin perjuicio de lo apuntado respecto a la posibilidad de celebrarlo entre personas del mismo o diferente sexo con igualdad de efectos jurídicos, la regulación que la norma de fondo vigente realiza del matrimonio presenta otras características que denotan claramente la intención de los autores del Anteproyecto de Código Civil y Comercial del año 2012, que expusieron en los Fundamentos del mismo:
El avance de la autonomía de la voluntad en el derecho de familia no es ajeno al ámbito del derecho matrimonial. Precisamente, ha sido en este campo en el cual la jurisprudencia y doctrina nacional y comparada muestra un desarrollo exponencial del principio previsto en el artículo 19 de la Constitución Nacional; prueba de ello son diversas sentencias que declaran la inconstitucionalidad de algunos artículos del Código Civil por atacar el principio de libertad de los cónyuges en la construcción, vida y ruptura matrimonial. El anteproyecto amplía la aptitud de decisión de los integrantes del matrimonio. La mirada rígida sobre las relaciones humanas familiares, bajo la excusa de considerar todo de orden público, contraría la noción de pluralismo que pregona la doctrina internacional de los Derechos Humanos. En efecto, existe un derecho a la vida familiar y, consecuentemente, la injerencia estatal tiene límites (Lorenzetti, Kemelmajer y Highton, 2012: 73).
Una de las modificaciones sustanciales que introduce el nuevo Código es la posibilidad
de los contrayentes de celebrar convenciones matrimoniales, aunque
en este aspecto se ha optado por una postura intermedia. Así, sin perjuicio de
admitir la posibilidad de su celebración, el artículo 446 limita su contenido a
solo cuatro posibles objetos: la designación y avalúo de los bienes, las deudas,
las donaciones entre cónyuges y la opción expresa por alguno de los sistemas
patrimoniales que se prevén.
Respecto a este último aspecto, debe decirse que si bien los contrayentes pueden
dejar de lado en ejercicio de su autonomía el sistema de ganancialidad
previsto supletoriamente, no pueden tampoco elegir “libremente” la forma en
que desean administrar y/o disponer de los bienes, ya que si desean apartarse
del sistema de comunidad de ganancias, se verán obligados a optar por una
única posibilidad: el de separación de bienes, con los alcances y en la forma
dispuesta por la norma,12 pero sin poder derogar por convención ni anterior ni
posterior a la celebración del matrimonio salvo disposición legal expresa (art.
454 CCyCN). –aun estando plenamente de acuerdo en hacerlo– el “piso de mínimos”
o “régimen primario”.13
Este “piso de mínimos” encuentra su fundamento en los principios de solidaridad
y responsabilidad familiar, constituyendo una barrera insoslayable a la autonomía
de la voluntad, que en definitiva redunda en el reconocimiento de la
igualdad y dignidad de cada contrayente, de toda persona, independientemente
de la forma en la que decidan llevar adelante su vida matrimonial.
De allí que el Código Civil y Comercial prohíba a los cónyuges disponer de la
vivienda familiar y de los muebles indispensables de ella sin contar con el asentimiento
del otro (art. 456 CCyCN); faculta a cualquiera de ellos a pedir la atribución
de la vivienda familiar sin importar si esta es un bien propio de cualquiera
de ellos o ganancial (art. 443 CCyCN); obliga a ambos a contribuir a las cargas
del hogar en proporción a sus recursos; si bien se reconoce en principio la irresponsabilidad
del cónyuge por deudas contraídas por el otro, excepcionalmente
responden ambos de manera solidaria cuando dichas obligaciones hayan sido
contraídas por el otro para solventar las necesidades ordinarias del hogar o el
sostenimiento y educación de los hijos. El último aspecto que integra este “piso
mínimo obligatorio” al que venimos aludiendo es la obligación alimentaria, que se funda en el deber de asistencia mutua, y respecto del cual el Código distingue
dos momentos: durante la convivencia y la separación de hecho los cónyuges
se deben alimentos recíprocamente; pero con posterioridad al divorcio solo
son debidos cuando las partes en ejercicio de su autonomía de la voluntad así lo
acordasen o bien en forma obligatoria frente a los supuestos excepcionales de
que quien los reclama padezca una enfermedad grave preexistente al divorcio
que le impida autosustentarse o no tenga recursos propios suficientes ni la posibilidad
de procurárselos (en cuyo caso no pueden tener una duración superior
a la del matrimonio ni pueden fijarse a favor de quien es beneficiario de una
compensación económica).
Como observamos, el derecho de elegir entre el sistema de comunidad de ganancias
o de separación de bienes se erige como uno de los aspectos que en
las uniones matrimoniales denotan el mayor ámbito al ejercicio de la autonomía
de la voluntad que venimos señalando, mereciendo también ser destacado que
dicha opción no solo se verifica al momento de la celebración de las mentadas
convenciones matrimoniales, sino que puede modificarse por escritura pública14 por los cónyuges mayores de edad tantas veces como así se decida de
común acuerdo, siempre que transcurra al menos un año del sistema anteriormente
en vigencia.
Otro aspecto donde se observa el reconocimiento de mayor autonomía de las
partes es en el abordaje que realiza el nuevo Código de los denominados “deberes
conyugales”. De acuerdo a los artículos 198 y 199 del Código Civil velezano,
tras su reforma por la ley 23.515, los deberes conyugales eran cuatro: fidelidad,
asistencia, alimentos y cohabitación. La nueva norma, si bien mantiene el deber
alimentario que se deben los cónyuges,15 como expresión de la debida asistencia
mutua por aplicación del principio de solidaridad familiar, en relación a
los deberes de convivencia y fidelidad es necesario efectuar algunas consideraciones
particulares.
En cuanto al deber de convivencia, debe recordarse que no estaba regulado en
el Anteproyecto de Código Civil y Comercial, en el entendimiento de que si bien
la cohabitación posee un fuerte contenido axiológico, opciones particulares de
los cónyuges en el ejercicio de su derecho a elegir la forma en la que quieren
vivir en familia podían justificar la decisión de no convivir sin perjuicio de tener
la intención de desarrollar en común un proyecto de vida; v. g., el supuesto
de contrayentes en segundas o terceras nupcias con hijos respecto de quienes
detentan ambos el cuidado personal. Pero finalmente, durante el trámite parlamentario,
se incluyó como deber jurídico la convivencia, sin perjuicio de lo
cual, y en el marco de un sistema incausado en el divorcio, el incumplimiento de este deber no genera sanción jurídica alguna. Al respecto, Marisa Herrera (2015)
expresa:
En otras palabras y como contracara de la misma moneda, al desaparecer la causal de divorcio culpable de abandono voluntario del régimen actual, el deber de cohabitación no generaría ningún efecto ante su incumplimiento y por lo tanto, queda inexorablemente en el plano axiológico o moral, más allá de que el texto efectivamente sancionado lo mencione como un deber jurídico. Esta es la única interpretación posible en el contexto del Código fundado, entre otros principios, en el de autonomía y libertad, de conformidad con la manda del artículo 19 de la Constitución Nacional (p. 678).
Finalmente, respecto al deber de fidelidad, este subsiste en la redacción del
Código Civil y Comercial, pero no ya como deber jurídico, sino moral. Así, su
eventual incumplimiento queda también reservado al ámbito de la privacidad
personal y familiar, sin generar consecuencias jurídicas; y ello así congruentemente
con el mencionado régimen de divorcio incausado. Ahora bien, la incorporación
al texto legal de un deber que la propia norma califica como “moral”, y
dado el fuerte valor axiológico que en nuestra sociedad representa en el marco
de las relaciones estables de pareja la fidelidad, ha llevado a la doctrina a preguntarse
si su violación no podría traer como consecuencia la generación de un
daño indemnizable.
Pero el mayor margen a la autonomía de la voluntad al que venimos aludiendo
no solo se verifica al momento de la celebración del matrimonio y el desenvolvimiento
de la vida conyugal, sino que en consonancia con ello, también se
manifiesta al momento de su disolución, en el que el/los cónyuge/s gozan de un
amplio margen de libertad para poner fin a la comunidad de vida y para regular
los efectos propios del estado de divorciados. Así, dejando de lado el sistema
de la ley 23.515, se prevé como única opción el divorcio incausado, sea unilateral
o bilateral, y sin plazos mínimos para la solicitud. Es que, en definitiva, si todo
el Código se enmarca en los principios constitucionales y convencionales de
libertad y autonomía, un matrimonio necesita la voluntad recíproca de las dos
personas que lo constituyen no solo al momento de su celebración, sino durante
su desarrollo, de modo tal que si una de ellas, y aunque fuere una sola, no desea
continuar casada sería contradictorio que “se la obligase” a estarlo frente a la
falta de conformidad de su cónyuge o bien por aspectos formales de la norma.
La ley no puede obligar a mantener un vínculo en violación a la libertad y autonomía
personal de alguien que ya no quiere sostenerlo con el único fundamento
de propender a la protección de un interés general abstracto de la sociedad.
Finalmente, debe recordarse que sin perjuicio de que el divorcio solo puede
ser declarado judicialmente,16 se reconoce a las partes que en ejercicio de su
autonomía de la voluntad puedan optar por regular privadamente los efectos
del mismo.
Prueba de ello es que la petición de divorcio, si bien puede ser unilateral o
bilateral, debe contener una propuesta o un convenio regulador de sus consecuencias
(arts. 438 y 439 CCyCN) en el que ambos cónyuges o uno de ellos
expresen cómo desean regular los efectos derivados del divorcio, tanto en relación
a los vínculos entre ellos como en relación a los hijos menores de edad,
cuando los hubiere. Se reconoce, pues, que son las partes quienes en mejores
condiciones se encuentran para resolver pacíficamente la forma en que desean
continuar con el desenvolvimiento de la vida familiar post-divorcio. Son las personas,
en tanto protagonistas de sus propios conflictos, a quienes se reconoce
en primer término el derecho a decidir cómo quieren continuar su vida, y solo
intervendrá un tercero como ultima ratio del sistema ante la falta de acuerdo
de los cónyuges.
En relación a la importancia de la incorporación legislativa de los alcances del
convenio regulador de los efectos del divorcio, Marisa Herrera (2015) expresa
que este:
(...) constituye una de las herramientas más relevantes que ha mostrado la práctica judicial en materia de divorcio, siendo que lo más importante es que los propios cónyuges puedan arribar a un acuerdo sobre los diferentes efectos que se derivan del divorcio. El convenio regulador se encuentra revalorizado en el Código, ostentando un lugar de privilegio fundado en el principio de libertad y autonomía de los cónyuges (p. 744)
Otro instituto que representa una novedad normativa en nuestro ordenamiento
jurídico, combina los principios de autonomía de la voluntad, responsabilidad y
solidaridad familiar, es la compensación económica, (art. 441 y cc. CCyCN), que
puede ser solicitada cuando el divorcio le provoque un desequilibrio manifiesto
que evidencie un empeoramiento de su situación, en tanto la misma reconozca
como causa el vínculo matrimonial y su ruptura. Dicha compensación puede ser
acordada por los cónyuges en ejercicio de su autonomía, y si ello no fuera así,
podrá ser demandada judicialmente y determinada por el juez, tanto en relación
a su procedencia, monto y forma en que se sufragará y tiempo durante el cual
deberá abonarse.
En síntesis, vemos cómo el legislador de 2014/2015 ha sido extremadamente
cuidadoso en guardar un adecuado equilibrio entre el reconocimiento de
la autonomía de la voluntad como un principio fundamental que redunda en
el respeto de la dignidad humana y las normas de orden público, y por tanto
imperativas. Al respecto, resultan elocuentes las palabras de Peracca (2015):
El principal desafío para lograr adecuar el ordenamiento interno a los postulados de derechos humanos contenidos en el bloque constitucional en el ámbito de las relaciones económicas del matrimonio fue, partiendo del principio de igualdad jurídica de los cónyuges, combinar el influjo de la libertad de cada uno de ellos atendiendo a su dignidad y a los cimientos esenciales de la vida matrimonial, y solidaridad impuesta y redefinida por el bloque constitucional como responsabilidad familiar. Ello, pues queda claro que los integrantes de la familia no pueden gozar de libertad absoluta o irrestricta por hallarse involucrados los derechos de los demás integrantes del grupo y los de los terceros (p. 87).
b) Autonomía y uniones convivenciales
Otro aspecto importante a destacar es que el Código velezano guardaba silencio
respecto de las “uniones de hecho”, “concubinato”, “uniones convivenciales”
o como prefiera denominarse al vínculo estable de pareja no matrimonial,
definida por el Código Civil y Comercial en su artículo 509 como aquellas
“… relaciones afectivas de carácter singular, pública, notoria, estable y permanente
de dos personas que conviven y comparten un proyecto de vida común,
sean del mismo o de diferente sexo”.
Ahora bien, más allá de la referida ausencia de regulación en el Código de Vélez
Sarsfield, debe recordarse que ya hace varios años nuestra legislación había ido
dando paso al reconocimiento de efectos jurídicos a estas formas de decidir
ser pareja. A modo de ejemplo, debemos recordar la Ley 23.091 de Locaciones
Urbanas,17 que en su artículo 9º establecía, frente al abandono de la locación o
el fallecimiento del locatario, la continuidad de la relación locativa hasta el vencimiento
del plazo del contrato a favor de quien acreditara haber convivido con
el locatario y haber recibido del mismo ostensible trato familiar.
A su vez, debe tenerse en cuenta que varias leyes especiales, que mantienen
su vigencia tras la sanción del Código Civil y Comercial, ya reconocían algunos
derechos a favor del conviviente. Entre ellas, la Ley 24.417 de Protección
contra la Violencia Familiar, en su artículo 1º, comprende dentro de la noción
de grupo familiar tanto el que se origina en el matrimonio como en las uniones
de hecho; la Ley 24.193 de Trasplantes de Órganos y Materiales Anatómicos,
en su artículo 15, reconoce entre los posibles receptores de ablaciones
entre vivos al cónyuge y a quien sin serlo conviva con el donante en relación
de tipo conyugal no menor de tres años, o de dos si tuvieren hijos en común;
la Ley 20.744 de Contrato de Trabajo, en su artículo 248, en caso de muerte
del trabajador, reconoce el derecho a cobrar la indemnización correspondiente
a la viuda y a la mujer que hubiere vivido públicamente con aquel en
aparente matrimonio durante al menos los dos años anteriores al deceso
cuando el trabajador hubiere sido soltero o viudo, o bien cinco años si fuere
divorciado o separado de hecho; la ley 24.241 de jubilaciones y pensiones, en
su artículo 53, reconoce el derecho a pensión de la viuda o del viudo como
así también del o la conviviente cuando haya existido convivencia pública
durante los cinco anteriores al fallecimiento, tiempo que se reducirá a dos
años si hubiera descendencia; la Ley 26.529 de Derechos del Paciente en su
relación con los Profesionales de Instituciones de la Salud, en su artículo 4º y
19, equipara al cónyuge con quien sin serlo conviva o esté a cargo de la asistencia
o cuidado del paciente entre las personas a quienes se puede brindar
información sanitaria cuando este se encuentre imposibilitado de recibirla,
como así también entre los legitimados para solicitar la historia clínica; la
Ley 26.862 de Reproducción Medicamente Asistida, en su artículo 8º, brinda cobertura a las prácticas que se realicen tanto con gametos del cónyuge, de
un donante o de una pareja conviviente o no.
Sin perjuicio de que dichas normas mantienen su vigencia tras el Código Civil
y Comercial, se volvía necesario reconocer esta configuración familiar que
cada vez más personas deciden adoptar. Al respecto, sostiene Natalia de la
Torre (2015):
Las razones de esta incorporación son varias y responden a los bastiones axiológicos en los que se asienta el CCyC: a. principio de realidad; b. derecho privado constitucionalizado –principalmente, el principio de igualdad y no discriminación, en el marco de una sociedad plural o multicultural–; c. seguridad jurídica en protección de los más vulnerables (p. 195).
En este sentido, entendemos que la incorporación de la figura de las uniones
convivenciales al Código responde a la decisión legislativa de darle protección
jurídica a una forma especial de vivir en familia cada vez más prolífera y respecto
de la cual no se podía ya seguir guardando silencio. Se trata de proteger esta
forma de vivir en familia, fijando un régimen propio en el que se disponen los
derechos y obligaciones de los convivientes, sustrayéndolas de la discrecionalidad
judicial.
En los Fundamentos, los autores del Anteproyecto justifican la inclusión:
En la tensión entre autonomía de la voluntad (la libertad de optar entre casarse y no casarse, cualquiera sea la orientación sexual de la pareja) y orden público (el respeto por valores mínimos de solidaridad consustanciales a la vida familiar) el Anteproyecto reconoce efectos jurídicos a las convivencia de pareja, pero de manera limitada. Mantiene, pues, diferencias entre las dos formas de organización familiar (la matrimonial y la convivencial) que se fundan en aceptar que, en respeto por el artículo 16 de la Constitución Nacional, es posible brindar un tratamiento diferenciado a modelos distintos de familia.
Al referirnos a la regulación de las uniones convivenciales en el Código Civil
y Comercial, debemos señalar que en ellas se evidencia un ámbito aún mayor
librado a la autonomía de la voluntad. Así, y a diferencia de lo expuesto en
relación al matrimonio, los convivientes pueden pactar libremente respecto al
régimen económico en el marco del cual llevarán adelante su convivencia; sin
perjuicio de lo cual –a falta de pacto inscripto– supletoriamente se establece
que cada conviviente ejerce libremente la administración y disposición de los
bienes de su titularidad, con restricciones respecto a la vivienda familiar y muebles
indispensables.
De todos modos, también en estas uniones de hecho, vemos cómo el Código
procura equilibrar la autonomía de la voluntad de los convivientes con algunos
principios de orden público, fijando un “piso de mínimos”, que por imperio de
la solidaridad familiar no pueden ser dejados de lado por acuerdo de partes.
Así, se establece durante la convivencia el deber recíproco de asistencia,18 la contribución a los gastos del hogar, la solidaridad por las deudas contraídas
para solventar las necesidades ordinarias del hogar o el sostenimiento y
la educación de los hijos comunes y la prohibición –si la unión convivencial se
encuentra inscripta– de disponer sin el asentimiento del otro conviviente, de los
derechos sobre la vivienda familiar y de los muebles indispensables de esta;19 y finalmente, el derecho a la atribución del uso del inmueble sede de dicha
unión convivencial por el plazo máximo de dos años cuando se tengan a cargo
el cuidado de hijos menores de edad, con capacidad restringida o con discapacidad,
o se acredite la extrema necesidad de una vivienda y la imposibilidad de
procurársela en forma inmediata por sí mismo (art. 526 CCyCN).
A modo de conclusión podemos señalar –siguiendo la postura de Kemelmajer
(2014)– que las modificaciones señaladas precedentemente responden a las
transformaciones sociales y culturales desde los años 60, en virtud de las cuales
la familia paulatinamente ha dejado de concebirse como una institución jerárquica
en cuya cumbre está solo el padre, para “vivirse” como un vínculo afectivo
en el que las decisiones en torno a su organización y funcionamiento son más
bien el resultado de relaciones democráticas entre todos los integrantes del
grupo; y en donde la solidaridad reemplaza a la autoridad.
La autonomía de la voluntad en el derecho civil en general y en particular en el
ámbito del derecho de familia ha tenido siempre un estrecho margen dentro de
un conjunto de institutos donde el orden público tenía primacía. Sin embargo, la
sociedad ha demostrado que es en el ámbito familiar donde la privacidad cobra
especial importancia y la reivindicación de la libertad individual y de pareja se
torna más evidente.
En este contexto, en el actual Código Civil y Comercial, en consonancia con los
tratados de derechos humanos que componen el bloque de constitucionalidad,
confluyen los principios de democratización de la familia con el de igualdad, autonomía
de la voluntad, dignidad, igualdad, buena fe y solidaridad familiar entre
otros principios clásicos que justifican el avance de la autonomía de la voluntad
por sobre el principio de orden público.
De esta forma, y haciéndose eco de los cambios que ha ido evidenciando la
sociedad, y que se acrecentaron en particular desde la segunda mitad del siglo
pasado, la regulación que el Libro Segundo del Código Civil y Comercial de la
Nación propone sobre las “Relaciones de Familia” denota una mayor apertura
hacia el reconocimiento de la posibilidad de las personas de autorregular tanto
las relaciones patrimoniales como extrapatrimoniales.
El Estado, a través del ordenamiento jurídico, debe abstenerse de efectuar injerencias
arbitrarias en la vida personal y familiar. Este principio, propio de las
normas internacionales de derechos humanos,20 no podía mantenerse ajeno al
derecho de fondo.
Actualmente no es ya sostenible una mirada rígida sobre las relaciones humanas
familiares bajo la excusa de considerar todo de orden público, ya que ello
contraría la noción de pluralismo que pregona la doctrina internacional de los
derechos humanos.
De allí que en los Fundamentos del Anteproyecto de Código Civil y Comercial
de 2012 se lee:
En la tensión entre autonomía de la voluntad (la libertad de optar entre casarse y no casarse, cualquiera sea la orientación sexual de la pareja) y orden público (el respeto por valores mínimos de solidaridad consustanciales a la vida familiar) el Anteproyecto reconoce efectos jurídicos a la convivencia de pareja, pero de manera limitada. Mantiene, pues, diferencias entre las dos formas de organización familiar (la matrimonial y la convivencial) que se fundan en aceptar que, en respeto por el artículo 16 de la Constitución Nacional, es posible brindar un tratamiento diferenciado a modelos distintos de familia (Lorenzetti Ricardo Luis, Highton de Nolasco Elena, Kemelmajer de Carlucci Aida, 2012).
El derecho de toda persona a elegir llevar adelante un proyecto de vida autorreferencial
en las relaciones de familia implica el reconocimiento de una libertad
individual en dos facetas diferenciadas, pero autoimplicadas: tanto referida a
los sujetos de la relación jurídica familiar como al contenido de dicha relación.
Prueba de ello es lo expuesto respecto a las relaciones de pareja matrimoniales
y a las uniones convivenciales.
Reconociendo como un derecho humano la posibilidad de toda persona de
elegir la configuración familiar que desee, aplaudimos el mayor espacio que
brinda el Código Civil y Comercial a la autonomía de voluntad en las relaciones
afectivas de pareja, en un dedicado equilibrio con normas de orden público que
subsisten y que en definitiva redundan en la necesidad del Estado de proteger
principios jurídicos fundamentales, tales como la dignidad, la solidaridad,
la igualdad, la protección de vulnerable, la responsabilidad familiar, entre otros.
Principios cuya existencia no debe ser entendida como una limitación caprichosa
o una intromisión arbitraria del Estado, sino –reiteramos– como una protección
jurídica a los derechos humanos fundamentales.
En definitiva, como sostiene Nino (1989):
La autonomía personal es la capacidad que tenemos los seres humanos de decidir qué queremos hacer con nuestras vidas, de diseñar y poner en marcha nuestro propio plan vital, tal como lo sostenía Emmanuel Kant. Sin embargo, para que esa autonomía pueda ser efectiva, para que la libertad pueda ser desarrollada, las personas debemos contar con opciones reales que muchas veces no podemos tener sin la ayuda del Estado.
Notas:
1 El presente artículo ha sido confeccionado sobre base de la ponencia presentada en las I Jornadas Pampeanas de Derecho de las Familias, Infancia y Adolescencia, defendida en el Congreso Internacional de Derecho de las Familias, Infancias y Adolescencias, y enriquecida con los debates suscitados en la comisión Contractualización de las relaciones familiares patrimoniales. Empresa familiar, pactos convivenciales y convenio regulador. Asimismo, este trabajo ha sido ganador del premio a la mejor ponencia en la categoría docente en las I Jornadas Pampeanas homónimas llevadas a cabo en la FCEyJ, UNLPam.
2 En julio de 2010, mediante la sanción de la ley 26.618, al modificarse, entre otros, el art. 172 del Código Civil entonces vigente, se suprimió del texto legal el requisito de que el consentimiento matrimonial debía ser prestado por un “hombre y mujer”, pudiendo por tanto a partir de aquel momento otorgarse por personas del mismo o de diferente sexo.
3 Recordemos que fue recién a partir de la sanción de la ley 23.515, publicada en el BO el 12 de junio de 1987 cuando se admitió como causa de disolución del vínculo matrimonial la sentencia de divorcio vincular.
4 Situación que se mantuvo hasta la sanción de la ley 26.994 (BO, 08 de octubre de 2014), por la cual se derogó el Código Civil, instituyéndose en su reemplazo el Código Civil y Comercial de la Nación, cuya vigencia operó desde el 1º de agosto de 2015.
5 Artículo 16.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada y proclamada por la resolución 217 A (III) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948.
6 Adoptada de manera unánime por todos los 78 Estados miembros de la Organización de Naciones Unidas, por resolución 1386 (XIV), el 20 de noviembre de 1959.
7 Sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación del 06 de noviembre de 1980. ID SAIJ: FA80000000.
8 Extracto de la sentencia “Artavia Murillo vs. Costa Rica” de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del 28/11/2012.
9 Sin perjuicio de que algunos autores prefieran hablar de autorregulación de las relaciones familiares.
10 Inserto en el ordenamiento jurídico nacional en el artículo 1197 del Código Civil vigente hasta el 31 de julio de 2015.
11 Fallo emitido por la Cámara de Familia de Córdoba N° 1, de fecha 08/06/2012, publicado en la Rev. Derecho de Familia, 2013-I-139.
12 Previsto en el Capítulo 3 (Régimen de Separación de Bienes), Título II (Régimen Patrimonial del Matrimonio), Libro II (Relaciones de Familia).
13 Que se regula en la Sección 3ª (Disposiciones comunes a todos los regímenes) del Capítulo 1 (Disposiciones Generales), Título II (Régimen Patrimonial del Matrimonio), Libro II (Relaciones de Familia).
14 La que deberá ser inscripta marginalmente en la partida de matrimonio para surtir efectos respecto de terceros.
15 Al que ya nos hemos referido anteriormente.
16 Dejando de esta forma de lado la posibilidad de los divorcios decretados administrativa o notarialmente.
17 Hoy derogada por la ley 26.994 (Código Civil y Comercial de la Nación).
18 De acuerdo al artículo 519 CCyCN. Nótese aquí una diferencia sustancial con el matrimonio, en el que la asistencia es debida durante el mismo, pero también durante la separación de hecho y en algunos casos excepcionales que hemos explicado aún después del divorcio.
19 Respecto de las cuales no hay diferencia alguna con el “piso de mínimos” del matrimonio (arts. 520, 521 y 522 CCyCN).
20 Al respecto, el art. 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos; el V de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; el art. 17.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; y el 11.2 y 3 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
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Fecha de recepción: 15/9/2018
Fecha de aceptación: 30/10/2018