DOI: http://dx.doi.org/10.19137/circe-2017-210204
ARTÍCULOS
La tradición clásica y el nacionalismo argentino: un caso de transferencia cultural
The Classical Tradition and the Argentine Nationalism: a Case of Cultural Transfer
Mariano Javier Sverdloff
[Universidad de Buenos Aires - Conicet]
[marianojavs@yahoo.com.ar]
Resumen: El presente trabajo analiza la construcción de la idea de tradición clásica en el contexto de las transferencias culturales del nacionalismo argentino, con especial énfasis en los fenómenos de la importación y la traducción. Nuestra hipótesis es que la llamada ‘tradición occidental’ –la herencia grecolatina y el cristianismo–, no es percibida por los nacionalistas como una alteridad sino, por el contrario –en términos esencialistas–, como un origen. A partir de estas consideraciones trazaremos las coordenadas generales de este cruce entre pasado clásico y nacionalismo, y discutiremos los presupuestos metodológicos que proponemos para analizar esta invención nacionalista de la tradición clásica.
Palabras clave: Tradición clásica; Nacionalismo; Fascismo; Transferencias culturales; Retóricas identitarias
Abstract: This paper analyzes how argentinian nationalism designs its own idea of classical tradition in the general context of cultural transfers, with special emphasis on the phenomena of importation and translation. Our hypothesis is that the so-called ‘Western tradition’ –the Greco-Roman heritage and Christianity– is not perceived by the nationalists as an ‘alterity’ but, on the contrary –in essentialist terms– as an origin. Thus we intend to describe the this encounter between classic past and nationalism, and to propose a methodological frame for this nationalist invention of classical tradition.
Keywords: Classical tradition; Nationalism; Fascism; Cultural transfers; Rhetoric of identity
El presente trabajo analiza la producción del valor clásico en el contexto de las transferencias culturales del ‘nacionalismo argentino de derecha’ (Lvovich 2006). Estas transferencias recurren constantemente a la importación y la traducción, lo cual supone una cierta continuidad con otros procesos culturales latinoamericanos, que también unían importación y nacionalismo, como es el caso de las vanguardias. Sin embargo, como se sabe, a diferencia de las distintas formas de modernización cosmopolita, los fenómenos de la traducción y la importación resultan sospechosos para la xenofobia del nacionalismo de derecha. Nuestra hipótesis es que el valor clásico permite tramitar esa resistencia a la traducción y/o a la importación: para los nacionalistas, lo que se traduce o importa no sería una alteridad sino lo que estaba en el origen, lo mismo, la tradición occidental entendida como el producto de la herencia grecolatina y el cristianismo. Antes que importación, entonces, confirmación de una continuidad histórica y cultural. Para sostener esta argumentación, el nacionalismo argentino de derecha hace una lectura selectiva de la ‘tradición occidental’, a la que entiende de forma esencialista e identitaria como una entidad cerrada, que se opondría a otros bloques geopolíticos o a la ‘barbarie’ en términos generales. Más aún, la tradición clásica no solo es invocada para legitimar estos procesos de traducción e importación, sino también para justificar los diversos posicionamientos políticos. Se trata pues de un proceso de transnacionalización y politización de los clásicos: transnacionalización, porque estos usos o invenciones siempre están ‘triangulados’ por la mediación de los flujos culturales entre Europa y América latina; politización, porque los clásicos son invocados en la polémica, fuertemente polarizada, del nacionalismo de derecha en contra del llamado demo-liberalismo.
A partir de estas consideraciones trazaremos en las páginas que siguen las coordenadas generales de este cruce entre pasado clásico y nacionalismo, y explicitaremos los presupuestos metodológicos desde los cuales proponemos analizar esta invención identitaria de la tradición.
¿Qué funciones cumplen los clásicos en los diversos discursos literarios y políticos? ¿Y cómo operan estas referencias dentro de cada discurso, lejos de la pátina de intemporalidad a menudo atribuida a los clásicos por las lecturas que celebran una supuesta continuidad de la tradición? Este tipo de preguntas han guiado a varios estudios recientes, algunos literarios como Classics and the Uses of Reception (2006), coordinado por Charles Martindale y Richard F. Thomas, o Antiquité latine et décadence (2001), de Marie-France David; y a otros de historia cultural, como Le National-Socialisme et l’Antiquité (2008) de Johann Chapoutot o From Ancient to Modern : the Myth of Romanità during the Ventennio Fascista (2011) de Jan Nelis. En estos estudios se observa el pasaje de una lógica de la ‘influencia’ a una lógica del ‘uso’, un cambio de perspectiva que enfatiza, como diría H. R. Jauss, la importancia del contexto de recepción. Donde la filología dura veía ‘errores’ y ‘lagunas’ de la transmisión, se debe advertir más bien una discontinuidad que produce sentido y que, por tanto, debe ser interpretada.
Esta es una observación crucial para los usos modernos de los clásicos en general, y para el contexto argentino del siglo XX en particular, un contexto que se define por el conocimiento indirecto y fragmentario de las fuentes clásicas, a menudo en traducción, por el filtro de diversas mediaciones pedagógicas y culturales (laicas y confesionales), así como por los fuertes sesgos ideológicos que suelen tener las lecturas de los textos originales por parte de los lectores más especializados. Estos ‘errores’ permiten interrogar de forma más acabada los presupuestos de las apropiaciones: las lagunas suelen ser llenadas por fantasmas ideológicos que son reveladores de los horizontes interpretativos a partir de los cuales se produce tal o cual uso. Así se advierte en lo que podría ser un caso paradigmático de este proceso de lectura del pasado clásico, a la vez sesgada y productiva, por parte del nacionalismo argentino, El payador (1916) de Leopoldo Lugones, texto en el cual, como se sabe, se le atribuye un linaje homérico a la poesía gauchesca (Dobry 2010). Si los filólogos clásicos del siglo XIX decían recentiores deteriores para referirse a los códices o a las lectiones menos valiosos a causa de su distancia con el texto original, nosotros podríamos plantear deteriores significatiores, para referirnos al significado que surge de la discontinuidad.
Los clásicos a través del uso, entonces, entendiendo ‘uso’ no solamente como la apropiación de un texto por parte de tal o cual serie de mediaciones, sino también como el rastro retórico y formal que deja en el texto ese contexto de mediaciones. En efecto, si las mediaciones (redes, agentes, lugares, traducciones, etc.) analizados por la historia cultural o por enfoques como la sociología de la edición o la sociología del campo intelectual son el proceso, ciertas marcas de ese proceso sobre el texto pueden ser consideradas como un resultado material cuya interpretación es terreno de la crítica literaria. Resultado material que en el caso del nacionalismo argentino, es bastante variable: el ejemplo que hemos citado, el de El payador de Lugones, es apenas un caso, entre otros, ni siquiera representativo del propio Lugones –que se apropiaba del pasado clásico de una forma totalmente distinta en los textos compilados en Mi beligerancia (1917), cuando se alineaba con el panlatinismo aliadófilo y le escribía odas a Francia (Tato 2016)–. No estamos pues ante un uso, en el caso del nacionalismo argentino, sino más bien ante una pluralidad de usos heteróclitos. Esta circunstancia probablemente se deba a que no hubo en la Argentina, a diferencia de los fascismos alemán e italiano, o del franquismo, una serie de acciones estatales expresamente dirigidas a la cooptación de las humanidades clásicas; o quizá sea un efecto la ausencia de un polo cultural ‘clasicista’ que tuviera la continuidad de, por ejemplo, la Action française (compárense los tres años de duración de la publicación La Nueva República con el dilatado medio siglo de historia de la revista de la Action française, desde su fundación por Henri Vaugeois y Maurice Pujo en 1899, cuando se la llamó con el nombre que tendría hasta 1908, Revue d’Action française, hasta el último ejemplar de la publicación diaria L’Action française, editado en Lyon el 24/08/1944, pocos días antes de la liberación de la ciudad)1. En suma, tal como veremos, podría hablarse en el caso de la nebulosa del nacionalismo argentino de toda una serie de usos de los clásicos en competencia, que se derivan de los diversos posicionamientos ideológicos.
Ahora bien: estos usos se dan en el contexto de una cierta historia de larga duración de las humanidades clásicas en la Argentina, una historia que todavía no está completamente escrita y que apenas podemos aquí esbozar. No hay trabajos abarcadores como la historia cultural que Françoise Waquet (1998) escribió para el contexto europeo, ni tampoco una investigación detallada sobre la pedagogía de las clásicas al estilo de la que Clément Falcucci (1939), hace ya varias décadas, hizo para el siglo XIX francés. Tampoco existen trabajos de sociología de la edición que, al modo de la investigación de Alejandro Dujovne (2014) sobre el libro judío en la Argentina, examine la edición local de los textos clásicos en lengua original o en traducción. Y tampoco hay investigaciones de conjunto sobre los procesos de transnacionalización en el campo universitario de las clásicas, aspecto fundamental si pensamos la incidencia de figuras venidas desde el exterior como el filósofo marxista Rodolfo Mondolfo, el filólogo Eilhard Schlessinger; en la trayectoria de especialistas argentinos que trabajan en el extranjero (Néstor Cordero, Alejandro Vigo, Marcelo Boeri, por citar algunos); o en el hecho básico y determinante de que en general los instrumenta studiorum están en otras lenguas. Sin embargo, es posible deducir ciertos elementos relevantes para nuestra discusión, apoyándonos en los pocos pero muy sustanciosos trabajos que ya han examinado aspectos parciales de la cuestión, entre los que podemos citar a Martino (2013), Domínguez (2016) y Narvaja de Arnoux (2013). En principio, hay que decir que las humanidades clásicas se inscriben, en la época colonial, en toda una serie de campos del saber, el poder y la administración, tales como el derecho, la teología, la retórica, la filosofía, la historia y literatura. El latín es, asimismo, una piedra fundamental de la cultura y la instrucción católicas. Y, hecho sumamente importante desde nuestra perspectiva, la lengua y la retórica latinas solían traducir para la metrópoli las lenguas y la realidad del nuevo mundo, tal como lo demuestran las investigaciones de Marcela Suárez (2016) dedicadas al humanismo y las bibliotecas novohispanos en general y jesuíticos en particular.
Podemos decir que el dominio del humanismo latino y la retórica, restringidos a unos pocos individuos, implicaba de por sí el acceso a un notable capital simbólico y social, estrechamente asociado al entramado político y cultural de las elites. El latín pues, como propedéutica a las bellas letras, pero también como un lenguaje específico de poder y administración, una confluencia entre humanismo y usos técnicos que se aprecia, por ejemplo, en la figura del jurista Dalmasio Vélez Sársfield, fino exégeta del derecho romano y traductor de la Eneida (cuya biblioteca, aspecto significativo para pensar una suerte de arqueología de las transferencias culturales que aquí analizamos, tenía ediciones bilingües o de solo texto original impresas en París, Londres o Madrid, tal como lo estudió Díaz Bialet en 1949)2. En el siglo XIX en efecto, al menos hasta los cambios educativos exigidos por el proyecto liberal modernizador de nacionalización de las masas, el latín conservará un lugar de restringida preeminencia, dando lugar a una tradición de asociación entre la formación retórica y un cierta modo alto de hablar de lo nacional, que se advierte en una figura como Juan Cruz Varela o en el neoclasicismo de la propia letra del himno nacional escrita por Vicente López y Planes. Luego, en el siglo XX, iniciado el retroceso gradual pero irreversible de las humanidades clásicas en esferas como el derecho, la escuela, la universidad y la cultura eclesiástica, quedarán algunas memorias residuales de largo plazo: la conciencia de que las clásicas son el trait d’union con una unidad cultural más grande que la Argentina (la cristiandad, el mundo colonial, Occidente, según las versiones); el latín como metonimia de Europa o como la interfaz para acceder a ella; la estrecha relación con el mundo católico; la conexión con el mundo de las elites; la crítica liberal y positivista del fin de siglo XIX al latín en tanto resto de un pasado ‘atrasado’ que el progreso debería superar. Muchas de estas memorias de largo plazo serán activadas selectiva y polémicamente por el nacionalismo.
Esta red del pasado clásico, a la vez institucional y de lenguajes, se cruzará en el siglo XX con otra red, la de las derechas nacionalistas, en la que inciden múltiples transferencias culturales3. Estas transferencias han sido señaladas por las investigaciones de Navarro Gerassi (1965), Zuleta Álvarez (1975), Buchrucker (1987), McGee Deutsch (2003), Devoto (2006), Echeverría (2009), entre otros (la investigación pionera de la mencionada Navarro Gerassi, por ejemplo, aunque le reconocía al nacionalismo una especificidad que lo distinguía de los fascismos europeos, hablaba de un “collage de importaciones”). Una serie de enfoques han estudiado específicamente las relaciones transnacionales del nacionalismo, entre los que podemos mencionar los trabajos de Compagnon (2014) y Tato (2016), entre otros, centrados en cómo afectó la Primera Guerra Mundial a las representaciones de ciertos actores en torno a la identidad nacional, Fascismo transatlántico (2010) de Federico Finchelstein, que explora la constitución de una red fascista entre Europa y América latina, o las investigaciones de Ernesto Bohoslavsky (por ejemplo Circule por la derecha, de 2016, en colaboración con João Fábio Bertonha y otros), quien analiza las redes y contactos entre las derechas latinoamericanas. Este uso del pasado clásico por parte de las derechas nacionalistas, está casi siempre ‘triangulado’ por la mediación de alguna o varias tradiciones europeas (española, francesa, inglesa, italiana, etc.) y debe ser entendido, por tanto, en el contexto de los flujos culturales entre Europa y América Latina. En efecto, estos intercambios suelen actualizar una cierta noción de ‘pasado clásico’: por caso, los actores de las relaciones entre Argentina y la Italia fascista que analiza Federico Finchelstein en Fascismo transatlántico invocan una y otra vez a la existencia de una cierta ‘latinidad’ como argumento para legitimar la transferencia cultural. Otro ejemplo de esta triangulación es la noción de ‘decadencia’ que, como analizara Halperín Donghi, fue central para el revisionismo histórico, noción esta que el nacionalismo argentino adaptó de la lectura que las derechas francesas hicieron de la decadencia del Imperio romano de Occidente. En el mismo sentido, podemos mencionar el pseudoconcepto de sinarquía, que fue ‘inventado’ para los argentinos –en realidad importado de toda una serie de fuentes que analiza Olivier Dard en La Synarchie. Le mythe du complot permanent (2012)– por el profesor en clásicas y cabecilla de una agrupación política y parapolicial de extrema derecha Carlos Disandro.
A diferencia de lo que ocurre con Maurras, donde el clasicismo implica un repliegue de fronteras hacia la cultura francesa, en las derechas argentinas los clásicos siempre implican cierta idea de internacionalización, que invoca toda una serie de entidades supranacionales: la cristiandad, la tradición hispanocatólica, ‘Occidente’ en el sentido de Henri Massis, la latinidad, etc. Por lo demás, una de las grandes paradojas del nacionalismo argentino es que la discusión de la identidad nacional tiene siempre como telón de fondo el procesamiento de acontecimientos externos tales como la Primera Guerra Mundial, la Revolución de Octubre o la Guerra Civil Española, y la importación y traducción de diversos textos y discursos extranjeros. El chauvinismo maurrasiano, por el contrario, implicaba pensar la vida espiritual de Francia, desde Francia y a partir de pensadores franceses, rechazando elementos culturales, tales como el kantismo o el protestantismo, venidos de lugares tan odiados como la ‘Allemagne éternelle’. El pasado grecolatino, tal como se observa en la apropiación que hizo la Action française de la obra de Fustel de Coulanges, debía leerse a partir de una tradición interpretativa nacional. Maurras postulaba la existencia de una línea directa entre la romanidad y Francia, según se advierte en un conocido pasaje –una suerte de letanía tradicionalista– de “Barbares et romains”, publicado por primera vez en 1906 en la Revue de l’Action française:
Je suis Romain, parce que, n’ était ma romanité tutélaire, la seconde invasion barbare, celle du XVIe siècle, l’invasion protestante, aurait tiré de moi une espèce de Suisse. Je suis Romain dès que j’abonde en mon être historique, intellectuel et moral. Je suis Romain parce que si je ne l’ étais pas, je n’aurais à peu près plus rien de français (Maurras 1906).
Para los fascismos y ultranacionalismos europeos la tradición clásica coincide imaginariamente con los orígenes nacionales en sentido racial y/o geográfico. De allí el proceso de monumentalización mussoliniano de la romanità o la lectura identitaria que Maurras hace del espacio del Mediterráneo, para no hablar del ‘arianismo’ nazi. Los nacionalistas argentinos, por el contrario, deben apelar a operadores discursivos un tanto más deslocalizados, tales como ‘civilización’ u ‘occidente’, o la hipotética ‘unidad hispano-criolla’. Compárense en este sentido la inscripción que tiene el pasado clásico en las autobiografías de Maurras e Ibarguren, totalmente integrado en el primero, incidental en el segundo. Maurras, en el texto autobiográfico Confession politique (1930) recuerda que lleva el pasado clásico inscripto en su propio nombre, Charles Marie “Photius” Maurras4, y se compara, a partir de una meditación sobre un pasaje de Les formes littéraires de la pensée grecque, de Henri Ouvré, con el logógrafo Hecateo de Mileto, en cuyo escepticismo en relación a los mitos griegos ve Maurras un paralelo de su propia crítica a la democracia. Ibarguren inicia La historia que he vivido con la evocación de su familia salteña y el latín entra en escena recién junto con el saber universitario y los textos europeos. Para los nacionalistas, el clasicismo permite la escena de internacionalización al tiempo que la disimula: un cierre de fronteras con la intensidad del maurrasiano era impracticable en la Argentina, entre otros motivos, por la falta de insumos literarios de donde tomar referencias definitorias. Lo que explica, por caso, que Marcelo Sánchez Sorondo –todavía en 1987– inicie La Argentina por dentro con una mención a la La cité antique de Fustel de Coulanges.
Nuestra hipótesis es que este nacionalismo forzosamente “cosmopolita”, con las obvias comillas del caso, referenciado en Europa, construye su idea de tradición clásica siguiendo el pulso de sus importaciones culturales, y a su vez moviliza estratégicamente esta idea de tradición para justificar esos mismos procesos de importación. Fernando Devoto, a propósito de La Nueva República, ha hablado de “maurrasianismo bien temperado” (Devoto 2006: 195); nosotros, por nuestra parte, podríamos hablar de un ‘maurrasianismo de traducción’. Compárese, por ejemplo, el catálogo de la editorial de la Action française, la Nouvelle Librairie Nationale, en el cual casi no hay autores en otras lenguas que el francés, con el catálogo de editoriales del campo nacionalista como Gladium, C.E.P.A. o La espiga de oro, saturadas de traducciones (un solo ejemplo tomado al azar: la edición de La espiga de oro de Fronteras de la poesía, de 1945, de Jacques Maritain, traducida por Juan Arquímedes González, anuncia una lista de obras con traducciones de G. K, Chesterton, Hilaire Belloc, Christopher Dawson, el Cardenal Newman, Gerald G. Walsh, Daniel Sargent y Christopher Hollis).
Ahora bien, cuando hablamos de traducción es necesario hacer algunas aclaraciones metodológicas: la primera, que se debe distinguir el fenómeno de traducción en sentido lingüístico, del sentido más amplio de ‘importación’, doble uso que, como ha expuesto Griselda Mársico (2017) en un reciente artículo, a menudo se confunde en la historia intelectual argentina. La segunda, que ni la traducción o la importación pueden ser interpretadas a partir del paradigma de la ‘influencia’, según el cual el texto que se recibe en el sistema de llegada sería una suerte de copia debilitada, ontológicamente inferior al texto fuente. En este sentido, como ha comentado Patricia Willson en La constelación del Sur (2004), en línea con los planteos de Itamar Even-Zohar en “The position of translated literature within the literary polysystem” (1990), la traducción juega un rol fundamental en el afianzamiento de las literaturas jóvenes, dado que el texto traducido tiene un sentido nuevo y productivo en el contexto de llegada. Esto es fundamental para el ‘nacionalismo de los nacionalistas’: las figuras más sofisticadas del nacionalismo –Palacio, los Irazusta–, no paran de importar y traducir, y de hecho participan en circuitos de traducción e importación abiertamente cosmopolitas, tales como la revista y la editorial Sur. Pero los valores que suelen orientar las operaciones de traducción e importación de los cosmopolitismos culturales latinoamericanos, fuertemente inclinados hacia lo nuevo y xenófilos, provocan grandes sospechas en los nacionalistas, quienes suelen ser tradicionalistas y xenófobos. La ‘buena nueva’ para el nacionalismo que aportan los textos extranjeros no puede ser considerada ni ‘nueva’ (el nacionalismo actualiza o descubre una esencia ‘que ya estaba ahí’) ni extranjera (el nacionalismo es justamente una retórica identitaria, según la cual lo propio debe surgir de lo propio y no de alguna forma de alteridad).
La cuestión es sumamente, compleja, porque, además, como ha dicho Olivier Compagnon inspirándose en los trabajos de Michel Espagne sobre las transferencias filosóficas entre Francia y Alemania, las operaciones de transnacionalización nunca son unilaterales ni simples (se lee Maurras ‘más’ Chesterton, ‘más’ Ortega y Gasset, en diálogo a su vez con una cierta versión de Alberdi o Sarmiento, apoyada a su vez en la ideología de tal o cual facción, influida por tal o cual red cultural latinoamericana...). La especificidad del nacionalismo se apoya en la lectura selectiva de varias tradiciones: ante la pregunta hecha en una entrevista de 1971, “¿Cómo traducen ustedes el monarquismo de Maurras?”, Carlos Ibarguren hijo contesta: “No lo tomábamos en cuenta, como argentinos” (Ibarguren 1971: 7). De hecho, el nacionalismo argentino, por más que fuera culturalmente europeísta y por lo general rechazara las culturas indígenas, no se concebía como una ideología subordinada a Europa, y en muchos casos sostenía que el fascismo europeo era apenas una variante más –no necesariamente la mejor– de un movimiento nacionalista internacional de derecha, una ola o giro de la cual los exponentes argentinos participarían en pie de igualdad o incluso en mejor posición que sus pares del otro lado del Atlántico5. Evidentemente, semejante pretensión de supremacía tenía que generar una notable ansiedad en relación a las escenas de traducción y/o importación, percibidas como inferiorizantes por los nacionalistas.
Estos actos de importación y traducción (que fueron tempranamente advertidos por los antifascistas argentinos) son cada tanto explicitados por los propios nacionalistas, con diversas ansiedades o reservas. Citemos aquí a Hugo Passalacqua Eliçabe, uno de los fundadores del Partido Fascista Argentino, un ‘importador’ que se ve obligado a defender su ‘ideal’ frente a otras variantes del nacionalismo, y que para ello recurre al pasado clásico6. Lo interesante de esta argumentación (de allí que la reproduzcamos aquí in extenso) es que expone de forma brutal las tensiones que puede provocar la incorporación de lo ‘extranjero’ en lo ‘nacional’, así como el uso del pasado clásico en tanto argumento para tramitar esas tensiones:
EL FASCISMO ARGENTINO NO ES EXOTICO
Una de las más imbéciles acusaciones que se le hacen a al Fascismo argentino es su condición de ‘exótico’, ampulosa e incisiva palabra que, junto con aquella otra de ‘reacción’, forma casi todo el léxico de los enemigos y de los que se titulan amigos de esta doctrina.
Pretenden detener el avance del Fascismo en este país presentándolo a la vista de la gente como un movimiento de ideas importadas e inasimilables por este pueblo.
Y todo esto lo dicen en su condición de demócratas, de liberales, de parlamentarios, de federales, de republicanos; todas ideas y doctrinas que en su tiempo fueron ‘exóticas’ e ‘importadas’.
El Fascismo argentino es un movimiento genuinamente argentino y criollo, dirigido por argentinos nativos e integrado por los ciudadanos más sanos y más patriotas que habitan estas tierras.
Es, pues, ridículo decirles a los fascistas argentinos, a los auténticos fascistas, a los que no se avergüenzan de llamarse con el verdadero nombre, como corresponde a hombres que se sienten bien seguros del ideal que les da fe y esperanzas, que son ‘importadores de ideas exóticas’, y más ridículo todavía resulta el decir que ‘es una copia del fascismo italiano’.
El color negro no ha sido inventado por Mussolini; en nuestra historia se le encuentra muchas veces; negra era, por ejemplo, la bandera que Juan Facundo Quiroga levantó en los llanos de La Rioja para oponerla a los que estaban enfermos de extranjerismo galopante y traían a estas tierras ideas que sí eran ‘exóticas’ y que, sin embargo, son con las que hoy nos gobiernan, y negros eran los ponchos, los chiripás y las blusas ‘carreteras’ que usaron los gauchos de la epopeya emancipadora.
El Haz Lictorio tampoco es un símbolo italiano; es un símbolo latino que significa Unión, Fuerza y Justicia; en la arquitectura argentina ha sido usado abundantemente; en la capital federal hay cuatro de ellos en la estatua a Saavedra, ocho en el Palacio de Justicia y dos en los frentes de la Casa de Gobierno, estando ellos en las manos de las figuras que simbolizan la República Argentina.
Las ideas que predica el Fascismo argentino tampoco se puede decir que sean ideas ‘exóticas’; tienen su antecedente en nuestra historia; las sustentó en parte, adaptadas al tiempo y la época, Juan Manuel de Rosas, precursor del fascismo en la Argentina, verdadero hombre de bien, amigo de los parias y de los desheredados de la suerte, patriota de verdad que consagró toda su vida a levantar el espíritu del pueblo de trabajo, a practicar la justicia social –que hoy tanto temen las oligarquías que desde 1810 han estado gobernando–, y a inculcar en las mentes del pueblo sentimientos de honradez, de hombría, de valor y de patriotismo.
Al acusar al fascismo argentino de ‘exótico’, no hay que olvidar también que nuestro país fué, y lo será aún por los tiempos, el crisol donde se elaboran todos los reflejos de acontecimientos, costumbres y sistemas, en lo moral, en lo jurídico, etc., que proceden de otros países.
Asimilamos lo que nos mandan como cultura, arte, progreso, modas, costumbres, Inglaterra, Norte América, Francia, etc., pero ¡guay si intentamos implantar, adaptándolo a nuestro medio, el sistema que tantos beneficios está dando a Italia! Entonces somos importadores exóticos. ‘Aquí no existen las mismas causas de allá’, dicen estos papagayos atacados de psitacosis.
Olvidan que aquí también existen los ostentosos y la miseria moral y física; olvidan que aquí se enriquece el audaz aventurero que encuentra clima propicio en el liberalismo, mientras vegetan en la miseria crónica los hijos del país por las mismas causas y los mismos efectos.
‘El fascismo no encontrará arraigo en este país porque es un sistema extranjero que no se aviene con la idiosincrasia de nuestro pueblo’, dicen por allí, olvidando que nuestro pueblo es en su mayoría de origen europeo, que su forma de convivir es europea, que sus costumbres de vestir y de comer, y su ética general, son europeas aclimatadas al medio ambiente general que denominamos criollo, pero que nos identifica y confunde armoniosamente con los europeos.
Todo lo que nos rodea es de puro corte europeo: idioma, escuelas, edificios, paseos, calles, puertos, ciudades, iglesias, religión, táctica militar, barcos, estaciones de radio, prensa, etcétera.
Y es lógico que así sea, dado que somos un país nuevo que apenas contamos poco más que un siglo de independencia. Justo es reconocer entonces que existan estados caóticos de las cosas y de los hombres, lo que comprobamos con mucho pesar.
Precisamente como el Fascismo es un supernacionalismo, un imperialismo, más bien, él dará el sello definitivo e inconfundible a las razas argentinas venideras.
Entonces ¿por qué rechazar este sistema ventajoso, acusando para ello su origen extranjero?
¿No han sido extranjeras todas las copias que se han venido arraigando en nuestro ambiente y que ya hoy nadie les discute su ciudadanía?
¿Por qué empecinarse tan acerbamente con este grandioso movimiento de nuevo cuño?
´Si usted es argentino no puede ser fascista´, graznan los gansos. ´Usted es nacionalista´, agregan, palabra hueca, sin contenido intrínseco, porque tanto puede llamarse tal un radical, un socialista independiente, un demócrata nacional o un uriburista.
Las oligarquías quieren monopolizar el término ‘nacionalista’, olvidando que antes que aquí, en la Argentina, hubo nacionalistas en otros países, lo cual prueba una vez más que es tampoco es un término exento de ascendencia extranjera.
A los que se titulan ‘nacionalistas’ y tachan al Fascismo argentino de ‘exótico’ se les podría contestar: es sintomático que ‘coincida nuestro total enajenamiento al extranjero con el grito nacionalista de las oligarquías (6) [en nota al pie: Ramón Doll]. Esto podría ser objeto de un profundo estudio que nos llevaría seguramente a esta conclusión: ‘Es que todas esas entidades oficiosamente nacionalistas no son otra cosa que ganglios del mismo cáncer oligárquico de la vida nacional’ (7) [en nota al pie: (7) Ramón Doll].
No puede ser ‘exótico’ lo que aspire a un resurgimiento de las energías nacionales, luche por la grandeza de la Patria, sostenga la necesidad de respeto a las leyes y quiera dar al pueblo más justicia social y reconozca a las clases productoras el derecho que les asiste frente al ejército numeroso de parásitos que viven sin prestar ningún beneficio a la Nación.
Estos sí que son ‘exóticos’, y ‘exótico’ es el musgo que tienen en el cerebro [...] (Passalacqua Eliçabe 1935: 32-6)
La prosa atolondrada de Passalacqua Eliçabe nos enseña varias cosas. Ante todo, pone en primer plano una ansiedad que atraviesa a todo el campo nacionalista, saturado de importaciones, en torno al problema del original y la copia, ansiedad amplificada enormemente en el caso de Passalacqua Eliçabe por el particular hecho de que el PFA estaba constituido sobre todo por inmigrantes italianos que se sentían despreciados por la élite criolla. Esta ‘angustia de las influencias’ se advierte asimismo en la polémica, publicada en el N° 23 (21/07/1928) de La Nueva República, en torno al verdadero sentido del nacionalismo, que tiene mucho de parricidio intelectual, entre Leopoldo Lugones y Ernesto Palacio. En ella Leopoldo Lugones acusa a Ernesto Palacio de ejercer “una precipitada imitación de una mala cosa europea”, que ha hecho “substituir nuestro viejo, sano y cordial patriotismo, con el nacionalismo de nueva estampa”, el nacionalismo surgido “durante el bárbaro renacimiento de la persecución antisemita” al capitán Dreyfus (notemos de paso el explícito rechazo, por parte de Lugones, del antisemitismo). Palacio le contesta: “Lo de ‘precipitada imitación de una cosa europea’, ¿no le parece que convendría mejor a sus tentativas fascistas? Nosotros, por el contrario, tratamos de entroncar en la tradición del país y mantenernos en el terreno de nuestras instituciones (...)”. Y volveremos a encontrar síntomas de esta ansiedad en Orígenes del nacionalismo argentino, 1927-1937 de Federico Ibarguren, publicado en 1969, o sea cuatro décadas después de esta polémica entre Lugones y Palacio. Allí, al final de un bizarro ditirambo spengleriano, de rasgos místicos y apocalípicos, en el cual, entre menciones a Wagner y Baudelaire, se habla del advenimiento de unos nuevos césares, se lee que “nuestro nacionalismo [...] siempre tuvo –fuera de toda duda– su peculiar nacionalidad argentina... sin plagiar a nadie” (Ibarguren 1969: 406). Una aclaración ciertamente necesaria en un texto que se inicia con citas de Balzac, Chesterton y Papini.
Se trata de una ‘angustia de las influencias’ impensable en los fascismos y ultranacionalismos europeos centrales. A diferencia de los casos italiano y alemán, en la Argentina ni la identidad ni la cultura pueden definirse a partir de una tajante separación entre lo nacional y lo no-nacional; de allí que deba recurrirse -para usar los términos de Passalacqua Eliçabe- a lo extranjero “nacional” (que ha sido asimilado mediante el “crisol”), que se opondría a lo extranjero” “exótico”. Roger Griffin, en su definición mínima de fascismo genérico ha hablado del “ultranacionalismo palingenésico” (Griffin 2006); en la argumentación de Passalacqua Eliçabe por el contrario, no hay palingenesia, en el sentido de una re-nacimiento de una entidad que ya estaba ahí, sino más bien proyección hacia un futuro para organizar algo que en realidad no ha tenido nunca forma acabada (porque en la Argentina se verifican “estados caóticos de las cosas y de los hombres”, debido a que “somos un país nuevo que apenas contamos poco más que un siglo de independencia”). Se trata de un “supernacionalismo” que vendría desde afuera, a mejorar “las razas argentinas”. En el fondo, el fascismo parece funcionar en esta argumentación como una suerte de “modernización alternativa” (para retomar las categorías de Griffin), que sacaría la Argentina de una suerte de atraso periférico –por supuesto Passalacqua Eliçabe no usa esta palabra– en relación a Italia (algunas páginas después, este fascista criollo comenta que si bien la revolución uriburista es un acontecimiento estimable, no ha sido tan ‘popular’ como la de Mussolini; la Argentina no se ha subido –todavía– al tren de la aceleración histórica mussoliniana, quien en la época de la marcha sobre Roma “llevaba en su cerebro todo un programa de realizaciones para el futuro”...). Por lo demás, la importación de Passalacqua Eliçabe (como él mismo advierte con desagrado) debía competir con otras importaciones no solo en el espacio de las ideologías en general, sino también en el espacio de la propia nebulosa nacionalista, nutrida de un amplio abanico de posiciones a veces contradictorias (tradicionalismo, liberalismo conservador, catolicismo integrista, maurrasianismo, populismo fascista, franquismo, nazismo, etc.). Como se sabe, las derechas nacionalistas argentinas fueron el escenario de intensos debates en torno a qué elementos de los nacionalismos y/o de los fascismos adoptar, a los efectos de nutrir a la variante autóctona. Por ejemplo, en los ´30, en el contexto del ascenso de los fascismos europeos, cuando se publicaba en la Argentina revistas abiertamente antijudías al estilo de Clarinada (1937-1945), financiada por la embajada alemana, católicos nacionalistas como Gustavo Franceschi Julio Meinvielle, Virgilio Filippo o el jesuita Leonardo Castellani, consideraban los pros y los contras del antisemitismo europeo, y discutían cuál sería la forma ‘más adecuada’ de enfrentar el ‘problema judío’ en la Argentina7.
En cada una de esas discusiones es posible detectar, como en la argumentación de Passalacqua Eliçabe, la apelación una noción identitaria de ‘tradición occidental’, que se engarza en una cierta idea de pasado civilizatorio. El rudimentario miembro fundador del PFA estaba en franca minoría en relación a los tradicionalistas católicos hispanófilos (quienes por lo demás eran bastante más respetuosos con los ‘padres fundadores’ del proyecto liberal), pero expone una tensión (la de la importación) y una solución para calmarla (la apelación un cierto pasado de raigambre clásica, “el símbolo latino”) que encontramos con distintas modulaciones en todo el campo del nacionalismo. Distintas modulaciones, decimos, porque evidentemente no todos los nacionalistas argentinos vivían las escenas de importación y traducción con la ansiedad del inmigrante o hijo de inmigrantes Passalacqua Eliçabe, quien se proponía subordinar el nacionalismo argentino al fascismo italiano. Para mencionar un caso paradigmático, los miembros del grupo fundador de La Nueva República (1927-1931) que tenían mayores pretensiones literarias –Ernesto Palacio, los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta, Juan Emiliano Carulla–, recorrieron con bastantes menos complejos trayectorias con momentos o zonas de notable internacionalización. En efecto, el despertar al maurrasianismo de Carulla es inseparable de su experiencia como médico en el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial; los Irazusta harían en 1923 un iniciático viaje a Europa, en el cual sobre todo Rodolfo caería bajo la influencia de Maurras y Julio trabaría amistad con el filósofo, poeta y crítico literario George Santayana (por lo demás, el golpe del ´30 sorprendería a Julio en medio de otro viaje cultural); Ernesto Palacio, además de haber participado en Martín Fierro, una revista vanguardista que unía nacionalismo y cosmopolitismo, era un actualizado lector de novedades de literatura europea. Particularmente Julio Irazusta y Palacio tenían contactos más o menos fluidos con la práctica de la traducción: Irazusta tradujo a Edmund Burke, Jules Lemaître y Aldous Houxley; Palacio a Dante Alighieri, Giuseppe Ungaretti, Jacques Maritain y Louis Ferdinand Céline, entre otros. Lo notable es que en cada una de esas escenas la tradición clásica en tanto ficción del origen es invocada como argumento legitimante tanto de la transnacionalización como de los diversos posicionamientos políticos. Así se advierte, por citar dos momentos significativos, en La Nueva República, en cuyas páginas los clásicos son invocados a los efectos de legitimar la importación de una biblioteca contrarrevolucionaria; o en los diversas reformulaciones que hará Ernesto Palacio, bajo el signo de Vico y Spengler, de la figura de Catilina.
Como hemos intentado demostrar, la producción del valor ‘clásico’ es a la vez un efecto y una necesidad de las operaciones de traducción e importación del nacionalismo argentino: la noción de ‘clásico’ sirve como una forma de ‘domesticación’ (en el sentido que le da al término el teórico de la traducción Lawrence Venuti) de los diversos flujos culturales que suponen las relaciones trasnacionales. Hay que decir, por lo demás, que el surgimiento del nacionalismo es estrictamente contemporáneo del período de formación y auge del campo editorial argentino; el encuentro de estas dos series independientes, la del nacionalismo y la del campo editorial, daría lugar a diversos emprendimientos (muchos de ellos estrechamente ligados al catolicismo), tales como C.E.P.A., Glaudium, Surgo, Adsum, emprendimientos en los cuales tendría un rol central la traducción. En ese sentido, la noción de pasado clásico y todos sus derivados sirven para naturalizar o justificar la relación del nacionalismo con la traducción, fenómeno sobre el que desde siempre han pesado diversos tipos de sospechas, que van desde la traición de la cultura de salida a la introducción de una heterogeneidad disruptiva en la lengua y la cultura de llegada. Estas sospechas se ven reforzadas por el elemento potencialmente xenófobo de los nacionalismos. Efectivamente, es frecuente que los nacionalismos (y esto se aplica a los de cualquier signo ideológico, no solamente a los de ‘derecha’) deriven en algún tipo de ‘resistencia a la traducción’, tendencia esta que se vio exacerbada en los fascismos, que presentaron todo un abanico de políticas para regular la relación lingüística de la lengua nacional con las lenguas extranjeras, tal que se advierte en los estudios compilados en Translation under fascism (2010).
En el caso del nacionalismo argentino, según hemos analizado, la noción de pasado clásico sirve, justamente, para sancionar modos de la traducción y la importación lícitos y necesarios, que se opondrían a otros ilícitos, superfluos o dañinos. A este clivaje se les suele sobreimprimir oposiciones tales como élite-popular, o civilización-barbarie. En el contencioso espacio traductor argentino, donde compiten diversas traducciones e importaciones, los nacionalistas acuden al argumento de los clásicos para autorizar sus propias incorporaciones y posicionamientos ideológicos, ya sea contra la izquierda o el liberalismo, ya sea contra otros nacionalistas. Los clásicos son el garante último de un ‘Occidente’, plurinacional pero cerrado, que al modo de Massis o de Spengler, se opone por naturaleza a un Oriente –según las versiones– ‘bárbaro’ o ‘asiático’. Un ‘Occidente’ que puede convertirse, por efecto de la caución clásica, en una suerte de librería cosmopolita que, bajo ciertas regulaciones, es necesario y deseable traducir, en la medida en que la traducción permite apropiarse no de lo otro, sino de lo mismo, precisamente lo que está en el origen, la ‘tradición occidental’. “El idioma latino puede mirarse como el idioma padre del castellano que hablamos los argentinos”], decía Carulla en Genio de la Argentina (1943: 91).
Por lo demás, las literaturas griegas y latinas no son una literatura entre otras: suelen ser utilizadas como ‘modelo’ de la propia idea de tradición en general, de la cual a su vez se derivaría un cierto ideal ‘humano’ (recordemos que en la propia definición renacentista de studia humanitatis confluyen litterae y humanitas). A partir de un método legítimo y totalmente necesario de la filología científica, el cotejo de variantes para reconstruir, hasta donde se pueda, un texto antiguo, se derivan una serie de presupuestos culturales, en particular una idea jerárquica de influencia y tradición: el valor se piensa en relación a una supuesta cercanía las ‘fuentes’, e inversamente la lejanía a esas fuentes se procesa como ‘decadencia’. Para los nacionalistas, la tradición no se inventa, sino que se recibe. Así lo expone, apelando a la famosa etimología de trado, el filósofo tomista Arturo Caturelli (por lo demás un agudo comentador de Maurras y Donoso Cortés), en su Historia de la filosofía en la Argentina. 1600-2000 (2001)8.
En términos metodológicos, nuestra propuesta no consiste, por tanto, en registrar una ‘presencia de los clásicos’, sino más bien en analizar la producción del valor de lo clásico en el contexto de la circulación transnacional que acompañó a la invención de una cierta idea de tradición, a la vez ‘nacional’ y ‘occidental’. A partir de esta matriz de análisis desarrollaremos en futuros trabajos diversos aspectos particulares, tales como la invención de una tradición clásica en clave reaccionaria y antimoderna en la publicación La Nueva República, la construcción de Catilina como caudillo antioligárquico por parte de Ernesto Palacio, o las teorías esbozadas por Carulla, Palacio y Carlos Ibarguren en torno a qué sería la literatura nacional y cuál debe ser su relación con la literatura mundial en el contexto de la ‘tormenta del mundo’9.
Notas
1 Para el clasicismo de la Action française, cfr. Renard (2003).
2 El inventario razonado de la biblioteca latina de Vélez Sarsfield que hace Díaz Bialet (2009) es sumamente interesante a la hora de reconstruir la formación retórica a principios del siglo XIX.
3 Para una discusión de la noción de “transferencia cultural”, entendida de forma no unidireccional y multilateral cfr. Compagnon (2005).
4 Este “Photius” (según una vieja leyenda de tono anticlerical de la familia del padre de Maurras) en realidad se habría originado en la tradición de llamar “Phocion” (nombre que remitía al pasado de la colonización focia en Marsella) a todos los varones de la familia. La tradición se habría interrumpido cuando la familia quiso bautizar con el nombre “Phocion” a un antepasado de Maurras, pero un cura lo rechazó, por considerarlo pagano y herético, porque pensaba erradamente que se trataba del “Phocion» (o Focio, en castellano) que separó a la iglesia de Bizancio de la de Roma, y no de una evocación de la colonización griega. Cfr. Maurras ([11930] 1954: 6).
5 Cfr. Finchelstein 2010.
6 Para el PFA y Passalacqua Eliçabe ver, entre otros, Scarzanella (2007).
7 Sobre esta cuestión, cfr. capítulos 5, 6 y 7 de Lvovich (2003).
8 “Es claro que la tradición es acto presente de dar (trado, de trans y do, yo doy), acto que supone el pasado no como mero pretérito sino como presente, y al mismo tiempo como distención hacia el futuro (presencia del futuro) [...] Por eso, el conservadurismo es contradictorio con el dinamismo de la tradición porque intenta la inmovilización de lo viejo, lo cual es históricamente nada; es también contradictorio un porvenirismo al modo iluminista que sólo afirma el porvenir intrahistórico que aún no es, lo cual es la nada de la historia. De ahí que pueda decirse, sobre todo en el ámbito de la cultura, que no hay futuro sin tradición” (Caturelli 2001: 41).
9 Cfr. Halperín Donghi (2003).
Fuentes citadas
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Publicaciones periódicas citadas
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Recibido: 18-11-2017
Evaluado: 11-12-2017
Aceptado: 16-12-2017