Batticuore, Graciela. “Memoria y voz de las iletradas. Otros linajes en la literatura argentina”. Anclajes, vol. XXIX, n.° 2, mayo-agosto 2025, pp. 15-30.

https://doi.org/10.19137/anclajes-2025-2922 


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DOSSIER

Memoria y voz de las iletradas. Otros linajes en la literatura argentina

Memory and voice of the illiterate women. Other lineages in Argentine literature

Memória e voz de mulheres analfabetas. Outras linhagens na literatura argentina

Graciela Batticuore

Universidad de Buenos Aires – CONICET

Argentina

gbatticuore@gmail.com 

ORCID: 0009-0007-7534-0340

Fecha de recepción: 29/02/2024 | Fecha de aceptación: 04/09/2024

Resumen: La memoria de las mujeres iletradas tiene una presencia discontinua en la literatura argentina, aunque persistente a lo largo de la historia. En los últimos años, los estudios de género, las disidencias sexuales y los feminismos hicieron más visible un linaje literario popular o plebeyo en el que se inscriben autoras como María Moreno, Camila Sosa Villada o Gabriela Cabezón Cámara. Se indaga en sus escritos autobiográficos, crónicas, autoficciones y ficciones, textos en los que asoma la configuración de lo que se denomina aquí mujeres sin letra o sin libro. Se trata de analizar las inflexiones íntimas, éxtimas y públicas de esas voces plebeyas que permean la cultura letrada imprimiendo su legado en la literatura contemporánea.

Palabras clave: Camila Sosa Villada; María Moreno; Gabriela Cabezón Cámara; Annie Ernaux; Analfabetismo

Abstract: The memory of illiterate women has a discontinuous presence in Argentine literature, although persistent throughout history. In recent years, gender studies, sexual dissidence and feminism have made more visible a popular or plebeian literary lineage in which authors such as María Moreno, Camila Sosa Villada or Gabriela Cabezón Cámara belong. We investigate her autobiographical writings, chronicles, autofictions and fictions, texts in which the configuration of what I called here women without letters or without a book appears. It is about analyzing the intimate, extimate and public inflections of those plebeian voices that permeate literate culture, imprinting their legacy on contemporary literature.

Key words: Camila Sosa Villada; María Moreno; Gabriela Cabezón Cámara; Annie Ernaux; Illiteracy

Resumo: A memória das mulheres analfabetas tem presença discontínua na literatura argentina, embora persistente ao longo da história. Nos últimos anos, os estudos de género, a dissidência sexual e o feminismo tornaram mais visível uma linhagem literária popular ou plebeia à qual pertencem autoras como María Moreno, Camila Sosa Villada ou Gabriela Cabezón Cámara. Pesquisamos os seus escritos autobiográficos, crônicas, autoficções e ficções, textos em que aparece a configuração do que aqui se denomina mulheres sem cartas ou sem livro. Trata-se de analisar as inflexões íntimas, éxtimas e públicas dessas vozes plebeias que permeiam a cultura letrada,  imprimimindo seu legado na literatura contemporânea.

Palavras-chave: Camila Sosa Villada; María Moreno; Gabriela Cabezón Cámara; Annie Ernaux; Analfabetismo

La íntima ignorancia

En 2020, pocos años después del éxito de Black out y en plena pandemia, María Moreno publica Contramarcha, una memoria de su formación como lectora y escritora, centrada en la etapa de la infancia, la adolescencia y la primera juventud. El título cifra una imagen que se explicita en la apertura de la obra y remite a un episodio decisivo de la vida estudiantil, cuando se encuentra en la parada de colectivo con su profesora de Castellano, que la impulsa a subir al autobús antes que ella. Pero una timidez extrema lleva a la chica a retroceder y salir huyendo de la escena, también del colegio secundario al que no regresa más, hasta que la madre consigue anotarla en una nocturna.

La madre es una de las figuras centrales de esta historia, a través suyo, la narradora enseña a los lectores lo que había detrás de su fobia adolescente. Otra “niña proletaria” que creció antes que ella en el conventillo de la abuela se quemó las pestañas encima de los libros, hasta salir de la universidad con una licenciatura en química. De grande tuvo una hija llamada Cristina Forero, la misma que deja el colegio a los quince años, pero a quien conocemos como María Moreno, una de las ensayistas argentinas contemporáneas más agudas. En uno de los pasajes finales del libro, anota lo siguiente:

Mi madre, sarmientina, había plagiado en su infancia la clásica escena de la lectura antes de la lectura, fingiendo leer en una libreta en blanco porque se había olvidado el libro. La niña del conventillo había recibido una débil reprimenda; luego se enteró de que, a su alrededor se había rumoreado: ¡qué inteligente! Ella me hizo, a lo largo de toda la primaria y de los primeros dos años de secundaria, el resumen de cada materia. Es decir, por un lado soñaba con que leyera –esa era su manera de interpretar el ascenso de clase, el hábito de la lectura con tema libre, indicio de sensibilidad-, pero pronto los únicos libros valiosos para ella serían los del programa de una carrera que jamás podría ser humanista; la ciencia constituía el único saber, la literatura, una forma de oscurantismo. Con el tiempo comprobé que simplemente copiaba, es decir no me dejaba tocar los libros, como si una especie de discapacidad mía me impidiera entenderlos; para leer, debía pasar por el peaje de su letra titánica. Yo era la mejor alumna, sin embargo, mi madre me hacía asistir a clases con maestra particular. Ojalá se entienda: no era la mejor alumna porque tenía maestra particular, sino que no la necesitaba. Nunca segura de lo que había superado de su destino, al reforzar a través de mí como proyecto una segunda generación de universitarios, pagaba por asegurarse ese logro. Elogiaba mi inteligencia, pero impidiendo que se manifestara mediante el imperativo de saber de memoria: no confiar en lo que ella misma hacía permanecer en la oscuridad –los libros por placer- tenía su lógica. (Moreno Contramarcha 150)

Todo este asunto que los capítulos del libro despliegan con reflexiones intimistas y anécdotas novelescas se toca con una vieja historia de traumas intelectuales insertos en la tradición literaria argentina, en la cual los inmigrantes que hablan mal español, los grandes autodidactas y los letrados eruditos se codean o compiten dentro de una misma arena cultural poblada de fantasmas, prejuicios e idealizaciones civilizatorias. El relato de Moreno le da otra vuelta de tuerca a esa vieja historia que registra un variado anecdotario en diferentes épocas y con distintos protagonistas. Porque si la madre de la chica Forero estudió con sacrificio, como un Sarmiento, la hija se parece en algo a Genaro, el protagonista de En la sangre, de Eugenio Cambaceres (1887), hijo de un inmigrante italiano que no tiene inteligencia más que para aprender de memoria. Genaro se roba una bolilla para rendir examen y aprueba, pero cuando tiene que dar un breve discurso informal en el bar, frente a los amigos, las palabras no fluyen. Se da cuenta de que no sabe, no tiene labia, ni ideas propias. En ese momento, adquiere la íntima convicción de que él es intelectualmente inferior a sus compañeros, lo que determina un antes y un después en su vida. No solo porque abandona los estudios sino porque elige el camino de la trampa para escalar en sociedad, que es lo que más desea. La intimidad de Genaro está hecha de frustración e ignorancia, también de una conciencia de sí que lo hace sentir humillado.

En cambio, Cristina Forero, que también llega a dudar de su inteligencia, vuelve a la escuela nocturna donde se hace amiga de rufianes que la salvan. De allí en más reivindica la cultura del conventillo de la que proviene. No se avergüenza de su origen inmigrante, aunque su madre tal vez sí. Pero no va a la universidad, sino que se hace autodidacta. Paradójicamente, por esta vía se termina pareciendo también ella a Sarmiento o a Victoria Ocampo, dos que se formaron solos, uno “por ser pobre” y la otra “por ser mujer” (“ambos por ser autodidactas” (70)), afirma la narradora. Y recuerda su propia escena de lectora impostada en la infancia, cuando finge que lee en el conventillo un ejemplar de Fedra. Fingir, impostar la lectura o alcanzar un saber de segunda mano, como denominó alguna vez Ricardo Piglia al modo de adquisición de conocimientos que ostenta Sarmiento, es otra manera de conectarse con la cultura letrada, que marca diferencias con los escritores eruditos o cultos con biblioteca atrás, aunque a menudo ellos también ostentan[1].

Autodidactas y sabiondos (sobre “leer con el oído” o “leer salteado”)

Ahora bien, entre esas dos figuras de autodidactas tan dispares en época o en personalidad literaria, como lo son Sarmiento y Ocampo, a quienes trae a cuento la propia narradora para introducir el tema, cabe preguntarse: ¿de qué está hecho el autodidactismo de María Moreno? La respuesta nos remite, precisamente, al espacio barrial del conventillo donde se escuchan las voces de los extranjeros, pero también la de una abuela analfabeta que lo regentea. Ella es la verdadera figura encomiada en Contramarcha y no la madre, lo que implica un movimiento o un desvío interesante de esta joven, que decide pasar por alto la admiración a toda una camada de mujeres letradas que habían conquistado ya las aulas escolares e incluso universitarias, abonando al imaginario progresista del cambio de siglo.

Beatriz Sarlo las describe muy bien en La máquina cultural, a través del caso de Rosa del Río, una maestra emblemática que llegó a ser directora en los umbrales del siglo XX en Buenos Aires. Ella se esmera tanto en inculcar en los alumnos el fervor patricio y el higienismo, que en una ocasión lleva al colegio a un peluquero y le hace rapar las cabezas de todos los varones para asegurarse que no habrá más piojos. Señala Sarlo que hay violencia en esta acción realizada sin previa consulta a los padres, en nombre de la limpieza física y moral del progresismo. La maestra quería que la suya fuera una escuela modelo, pensaba que el colegio era la única oportunidad de igualación o ascenso social para las chicas de familias pobres o inmigrantes, hasta entonces condenadas a la vida proletaria y la domesticidad. A comienzos del siglo XX, la escuela es un lugar donde las mujeres realizan alguna forma de emancipación intelectual. Sin dudas, el imaginario de la madre de Moreno está muy cerca de aquella Rosa del Río; tanto, que ella también ejerce una cierta violencia sobre la hija, cuando la obliga a estudiar de memoria los resúmenes que le hace para asegurarse el éxito escolar. La madre universitaria de primera generación tiene miedo de volver atrás, tiene miedo de no salir jamás del conventillo. No siente la humillación de Genaro, pero sí un miedo que se parece al de otros personajes de Miguel Cané en Juvenilia (1884), esos que el narrador cataloga como “fracasados”, porque no llegaron a terminar una carrera universitaria ni a ganar reconocimiento público—¡y eso que estudiaron en el Colegio Nacional Buenos Aires!— (Pastormerlo).

Dice la narradora de Contramarcha que su madre fue una “niña proletaria”, en cambio ella misma debió presentarse ante sus ojos como una “niña freak”, que se desentendía del normalismo en boga y amenazaba con echar por la borda lo ganado —la nena sueña con ir al programa televisivo de Odol Pregunta, porque sabe todo de la vida de Gardel, pero su madre se espanta: “en el rostro de mi madre leía el horror a la caída de clase” (44)—. En el medio de esas dos figuraciones -la niña proletaria y la freak; semejante a la joven universitaria y la autodidacta- está la mujer analfabeta que le enseña a la nieta a leer con los oídos. También es ella quien la incita a leer salteado.

Cuenta la narradora, a comienzos del libro, que su abuela la mandaba a repartir la correspondencia que llegaba al conventillo entre los vecinos. Mirando los sobres poblados de caligrafías diversas, las inscripciones lacónicas de remitentes y destinatarios, la nena se entrena en letras manuscritas. “Mi gusto por el barroco empezó por esas formas caligráficas” (50) apunta la escritora. Aprende un poco sola, antes de que su madre le enseñe, antes de ir a la escuela, mientras escucha los radioteatros junto con su abuela que no sabe leer y escribir, pero igual está inmersa en los imaginarios que abre la literatura en su faceta oral, al tiempo que manipula cartas o diarios que circulan en su ambiente. Y es que los analfabetos no están afuera de la cultura letrada ni son del todo ajenos a los escritos, sino que se relacionan con ellos de otras maneras (Batticuore “Lectura, escritura e intimidad”). Su contacto es sensorial, auditivo o manual: de pronto una iletrada manipula una carta para la señora, otra envuelve los huevos en papel de diario, esto ocurre desde hace siglos. En épocas modernas, la radio, la televisión y el cine, también las historietas, los magazines, las revistas, las cartas y las variadas formas del escrito ponen la literatura más al alcance de las clases populares.

Así es que en el conventillo se aprende de oídas a Víctor Hugo, como parte de una cosmovisión oral del mundo y de la literatura, donde las voces se dan a leer. Dice la narradora de Contramarcha recordando Los miserables: “la voz del relator, su emoción, su temblor, decían más que sus palabras: el verdadero peso no era Cosette, sino la cercanía de la patrulla que iba golpeando los muros con las culatas de sus armas, la voz audible del inspector Javert, a quien siempre imaginé petiso y con el rostro de Nathán Pinzón” (36). Estas voces emocionan o inspiran, alientan la imaginación y marcan de un modo indeleble el gusto literario que define, con el tiempo, un estilo propio, como puede apreciarse en este otro pasaje de Contramarcha:

Cuando empecé a leer con frecuencia me aburrieron las tramas, las peripecias. La sentencia “la marquesa salió a las cinco” no era para mí. Prefería el aforismo rápido que tienta al subrayado, como aquel que respondió Jean Valjean: “Quien huye no tose ni estornuda”. Lástima que las cosas de las que yo deseaba huir no exigían ese escrúpulo, pero la frase me siguió resonando por su sabiduría palurda, la síntesis de un dejado por la mano de Dios. (Moreno Contramarcha 36)

Con la expresión “sabiduría palurda”, esta narradora define una forma de conocimiento sin aura, pero de gran practicidad, que se adquiere en la calle o en la aventura de las vidas plebeyas. Es la forma que inspira a esta escritora, la que ella prefiere desde siempre, porque entronca con el autodidactismo y los aprendizajes de infancia que llevaron su mirada hacia los prototipos o los conflictos sociales que pueblan sus crónicas y ensayos. De ahí que, en este y otros libros de Moreno, la ficción de origen, el linaje preferido o la genealogía en la que prefiere ubicarse la escritora es la de esa abuela analfabeta, trabajadora y entusiasta, que pone su oído en los radioteatros, pero escucha con indiferencia a la nieta cuando lee en voz alta sus primeras composiciones. Por ello, no hay un afán letrado en esa mujer o, mejor dicho, no hay una sobrevaloración de la cultura letrada por encima de la oral. No hay tampoco un sentimiento de falta (respecto de la cultura letrada), sino que hay placer en la escucha, por eso la nieta la reivindica y se inscribe en ese linaje de mujeres sin letra.

El oído popular y la performance de la lengua

A esa figura de la novela familiar de la escritora le sucederán otras, que también irradian su color a través de la voz, no del grafismo. A lo largo de su trayectoria como cronista, María Moreno presta atención a diversas voces sensualistas, desclasadas, irreverentes o creativas, como las de Niní Marshall, a quien dedicó una crónica de título elocuente: “Catita, si no sabe, inventa”. Cito a continuación un pasaje en el que ella sintetiza su perspectiva de este personaje, cuyo poder o pregnancia hipnótica no está en el saber, sino en la ebullición alegre y la mezcolanza que reverbera en la lengua y la desnormaliza produciendo otro saber, incluso otro saber decir, que al público literalmente le encanta. Y uso adrede la inflexión desanormal, para describir una alteración del decir tan apabullante, pero encantadora, renovadora y feliz, que es mejor nombrarla por afuera de la normativa gramatical o lingüística[2]. Dice así en su crónica:

Catita, de todos los personajes populares que hicieron de burros en radio o televisión, es la más revolucionaria.… Su voz aguda, cacareante, es también autosuficiente. “A lo qué” es la explosión de desdén con que enfrenta todo “aspamento” de sabiondo. Nos gusta, no solo por su supuesto relevamiento sociológico –aunque encontrarle una utilidad es calmar su índole irrespetuosa y festiva. Sino porque hace de los conocimientos, la educación, las buenas maneras del lenguaje, no elementos de “acceso” o de dominio, sino de alegre perversión, mezcolanza sacrílega, una valija de turco donde, junto con el doctor, se ha dejado afuera al maestro Ciruela, al pedagogo que si no contagia su cultura de palabras cruzadas no disfruta, al higienizador de la lengua, bah, al imbancable más que uno. (Moreno “Catita, lo que no sabe, inventa”109)

De la abuela analfabeta que no acusa recibo de un sentimiento de inferioridad por su falta de escuela, pasamos a la decidora ocurrente que revoluciona la lengua sin prejuicios ni culpa. Se diría que ambas están en el revés de los sabiondos, pero consiguen maravillas porque, en sus oídos, la lengua común implosiona, se vigoriza y se renueva. Desde la mirada de Moreno, los escenarios de acción privilegiados para esto son el conventillo, la calle y el bar. Sobre el primero escribió también en las crónicas, haciendo referencia a la cultura del chisme y las voces plebeyas que allí pululan con grandes resultados. “Elogio del conventillo” se llama una crónica que publica en 2017, donde alaba el “oído popular”, capaz de hacer adelgazar las paredes, entre pieza y pieza, acercando a los vecinos:

las puertas abiertas sobre el patio son el Facebook con piletón que funciona cuerpo a cuerpo. Es lo contrario del no te metás: la intriga exagerada por las necesidades seductoras del relato, el chisme sin la confirmación de testigos protege, más valen la calumnia y el error que llama a meterse donde no lo han llamado que la indiferencia timorata; meterse, sí, promiscuidad es seguridad; la privacidad es burguesa, goza de la distancia de un pasillo de propiedad horizontal Vecino, entonces, es el que se mete, no el que se mete para adentro. Chusmear, conventillear, meterse ya no son los verbos bajo presupuesto de la misoginia lingüística desde que el despotismo estatal comienza por evitar la reunión, la alianza, la asamblea, el acampe. (Moreno “Elogio del conventillo” 229)

Aquí el oído no solo poetiza la lengua, sino que la politiza. Meterse es la consigna, husmear detrás de la puerta entreabierta, querer saber del otro/otra, más que de los libros, porque allí están la literatura, la solidaridad y la vida. Aunque no se trata de ventilar la intimidad o de ostentarla por puro narcisismo en las pantallas de Facebook, sino de entrar en ella o de ir más adentro, a partir del encuentro con un otro.

De bares y cantinas

No sorprende que en Black out (2017), Moreno haya organizado una mirada a la propia vida que pasea a los lectores por la cofradía de los bares porteños de la calle Corrientes, las voces bien conocidas de los periodistas amigos de la escritora, las perspectivas masculinas que ella logra captar en las cercanías y las revueltas internas que produce el alcohol. Aunque en esas páginas autoficcionales irrumpe también la memoria de la abuela que se reescribe en Contramarcha (y había asomado ya antes, en el prólogo de Vida de vivos, 2005). Decididamente, Moreno no se avergüenza de la abuela analfabeta, ni tampoco de la cultura del conventillo o de los bares, donde transitó por “las pasarelas del alcohol”, como titula en Black out a los párrafos que refieren sus andanzas nocturnas. Se diría que ella no sufre el trauma de Annie Ernaux que, a medida que se aleja de la casa provinciana de los padres y de la cantina familiar donde se codean con las clases bajas y los campesinos, a medida que se sumerge en los circuitos intelectuales de la universidad francesa, en la ciudad de Paris, siente que la relación con su padre se resquebraja, hasta levantarse entre ellos un muro lingüístico. Vale la pena recordar aquí un pasaje de su narrativa, para visualizar la semejanza y el contraste con Moreno. Dice Ernaux en El lugar:

De niña, cuando me esforzaba en hablar con un lenguaje pulido, tenía la impresión de lanzarme al vacío. Uno de mis terrores imaginarios era tener un padre profesor que me obligara a hablar bien sin parar, separando las sílabas. Hablar con toda la boca. Ya que la maestra me “corregía”, yo quise más tarde corregir a mi padre, hacerle saber que se parterrer (darse al suelo) o quart moins d`onze heurs (un cuarto menos de las once) no se decía. Montó en cólera. Y en otra ocasión: “¡Cómo no voy a necesitar que me corrijan si tú siempre hablas mal!”. Yo lloraba. Él se disgustaba. Todo lo que tiene que ver con el lenguaje es, en mi recuerdo, motivo de resentimiento y de discusiones dolorosas. (Ernaux El lugar 57)

Si el lenguaje es aquí un motivo de conflictos, es porque se cristalizan en él antiguos traumas del analfabetismo ancestral (definimos así la sensación de una carencia cultural que se sucede por varias generaciones). Unas páginas antes del fragmento citado, la narradora recuerda a su abuelo paterno:

La historia comienza unos meses antes del siglo XX, en un pueblo de la región normanda de País de Caux, a veinticino kilómetros del mar. Los que no poseían tierras se arrendaban a los grandes granjeros de la región. Así pues, mi abuelo trabajaba en una granja como carretero. En verano también segaba el heno y se ocupaba de la recolección. No hizo otra cosa en la vida desde que tenía ocho años. El sábado por la noche entrega a su mujer toda la paga y ella le daba la semanada para ir a jugar al dominó, tomarse unos vinos. Volvía borracho, aún más sombrío. Por cualquier cosa repartía gorrazos a los críos. Era un hombre duro, nadie se atrevía a buscarle las cosquillas. Su mujer no era precisamente feliz. Esa maldad era su energía vital, su fuerza para soportar la miseria y sentirse un hombre. Lo que más le irritaba era ver en su casa a alguien de su familia ensimismado en un libro o en un periódico. Él no había tenido tiempo de aprender a leer y a escribir. Contar sí sabía. (Ernaux El lugar 21, el subrayado es mío)

Se entiende bien, en esta descripción, por qué la lengua es la piedra de toque, la piedra negra o la roca viva en la cual saltan las diferencias entre padres e hijos, nietos y abuelos. “El panorama de mi padre era el de la Edad Media” (24), anota Ernaux, en otro pasaje. Aunque él sí que había aprendido a leer y a escribir, pero el ingreso de la hija en la universidad los distancia, deshace para siempre la identificación familiar, cuando los códigos comunes de la clase y de la lengua se rompen. Padres e hijos ya no hablan la misma lengua, no frecuentan la misma gente: borrachos, trabajadores pobres, parroquianos. La hija se casa con un joven profesor universitario, tienen hijos, se van a vivir a la ciudad, sale de la franja social en la que deambulan los derrotados y los borrachos. Pero también es cierto que vuelve a casa o pega la vuelta con el tiempo, literatura mediante, para reparar daños y redimirse:

Al escribir se estrecha el camino entre dignificar un modo de vida considerado inferior y denunciar la alienación que conlleva. Porque esas formas de vida eran las nuestras, y casi podía considerarse felicidad, pero también lo eran las humillantes barreras de nuestra condición (conciencia de que “en casa no estamos del todo bien”), me gustaría decir felicidad y alienación a la vez. O, más bien, la impresión de balancearse de un extremo a otro de esta contradicción. (Ernaux El lugar 48) 

Esta es la forma en que Ernaux logra renconciliarse con el padre y los ancestros, volver a casa es sumergirse en la literatura. También María Moreno escribirá sobre su padre en Black out, la narración comienza con una memoria ácida y un chiste de borrachos, de allí pasa directo a la memoria familiar, a la madre, al padre, a las pasarelas del alcohol:

Con el almuerzo él se bajaba una botella de ginebra. La servía llenando el vaso cada vez y sin hielo y la tragaba haciendo muecas y estirando la cabeza hacia atrás. Alguna vez en broma le ofrecí un embudo. No separaba la sed de las ganas de aturdirse. En todo caso, mi padre bebía para liquidarse, como yo. Primero para darse ánimo, pero, enseguida, para perder la conciencia, calmando así cualquier angustia, mucho y rápido con su boca insaciable. Hasta el sopor y el sueño o el coma intermitente antes del horror de despertarse en la feroz lucidez del día. Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre. (Moreno Black out 31)

La boca es aquí el signo familiar de la bebida, del amor, del habla, del cuento o la literatura. Algunas páginas después, la narradora recuerda también a la abuela durmiendo toda la noche vestida, envuelta en frazadas, en una pieza de conventillo: “atorranta”, le dice cuando la siente llegar de madrugada, borracha y con las piernas enfundadas en las botas negras de charol. Pero en la escena no hay reproche sino cobijo, aceptación amorosa, incondicionalidad. La abuela analfabeta es siempre un recuerdo confortante o feliz, vinculado al alma del conventillo, el espacio de la familia, porque en esta joven autodidacta que no va a la universidad, no hay rechazo sino proximidad con su gente, su cultura de mezcla de idiomas, trabajos forzados y alcoholismo. Así, la propia lengua literaria acarrea la memoria de la abuela iletrada y las verbas populares extranjeras que la escritora reedita en su obra. Anota en Black out refiriéndose al conventillo:

en cada cuarto había una patria, una etnia, una lengua. Y en cada cuarto también la presencia consoladora del alcohol: vasos vacíos y sin lavar con su resto endurecido de vino suelto que provenía de una damajuana escondida en el ropero, copitas diminutas para el licor de huevo o comunes para el amargo, envasados en botellas solitarias que se ponían a la vista de las escasas visitas sobre el hule de la mesa plegable apoyada en la pared, junto al aparato de radio y al despertador. El delirium tremens alcanzaba cada tanto a algún inquilino y sus gritos se soportaban por piedad a su mujer o porque sus monas eran largas y silenciosas cuando conseguía mantener sus dosis con la changa ocasional y el fiado. Definitivamente me gustaba lo “otro”.La palabra pueblo siempre mantuvo para mí ese fondo mítico de performance, de almacén de ramos generales del sujeto. Y el pueblo bebía. (Moreno Black out 42)

Aquí y allá, Moreno hace una reivindicación de las voces plebeyas de los iletrados, de la memoria de las mujeres sin letra, de la lectura de oídas y de los autodidactas sin título. A esas voces les presta su escucha de escritora, por algo en su faceta como periodista le dio también un lugar destacado al género de la entrevista (en el prólogo al libro Vida de vivos comienza haciendo referencia al conventillo de la calle San Luis, frontera difusa entre el Once y el Abasto), por algo rescató la voz de un criminal cuando escribió sobre El Petiso Orejudo (memoria del crimen) (1995, con reedición ampliada en 2024). Y dirigió el Museo del Libro y de la Lengua (desde 2020), una denominación que recuerda que hablar y leer son prácticas cercanas que suelen estar en contacto o se localizan juntas. En este sentido, se inserta en una tradición muy presente en la cultura literaria argentina, que se había iniciado ya en el siglo XIX, no solo con Sarmiento sino también con Mansilla, escritor preferido de la autora. Él es el gran conversador argentino que hace otra inflexión literaria de la cultura oral de su época, para juntar el entre nos del Jockey Club, donde están los amigos de la clase o del círculo, con el público socialmente heterogéneo de los años de 1890, que incluye mujeres lectoras, burgueses e inmigrantes. Moreno titula “Entre nos” (apuntes para una teoría de la entrevista) al prólogo de su libro Vida de vivos que, por cierto, comienza con una parrafada del todo mansillesca: “Más que una introducción, esta es una intromisión. Incluso una intromisión donde, con el pretexto de dar cuenta del género entrevista a partir de mi propia experiencia, he sentido el impulso de contar mi vida, pero ya van a ver que no es para irme de tema” (7). Y sigue por esta vía hablando del conventillo de la calle San Luis y de sus voces, preámbulo de otras voces letradas de los entrevistados.

Las voces plebeyas de las/os iletradas/os

La crítica literaria argentina precedente no desconoció estas tendencias: Ricardo Piglia, Julio Ramos, Silvia Molloy. También son indispensables los aportes de Nicolás Rosa, que se refiere a una “escenografía de la voz” en Sarmiento, como parte del linaje materno que “genera los objetos del relato: la casa, la familia, el recuerdo, las anécdotas, la madre es una máquina retórica y la casa una fábrica de fabulaciones” (131), sostiene en El arte del olvido. A ello puede agregarse que esa madre trabajadora que hilaba sus tejidos bajo la higuera sanjuanina, había “olvidado la lectura” por falta de tiempo para ejercitarse en ella, cuenta su hijo en Recuerdos de provincia. Es decir que su trabajo le ocupaba todo el tiempo, la mirada y el movimiento de las manos, así que la voz era lo que único redituable para el hijo escritor. Desde luego, no hay referencia a ningún conventillo en los recuerdos sanjuaninos de Sarmiento, pero sí la presencia de esa madre semianalfabeta que da comienzo a una larga tradición de mujeres sin letra en la literatura argentina. En este sentido, Doña Paula Albarracín es una figura emblemática de la cultura local.

Ahora bien, en el siglo XX, también otras narradoras argentinas abonaron el perfil de las/los analfabetos e incluso de los mediadores de lectura y escritura. La afluencia inmigratoria de posguerra propició en la literatura esta temática, que se hace presente, al menos, en dos novelas de autoras conocidas. Una es de Syria Poletti, Gente conmigo (1967), en cuyas páginas asoma la silueta de una joven inmigrante italiana del siglo XX que llega a la Argentina en la posguerra, ya en su pueblo natal había aprendido junto a la abuela un oficio singular, el de escribir cartas para los iletrados. También Griselda Gambaro, en El mar que nos trajo (2001), recrea la figura del mediador cultural en los ambientes de los conventillos porteños donde, por ejemplo, una joven analfabeta le pide a su vecino que lea para ella una carta del padre que está lejos (Batticuore “Lectura, escritura e intimidad”).

Creo que estas historias que muestran los contactos entre cultura letrada e iletrada son una marca persistente o un signo que regresa con intermitencias en la literatura contemporánea, porque las voces plebeyas están en el ADN de la historia cultural argentina/latinoamericana. Para demostrar esta hipótesis quiero terminar haciendo referencia a otros casos más recientes, en los que la mención al analfabetismo, al autodidactismo, el trauma de ser un iletrado/a en épocas modernas o de no haber alcanzado un título universitario/a se hacen presentes en la escritura literaria. En relación con esto último, precisamente, cuenta Tamara Kamenzain, en Libros chiquitos (2020), que ella nunca logró superar del todo el trauma de haber abandonado los estudios académicos:

una crisis que aún hoy estoy tratando de explicarme a mí misma me llevó a abandonar la carrera cuando solo me faltaban cuatro materias para recibirme Según mis sucesivos psicoanalistas me la pasé (y me la paso todavía) tapando ese agujero que significa para mí no tener título. A pesar de todos los libros de ensayo y/o crítica que escribí y todo lo que trabajé y trabajo en la docencia universitaria, siempre hay un momento en que me siento en falta, como si estuviera cometiendo un fraude. (Kamenzain 46)

Esta confesión parece estar del otro lado del orgullo sarmientino del self made man, el hombre que se hizo a sí mismo quemándose las pestañas sobre una mesa llena de libros, leyendo de bibliotecas prestadas, escuchando la voz de los maestros de provincia, en lugar de las arengas prestigiosas de los maestros del actual colegio Nacional Buenos Aires, donde estudió Alberdi o el propio Cané y tantos otros. En cambio, la mujer que se hace a sí misma escritora, llevada por la fantasía juvenil romántica de “sacrificar” el camino programático del título universitario, como dice Tamara que le sucedió a ella, queda boyando en la mala conciencia de la inseguridad intelectual. En el siglo XXI, cuando la profesionalización del escritor/a ya es un hecho asentado, el título universitario refuerza la validación o el reconocimiento en los ambientes de la alta cultura en los que se mueven también los/as ensayistas. De ahí que haya letrados antiacadémicos y otros que defienden la formación en los claustros, aunque también existen los escritores/as anfibios/as.

En otra línea, Camila Sosa Villada se interna en esta cuestión, en un libro de ensayos de exploración intimista como es El viaje inútil, que comienza con una escena de alta emocionalidad que remite a un día en la infancia de la narradora, cuando el padre le enseñó a escribir su nombre de varón. Tenía pocos años y fue ese uno de los pocos momentos felices de una relación conflictiva con el hijo, que después iba a cambiar de identidad o de género y también de nombre —“ese período de aprendizaje con mi papá es lo que me dice: “no siempre hubo guerra entre nosotros”. Hubo amor. Nos reímos juntos (12)—. Además, en la infancia de Sosa Villada también hay autodidactismo:

Yo estoy al fondo de la galería entretenida con la biblia de los niños leída una y otra vez por mi mamá, para mí, y de repente abro la boca y empiezan a correr las palabras. Lo hago en voz alta, como todos los niños que aprenden a leer, con muchísima torpeza, como los primeros pasos. Leo sin saberlo. Simplemente sigo mi cuerpo. Mi mamá se da vuelta sorprendida como si hubiera visto un fantasma.… ¿Estás leyendo?… ¿Estás leyendo, hijo?…. Es, posiblemente, uno de los días más felices e inesperados de mi vida.… Ahora vas a poder leer solito, no vas a necesitar que yo te lea… La lectura, finalmente, nos separa. (Sosa Villada 20)

Hay candidez, inocencia, en esta escena de autodidactismo infantil. Pero hay más todavía en este libro corto e íntimo que habla de amores difíciles, porque también aquí aparece la memoria dolorosa de los ancestros iletrados: “Mis bisabuelos maternos eran analfabetos, no sabían leer ni escribir. Sabían criar hijos para dárselos al patrón para mano de obra. Sabían levantar y sostener la fortuna del patrón. Sabían callar frente al ruido del dinero ajeno” (31). La humillación, presente en la obra y ligada a la vida limitante y, por momentos, doliente de la gente pobre y humilde, se explica hacia atrás en el tiempo, otra vez, por la carencia de recursos simbólicos de los ancestros. El pasaje recién citado me vuelve a llevar a Ernaux, no solo en su libro El lugar sino también en Los armarios vacíos, en el que ya había escrito acerca de las diferencias entre los padres provincianos y la joven universitaria que, en su progreso intelectual, accede a otra clase social.

Ahora bien, estas memorias que de una manera u otra hacen referencia al complejo de inferioridad cultural que suele producir el analfabetismo no se cierran en el género autobiográfico, la autoficción o el ensayo, sino que regresan en otras ficciones contemporáneas. En este sentido, hay una novela de Gabriela Cabezón Cámara que produjo –creo– una inflexión y un impacto importantes en el tratamiento del tema. Se trata de Las aventuras de la China Iron, que propone un viraje en la tradición literaria, a través del protagonismo que le otorga a una mujer gaucha, la mujer de Martín Fierro, personaje femenino menor en el clásico, pero que adquiere, en esta novela, una magnitud inusitada, desde el momento en que la partida se lleva a Fierro a la leva. Es entonces cuando la China conoce a Elizabeth, una viajera inglesa (la mujer del gringo en el clásico de Hernández), de la que se enamora. La vida le cambia por completo, el amor de la otra mujer la redime o la libera porque le enseña de nuevo el mundo, las cosas, las palabras. También le enseña a leer y a escribir. Cito algunos breves ejemplos que lo demuestran: “Liz me enseñaba las letras y me encomendaba una oración todas las noches. Todavía tengo algunas. “Please, Lord, envíanos un friend. Y sabe us de los guadales” (35). Otro pasaje: “Yo sentía que había vivido afuera de todo, afuera del mundo que cabía entero en la carreta con Estreya y con Liz y ya se estaba haciendo naturaleza. Aprendí que era la brújula como aprendí a ponerme una enagua o a ordenar las letras, como se aprende a nadar diría, la vida nueva era eso” (38). Otro pasaje: “Liz me empezó a leer Frankestein, ese monstruo hecho de cadáveres y de rayos, ese pobre monstruo sin padre ni madre”. Otro pasaje: “Se entusiasmó dándome ejemplos, y terminó volviendo a la carreta a buscar un libro. Oliver Twist trajo y empezó a leer: un inglés guacho era y su fortuna cambiaba cuando encontraba a su familia” (64).

En esta novela, el aprendizaje de la lectura, de la escritura y del mundo revoluciona la subjetividad y también la lengua de la narradora creando belleza. Esa es su virtud principal. Y por esa vía trabaja con la tradición literaria, pero no solo en términos anecdóticos sino lingüísticos (quiero decir, no se trata solo de cambiar los argumentos originales del Martin Fierro, sino de reescribir sus voces en otro código, haciéndolo entrar en otro género). Las novelas previas de Cabezón Cámara habían demostrado que es una gran lectora del género gauchesco, es decir, que conoce esa tradición y es capaz de llevar sus argumentos literarios a un plano narrativo, para operar en la sintaxis poetizando la lengua. No es casual que, además, en esta novela ponga un poco en jaque el criterio de autoridad o de autoría literaria a través de la voz de la protagonista. Sucede cuando la China conoce y escucha hablar a José Hernández, que se asoma como personaje promediando la historia. En un momento dado, él cita varios versos del Martín Fierro y reflexiona en voz alta sobre el modo en que elaboró el poema, atento a la oralidad de los gauchos. Después de oírlo, la China piensa lo siguiente:

reconocía los versos, eran de mi marido y si eran de él, a mí también me había robado Hernández. Y a mis hijos. Sentada como Joseph Scott, al lado del estanciero, fui una señora estafada esa mañana; supe que me había robado el coronel algo que era mío y que sería de mis hijos, me sentí propietaria por primera vez en la vida, le había visto la gracia a ser dueña ahí en la estancia, y me supe vejada. (Cabezón Cámara 120)

Mientras dice estas cosas, la China tiene en la mano un cuadernito en el que toma notas: “no era tonto el coronel, me sentía aprendiendo como me había sentido aprendiendo en la carreta con Liz, como si me sacaran vendas de los ojos” (119).

Sin dudas, la novela llega muy lejos en sus reflexiones acerca de la relevancia de la cultura escrita en la época moderna, ya que la China Iron toma conciencia de sus derechos (como propietaria), cuando entiende lo que hizo el autor con las voces plebeyas de los gauchos. Y lo que entiende o lo que deduce es que el Estado les quitó las tierras, así como el poeta le robó la voz. De tal modo, esta novela recuerda que saber leer y escribir puede revolucionar las relaciones con el prójimo, los vínculos de poder y dominación de clase y género. A tal punto es así, que a veces se revierten las jerarquías e, incluso, se pueden llegar a invertir los protagonismos en el plano ficcional, como sucede en esta novela en la que el personaje de la China le quita literalmente el protagonismo a Fierro.

Coda

(acerca de lo íntimo, lo éxtimo y lo público, o el ADN de la literatura argentina)

Creo que Las aventuras de la China Iron es un punto de llegada elocuente para revisar lo que analizamos a lo largo de este artículo, en relación con la resonancia traumática del saber letrado o libresco en la cultura argentina, que se hace presente de manera persistente a lo largo del tiempo. Mi perspectiva es que, en las últimas décadas, dos factores político-culturales confluyeron a movilizar la temática y a darle otra vuelta de actualización literaria. Uno es el auge de las narrativas del yo o el giro autobiográfico, que llevó a las escritoras y a los escritores a reflexionar sobre su propia historia, a permitirse dar rienda suelta a la intimidad literaria. El otro factor está ligado a la nueva emergencia de los feminismos y la denominada “marea verde”, que habilitó a las mujeres y a las disidencias a revisar su propia historia de vida y de acceso (o restricción o postergación) a la escritura. Y algo más, cuando este tipo de movimientos ocurren a lo largo de la historia, es decir, cuando una prohibición se cae o un permiso social se habilita y un derecho se realiza, en función de razones culturales, políticas, coyunturales, la mirada literaria se desliza hacia atrás, hacia las madres, hacia las abuelas, hacia las ancestras —ya sucedió en el contexto del primer feminismo argentino de fines del siglo XIX y comienzos del XX, como lo demuestra el caso de Alfonsina Storni que analicé en otro trabajo (Batticuore “El canto feminista”)— De ahí la presencia de tantas madres y abuelas analfabetas en las historias de los/as escritores/as contemporáneas —también la proliferación de narrativas en torno a la figura de la madre en los últimos años—.

La literatura más reciente, marcada por el auge de las subjetividades, los nuevos reclamos de derechos políticos que removieron los feminismos, la actualización de las historias de género, las prácticas nuevas que introdujo la revolución digital a través de las redes sociales (en la que los escritores/as opinan y publican) se sumerge o “se mete” más a fondo –como diría María Moreno, pasando de la cultura del conventillo a las voces del Facebook. Y lo hace para mirar lo que hay detrás, lo que hay abajo, lo que había en el pasado, lo que es más íntimo o está más adentro. Y, entre otras cosas, encuentra allí las rémoras de un trauma que anida en la historia social del acceso a la alfabetización o a la palabra, que no siempre ni en todas partes o para todos los sujetos fue un derecho adquirido. Volver atrás o ir más adentro, más al fondo, hasta tocar lo íntimo o la extimidad (eso desconocido de sí que se presenta como Otro, según Jacques Alain Miller), implica, sin dudas, volver a escuchar -seguir escuchando- las voces plebeyas. Volver atrás es recuperar el linaje de las iletradas, sacar afuera lo silenciado o reconocer eso que apremia, pero que al expresarse renueva la lengua literaria.

Referencias bibliográficas

  1. Batticuore, Graciela. Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina. Ampersand, 2017.
  2. Batticuore, Graciela. “Lectura, escritura e intimidad. Historia de las mujeres sin letra”. Confluenze. Rivista Di Studi Iberoamericani, 2020, vol. 12, n.º 2, Universidad de Bologna, pp. 212- 30, https://doi.org/10.6092/issn.2036-0967/12177
  3. Batticuore, Graciela. La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina (1830-1870). Sudamericana, 2023.
  4. Batticuore, Graciela. “El canto feminista. Poética y política en Alfonsina Storni”. Aventuras de la cultura argentina. Siglo XXI editores, 2024, pp. 41-53.
  5. Cabezón Cámara, Gabriela. Las aventuras de la China Iron. Random House, 2017.
  6. Cambaceres, Eugenio. En la sangre. Norma, 2006.
  7. Cané, Miguel. Juvenilia. Carlos Gerold, 1884.
  8. Ernaux, Annie. El lugar. TusQuets Editores, 2022.
  9. Ernaux, Annie. Los armarios vacíos. Traducido por Lydia Vázquez Jiménez. Cabaret Voltaire, 2023.
  10. Gambaro, Griselda. El mar que nos trajo. Alfaguara, 2001.
  11. Kamenzain, Tamara. Libros chiquitos. Ampersand, 2020.
  12. Miller, Jacques Alain. Extimidad. Paidós, 2020.
  13. Molloy, Sylvia. Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica. Fondo de Cultura Económica,1996.
  14. Moreno, María. Vida de vivos. Conversaciones incidentales y retratos sin retocar. Sudamericana, 2005.
  15. Moreno, María. Black out. Penguin Random House, 2017.
  16. Moreno, María. Panfleto. Erótica y feminismo. Penguin Random House, 2018.
  17. Moreno, María. “Catita, lo que no sabe, inventa”. A tontas y a locas. 17g editora, 2017, pp. 109-11.
  18. Moreno, María. Contramarcha. Ampersand, 2020.
  19. Moreno, María. El petiso orejudo (historia de un criminal). Tusquets, 2021.
  20. Pastormerlo, Sergio. “Juvenilia, de Miguel Cané. Historia de un escritor fracasado”. Alp, n.º 4, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, 2001, pp.113-31.
  21. Piglia, Ricardo. “Notas sobre Facundo”. Punto de vista, año 3, n.º 8, 1980, pp. 15-8.
  22. Poletti, Syria. Gente conmigo. Eduvim, 2017.
  23. Ramos, Julio. “Saber del otro: escritura y oralidad en el Facundo de D. F. Sarmiento”. Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX, FCE, 1989, pp. 19-34.
  24. Poletti, Syria. Gente conmigo. Eduvim, 2017.
  25. Rosa, Nicolás. El arte del olvido. Puntosur, 1990.
  26. Sarlo, Beatriz. La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardias. Planeta, 1998.
  27. Sarmiento, Domingo F. Recuerdos de provincia. Kapeluz, 1966.
  28. Sosa Villada, Camila. El viaje inútil. Ediciones DocumentA/Escénica, 2018.

Notas


[1] A lo largo del siglo XIX, con énfasis entre los románticos, retratarse o hacerse retratar, ya sea visualmente o de manera literaria, fue una práctica recurrente entre los letrados/as (Molloy). Me ocupé del tema en diversos trabajos, entre ellos en Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina. También en La mujer romántica. Sobre el saber de segunda mano en Sarmiento, véase, además, Julio Ramos.  

[2] Dedico a la memoria de Dorita Artese (cuya voz me llegó a través de su hijo, Jorge Monteleone), el uso de la inflexión “desanormal”, con el que ella distinguía a las personas que le parecían tan afuera de los comportamientos corrientes, que no podía encuadrarlas en la normativa de la lengua.