Seifert, Marcos. “El esclavo como figura demoníaca en “El ángel caído” de Juana Manuela Gorriti”. Anclajes, vol. XXIX, n.° 2, mayo-agosto 2025, pp. 93-106.
https://doi.org/10.19137/anclajes-2025-2927
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DOSSIER
El esclavo como figura demoníaca en “El ángel caído” de Juana Manuela Gorriti
The slave as a demonic figure in Juana Manuela Gorriti's "El ángel caído"
O escravo como figura demoníaca no "El ángel caído" de Juana Manuela Gorriti
Marcos Seifert
Universidad Nacional de Hurlingham
Universidad Nacional de las Artes
Argentina
ORCID: 0000-0001-7322-7714
Fecha de recepción: 01/04/2024 | Fecha de aceptación: 06/08/2024
Resumen: Prestar atención a la singular construcción del esclavo Andrés en el relato “El ángel caído” (1862) de Juana Manuela Gorriti publicado en La Revista de Lima e incorporado tres años después a Sueños y realidades (1865) permite advertir que este sujeto subalterno se configura como amenazante a partir de los elementos que lo asocian, como ya se anticipa en el título de la narración, con el mal y de forma más particular con la figura de Satán o Lucifer. Se propone que Gorriti se apropia de los atributos satánicos que exaltan los románticos para investir al esclavo y aprovechar, en una relocalización que se imbrica con significaciones contextuales políticas, históricas y sexuales, las implicaciones que esta figura demoníaca, codificada en términos literarios, arrastra. El análisis pondrá en evidencia que esto no responde a una lógica demonizadora, sino a un efecto complejo de empatía y rechazo, identificación y repudio.
Palabras clave: Juana Manuela Gorriti; Literatura argentina; Crítica literaria; Siglo XIX; Esclavitud.
Abstract: Paying attention to the singular construction of the slave Andrés in the story “El angel caído” (1862) by Juana Manuela Gorriti, published in La Revista de Lima and included three years later in Sueños y realidades (1865), allows us to notice that this subaltern subject is configured as threatening based on the elements that associate him, as anticipated in the title of the narrative, with evil and more particularly with the figure of Satan or Lucifer. It is proposed that Gorriti appropriates the satanic attributes exalted by the romantics to invest the slave and take advantage, in a relocation that intertwines with political, historical, and sexual contextual meanings, of the implications that this demonic figure, codified in literary terms, carries. The analysis will show that this does not respond to a demonizing logic, but to a complex effect of empathy and rejection, identification and repudiation.
Key words: Juana Manuela Gorriti; Argentine literature; Literary criticism; 19th Century; Slavery.
Resumo: Prestar atenção na construção singular do escravo Andrés no conto “El ángel caído” (1862) de Juana Manuela Gorriti publicado em La Revista de Lima e incorporado três anos depois em Sueños y realidades (1865) permite-nos constatar que este sujeito subalterno se configura como ameaçador a partir dos elementos que o associam, como antecipa o título da narrativa, ao mal e, mais particularmente, à figura de Satã ou Lúcifer. Propõe-se que Gorriti se apropria dos atributos satânicos exaltados pelos românticos para investir o escravo e tirar partido, numa deslocalização imbricada de significados contextuais políticos, históricos e sexuais, das implicações que esta figura demoníaca, codificada em termos literários, traz consigo. A análise mostrará que tal não responde a uma lógica demonizadora, mas a um efeito complexo de empatia e rejeição, identificação e repúdio.
Palavras-chave: Juana Manuela Gorriti; Literatura argentina; Crítica literária; Século XIX; Escravatura.
Muchas veces vi en Satanás el emblema más apropiado a mi condición
Mary Shelley, Frankenstein 140
Ha sido ya observada, pero no por eso debe dejar de recordarse, la centralidad que le ha dado Juana Manuela Gorriti, en sus narraciones, a sujetos marginados y excluidos por el discurso dominante como indios, negros y su descendencia (Denegri 85, Buret 16). Así como la jerarquización de la perspectiva de las mujeres le permitió el rediseño de las fronteras entre el ámbito privado y la esfera pública para revelar los filamentos de violencia histórica que se anudan sobre el primero (Zucotti 81), el lugar que le da la autora a los subordinados produce una redistribución de lo sensible[1] (Ranciére 20) que entra en tensión con los relatos del discurso oficial en la medida en que exhiben las fisuras del Estado liberal moderno: el registro de los que no tienen un lugar previsto en la comunidad imaginada[2]. El relato “El ángel caído”, publicado por entregas en La Revista de Lima en 1862 e integrado luego al volumen Sueños y realidades (1865), presenta un ejemplo puntual de la figuración de la subalternidad afroperuana a partir de la historia de Andrés, un esclavo negro que había sido criado entre blancos, pero que al volverse mayor es apartado de ese universo: “en la esfera de los blancos… si es tolerado el negrito, no es ya tolerado el negro” (Gorriti 242). A modo de venganza, persigue y ejerce su violencia sobre las mujeres blancas convertido en cimarrón y salteador (bajo el nombre de “el Rey chico”). Con una mujer de la aristocracia colonial, Carmen Montelar, Andrés establece un pacto infame: promete vengarla matando a Felipe Salgar, su frustrado objeto de deseo y, deshonrando a Irene, quien mantiene un amorío con Salgar. A cambio de esto, ella le ofrece la posibilidad de su amor. Andrés ejecuta las órdenes criminales de Carmen y también da muerte a Bernardo de Monteagudo, quien está enamorado de ella. Luego, el esclavo exige que ella cumpla su palabra y Carmen lo traiciona: le pide a oficiales cercanos que lo detengan. Finalmente, Andrés rapta a Carmen y la viola. El relato culmina con la prisión y posterior ejecución pública del esclavo. El destino de Carmen, por su parte, culmina con su reclusión en un convento.
Este trabajo propone prestar especial atención al modo en que este sujeto masculino subalterno se configura como amenazante y siniestro a partir de los elementos que lo asocian, como ya se anticipa en el título de la narración, con el mal y de forma más particular con la figura de Satán o Lucifer[3]. Por ejemplo, encontramos una alusión a su “diabólica sonrisa” (Gorriti 233), su definición como un “hombre que nada teme y que ha hecho del mal la esencia de su alma” (Gorriti 245), o como “espíritu de las tinieblas” (Gorriti 246). Sus muestras de crueldad y sus deseos de poseer a las doncellas lo vinculan, sin dudas, también a la figura del villano gótico como, por ejemplo, Manfredo de El castillo de Otranto de Horace Walpole (1764). Andrés es presentado como un personaje que entraña la contradicción: arranques que “revelaban la lucha de los salvajes instintos de su raza con los blancos hábitos de una educación distinguida” (Gorriti 230). Tal discordancia, este conflicto social encarnado en un individuo, guarda una estrecha relación con su construcción como figura monstruosa. Andrés aglutina rasgos identitarios que la época no admite conjugados: los “hábitos aristocráticos” y su pertenencia étnica. En esa doble faz se juega una parte importante de la eficacia del uso de la figuración luciferina[4].
Mario Praz en el capítulo “La metamorfosis de Satán” de su libro The Romantic Agony recorre y documenta diversos autores y corrientes que trabajan con la mitología satánica en función de mostrar su evolución de figura negativa a héroe con atributos positivos: ese rebelde encantador que confronta a un dios tirano que leemos en El paraíso perdido de John Milton. De acuerdo con Praz, los hommes fatales del romanticismo y de la ficción gótica de Anne Radcliffe no serán otra cosa que descendientes o una decantación literaria del Satán de Milton, que incluso antes encuentra una manifestación, durante el siglo XVIII, en la figura del bandido generoso, del delincuente sublime. Los hábitos melancólicos, el pálido semblante, los ojos inolvidables junto con los trazos de oscura nobleza emergerán, luego, en el héroe byroniano, como ser impenetrable que está al mismo tiempo por encima y por debajo del común de los hombres.
La hipótesis de este trabajo es que Gorriti se apodera de los atributos y el ropaje satánico, recogiendo las resonancias y los trazos que estos fueron adquiriendo en sus sucesivas transformaciones, para investir al esclavo de su relato y aprovechar, en una relocalización que se imbrica con significaciones contextuales políticas, históricas y sexuales, todas las implicaciones que esta figura demoníaca, codificada en términos literarios, arrastra. Esto implica que el personaje demoníaco no responde a una mera lógica de construcción demonizadora, sino a un efecto complejo en el que se exhiben los motivos de un armazón romántico que despierta la empatía del lector al mostrar el origen de su violencia y, al mismo tiempo, el rechazo dada la desmedida crueldad y maldad del personaje. De ahí que la importación y readaptación del linaje satánico europeo que realiza Gorriti para nombrar al subalterno sea el principal factor de modelación de la monstruosidad de Andrés. Si como señala Mabel Moraña, “el monstruo simboliza la resistencia heroica del Esclavo y los excesos siniestros del Amo” (10), Gorriti aúna esos perfiles en contradicción en un mismo sujeto rebelde fascinante, pero también brutal y cruel. Por su parte, María Florencia Buret observa que la percepción negativa del personaje de Andrés (agravada con la propia atribución de otros crímenes que él mismo realiza) se produce de forma paralela a una aproximación al conflicto interno que explica cómo terminó en el mundo del delito (20). Es esta justamente la complejidad que condensa la figuración diabólica. El “ángel caído” reúne y expresa esa doble dimensión contradictoria de repudio y atracción. En cuanto monstruo, Andrés habita el espacio de la polivalencia (Moraña 9); su representación capta los múltiples miedos y represiones de la sociedad de la época: los de 1824, año en el que trascurren los sucesos, pero también y, sobre todo, los del momento de publicación del relato. El relato de Gorriti exhibe que el temor que genera el esclavo demoníaco: el terror al mestizaje y la integración de los afroperuanos que manifiesta la sociedad limeña es, parafraseando a Franco Moretti en “The Dialectic of Fear”, el miedo de una sociedad culpable de haber generado su propio verdugo[5] (69).
En función de exponer las implicancias en diferentes dimensiones que adquiere esta readaptación de la figura satánica para representar al esclavo este trabajo desplegará, en primer lugar, las relaciones con el linaje literario luciferino para visibilizar al subalterno. En segundo lugar, el trabajo de la ficción con el pasado reciente, más precisamente con un período en el que aún no se había producido la abolición de la esclavitud, un momento “de falta de control social sobre los ciudadanos por la debilidad del incipiente Estado republicano” (Velázquez Castro, Las máscaras 133). Luego, se considerará la importancia del uso del Lucifer de los románticos para la construcción del componente erótico de la subalternidad del esclavo afroperuano y para remitir a los temores sexuales de la elite de la época, y, por último, las implicancias vinculadas al contexto de publicación de la narración en La Revista de Lima, un momento en el que la abolición de la esclavitud trajo como consecuencia la criminalización de los afroperuanos, en la medida en que se consideraba que la sociedad estaba expuesta a la peligrosidad que supuestamente encarnaban los libertos (Aguirre 316).
De esclavo a príncipe (de las tinieblas)
Como señala Robert Muchembled, es posible encontrar a Satanás como personaje teatral en diversas escenas diabólicas ligeras tanto en misterios medievales como en piezas barrocas del siglo XVII. Es recién a comienzos del siglo XIX, advierte el autor, que el tema adquiere una dimensión diferente (222). No obstante, la adoración decimonónica por los personajes maléficos no puede entenderse sin considerar el antecedente de El Paraíso perdido de John Milton (1667) en el que emerge la imagen del diablo como héroe fascinante y rebelde que encabeza una insurrección y enfrenta el poder divino. Con declarada admiración de la versión de Milton, la estética romántica expandirá el imaginario de un Lucifer ya no como representante maligno contra un orden justo, sino como reflejo del revolucionario que se alza contra un poder despótico y arbitrario. Recuerda Mario Praz que Friedrich Schiller, quien ha realizado en sus bandidos una transfusión del encanto siniestro del Satán de Milton, ha observado que con el artificio de este autor hasta al más pacífico de los lectores se convierte en partidario del ángel caído (57). Es este efecto de lectura el que hay que recordar a la hora de advertir la elección de Gorriti de presentar a su cimarrón bajo el armazón estético del Satanás romántico. Gorriti agrega un eslabón más en la cadena de metamorfosis de Satán que recorre Praz para trasladar ese linaje de rebeldía a un esclavo cuya monstruosidad encarna una crítica al régimen esclavista. El texto deja claro que detrás de la conducta maligna de Andrés hay una responsabilidad del mismo sistema y de sus amos por “elevarlo a la esfera de los blancos, donde si es tolerado el negrito, no es ya tolerado el negro” (Gorriti 242). Es la misma aristocracia colonial la que produce el monstruo que luego sufre y la figura luciferina es clave acá para darle una carnadura narrativa a este sentimiento de no correspondencia: “hallarías tú agradable el lodazal después de haber respirado las regiones del éter” (Gorriti 264).
La conversión de Andrés, esclavo criado entre blancos, en un monstruo de venganza, un bandido que no se arrepiente de sus crímenes tiene, en el texto, una explicación social que, a su vez, se manifiesta en una estrecha intertextualidad. Esta se hace explícita en su encuentro con su ex ama cuando él ya ha sido sentenciado a muerte. En ese momento, Andrés le reprocha: “Tú eras mi ama, yo tu esclavo, es cierto, pero ¿quién te dio facultad para hacer de mí lo que no era, lo que no podías hacer que sea?” (Gorriti 264). Esta frase, sin dudas, evoca y recupera con variaciones la interpelación del Lucifer de Milton: “¿Te pedí, Creador, que de mi barro me formaras? ¿De ti solicité que de la oscuridad me condujeras al jardín delicioso?” (El paraíso 241). Pero algunas décadas antes de que Gorriti apelara a esta referencia para alumbrar a su rebelde desgraciado ya otra autora había elegido estas palabras como epígrafe para una novela en la que la voz del monstruo es un motivo de extremada potencia para reflexionar sobre el origen del Mal[6]. El monstruo de Frankenstein (1818) de Mary Shelley, lector de la mencionada obra de Milton, declara: “Muchas veces vi en Satanás el emblema más apropiado a mi condición” (140). El reproche del esclavo afroperuano frente a su ama es el eco del reclamo del monstruo de Shelley ante su creador que, a su vez, es la reverberación del que hace el Satán de Milton ante Dios. Pero, a diferencia del monstruo de la autora inglesa que hacia el final de la novela, en el encuentro con Robert Walton, se arrepiente por sus crímenes cometidos, el esclavo luciferino de Gorriti aprovecha el último intercambio con la condesa Peña-Blanca, en la prisión, para realizar una confesión que tiene el sentido contrario al de una purificación antes de ser ejecutado. Andrés hace un relato pormenorizado de los asesinatos del marido y la hija de su ex ama volviendo su propia narración de atrocidades un acto perlocutivo de crueldad dirigido contra ella.
Además de narrar la historia de un rencor encarnado en un personaje plebeyo que se ha investido con un linaje literario de oscura nobleza, el relato de Gorriti cuenta el pacto y complicidad entre dos personajes infames. Es decir, en el centro de su narración, Gorriti no pone solo al personaje de investidura satánica, sino también una she-devil, una femme fatale representada por el personaje de Carmen Montelar. Así como el esclavo condensa un imaginario satánico que tiene un largo recorrido literario, el personaje de Carmen también se encuentra modelado a partir de un arquetipo femenino romántico. En un monólogo en el que planea su venganza contra Irene, la mujer declara su entrega completa a la maldad en lo que parece un eco de la invocación al crimen de Lady Macbeth: “Quiero arrancar de aquí todo lo que pudiese enternecer mi alma y hacerla buena; quiero consagrarme toda al mal; volver perfidia por perfidia y tormento por tormento” (Gorriti 244)[7]. Andrés cautivado por la belleza de Carmen le promete asesinar a Felipe Salgar, objeto de amor no correspondido, y deshonrar a Irene. Andrés cumple con su parte del pacto y también da muerte a Bernardo de Monteagudo, quien se manifiesta enamorado de Carmen. Esta alianza imposible entre dos figuras del Mal que motoriza la trama no se encuadra en la tradición del pacto faústico sino que representa, más bien, un contrato efímero entre quienes son incapaces de cumplirlo, entre quienes inevitablemente incurrirán en la traición[8].
Ficcionalizar la historia reciente
Gorriti publica su relato en un momento en el que la problemática de los afroperuanos ya no era su condición de esclavos, sino las dificultades de la integración social, pero sitúa su ficción en 1824, es decir, en un contexto en el que aún no se había producido la abolición de la esclavitud. Ese leve corrimiento hacia el pasado puede pensarse como un modo de atenuar el terror y amenaza que evoca su personaje, pero también es una forma de apropiarse mediante la ficción de un conjunto de hechos cuya interpretación aún no se había sedimentado en el discurso histórico. Por ejemplo, proponer a su personaje como instigador del asesinato de Monteagudo es nutrirse de los rumores generados alrededor de un crimen signado por el misterio. El uso del material histórico aprovecha los interrogantes de modo que, como señala Graciela Batticuore a propósito del tratamiento ficcional que hace la autora sobre las figuras del rosismo, “estas preguntas quedan latentes en los relatos de la escritora romántica, que sabe eludir las respuestas categóricas para apostar a la eficacia del enigma” (La mujer romántica 298).
La representación de Andrés como salteador de caminos parece remitirnos, de inmediato, a las referencias de carismáticos bandidos europeos que han sido modelados, como ha analizado Praz, según atributos que nos remiten al Satán de Milton. Sin embargo, es necesario observar que la representación del personaje como “el Rey Chico” tiene una correspondencia histórica evidente ya que, como sabemos por la investigación de Carlos Aguirre (243), el bandolerismo y el cimarronaje estaban imbricados: bandas multiétnicas asolaban desde fines del siglo XVIII los caminos de Lima. Es interesante entonces cómo Gorriti, con su satánico cimarrón bandolero, enlaza la tradición gótico-romántica a la vez que refiere al imaginario colectivo de la época vinculado a los esclavos. Aguirre describe que en lo que respecta a la esclavitud doméstica existía una generalizada “percepción de los negros como sujetos indignos de confianza alguna, siempre dispuestos a una maldad o una traición” (Aguirre 159). A modo de ejemplo, el autor relata un caso de doña Tomasa Panizo y su esclavo Gregorio quien huyó de su casa por dos días y luego regresó. Desde ese momento, “la ama no pudo dejar de ver un plan siniestro en el rostro del esclavo” y exclamaba estar segura de que su esclavo tenía intenciones de asesinarla (159). Al mismo tiempo, los asesinatos de Andrés realizados en cumplimiento de las órdenes criminales de Carmen nos recuerdan otra figura del imaginario colectivo virreinal: la de los negros verdugos. Marcel Velázquez Castro refiere la crónica de Cieza de León en la que leemos la ejecución del primer virrey del Perú Blasco Núñez de Vela en pleno campo de batalla en manos de un negro que cumple la orden de cortarle la garganta. La autora también señala la cuadrilla de negros que funcionaban como guardia y verdugos del lugarteniente de Gonzalo Pizarro en un folletín de Manuel Ascensio Segura (Las máscaras 112). La investidura luciferina del esclavo que realiza Gorriti lo ilumina para que comprendamos algo que señala Aguirre: que los esclavos no fueron meras víctimas pasivas, sino también protagonistas y forjadores de su propio devenir. La metáfora romántica del ángel caído viene a señalar este lugar activo de recreación de las relaciones que el esclavo establecía con la sociedad. Este monstruo que habita el pasado inmediato adquiere una función que advierte Moretti asociada a la monstruosidad: la de expresar que el futuro (el presente en el que relato se publica) será monstruoso (en relación con la exclusión que seguirán padeciendo los afroperuanos una vez abolida la esclavitud).
El terror sexual
Muchembled relata que, para los románticos declarados satánicos, estaba bien visto amar en el otro lo que tiene de maléfico. El autor da el ejemplo de un admirador que comparaba las pupilas de su amada como “tragaluces del infierno” (230). Es significativo reflexionar sobre el aura de atractivo erótico que se asocia a lo demoníaco en la época cuando esta figura se anuda en el relato a un negro que en la sociedad limeña era negado como objeto de deseo.
La venganza que encarna Andrés contra la aristocracia se concentra en una violencia sexual dirigida contra las mujeres blancas: “A ellos quiero robarles su dicha, y después beber su sangre; a ellas robarles su orgullo y después beber sus lágrimas” (Gorriti 231). Este deseo es relevante por lo que señala respecto a la sexualidad de la época: marca un límite, un umbral que las convenciones sociales no admiten cruzar. Su implacable inclinación a las mujeres blancas, como señala Velázquez Castro en su estudio de las particularidades de la representación del sujeto esclavista en el Perú, constituye la inversión de los temores sexuales de la élite. Queda en evidencia la preocupación del relato por tratar la cuestión de la circulación del deseo en la sociabilidad limeña ya en el pasaje inicial que narra la visita del príncipe tunecino al que se pone en lugar de auditor de la belleza de las mujeres de Lima (Gorriti 225). Por eso, va a sorprender a todos cuando prefiera a una robusta esclava y señale, con esta preferencia, un direccionamiento normalizado del deseo: que el ojo africano opte por las africanas o sus descendientes. Esta anécdota subraya el desvío de Andrés cuyo deseo rompe con ese gusto y con el de otros varones limeños que “sintiéndose cerca del hueso, aman con furor la carne” (Gorriti 237) para buscar lo que sería calibrado socialmente como una unión sexual aberrante. La obsesión sexual del esclavo nace de una relación con el ama en la que muchas veces se confunde la línea entre el afecto y el deseo, o incluso, se niega la mirada del otro al punto de cosificarlo: “[Y]o te amé. Tú misma diste para ello ocasión. Dejábasme ver tu belleza como si yo fuera uno de los pilares de tu cama. ¿Creías, ama, que porque yo era negro no era hombre?” (Gorriti 265).
Tal tabú sexual ocupa un lugar central en la confesión que hace Andrés de sus delitos ante su ex ama antes de morir. Sus crímenes tienen como desencadenante el deseo de poseer a las mujeres prohibidas. Como si el imaginario demoníaco no alcanzara para expresar la transgresión sexual que encarna el personaje se le agrega un escenario que refuncionaliza la ruina y los sepulcros asociados a tradiciones prehispánicas para cumplir la misma función que el cronotopo de encierro femenino que la literatura de terror encuentra en el castillo medieval:
Allá, entre las minas del antiguo Pachacamac, bajo el tupido follaje de un grupo de matorrales que crecen sobre una huaca, he descubierto la entrada de un palacio subterráneo, templo del sol y alcázar de las vírgenes a su culto consagradas. Yo seré el ídolo de ese santuario, y mis sacerdotisas, las blancas más orgullosas de Lima. La temporada se acerca. Ellas irán a Chorrillos; pero antes, todas pasarán tres noches en Pachacamac. Todo lo tengo previsto para arrebatarlas de los brazos de los suyos. (Gorriti 232)
Es interesante detenerse en la declarada formulación que hace el personaje ante su hermana cuando se refiere al conjunto de mujeres de la aristocracia que observa en una fiesta: “una a una, todas serán mis esclavas; y cuando haya humillado su soberbia y saboreado su orgullo, las devolveré a sus novios puras, muy puras” (232) (el subrayado es mío). Resulta curioso poner el foco de atención en el uso del término “puras” unido a las consecuencias del acto de violentar sexualmente a las mujeres blancas. Uno podría imaginar que la capacidad retórica de Andrés alcanza, de pronto, una nota irónica al fantasear con sadismo el momento en que sus novios las reciban y vean afectado su propio honor en la pérdida de la virtud de la mujer. Graciela Batticuore analiza con particular agudeza las implicancias de una escena similar en La cautiva (1837) de Esteban Echeverría. Cuando Brian rechaza a su esposa porque cree que ella fue violada por un indio, advierte Batticuore, ese mismo acto agrega otra forma de violencia sobre María. Esto se debe a que la expresión de Brian se enmarca en la normativa moral de la época apoyada sobre una idea de monogamia que “implica para la mujer no solo fidelidad, pudor, reserva, sino también subordinación al marido” (“Violencia y violación” 116). Exclamar como lo hace Andrés que esas mujeres no están mancilladas, sino que, por el contrario, él las devuelve “puras” no parece constituir ninguna afrenta o crítica al sistema de dominación patriarcal en sí, pero sí un asomo de una inversión de valores (algo así como “una pureza por vía de la corrupción”) que se liga más bien a la frase emblemática del Satán de Milton: “¡Sé tú mi bien, Oh mal!” (86), enunciado que ha desencadenado múltiples interpretaciones a lo largo del tiempo[9]. En línea con la representación ambigua que entraña el uso del tropo luciferino debe señalarse también que si bien, por un lado, Andrés pretende raptar a las mujeres para robar su honra y hacerlas sus esclavas, al mismo tiempo, revela en el pacto con Carmen su deseo de que una mujer lo ame voluntariamente. Esa complejidad revela, más bien, que el objetivo último del personaje no es otro que el reconocimiento de la cultura del amo mediado en este caso por la posesión de la mujer blanca.
El diablo ante la ley. Conclusiones
La publicación de “El ángel caído” en 1862 en diez partes en La Revista de Lima puede llevar a pensar que su propósito al narrar la historia de un rencor de un esclavo que sigue el camino del mal como venganza es una invitación a imaginar un pasado inmediato, pero cerrado para el momento en que sale a luz el relato. Sin embargo, el nudo del conflicto que plantea un diálogo estrecho con el contexto de publicación en el que si bien ya no había esclavos negros en el Perú a partir de la abolición de 1854, los negros, como señala Carlos Aguirre, continuaron siendo tratados como tales en la cotidianeidad, en las políticas, en el mercado laboral (311). De esa manera, aunque la esclavitud legal llegaba a su fin después de cientos de años, la marginación de la población negra se mantenía o incluso se incrementaba. En este contexto de consolidación del racismo y la discriminación en el que muchos renegaban de su propia identidad haciendo uso de tretas o estrategias de blanqueamiento para el ascenso social (Arrelucea y Cosamalón 120), las contradicciones identitarias de Andrés, criado entre blancos, resuenan de manera significativa. Es necesario comprender el escenario complejo de miles de esclavos que, una vez abolida la esclavitud, se enfrentaron a diversas dificultades para encontrar un medio de subsistencia. Gorriti no hace una inscripción directa de este drama del presente, sino que opta por el rodeo de la descolocación de un esclavo algunas décadas antes. Los sentidos del relato de Gorriti se forjan así en el vaivén entre presente y pasado reciente: ante una sociedad que no cambió su aspecto monstruoso con la trasformación del marco legal, Gorriti imagina un monstruo fuera de la ley; ante la criminalización creciente de los afroperuanos, proyecta un criminal despiadado. Si bien Velázquez Castro, a la hora de periodizar la literatura afrohispanoamericana a partir de variables como las retóricas de la (auto) representación y las figuras de autor y lector, sitúa este relato de Juana Manuela Gorriti en un conjunto en el que lo dominante es una “epistemología fundada en la deshumanización del negro/esclavo” (73) y una imagen de lector comprometido “con el lugar de enunciación colonial y esclavista” (74)[10], el uso de la figura gótico-romántica permite pensar una presión perturbadora de este cuento sobre la lógica de representación del período. El cuento nos presenta un personaje que despierta tanto la atracción y la empatía como un rechazo que reenvía al presente posesclavista de publicación en el que, como se ha señalado, se consolidaron las dinámicas de exclusión. La utilización de los atributos del Satán de los románticos para componer a su esclavo le permitió a Gorriti concentrar los miedos, ansiedades y conflictos vinculados tanto al problema de la esclavitud como al de la integración de los afrodescendientes[11]. Eludiendo la simpleza de una caracterización demonizante, Gorriti propone, en su lugar, una figuración que combina, en un solo sujeto monstruoso, la resistencia y rebeldía, así como la crueldad y el exceso. De la misma manera que la literatura de terror según Franco Moretti, esta ficción folletinesca nace de los miedos de una sociedad dividida, pero también del deseo de reparar sus fracturas, curarla (68).
Referencias bibliográficas
Notas
[1] Jacques Rancière propone el concepto de “redistribución” o “reparto” de lo sensible para analizar las formas en que el mundo se hace inteligible y los modos en que los sujetos se sitúan en él. La redistribución de lo sensible se refiere a una transformación de las formas de ver, oír y sentir el mundo, es decir, un cambio en las capacidades de percepción y acción de los sujetos. Esta redistribución no se limita a un cambio en la percepción individual, sino que supone una modificación de las propias condiciones de posibilidad de la experiencia. Se entiende a partir de esta perspectiva que el arte y la literatura no son políticos porque refieran a ciertos temas, o mensajes o ideologías, sino que lo son por la clase de tiempos y espacios que construyen en el mundo, por cómo cortan el tiempo y visibilizan subjetividades.
[2] En su libro Comunidades imaginadas Benedict Anderson sostiene que la nación “es imaginada como comunidad, porque, obviando la actual desigualdad y explotación que puede prevalecer en cada una, la nación siempre se concibe como una camaradería profunda y horizontal” (Anderson 9). El autor argumenta que esta sensación de comunidad entre aquellos que, en su gran mayoría, nunca se conocerán cara a cara, se forja a través de medios impresos como los periódicos y las novelas, que crean un sentido de cronología compartida y un espacio público imaginario.
[3] Una puesta en foco de las historias de afrodescendientes en el marco más amplio de la obra de Gorriti permite enlazar en un primer lugar relatos como “La quena”, “El ángel caído”, aquí trabajado, y “Peregrinaciones de un alma triste” que evidencian la labor de la escritora problematizando los prejuicios raciales, denunciando injusticias y desmontando encasillamientos ligados a la historia de explotación (Buret 23). Y, en un segundo lugar, es posible sumar una consideración sobre la presencia de relatos sobre afrodescendencia en La tierra natal (1889) cuyo relato de viaje da lugar a un descentramiento de la autoridad textual de la narradora quien cede su palabra a otros puntos de vista (gauchos, mujeres, esclavos). Esta inclusión que hace visible la heterogeneidad racial y la noción de integración de la autora (Crespo 15) permite, como señala Vanesa Miseres, construir un sentido de nación que incluye una pluralidad soslayada en los registros oficiales de la historia argentina (102).
[4] Este trabajo se enlaza con las hipótesis de mis trabajos anteriores en que se piensa la función del gótico en la narrativa de la autora como andamiaje que permite la representación de contradicciones del pasado que persisten en el presente (Seifert “Traslados y cruces”) y como matriz para dar cuenta de identidades y prácticas vinculadas a una significación político-social (Seifert “Sueños y realidades góticas”).
[5] Para comprender la relevancia de los estudios sobre gótico y literatura latinoamericana es necesario considerar el marco que ofrecen los trabajos que han enfocado la migración y actualización (los términos de transculturación y tropicalización entran en juego también aquí) de los tropos del género en los contextos locales (Casanova Vizcaíno y Ordiz, Eljaiek Rodríguez, Edwards y Vasconcelos, etc.). Otro grupo de igual relevancia ha puesto en primer plano la noción de monstruosidad en la imaginación político-cultural (Dabove, Braham, Moraña). En cuanto al modo en que la crítica ha analizado el gótico en las producciones románticas de la literatura argentina del siglo XIX la centralidad de la articulación entre terror y política ha sido la hipótesis rectora para leer esta presencia en autores Sarmiento, Mármol, Echeverría (Ansolabehere). Para recomponer el marco más específico de este cruce con el modo gótico en los textos de Juana Manuela Gorriti es necesario remitirse a los trabajos de Gasparini y de Seifert (“Traslados y cruces”, “Sueños y realidades góticas”).
[6] Se puede interpretar la novela de Mary Shelley a partir de la perspectiva de una contienda explicativa sobre la naturaleza del Mal: la narración de Víctor Frankenstein se presenta en contraposición a la de su criatura, dos argumentos que debaten sobre el tema del mal. Mientras que el relato de Víctor sostiene la idea del mal como atributo innato que el monstruo traía consigo desde su origen, el del monstruo permite pensarlo más bien como la consecuencia de una serie de experiencias extremas y desafortunadas de rechazo, que tienen su punto de partida en el abandono del creador.
[7] La elección del nombre de Carmen remite a la novela homónima de Prosper Merimeé publicada en 1845 en la Revue des Deux Mondes protagonizada por un personaje que como señala Praz, “consolida el arquetipo de la femme fatale que personifica al Eros mortal, al adulterio y a la pasión destructora” (196).
[8] Es necesario observar que este tipo de asociación entre villanos masculinos y femeninos tiene una presencia relevante en la literatura gótica, como la de Anne Radcliffe o Matthew Lewis. Podemos mencionar el vínculo en Los misterios de Udolpho de Madame Cheron y Montoni frente a la heroína Emily St Aubert y el pacto en la célebre novela de Lewis entre el monje Ambrosio y Matilda una figura femenina que encarna una entidad seductora y demoníaca que lo tienta y lo hace sucumbir al pecado. Por otro lado, pueden sumarse ejemplos en novelas libertinas como el pacto tácito de juegos y manipulaciones entre la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont en Las relaciones peligrosas (1782) de Pierre Choderlos de Laclos.
[9] David Parry explica que el debate académico que ha generado ese imperativo satánico se relaciona con definir si a partir de él Satanás expresa la creencia de que el mal es en algún sentido bueno, o si, más bien, toma el mal como su "bien" en el sentido de un telos aristotélico, es decir, el fin deseado al que aspira, sabiendo que ese telos es objetivamente malo (61).
[10] Algunas de las obras que según Velázquez Castro integran este conjunto son: Los Villancicos (1676-1691) de Sor Juana Inés de la Cruz, parte de la poesía satírica de Caviedes, la novela Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda, “El ángel caído” (1862) de la argentina Juana Manuela Gorriti y la tradición "La emplazada" (1874) de Ricardo Palma. Como ejemplos de textos que confrontan la lógica dominante, la autora menciona: el diario espiritual de Úrsula de Jesús y la Autobiografía de un esclavo de Juan Francisco Manzano.
[11] Una consideración no solo de la representación de lo afro sino de sus voces en el siglo XIX latinoamericano tiene como insoslayable aporte el trabajo de recopilación y análisis que realizaron Paulina Alberto, George Andrews y Jesse Hoffnung-Garskof en Voices of the Race. The Black Press of Latin America. Este volumen que compila boletines, periódicos y revistas producidos por escritores afrodescendientes permite pensar qué figuras, más allá de la monstruosidad, circulan en las letras del siglo XIX sobre y desde la afrodescendencia. Respecto al desarrollo de estas cuestiones, en el caso argentino, un trabajo que no debe dejar de mencionarse es Escondidas a plena vista. Las mujeres negras, la ley y la construcción de una República Argentina blanca de Erika Edwards. La autora estudia los métodos y procesos que ayudan a comprender cómo la negritud en el país se tornó invisible a medida que la colonia se convertía en una república. Esa invisibilización es abordada poniendo el foco en las decisiones cotidianas que tomaron las mujeres afrodescendientes para "adquirir blancura". Las mujeres negras, propone Edwards, fueron responsables activas en su propio borrado, ya que desafiaron las jerarquías raciales y buscaron formas de ascender en la escala social.